El día primero de enero, según costumbre, estuvieron a cumplimentar a los reyes los consejeros de la Inquisición, los de Castilla, de Italia, de Indias, de Flandes, de Aragón, los secretarios de Guerra, de Finanzas, de las Cruzadas y de las tres órdenes caballerescas. El marqués de la Sera (un genovés que estaba en una de las comisiones) ofreció remodelar las escuadras de mar y hacer de las de Nápoles un solo escuadrón de catorce galeones en lugar de siete, sin que al rey le costara nada.
Había hecho el marqués aquella misma proposición a don Juan poco antes de morir el bastardo, quien la encontró ventajosa, pero en la corte se daba tan poca consideración a las novedades, por buenas que fueran, que los años solían pasar sin tomar acuerdo y por fin decidían por pereza e incuria en sentido negativo. El marqués de la Sera se consumía en visitas y antesalas y pasaban los meses sin obtener respuesta.
Cuando alguien apremiaba en aquellos días al secretario Eguía, éste decía al rey:
—Señor, hay que proveer algo concreto. Esta materia no tiene espera.
—Decide según tu buen juicio, Eguía, que ahora estoy ocupado. Es, la del esposo, una tarea sacramental y hay que abandonar todas las demás, si es preciso. Lo que importa es dar un infante al reino. ¿No crees? —Y sonreía insinuante.
A veces, respondiendo a los apremios de la corte, el rey firmaba algunos nombramientos y el marqués de Spínola prestó juramento de fidelidad como miembro del Consejo de Estado. Hubo otras provisiones de cargos menores. El burócrata Jerónimo de Eguía, asistido por algunos amanuenses, llevaba la gobernación del Imperio.
Esperaba el bullicioso duque de Osuna que el rey le levantara el castigo y con ese fin se hacía visible acompañado de gran séquito de libreas y caballos cerca del Retiro. El rey lo veía desde sus ventanas y preguntaba:
—¿No está Osuna casado?
Le decían que sí y el rey añadía para su capote: «¿Qué hace siempre por ahí, si está casado? ¿Por qué no está al lado de su esposa como yo, tratando de dar caballeros al reino?».
El padre jesuita Vintimiglia, del que todos se habían olvidado, apareció en la corte con sus ojos de hurón y entregó a un caballero francés un escrito dirigido a la reina. No se sabe si el escrito llegó a manos de María Luisa, pero de pronto el rey dictó una orden expulsando al fraile de España y de todos sus dominios. El fraile Vintimiglia tuvo que salir a marchas forzadas hacia Irún.
Los agustinos de El Escorial lo comentaban riendo sotto voce y haciendo citas satíricas de Marcial, en latín.
Todo el mundo esperaba en Madrid que la administración sería de nuevo puesta en marcha, pero por otra parte a nadie le extrañaba el estado de abandono de los negocios del reino. Era una vieja costumbre.
—Durante la regencia de la señora —solía decir Eguía, como una disculpa—, las cosas no estaban mejor que ahora. Tampoco peor, es verdad.
No pocos esperaban ser nombrados para algún cargo de Castilla o del reino y hacían cálculos sobre la manera de llegar a los oídos del rey, quien no los tenía sino para María Luisa. Los más próximos al monarca eran dos rivales empecinados, el antiguo condestable de Castilla por un lado y el duque de Medinaceli por otro, los dos ricos y de origen ilustre. Un antiguo resentimiento los separaba e iba envenenando su apartamiento.
A pesar de sus cortas luces naturales el rey tenía cierto instinto de cortesano y nunca forzaba las cosas ni trataba artificialmente de conciliar a enemigos tan radicales.
Dejaba que aquellos problemas se resolvieran ellos mismos si es que tenían solución.
El duque de Medinaceli había cumplido cuarenta y cinco años, era de un humor amable y parejo, pero lento en sus diligencias y muy descuidado. Descendía de las casas de Castilla y de Foix —francoespañol— y era siete veces grande de España. Su esposa, heredera de la casa de Aragón, era tan rica por su parte como él y tampoco le cedía en nobleza. Podrían decir como el príncipe medieval:
…nos no venimos de reyes,
que reyes vienen de nos.
