VIAJE AL PAÍS DE LOS NANINGA
El 5 de mayo de 1977 el profesor Jacques Cousteau me encomendó una difícil tarea.
Debería yo remontar el río Orinoco, atravesando lo más intrincado de la selva amazónica, hasta alcanzar la zona de asentamiento de la tribu Naninga.
La misión no era, esta vez, un nuevo capricho del renombrado oceanógrafo. Se trataba de una de las fases más importantes del trabajo vial quizás más ambicioso y monumental en la historia de la Humanidad: la construcción de la carretera Río de Janeiro-Quito.
La Clermont Ferrand, empresa francesa adjudicataria, había solicitado la colaboración de Cousteau. Y ahora, el profesor Cousteau me confiaba a mí, Jean-Baptiste Duprée, el encargo antedicho.
Lógicamente, mi misión no se completaba con el solo hecho de alcanzar las remotas tierras de los Naninga. El quid de la cuestión iba más allá: yo debería hacer uso de todo mi poder de convicción para explicarles a aquellos salvajes, presuntamente antropófagos, que la carretera Río de Janeiro-Quito iba a pasar, exactamente, por el sitio donde estaban edificadas sus míseras chozas.
¿Por qué me había elegido a mí el profesor Cousteau? Por tres razones fundamentales. Primero, soy un estudioso de las tribus aborígenes de América del Sur. Segundo, el profesor Cousteau conocía mi amplio dominio de lenguas y dialectos indígenas. Tercero, el profesor Cousteau me odia.
Mi primer paso fue acumular documentación sobre los Naninga. Acudí a la biblioteca de la Universidad de Tempe, Arizona, y encargué un informe lo más exhaustivo posible sobre la tribu amazónica. Una semana después habíamos obtenido un dato en verdad estremecedor: nadie sabía absolutamente nada sobre ella. Aquella vacuidad de conocimientos no podía, en manera alguna, detener mi tarea. Obtuve del gobierno brasileño una pequeña embarcación, en buen estado, para remontar el Orinoco. La aprovisioné de todo lo necesario y seleccioné el personal que me acompañaría: Antoine Puyseguin, joven arqueólogo francés; Chico Boto, un fornido marinero bahiano que se encargaría de los trabajos pesados; Joao, un simio macaco del tipo «aranha» que bien podría servirnos de intérprete, y el doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao, abogado, quien habría de ocuparse de cubrir la parte legal en las seguras discusiones con los Naninga. A último momento incorporé a Tatiano Maiore, un conocido pianista, especialidad que, reconozco, no parecía tener mayores razones para ser incluida en el operativo. Pero tengo sobre mis espaldas innumerables viajes de este tipo y sé que en cualquier momento pueden necesitarse las disciplinas más impensadas.
El 15 de enero de 1978 mi seleccionada dotación ya se encontraba lista para partir y el mismísimo Chico Buarque de Hollanda se hizo presente en el muelle para despedirnos. Pero lo que realmente me emocionó fue advertir enrojecidos los duros ojos del profesor Cousteau al abrazarme. Comprendí entonces dos cosas: que muchos de nosotros no volveríamos al punto de partida y que el célebre oceanógrafo había estado practicando caza submarina sin sus antiparras.
No abundaré en detalles sobre el viaje. Fue muy largo: catorce meses y veintitrés días. En el último tramo del periplo el ánimo de la tripulación se perturbó. Hasta ese momento nuestro comportamiento a bordo era bueno, salvo algunos ataques de nervios en Tatiano Maiore, más que nada cuando desde los altos árboles de las riberas infinidad de monos nos arrojaban mangos, plátanos, vasos plásticos de yogur, guayabas y hasta preservativos. Este último detalle nos indicó, a las claras, que pasábamos por sitios donde había habido civilizaciones indígenas de evolución asombrosa. Algunos de esos preservativos estaban hechos de barro cocido; incluso, uno de ellos, que golpeó el hombro de Chico Boto, era de cerámica y Puyseguin lo reconoció como de uso real, privativo del cacique.
