CAPITULO 6
ACCIÓN HUMANA Y LENGUAJE[16]

Este capítulo versará sobre el tema de la acción o, más concretamente sobre la acción humana. Dentro de él abordaremos diferentes tópicos. Todos ellos, sin embargo, tendrán como hilo conductor su referencia al tema de la acción.

Comenzaremos, primero, por abordar algunos de los supuestos que encierra nuestra concepción tradicional sobre la acción humana, y examinaremos la crítica que a ellos dirige el filósofo alemán Martin Heidegger. En este contexto, introduciremos las distinciones de transparencia y quiebre y examinaremos el carácter lingüístico de los quiebres. Luego analizaremos la acción humana en cuanto ésta se relaciona con el lenguaje. Ello nos llevará a reconocer que toda acción humana posee un componente interpretativo que surge desde el lenguaje.

En seguida, tomaremos la acción como un dominio e introduciremos diversas distinciones en su interior que nos permitirán reconocer tipos de acciones diferentes. Por último tomaremos un tipo particular de acción humana, aquella que llamamos prácticas sociales, y —acercándonos a la interpretación propuesta por Wittgenstein— mostraremos cómo éstas permiten ser reconstruidas lingüísticamente.

Hemos sostenido que la ontología del lenguaje ofrece una interpretación diferente del fenómeno humano, al referirlo al lenguaje. Hemos advertido, sin embargo, que para entender cabalmente esta interpretación es necesario re-interpretar lo que entendemos por lenguaje y abrirnos a una comprensión que lo concibe como generativo y que postula que el lenguaje es acción. Pero hemos advertido también que nuestro círculo interpretativo no estará completo mientras no reinterpretemos la propia acción. Sólo entonces estaremos en condiciones de entender por qué decimos que la acción nos constituye como el tipo de persona que somos y que llegaremos a ser. El ser humano, el lenguaje y la acción son tres pilares fundamentales de la ontología del lenguaje. En este capítulo examinaremos el tercero de ellos: la acción humana.

Nuestra «concepción tradicional» sobre la acción humana

Nuestra «concepción tradicional», nuestro sentido común, descansa, entre otros, en dos supuestos que hemos heredado de la filosofía de Descartes, y que han servido de base al pensamiento moderno occidental. De una u otra forma, la interpretación ofrecida por Descartes en el siglo XVII ha sustentado la casi totalidad de nuestras interpretaciones parciales en el mundo occidental. Los postulados básicos de Descartes se transformaron en supuestos no cuestionados de nuestro sentido común. Los seres humanos occidentales devinimos cartesianos aun cuando no supiéramos quién era Descartes o no conociéramos su filosofía. Ello, por cuanto la cultura lingüística dentro de la cual nos constituimos como individuos, asumió como válidos sus postulados[17].

Los dos supuestos a los que nos referimos son los siguientes: aquel que sostiene que todo sujeto se halla expuesto a la presencia e inmediatez del mundo de objetos que lo rodea y aquel que define al ser humano como un ser eminentemente racional en su actuar en el mundo. Examinaremos cada uno de ellos por separado.

El primero de estos supuestos, se sustenta en un dualismo originario. Su punto de arranque supone que, al examinarse la existencia humana, debemos reconocer, desde el inicio, dos sustancias irreductibles: el pensamiento o la razón que nos constituye como sujetos (lo que Descartes llama la res cogitans) y la sustancia física que constituye los objetos (res extensa), dentro de la cual está nuestro cuerpo y la totalidad de los objetos naturales.

Ello permite interpretar la existencia humana como constituida original y primariamente por un sujeto dado, rodeado por un mundo de objetos también dados. La presencia de estos objetos no está cuestionada. Ellos están allí en el mundo, presentes naturalmente, capaces de ser percibidos directamente por los sentidos, en la medida en que no estén ocultos.

Esto no niega que la percepción que el sujeto tiene de los objetos del mundo deje de tener problemas y que, por ejemplo, tal percepción no esté libre de distorsiones. Por el contrario, nuestra concepción tradicional hace de la relación sujeto-objeto su principal obsesión, su gran problema. De allí que, para la filosofía moderna, hacer filosofía haya sido fundamentalmente hacer epistemología: determinar la posibilidad de que el sujeto pueda alcanzar una fiel representación de los objetos y, en la medida que tal posibilidad se acepte (hay quienes la niegan), determinar cuáles son las condiciones que la garantizan. El gran tema de la filosofía moderna ha sido, por lo tanto, el tema del conocimiento.

El segundo de los supuestos de nuestra concepción tradicional ha sido el sustentar que aquello que define al sujeto, aquello que nos caracteriza como seres humanos, es el pensamiento, la conciencia, la razón, nuestra capacidad de deliberación. El ser humano, se sostiene, es un ser pensante, un ser racional. Este segundo supuesto es particularmente importante para entender la acción humana, pues es precisamente en el dominio de la acción donde el concebirnos como seres racionales tiene quizás una de sus más importantes consecuencias.

El supuesto de que la razón es aquello que nos constituye y define en el tipo de ser que somos, nos lleva a una comprensión racionalista de la acción humana. Supone que la conciencia, la razón o el pensamiento, como quiera que nos refiramos a ello, antecede a la acción.

Asume que los seres humanos actuamos en conciencia, guiados por la razón. Se deduce, por lo tanto, que toda acción humana es acción racional. Ello implica que no hay acción que no tenga su razón y, en consecuencia, que no esté antecedida por la razón que conduce a ella. La razón, por tanto, conduce la acción.

El concepto de razón deviene tan importante dentro de los parámetros de esta interpretación que, incluso cuando la experiencia pareciera mostrarnos que este supuesto es discutible, y pareciéramos observar acciones no conscientes, no racionales, donde no hubo deliberación previa, este supuesto no es puesto en duda y se buscan las razones inconscientes que nos llevan a actuar de la manera como lo hacemos. Con ello el supuesto se mantiene, salva las apariencias, y la primacía de la razón se mantiene: ella sigue conduciendo la acción humana.

El supuesto de la racionalidad ha sido extremadamente poderoso dentro de la cultura occidental y sin duda requiere ser visto como una innegable contribución histórica. Tras él se han desarrollado, por ejemplo, la ciencia y la tecnología y múltiples formas de vida que son expresiones del poder de la razón humana.

Muy pronto, sin embargo, quizás por su propio éxito, la razón dejó de concebirse como aquello que caracterizaba a los seres humanos, transformándolos en sujetos; la razón fue establecida como principio rector del universo. La ciencia parecía demostrar que la naturaleza se comportaba racionalmente, de acuerdo a leyes precisas que estaban allí, esperando ser descubiertas. Lo que la ciencia hacía era interpretado, por lo tanto, como un esfuerzo por encontrar las razones detrás de todos los fenómenos. Leibniz proclama «Todo tiene una razón» o, lo que es lo mismo, «Nada es sin razón». Hegel, algo más tarde, sostendrá la identidad de realidad y razón: todo lo real es racional y todo lo racional es real.

Razón y lenguaje

Detengámonos aquí un momento y preguntémonos: ¿No estamos acaso frente a una situación en la que, en el decir de Wittgenstein, el lenguaje pareciera haberse extraviado, y donde, en vez de procurar resolver los problemas que se han levantado, quizás sea necesario «disolverlos»?

Permítasenos reflexionar sobre lo que hemos estado diciendo. Lo haremos apoyados en la propia interpretación que hemos desarrollado hasta ahora. Hemos postulado que los seres humanos somos seres lingüísticos, seres que vivimos en el lenguaje. Hemos sostenido también que el lenguaje humano se caracteriza por su recursividad, por su capacidad de volverse sobre sí mismo. En esta mirada recursiva emerge para los seres humanos el dominio del sentido que cuestiona no sólo la vida en su fluir concreto, sino la propia existencia humana. El lenguaje nos transforma en seres éticos, en cuanto no podemos sustraernos del imperativo de conferir sentido a nuestra existencia.

Esta misma recursividad nos transforma en seres reflexivos, capaces de cuestionarse, de interpretarse, de buscar explicaciones. Como seres con capacidad de reflexión, somos seres que pensamos, que buscamos «razones» para dar cuenta de todo aquello que forma parte de nuestra experiencia. Como seres con capacidad de reflexión, también reflexionamos sobre la forma como reflexionamos y buscamos formas más efectivas de hacerlo. A esto último lo hemos llamado pensamiento «racional». Desde esta perspectiva, por lo tanto, tiene perfecto sentido el reconocernos como seres racionales. Lo que sigue sujeto a examen es el papel conferido a la razón y el tipo de relación que se establece entre ella y el lenguaje.

Algunas de las preguntas por el sentido general de la existencia permiten ser abordadas desde el pensamiento «racional»; otras aparentemente no, y respondemos a ellas a través de la fe, de la experiencia contemplativa, incluso desde el silencio. Siempre desde el lenguaje, en la medida en que lo que está en juego es el problema del sentido.

Lo que quisiéramos destacar es que, hasta ahora, no hemos separado las distinciones de razón y de racionalidad, de las capacidades que el lenguaje entrega a los seres humanos. Desde la ontología del lenguaje, la razón es un tipo de experiencia humana que deriva del lenguaje. El lenguaje es primario. En lo dicho, hemos mantenido una relación indisoluble entre lenguaje y razón. Dentro de esta perspectiva, la razón es un caso particular dentro del dominio general del lenguaje. La razón es uno de los juegos de lenguaje posibles de que somos capaces los seres humanos en cuanto seres lingüísticos.

Para el enfoque racionalista, sin embargo, y Descartes es un buen ejemplo, esto no es así. En la medida en que no se pone atención en el lenguaje, la distinción de razón asume un significado diferente. Ya no se trata de una competencia particular de los seres humanos en cuanto seres lingüísticos, sino de una distinción que no sólo es vista con autonomía del lenguaje, sino que lo es también con respecto a los propios seres humanos. La razón se transforma en un principio autónomo que no sólo define como somos los seres humanos, sino que rige también el cosmos, que gobierna la realidad. Ello nos permite decir, por ejemplo, como lo hace Hegel, que todo lo real es racional.

