MAUD EMPRENDE EL VUELO
Cuando Maud llegó a la casa, la envergadura de sus alas no superaba el metro y medio. De cualquier manera, se trataba ya de un pichón de águila fornido y audaz, tal como lo demostró al procurar llevarse entre sus garras el viejo Porsche 64, de seis cilindros, que era el orgullo de tío Saúl. Maud no consiguió su objetivo, pero sus garras de acero destrozaron la capota del arcaico sedán.
El intento del águila no era novedoso para nosotros, dado que, semanas atrás, la majestuosa ave se había elevado hacia las montañas Bitterroot, ante nuestra sorpresa e impotencia, con la bicicleta de Buddy entre sus poderosas patas.
Por lo tanto, cuando el formidable pájaro se abatió por el conducto de la chimenea de leños cayendo en el medio del living, la primera intención de tío Saúl fue despanzurrarlo de un escopetazo. No hubiese sido fácil concretar ese propósito porque de inmediato el águila se trenzó en lucha feroz con Silver, nuestra mangosta, y porque, además, el viaje hasta el pueblo para comprar una escopeta, le hubiese insumido a cualquiera de nosotros más de un día y medio entre ida y vuelta.
Aún no sabemos cuál fue la causa que indujo al pichón de águila a precipitarse por la chimenea de nuestro hogar, pero ya la conducta del animal nos había desconcertado días antes cuando el pequeño Jeremy llegó a la casa contando que lo había visto cabeza abajo de las ramas de un fresno, durmiendo al más puro estilo murciélago.
Nuestro rancho estaba en el valle que se extiende al pie de las montañas Bitterroot y la presencia de aves de rapiña me era tan natural como la convivencia con Eve, mi esposa. No pasaba día sin que nos atacase algún gavilán, sobrevolase nuestro techo alguna pareja de gallinazos o cruzase el cielo algún helicóptero de la base aérea enclavada al otro lado de la cadena montañosa.
Las águilas no eran tan comunes, pero se dejaban ver de vez en vez, especialmente tras la época de las grandes ligas de béisbol. De cualquier manera, nunca habíamos tenido un contacto tan directo con una de esas reinas de las alturas como cuando Maud irrumpió en nuestro grupo familiar. A pesar del lógico temor del primer instante, pronto debimos decidir qué destino dábamos al ave quien, a dos horas de su aparición intempestiva, continuaba enredada en lucha salvaje con la mangosta. Tras largas discusiones, privó el sempiterno espíritu americano de ayuda al prójimo. Comprendimos que el águila se hallaba enferma y que debíamos ayudarla. No era mucho nuestro conocimiento sobre dichas aves y sólo tío Saúl podía esgrimir algunos razonamientos acertados, ya que, cuando joven, había practicado aeromodelismo. Por lo tanto, decidimos llamar a un vecino, el señor Edelmann, un criador de canarios flauta cuyos pupilos habían arrasado con los primeros premios en la Gran Feria del Instrumento de Viento que todos los años se llevaba a cabo en Missoula. El señor Edelmann respondió presto a nuestro llamado y cuatro días después llegó a casa proveniente de Dinamarca, donde se hallaba radicado desde hacía tres años.
Maud, como habíamos decidido ponerle a nuestra águila (en realidad eran siglas: Mountain Animal Unknown Domestic) a instancias de Carolina, nuestra hija más pequeña, se hallaba, cuando llegó Edelmann, dentro del lavarropas, donde se había hecho fuerte. Desde allí dentro nos miraba a través del visor de cristal y en sus ojos implacables podíamos adivinar un nítido acento depredador. Nosotros la alimentábamos con galletas marinas, cereales y tapioca. Cada tanto, pese a nuestros esfuerzos, Silver, la mangosta, se deslizaba dentro del lavarropas y se reiniciaba la batalla. Ya nos habíamos acostumbrado a la enemistad entre ambas criaturas, pero a lo que no podía habituarse Eve era a los efectos que dichas riñas causaban en nuestras sábanas, fundas y demás ropa blanca. Para colmo, el jabón en polvo produjo un raro efecto en el rojizo pelaje de Silver, quien destiñó, transmitiendo a Maud una coloración extraña y anormal en su plumaje.