Pero lo que deterioró la moral de mi tripulación fue la certeza de que nos habíamos pasado 350 kilómetros del país de los Naninga, río arriba. La falta de puntos de referencia y lo intrincado de la selva nos habían hecho superar, con creces, el asentamiento indígena.
Otro hecho que alteró nuestra disciplina fue el impensado crecimiento de Joao, el macaco. Al zarpar, dicho mono no superaba los 35 centímetros de altura y su peso no alcanzaba los 17 kilos. Se alimentaba con raíces, frutas, pan disuelto en leche y castañas de cajú recubiertas de chocolate. Al mes de navegación, el animal había alcanzado una altura de 1,78 metros, sobrepasaba con holgura los 94 kilos, habiéndose, además, apoderado de la bodega. Lo más grave era que persistía en treparse a nuestros hombros como cuando era pequeño y esa conducta lo había llevado a aplastar en un par de ocasiones al doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao.
Por fortuna el macaco era manso. Sin embargo, no admitía permanecer en cueros a pesar del calor sofocante que nos azotaba. Debo reconocer que habíamos sido nosotros mismos quienes lo habituáramos a cubrirse vistiéndolo, desde su más tierna edad, con un buzo deportivo Le Coq Sportif, firma francesa que solventaba parte del viaje a cambio de que Joao luciese su marca. Cuando ya no había medida de buzo (habíamos llevado tres) que le cuadrase a Joao, éste se encaprichó en vestirse con uno de los dos trajes que portaba el doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao, ante el espanto del jurista. Se trataba de un terno en tono beige muy claro, de buen corte de tweed, algo tomado de cintura, que se completaba con camisa crema y una corbata habano. Debo reconocer, a pesar de las rabietas de nuestro abogado, que a Joao no le quedaba nada mal el conjunto e incluso su lucimiento cambió el carácter del macaco. Solía sentarse a proa, bajo el toldillo, cruzado de piernas y fumando, en muda contemplación de las amarillas aguas del Orinoco.
El único intento que hizo el doctor Moscoso Filho de Aragao de recuperar su traje llevó a Joao a un colapso histérico. Saltaba y chillaba sobre cubierta como un endemoniado y culminó mordiendo el timón y destruyendo a golpes el sextante.
Si no nos preocupamos en un primer momento por el destruido sextante fue porque debimos atender al doctor, ya que los golpes que Joao propinara sobre el instrumento de navegación habían sido dados con el cuerpo del propio letrado, a quien el macaco había atrapado por un pie.
Esto nos indujo a no tentar las iras del mono. Hasta ese momento no se había atrevido a usar su fuerza física contra nosotros y el suceso con el doctor era un mal presagio. De allí en más, Joao, siempre impecable en su traje claro, se retiró al camarote de la cubierta superior (una pequeña habitación que daba al puente junto a la torreta) y, prácticamente, se adueñó de las alturas. Era allí donde mejor se estaba por las tardes, el sitio ideal para tomar un gin-tonic o jugar backgammon, pero decidimos no provocarlo más. Desde cubierta, lo veíamos pasear serio y reconcentrado, atisbando hacia las malezas ribereñas. Cada dos días, mandaba el traje con Chico Boto para que Tatiano Maiore lo planchase. Más que preocuparme el amotinamiento del mono, me quitaba el sueño la incógnita sobre si Le Coq Sportif mantendría su respaldo publicitario ante el nuevo giro de la situación.