Había sido Medinaceli presidente del Consejo de Indias y sumiller de corps, asistía a la corte regularmente y mostraba celo por la persona del rey. Éste sentía por Medinaceli una amistad más firme que por otros nobles y, sabiéndolo, muchos creían que lo nombraría secretario del despacho universal. Pero el rey no tenía prisa.
El condestable de Castilla, rival del duque, descendía de la casa de Velasco, tenía cincuenta y siete años y era décimo condestable de Castilla, por herencia. También era decano del Consejo de Estado y hombre de muy pocas palabras. Por nacimiento, gran maestre de la casa del rey de España.
Se mostraba siempre activo y deseoso de saber novedades y de ejercerse en ellas, pero con una gravedad patibularia. Había sido gobernador de Flandes y ése y otros empleos le habían dado un carácter sociable y alerta, pero en sus maneras se mostraba demasiado crudo y violento. Era por esas razones más temible que estimado en la corte. El mismo rey le tenía miedo como los niños tienen miedo al hombre del saco. Y lo veía pasar grande y silencioso por los corredores del alcázar.
Había sido el condestable partidario de la reina madre y, por tanto, adversario obstinado y abierto del bastardo y también de Medinaceli. La reina madre le estaba obligada, en secreto. En todo caso el condestable deseaba el poder, sin duda. A las insinuaciones que le hizo la reina madre en ese sentido, respondió que lo mejor sería gobernar a través de una Junta de tres. Indicó las personas que debían integrarla. Una él, otra el inquisidor general y dejaba la tercera a la voluntad y buen juicio de la reina madre, seguro de que tendría mayoría y podrían hacer y deshacer sin cuidado ni responsabilidad.
Confiaba en la neutralidad del rey, entregado a la dulce tarea de producir un infante de Castilla, aunque hasta el momento no había indicios de que lo hubiera logrado.
Aquella Junta de tres sería la mejor manera de tener el reino en sus manos —decía el condestable, conociendo la debilidad de carácter del rey—. El condestable se comprometía a llevar las riendas con mano firme. Sus compañeros de Junta sólo servirían para recibir los golpes si algo salía mal.
Pero una tendencia igual se manifestó al mismo tiempo en el campo de Medinaceli con las candidaturas del cardenal Portocarrero, el antiguo canciller de Aragón y el duque mismo. No hay duda de que Medinaceli tomaba también a sus colegas como cabezas de turco. En las gestiones preparatorias tenía sobre el condestable una gran ventaja: su acceso libre y diario a la cámara del rey.
El rey y Medinaceli se tuteaban y se contaban chismes y cuentos. El duque le aconsejaba que cuidara su cuerpo y el rey decía: «Prefiero ser ascéticamente sucio».
Parecía la segunda Junta tan cerca de ser nombrada que algunos de los antiguos partidarios de la reina madre se acercaron al duque de Medinaceli pensando tener en él un protector, ya que no iban a tener esa protección en su propio candidato. Los que estaban en las interioridades de la cámara sabían que Medinaceli tenía más posibilidades que nadie de lograr la victoria. Pero debido a la desidia para las gestiones de Estado o tal vez a la presencia de tantos y tan contrarios intereses, el rey dejaba pasar todavía las semanas sin decidir nada. Y se permitía bromas. Recordando a su preceptor de latín —en los años de la infancia— solía decir: «Muchos candidatos, pero ninguno es legítimo porque todos van vestidos de negro». En el clasicismo latino los candidatos a la administración de la ciudad vestían de blanco y de ahí su nombre, ya que cándido quiere decir blanco en latín.
Y el rey, después de decir aquella broma, se metía de prisa otra vez en los aposentos de la reina.
—Todos acuden a mí —solía decir con los ojos febriles— empujados por sus ambiciones, mientras que yo acudo a mi reina con mi amor. Y mi reina me recibe siempre con su lámpara encendida.
Esa expresión —lámpara encendida— era la que el patriarca de Indias empleó elocuentemente en su plática nupcial en Quintanapalla el día de la boda dirigiéndose a la joven reina. La virgen prudente. Prudente lo era María Luisa, pero en cuanto a lo otro —la virginidad— más valía olvidarlo, según se decía a sí mismo el rey.
Los que se acercaban al rey y le exponían la situación del reino se encontraban con un monarca ojeroso, pálido, de palabra lenta e incierta que respondía invariablemente: «La voluntad de vuestras mercedes es la mía y pueden vueseñorías descansar en mí». Luego se iba otra vez a los aposentos de la reina, donde se olvidaba de todo.
