Capítulo 7
En la zona sur de la isla Nicobar, en el mar de Andaman, la temperatura raramente excede los 20 grados centígrados. Hay sí, una época de lluvias copiosas que fecundan los valles que ahondan ambos flancos del monte Camorta. Pero el sofocante aire caliente que viaja con los alisios llegados desde el Golfo de Bengala o bien los ensoberbecidos monzones que se envalentonan tras devastar las costas de Madras, Nellore, Rajamahendri y Berhampur se desvían sobre el archipiélago Mergui, buscando las planicies más condescendientes de Mandalay o el sur de Tailandia sin prestar atención a Nicobar. El clima permanente es primaveral entonces, quizás un tanto húmedo en verano, pero podría definirse como paradisíaco. Desde el valle del Pequeño Coco, que mira expectante el mar de Bengala puede verse en las tardes cristalinas del otoño, los naranjos que pueblan la cima del Monte Camorta. Cuando esos hermosos frutales florecen la cima del Monte parece incendiada ante el reflejo del sol sobre las naranjas.
En setiembre, los pescadores de las islas Andaman que persiguen la anchoveta a través del Canal de los Diez Grados pueden divisar perfectamente desde sus frágiles cahutes el resplandor de los naranjales del Camorta en el horizonte.
Una vez al año, cuando llega el frío viento del este atravesando el golfo de Siam, el embate de este meteoro sacude de tal forma las ramas de los naranjos que un aterrador alud de tales cítricos se derrumba sobre el valle del Pequeño Coco.
Todos los años, durante el invierno, los pobladores de Baratang construyen en las laderas del Camorta sus chozas de bambú trenzado, y allí tejen sus famosos manteles de barbas de choclo, pespunteados con una insólita orfebrería de filamentos de medusa que son conocidos en el mundo entero. Todos los años las naranjas, rodando a millones por las laderas del Camorta, despedazan a su paso las chozas de los sufridos hilanderos de Baratang.
La historia de la Isla no halla argumentos para explicar la tozuda reiteración de los hilanderos, sólo se limita a registrar los previsibles desastres, año a año. Los pobladores se consuelan pensando que las pérdidas serían mucho peores de ser pomelos los plantíos de la cima del Camorta. Lo cierto es que el aluvión frutal, tras reducir a escombros las aldeas de los artesanos, cruza el valle del Pequeño Coco arruinando totalmente los arrozales, invade la pequeña ciudad de Nachuge hasta que finalmente con apagado estruendo se derrama en el mar como un desmadrado río de esferas doradas.
Pero la amenazante época de tal fenómeno había pasado, el verde del valle casi molestaba a la vista y en el aire había un reverbero de polen que excitaba. Dentro del verde, se recortaba prolijo el rectángulo perfecto de la cancha de polo damasquino, y entre el leve tremolar de los palmares se veía el blanco puro de la gentil construcción inglesa que servía de sede al «Círculo de Lanceros de Ceilán».
Era la media mañana y gran cantidad de gente ricamente ataviada circulaba entre los studes y el espigón del Club de Regatas conversando animadamente, bebiendo largos tragos de copra con soda tónica, cruzando apuestas sobre la ya próxima partida de polo o tomando asiento en los largos bancos de madera que circundaban el campo de juego. Sobre uno de estos bancos se apoyaba la musculosa pierna izquierda de Seller mientras el sirio, con particular concentración, terminaba de ajustar los correajes de su alta bota de equitación. Llevaba también elegantes pantalones blancos, amplios, que se introducían en el ajustado calzado y una casaca de seda verde con puños y cuello blanco. Sobre el hemitórax izquierdo, en el bolsillo también blanco, lucía el escudo de los Lanceros de Ceilán.