No me desvelaba tanto, en cambio, la posibilidad de emplear a Joao como intérprete (si era que los Naninga hablaban el lenguaje de los grandes monos) dado que yo mantenía aún intactas mis virtudes de mimo. Fue por ello que Cousteau me había seleccionado para tan difícil misión. En mi juventud, sobre los 20 años, supe ser alumno de Marcel Marceau. Mis estudios de lengua, semiótica y hermenéutica no me dejaban mucho tiempo para ensayar, pero nunca olvidaré el día en que el gran Marceau, tras verme transmitir tan sólo con mi cuerpo y mis gestos, la fría utilidad de un cenicero enlozado, me dijo: «Jean-Baptiste, lo suyo es la semiótica». Y me lo graficó como tan sólo él podía hacerlo, con un sobrio ademán: señaló la puerta de salida de su estudio oscilando levemente la palma de la mano.
Yo estaba seguro de poder explicar cualquier cosa a esos salvajes con mis gestos y visajes. Sin una palabra le había explicado un día a mi hija la Teoría de la Relatividad, lo que la llevó a que, aún hoy, permanezca encerrada en una casa de salud en Nantes.
Lo que me preocupaba, sí, por esos días del viaje, era la rotura del sextante.
Y mi temor se vio justificado después, cuando, efectivamente, superamos en tantos kilómetros el punto de desembarco. Para colmo de males, Chico Boto, el único de nosotros que conocía algo de navegación, cayó en un extraño trance. Natural de Bahía, era propenso a creer todo tipo de leyendas y practicar ritos ancestrales.
Ya lo veníamos notando algo extraño cuando superamos los primeros tres meses de navegación. Había noches en que su cuerpo comenzaba a temblar como presa de una fiebre tropical, sus ojos se volvían hacia adentro y giraba su cabeza hasta puntos en que parecía imposible que tuviese una columna vertebral que la contuviese.
Las primeras veces en que asistimos a aquellas impresionantes contorsiones suyas, supusimos que había caído víctima de la malaria. Pero él nos explicaba, al calmarse, que se hallaba bajo el hechizo de Xangó Orixá, la hermosa diosa de los calamares bahianos, que emplean su tinta negra para escribir en el alma de sus prisioneros las primeras tres estrofas del himno del Club Atlético Mineiro. Cuando los calamares emplean su tinta roja, nos explicaba Chico Boto, significa que la falta cometida por la víctima no es de gravedad, ya que la tinta roja no es indeleble y la misma agua del mar que transitan los calamares la borra con el tiempo.
Tras varias noches en que Chico Boto nos llenó de pavor, (casi siempre estos ataques se le producían en horas de la cena) decidimos fingir indiferencia frente a sus convulsiones. Con el doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao alentábamos la sospecha de que sólo se trataba de simulaciones del moreno ya que reclamaba para su cura algunos tragos de un vino francés que, él sabía, nosotros guardábamos en mi camarote.
De allí en más, por las noches, cuando Xangó Orixá caía sobre el pobre Chico Boto, nosotros continuábamos nuestras charlas como si nada sucediese. No era demasiado fácil en verdad, porque Chico Boto comenzaba con distorsiones faciales, rompía luego a babear copiosamente, sacaba una lengua de una extensión alucinante, berreaba como un ternero y terminaba lanzando cortos chorros de sangre por los oídos. Cuando se calmaba y emergía de abajo de la mesa (adonde generalmente caía) imploraba por una gallina para degollar y rociarse con sus vísceras. En general, no hacíamos demasiado caso a sus peticiones, le contestábamos con evasivas y seguíamos departiendo sobre buena música con Tatiano, o sobre huacos peruanos con Puyseguin.
Tengo la convicción de que nuestra actitud benefició a Chico Boto. Tras dos meses durante los cuales nos torturó con sus accesos, mantuvo 30 días de calma, luego de los cuales sólo volvió a sufrir un ataque. Una noche lo hallamos revolcándose sobre cubierta, gritando que Xangó Orixá lo llamaba y le pedía un acto de amor. De improviso pegó un salto, pasó junto a nosotros como una exhalación (yo había subido a cubierta junto con el doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao) y se precipitó hacia los camarotes. Pronto sentimos gritos en el camarote de Tatiano Maiore.