Y pasaban los días, las semanas y los meses.
Uno de los bandos se inclinaba hacia la severidad tradicionalista y absolutista de Viena y el otro a la ligereza de la corte francesa, con sus comités burgueses y sus Estados Generales. Ninguno de los dos bandos tenía, sin embargo, una idea concreta sobre la política a seguir. El problema que los dividía era más bien de personas. Unos se inclinaban al lado de Francia y sonreían fácilmente y los otros al lado del Imperio, como se decía, el partido de Viena, y rezaban y cultivaban su gravedad exterior. Medinaceli prefería una política de concordia con Francia. Entretanto don Jerónimo de Eguía, burócrata con experiencia en los negocios públicos, gobernaba de un modo silencioso e inconspicuo. El rey llamaba a Eguía el tinterillo. Y el tinterillo llevaba el Imperio.
Eguía, que no tenía nada de tonto, hacía una política ecléctica y aconsejaba al rey el absolutismo de los vieneses, pero con los candidatos del partido francés.
Mientras no se decidiera el rey a formar una Junta, seguiría Eguía al frente de los negocios del Imperio. El rey sólo oía con gusto a Eguía, que le aconsejaba que no hiciera nada sino seguir atento a su tarea generatriz, tan importante para la dinastía.
La duquesa de Terranova, con la autoridad que le daba su puesto cerca de la reina, habló un día al rey y trató de prevenirlo contra los manejos del condestable (se refería a él para evitar decir el nombre de la reina madre). Don Carlos abría y cerraba el catalejo y respondía:
—Escucho tu aviso, duquesa, y lo tendré muy en cuenta a la hora de decidir. Entretanto no olvides el lema.
—¿Qué lema?
Simulaba al rey escribir en el aire el lema horaciano:
Foenum habet in cornu.
Entonces ella comprendía y afirmaba enérgicamente.
Continuaba la corte en el Buen Retiro y el rey no tenía prisa en que la reina hiciera su entrada oficial en Madrid porque entretanto era más exclusivamente suya. No había audiencias ni recepciones ni besamanos ni bailes ni mojigangas diplomáticas ni días de gala oficial.
Naturalmente el rey tenía sus pretextos para la demora y en el alcázar trabajaban carpinteros, decoradores y todo un enjambre de batihojas y plateros. Ponían la vivienda de la reina como un tabernáculo de oro, seda y mármol.
Antes no debía ir la gabachita, porque ella era la reina del rey y merecía más que el rey mismo. Sus aposentos eran más lujosos que los del monarca.
Por fin, la entrada en la ciudad fue el día trece de enero de 1680, teniendo la princesa todavía menos de dieciocho años. A las diez de la mañana llegó al Retiro la reina madre diciendo que todas las bocacalles del trayecto hasta el alcázar estaban cerradas y los balcones decorados con tapices y flores artificiales o naturales, estas últimas traídas de Valencia.
El desfile iba a ser prodigioso.
Primero salieron los timbaleros seguidos por heraldos y trompetería, todos a caballo. Detrás, alcaldes de corte, nobleza, caballeros de las tres órdenes militares en sus hábitos, la casa del rey, los grandes de España seguidos por centenares de lacayos a pie con sus libreas.
Todo esto no era sino el preámbulo.
Iban las damas de la reina detrás, vestidas con la grandeza de la ocasión. Luego venían la reina y el rey a caballo y doña Laura de Alarcón, una belleza famosa, ama de las doncellas de honor de María Luisa, a su lado, en una mula con gualdrapas, igual que la duquesa de Terranova. Las dos en hábito de viudas que parecía el de las monjas, con la diferencia de que cuando iban a caballo llevaban sombrero en lugar de tocas, lo que hacía las figuras no menos severas. Al lado de doña Laura y de la reina, la duquesa de Terranova parecía un raro estafermo.
La casa del rey venía detrás, según el orden de importancia de gentilhombres, camareros, caballerizos y lacayos.
Como si se tratara de compensar la impresión de las severas dueñas iban luego algunas doncellas de honor jóvenes y vistosas, acompañada cada una por sus propios pajes y lacayos. Iban también muchos caballos de repuesto conducidos por lacayos con libreas de lujo.