El escudo mostraba un dibujo donde se veía un enardecido tigre atravesado por 28 lanzas, una por cada caído en la trágica emboscada de Kurunegala durante la guerra anglo-bóer. En su espalda llevaba el número catorce. Y sobre su rizada cabeza bruna, se bamboleaba un casco de metal liviano blanco con protector interno de fibra de vidrio flexible. El casco, similar al usado por los motociclistas, protegía la nuca y mandíbulas de Seller con una cuerina acolchada y su barbijo presentaba una mentonera metálica. En la parte frontal, sobre la insinuada visera restallaba orgullosa el Águila Falcónida Real, símbolo de algunas tribus de los Montes Marayani y enemiga natural de las mangostas.
En tanto finalizaba de prender firmemente los cierres de su lustrosa bota izquierda Seller adivinó sobre su cuerpo los ávidos ojos de muchas mujeres que se hallaban sentadas en las cercanías. No dio importancia a tales miradas, sin embargo, y procedió a culminar los preparativos de su caballo «Alhambra», una bellísima jaca beréber. Éste era un animal de pelaje muy oscuro, tan oscuro que se hacía difícil adivinar su color pero algún experto podría haberlo definido como azul ultramar, con divagaciones hacia el cebruno, sin olvidar una pizca plomiza. Cuando se lo miraba de costado, brillaba tanto a la luz matinal que parecía blanco.
El corcel piafaba nervioso por el movimiento de la gente a su alrededor y los músculos vibraban bajo la piel como dotados de electricidad. Seller, en tanto, con una mano verificaba la tensión de los arneses y los correones, acomodaba el pretal y ajustaba el bozalejo; con la otra, acariciaba lentamente la piel de la jaca recorriendo en círculos perfectos, la tersa pelambre del anca, las corvas, los carrillos, los espejuelos y la suave pelusa de los ollares. La jaca, de remos tan finos que podían hacer pensar a más de un inadvertido en la posibilidad de que se quebraran de sólo andar, había llegado esa misma madrugada a la isla.
Tenía lo mejor del caballo árabe, el paso levantizco, el trote zigzagueante, la cabeza pequeña y alta. Había sido entrenada durante años por un anciano rifeño que la hacía dormir en su mismo catre de campaña y la amamantaba con leche de camella. Pero así también la había endurecido hasta la tortura correteando entre los riscos más escarpados, le había dado resistencia haciéndola trotar durante días y días bebiendo solamente agua de pencas sobre las arenas del Golán y podía frenar en plena carrera en un tramo de treinta centímetros.
La jaca giraba sobre sí misma en una baldosa y arrancaba desde punto muerto a velocidades de vértigo como si la impulsase una catapulta. Dos años había convivido el anciano rifeño con ella. Los últimos meses, el animal comía con naturalidad de la mano de su instructor la misma comida que gustaba éste: los menudos de cordero recubiertos con brea. Por su parte el rifeño relinchaba ya con bastante acierto. Pero lo más notable de aquel pony beréber, lo que lo distinguía de los demás y lo hacía un fenómeno dentro de sus pares, era su rara habilidad para el juego del polo-damasquino. No sólo pechaba de flanco con la fuerza de una topadora Caterpillar, no sólo cambiaba de paso derivando del paso de ganso vienés al trotón peruano en medio metro, sino que incluso era capaz de trasladar la pequeña pelota de madera entre sus patas prodigiosas, pegándola alternativamente con cada una de ellas, dribleando entre los demás contendientes a la manera de un astro del fútbol inglés, tal vez pecando en parte de egoísmo pero sin perder nunca garbo ni espectacularidad. Sobre ese corcel de leyenda trepó Seller con airoso salto para ingresar al campo de juego.
La diferencia del polo-damasquino con el polo común radica solamente en un detalle: la meta, en lugar de estar demarcada por dos postes multicolores, son dos pequeños hoyos del mismo diámetro que los hoyos de golf. Esto hace el juego endemoniadamente más difícil, máxime considerando que se prolonga a catorce tantos. Al quinto día de juego, ya hay parte del público que comienza a retirarse, pero siempre es reemplazado por nuevos y entusiastas partidarios que llegan permanentemente.