El señor Edelmann, provisto de un guante de béisbol de mi hijo más pequeño, Bessie, instó a Maud a salir de su refugio. Ante nuestra sorpresa, el águila aceptó el envite, se encaramó sobre la protegida mano derecha de nuestro vecino y, salvo un espasmódico picotazo que desprendió el labio superior de Edelmann, se dedicó a contemplar a su nuevo amigo como si lo conociese desde siempre.
Edelmann nos pidió cordialmente que lo dejásemos a solas con el águila y, durante dos días, pudimos escuchar desde la habitación contigua, cómo le hablaba en un tono convincente y monocorde. Al tercer día, Edelmann salió de su encierro con un informe bastante completo: Maud estaba totalmente sorda. Según Edelmann, el pichón se había visto afectado por la altura: la presión del aire en los altos picos de la montaña había afectado notoriamente sus tímpanos. Mis hijas, mi esposa y tío Saúl, quedaron muy impresionados con el diagnóstico. A mí no me impactó, sin embargo, debido a que también yo había sufrido similar martirio, elevándome en uno de los ascensores de las torres Twin, cuando viajé en ocasión de la fiesta aniversario por la ejecución de Caryl Chessman. Edelmann nos dijo, asimismo, que deberíamos enfrentarnos a un difícil trabajo de rehabilitación de Maud, dado que en esas circunstancias le era imposible volver a volar.
La empresa no era fácil, debo confesarlo, pues una casa de campo donde habitan un matrimonio con sus niños, no ha sido, generalmente, diseñada para contener las ansias de horizonte de un águila real de Idaho. Pero, nuevamente, privó el espíritu caritativo de nuestra familia: se resolvió la permanencia de Maud en la casa hasta su total rehabilitación mediante el voto democrático. Venció la tendencia afirmativa por seis votos contra cinco, tras una primera votación donde, aún hoy no nos explicamos cómo, el recuento de los once votos dio una total paridad.
De allí en más, vivimos tres años apasionantes y bellos. Maud, nuestra orgullosa águila real, pasó a ser un miembro más de nuestra familia. Poco a poco fue recobrando el sentido auditivo, gracias a nuestros esfuerzos por hablar en voz baja y evitar toda manifestación ruidosa. Llegamos, incluso, a festejarle sus cumpleaños o dejarle pequeños regalos de fin de año bajo el pino navideño.
Una luminosa tarde de abril, cuando Maud emprendió carrera desde abajo de la mesa del comedor para tomar vuelo y finalizar estrellándose contra la vitrina que atesoraba los trofeos que el pequeño Les había ganado compitiendo en «Cave el pozo más hondo», comprendimos, con emoción, que había recuperado el sentido del equilibrio y se hallaba en los mismos umbrales de la perfecta condición física. Lo comprobamos con alegría, pero también con inocultable tristeza. Aquello significaba, nada menos, que se acercaba el duro momento de devolver a Maud a la vida salvaje. Aquella noche, encerrados en el sótano, lloramos todos como chicuelos.
A Maud se la veía feliz dentro de la casa; se había convertido a esa altura de la historia en una bella bestia cuyas alas extendidas alcanzaban una longitud de 7,50 metros, y no me cansaba de admirarla aposentada sobre el techo del ropero de la pieza de Franny, la más pequeña de nuestras hijas, contemplando, atenta, el movimiento dentro del hogar. Le divertía juguetear con los niños y los perseguía picoteándoles los talones. Sin embargo, Maud, con ese instinto propio de los rapaces, era consciente de la fortaleza de su pico, y nunca llegó a herir malamente a ninguno de mis muchachos. Pese a todo, pese al ambiente de regocijo que imperó en nuestro rancho durante aquellos felices años, coincidimos con Eve en que debíamos abordar el último tramo en la recapacitación de Maud, antes de su devolución a las montañas. Había que restituirle el ancestral llamado de la caza. Si bien el águila lograba levantar en vilo algunos de los sillones Lafayette de nuestra galería, o se empecinaba en elevar a tío Saúl y estrellarlo contra las rocas del arroyo cercano, no veíamos en ella la clásica predisposición para detectar una presa y atraparla.