Minutos después, Chico Boto volvió a aparecer en cubierta, empapado en transpiración, pero laxo y con la mirada extraviada. Nos repitió que Xangó Orixá lo llamaba, se lanzó al agua y nunca más lo vimos.
Quise aclarar este punto del viaje porque luego el gobierno brasileño estuvo importunándonos con preguntas al respecto. Espero que mi relato dé por terminado este fastidioso asunto.
Lo que nunca nos quedó bien claro fue lo que ocurrió en el camarote de Maiore. Este, de habitual locuaz y expansivo, se mostró reacio a contar lo sucedido, pero de allí en más lo apreciamos como ausente, con una sonrisa triste en los labios y la vista, por lo general, perdida. Se había tornado más recatado en su trato, de común eufórico y nos preguntaba repetidas veces por Chico Boto, resistiéndose a creer que éste se había lanzado por voluntad propia a las oscuras aguas del gran río amazónico. Deseo dejar constancia de que todo esto quedó asentado en el diario de a bordo. El diario salía a eso de las ocho de la mañana y nos lanzábamos sobre él para ponernos al tanto de las últimas noticias sobre el viaje.
Se llamaba «La voz del Bravata» («Meritísimo Otoniel Bravata» era el nombre de nuestra embarcación) e incluía un par de suplementos. Los domingos era una edición realmente abultada y nos distraía hasta altas horas de la tarde. No puedo decir que era un gran diario, mentiría si lo hago, pero la crítica de cine no tenía nada que envidiar a la de «Le Monde». Nunca, reconozco, encontramos la sala de proyección en nuestra nave, pero aquello no le quitaba valor. No se puede pretender un periodismo a nuestro gusto y paladar. Lo único censurable era la tendencia de ese pasquín al brulote o al comentario mendaz. Esto hacía muy mal a Tatiano, por ejemplo, que se encontraba ante notas donde se lo sindicaba de comunista, snob, y su apellido siempre era antepuesto por la adjetivación «el muy suave». En esos casos la indignación del pianista itálico lo hacía reclamar al doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao el inicio de un juico contra «La voz del Bravata», y nos costaba ímprobos esfuerzos convencerlo de que no era político echarnos encima toda la prensa.
Nuestro primer contacto con los Naninga tuvo lugar el 19 de mayo de 1979. Fue Antoine Puyseguin quien los descubrió al clavársele un dardo envenenado en su ojo derecho. Los Naninga eran caníbales pacíficos, pero a veces tenían esas reacciones extemporáneas. El joven arqueólogo sobrevivió seis minutos al impacto de la saeta que le dispararan desde la jungla. Me atrevo a pensar que la muerte fue preferible, para él, al terrible destino de quedar tuerto. El don de la vista es, para un arqueólogo, irremplazable. El veneno en que se hallaba impregnada la punta del dardo le evitó el tormento. Se trataba del temido «pinchei-ro-acá-mellhá», derivado del «curare», que paraliza las vías respiratorias y torna totalmente cano el vello que crece en las axilas.
Envolvimos al desdichado arqueólogo en una bandera y lo arrojamos a las aguas mientras entonábamos «La Marsellesa». Las pirañas dieron buena cuenta del cadáver en menos de cuatro minutos. Al atardecer, fuimos testigos del extraño comportamiento de estos feroces peces ante la ingestión de parte del veneno que contuviese el cuerpo de nuestro amigo: se asomaban a superficie, escupían hacia arriba, gritaban barbaridades o bien se trepaban con sus aletas a la costa llegando a atacar a un tatú cangheiro, armadillo de tamaño respetable.
Quiero dejar bien aclarados estos aspectos de la muerte del joven Puyseguin ante las continuas e inoportunas reclamaciones que hiciera luego el gobierno francés sobre el caso. A Puyseguin lo mató una saeta envenenada que se le clavó en el globo ocular derecho y sus restos mortales fueron devorados por las pirañas. Eso fue todo y espero que esto termine con tan inapropiadas requisitorias.
