Se producían motines en algunas partes. Las gentes gritaban en la calle: «¡Viva el rey y muera el mal gobierno!». Pero en eso se equivocaban porque el gobierno no era bueno ni malo. No había ninguno.
Un incidente se produjo en el mercado que revelaba la atmósfera general de aquellos días. Los nobles hacía tiempo que explotaban todos los monopolios, incluidos los de las materias más indispensables, como el pan, el aceite, la sal. Una mujer, al ver que no había pan en el mercado, fue a protestar ante el regidor de semana diciendo: «¿Qué haré, pobre de mí, con mi esposo y seis hijos en casa si no les llevo pan?». Y el regidor respondió: «Haz castrar a tu marido para no parir más».
Algunas personas lo oyeron y se armó tal alboroto que el regidor salvó la vida dándose a la fuga.
En aquellos días llegó un sacerdote de Nínive que dijo misa en idioma caldeo a la cual asistieron los reyes, como una curiosidad. Después de la misa la reina habló con el sacerdote y le preguntó medio en broma, pero con una intención subrayada, si en Nínive las mujeres estaban tan vigiladas como en Madrid. La pregunta le pareció maliciosa a la duquesa de Terranova, quien fue con el cuento al rey añadiendo algo por su parte.
Durante algunos días don Carlos trató a la reina con cierta frialdad y calculado despego. Ya no la llamaba vellocinita sino solamente señora y creía que la diferencia representaba una gran sutileza y una cierta perfidia.
Nombró un día el rey su consejo de Estado con personas partidarias del difunto bastardo y de Medinaceli. A nadie le sorprendió. Los únicos que seguían fieles a la reina madre eran el condestable y el confesor del rey y entre los extranjeros el embajador francés y el nuncio de S. S. Trataba don Carlos deferentemente a su madre, pero recelaba aún de su influencia y la alejaba de los problemas del gobierno. La douairière veía a su nuera y pensaba: «Ella podría hacer el milagro si quisiera». Se refería a la reconciliación.
No tenía interés el rey en que fueran amigas la suegra y la nuera porque temía que si lo eran se volverían de algún modo contra él. Recordaba a su tatarabuelo y recelaba. En las cosas que se referían al amor de María Luisa el rey mostraba una cierta agudeza.
Culpaba el rey a su madre de algunas formas que consideraba viciosas en la política exterior. Por ejemplo, en todos los tratados, comunicaciones y proclamas el rey de Francia se llamaba a sí mismo cristianísimo monarca y llamaba al de España rey católico. En los tratados, el encabezamiento decía: «…Entre el cristianísimo rey don Luis XIV de Francia y el rey católico don Carlos II de España…». La diferencia creaba alguna perplejidad en la mente de don Carlos. ¿Es que podía haber diferencias entre ser cristiano y ser católico? Y si las había, ¿en favor de quién?
Cuando se lo dijo a la reina madre ella respondió: «Yo no tengo la culpa, eso viene de los tiempos de Fernando e Isabel». Cuando se lo dijo al nuncio, éste soltó a reír y no dio respuesta alguna satisfactoria.
El día de la Anunciación la joven reina fue al monasterio de la Encarnación acompañada como siempre de la de Terranova. Según la tradición sirvió la comida a doce mujeres pobres ayudada por las doncellas de honor que llevaban los platos. Hacía la reina madre lo mismo, pero en sus propios aposentos.
Después de la ceremonia la reina María Luisa fue muy sorprendida al hallar en su bolsillo un billete con el siguiente sobrescrito: «Para la reina sola». Al principio estaba en duda si abrirlo o no y pensó dárselo cerrado al rey, pero no se atrevía sin saber antes su contenido. Por fin se decidió a abrirlo y lo leyó. Estaba escrito en una letra disimulada y decía: «La suprema elevación de vuestra majestad y la gran diferencia que hay entre nosotros no ha sido bastante para apagar esta pasión que sus gracias encantadoras y sus virtudes han encendido en mí. Yo la adoro, reina mía, y moriré adorándola. La miro, la veo, la sigo con mis miradas, pero vuestra majestad no sabe quién soy ni lo sabrá nunca. Queden para mí todas las secretas languideces y angustias de un amor sin esperanza. Ah, señora, qué desgraciado soy por haber nacido súbdito sintiéndome, sin embargo, con las mismas inclinaciones del más grande rey del universo».