La ciencia y la filosofía ya no son vistas sólo como racionales, por cuanto representan actividades interpretativas particulares efectuadas por seres humanos desde y dentro del lenguaje. La ciencia y la filosofía aparecen ser racionales porque están comprometidas con encontrar las razones de lo real, con la búsqueda de la verdad, del ser de las cosas, del propio Ser. La verdad aparece como la razón de lo real. Ambas, verdad y razón existen con independencia de los seres humanos. La razón, por lo tanto, ha dejado de ser un atributo de nuestra capacidad de interpretar (reflexionar) y de asegurarla coherencia de nuestras interpretaciones. Ella se ha disociado de la capacidad interpretativa de los seres humanos.

Desde nuestra perspectiva, no tiene sentido decir que el mundo es racional. Lo racional sólo pertenece al dominio de nuestras explicaciones. Los fenómenos naturales no «tienen razones». ¿Cómo podrían tenerlas si no «viven» en el lenguaje? La razón de un fenómeno no pertenece al fenómeno, sino a los seres humanos que forjan una explicación que procura dar cuenta de tal fenómeno. La razón guarda siempre relación con el observador y no con lo observado.

Así como cuestionamos la razón como principio oculto detrás de los fenómenos naturales, de la misma manera, desde nuestra perspectiva no tiene sentido alguno hablar de «razones inconscientes», pues ello nuevamente coloca a la razón detrás del fenómeno (esta vez detrás del fenómeno humano). La razón de un fenómeno, insistimos, no pertenece al fenómeno, sino a su explicación.

No hay razones detrás de los fenómenos. Sólo existe la capacidad de los seres humanos de entregar explicaciones para conferir sentido al acontecer fenoménico al que están expuestos. Frente al principio postulado por Leibniz de que «Todo tiene una razón», replicamos: los seres humanos, por ser seres lingüísticos, poseen la capacidad de proveer razones para todo lo que acontece. La razón no alude a un atributo cósmico, sino a una capacidad de los seres humanos en tanto seres lingüísticos.

Crítica de Heidegger a Descartes

Una de las críticas más profundas al pensamiento cartesiano desarrollada durante el siglo XX ha sido la propuesta por Martin Heidegger. Según Heidegger, es equivocado proceder como lo hiciera Descartes, separando ser y mundo, sujeto y objeto, res cogitans y res extensa. El fenómeno primario de la existencia humana, según Heidegger, es lo que éste llama el Dasein, es ser-en-el-mundo. Como argumentáramos anteriormente, no hay un ser que no esté en el mundo, ni un mundo que no lo sea para un ser. En un sentido fundamental, ambos se constituyen en simultaneidad y por referencia al otro. La posibilidad misma de hablar de ser y de mundo, por separado, como de sujeto y de objeto, es derivativa de este fenómeno primario de ser-en-el-mundo[18].

Heidegger cuestiona fuertemente los dos supuestos a los que acabamos de hacer referencia: el de la presencia natural del mundo y aquel que sustenta el carácter primario de la razón y, como consecuencia, su papel determinante para comprender la acción humana.

Según Heidegger, la interpretación racionalista tanto de los seres humanos como de la acción humana, representa una flagrante tergiversación de lo que efectivamente ocurre. Los filósofos, sostiene Heidegger, han tomado su propia práctica filosófica —que se caracteriza por ser consciente, pensante, reflexiva, racional, deliberativa, etcétera— como modelo general de la acción humana y han supuesto que toda acción humana es equivalente a la que realiza el filósofo cuando está haciendo filosofía. Ello, según Heidegger, produce una gran distorsión. La manera primaria de actuar de los seres humanos, incluyendo a los propios filósofos, no es la que tiene lugar en el quehacer filosófico. El quehacer filosófico representa un tipo de acción derivativa, que emerge como resultado de la dinámica de un tipo de acción primaria muy diferente.

La distinción de transparencia

Heidegger postula que lo que llamaremos transparencia —la actividad no-reflexiva, no pensante, no deliberativa, la acción con umbral mínimo de conciencia— constituye la base y condición primaria de la acción humana.

Cuando, por ejemplo, caminamos, subimos la escala, martillamos un clavo en la pared, escribimos en el computador, hablamos por teléfono, andamos en bicicleta, comemos en la mesa, cocinamos, etcétera, lo hacemos en transparencia. Ello implica que no tenemos la atención puesta en cada paso que damos al caminar o en cada movimiento que hacemos con las manos al escribir en el computador. Tampoco proyectamos por anticipado el movimiento que haremos a continuación. La acción transparente no sigue los supuestos ofrecidos por la interpretación de la acción racional.

Actuamos sin tener clara conciencia del pavimento en el que caminamos; de los escalones que subimos; del martillo, del clavo y de la pared; de la pantalla del computador y del teclado; del auricular del teléfono; del tenedor que tenemos en la mano al comer y del plato que contiene la comida; de la olla en la que revolvemos al cocinar. Nuestra atención suele estar puesta en otra parte.

Si vamos en la mañana manejando nuestro automóvil, camino a la oficina, el manubrio, los pedales, incluso los demás autos que se mueven alrededor, parecieran ser transparentes para nosotros. Casi tan transparentes como el parabrisas que tenemos por delante y que no vemos en cuanto parabrisas. La mente no está puesta en ellos, pensamos, más bien, en la conversación tenida pocos minutos antes con nuestra pareja en la mesa del desayuno, en la llamada por teléfono que haremos una vez que lleguemos a la oficina o en la reunión fijada para después de almuerzo. Pasamos una bocacalle tras otra, un semáforo tras otro, como si no los viéramos. Si al llegar a la oficina, tratáramos de recordar el recorrido, muy probablemente no podríamos hacerlo o sólo recordaríamos algunos detalles.

¿Implica esto que no los estamos viendo? Obviamente que no. De no haber visto los semáforos, no nos habríamos detenido, como lo hicimos cada vez que hubo una luz roja. Es evidente que no cometimos ninguna infracción. Nos desplazamos en sintonía con el mundo alrededor, sin detenernos a pensar en él. Fluíamos en él, como cuando bailamos sin prestar mayor atención a los pasos que estamos dando.

Cuando nos encontramos en este estado, en la transparencia del fluir de la vida, no sólo no estamos pensando en lo que hacemos, tampoco estamos en un mundo que se rige por la relación sujeto-objeto. Estamos en un estado que es previo a la constitución de esa relación. ¿Cuándo, entonces, emerge el pensamiento sobre lo que hacemos? ¿Cuándo entramos en una relación con el mundo en la que nos concebimos a nosotros mismos como sujetos y percibimos objetos?

La distinción de quiebre

Sostenemos que sólo emerge la deliberación, la conciencia de lo que estamos ejecutando, cuando este fluir en la transparencia, por alguna razón, se ve interrumpido: cuando se produce lo que llamamos un quiebre. Un quiebre, diremos, es una interrupción en el fluir transparente de la vida.

Volvamos a algunos de los ejemplos anteriores y examinemos algunas situaciones en las que la transparencia se quiebra. Si al estar caminando tropezamos, súbitamente observaremos aquel pavimento que antes nos era transparente. Si al subir la escala, uno de los escalones hace un crujido extraño o cede, tal escalón se nos aparecerá como objeto. Si al escribir en nuestro computador una de las teclas no ejecuta lo que esperamos de ella, el teclado emergerá también como objeto que convoca nuestra atención. Si al tomar un pedazo de carne con mi tenedor ésta salta del plato, posiblemente dejaremos de prestar atención a la conversación que tiene lugar en la mesa para preocuparnos por el pedazo de carne, del tenedor y del plato. Si en nuestro manejar hacia la oficina resulta que al acercarnos a cada semáforo lo encontramos con luz roja, es muy posible que luego de detenernos en los primeros, los que sigan nos serán muy visibles y comenzaremos a pensar en cómo es posible que no los sincronicen.

Aquello que antes nos era transparente emerge ahora en nuestro campo de atención, tomamos conciencia de ello y concita nuestro pensamiento. Sólo entonces nuestra acción se rige por los padrones de la acción racional. A partir del quiebre de la transparencia, constituimos la relación sujeto-objeto y comenzamos a pensar en cómo reestablecer la transparencia perdida. El modelo de la acción racional, por lo tanto, es un puente que une situaciones de transparencia y surge cuando se produce un quiebre en la acción transparente.

Condiciones de generación de un quiebre

Aquí nos encontramos con un fenómeno interesante: ¿Qué es aquello que «produce» el quiebre? ¿Cómo se produce? ¿Cuándo, por ejemplo, una luz roja adicional en el semáforo produce un quiebre en nuestro manejar hacia la oficina? ¿Y por qué esa luz roja y no la anterior? ¿O dos luces rojas más adelante?

Sostenemos que todo quiebre involucra un juicio de que aquello que acontece, sea ello lo que sea, no cumple con lo que esperábamos que aconteciera. Un quiebre, por lo tanto, es un juicio de que lo acontecido altera el curso esperado de los acontecimientos. Detengámonos a examinar lo que hemos dicho. Lo primero que destacamos es nuestra interpretación de que todo quiebre se constituye como un juicio. Por lo tanto, si no tuviésemos la capacidad de hacer juicios, no tendríamos quiebres.

Tomemos un ejemplo. Estamos manejando, llevamos a nuestro perro en el asiento de atrás, y se nos pincha un neumático. Esto representará un quiebre. Cuando manejamos no lo hacemos esperando que un neumático se nos pinche, aunque obviamente esa posibilidad no está excluida. Pero lo que esperamos es poder desplazarnos de un lugar a otro usando los neumáticos en buenas condiciones. Mientras ello suceda los neumáticos nos serán transparentes. Pero he aquí que uno de ellos se pincha y nos vemos obligados a detener el auto y preocuparnos del cambio del neumático. Esto que obviamente es un quiebre para nosotros, no lo es, sin embargo, para el perro que nos acompaña. Y no lo es por cuanto el perro no tiene un juicio sobre el sentido de lo que ha acontecido, como tampoco tiene juicios sobre lo que era esperable que sucediera.

La transparencia se quiebra, por lo tanto, en razón de los juicios que hacemos sobre lo que acontece, teniendo en el trasfondo un juicio sobre lo que es normal esperar. El quiebre, por lo tanto, puede ser reconstruido lingüísticamente como un juicio que dice: «Lo que ha acontecido no era lo que esperaba», aunque lo que realmente digamos cuando nos damos cuenta de que el neumático se pinchó sea algo diferente. Como tal, todo quiebre está asociado con una transformación de nuestros juicios sobre lo que es posible.

Cuando hablamos de nuestros juicios sobre lo que es posible, es conveniente introducir una distinción. Obviamente el que se me pinchara un neumático no era algo que concibiera como imposible. Ello está dentro del rango de las cosas que sé que pueden suceder cuando manejo. Sin embargo, dentro de lo que sé posible, hay también un rango menor de posibilidades que guarda relación con aquello que espero que acontezca. Ello define lo posible en el dominio de mis expectativas inmediatas y en función de lo cual proyecto mi existencia y defino mis acciones. Opero en la vida apostando a que dentro del rango más amplio de posibilidades suceda lo esperado. Cuando alguien, por ejemplo, nos hace una promesa, sabemos que ésta podría ser revocada antes de llegar a la fecha de cumplimiento o que podría suceder que, incluso, no nos cumplieran. Sin embargo, a menos que tenga motivos fundados para desconfiar de quien me prometió, normalmente definimos nuestras expectativas contando con que tal promesa nos será cumplida. De no suceder así, aunque la posibilidad de incumplimiento no estuviese excluida, tendremos un quiebre.

Quiebres negativos y positivos

Todo quiebre, por lo tanto, modifica el espacio de lo posible y transforma nuestro juicio sobre lo que nos cabe esperar. Esta transformación puede tomar dos direcciones. En algunas ocasiones, como sucediera en los ejemplos dados, los quiebres restringirán lo que es posible. Porque se nos pinchó el neumático, perderé la posibilidad de estar al comienzo de la fiesta a la que me dirigía. Como podemos apreciar, además de hacer el juicio de que lo acontecido es un quiebre, haremos un juicio negativo sobre el propio quiebre. Lo vivimos como un quiebre negativo.

Sin embargo, la transparencia se quiebra también porque algo sucede que expande nuestras posibilidades. Ello nos permite hablar de quiebres positivos. Si me llega la noticia de que mi propuesta fue seleccionada como la mejor de todas las presentadas, ello evidentemente interrumpirá la transparencia en la que me encontraba y constituye, por tanto, un quiebre. Lo que será posible ahora se expandirá. Pero éste será un quiebre muy diferente del anterior. Lo será también mi experiencia de la situación.

Los quiebres habitan en el observador

Una pregunta habitual que se nos hace es por qué hablamos de quiebres y no decimos problemas. Después de todo, casi todo lo que hemos dicho pareciera referirse a problemas. No todo, sin embargo. Una de las ventajas de la distinción de quiebre es que nos permite reconocer que ellos pueden ser tanto negativos como positivos. El término problema suele asumir una carga negativa. Normalmente eludimos tener problemas. No eludiremos necesariamente tener quiebres.

Sin embargo, la razón principal para optar por la distinción de quiebre se refiere a que, al introducir un término nuevo, éste nos evita la contaminación con los supuestos de nuestra concepción tradicional. Esto no sucede con la distinción de problema. Al introducir la distinción de quiebre hacemos explícito y enfatizamos el reconocimiento de que éste habita en el juicio de un observador. Cuando hablamos de problemas, en cambio, normalmente suponemos que ellos existen por sí mismos, independientemente del observador. La distinción de quiebre, por lo tanto, nos permite diferenciarnos de esa tradición.

Lo dicho implica, por ejemplo, la voluntad de marcar una diferencia con aquellos enfoques basados en modelos de «resolución de problemas». Para estos enfoques, dado que los problemas existen «fuera» del observador, el único curso de acción que le queda a éste es el de hacerse cargo de «resolverlos». Por lo tanto, escasa atención se le presta a las condiciones que «definen» un problema como tal. En múltiples oportunidades, más importante que resolver un problema resulta examinar su proceso de definición. Muchos problemas, como hemos insistido, no requieren ser «resueltos», sino más bien «disueltos».

Todo problema es siempre función de la interpretación que lo sustenta y desde la cual se le califica como problema. Esta interpretación no siempre debe ser dada por sentada y cabe considerar discutirla. Al hacerlo, lo que antes aparecía como problema bien puede desaparecer. De la misma manera, aquello que originalmente se definía como problema, al modificarse la interpretación que lo sustenta, puede ahora aparecer como una gran oportunidad.

Con ello se abre la posibilidad de observar del observador que emite un juicio sobre el juicio que genera el quiebre como quiebre. No hay por qué dar tal juicio por sentado. Podemos preguntarnos, por ejemplo, «¿Por qué este problema es un problema para mí?». Con ello dejamos de estar poseídos por nuestros juicios espontáneos. Podemos también preguntarnos, «¿De qué forma sería posible transformar este problema en oportunidad?».

Pero también podemos hacer algo más. Puesto que el observador, lo sepa éste o no, es quien constituye una situación en quiebre y, por lo tanto, quien lo genera, no es necesario esperar que nos «ocurran» quiebres, aunque ellos nos van a ocurrir, querámoslo o no. Ahora podemos también diseñar la declaración de quiebres. Dado que los quiebres son juicios —y los juicios, como sabemos, son declaraciones— tenemos la opción de poder declarar algo como un quiebre. No tenemos que esperar que nos sucedan.

Podemos declarar, por ejemplo, «Esta relación de pareja en la que estoy, así como está, no da para más. O la cambio o la termino». O bien, «Las notas que está obteniendo mi hija en el colegio no me son aceptables. Conversaré con ella para ver qué podemos hacer para mejorarlas». Cada vez que declaramos «¡Basta!» estamos de hecho declarando un quiebre. Diferencias importantes en nuestras vidas resultan de que hay quienes, enfrentando una situación similar, la declaran un quiebre, mientras hay quienes no lo hacen. Hay quienes lo hacen más temprano que otros. La declaración de quiebre es un recurso fundamental en nuestro diseño de vida. Según cuan competentes o incompetentes seamos en hacerla, nuestro futuro será diferente, como lo será también nuestro mundo y nosotros mismos.

Esto podemos hacerlo en cualquier dominio de nuestra vida y no sólo en el ámbito de la vida personal. En la empresa, por ejemplo, el gerente general puede declarar un quiebre al decir, «En el futuro, ya no será satisfactorio recibir el 10% de retorno sobre la inversión, al que nos hemos acostumbrado. De ahora en adelante no nos conformaremos con menos del 15%», o «Declaramos que el diseño actual de nuestro producto debe ser considerablemente modificado para satisfacer mejor a nuestros clientes», o «En vez de seguir empeñados por obtener un mayor segmento del mercado, nos concentraremos en disminuir los costos y aumentar las utilidades».

En todos estos ejemplos, algo que no era un «problema» en el pasado; fue declarado como tal en la actualidad, o bien, algo que era un «problema» (conseguir un mayor segmento del mercado) dejó de serlo a través de una declaración.

Dos fuentes en la declaración de los quiebres

Nosotros declaramos nuestra satisfacción o insatisfacción con el curso de los acontecimientos. Lo hacemos gatillados por algún acontecimiento externo o como una acción autónoma, de diseño. Al declarar nuestra insatisfacción con las cosas tal como están, tenemos ahora la opción de cambiarlas, de hacerlas diferentes. Los quiebres generalmente implican el juicio de que las cosas podrían haber sido diferentes. Se basan en no aceptar el curso normal de los acontecimientos —o bien no estamos satisfechos con las cosas como están, o visualizamos maneras de hacerlas mejor.

Lo dicho nos permite identificar dos formas de ocurrencia de los quiebres. La primera, quizás la más habitual, se refiere a situaciones en las que el quiebre aparece como tal; sin que nos demos cuenta emerge de un juicio que nosotros hacemos. Se trata de situaciones dentro de las que, en nuestra comunidad, existe el consenso, muchas veces ni siquiera explícito, sobre lo que cabe esperar. De ello que resulta, por lo tanto, que determinados acontecimientos son automáticamente considerados como quiebres. Por lo tanto, cuando estos acontecimientos tienen lugar, parecieran no necesitar que hagamos juicio alguno. El juicio antecedía el acontecimiento.

Lo mismo sucede con el signo positivo o negativo de lo que solemos considerar como quiebre. Si, por ejemplo, alguien cercano fallece o si nos ganamos la lotería, tenemos la impresión de que lo negativo en un caso o lo positivo en el otro, va acompañado de lo que sucedió y pareciera no haber espacio para que nosotros emitamos juicio alguno. Un acontecimiento es negativo, el otro positivo, punto. Lo que sucede en este caso es que el observador es portador de un juicio de quiebre que pertenece al discurso histórico de su comunidad y, por lo tanto, lo hace de manera automática, sin siquiera escoger hacerlo.

La segunda forma de ocurrencia es aquella en que el quiebre no surge como expresión espontánea de un determinado discurso histórico que afecta a los miembros de una comunidad, sino, precisamente, porque un individuo resuelve declararlo. Dentro de los condicionamientos históricos a los que todos estamos sometidos, el individuo tiene la capacidad y autonomía de declarar distintos grados de satisfacción o de insatisfacción. Aquello que puede ser perfectamente aceptable para uno, puede ser declarado inaceptable para otro. Y las vidas de uno y otro serán diferentes de acuerdo a cómo hagan uso de la capacidad que cada uno tiene de declarar quiebres. Una circunstancia típica que nos permite apreciar el poder de declarar un quiebre se da cuando decidimos aprender algo. Las cosas pasan como pasan, y nosotros juzgamos que nos iría mejor si tuviésemos algunas competencias que no tenemos. Por lo tanto, declaramos como un quiebre para nosotros el curso normal de los acontecimientos y nos comprometemos a aprender, a adquirir nuevas competencias que nos permitan ser más efectivos en el futuro. Bajo las mismas circunstancias, otra persona podría perfectamente seguir desempeñándose como lo ha hecho siempre. Al declarar el quiebre creamos un nuevo espacio de posibilidades para nosotros.

A partir de lo dicho es conveniente mirar para atrás y examinar de qué forma lo que hemos sostenido afecta aquellos dos supuestos de nuestra concepción tradicional. Si aceptamos la interpretación propuesta, resulta que no podemos suponer la presencia natural del mundo de objetos. Este mundo en cuanto mundo de objetos y nosotros en cuanto sujetos en ese mundo, sólo nos constituimos como tales al producirse un quiebre en el fluir transparente de la vida. Bajo la condición primaria de la transparencia, el mundo no se nos revela como un mundo de objetos por el solo hecho de estar allí, frente a nuestros ojos. Tampoco nosotros nos concebimos como sujetos operando en un mundo.

Lo mismo podemos decir con respecto al supuesto de que la acción humana es acción racional. Sin que neguemos la experiencia de tal tipo de acción, ella constituye un tipo de acción derivativa. La forma primaria de actuar de los seres humanos es la acción transparente, donde el papel de la conciencia, el pensamiento o la razón, como «guía» de la acción que realizamos no se cumple. Sólo cuando esta acción transparente se ve interrumpida, emerge la acción racional.

El modelo racionalista también supone que mientras mayor es nuestro nivel de competencia, mayor será el papel de la razón en nuestro desempeño. Hubert L. Dreyfus, siguiendo a Heidegger, nos señala que tal relación es en realidad la contraria. Mientras más competentes somos en lo que hacemos, mayor será nuestro nivel de transparencia. La competencia se ve asociada no con la expansión del dominio de la razón, sino con la expansión de la transparencia. Con lo que llamamos la capacidad de «incorporar» (embody) competencias en nuestro desempeño.

Ello, nuevamente, tampoco niega el papel de la razón, pero lo reevalúa, lo resitúa. Desde esta perspectiva, no puede sorprender la respuesta que diera Pete Sampras cuando, luego de ganar el campeonato de tenis de Wimbledon, le preguntaran «¿En qué piensa cuando está jugando?». Sampras respondió: «Cuando juego no pienso. Sólo reaccióno».

Lenguaje y acción

Uno de nuestros temas recurrentes ha sido reiterar que nuestra concepción tradicional ofrece una interpretación estrecha y restrictiva del lenguaje. Hemos planteado que el lenguaje no es pasivo ni descriptivo, hemos sostenido que el lenguaje es acción. No es sorprendente, entonces, que la acción parezca compartir el centro del escenario en la ontología del lenguaje. De una forma u otra, la referencia a la acción ha impregnado muchos de los temas que hemos tratado.

Así, por ejemplo, hemos hecho referencia constante a la acción al tratar los diferentes actos lingüísticos. En un dominio diferente, hemos sostenido también que nuestras acciones nos hacen ser como somos. Abundando en esta dirección, hemos señalado que los humanos no son seres ya constituidos, con propiedades fijas y permanentes, sino seres que están en permanente cambio y que éste, en medida importante es el resultado de las acciones que llevan a cabo. Hemos concluido, por lo tanto, que al cambiar nuestra forma de actuar, cambiamos nuestra forma de ser. Somos según cómo actuamos.

Es sorprendente, sin embargo, que cuando examinamos la relación entre la persona y la acción, normalmente atendemos sólo al aspecto de ella que considera a la persona como el agente que produce la acción y no exploramos la relación en el sentido inverso —desde el punto de vista de las acciones que están produciendo a la persona. Nuestra identidad depende de las acciones que realicemos.

Lo que deseamos destacar aquí es la importancia que le hemos conferido a la acción al colocar tanto al lenguaje, como al ser humano, en referencia a ella. Ello ha sido una de las operaciones centrales de nuestra argumentación. A través de ella, hemos ampliado y transformado nuestra concepción del lenguaje y hemos desarrollado nuevas formas de discernimiento en relación al fenómeno humano. Sin embargo, visualizamos dos problemas a partir de esto y de ellos queremos hacernos cargo.

En primer lugar, cuando hablamos de acción, normalmente damos la acción por sentada. Suponemos que sabemos lo que ella es. ¿Necesita alguien que se le explique qué es la acción? Por supuesto que no. Todos pareciéramos saber perfectamente de qué estamos hablando. Al menos, es lo que suponemos. A un cierto nivel, ésta es una presunción válida. Todos tenemos una determinada comprensión, gracias al sentido común, de qué es la acción.

Pero no olvidemos que también teníamos, al iniciar nuestra indagación, una comprensión sobre el lenguaje dada por el mismo sentido común. Sin embargo, esperamos que a estas alturas y como resultado de la propia indagación, estemos de acuerdo en que nuestra concepción anterior del lenguaje permitía ser cuestionada. ¿No podríamos decir lo mismo acerca de la acción? Esto es parte de lo que quisiéramos explorar en esta sección.

En segundo lugar, al referir el lenguaje a la acción, se podría suponer que nos hemos creado un camino que nos permite salimos de la esfera del lenguaje. Al convertir el lenguaje en acción, podría surgir la ilusión de que hemos encontrado una «medida de conversión» del lenguaje que lo transforma en algo no-lingüístico. De ser así, cabría pensar que nos es posible situarnos fuera de él. La acción aparecería como la referencia final de lo que estamos diciendo y ella podría ser usada ahora para negar nuestro primer y fundamental postulado: los seres humanos vivimos en el lenguaje. De ser éste el caso, la nuestra sería más bien una ontología de la acción.

Sostenemos que no hay forma de escapar del lenguaje, no hay salida posible. Los seres humanos vivimos atrapados en el lenguaje. Y cuando nos preguntamos qué es la acción, encontramos al lenguaje por todas partes. Existe una circularidad hermenéutica entre el lenguaje y la acción. El lenguaje es acción pero, al mismo tiempo, como veremos más adelante, la acción es lenguaje.

La acción como una distinción lingüística

¿Qué es la acción? Lo primero que debemos admitir al preguntarnos por el significado de la acción, es qué acción es una distinción lingüística. Antes que nada, acción es una distinción que hacemos en el lenguaje.

Cada vez que hacemos una distinción, separamos un determinado fenómeno del resto de nuestras experiencias. Por lo tanto, cuando hablamos de acción estamos efectuando distinción —esto es, estamos distinguiendo o separando algo del trasfondo de la experiencia humana. La acción vive como una distinción que hacemos en el lenguaje.

Es importante observar nuestras distinciones como tales y no meramente como nombres de cosas. Las cosas no tienen nombres. Nosotros se los damos. Y el proceso de darles nombres a menudo las constituye en las cosas que son para nosotros. Al observar nuestras distinciones como tales, estamos destacando la operación de hacer la distinción. Toda distinción es siempre el resultado de una operación de distinción. Las distinciones son obra nuestra. Al hacerlas, especificamos las unidades y entidades que pueblan nuestro mundo. No podemos observar algo para lo cual no tengamos una distinción. Es por esto que decimos reiteradamente que, aunque vemos con nuestros ojos, observamos con nuestras distinciones. La gente con diferentes conjuntos de distinciones vive en mundos diferentes.

Ciertamente nuestros sentidos juegan un papel importante en lo que observamos. Si nuestra estructura biológica no detecta ciertos sonidos, es poco probable que podamos generar las distinciones que nos permitan observarlos. Para poder observarlos, debemos traerlos, directa o indirectamente, al terreno de nuestra experiencia. Algunos instrumentos, como el microscopio o el telescopio, tienen precisamente esa capacidad de ampliar el alcance de nuestras experiencias y de permitir a nuestros sentidos captar lo que en circunstancias normales no podrían.

Al mismo tiempo, nuestra estructura biológica nos proporciona ciertas experiencias perceptuales que nos estimulan a generar distinciones. Al observar un destello de luz contra un fondo negro —como sucede en el examen médico que verifica la amplitud de nuestro campo visual— necesitamos algo más que la distinción de un destello de luz. El tener la distinción de un destello de luz no nos es suficiente para observarlo. Se necesita una experiencia perceptual. Al mismo tiempo, no podemos observar un destello de luz sin tener la distinción de un destello de luz. Podemos ver algo, pero aquello que ese algo es para nosotros va a depender de nuestras distinciones. Nuestra estructura biológica y nuestras distinciones lingüísticas a menudo colaboran mutuamente en nuestras observaciones.

Un ejemplo interesante acerca del papel que desempeñan nuestras distinciones lingüísticas es aquel sobre la manera en que los seres humanos observaban el firmamento en la antigüedad. Aunque podamos decir que los antiguos estaban viendo lo mismo que nosotros desde el punto de vista de la estructura biológica, sus diferentes distinciones producían mundos diferentes a los nuestros. Para algunos, lo que nosotros llamamos estrellas eran unas especies de lámparas encendidas colgando de un techo oscuro. Para otros, eran pequeños agujeros en un techo oscuro desde los cuales se podía observar la luz que había más allá del techo. Y otros tantos observaban objetos luminosos en un universo abierto e infinito. Diferentes distinciones, mundos diferentes.

Muchas distinciones no tienen una base biológica, esto es, no corresponden a percepción biológica alguna. Están generadas sobre la base de facilitar y estructurar la experiencia de vivir con otros y de dar sentido a nuestras vidas. Estas distinciones son completamente lingüísticas. La mayor parte de nuestras distinciones morales, políticas, religiosas y metafísicas pertenecen a esta categoría. Las distinciones que usamos al emitir juicios son de esta clase. Cuando decimos «Benito es un visionario» o «Natalia es extremadamente hacendosa», las distinciones «visionario» y «hacendosa» no tienen base biológica alguna. Es una distinción lingüística de construcción enteramente social.

Aunque toda distinción significa desde ya una primera intervención del lenguaje sobre aquello de lo que se habla, no basta apuntar al hecho de que algo es una distinción lingüística para concluir que aquello a lo que se apunta con la distinción es de carácter lingüístico. Ello sería como sostener que porque «perro» es una distinción lingüística/ ello demuestra que los perros son lingüísticos. Al proceder así, desconocemos la necesidad de distinguir la referencia de sentido, connotación de denotación, signo de significado, etcétera. Confundimos, por lo tanto, lo que pertenece a la esfera de los nombres, con lo que pertenece a la esfera de lo que ellos especifican. Así como la distinción lingüística de azúcar no hace lingüística al azúcar, tampoco el que el azúcar sea dulce hace dulce a la distinción azúcar. Lo que importa, por lo tanto, no es sólo el reconocimiento de que la acción es una distinción hecha por un observador, sino el tipo de distinción que implica la acción.

Los usos de la distinción de acción

¿Qué clase de distinción es la distinción de acción? Como veremos, esta pregunta no tiene una respuesta simple. Para llegar a ella, necesitamos examinar la forma en que la distinción de acción es usada. Recordemos la sentencia de Ludwig Wittgenstein, «el significado de una palabra es su uso en el lenguaje». Si queremos descorrer el velo del significado de la distinción acción, tenemos que examinar la forma en que se usa esta distinción.

El primer uso que detectamos, se caracteriza por utilizar la distinción de acción en relación a fenómenos naturales. En este sentido hablamos, por ejemplo, de los afectos de «la acción de una tormenta o un terremoto», «la acción o reacción producida por determinados productos químicos». Así como se habla de acción, al factor que se le atribuye el desencadenamiento de tal acción se e suele llamar «agente». Se habla, por lo tanto, de determinados «agentes químicos».

Sostenemos que cuando la distinción de acción se utiliza para describir fenómenos naturales, —como los indicados anteriormente, cuyo uso es metafórico— tratamos al supuesto factor que produce la acción como si fuera un ser humano. Cada vez que se observa un cambio y se alude a una causa que lo produjo, se suele llamar a la causa «agente» y al cambio «acción». Pero con ello, al extender la distinción a los fenómenos naturales, se oscurece la distinción cuando la usamos para dar cuenta del comportamiento humano.

Examinemos, por lo tanto, los usos que se da a la distinción cuando ésta se usa en relación a los fenómenos de comportamiento humano. De hecho, cuando hablamos de acción humana los dos factores apuntados arriba están presentes: algún cambio observable y la intervención de un agente. Esta vez, sin embargo, el término «agente» no se usa para referirse a una causa, sino para apuntar a seres humanos que operan individual o colectivamente, provistos de voluntad.

Esto ha permitido la existencia de dos significados diferentes para la acción humana (dos formas de la distinción de acción cuando se la usa con referencia a fenómenos humanos) —acción como movimiento y acción como comportamiento intencional o con un propósito. El primer significado enfatiza el cambio; el segundo enfatiza la intervención deliberada del agente.

Basándonos en el primer significado, usamos la distinción de acción cuando vemos a alguien corriendo, caminando, moviendo las manos, respirando, etcétera. Aquí aparece la acción independientemente de las intenciones involucradas e incluso independientemente del hecho que podamos incluso atribuirle alguna intención o propósito.

Basándonos en el segundo significado, hablamos de acción cuando podemos señalar la intención del agente, aun cuando no haya movimiento perceptible. Aquí, podemos hablar de las acciones de «perseguir a alguien» «casarse», etcétera, pero también acerca de acciones como «esperar a alguien», «pensar», «recordar» u «olvidar». En estos últimos ejemplos es, a veces, difícil asociar la acción con el movimiento.

Cabe, por último, mencionar el uso de la distinción de acción aplicado esta vez a agentes sobrenaturales (dioses, fuerzas divinas, etcétera). En estos casos, los mismos factores comprometidos en la acción humana, aparecen también presentes: un cambio observable y un agente interviniente. Se trata, por lo tanto, de la misma estructura que reconocíamos en el caso de la acción humana, transplantada a supuestos agentes sobrenaturales o sobrehumanos.

Actividad versus acción

Habiendo identificado cuatro usos diferentes de la distinción de acción, nos concentraremos en aquellos dos que guardan relación con la acción humana. Descartaremos el primero por considerarlo, tal como lo señaláramos, un uso metafórico, y descartaremos también el último por considerarlo fundado en las mismas condiciones que emergen al hablar de la acción humana. De aceptar la existencia de seres sobrenaturales, lo mismo que diremos con respecto a la acción humana les sería aplicable a ellos.

Nos quedamos, por lo tanto, con dos significados de la acción humana: la acción como movimiento y la acción como intervención intencional o con un propósito. De hecho, el economista austriaco Ludwig von Mises, uno de los grandes pensadores sobre el tema, inicia su obra sobre la acción humana proclamando «La acción humana es comportamiento con propósito». Para von Mises, es el propósito lo que define a la acción humana. La acción humana es acción racional.

Suponemos que, llegados a este punto, no sorprenderá al lector el que declaremos que esta distinción de la acción humana (acción como movimiento y como comportamiento con propósito) nos parece problemática. Ello por dos razones. Primero, porque al aceptar la acción como movimiento, en la medida en que podemos hablar de movimiento con respecto a los fenómenos naturales, dejamos nuevamente abierta la puerta para hablar de acción en un sentido metafórico. Segundo, por cuanto al aceptar la acción como comportamiento con propósito volvemos a quedar atrapados en el tema de la intencionalidad y en una interpretación racionalista de la acción humana.

A la vez, debemos reconocer que el esfuerzo de trazar una distinción entre dos tipos de fenómenos diferentes, que se expresa en las ideas de movimiento y de comportamiento con propósito es válido. Para mostrar por qué nos parece válido daremos un ejemplo. Imaginemos que, como sucede frecuentemente, me estoy paseando frente a un grupo de alumnos hablándoles sobre la ontología del lenguaje. En un determinado momento le pregunto a Amalia, una de mis alumnas, «Amalia, ¿qué importancia tiene lo que estoy diciendo?». Si en ese momento alguien me preguntara qué estoy haciendo, existen dos maneras diferentes de responder.

Una de ellas se rige por el lenguaje de las afirmaciones y entrega aseveraciones con las que cualquier persona que hubiera estado presente en la sala estaría de acuerdo. Al responderse de esta manera, podrían hacerse las siguientes aseveraciones:

  • estoy caminando;
  • estoy moviendo mi brazo en dirección a Amalia,
  • estoy hablando;
  • estoy mirando a Amalia;
  • le hice una pregunta a Amalia;
  • pregunté «Amalia, ¿qué importancia tiene lo que estoy diciendo?»;
  • etcétera.

Todas estas afirmaciones son descripciones precisas de lo que alguien observaría que yo estaba haciendo, y cualquiera que estuviese allí estaría de acuerdo en que todas ellas eran acciones que yo estaba ejecutando. Sugiero que usemos la distinción de actividad y no de acción cuando una acción se puede circunscribir al lenguaje de las afirmaciones.

Pero hay otra forma en la que también se puede responder a la pregunta acerca de lo que yo estaba haciendo. Se podría decir, por ejemplo:

  • estaba enseñando a un grupo de alumnos;
  • me estaba ganando la vida como profesor;
  • estaba preocupado de que me entendieran;
  • estaba ampliando la concepción del lenguaje de los estudiantes;
  • me estaba haciendo cargo de que Amalia entendiera la importancia de lo que había dicho;
  • etcétera.

Esta es una manera muy diferente de hablar acerca de mis acciones. Todas estas aseveraciones están más cerca del lenguaje de los juicios, puesto que las personas pueden legítimamente impugnarlas. ¿Es esto realmente enseñar? ¿Cabe decir realmente que lo que obtengo con hacer eso puede llamarse «ganarse la vida»? ¿Estaba realmente preocupado de que me entendieran? ¿Estaba realmente ampliando la concepción del lenguaje de los alumnos? ¿O los estaba, tal vez, confundiendo? ¿Me estaba realmente haciendo cargo de que Amalia entendiera? ¿O no estaba, tal vez, exponiéndola a que quedara en ridículo? La gente puede tener opiniones diferentes acerca de cada una de estas respuestas sobre la acción que estaba ejecutando.

Examinemos estas aseveraciones con mayor detención. Sostenemos que lo que las caracteriza es el hecho que le da sentido a lo que yo estaba haciendo. Ello tiene lugar al referir aquello que yo hacía al dominio de las inquietudes. Todas estas aseveraciones interpretan lo que yo estaba haciendo y, para hacerlo, suponen que al actuar, me estoy haciendo cargo de algunas inquietudes. Puesto que le confieren sentido a lo que yo estaba haciendo, las llamaremos aseveraciones semánticas.

Lo que las caracteriza y diferencia de las actividades anteriores es el hecho de que además de reconocer una actividad, le añaden un componente interpretativo que justifica o explica la actividad y, para hacerlo, hacen referencia implícita a las inquietudes. Efectuando una operación que hemos utilizado ya varias veces en el transcurso de nuestra argumentación, diremos que la acción humana es una actividad que es interpretada al referirla al dominio de las inquietudes[19]. La acción humana es actividad más interpretación.

Proponemos limitar la distinción de acción a las aseveraciones semánticas y, por lo tanto, distinguir actividad de acción. Postulamos que las aseveraciones semánticas son diferentes de las afirmaciones de actividad. Cada vez que hablamos de acción nos podemos preguntar «¿Qué mueve a esa persona a hacer lo que está haciendo?».

Sin embargo, no estamos diciendo que una afirmación de actividad no pueda ser también, en muchos casos, una aseveración de acción. Muy frecuentemente decimos, por ejemplo, «Alejandro me miró y se sentó», y dentro del contexto de lo que se está diciendo, podemos identificar explícita o implícitamente alguna inquietud de Alejandro al hacer esto. En este caso, como en cualquier otro en que podamos atribuir inquietudes al hacer, vamos a hablar de acción.

Desde el punto de vista de la distinción de actividad, podríamos decir, por ejemplo, «Juanita está corriendo». Esto es lo que ella está haciendo y supondremos que no le podemos atribuir ninguna inquietud a este hecho. Entramos en el campo de la acción cuando, al verla correr, decimos «Juanita estaba escapando del perro», «Juanita estaba persiguiendo el volantín», «Juanita estaba haciendo ejercicios», etcétera. En todas estas circunstancias, estamos dándole un significado a «correr» y, por lo tanto, estamos produciendo aseveraciones semánticas.

Lo interesante de esta forma de observar la acción es el hecho de que sea el observador quien hace que la acción tenga sentido. Por lo tanto, distintos observadores pueden formular aseveraciones semánticas muy diferentes al hablar sobre una misma situación. Esto sucede porque llevan a cabo sus observaciones desde sus propias y distintas inquietudes. Según las inquietudes desde las cuales hacemos nuestras observaciones, adjudicaremos distintas inquietudes a los demás.

El propósito, la intención o la motivación, postulados por la concepción tradicional sobre la acción, no son sino, reiteramos, las interpretaciones que sobre su propio actuar realiza el agente. Y como señaláramos con anterioridad, tales interpretaciones no excluyen la posibilidad de otras, efectuadas por otras personas, que puedan demostrar ser incluso más poderosas que las del mismo agente.

Pero existe otra ventaja adicional para aceptar el enfoque que proponemos. Esta es que ya no es necesario postular razón, conciencia o pensamiento, como una pre-condición de la acción. Con ello damos cabida dentro de la acción humana a todas las formas transparentes del actuar. Con las acciones transparentes podemos seguir interpretando que al actuar nos estamos haciendo cargo de alguna o algunas inquietudes y podemos simultáneamente aceptar la ausencia de deliberación previa.

Fernando Flores, en su tesis doctoral, nos proporciona un ejemplo interesante que ilustra lo que estamos diciendo. Flores se imagina a alguien escribiendo a máquina un determinado día en la noche. En eso lo llama por teléfono un colega y le pregunta «¿Qué estás haciendo?». El personaje responde «En este momento estoy redactando una nueva versión del capítulo tres». El teléfono vuelve a sonar y esta vez se trata de su editor, quién hace la misma pregunta «¿Qué estás haciendo?». El personaje de Flores responde ahora «Estoy dictando un curso acerca de la mente y escribiendo dos libros sobre intencionalidad, en los que propongo una nueva noción que creo va a modificar el diseño de máquinas». Más adelante, aparece la esposa de su personaje y le dice, «Siento llegar tarde, el auto tuvo un desperfecto y no te pude avisar. Espero que no estés enojado». Esta vez el personaje de Flores responde: «Está bien, te estaba esperando pero había empezado a preocuparme por ti».

El ejemplo ofrecido por Flores nos muestra que un mismo observador, al estar en conversación con otros, puede conferirle distintas interpretaciones a su propio quehacer en función de la interpretación que tenga sobre las inquietudes del otro. Todas las respuestas dadas por su personaje son respuestas válidas y cada una de ellas re-interpreta de manera diferente lo que se estaba haciendo. Sólo al comprender el papel de la interpretación en la especificación de la acción, comprendemos el carácter profundamente lingüístico de la acción humana.

Acción directa y reflexiva

Una de las formas en que nuestro sentido común usa la distinción de acción es oponiendo acción a «hablar sobre las cosas» o a «pensar sobre las cosas», como si hablar o pensar no fueran acciones en sí. De la mima forma, se contrapone la teoría a la práctica y se separa el ámbito de las ideas del ámbito del hacer. Nuestro lenguaje ordinario está lleno de expresiones en las que esta distinción se manifiesta. Se dice, por ejemplo, «¡Hechos y no palabras!», «¡Deja de hablar y haz algo!», «¡Son sólo palabras!», etcétera.

Al hablar de este modo, nuestro sentido común apunta a una distinción que es evidentemente válida y que procuraremos recuperar en esta sección. Sin embargo, la forma como el sentido común realiza la distinción refuerza el ocultamiento de que el lenguaje es acción. Es más, se oculta también con ello las importantes consecuencias prácticas que a menudo resultan del hablar o pensar «sobre» algo. Y, por lo tanto, se esconde la responsabilidad que nos cabe al hablar.

A veces escuchamos frases como «Yo sólo decía», como si en el decir no se comprometiera nada. Repitamos nuevamente: nuestro hablar no es trivial, cambia nuestro mundo y da forma a nuestra identidad. Nuestro hablar no es tampoco inocente, somos responsables de las consecuencias de lo que decimos y de lo que no decimos. Nuestros éxitos y fracasos se configuran en nuestras conversaciones.

Por lo tanto, cuando separamos el hablar o pensar acerca de algo del actuar sobre ello, nos cegamos a las consecuencias prácticas que pueden derivar del hablar y del pensar. Con frecuencia nos damos cuenta de que hablando y pensando «acerca» de algo, terminamos actuando «sobre» ello de una manera mucho más efectiva o incluso distinta de la intención original. Las prácticas de hablar o pensar «acerca de» son parte integrante de la estructura general de la acción humana.

Sosteníamos, sin embargo, que al separar hablar de actuar, nuestro sentido común nos revela algo que no deberíamos descartar. Hay evidentemente una importante diferencia entre hablar acerca de algo y hacerlo. La diferencia no es, sin embargo, la que entiende nuestro sentido común que atribuye no acción, por un lado, y acción, por el otro. La acción se encuentra en ambos lados. La diferencia consiste en que se trata de dos clases de acciones diferentes.

Hemos señalado que el lenguaje humano se caracteriza por su recursividad, por su capacidad de volverse sobre sí mismo. En razón de ello nos es posible actuar sobre nuestro actuar. Y dado que hablar es acción, ello incluye, hablar (que es actuar) sobre nuestro actuar, actuar sobre nuestro hablar (que es actuar) y hablar (que es actuar) sobre nuestro hablar (que también es actuar). Esta capacidad recursiva, como hemos dicho, está en la raíz de los fenómenos mentales. La conciencia, la razón, el pensamiento, la reflexión se sustentan en ella.

Habiendo cuestionado la interpretación racionalista de la acción humana, nos interesa ahora rescatar la importancia de los fenómenos mentales y no subsumirlos en un noción plana de la acción humana que no reconoce los diferentes niveles del actuar que resultan de la capacidad recursiva del lenguaje. Nuestra crítica a la interpretación racionalista de la acción humana, no nos conduce a una crítica de la racionalidad, ni a la defensa de la irracionalidad. Sólo nos lleva a redimensionar el papel que tradicionalmente le hemos asignado a la razón o a la reflexión.

No es una coincidencia que asociemos el término reflexión al pensamiento. Hablamos también de reflexión cuando vemos nuestra imagen reflejada en un espejo o en el agua. Al ver su propia imagen, el observador puede observarse a sí mismo. Esto es precisamente lo que puede hacer el lenguaje gracias a su capacidad recursiva. Se puede volver sobre sí mismo y puede hablar sobre su propio hablar. Permite al observador observarse a sí mismo. Esta es una capacidad humana fundamental y única. Aquí es donde, como especie, nos diferenciamos de todas las demás. Esto es lo que hace al lenguaje humano diferente, sea ésta una diferencia cualitativa o cuantitativa, de las capacidades lingüísticas de los demás seres vivos.

A partir de lo dicho, podemos hacer una distinción entre dos clases de acciones: las acciones directas y las reflexivas. Estas son distinciones funcionales o relacionales —solamente tienen sentido dentro de una determinada relación. No hay acciones directas o reflexivas de por sí. Hablamos de acción reflexiva cuando fijamos la acción en un determinado nivel y actuamos sobre esa acción.

Tomemos un ejemplo. Estamos volcados en la acción de esculpir sobre una roca. Esta es una acción dirigida hacia la roca. Si descubrimos que no podemos hacer un determinado corte, podemos suspender lo que estamos haciendo y replegarnos para especular sobre otras maneras de hacerlo. Esta segunda acción no está dirigida hacia la roca sino hacia la acción de esculpir en ella. En este ejemplo, esculpir en la roca constituye la acción directa y especular acerca de otras formas de hacerlo (actuar sobre la acción de esculpirla), constituye la acción reflexiva.

Puede suceder, sin embargo, que no logremos descubrir una mejor manera de hacer el corte en la roca. Podemos entonces decir: «Eh, quizás no estoy reflexionando de manera efectiva. No me estoy concentrando bien, etcétera». Puedo decidir entonces reflexionar, ya no en la acción de esculpir en la roca sino en la acción de reflexionar sobre la acción de esculpir en la roca. Como podemos ver, esto puede dar infinitas vueltas. Al hacer esto, el reflexionar sobre la forma en que previamente estaba reflexionando se convierte en acción reflexiva. Más aún, mi reflexión previa (que constituía acción reflexiva en el ejemplo anterior) toma el papel de acción directa de esta segunda reflexión.

La recursividad nos permite una progresión infinita. Podemos convertirnos en el observador del observador que somos, y en el observador del observador del observador que somos, y así sucesivamente, en una recursividad sin fin. Cada vez que nos trasladamos a un nivel superior transformamos en acción directa la que antes era una acción reflexiva. Por ello es que decimos que éstas son distinciones funcionales o relacionales. Cada una de ellas tiene sentido en función de la otra o en relación a ella.

Al recurrir a la acción reflexiva podemos incrementar nuestra efectividad a nivel de la acción directa. Esto constituye el gran beneficio de la acción reflexiva y puede ocurrir de varias maneras. Mencionaremos tres formas diferentes en las cuales la acción reflexiva puede servir a la acción directa.

En primer lugar, la acción reflexiva interviene en el sentido de lo que estamos haciendo y, en consecuencia, puede contribuir, por ejemplo, a expandirlo o simplemente modificarlo. Cuando actuamos, muchas veces lo hacemos a partir de una determinada narrativa dentro de la cual le conferimos sentido a nuestra acción. Esta narrativa pertenece, con respecto a la acción a la que confiere sentido, al nivel reflexivo.

Nuestra capacidad de acción es dependiente de aquella narrativa desde la cual actuamos y las podemos tener más o menos poderosas, más o menos coherentes con otras narrativas que tenemos. Por lo tanto, al reflexionar podemos incrementar el poder de nuestras narrativas y, consecuentemente, el sentido de nuestras acciones.

En segundo lugar, también reflexionamos para examinar y, eventualmente, ampliar el horizonte de posibilidades en el cual actuamos. Siempre actuamos dentro de un determinado horizonte de posibilidades. Y es desde nuestros horizontes que vemos un mayor o menor número de alternativas para nosotros. No perdamos de vista que cuando hablamos de posibilidades estamos siempre pablando del rango de acciones posibles. La posibilidad siempre se refiere a acciones posibles. El reflexionar acerca de nuestros horizontes de posibilidades constituye otra manera de intervenir en nuestras acciones. La reflexión permite inventar lo posible.

En tercer lugar, también existe la reflexión que llamamos diseño. Diseñar es una acción que busca mejores vías de utilización de medios para lograr nuestros fines. Apunta a la confección de una pauta que guíe nuestras acciones para asegurar niveles de efectividad más altos en la consecución de nuestras metas. Existen dos tipos principales de diseño —la planeación y la estrategia.

Cuando hablamos de planeación aludimos al diseño de acciones al interior de un espacio relativamente protegido en el que lo central es el uso eficiente de los recursos, para alcanzar un objetivo determinado. Por lo general, el objetivo está dado y lo que interesa es la mejor forma de usar los medios disponibles, o por disponer, para alcanzarlo. Su carácter es tecnológico y es tarea habitual de los ingenieros.

Al hablar de estrategia las condiciones son muy diferentes. Esta emerge como forma de diseñar nuestras acciones bajo condiciones de acción recíproca. Esta vez el centro de atención no es el uso eficiente de los medios, sino las acciones que pueden tomar otros agentes con capacidad de acción autónoma, afectando la eficacia de nuestras propias acciones. Ello implica que nuestras acciones requieren poder anticipar las acciones de otros y ser diseñadas en consecuencia, a la vez que las acciones de los otros también procuran anticipar las nuestras y son diseñadas en consecuencia. Si la planeación es un tipo de diseño de acciones fundamentalmente tecnológico, la estrategia es esencialmente política. En el diseño estratégico, el problema del poder está siempre en el centro de lo que se define como posible.

Estas tres formas de reflexión apoyan e incrementan nuestra capacidad de acción directa. Y cada vez que emitimos el juicio de que no estamos siendo todo lo efectivos que quisiéramos, que algo anda mal, surge la oportunidad de reflexionar. Cuando esto sucede, debiéramos preguntarnos: —¿Tiene suficiente fuerza mi historia sobre por qué estoy haciendo lo que estoy haciendo? —¿Podría introducir nuevas posibilidades que aún no he considerado? —¿Existirá una mejor forma de utilizar mis recursos (medios) para lograr mis metas (fines)?

La acción reflexiva, por lo tanto, tiene sentido porque aumenta el poder de la acción directa. Es una acción que siempre, tarde o temprano, debe regresar al nivel de la acción directa en la cual se originó, pues es allí donde logra validarse. Este es su valor e importancia. Al final, siempre podemos cuestionar la acción reflexiva desde el nivel de la acción directa y preguntarnos: ¿Y, qué?, o ¿qué importancia tiene realmente esto?

Uno de los problemas que detectamos en la acción reflexiva es que ésta corre el riesgo de perder su vínculo de eficacia con el nivel de acción directa a la cual debiera servir. Muchas veces la acción reflexiva se autonómica de tal forma que se pierde de vista qué es lo que ella alimenta. O bien, se traduce en inmovilismo al nivel de la acción directa y, en último término, al nivel del sentido de la vida. Esto es lo que a menudo se quiere decir cuando desde el sentido común se exclama, «¡Deja de hablar (o de pensar) y actúa!». Cuando decimos esto, se suele implicar que tenemos el juicio que la reflexión ha dejado de servir a la acción directa.

Acción contingente y recurrente

Al hablar de acción (además de la acción directa y reflexiva) podemos hacer otra distinción. Esta es la distinción entre acción contingente y recurrente.

Los seres humanos a menudo actúan de acuerdo a las circunstancias y responden de manera inespecífica a los sucesos que se presentan en sus vidas. Llamaremos acción contingente a la acción que se genera cuando no disponemos de forma establecida de actuar, por lo tanto, cuando no hay cánones establecidos para actuar. Esta acción es contingente a la naturaleza de las circunstancias existentes. Muchas de las acciones que ejecutamos pertenecen a esta categoría.

Sin embargo, también desarrollamos formas recurrentes de hacernos cargo de aquellas inquietudes y quiebres que son permanentes. Institucionalizamos determinadas maneras de enfrentar algunos acontecimientos, de hacer las cosas, de ocuparnos de ciertas inquietudes y quiebres. Para hacer esto, las comunidades humanas crean una serie de estructuras de acción que ejecutan recurrentemente. Estas acciones recurrentes difieren de las acciones contingentes. Por de pronto, las podemos prever. En una determinada sociedad podemos esperar que la gente se comporte de una determinada manera cuando enfrenta cierto tipo de quiebres. Damos el nombre de prácticas sociales a estas acciones recurrentes.

Las prácticas sociales son históricas. Esto significa que no han existido siempre y que pueden variar de un período histórico a otro y de una sociedad a otra. Las prácticas sociales se producen dentro de una deriva histórica particular. Algunas veces las prácticas sociales son diseñadas; alguien las inventa y los demás las aplican. Muchas otras veces son generadas por accidente y se mantienen simplemente porque funcionan y porque no aparece nadie con una alternativa mejor.

Una de las características de las prácticas sociales es que a menudo se hacen transparentes. La gente hace las cosas en la forma establecida sin siquiera pensar en las acciones que realiza. Muy a menudo, por lo tanto, ellas se ejecutan como acciones no deliberativas (no conscientes). Esto trae ventajas significativas y también algunas desventajas.

En su aspecto positivo, las prácticas sociales nos permiten alcanzar un determinado nivel de efectividad, al tiempo que permanecen en el trasfondo de nuestras acciones. Su transparencia nos permite construir sobre ellas sin prestarles demasiada atención y concentrarnos en los aspectos contingentes del acontecer o en aquellas áreas que nos pueden permitir una expansión de nuestra capacidad de acción. Uno de los objetivos de «practicar» determinadas competencias es precisamente poder pasarlas a transparencia para dejar libre nuestra capacidad de atención a un nivel de acción diferente.

Cuando todos en una comunidad encarnan las mismas prácticas sociales, aumenta el nivel de coordinación de acciones, puesto que todos actúan desde un trasfondo compartido. Hay muchas cosas que no necesitan ser explicitadas. La gente se mueve como en una danza, conociendo todos los pasos que van con la música.

La danza es, en realidad, un buen ejemplo de prácticas sociales. Cuando la gente sabe bailar, sus acciones y sus pasos se desenvuelven en forma transparente. Pueden «dejarse llevar», disfrutar la danza y concentrarse en otras cosas. Lo mismo sucede en los deportes. Es sólo cuando conocemos el juego, sus reglas y cómo efectuar los movimientos básicos, que nos podemos «olvidar» de nosotros mismos y obtener resultados. Esto sucede en todos los dominios de nuestras vidas. Existen prácticas sociales para saludar a alguien en la calle, para hablar por teléfono, para escuchar una conferencia, para manejar en la carretera, etcétera.

El aspecto negativo de las prácticas sociales radica en el hecho de que, como ellas se tornan transparentes, solemos perder nuestra capacidad de observarlas. Nos acostumbramos tanto a hacer las cosas en la forma establecida que suponemos que ésa es la forma obvia, única y natural de hacerlas. Simplemente no nos damos cuenta de que otra gente puede abordar los mismos quiebres de manera muy diferente. Podemos perder la oportunidad de tratar nuestros quiebres de manera, quizás, mucho más eficiente.

Nuestras prácticas sociales se convierten en hábitos —en el lugar desde donde miramos al mundo y desde donde actuamos— llegando algunas veces al punto de dejar de verlas. Están tan cerca de nosotros que dejamos de percibirlas. Las prácticas sociales generan ceguera. No olvidemos, entonces, que el estar enclavados en las prácticas sociales puede a menudo debilitarnos y disminuir nuestra capacidad de crecer, aprender e innovar.

Las organizaciones se benefician del poder que tienen las prácticas sociales. El hecho de tener a muchos individuos operando transparentemente de una manera consistente conlleva muchas ventajas. Una organización con pocas prácticas sociales (con pocos sistemas establecidos) gastará una mayor cantidad de tiempo en hacer lo que otra ejecutará casi sin esfuerzo. Hay mucho que ganar diseñando prácticas sociales que permitan una más fluida coordinación de acciones entre los que trabajan juntos.

Pero, al mismo tiempo, la organización también se va a beneficiar al observar y reflexionar acerca de sus propias prácticas sociales. De otro modo, puede convertirse en una poderosa fuerza conservadora que resista el cambio y puede impactar negativamente sobre la capacidad competitiva de la organización. Las tecnologías de «reingeniería» o diseño de procesos, tan de moda en estos días en el ámbito de la consultoría de empresas, tienen como objetivo precisamente el analizar, evaluar y rediseñar las prácticas habituales de una organización que, por habituales, se ocultan y dejan de ser objeto de evaluación y diseño.

La reconstrucción lingüística de las prácticas sociales

Otra forma interesante en que aparece la conexión entre acción y lenguaje es a través del hecho de que podemos proceder a una reconstrucción lingüística de las prácticas sociales. Al hacerlo, tratamos cada práctica social como si se tratara de un juego con determinados objetivos y reglas que lo especifican. Podemos, por lo tanto, decir que las prácticas sociales permiten ser tratadas como juegos de lenguaje.

Debemos a Ludwig Wittgenstein el haber postulado esta relación entre lenguaje y juego y el habernos planteado la posibilidad de examinar el lenguaje como juegos lingüísticos y, por tanto, como prácticas sociales[20]. Lo que nosotros haremos, sin embargo, es utilizar la propuesta de Wittgenstein a la inversa. Para Wittgenstein, la distinción de juegos de lenguaje permitía una comprensión del lenguaje por referencia a prácticas sociales. Para nosotros, la misma distinción de juegos de lenguaje nos permitirá una mejor comprensión de las prácticas sociales por referencia al lenguaje. Es en este sentido que hablamos de una reconstrucción lingüística de las prácticas sociales.