Fue así que recomendamos a Walt, el cuarto de nuestros niños, el adiestramiento de Maud. El sistema era simple: Walt se estacionaba en el medio del prado que se extiende en el frente del rancho, haciendo girar sobre su cabeza una larga cuerda en cuyo extremo se hallaba atado un salame milanés. Maud, en tanto, era conducida dos kilómetros más abajo, casi junto al río, por Georgie, con la cabeza cubierta por una capucha. Al llegar al punto establecido, Georgie le quitaba la capucha y orientaba a Maud hacia su presa. La vista prodigiosa del águila le permitía localizar de inmediato el vuelo circular del salame y se lanzaba sobre él como un meteoro. El primer ensayo no fue exitoso debido a que Maud atrapó a Walt en lugar del salame y se lo llevó hacia las alturas. Se perdió entre las nubes con nuestro hijo, antes de que tuviésemos tiempo de ordenarle el regreso. Éramos conscientes de que Maud gustaba de bromear con nuestros muchachos, pero aquella vez había llevado la broma demasiado lejos. No era exagerada nuestra apreciación: dos días después, Walt telefoneó desde Nampa, ciudad excesivamente alejada de nuestro estado (unos 480 kilómetros) donde había caído, afortunadamente, sobre un ómnibus escolar. Tan distante se hallaba Walt de nosotros que optó por radicarse en Nampa y, aún hoy, solemos cartearnos.
Las dificultades prosiguieron con Maud, dado que Ira tomó a su cargo su entrenamiento de caza, siendo atacada por miles de buitres al segundo día en que se dispuso a revolear el salame. Pese a todo, dos semanas después pudimos afirmar que el águila se hallaba en óptimas condiciones de sobrevivir en su original hábitat rocoso. Juro que aquella noche no dormimos pensando en la despedida. Pero conscientes de que no podíamos alterar el impertérrito rumbo de la Naturaleza, al día siguiente, con Maud dentro de una bolsa de dormir de Milton, el más pequeño de mis niños, partimos en el Land Rover hacia el pie de las montañas Bitterroot. ¡Qué prístina mirada de comprensión adivinamos en los ojos de Maud cuando la pusimos sobre el capot del coche!
Advertía la despedida de todos aquellos que, durante cuatro años, habíamos velado y cuidado por ella. Le quitamos el arnés de cuero, abrimos la cerradura de su collar, aflojamos el rigor de las ligaduras de soga que contenían sus alas formidables y con gritos, movimientos ampulosos de brazos y voces de aliento, la instamos a elevarse rumbo a las montañas.
Maud no tuvo un solo instante de vacilación, con una economía de gestos propia de su grandeza, emprendió el vuelo. Primero describió un amplísimo círculo bordeando el bosque, ante nuestra mirada conmovida, luego pasó oscilando levemente las alas en el internacionalmente conocido planeo de saludo y finalmente se zambulló como una tromba dentro de nuestra casa.
Por ocho veces repetimos el intento. Llegamos a escalar nosotros mismos la ladera de la montaña hasta alcanzar uno de los picos nevados, para convencer a Maud, acerca de cuál era su destino. Pero nada surtió resultado. Maud había elegido el lugar donde madurar y reproducirse.
A tres años de esta historia, Eve y yo, ya nos hemos acostumbrado bastante bien a la vida de montaña, con ese particular sentido práctico de la gente de campo. La caverna en la roca es amplia y el aire, uno de los más puros que pueda uno imaginarse. Nuestros hijos permanecen con nosotros, salvo el más pequeño, que optó por compartir el nido con un cuquejo gris, mil metros más arriba. Tío Saúl se desbarrancó el invierno pasado en un abismo, pero confiamos que, en el próximo verano, con el deshielo, recuperaremos su cuerpo.
Cada tanto, nos viene a visitar Maud, que revolotea gozosa en torno nuestro. El miércoles pasado no vino sola, la seguía un hermoso pichón de su mismo plumaje. No se acercó tanto, esta vez, quizás celosa de su cría, pero era obvio que no quería privarse del gusto de mostrárnoslo, en su orgullo de madre.
A veces, cuando el día es diáfano, desde nuestra altura alcanzamos a ver los tejados de nuestro antiguo rancho. Incluso advertimos el humo que sale de su chimenea en las tardes frías. Sabemos, entonces, que allí están Maud y los suyos, en torno al fuego, quizás disputando por un pedazo de conejo, o bien saboreando un trozo de mofeta cruda.
Y, deben creerlo, somos felices.