En principio, el polo-damasquino se practicaba con elefantes en lugar de caballos, pero esto era muy costoso debido a que en sus inicios se trataba de un juego de mesa y no hubo vajilla de porcelana inglesa que resistiera a tal despropósito.
Percibiendo la mirada pecaminosa de muchas mujeres, algunas de las cuales llegaban a humedecerse lúbricamente los labios al mirarlo, el sirio cabalgó hasta donde se arremolinaba gran cantidad de público. Rodeaban a un hombre enorme merodeador del metro noventa, quizás un poco gordo pero imponente. Tenía rasgos casi groseros, una nariz larga y carnosa, boca abultada recubierta por un espeso bigote negro, ojos saltones y unas cejas que eran dos matorrales oscuros e hirsutos que tendían a unirse sobre el puente de la nariz. El hombre hablaba en voz muy alta, reía con descaro y gesticulaba permanentemente ante la complacencia de la cohorte de curiosos que lo rodeaba. Había que reconocer, sí, que poseía una tremenda sonrisa, con dientes grandes como piezas de dominó brillantes y sólidos. Y que irradiaba una sensación de plenitud, de confianza, ya en los límites de la prepotencia. Por el vértice inferior del cuello de su camisola roja asomaban una alfombra de pelos negrísimos. Aquel gigante se caló el casco y en él Seller vio con claridad a «La Ardilla Voladora de Isfahán». Ese titán era Zabul Najrán, el Califa del Curvo Alfanje. El poseedor de Nargileh.
Desde su silla de montar, Seller lo midió con los ojos, estudiándolo. Todas las referencias que le había suministrado el ELF parecían desteñidas y mezquinas ante la realidad viviente. Sería un digno contendor, sin duda.
Media hora después, en el momento exacto en que un condescendiente sol caía vertical sobre la grama, dio comienzo el cotejo entre una zarabanda vocinglera de aullidos de entusiasmo y disparos de armas livianas. Quince minutos más tarde, el cuarteto de Seller había alterado la puntuación del marcador por dos veces consecutivas. Y en ambas oportunidades por intermedio de las hábiles gestiones del sirio. En el primer caso, cuando aún ambos equinos buscaban su ubicación en el campo, una pelota lanzada por sir Levis Archibald Moore, prefecto portuario de Sumatra, llegó baja y veloz hacia la línea de Seller. La jaca beréber reaccionó como un resorte, saltando hacia adelante y desprendiéndose de adversarios y compañeros con la facilidad con la que un coche de Fórmula Uno puede desembarazarse de una cuadrilla de tractores. El sirio, con todos sus reflejos afilados como dagas, echó su cuerpo sobre el costado del animal quedando prácticamente cabeza abajo. Lo había visto hacer a los indios pawnees, mucho tiempo atrás, en las películas del Oeste Americano. En esa posición cuasi circense se lanzó hacia el pequeño balón perseguido por el tropel de restantes jugadores. Tomó entonces su palo de polo como quien puede tomar un taco de billar, abandonando las riendas sobre la cruz de su monta. Abajo, a escasísimos centímetros, el césped pasaba a velocidad sobrecogedora. Seller estiró sus brazos, midiendo en pulgadas, con sus ojos entrecerrados, aquella bocha blanca que llegaba sobre el paño verde como resbalando sobre hielo. La punta de sus dedos llegaron en más de un momento a rozar las briznas de pasto. El tacazo fue recio, seco, lleno, sobre la madera. La bola salió disparada hacia adelante, tomó luego una rara comba y pareció que optaba por perderse fuera de los límites del campo.