Los juegos son útiles para ampliar nuestra comprensión de las prácticas sociales, puesto que son en sí prácticas sociales simplificadas y tienen una estructura lingüística explícita que normalmente utilizamos cuando le enseñamos el juego a quien no lo conoce. Otro fenómeno similar es el de las recetas de cocina. Ellas también representan un excelente ejemplo de una reconstrucción lingüística de una determinada práctica social conducente a producir tal o cual alimento.

Como vemos, la reconstrucción lingüística de prácticas sociales no representa nada nuevo. La efectuamos permanentemente en múltiples dominios de acción. Es lo que hace cada manual de instrucciones: utiliza el lenguaje para introducirnos en una determinada práctica. Nos guía, paso a paso, a través del lenguaje, en el aprendizaje de un juego. En ello se encierra, por lo tanto, toda una concepción del aprendizaje, toda una pedagogía. Pero esto es ya materia de otro libro.

Lo que no es tan habitual, sin embargo, es utilizar este mismo procedimiento en sentido contrario. No para introducirnos en una determinada práctica que nos resulta nueva, sino como una forma de poder evaluar y rediseñar aquellas prácticas que permanentemente ejecutamos y, por lo tanto, como un mecanismo de transformación de prácticas existentes.

Suele haber quienes consideran que al tratar las prácticas sociales como juegos las estamos trivializando. No hay nada de trivial en ello. Los juegos son prácticas sociales. La gran ventaja que tienen es que nos proporcionan un modelo que podemos utilizar como expresión generalizada de toda práctica social. Esta ventaja surge del hecho de que, dado que los juegos normalmente se diseñan, su estructura lingüística aparece en forma explícita en el proceso de diseño. Y dado que muchos juegos requieren ser enseñados, esta misma estructura lingüística, también se explicita durante el proceso de enseñanza.

Una crítica que frecuentemente se nos hace guarda relación con la «no realidad» de los juegos. «Un juego es sólo un juego, se nos dice. Las prácticas sociales que nos interesan tienen que ver con la vida, no con mundos virtuales». Si algo fundamental aprendemos de aquel eje que une a Heráclito con Nietzsche es precisamente, parafraseando a Calderón de la Barca, que la vida es un juego.

Sólo al comprender lo anterior, entramos en el umbral de lo que Nietzsche llama «la inocencia del devenir». Sólo entonces podemos superar el peso insoportable que, nuevamente en las palabras de Nietzsche, provienen del «espíritu de la gravedad». Si algo nos enseña la ontología del lenguaje es desconfiar de aquellos conceptos que constituyen el corazón de la metafísica: la Verdad, la Realidad, la Materia, la Idea. Si algo aprendemos de ella, al entender la relación que postulamos entre lenguaje y existencia, es que la virtualidad rige la realidad.

Habiendo dicho lo anterior, concentrémonos ahora en el proceso de reconstrucción lingüística de las prácticas sociales y en cómo los juegos nos son útiles a este respecto.

Cuando jugamos un juego podemos identificar diferentes clases de reglas. Toda regla, es necesario advertirlo, representa una declaración. Este es su status en cuanto acto lingüístico. Estas reglas se pueden clasificar en cinco categorías[21].

Podemos distinguir un primer tipo de reglas o declaraciones constitutivas. Estas declaran lo que los jugadores persiguen al actuar en él y, por lo tanto, definen el objetivo o propósito del juego. Toda práctica social existe como una forma de satisfacer un determinado propósito y éste permite ser reconstruido como una regla o declaración particular.

Normalmente, el objetivo del juego nos permite identificar aquella inquietud de la que el juego, como toda práctica social, se hace cargo. Pero tal inquietud, en el contexto del juego, asume una expresión concreta y guarda relación con un determinado resultado que se busca alcanzar. Tomemos el ejemplo del juego de fútbol. El objetivo del juego, al nivel de la inquietud de la que se hace cargo, es ganar el partido. Pero existe una determinada forma de hacerlo. Para tal efecto es necesario, al término del partido, haber metido más goles que el equipo contrario. Este es, por lo tanto, el objetivo específico del juego de fútbol.

En seguida, cabe distinguir un segundo tipo de reglas o declaraciones constitutivas de toda práctica social. A éstas las llamaremos declaraciones de existencia. Como tal, ellas especifican las entidades necesarias para jugar el juego, así como el ámbito espacial y temporal dentro del cual se lleva a cabo la acción.

Una vez que sabemos cuál es el objetivo del juego, es importante determinar el mundo en el que tal juego se va a llevar a cabo y, por lo tanto, las entidades que pueblan tal mundo, como asimismo sus parámetros espaciales y temporales. Ello implica efectuar un conjunto de actos declarativos que generan tal mundo, sus entidades, su espacio y su tiempo. En el juego de fútbol, para seguir con el mismo ejemplo, definimos, por lo tanto, una cancha de determinadas dimensiones y con determinadas áreas, los arcos y sus dimensiones, dos tiempos de 45 minutos cada uno, la existencia de dos equipos con once jugadores cada uno, la existencia en cada uno de estos equipos de un arquero, una pelota, un arbitro y dos guardalíneas, el gol, etcétera.

Por último, cabe distinguir un tercer tipo de reglas o declaraciones constitutivas. Ellas corresponden a lo que normalmente reconocemos como las leyes de acción del juego y, como tal, definen, como toda ley, lo que a los jugadores les está prohibido, permitido o lo que les es obligatorio hacer al actuar.

En nuestro ejemplo del fútbol estas reglas incluyen, por ejemplo, que sólo el arquero puede tocar la pelota con la mano cuando ésta está en juego y sólo dentro de su área, que no se puede golpear a un jugador del equipo contrario, que el árbitro es quien tiene autoridad para declarar cuando hubo un gol, etcétera. Las reglas de acción normalmente incluyen las sanciones que guardan relación con su incumplimiento.

Todo juego o práctica social no puede prescindir de estos tres tipos de declaraciones constitutivas. Ello implica que toda práctica social permite ser reconstruida en términos de su objetivo o propósito, el mundo de entidades que trae a la mano y las leyes de acción que regulan su desenvolvimiento. Estas declaraciones constitutivas dan cuenta de la estructura lingüística fundamental de toda práctica social. Cuando hay cambios en alguna de ellas estamos frente a una práctica social diferente. En otras palabras, al cambiar las declaraciones constitutivas de una práctica social existente, generamos nuevas prácticas. Este es un procedimiento habitual en los procesos de innovación de nuestras prácticas sociales.

Además de estas declaraciones constitutivas, podemos distinguir dos tipos de declaraciones adicionales. Estas son las reglas estratégicas y las reglas para la resolución de conflictos.

Tal como lo hemos señalado, las reglas estratégicas no forman parte de las declaraciones constitutivas de un juego. Ello significa que el juego (o la práctica social que estamos reconstruyendo) puede jugarse prescindiendo de ellas. La importancia que ellas poseen guarda relación con el hecho de que nos permiten jugar mejor y, por lo tanto, nos ayudan a ser más efectivos para alcanzar el objetivo que persigue una determinada práctica social. Las reglas estratégicas normalmente son el resultado del aprendizaje que resulta de experiencias pasadas en las que pudimos observar las consecuencias (tanto positivas como negativas) de una determinada acción o modalidad de acción.

En el caso del fútbol, habrá por ejemplo equipos que prefieran jugar el juego de acuerdo a las reglas del 4-3-3, otros optarán por el 4-2-4, otros por el 4-4-2, etcétera. Dentro del espacio definido por las reglas constitutivas puede haber infinitas modalidades estratégicas de jugar el juego.

Las reglas de resolución de conflictos, sin ser imprescindibles, suelen ser requeridas por dos razones diferentes. En primer lugar, por cuanto toda regla o declaración constitutiva puede ser interpretada de manera distinta por los diferentes jugadores y ello plantea la necesidad de alguna modalidad que permita resolver estas diferencias. En segundo lugar, porque pueden surgir situaciones no previstas por las reglas constitutivas, situaciones que los jugadores no sepan cómo resolver, y que requieran de alguna instancia a la que puedan recurrir y a la que aquéllos, de antemano, le hayan conferido autoridad para intervenir.

En el caso del fútbol, esto se suele resolver a través de la creación de un Tribunal de Disciplina, dependiente de un organismo rector (Asociación Nacional de Fútbol, Confederaciones Regionales, FIFA, etcétera) que tiene autoridad por sobre los equipos que participan en el juego del juego (campeonatos de fútbol).

Podemos usar ahora las distinciones mencionadas para reconstruir las prácticas sociales. El objetivo del juego nos permite especificar las inquietudes o quiebres de los que se ocupa esa práctica social. Las declaraciones de existencia nos permiten identificar los elementos y el espacio que son relevantes para abordar estos quiebres e inquietudes dentro de esa práctica social. Las leyes de acción nos dicen lo que «se puede», lo que «no se puede» y lo que «se debe» hacer en su interior. Haciendo uso de estas distinciones, podemos reconstruir cualquier práctica social.

Al hacer esta reconstrucción lingüística de las prácticas sociales se abre un nuevo dominio de acción —el dominio de la innovación y del diseño. Ahora podemos reconstruir prácticas sociales existentes. Una vez hecho esto, podemos jugar libremente con cada uno de sus componentes y examinar si, al cambiar uno o varios de ellos, podemos encontrar formas más efectivas de abordar las inquietudes y quiebres de los que se ocupa esa práctica social. Cuando hacemos fisto estamos innovando en las prácticas sociales existentes.

Ahora sabemos que, para diseñar prácticas completamente nuevas, debemos establecer con claridad cuál es el objetivo del juego (la inquietud o quiebre del que nos estamos haciendo cargo), sus declaraciones de existencia y sus leyes de acción. Una vez que una práctica social ha sido diseñada, debiéramos observar cuan efectivamente opera y juzgar qué se necesitaría corregir para aumentar su efectividad.

Cada vez que nos enfrentamos a un quiebre recurrente, si no se ha establecido una práctica social que se ocupe de él, podemos escuchar un llamado a diseñar una. Al hacer esto dejamos de hacernos cargo de los quiebres recurrentes con acciones contingentes, que demandan mayores esfuerzos y son más onerosas. Ahora podemos hacernos cargo de los quiebres recurrentes con acciones recurrentes.