8. ¡Con esta hacha gobierno!

1. «Mis canciones son clavos para el ataúd de un rey»

—¡El rey debe morir a medianoche!

Quien así había hablado era alto, enjuto y moreno; una cicatriz encorvada cerca de su boca le daba un aspecto insólitamente siniestro. Quienes le escuchaban asintieron, con miradas brillantes. Eran cuatro: un hombre bajo y grueso, con un rostro tímido, una boca débil y unos ojos abultados que le daban un aspecto de permanente curiosidad; un sombrío gigante, peludo y primitivo; un hombre alto y nervudo, con los ropajes de un bufón, cuyos ardientes ojos azules despedían un brillo que no parecía ser del todo cuerdo; y un fornido enano, anormalmente ancho de hombros y largo de brazos.

El que había hablado primero sonrió de una forma glacial.

—Hagamos el juramento que no puede ser roto, el juramento de la daga y la llama. Confío en vosotros, oh, sí, claro que sí. Pero es mucho mejor que cada uno de nosotros tenga la seguridad más absoluta. Observo temblores en algunos de vosotros.

—Está muy bien que lo digas tú, Ardyon —dijo el hombre bajo y grueso—. De todos modos, ya eres un proscrito, un fuera de la ley a cuya cabeza se le ha puesto precio. Tienes mucho que ganar en esto, y nada que perder, mientras que nosotros…

—Tenéis mucho que perder, y mucho más que ganar —le interrumpió el proscrito, imperturbable—. Me habéis llamado, me habéis hecho salir de mi escondite en las montañas para que os ayudara a derrocar al rey. He preparado los planes, he puesto la trampa, alimentado el cebo y estoy preparado ahora para destruir a la presa, pero para ello tengo que estar seguro de vuestro apoyo. ¿Lo juraréis?

—¡Ya basta de estupideces! —exclamó el hombre de los intensos ojos azules—. Sí, lo juraremos este amanecer, y por la noche tendremos a un rey bailando en la cuerda. «¡Oh, el canto de los carros de guerra, y el rumor de las alas de los buitres!».

—Puedes ahorrarte tus canciones para otro momento, Ridondo —dijo Ardyon con una risotada—. Éste es momento para usar las dagas, no las rimas.

—¡Mis canciones son clavos para el ataúd de un rey! —exclamó el juglar, al tiempo que extraía una daga larga y fina—. Varlets, trae aquí una vela. ¡Yo seré el primero en prestar el juramento!

Un esclavo silencioso y sombrío trajo un cirio, y Ridondo se pinchó en la muñeca e hizo brotar la sangre. Uno tras otro, todos los demás imitaron su ejemplo y luego sostuvieron cuidadosamente las muñecas ensangrentadas para que la sangre no goteara todavía. Se tomaron después de las manos y formaron un círculo, con el cirio encendido en el centro, e hicieron avanzar las muñecas hacia él, de modo que las gotas de sangre cayeron encima y, al tiempo que la llama siseaba, repitieron:

—Yo, Ardyon, un hombre sin tierra, juro cumplir lo prometido y guardar silencio, y que mi juramento sea inquebrantable.

—¡Y también lo juro yo, Ridondo, primer juglar de la corte de Valusia!

—¡Y lo mismo juro yo, Enaros, comandante de la legión negra! —dijo el gigante.

—¡Y lo mismo juro yo, Ducalon, conde de Komahar! —dijo el enano.

—¡Y lo mismo juro yo, Kaanuub, barón de Blaal! —dijo el hombre bajo y gordo, con un trémulo falsetto.

La luz del cirio parpadeó y se apagó, aplastada por las gotas de color rubí que cayeron sobre ella.

—Que así se apague la vida de nuestro enemigo —concluyó Ardyon.

Soltó las manos de sus camaradas y les miró uno tras otro, con un desprecio cuidadosamente velado. El proscrito sabía que los juramentos podían romperse, incluso los «inquebrantables», pero también sabía que Kaanuub, de quien desconfiaba más, era un hombre supersticioso. Valía la pena tener en cuenta cualquier posible salvaguarda, por muy ligera que pudiera parecer.

—Mañana —dijo Ardyon bruscamente—, o más bien hoy mismo, pues ya amanece, Brule, el asesino de la lanza y mano derecha del rey, parte en dirección a Grondar, en compañía de Ka-nu, el embajador picto; irán acompañados por una escolta de pictos y un buen número de los asesinos rojos, la guardia personal del rey.

—En efecto —asintió Ducalon con cierta satisfacción—, ese plan fue tuyo, Ardyon, pero yo lo hice funcionar. Dispongo de un pariente en el consejo de Grondar, y resultó bastante sencillo convencer indirectamente al rey de Grondar para que solicitara la presencia de Ka-nu. Y, claro está, como quiera que Kull honra a Ka-nu por encima de cualquier otro, debe ir acompañado de una escolta suficiente.

El fuera de la ley asintió con un gesto.

—Bien. Por fin, a través de Enaros, he logrado corromper a un oficial de la guardia roja. Esta noche, justo antes de la medianoche, ese oficial alejará a sus hombres del dormitorio del rey, con el pretexto de investigar algún ruido sospechoso o algo similar. Previamente, nos habremos introducido en el palacio, mezclados con los cortesanos, y estaremos esperando, los cinco, y dieciséis bribones desesperados a quienes he convocado para que bajen de las montañas, y que ahora se hallan ocultos en diversas partes de la ciudad. Así pues, seremos veintiuno contra uno solo…

Se echó a reír. Enaros asintió con un gesto, Ducalon sonrió con una mueca, Kaanuub se puso pálido y Ridondo se frotó las manos alegremente y cantó entonadamente:

—¡Por Valka que todos recordarán esta noche, cuando suenen las cuerdas doradas! La caída del tirano, la muerte del déspota…, ¡qué canciones podré componer!