Mas luego, ante el estupor del público y debido al infernal efecto que le imprimiese el sirio, se detuvo, giró locamente sobre sí misma, pudo apreciarse como que levitaba y luego, como si se hubiera olvidado de algo, tornó sobre su anterior recorrido y derrapando levemente en tanto rotaba sobre su eje como un giróscopo, enfiló hacia el hoyo. Dio tres vueltas en torno a éste, boqueó dos vueltas más y cayó adentro. El efecto hizo que volviera a asomarse como un títere o como un postrer saludo ante la ovación ya cercana y, por último, se anidó mansamente en la profundidad. En todo el campo se hizo un silencio reverente y luego estalló el aplauso. Atronaron el aire petardos y fuegos de artificio rubricando los «hurra» de la multitud enardecida de gozo. Seller, que había mantenido hasta el desenlace su postura india, tornó a la montura, pero girando por debajo del vientre del animal, lo que hizo delirar aún más a sus parciales. En tanto «Alhambra», la jaca beréber, retomaba su posición en el field con perfecto paso de la oca, con ciertas reminiscencias nazis. Mientras con ademán distraído, arreglaba su muñequera derecha, Seller observó de reojo a Zabul Najrán. El rostro voluminoso de éste se había amoratado y los extremos de sus labios se estiraban hacia abajo. Por las comisuras escapaban dos hilos de una baba blanquecina. Pero el segundo tanto fue el que marcó el límite en la excitación de jugadores y público.
De entre una tumultuosa montonera de jinetes y caballos en el medio del gramado, surgió de pronto «Alhambra» llevando la blanca bocha entre sus finos remos de cigüeña. Nadie podía creerlo, pero transportaba el esférico a la velocidad de un cheeta golpeándolo alternativamente con cada uno de sus cascos. El negro caballo de Zabul, un aluvión oscuro y siniestro alcanzó entonces al sirio y su corcel, procurando sacarlos de línea con pechones y testarazos. El freno aplicado por «Alhambra» fue instantáneo y parecía haber destituido todas las leyes de la inercia en ese preciso instante. La bocha quedó aprisionada bajo el casco de su pata delantera izquierda. Piafando y arrojando al aire espumarajos por entre sus belfos, el garañón de «El Califa del Curvo Alfanje» clavó sus corvas en el piso y tornó sobre el adversario.
Seller soltó las riendas y se cruzó de brazos sosteniendo el palo entre sus dientes, prisionero por el manillar. Aquella jugada pertenecía a su caballo y no podía privarle del poder de decisión. «Alhambra» volcó todo su peso hacia la derecha como para arrancar hacia esa latitud, nada ni nadie parecía poder rectificar el rumbo insinuado. No obstante, frenó su impulso casi en el aire, congeló su movimiento, contorsionó su flexible torso y se proyectó como un obús hacia la izquierda. El corcel de Zabul apabulló el aire siguiendo el amague y pasó, dejando una estela de césped y terrones de tierra desprendidos como una negra locomotora sin control. «Alhambra» volvió a detenerse en seco treinta metros más allá y sin ningún tipo de protocolo, sin anunciarlo siquiera, golpeó la bocha con una coz corta y retumbante de su pata posterior derecha. La esfera rasuró la hierba en línea recta y se clavó dentro del hoyo, como un aerodinámico ratón albo buscando la tibieza de su cueva. Fue la locura.
Cientos de personas se lanzaron al campo con lágrimas en los ojos. Volvieron a sacudir el espacio: petardos, bombardas, morteros y bengalas. Los fuegos de artificios dibujaron en el cielo: el marcador del encuentro hasta ese momento, el nombre del autor del tanto y los minutos de juego. Más lejos, desde la bahía, atronaban las sirenas de los buques. «Alhambra», animal sensitivo como pocos, no pudo escapar al disloque. Se irguió sobre sus patas traseras y caminando de esa forma, recorrió todo el perímetro del campo recibiendo el caluroso tributo de la parcialidad.
Seller, adosado como una lapa a su cabalgadura, parecía desentenderse del asunto. Pero observaba de tanto en tanto a Zabul con el rabillo del ojo. El gigante se hallaba fuera de sí, como si no le bastaran los amplísimos límites de su propio cuerpo. Jadeaba de odio y apretaba las mandíbulas con denuedo. Su piel había tomado un tono rosa sucio con pigmentaciones ambarinas, que no parecía predecir nada bueno.
Quince minutos después, cuando el ambiente se hubo calmado un poco, ya nuevamente los ocho contendientes evolucionaban sobre el verde. Seller no perdía de vista a Zabul. Y de repente, cuando todos se lanzaban en procura de una esquiva pelota elevada, el sirio cruzó el galope de su corcel frente al del gigante. No fue una acción muy visible, ni grosera, ni evidente. Pero lo cierto fue que «Alhambra» interpuso su cuerpo en la progresión lógica de la carrera del renegrido caballo rival. Se oyó un choque sofocado y un «Oh» de alarma y pánico creció entre las tribunas.
Cuando se disipó la polvareda y se aposentó el césped desprendido, Seller rodaba por el piso aparentemente descalabrado. Su caballo, en pie, detenía confuso su marcha metros más allá y el resto de los competidores refrenaban sus cabalgaduras. Un silencio expectante invadió el campo. Todos se reunieron en torno al caído, en apariencia desvanecido. Una parihuela toldada, llevada en peso por cuatro nativos kanacas, trasladó al sirio hacia los vestuarios. Su caballo, su prodigioso caballo beréber, al comprender la suerte corrida por su jinete, bajó la cabeza con consternación y a paso funerario abandonó el recuadro. El silencio respetuoso de todos era casi una ovación.
Un murmullo incesante de animadas conversaciones, risas, entrechocarse de platerías y tintinear de copas, saturaba el luminoso espacio del inmenso comedor del «Círculo de Lanceros de Ceilán». Ya prácticamente todos habían finalizado el almuerzo, pero los cientos de comensales aún mantenían la excitación que les había transmitido el espectáculo matutino y charlaban, discutían o recordaban las jugadas con apasionamiento.
La multitud ofrecía una visión exageradamente multicolor en especial debido a las damas que en su gran mayoría lucían prendas de sedas, rasos y terciopelos de enloquecedores tonos brillantes. Habían salido a relucir algunos cigarros nobles y prolongados, de impresionantes dimensiones en muchos casos, que apurarían la difícil misión de diluir un tanto, el regusto picante de los aderezos, elementos infaltables en proporciones alarmantes en la cocina de la isla.
El techo del recinto, muy alto, estaba trenzado en hojas de palmas de caboclo. Una palma leguminosa, alveolada, fibrosa al máximo, que superpuesta en capas horizontales e intercalada en fajos de a ocho, como los cigarros de hoja, conformaba un cielo raso impenetrable al agua, inexpugnable al granizo y por sobre todas las cosas, fresco como la loza comba de un iglú. Su único inconveniente eran las «arañas piña», insectos pulmonados de abdomen chato, levemente pilosos, del tamaño de un centro de mesa doméstico, que de tanto en tanto se precipitaban desde entre las hojas de palma del ancestral techado para caer sobre la vajilla. Pero estos insectos, son considerados «vacas sagradas» en Nicobar, poseen una bondad ovina, y eran más que nada motivo de nuevas expresiones de alegría, palmadas, bromas o fingidos gritos de espanto entre las damas.
En una de las mesas centrales, la más tumultuosa, Zabul Najrán, «El Califa del Curvo Alfanje» hablaba y reía hasta el abotagamiento. En un perímetro de quince metros a su alrededor nadie podía quitar los ojos ni los oídos de él. Discutía con fanatismo, golpeaba la mesa con la palma de su mano derecha, curtida y pesada como un quelonio de las Galápagos. Más de una vez los restos de comida, pedazos enteros de exquisito salmón ahumado a la vela, residuos semimasticados de puerco al marsala, saltaban por los aires, malamente golpeados por los espasmódicos manotazos de Zabul, salpicando con una lluvia de salsas, mayonesas y ensaladas a quienes compartían la sobremesa con el gigante. Sin embargo, nadie parecía molesto por tales precipitaciones, todos escuchaban arrobados los detalles de la contienda deportiva que narraba Zabul con florida verba y a lo sumo algunos más previsores o más cuidadosos de sus indumentarias, se protegían con desplegadas servilletas o con bandejas ya vacías, que instrumentaban frente a sus rostros a manera de trinchera protectora.
Cada tanto un coro estruendoso de carcajadas rubricaba las ocurrencias de Zabul, todos se doblaban sobre sí mismos, bamboleándose en sus asientos y a varios se les desorbitaban los ojos o tosían con desesperación, procurando alcanzar algún vestigio del aire obturado en su camino hacia los pulmones, por algún bocado de cerdo o tal vez un pedazo de manzana, lanzado hacia conductos incorrectos ante las convulsiones de la risa.
De repente, como quien baja por sorpresa y a voluntad el volumen de una radio, el murmullo general del salón fue decreciendo. Miles de ojos contemplaban con respetuosa atención, la entrada del comedor. Aquellos que estaban de espaldas a la misma, perturbados y curiosos ante tal confabulación general de miradas, también se volvieron. Zabul fue el único que continuó parloteando un instante con voz entrecortada por la risa, pero pronto también giró su poderoso cuello toruno hacia la puerta.
En el marco oscuro de madera de maguey, se destacaba la figura de Seller. Su brazo derecho estaba doblado sobre el pecho, vendado y sostenido del cuello por una faja multicolor, la misma que suelen usar los nativos kanacas en torno a sus cinturas, sosteniendo los curvos kriss malayos. El sirio ingresó al salón con paso elástico y a medida que se adentraba entre las hileras de mesas, la conversación de los presentes y el rumoreo iban volviendo a su normalidad. Zabul Najrán, que bien pronto se había desentendido del recién llegado, retomó el relato de su segundo tanto, con el cual había consolidado el resultado parcial del encuentro en un empate a dos.
—Alguien debería tomar un examen de equitación a los participantes antes de comenzar cada juego.
La voz recia y bien timbrada del sirio opacó las restantes sonoridades. Seller estaba parado firme como un monolito al costado de la silla de Zabul. Ahora sí, ante las ríspidas inflexiones que encallecían las palabras lanzadas con tono desafiante por el sirio, el silencio se cristalizó tenso. Nadie parecía respirar, ni parpadear tan siquiera. Zabul también calló, aún sin volverse a mirar a quien así le interpelaba.
—¿Dónde ha aprendido a cabalgar? —insistió Seller persistiendo en su modulación cortante como un escalpelo—. ¿Sobre el caballo de madera de un parque de diversiones, tal vez?
Entonces sí, Zabul Najrán giró su cabezota tremenda hacia Seller. Las miradas se cruzaron y casi podría haberse pensado que ese sólo roce de ondas visuales, podrían haber combustionado el aire hipersensibilizado por las irradiaciones magnéticas y nerviosas de los presentes y hacer estallar la isla de Nicobar en diez mil pedazos rocallosos. Ocho minutos se mantuvieron así ambos titanes, sosteniendo sus miradas en una suerte de pulseada visual, las órbitas enrojecidas, los lagrimales húmedos en procura de refrigerar en parte, el seguro recalentamiento de los nervios ópticos. En derredor de ambos se corporizó un campo sensible casi evidente al tacto, un aura eléctrica que ocasionó un cierto zumbido en los oídos a los más allegados e hizo estallar de pronto una de las copas de cristal. Los pedazos de fino baccarat, al caer al suelo, parecieron romper el hielo del momento.
—Tal vez sería mejor —continuó el sirio arrastrando cuidadosamente las sílabas para que nadie quedase sin escucharlo— que mañana usted se pusiese la montura y le confiara el taco de polo a su caballo.
La respiración de Zabul Najrán se hizo agitada. Semejaba un Zeppelín a punto de explotar. Sus enormes manos oprimían los costados de la mesa y una vena en el cuello se abultaba como si el corazón en lugar de sangre bombease municiones del doce. Nunca nadie en toda su vida le había hablado en ese tono. Nunca nadie en toda su vida le había enrostrado ni siquiera el regaño más mínimo. Nunca nadie en toda su vida le había sostenido por más de dos segundos la mirada.
Un rugido animaloide, un casi quejido infrahumano, como el clamor de una orca enloquecida de dolor ante el arponazo sangriento, como el berritar de cuarenta elefantes que han hallado profanado su cementerio, escapó de la enorme boca de Zabul, cuando saltó hacia adelante arrojando por el piso la enorme mesa y varias sillas. Hubo un griterío de mujeres y en los alrededores se produjo una estampida general de comensales, que huyeron hasta latitudes más seguras, formando un círculo prudente con respecto a las dos potencias enfrentadas.
Seller saltó hacía atrás, frente al embate de su oponente, procurando armar una guardia boxística emparentada con el más puro estilo de Jim Corbett. Fue entonces cuando se hizo más evidente, casi insolente, el vendaje blanco que recubría su brazo en cabestrillo. Zabul se detuvo. Aquel hombre estaba en inferioridad de condiciones. Podría haberlo convertido en una papilla de carne triturada en menos de quince segundos, de hallarse sano, pero el sirio que se contoneaba frente a él con expresión desafiante tenía su brazo diestro inutilizado. Centenares de años de cultura oriental, montañas inconmensurables de papiros con leyendas y enseñanzas que le habían inculcado la dignidad y la grandeza, pudieron más que la furia irracional de Zabul.
—Te aprovechas, extranjero —jadeó el Califa del Curvo Alfanje—, porque no estás en condiciones de combatir…
—¿Piensas que necesito los dos brazos para darte tu merecido, gorila? —urgió Seller haciendo oscilar su cerrado puño izquierdo frente a la mandíbula de Zabul.
Éste realizó un esfuerzo inconmensurable para controlarse. Miles de ojos lo contemplaban y sabían de su ventaja.
—Mis padres me mostraron los sólidos muros de la paciencia, extranjero. Puedo esperar a que te repongas para destrozarte…
—Tal vez yo no…
—Es que ya no me basta con romperte algunos huesos… —Zabul sonreía. Se sabía dominador de la situación, depositario de la unción admirativa de los presentes que se habían alelado ante tamaña muestra de autocontrol, hombría y grandeza—. Ahora quiero matarte. Sólo eso me tranquilizará.
—¿Es un desafío formal? —se interesó Seller, quien también había retraído la guardia y cesado en su side-steeps zigzagueante.
—Lo que tú oyes. Pongo a toda esta gente por testigos.
—Sea —sentenció el sirio con expresión altiva—. Espero tus representantes.
Dio media vuelta y abandonó el salón con paso firme. Zabul quedó contemplando el vacío. Aún respiraba ajetreadamente y no había recobrado su mejor color. Algunos de sus mejores amigos y guardaespaldas se le acercaron entonces y palmeándolo con suavidad lo fueron conduciendo hacia su lugar, mientras otros levantaban la silla caída y acomodaban el mantel que había arrastrado en su acometida inicial. Se sentó, siempre con los ojos fijos en algún sitio invariable e inexistente. Mantenía los labios apretados y su boca era la endeble línea que separa el raciocinio de lo demencial. Varios comensales que se retiraban del comedor, pasaron a su lado dejando caer una voz de felicitación o de encomio. No parecía oírlos. De pronto se incorporó como un rayo, elevó su puño derecho como un martinete industrial y, con furia demoledora, lo estrelló contra la mesa. Las maderas se partieron con un crujido de barco que se eviscera contra los arrecifes, volaron por los aires platos, cubiertos y guarniciones enteras de todo tipo de habichuelas. Rodaron las copas y botellas derramando sus contenidos y casi todos aquellos que habían estado acodados sobre la mesa se precipitaron de bruces entre el desbarajuste, quedando amortajados por la mantelería, hechos un ovillo humano en el suelo, convertidos en un extraño insecto de innumerables brazos y patas sacudidas al aire. Un insecto macerado por el vino y atrapado por la consistencia pringosa de una infinita variedad de cremas edulcorantes.