No podía imaginar la reina quién podía haberse atrevido a escribirle en aquellos términos y no dudaba de que el billete le había sido puesto en el bolsillo por alguna de las mujeres a quienes sirvió la comida. Pero no dejaba de extrañarle que un hombre que parecía de alta calidad arriesgara su vida (sin duda se hacía reo de muerte) en las manos de una pobre necesitada. Era verdad que alguna de las monjas podría haberse encargado de aquel negocio, pero no era probable por las gravísimas consecuencias que tendría para ella y para la comunidad si se descubría.
Además, una religiosa no acepta fácilmente la tercería y menos en materia de adulterio y muchísimo menos contra el rey. En favor del rey, sí, quizá. Se han dado casos.
Llegó la reina a pensar si sería una añagaza de la camarera mayor para ver qué uso hacía del billete, dar al hecho, si era posible, un giro aventurero y ganar algo con el rey. Después de muchas consideraciones entre las cuales no faltaba el recuerdo siniestro de Enrique VIII de Inglaterra, creyó que lo mejor sería confiarse a la reina madre y pedirle consejo. Aquella noche a solas pensaba en el billetito y no le disgustaba. El rey, que estaba a su lado, le preguntaba qué le sucedía y ella callaba y repetía con un acento raro: «Nada, señor».
Sabía el rey, sin embargo, que había algo nuevo, y como más tarde preguntara al enano don Guillén, éste dijo:
—Son los Pepos.
Para conjurarlos el enano quemó simiente de espliego en un plato que puso en un rincón.
Al día siguiente fue María Luisa a comer con la reina madre y a los postres le mostró la carta. Viéndola inquieta, la madre le aseguró que no valía la pena que se atormentara y que cualquiera que fuera el origen de la carta ella tranquilizaría al rey si llegaba el caso. Le gustaba a la suegra hallar a la princesa de Orleáns tan turbada y tener en su mano su tranquilidad. La madre le habló de la falta de sucesión al trono y como vio que María Luisa rompía en llanto no quiso insistir.
Aquel mismo día la reina cumplía dieciocho años y hubo por la noche concierto en palacio. Por entonces el enviado del príncipe de Brandenburgo arreciaba con apremios legales para recobrar la fuerte cantidad que España le debía. Por fin le prometieron pagarle un anticipo de cincuenta mil coronas del dinero de la flota de Indias que llegaba aquellos días. Le aconsejaron que fuera a Sevilla y el delegado salió muy diligente.
Dio entretanto la junta de Estado orden al presidente de la Casa de Contratación de Sevilla de que no le pagara al de Brandenburgo un octavo ni tampoco se lo negara formalmente. Debían entretenerle con palabras.
Volvió el delegado a Madrid algunas semanas después con la furia imaginable y los administradores de la Hacienda renovaron sus promesas dando nuevos plazos y no cumpliéndolos nunca. Al final el enviado comunicó al príncipe de Brandenburgo, su señor, lo que sucedía y éste le ordenó que regresara porque se proponía recurrir a medios más ejecutivos. El delegado transmitió al duque de Medinaceli el acuerdo de su señor e insistió todavía en cobrar todo o parte del dinero adeudado. Medinaceli abría grandes ojos y decía:
—¿Medios más ejecutivos?
Le daba risa que un príncipe tan débil en estados y armas se atreviera a amenazar y se lo dijo y añadió que, sin embargo, comprendía el atrevimiento porque un príncipe que pudiera ser considerado enemigo no osaría tanto, ya que su provocación podría ser tomada en serio. La pequeñez del príncipe de Brandenburgo era su defensa.
Entonces el delegado habló de la alianza con Francia y recordando para sí Medinaceli los versos que los sicilianos hicieron a la ciudad de Mesina con motivo de su reciente sublevación, no pudo menos de soltar a reír. Los versos decían:
Da questo sol comprendi hoggi il tuo fallo
che, da figlia di un aquila regina
degenerar l’ha fatto in vil gallina
se per difesa tua chiami el gallo.
La traducción era: «Sólo por esto puedes comprender tu fracaso: que siendo hija de un águila imperial (España) degeneras en vil gallina si para tu defensa llamas al gallo» (es decir, a Francia).
Medinaceli recordaba aquellos versos y contenía la risa con dificultad, pero al fin prometió cincuenta mil coronas a pagar en cuatro plazos mensuales y le dijo al de Brandenburgo que con ese fin podía y debía quedarse en la corte. El delegado, sospechando que no le pagarían, rehusó. Medinaceli le ofreció treinta mil coronas en mano y estaba el delegado a punto de aceptar cuando el duque le dijo que «naturalmente tendrían que pagarle en reales de vellón». Aquello equivalía a advertirle que la promesa era vana y entonces el enviado del príncipe montó en cólera y dijo a los que se hallaban presentes lo que pensaba del rey y de cada uno de sus ministros. Luego añadió:
—¿Qué se puede esperar de un rey que cría y vive de limosnas como he visto en las iglesias donde hay cepillos con el letrero para la casa real?
Era verdad. Hasta allí llegaba el desprecio de la corte y de la casa del rey por el pueblo. Porque aquello no era humildad sino desdén. Un monstruoso desdén superior a todas las formas de decoro.
La noche antes de marcharse el delegado recibió de su majestad como regalo una cadena de oro que valdría ciento cincuenta pistolas, pero la devolvió diciendo que no recibía regalos de mendigos. Al saberlo Medinaceli comentó: «Es templado ese agente de Brandenburgo. Tiene su geniecito». Volvieron a enviarle otra cadena con frases corteses y el delegado la devolvió diciendo con sarcasmo que temía perderla durante el viaje y no quería arriesgar una joya de tanto valor. Un secretario de Medinaceli le hizo saber que no debía preocuparse porque no perdería gran cosa ya que era de oro muy bajo, es decir, más bien de cobre.
Salió el enviado de Brandenburgo jurando y blasfemando como un energúmeno.
Cosas parecidas sucedieron en aquellos días, más o menos, al enviado de la casa de Saboya y al conde de Balbo con los gobernantes españoles, así como a representantes de Sicilia y de los Países Bajos. La administración española esparcía alrededor del planeta los motivos más escandalosos y crudos de resentimiento sin salir de sus miserias económicas y políticas, porque a lo largo y a lo ancho de la península la gente moría de hambre. Esto era verdad al pie de la letra. Artesanos y obreros caían desvanecidos en sus lugares de trabajo y algunos morían horas o días después. Otros que no se resignaban salían armados a los caminos u ordenaban a las personas poderosas que pusieran dinero en lugares determinados so pena de perder la vida.
Todos los caminos de la nación eran inseguros, entonces. Entretanto los nobles salían de noche con cincuenta lacayos llevando hachones de cera perfumada con distinto aroma, de modo que por el perfume la gente sabía si era Medinaceli, Fernán Núñez, Villahermosa, Osuna o quién.
Seguían los motines frente a los lugares donde se vendían víveres. Y, al mismo tiempo, las intrigas de la corte cesaban para preocuparse todos únicamente por la falta de sucesión. El rey estaba haciendo, como siempre, lo que podía para ofrecer un heredero a la corona. Eso decía él.
Por uno de esos casos de clarividencia que tienen a veces los débiles mentales el rey adivinó que tenía algún motivo para sentir celos (la misiva anónima de amor) y comenzó a sospechar del embajador francés. Ordenó que las inmunidades y franquicias que gozaba el marqués de Villars fueran suprimidas, igual que las de Inglaterra. Al saberlo el embajador escribió al rey lo siguiente: «Debo recordar a vuestra majestad los privilegios que el embajador español tiene en la corte francesa: puede visitar al rey a cualquier hora del día y de la noche sin pedir audiencia, hablar al rey y a la reina antes que los demás cortesanos y sin esperar turno, ir a cazar con el rey, asistir a todas las fiestas de la corte sin necesidad de ser invitado. Está autorizado a llevar seis caballos en su carroza, lo que está prohibido a los demás nobles nacionales o extranjeros dentro de París. La señora del embajador va con la reina en el coche oficial, es invitada a comer con ella en determinados días del año. El embajador francés en Madrid no disfruta en cambio de ninguna de esas ventajas». Finalmente pedía que suspendieran la decisión real mientras la comunicaba a su señor y llegaba de Fontainebleau la respuesta.
El rey Carlos confirmó el retiro de las franquicias sin esperar la respuesta del rey francés. A fuerza de recelos, indagaciones, tanteos en las sombras se había enterado del billete amoroso recibido por la reina y lo atribuía a una intriga del embajador Villars. Más tarde, al recibir noticias del rey de Francia protestando contra el trato que se daba a su embajador, el rey español se limitó a decir:
—Está bien. Que me quiten a ese embajador gabacho y me traigan a otro.
Luego preguntó una vez más por qué en sus comunicaciones el rey francés se llamaba a sí mismo cristianísimo y llamaba al de España su católica majestad. El nuncio le respondía con vaguedades y con alusiones a la depravada corte francesa.
La iglesia en Francia tenía siempre una puerta abierta hacia el lado de la herejía, según el nuncio.
Insistió el marqués de Villars en recuperar las franquicias y el duque de Medinaceli le respondió con la frase sacramental: «Veremos lo que el Consejo del Reino dispone y puede vuestra excelencia contar con los buenos deseos de su majestad y con los míos».
Como la corte de París presionaba a través de la reina, don Carlos decidió suprimir las franquicias diplomáticas a todos los ministros y embajadores acreditados en Madrid. Así el gabacho no podría quejarse.
Todos los reinos tomaron represalias con los embajadores españoles y el rey don Carlos al saberlo comentaba:
—¡Quién lo pensara y cómo es pequeño el mundo!
Por consejo de Medinaceli se retractó el rey Carlos y devolvió al embajador francés sus inmunidades, pero sólo a él. Considerando luego que aquello parecía un privilegio excesivo, devolvió las franquicias a todas las representaciones diplomáticas en la corte. Esta decisión causó asombro y regocijo y no se hablaba de otra cosa.
Fueron los embajadores a cumplimentar al rey y éste los recibió en el lecho imitando al duque de Medinaceli, pero vestido y con el sombrero puesto. Desde el lecho les habló de la tradicional generosidad de la corona española. Dijo otras cosas con una especie de impersonal altivez que a pesar de todo los diplomáticos encontraron todavía natural, dada la grandeza tradicional de la corona española.
Era cierto que, a pesar de la pobreza del tesoro, las pensiones que pagaba la corona dentro y fuera de España a sus amigos públicos o privados o a las viudas de sus héroes no dejaron de pagarse nunca, aunque alcanzaban cifras de veras cuantiosas.
El rey, cuando se fueron los diplomáticos, preguntó cómo es que no le habían cambiado aún el gabacho.
Pocos días después hizo a su esposa el regalo de tres caballos alazanes que le enviaron de Andalucía. La reina quiso probarlos en el parque mientras el rey miraba desde un balcón. El primer caballo comenzó a hacer cabriolas en cuanto sintió a la reina encima y por fin la derribó. Uno de los pies de María Luisa quedó enganchado en el estribo y el caballo se encabritaba y arrastraba a la reina por el suelo.
El accidente fue de veras dramático y puso en grave peligro la vida de María Luisa.
Había en Castilla leyes especiales según las cuales ningún hombre podía tocar el cuerpo de la reina y mucho menos por los pies, en los que sólo ponían sus manos las meninas para cambiarle los zapatos. Sin embargo, dos caballeros llamados don Luis de las Torres y don Jaime de Sotomayor resolvieron ayudar a la soberana viéndola en peligro y uno pudo coger el caballo por la brida mientras el otro desenganchaba el pie del estribo. La pobre, con un pie en alto y el cuerpo arrastrando, mostraba la mitad inferior de su persona del todo desnuda. Una vez alzada del suelo la reina, los dos caballeros salieron de palacio y tomando los corceles más veloces huyeron a brida suelta. Sabían que por haber puesto su mano en el cuerpo de la reina y visto sus más íntimos encantos tenían sus vidas en peligro.
El rey, que lo había presenciado todo desde el balcón, estaba frenético, pero no sabía contra quién. De vez en cuando maldecía al marqués de Villars como si tuviera la culpa. Medinaceli acudió a la cámara real para tratar del problema que planteaban los salvadores de la reina. «Cúmplase la ley», repetía don Carlos, taciturno y sombrío. Quería decir que podía mandar matar a los dos caballeros donde los hallaran.