Cerraban finalmente la comitiva los llamados guardias de la lancilla, una tropa montada muy vistosa.
Había en el Prado un arco enorme de mármol y una avenida de columnas doradas, en cada una de las cuales estaba el escudo y la bandera de cada uno de los reinos dominados por España. En aquellos postes había también coronas y alegorías dedicadas a la gloria de la reina.
Todo era poco —pensaba el rey— para la vellocinita de Orleáns.
Al final del paseo se alzaba otro arco triunfal por el cual debían los reyes hacer su entrada en la urbe. Allí el corregidor y los regidores de la corte, cubiertos de brocado de oro, ofrecieron a la reina las llaves de la ciudad y recibieron bajo palio a los reyes y a sus monturas.
Sonaron otra vez las trompetas.
Todas las casas estaban adornadas con las más ricas tapicerías del reino y en la morada de la cofradía de orfebres y plateros había un letrero alusivo a las gracias de la reina hecho con piedras preciosas, la mayor parte brillantes y rubíes cuyo valor se calculaba en once millones de ducados. La vista quedaba deslumbrada con tantos iris.
Iba la reina aderezada con un sombrero de plumas rojas y blancas que en el lugar donde se reunían tenía un broche de diamantes y en el centro la perla llamada peregrina, del tamaño de un huevo de paloma, que era la mayor del mundo.
En el dedo llevaba la reina el gran diamante del rey de España, famoso también en el planeta entero. Pero lo más importante era la reina, es decir, su gracioso continente, su manera armoniosa de manejar el caballo y el encanto natural de su persona.
Viéndola el rey admirable y aclamada por las multitudes tenía la garganta seca y no podía hablar. Recibía la extraña impresión de que le robaban algo suyo y precioso. Habría querido meter en la cárcel aquel día a todo el mundo que gritaba de entusiasmo al paso de María Luisa.
Al fin la comitiva llegó al alcázar, el rey ayudó a descender a la reina y los dos fueron a sus aposentos, de donde no salieron en más de treinta y cinco horas. Sucedía siempre que al cambiar de lugar o de decorado y atmósfera el rey creía tener a la esposa en sus brazos por vez primera y sus efusiones se recrudecían. El rey le explicaba al cardenal Portocarrero esta curiosa circunstancia diciendo que era la influencia del ámbito.
Por su parte, Portocarrero le respondía que era cierto y sabido y que la gente llamaba aquello la novedad de los aires. Decían que la novedad era especialmente propicia para la fecundación y esto ilusionaba al rey.
Aquellos días hubo fuegos de artificio, cabalgatas e iluminaciones en la ciudad. Dos días después de su llegada los reyes acudieron a la capilla de palacio acompañados de los grandes de España y los embajadores acreditados. Después los reyes, para mostrarse al pueblo, se dirigieron en carroza abierta a la iglesia de Atocha seguidos por la corte en sus carrozas también de gala. El pueblo aclamó a los reyes y al oscurecer éstos volvieron al palacio recorriendo las avenidas iluminadas con antorchas de cera blanca perfumada.
Parecía un sueño, Madrid. La iluminación era tal que aquella noche se podía leer una carta en cualquier lugar de la urbe como a la luz del sol. Lo mejor de las luminarias estaba en la plaza Mayor, donde había siete mil antorchas con sus tederos. Y en aquel vasto lugar, al aparecer los reyes cerca de la medianoche, comenzaron una vez más los fuegos de artificio. Toda la ciudad vibraba bajo el estruendo de las explosiones. El rey se excitaba en su edad viril lo mismo que en su infancia con el olor salitroso de la pólvora.
Muchos aristócratas se mostraron nueve días seguidos en público con un séquito de cien lacayos y pajes vestidos cada día con una librea diferente y cada vez más rica.
La princesa María Luisa no había visto nunca nada igual y la corte madrileña le parecía un sueño de las mil y una noches.
No pasaba día sin que los reyes fueran de caza al Pardo o a la comedia o a distintos festejos públicos. Unas noches cenaban con la reina madre, otras llegaba la reina madre a cenar con ellos y de vez en cuando había una fiesta en el palacio de los Uceda o de Medinaceli que duraba hasta horas avanzadas de la madrugada.