Cuando pusimos pie en tierra los salvajes nos rodearon, amenazadores. Pero pronto cambiaron en su actitud hacia nosotros. Más que el hecho de verse seducidos por las baratijas que llevábamos para deslumbrarlos, creo que los impactó la personalidad de Joao, impecable en su terno beige.
Les regalamos goma de mascar, que comieron con fruición, los clásicos espejos, artesanías nórdicas, sacapuntas, sellos de goma, tarjetas de Navidad y hasta un televisor color que no hallamos dónde enchufar. Confieso que no me fue fácil explicarles el problema de la autopista, la resistencia del macadam y la coincidencia de que pasase justo en medio de sus caseríos precarios. Lograron entender un poco más lo de las motoniveladoras, más que nada por los bufidos que yo producía y mi constante rodar por el piso. Hay que comprender que esa tribu se hallaba en un estadio levemente más adelantado que el de la Edad de Piedra. No tenían aún conocimiento del fuego, por ejemplo. Pero lo que nos llenó de asombro fue que sí conocían el humo, en cambio; sabrá Dios cómo diablos lo obtenían. Les regalamos nuestros encendedores Dupont, que fueron recibidos con conmovedora ingenuidad y gozo, para luego ser frotados enardecidamente unos contra otros en procura de lumbre.
Y al agua todavía la lograban exprimiendo una cacatúa muy verde a la que llamaban «Picota zé». Ni hablar de adelantos técnicos. Y mencionarles una canilla a esos pigmeos era agotarse en inútiles explicaciones.
No obstante, el cacique, cuyo nombre nunca pude deletrear con exactitud, tenía una choza de venta de antigüedades. Según él, ese era un negocio, que si bien no le aportaba demasiadas ganancias, lo alejaba un poco del aburrimiento de guerras tribales y cacerías. Nos mostró hachas de pedernal, huesos fosilizados de sus mayores y hasta una punta de flecha mocha que debía valer sus buenos cruceiros.
Las negociaciones parecían marchar viento en popa y todo hacía suponer que, en pocos días, los pigmeos aceptarían levantar sus magras posesiones y retirar la colonia varios kilómetros más adentro de la espesura para permitir el paso de la autopista. Pero se pusieron inopinadamente duros en un punto: deseaban ser ellos los beneficiarios del peaje en aquellos confines. Eso sulfuró al doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao, quien los agotó leyéndoles carillas y carillas sobre derecho vial. La Clermont Ferrand no aceptaría bajo ningún aspecto repartir sus ganancias con cuanto salvaje pretendiese cobrar permiso de paso a los automovilistas.
No hubo nada que hacer. Los Naninga bajaron sus pretensiones a la mitad, pero ya las relaciones se habían tornado algo duras. Y la noche en que se comieron a Joao comprendimos que debíamos marcharnos. Reconocimos a nuestro elegante mono cuando el doctor Paulo Moscoso Filho de Aragao halló, entre los trozos de un supuesto pecarí de collar asado, uno de sus propios gemelos.
Es mi intención dejar bien en claro este punto porque, periódicamente, la Asociación Protectora de Animales me hostiga solicitándome informes y mayores detalles sobre la desaparición de Joao. Dicho mono fue comido por los Naninga y puedo aseverar que, a mi juicio, le faltaba cocción.
Guardo la esperanza de que con esto se me deje de importunar buscando en el referido hecho aristas ocultas o propósitos inconfesables.
Fue así como retornamos a Brasilia con la contrapropuesta de los Naninga, que sorprendió a los directivos de la empresa francesa y al mismo profesor Cousteau. Allí terminó mi misión y me desvinculé del proyecto.
Dos meses después me enteré, por los diarios, que la tribu Naninga había sido arrasada en un bombardeo con napalm. Era una noticia escueta en la sección «sociales» de un diario de San Pablo. El progreso les había llevado, por fin, el fuego.