El conde de Peñaranda, que era amigo de los fugitivos, se acercó a pedir gracia al rey, pero éste dijo:
—No veo la razón en que yo pueda apoyarme para conceder la gracia.
Mientras el conde, hombre honrado y con gran fama de ascetismo y religiosidad, le insistía, el rey pensaba, sin oírle: «Portocarrero, el cardenal, tiene razón en lo que me dijo un día sobre las humillaciones de los monarcas». Y seguía pensando que Dios se había valido de aquellos caballeros para humillarlo en lo más delicado e íntimo. Y tenía intención de perdonar a aquellos dos caballeros agentes de Dios, pero no podía cambiar súbitamente de parecer porque eso iba contra la gravedad de la soberanía real.
—Con arreglo a la ley esos caballeros son criminales —dijo.
—Se condujeron noblemente, señor.
—Entonces son nobles, pero todavía criminales. Dos criminales nobles, es verdad, y si como nobles los aplaudo como criminales no puedo hacer nada en su favor.
Lo decía determinado, sin embargo, ya a perdonar. Después pensaba que si la reina hubiera llevado ropa interior habría sido menos mal. Otras reflexiones barrocas se le ocurrían. Pensaba también que su esposa no llevaba casi nunca aquellas prendas que eran obstáculos contra la impaciencia del esposo amante. Se sentía el rey culpable una vez más, suspiraba y decía a Medinaceli:
—La providencia nos castiga a veces con la substancia misma de nuestros más caros afanes. ¿No lo crees?
Por fin accedió el rey a perdonar a los caballeros fugitivos con la condición de que no volvieran a ponerse en presencia de la reina bajo pena de muerte y fueron desterrados a sesenta millas de la corte.
Pero don Carlos no podía tolerar que aquel criminoso suceso quedara del todo impune. Hizo responsable al caballo alazán que derribó a la reina y fue condenado a muerte. Leyeron la sentencia al reo, que escuchaba impasible, levantaron una horca especial que tolerara su gran peso y en ella fue colgado el pobre animal hasta que murió. Esto sucedió en un rincón del parque. Desde sus ventanas el rey veía balancearse su cuerpo y se decía profundamente satisfecho de su propio sentido moral: «No puede quedar impune un hecho tan infausto. El mundo irracional debe a las princesas de sangre los mismos respetos que el mundo de los hombres. O más respetos, todavía».
Como se puede suponer, se habló de aquello y los partidarios de la casa de Francia decían que el hecho, extravagante y todo, tenía antecedentes en otros países y tiempos y en todo caso reflejaba sólo el desorden interior de un alma enamorada. Los de Austria, encabezados por la reina madre, lo consideraban una necedad. Alguno llegó a acusar a la reina joven de haber hechizado al rey, pero, a vueltas con esta sospecha, pronto llegaban a la conclusión de que a la casa francesa le interesaba más que a nadie tener un heredero legítimo de la corona española y entonces no sabían qué pensar.
Había que hacer, sin embargo, algo urgente y radical para tratar de curar al rey de su esterilidad y en eso estaban los de Medinaceli de acuerdo y también, aunque con menos decisión y fervor, los partidarios de Viena.
Sucedió aquellos días un pequeño incidente incómodo. A la hora de acostarse el rey fue a su alcoba y vio el lecho abierto y con señales de haber sido ocupado, pero sin la reina. Anduvo buscándola por las habitaciones inmediatas y por fin la encontró. Estaba la reina a su vez buscando una perrita spaniel que tenía y que solía dormir con ella.
Dijo el rey que no era tarea para María Luisa, reina de España, andar por la noche a oscuras detrás de una perra. Diciendo estas palabras dio un puntapié al animalito, que gritó como si lo mataran. La reina reconvino a su esposo y el rey se enfadó y por la mañana salió a cazar sin llevar a la reina consigo ni decirle adonde iba. A veces murmuraba para sí: «He hecho mal en tratar de ese modo a la perrita porque la reina la quiere». Se prometió como compensación volver a llamar a María Luisa en la intimidad pimpinelette. A ella esto último le gustaba. Al fin y al cabo la pimpinelle era una flor.
Durante aquel día la reina se asomaba a la ventana a ver si volvía el rey y la duquesa de Terranova la obligaba a retirarse diciendo: «Una vez más debo recordarle que no es costumbre que la reina de España se asome a ventanas ni balcones».
—¿Ni siquiera para ver si el rey viene?
—Para eso estoy yo aquí, señora, o cualquiera de las damas de honor. Nosotras nos asomamos y se lo decimos.
Cuando volvió el rey María Luisa fue a esperarlo en el primer rellano de las escaleras y lo abrazó delante de los alabarderos aunque aquellas efusiones públicas no eran acostumbradas en Castilla. El rey subió las escaleras con una risa histérica y pavoneándose al pasar frente a los espejos. Aprovechó aquella disposición del monarca la princesa de Orleáns para conseguir el perdón del duque de Osuna, de quien le había hablado ya antes la embajadora francesa.
Se hicieron en aquellos días nombramientos nuevos.
El duque de Alburquerque, hombre valiente y navegador, como general de mar, y el duque de Villahermosa como gobernador de Flandes. Sabía Medinaceli que eran sus adversarios, pero le dejaba aquellos consuelos políticos a la reina madre. Y esperaba que por rivalidad y deseo de contrariar las esperanzas del privado lo harían mejor que otros. Porque Medinaceli, perezoso y escéptico, podía ver la verdad sin embargo por caminos tortuosos.
Todo el mundo se extrañó de que fuera nombrado jefe de la contaduría mayor un hombre como fray Ramírez de Arellano, que había estado en opinión de loco e incluso recluido en un manicomio, pero el fraile fue compañero de juegos de la infancia del rey, quien lo estimaba mucho. Es verdad que cuando estaba con S. M. el fraile se conducía de una manera menos lunática. Así y todo no podía evitar alguna impertinencia. Por ejemplo, a veces le decía:
—Eres alguien porque los otros no son nada, señor. Y estás un poco loco también, lo mismo que yo, por muy monarca que seas. Además, yo no estoy loco sino hechizado.
Puso el rey una gran atención en aquellas palabras. Lo mismo se decía de él.
—¿Qué clase de hechizo? ¿Cómo te lo dieron?
—Con la comida. Con el chocolate de la tarde.
—¿En qué consistía el hechizo?
—Mezclaron con el chocolate partes de un cuerpo humano. De un cuerpo humano sin vida. Sesos de un ajusticiado.
Se miraban atónitos. Fray Ramírez continuó:
—Es una manera que está de moda ahora entre las mujeres, para dar hechizos a los hombres. Ya no se usa la pastilla de benjuí.
—¿Y qué mujer te dio el hechizo?
—Una mujer judía. Es decir, según me dijeron, que yo no la conozco. Todo lo que hice fue firmar un papel para la Suprema de Barcelona.
Se informó el rey y cuando supo que aquella mujer estaba en manos de la Inquisición pareció satisfecho. Pero no le dijeron en qué tribunal ni en qué ciudad.
—Al menos sabemos que la quemarán, señor —repetía el fraile, contento.
Desde que fray Ramírez le hizo aquella confidencia el rey se negó a tomar chocolate y pidió que un clérigo asistiera a sus comidas y bendijera los alimentos. A veces levantaba con el tenedor una loncha de jamón y la rechazaba diciendo que debajo habían puesto benjuí.
—¿Cómo lo sabe vuestra majestad? —preguntaba el Maestresala, duque de Castellflorit.
—Por sorsticia.
—¿Qué clase de sorsticia, señor?
—Hidromancia —y miraba la copa de agua abstraído tratando de leer en ella.
Entonces intervenía el cardenal Portocarrero con cubeta e hisopo y bendecía en latín. El rey le pedía que volviera a bendecir el otro lado de la carne porque temía que al darle la vuelta la virtud de la bendición anterior se hubiera desvanecido.
Y preguntaba cuándo se celebraría el auto de fe en el que sería penitenciada la hechicera de su amigo. El cardenal no lo sabía, pero le prometía informarse.
Odiaba la reina joven los autos de fe, pero asistía por obligación cuando no había más remedio.
No olvidaba el rey las concesiones que había hecho al cuerpo diplomático, especialmente al embajador francés, quien seguía siendo a pesar de todo el marqués de Villars. De vez en cuando el rey decía a Medinaceli:
—¿Todavía no me han cambiado al gabacho?