Se bailaba, se hacían juegos de sociedad y se discreteaba. La duquesa de Terranova, con sus ojos de búho, no perdía de vista a la princesa de Orleáns, quien en una ocasión dijo a la embajadora de Francia que aquella duquesa era más bien una chienne de Terranove. Fue la primera violencia que le oyeron, y el rey la rió y celebró como merecía.
Hubo también fiesta de toros en la plaza Mayor, la mejor corrida que habían visto los madrileños en muchos años. Los reyes llegaron a la una de la tarde. Detrás entraron en la plaza el duque de Medinasidonia, el marqués de Camarasa, diez grandes de España, el hijo segundo del duque de Sessa, don Francisco Moscoso y don Fernando de Lea, cada uno de ellos seguido de lacayos vestidos a la manera turca.
Estos tres caballeros últimos, que se veían muy galanes, fueron los que torearon. El hijo del duque de Sessa perdió dos caballos muy hermosos en la lidia del primer toro. La plaza, tan grande y simétrica encuadrada por cinco filas de balcones regulares e igualmente cubiertos de tapicería y llenos de gente, daba una impresión esplendente.
Pocas semanas después fue nombrado caballerizo mayor de la reina el marqués de Villamagna en lugar del duque de Osuna, que seguía en desgracia.
Trató el marqués de Astorga —que también estaba suspendido en su cargo— de aprovechar la ausencia de Osuna para ponerse en la buena gracia del rey y con este fin repetía a todo el que quería oírlo que la culpa de lo ocurrido en las cercanías de Burgos había sido de Osuna. Éste, al saberlo, dio órdenes especiales a sus cocheros y lacayos, quienes algunos días después arrojaron al río a Astorga con su silla de mano y algunos lacayos.
El hecho dio que hablar y no mejoró las relaciones entre las dos casas ni las acercó a la buena gracia del rey, a quien llamaba Osuna (cuando había bebido demasiado) el escuerzo austriaco.
El rey no se enteraba porque nadie —ni siquiera Medinaceli— se habría atrevido a decirle cosas como esas, que implicaban una gran falta de respeto.
Por entonces algunos nobles llevaban a extremos inusuales su generosidad con los reyes. Un día que éstos salieron a cazar al Pardo, el duque de Pastrana actuó de montero mayor de la reina y la condujo a descansar a un lugar intrincado del bosque. Era un sitio encantador. Varios arroyuelos partían de allí en diferentes direcciones y bajo los árboles había un pabellón de brocado y oro.
En los árboles próximos había monos, ardillas, loros adiestrados y centenares de pajarillos mecánicos de oro y plata que cantaban. Niños vestidos como faunos y silvanos y niñas disfrazadas de ninfas y dríadas y pastorcillas sirvieron la colación a la reina.
En España aquellas fiestas pastoriles estaban de moda.
El rey se hizo perdidizo y cuando la reina parecía que comenzaba a inquietarse llegó precedido de mosqueteros que disparaban al aire.
En el dulce y recatado lugar preparado por Pastrana el rey se quedó con la reina toda la noche, mientras que los monteros se dormían al pie de los árboles y las ninfas y los faunos niños lloraban de fatiga. A la entrada de la gruta artificial la duquesa de Terranova vigilaba insomne e infatigable para que nadie alterara la paz del retiro ni la eficacia generatriz de los ámbitos nuevos.
Una semana después hubo recepción en palacio con comedia y baile. Era aquélla la fiesta de presentación oficial de la reina a la corte. Asistieron todas las personas notables de Madrid, entre las cuales había, como se puede suponer, partidarios de los dos bandos: la reina madre vienesa y el afrancesado duque de Medinaceli. Unos y otros se miraban con recelo aunque ya no con rencor, como antes. Por el contrario, afectaban alguna clase de generoso olvido. Pero únicamente en apariencia. Por debajo las pasiones seguían vivas.
La comedia fue también de Calderón: «Fieras afemina amor», que parecía alusiva a las bodas del rey aunque la fiera no apareciera por parte alguna. Decía el rey que la comedia estaba bien pero que debía haber en ella ninfas, sátiros, silfos, náyades, silvanos o por lo menos trasgos y duendes, hadas o gnomos.
Escuchaba la reina y decía:
—Como en las óperas de Fontainebleau, pero parece que trasgos no los hay aquí ni tampoco en Francia. Parece que sólo los hay en Escocia.
Se confundía María Luisa con las banshees. Ella creía que había realmente en alguna parte esas banshees, lo que conmovía al rey. Eran una especie de fantasmas que gritaban al pie de las ventanas cuando alguien iba a morir. La reina joven concluía:
—En Fontainebleau se hace todo eso muy al natural.
Pero al oír el nombre de la residencia de Luis XIV el rey rectificaba muy serio:
—Entonces, no. Prefiero la comedia de don Pedro.
A pesar de sus defectos la comedia gustaba al rey, según decía. Con unos endriagos al final habría estado mejor, pero le gustaba, sobre todo, la idea que se expresaba en el título.
El rey sabía algo de elfos y endriagos por sus conversaciones con don Guillén el enano.
Había ordenado el rey que se hicieran algunas cosas raras, según su costumbre, cuando de celebrar algo se trataba. Por ejemplo, en un gran patio interior al que daban las ventanas y las terrazas de la sala de la comedia, levantaron una horca de la que colgaba un muñeco que simulaba una persona o animal difícil de identificar y de reconocer, algo como un mono peludo o tal vez como una criatura de un país lejano. Un monstruo, en fin. Y el rey Carlos había hecho poner un letrero encima que decía: «Aquí murió la zozobra del rey».
Éste le parecía a don Carlos —que gustaba de los símbolos de los autos sacramentales— muy ingenioso y adecuado a la situación. A la reina no le gustaba, pero no decía nada.
La sala de baile estaba adornada con lujo. Bajo el esplendor real andaban los secretos cuidados. Había en el testero y en los dos lados tapices con distintos reflejos azules y grises y entre los invitados una brisa de resquemores no satisfechos. Las banderías del bastardo, que en paz descanse, y de la reina se trataban con una cortesía apoyada y subrayada, pero sin verdadera amistad, y los intentos de aproximación por un lado o por el otro eran vanos.
Es verdad que el resquemor disminuía. Solo Medinaceli, entre los que tenía más de dos grandezas de España, se hacía el distraído con la reina madre todavía y no por sí mismo sino por lo que creía que ella pensaba de él.
La recepción fue lo que se llamaba en la lengua de palacio un besamanos. Nadie se entretuvo con los reyes y María Luisa, que estaba muy hermosa y juvenil y que parecía una niña de cortos años crecida prematuramente, aceleró la ceremonia para que comenzara el baile cuanto antes.
Pero el protocolo era severo en esas cosas. Según costumbre, la reina se apartó un poco y estuvo dialogando con las dos embajadoras más antiguas, la de Inglaterra y la de Venecia. El rey y el condestable de Castilla cambiaban impresiones. El rey había dicho también meses antes al condestable su desconfitura en relación con la virginidad de la reina, aunque en el seno de la mayor intimidad, y si no como secreto de confesión puesto que el condestable no era cura, como secreto de Estado. El condestable, que no podía ver a los franceses, lo comunicó a algunos de sus más íntimos, en confianza. A nadie le extrañaba aquello siendo francesa María Luisa.
Poco después todo el mundo lo sabía y se transmitían unos a otros sus satíricos comentarios en secreto.
En el mayor secreto.
En los últimos decenios la curia romana, los teólogos y los grandes predicadores trataban con predilección el tema de la pureza sin mancilla de la Virgen María a lo largo y a lo ancho de la Cristiandad. Más de algún rimador profano hizo coplas sobre aquello dejando en el aire la sospecha de que podía tratarse de la reina y no de la Virgen María.
En el salón de baile, sin embargo, la pureza sin mancilla tenía el mismo profano sentido y casi todos los nobles (sobre todo sus esposas) pensaban en ella cuando veían a la reina.
Vio el rey en un extremo de la sala al viejo poeta don Pedro Calderón y entonces llamó a Medinaceli y le dijo:
—Recuérdame que tengo que hacer merced al poeta y avisa al intendente para que mande a su casa dos lechones trufados.
Veía Medinaceli a don Pedro viejo y acabado y pensaba que si el rey quería hacerle merced tendría que apresurarse. Pero siempre sucedía con el rey que cuando iba a decidirse a favorecer a alguien era tarde porque el favorecido se moría.