Sus ojos se encendieron con una salvaje luz fanática, y los otros se volvieron a mirarle, con expresiones de duda. Todos, salvo Ardyon, que inclinó la cabeza para ocultar una mueca. Luego, el proscrito se incorporó de repente.

—¡Ya basta! Que cada cual regrese ahora a su puesto habitual, y que ni una sola palabra, acto o mirada traicionen lo que está en la mente de todos nosotros. —Vaciló un momento, miró a Kaanuub y añadió—: Barón, la palidez de vuestro rostro os delata. Si Kull se encuentra con vos y le miráis a esos penetrantes ojos grises que tiene, os derrumbaréis. Será mejor que os dirijáis a vuestra mansión y esperéis allí a que los llamemos. Porque con cuatro nos bastamos.

Kaanuub casi estuvo a punto de caer debido a su reacción de alegría, y se marchó balbuceando incoherencias. Los demás saludaron con un gesto al proscrito y se marcharon.

Ardyon se desperezó como un gran felino y sonrió con una mueca. Llamó a un esclavo y acudió un tipo de aspecto sombrío en cuyo hombro se veía la cicatriz, marcada a fuego, que señalaba a los ladrones.

—Mañana saldré al balcón y dejaré que el pueblo de Valusia me contemple —dijo Ardyon tomando la taza que se le tendía—. Hace meses, desde que los cuatro rebeldes me llamaron para que bajara de las montañas, me he ocultado como una rata, he vivido en el mismo corazón de mis enemigos, alejado de la luz durante el día, encogido y enmascarado por las noches cuando tenía que caminar por callejones y pasillos oscuros por la noche. Y sin embargo, he conseguido lo que esos señores rebeldes no habrían podido lograr. Trabajar a través de ellos y de otros muchos agentes, muchos de los cuales ni siquiera han visto mi rostro, dedicado a sembrar el descontento y la corrupción por todo el imperio. He sobornado y trastornado a los funcionarios, he extendido la sedición entre el pueblo y, en resumen, he trabajado en la sombra, preparando el camino para la caída del rey que ahora se sienta entronizado en el mismo sol. Ah, amigo mío, casi había olvidado que fui un estadista antes que un proscrito, hasta que Kaanuub y Ducalon enviaron a buscarme.

—Trabajáis con extraños camaradas —dijo el esclavo.

—Son hombres débiles, pero fuertes en sus formas de actuar —replicó lánguidamente el proscrito—. Ducalon es un hombre astuto, osado y audaz, y tiene parientes que ocupan altos puestos en la corte, pero está sumido en la pobreza, y las fincas peladas que posee se hallan sobrecargadas de deudas. Enaros no es más que una bestia feroz, fuerte y valiente como un león, con una influencia considerable entre los soldados, pero por lo demás un inútil, pues le falta el cerebro que hay que tener. Kaanuub es astuto a su modo y no deja de ser un pequeño intrigante, pero es un estúpido y un cobarde; avaricioso, pero poseedor de una inmensa riqueza que ha sido esencial para mis propósitos. En cuanto a Ridondo, no es más que un poeta loco, lleno de planes concebidos por los pelos, valeroso pero inconstante; un favorito entre las gentes, gracias a sus canciones, que saben desgarrar las cuerdas de sus corazones. Él es nuestra mejor apuesta para alcanzar la popularidad una vez que hayamos logrado nuestro propósito.

—¿Quién subirá al trono, entonces?

—Kaanuub, desde luego, ¡o eso es, al menos, lo que él cree! Tiene en sus venas un rastro de sangre real, la sangre de aquel rey a quien Kull mató con sus propias manos. Un grave error por parte del rey actual. Sabe que todavía quedan hombres que fanfarronean descender de la vieja dinastía, pero les ha dejado con vida. Así que Kaanuub conspira para apoderarse del trono. Ducalon desea recuperar el favor del que disfrutaba en el viejo régimen, para poder elevar sus posesiones y su título hasta recuperar la antigua grandeza perdida. Enaros odia a Kelkor, el comandante de los asesinos rojos, y cree que debería ser él quien ocupara ese puesto. Desea llegar a ser el comandante de todos los ejércitos de Valusia. En cuanto a Ridondo, ¡bah!, le desprecio y le admiro al mismo tiempo. Es un verdadero idealista. Ve en Kull al extranjero, al bárbaro, a un salvaje tosco, con las manos manchadas de sangre, que ha surgido del mar para invadir una nación pacifica y agradable. Ha idealizado al rey que Kull asesinó, olvidando la naturaleza vil de aquel bribón. Olvida todas las inhumanidades bajo las que gimió el país durante su reinado, y es el más apto para hacer olvidar a la gente. Ya canta el Lamento por el rey, en el que santifica al villano y vilipendia a Kull como «el salvaje de negro corazón». Kull se ríe de esas canciones y tolera a Ridondo, pero al mismo tiempo se pregunta por qué la gente se revuelve contra él.

—Pero ¿por qué odia Ridondo a Kull?

—Porque es un poeta, y los poetas odian a quienes detentan el poder, y se vuelven hacia los tiempos del pasado en busca de alivio para sus sueños. Ridondo es una antorcha encendida de idealismo, y él mismo se concibe como un héroe, como un caballero sin mancha que se eleva para derrocar al tirano.

—¿Y vos?

Ardyon se echó a reír y vació el contenido de su copa.

—Yo tengo ideas propias. Los poetas son peligrosos, porque creen en lo que cantan en cada momento. