Capítulo 5

Seller se repantigó en su asiento, invadido por una sensación de regocijo. Estaba impecablemente vestido con su traje de franela gris topo, olía a perfume egipcio y el enorme reactor de Sabena parecía no moverse en un cielo terso y azul. Seller se adormeció en el antiguo deleite de la buena vida, o sin ser tan pretencioso, de la vida. Simplemente. Por cierto que su existencia en cientos de ocasiones había pendido de un hilo. Había jugado su curtido pellejo en incontables peligros, pero nunca se había sentido tan cerca del final como en las horas posteriores a la partida de ballotagge con don Victorio Álvarez, el Zar del Petróleo. Frunció su entrecejo fugazmente, hostilizado por el recuerdo de la misión que le habían encomendado y su burdo requisito final. Pero lo único cierto era que Best Seller continuaba con vida, como un duro gato de albañal, vestido con elegancia, cómodamente sentado en una generosa butaca de primera clase y bebiendo los licores más apreciados y deliciosos.

A 12000 metros de altura, por sobre todas las miserias del mundo. Ya resolvería luego el problema. Ya encontraría cómo zafarse de su compromiso tras cumplir la parte que más lo excitaba, la culminación de sus maniobras de seducción con Nargileh. Tuvo que cruzarse de piernas al recordarla. Sacó un esbelto pitillo tunecino y de inmediato una azafata le ofreció fuego con una astilla encendida. La mujer lo miró sonriendo brevemente. No le hubiese disgustado a Seller una corta pero intensa sesión amatoria con ella en algunos de los baños del avión, o bien en la cabina de mandos del jet, si es que el comandante accedía a prestársela por una media hora. También cruzó por la mente de Seller la posibilidad de desviar el aparato. Había sido instruido en Damón Sagar y la actividad del pirata aéreo le era tan natural e instintiva como para un gato perseguir un ratón. No sabría luego qué hacer con la nave, y tampoco se le ocurría adónde desviarla. Aunque si estaban sobrevolando el Mediterráneo no estaría mal obligarlos a aterrizar en la Cerdeña e ir a visitar a María Grazia en Sassari. Hacía casi tres años que no la veía pero de sólo pensar en ella le transpiraban las manos. Alguien le había contado que ahora estaba gorda pero eso no importaba. Le gustaban las mujeres que tenían de donde tomarse. Los pasajeros del avión de Sabena podrían visitar los alrededores mientras tanto, o bien comprar artículos regionales ¡como esa hermosa estatuilla hecha en queso de cabra que representaba a Afrodita atacada por las hormigas, que él mismo guardaba en un rincón selecto de su nevera! Luego de retozar con María Grazia en algún pastizal de la bucólica campiña todos podrían volver al avión y proseguir el viaje antes de que llegasen los expertos alemanes a estropear el clima de romanticismo.

A punto estuvo Seller de manotear su pistola, pero la llegada de un pantagruélico almuerzo lo disuadió. Por otra parte, la azafata continuaba mirándolo con un brillo posesivo en los ojos, cosa que lo distraía. Tal vez la longilínea mujer fuese una componente del ELF. Seller pensó, con cierto odio, que ya nunca podría observar a una dama sin sospechar que se hallaba ante una militante. Nunca podría acostarse con ninguna mujer sin sentir el aguijón de la duda conjeturando si aquello se trataría de un acto amoroso o de un operativo comando. Tales disquisiciones no le quitaron el apetito. Comió con voracidad que alarmó a sus acompañantes de la primera clase y luego se dispuso a leer. Comenzó leyendo los cartelitos luminosos de «No smoking» y «Fasten belt». No era un gran lector. Eso sólo le dio sueño, y debieron despertarlo con ayuda del personal de tierra cuando el gigantesco aparato tocó territorio español.

El afiche empapelaba todas las paredes de las calles céntricas y su diseño era tan llamativo como confuso su mensaje. Se veía una gran foto virada al sepia donde podían adivinarse dos sectores del cuerpo humano yuxtapuestos. Era una foto ampliada, pero ni siquiera la imaginación más prodigiosa podía precisar con certeza a que región de la anatomía correspondían los trozos de piel plegados y replegados sobre sí mismo, tocándose, intercalándose, adentrándose uno en otro, ocultando zonas pilosas, sugiriendo sombras cómplices. La gente se detenía frente a los carteles bamboleando la cabeza de un lado al otro en procura de localizar algún ángulo visual que le permitiera comprender la gráfica, con la expresión común de un perro escuchando un silbido demasiado agudo. Sin embargo, al pie de la foto, la leyenda en amarillo calada sobre el fondo negro, rezaba: «Segundo Festival Internacional del Cine Pornográfico de Huelva, España». Seller dejó de observarlo y cruzando la calle del Pescado Mayor entró en un bar que tenía mesitas sobre la acera llamado «El Carajillo».

Era la tarde y dentro del local había una actividad inusitada. Todos los cineastas, los críticos y las actrices se daban cita horas antes de las proyecciones diarias para discutir los filmes y beber copas. Había entonces un apretujamiento de personajes extraños. Barbados, calvos, con trenzas, irrebatiblemente pederastas algunos, compartiendo las mesas con señoritas vestidas con faldones amplísimos y largos. Niñas de bocas levemente relajadas, ojeras profundas y cabellos que terminaban en rulos pequeños y entreverados. Seller necesitó algunos minutos para focalizar bien el ambiente a través del espeso humo y el aroma dulzón del haschis y la maconia. Finalmente, en una de las mesas más alejadas vio a Xavier. Se acercó dificultosamente hasta el grupo siendo observado con curiosidad debido a su vestimenta decadente y formal. Se destacaba del resto, como un cisne puede hacerlo en una porqueriza.

—¿Qué dices, Xavier? —Seller se sentó junto al hombre, un tanto acrobáticamente en el borde de una silla donde descansaban los abrigos, carteras y rollos de películas de los presentes.

—¡Best! ¡Hombre! ¿Qué cuentas? —el otro lo palmeó con fuerza destructiva en el hombro. Era un español alto y desgarbado, que vestía con pieles, pelado, pero lo que le quedaba del cabello se amontonaba en un ghetto piloso sobre la nuca y se le derramaba sobre la espalda. Tenía barba muy negra prolijamente recortada, fumaba en pipa y bebía un líquido oscuro de filiación desconocida.

—Sabía que te encontraría aquí —sonrió Seller—. Esto sigue siendo el lugar de reunión de todos los años.

—Claro, pero es que cada año viene más gente —dijo Xavier señalando con el mentón el bullicio circundante. Los ojos de Seller chocaron con los de una gigantesca joven nórdica, blanca como el mármol que estaba sentada junto a Xavier. Entre ambos, asomaba como un iceberg, la cabezota desagradable de un dóberman que parecía hecho a otra escala, quien lamía con ojos desorbitados un emparedado de jamón serrano que la muchacha sostenía sobre su falda.

—Ah —pareció despertar Xavier—, ésta es Katiuska. Éste es Gorgo —palmoteó la cabeza de la bestia. La nórdica ofrendó a Seller una sonrisa prolongada y gélida.

—Es la estrella de nuestra producción —notificó Xavier a Seller.

—Me encantará verte en la película, Katiuska. ¿Cuándo la exhiben? —se interesó Seller.

—No —se apresuró a aclarar el catalán—. La estrella de nuestra película es Gorgo. Tiene, sí, una escena bastante audaz con Katiuska.

—Yo en general no acepto este tipo de trabajos —dijo la nórdica con acento indiferente—, pero en este caso es distinto. A Gorgo lo conozco desde cachorro.

—¿Siguen teniendo éxito las películas con animales? —preguntó el sirio.

—Ya no tanto… —Xavier meneó la cabeza.

—Walt Disney lo lamentará —ambos rieron.

—Cuando lo descongelen —agregó Xavier y ahora sí, rieron a carcajadas todos salvo Katiuska, que con una sonrisa estúpida contemplaba estática el tumulto del recinto.

—No creo que se dé, como el año pasado, —intervino un joven magro, de un subido tono verdoso que hasta el momento había estado conversando con una enanita hindú— que una gallina se lleve el «Clítoris de Oro».

—No, no creo —Xavier mordisqueó pensativo su pipa—. Los rusos presentaron una cosa muy buena —se dirigió a Seller—. Un film desarrollado totalmente con marionetas. Una maravilla.

—Sí. Una maravilla… —corroboró el joven verde.

—Un poco largo.

—Sí, un poco largo, tal vez.

—Siete horas. Podría haberse acortado un poco.

—Sin embargo se soporta.

—Se soporta perfectamente.

—Toda la parte donde el oso es violado por las ardillas me pareció obvia.

—Puede ser. Pero no cansa.

—Es lo más rescatable.

—O al menos lo más original.

—¿Cómo se llama el film? —preguntó Seller.

—«Pasaron las ardillas».

—Es muy bueno.

—Una semblanza bastante clara ideológicamente sobre el estupro en los países capitalistas.

—Tal vez un poco panfletaria.

—Son rusos, después de todo.

—¿Tú qué presentaste, Xavier? —Seller se sirvió una generosa dosis de vino blanco.

—Algo bastante convencional. No tuve mucho tiempo, hice las cosas un poco a las apuradas, para presentarme. André salió hace poco. Estuvo internado —señaló con el mentón al joven verdoso, que asintió con un temblequeo de su cabeza, temblequeo que Seller no supo identificar como de afirmación o de convalecencia. En la mano que sostenía el vaso se veían oscuros moretones de pinchazos.

—La película transcurre en un internado de niños. Un director afecto a los pequeños… —divagó Xavier—. Como para captar el público infantil, ¿me entiendes?

—Te entiendo. Muy interesante.

—Nada que ver con lo de «El Mago y el Himen», la portorriqueña.

—¿No?

—No te imaginas lo que era eso —murmuró el joven verdoso.

—Repugnante.

—Repugnante.

—Tengo que hablar contigo, Xavier —cortó la conversación Seller.

—Cómo no. Hoy no creo que tengamos tiempo. Dentro de unos minutos debo irme a una mesa redonda sobre onanismo, y luego tenemos la exhibición de los checos.

—Mañana tal vez.

—Eso. A primera hora te vienes al hotel. No te retrases porque luego tenemos la orgía de la entrega de premios.

—Ahí estaré. ¿Quién piensas que ganará?

—La película japonesa. Hubo catorce masturbaciones la noche de su presentación. Eso influye en los jurados. El año pasado «Pubis salvaje» sólo consiguió ocho y fue nominada.

—Me imagino.

—Te imaginas.

—Mañana a primera hora.

Seller saludó a todos y salió del local, levemente mareado.

A la mañana siguiente llovía y el frío cortajeaba la piel, pero Seller llegó puntualmente a la cita en el Hotel «Cornamusa del Mar».

Cuando Xavier abrió la puerta de la habitación una fragancia dulzona a traspiración embalsamó el pasillo. El sirio entrevió, tras el rostro demacrado del catalán, un promiscuo amontonamiento de cuerpos sobre la cama doble y las alfombras.

—¿Has estado de fiesta anoche? —preguntó Seller.

—No… —Xavier salió al pasillo cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas. Temblaba un poco vestido solamente con una camiseta de tiras blancas que le llegaba a medio muslo y zoquetes de colores—… es la gente de mi grupo. La ventaja que tiene el cine que hacemos es que ya estamos habituados a dormir así. Ocupamos poco espacio. Con una habitación nos basta. Incluso durmiendo allí un par de botones del hotel que se agregaron luego.

—Y eso reduce los costos.

—Muchísimo hombre, muchísimo.

—¿Piensas vestirte?

—Sí, hace frío para bajar así. Tomaremos algo supongo.

—Sí. Sí.

Xavier hizo ademán de entrar en la habitación pero se volvió hacia Seller.

—Oye, no te digo de entrar porque podríamos conversar en el baño pero está allí la delegación pakistaní.

—No te molestes, te espero abajo.

Quince minutos después, los dos hombres estaban frente a una mesa de la planta baja del hotel.

—Te necesito para un trabajo, Xavier —dijo el sirio retirando un poco su taza de café.

—Tú dirás.

—Es una filmación, dentro del tipo de cine que tú estás haciendo. Preciso una versión para cine y tal vez otra más extensa para televisión.

—¿Todo color?

—Todo color. Posiblemente la versión de TV llegue luego a países donde no hay televisión color pero eso no nos incumbe.

—Lógico.

—Lógico.

—¿Tú tienes el guión? —Xavier se recostó sobre su butaca sorbiendo a tragos morosos una minúscula copa de coñac.

—No. Será una documental.

—Ahá. Me gusta.

—Testimonial.

—De protesta.

—Bien… no, no exactamente —dudó Seller.

—Está un poco pasado de moda —coincidió Xavier.

—Algo tipo Jacopetti, una cosa así.

—Hummmm… —Xavier asintió haciendo un pequeño buche con su trago de coñac.

—Algo donde nosotros no digamos nada ni a favor ni en contra. Que las escenas hablen por sí solas.

—Ahá, ahá. Una cámara objetiva, simplemente. Claro. Más o menos lo que yo hacía en Vietnam.

—Eso mismo —señaló Seller.

—¿Recuerdas que yo estuve en Vietnam?

—Claro, ahí fue donde te conocí.

—Oh, cierto. ¡Qué tonto! Tú estabas allí, cierto.

—Y de eso quería hablarte —Seller adelantó su torso sobre la mesa—, porque el trabajo que te propongo será tan o más peligroso que aquello.

Xavier quedó en silencio, mirando al sirio, saboreando siempre el coñac.

—No podía seleccionar un cineasta por el simple hecho de que trabajase bien. Necesito alguien como tú, Xavier, que has conocido la línea de fuego.

El catalán aprobó con la cabeza, un tanto halagado.

—Allí fue donde empecé con las películas pornográficas —recordó de inmediato— cuando llegaron las muñecas inflables.

—Las Jacqueline —sonrió Seller.

—Las Jacqueline. Yo mandaba las películas de los combates para los noticieros y armaba mis series eróticas para la cadena de Hamburgo.

—Fueron un golpe esas películas —aseveró Seller—. Guerra y sexo. Yo no vi demasiadas porque debí trasladarme a Laos. ¿Hiciste muchas luego?

—Bastante más. Hasta el atentado.

—¿Qué atentado?

—¿Cómo, no te enteraste?

—No, no supe nada.

—Había llegado al destacamento un negro prodigioso. En verdad prodigioso. Mira que yo tengo experiencia en esto, pero nunca había visto nada así. Una cosa descomunal. Con ese negro mi futuro cinematográfico estaba asegurado.

—¿Qué pasó?

—Recuerdas que las Jackie se inflaban con agua caliente… Bien, hubo sin duda una delación, alguien filtró informes al enemigo.

—Una guerra sucia —condenó Seller.

—Eso, sucia. Lo cierto es que un podrido viet se filtró en el campamento y metió dentro de la muñeca con agua que íbamos a usar con el negro, una culebra Danghan.

Seller apretó los dientes y aspiró largamente por entre ellos mientras el rostro se le endurecía y la nariz se le afilaba. Apretó por instinto los muslos.

—Son culebras de aguas calientes, Best, tú lo sabes. Las pescan en los ríos de corrientes sulfurosas del norte de Quang Tri. Se cuenta que al sacarlas no llegan a morirse por asfixia sino que mueren antes de neumonía —asesoró Xavier—. Las pirañas son viejas desdentadas al lado de esas culebras. Bien, una de esas culebras metieron los podridos viet dentro de aquella muñeca, Best. Fue horrible. Nunca he sentido a nadie gritar así.

—Por eso, Xavier, por eso… —Seller procuró desviar la conversación—… es que te he buscado. Puedo asegurarte que hay buen dinero y buen apoyo logístico. La empresa no es fácil pero la difusión de la película será internacional. Para ti será una excelente promoción.

—No. No es promoción lo que busco, Best —Xavier hablaba como consigo mismo—. Estoy un poco cansado de todo esto. Necesito salir un poco de este ambiente. Respirar aire puro. Esto es lindo pero cansa. ¿Sabes a veces en qué pienso? Tú te vas a reír…

Seller sin embargo, permaneció serio y callado respetuoso de la confesión del amigo.

—A veces pienso en casarme, sí, pienso en casarme —Xavier miraba hacia el piso del bar, meneando la cabeza lentamente—… buscar una buena muchacha en algún sitio. Buscar una buena muchacha en algún sitio, tener hijos, un gato, cuidar una parcela de jardín, atender un pornoshop pequeño y envejecer…

—Podrás hacerlo si todo esto sale bien, Xavier —Si había algo que irritaba levemente a Seller era la ternura.

—Sí, sí —se recompuso Xavier—. Tal vez sea mi último trabajo.

—Ya te haré llegar las instrucciones. Ni te ocupes de notificarme tus viajes o traslados, yo sabré permanentemente de ti. No comentes nada, por supuesto.

Xavier sacudió la cabeza con energía. Se dieron la mano. Seller salió y el catalán quedó repantigado en su asiento, inopinadamente melancólico.