Aunque en disfavor con el rey, el marqués de Astorga asistía a la fiesta. Era Astorga de la casa de Ossorio y aunque más viejo que Osuna (tenía ya sesenta y ocho años) era todavía un galán activo y con fama de mujeriego. Si de Osuna se contaban mil violencias, de Astorga sólo se contaban galanterías. A su edad la gente le perdonaba como a un adolescente mientras que censuraban agriamente las costumbres libertinas de otros más jóvenes.
Se seguía hablando entre dientes de la pureza sin mancilla y el rey pensaba: «Yo tengo la culpa por haberle hablado al condestable de mi decepción». A su confesor le dijo un día: «Hay como un demonio a mi lado que me empuja a hacer cosas contra mí mismo, digo contra mi decoro». El confesor se inclinó queriendo decir que no le extrañaba y que así solían ser las cosas de la vida, especialmente con los reyes, los príncipes y las grandes dignidades del mundo.
Detrás del cardenal primado llegaba otro cardenal: el nuncio de S. S. que esplendía en sus ropajes escarlata. Y se dirigía a don Carlos:
—Yo hablaría a su majestad pidiendo un poco de comprensión real para Osuna y para otros.
—¿Quiénes son los otros? —preguntó el rey.
—Oh, son tantos… —dijo el nuncio, riendo.
El rey pensó en los partidarios de su madre.
Advertía el cardenal Portocarrero, bajando la voz, que la maledicencia en los estados llanos del reino era inevitable contra una princesa de Francia, pero que la gente de calidad veneraba a la joven reina.
—Venerarla de veras sólo la venero yo —decía el rey enfáticamente, y explicó luego que veneración venía de venusto y venéreo.
Reía su propia broma y abría y cerraba el catalejo, pero no olvidaba advertir a los dos cardenales que les hablaba de aquello en secreto de confesión. No tenía mucha confianza, sin embargo, en esos secretos.
Viendo que los cardenales no decían nada, cambió de continente y se puso dramático:
—Que los estados llanos tengan cuidado porque yo soy, como dice don Pedro, una fiera afeminada por el amor.
Se inclinaba el nuncio y apartándose del grupo se acercaba a la reina madre. Ésta hablaba con el enviado de Austria y el condestable y decía:
—Mi hijo el rey necesita consejo y yo quisiera ofrecérselo, pero el favor de mi hijo sólo me lo podría dar el mismo Satanás, Dios me perdone.
Habiendo llegado el nuncio cuando ella decía las últimas palabras, el purpurado las cazó en el aire:
—Su majestad lo dice en broma, pero con la ayuda del diablo algunas cosas son posibles. Cosas virtuosas, quiero decir.
—¿Cómo es eso, padre?
—La mayor habilidad del diablo —explicaba el nuncio— consiste en hacernos pensar que no existe. Yo sé que hay mil maneras de decir una misma cosa y que la mía puede parecer inadecuada; pero repito que se puede llamar a Satanás y hacerlo trabajar en favor de una empresa virtuosa. Lo digo en serio, señora —y reía otra vez—. En serio. Tenemos agentes.
Miró el condestable a la reina madre con sorna:
—En el Vaticano cultivan la magia, también. Es el único lugar donde puede cultivarse sin riesgo, la magia.
El nuncio, viendo que la reina madre estaba intrigada e iba a hablar, se adelantó:
—No me pregunte vuestra majestad cómo, pero tal vez se puede disponer de un agente satánico, en serio.
—¿No será Vintimiglia, que ha salvado de la horca a su hermano? —dijo Portocarrero y la reina abrió grandes ojos.
Una vez más rió el nuncio:
—No, pobre Vintimiglia. Alrededor de la Inquisición es fácil hallar un agente que pueda hacerse oír del mismo Satanás, el día de su aniversario.
—¿El aniversario de quién? —preguntó la reina madre, asustada.
—Del suyo, del agente, Dios me perdone. Puede hacerse oír del diablo si su deseo es eficaz. Hay que distinguir entre el deseo eficaz y la que llamamos volición por complacencia. Esta última es sólo una broma. Bien, el diablo no puede obrar milagros, pero sí prodigios: astutia, sapientia, acumine longe superant homines et longius progediuntur raticinando, dice Simón.
Escuchaba el condestable sin gran interés.
—¿Quién es ese agente? —preguntó la reina como si estuviera ofendida.
Hizo el nuncio con la mano ensortijada el gesto del que espanta una mosca y añadió:
—Es lo que en nigromancia se llama magistellus. Ese magistellus puede dirigirse al diablo en cualquier momento de la noche. No crean ustedes que esto es magia. Hay que distinguir en todo caso entre magia negra y blanca y para esto tenemos el Santo Oficio. Nosotros sabemos distinguir y si podemos hacer trabajar al diablo en una causa virtuosa no debemos perder ocasión. Magia blanca, candida virtus.
Viendo la extrañeza de la reina madre añadió:
—Padres de la Iglesia y santos como Ambrosio lo dicen. San Ambrosio en versos latinos:
Nocturna lux viantibus
A nocte noctem segregans
Praeco die jam sonat
Jubarque solis evocat
Hoc nauta vires colligit
Pontique mitescunt freta:
Hoc ipsa petra Ecclesiae
Canente culpam diluit…
—De eso, yo, in albis —decía el condestable. El nuncio se dirigía a él:
—Cerca de la patria del confesor de la reina madre ha habido testimonios, también. Hace algunos años, en Dresden, había una mujer en la cárcel que había negado siempre sus relaciones con el diablo, pero los ministros de la Inquisición metieron por la noche en la celda un macho cabrío a ver qué pasaba. La bruja lo besó y abrazó y comenzó a hablarle como a un ser humano explicándole las dificultades en que estaba y pidiéndole ayuda para salir de allí. Gracias a esa estratagema el tribunal pudo condenarla y fue quemada. Hay una balada en alemán sobre eso que dice:
Man Shickt ein Henkersnecht
zu ihr in Gefangniss n’unter…
El delegado de Viena continuó aquellos versos dándoles un carácter de broma infantil. Y el nuncio se dirigió a la reina madre una vez más:
—Nuestro partido puede triunfar. Deje en mis manos las diligencias. Yo intervendré o no, según sea necesario. El que intervendrá desde el principio será mi magistellus que me vino recomendado por el padre Nithard —al citar este nombre la reina madre concentró de pronto toda su atención, pero con un cierto recelo, como si temiera que alguien pudiera estar tratando de molestarla—. Como esas cosas se hacen en un nivel un poco turbio —añadió el nuncio—, si el negocio sale mal el dicho magistellus irá probablemente a la hoguera y si sale bien yo hallaré alguna manera de agradecérselo y de enviarlo lejos de la corte. Hacer trabajar al diablo en materia de virtud es un hecho característico de nuestro tiempo y un poco arriesgado, pero meritorio.
—Perdone —decía la reina madre, como el que no entiende—. ¿Cuál es el caso en que su agente iría a la hoguera?
El nuncio bajaba la voz:
—La cosa es obvia. El agente puede dominar al diablo o ser dominado por él.
—Oh —decía la reina, escéptica—. ¿Y dicen que Nithard anda en esto?
—Sólo intervino en la recomendación del astrólogo de Viena.
Nithard había sido confesor y según malas lenguas amante de la reina madre mientras ésta fue regente del reino en la menor edad de Carlos. Ahora era cardenal en Roma.
—Si el agente es dominado por el diablo —añadía el nuncio— lo condenará el Santo Oficio. Será todo.
—No, todo no —añadió el delegado de Viena—, porque falta algo. Hará humo.
—Eso, eso. Hará humo —subrayó la reina madre, como diciendo que había que tener en cuenta la suerte de aquel pobre diablo quienquiera que fuese.
Se explicaba el nuncio todavía:
—En realidad estos agentes viven y prosperan a la sombra de la suprema, entre una prisión y otra, entre una sentencia absolutoria y otra condenatoria. Si hacen humo en definitiva deben agradecerlo, ya que en forma de humo suben finalmente al cielo. Es decir, que se salvan por el martirio. Pero para dar un paso, por pequeño que sea, en ese campo resbaladizo necesito la confianza de vuestra majestad.
Con una expresión casi canalla de picardía secreta la reina madre dijo:
—Usted la tiene, pero que me ahorquen si entiendo palabra. ¿No le sucederá algún daño a mi hijo?
—No, señora. Al revés.
—¿Cómo, al revés?
—Sólo podrá sucederle algún beneficio.
—Nithard no le quiere bien.
—No intervendrá en nada, el padre Nithard. Todo se reduce en su caso a habernos ofrecido el punto de partida.
—Está bien, pero en todo caso yo no quiero saber nada.