El duque se disculpaba y le daba alguna noticia, siempre mala. Epidemias en Cuenca y en Ciudad Real, centenares de campesinos muertos de hambre en la provincia de Cádiz (feudo de los Medinasidonia) o en el reino de Granada, o la traición de algún noble en Sicilia o en Nápoles. Las noticias que llegaban a la corte eran siempre adversas. El rey las oía y se encogía de hombros:
—Debe ser la voluntad de Dios. ¿Es que se puede hacer algo contra la voluntad de Dios?
Tenía la reina dos loritos que hablaban francés y el rey se mostraba contrariado y solía decir a Medinaceli:
—¿Has oído a esos loros? Ayer vitoreaban a Luis XIV en mi propia cámara. Al rey bailarín que mueve las caderas en el escenario para complacer al pueblo que le aplaude.
Mostraba el rey a la duquesa de Terranova su disgusto por los loritos, que llevaban su impertinencia a repetir con motivo o sin él: «Monsieur, je vous en prie», o bien: «Vive le roi Louis XIV».
La sombría duquesa tomó en serio la aversión del rey y una noche, en ausencia de la reina, pidió los loros a la doncella que los cuidaba y allí mismo, sin que nadie pudiera evitarlo, les retorció el cuello. Las pobres aves estiraron una pata y el ala contraria y murieron.
Al preguntar por ellos la reina, dijo la duquesa lo que había sucedido y María Luisa se quedó un momento callada y perpleja y de pronto le dio a la duquesa dos bofetadas muy sonoras. La duquesa estuvo un instante sin aliento y después le dijo todas las impertinencias que su rabia castellana le dictaba. Salió de la habitación dando voces, convocó a las otras damas y doncellas nobles de servicio y con un séquito de más de trescientas se dirigió a los aposentos del rey y le contó a don Carlos lo sucedido.
Mandó el rey llamar a la reina y allí delante de todas las mujeres le dijo con severo continente:
—Señora, ved lo que su excelencia vuestra camarera me dice. ¿Es verdad?
—Es verdad, señor.
—¿Tenéis alguna explicación que me ayudé a comprender, señora?
—La tengo.
—Veamos…
La reina callaba y el rey repetía: «¿Se puede saber?». Por fin María Luisa dijo con una timidez pudorosa:
—No pude evitar pegarle a la duquesa porque fue un antojo de preñada, señor.
Esas palabras dieron un giro inesperado al incidente. El rey abrazó a su esposa con alegría diciéndole que había hecho bien y que si aquellas bofetadas no bastaban podía darle a la duquesa dos o tres docenas más. Al oír esto la Terranova retrocedió algunos pasos prudentemente. El rey estaba seguro —dijo— de que la duquesa tenía bastante amor a los reyes para tolerar cualquier deseo de la reina pensando en el futuro de la dinastía.
—En lo sucesivo —añadió dirigiéndose a las otras damas del servicio— respetad la destemplanza de la reina porque es consecuencia de su estado y es el que conviene al servicio de la casa real. Hizo un regalo valioso a la duquesa, como compensación.
Se habló mucho de aquello y todo el mundo sabía que era una mentira hábil de la reina, menos el rey, que se hacía ilusiones.
Era costumbre que después de las Pascuas los reyes fueran a Aranjuez y se quedaran allí algún tiempo. El traslado de la corte a aquellos reales sitios comportaba muchos gastos y no había entonces un céntimo en las arcas reales. Fray Ramírez, contador mayor, se disculpaba:
—No pagan los arrendatarios de las contribuciones y los cepillos de las iglesias los roban los sacristanes.
Para justificar el hecho de no ir a Aranjuez, aquel año el duque de Medinaceli dijo a la corte que había algunos casos de viruela.
Así, pues, no hubo jornada de Aranjuez.
Las bofetadas de la reina dieron resultado y la duquesa de Terranova la trataba con consideración y llegó al extremo de aconsejar al rey que le diera alguna libertad teniendo en cuenta que las costumbres de su país eran muy diferentes. Miraba a los perros (la reina tenía dos spaniel) con respeto. Cuando el rey los encontraba a su paso los apartaba con el pie diciendo:
—Afuera, afuera, perros franceses.
Y la duquesa de Terranova le recordaba que aquellos perros eran de raza española.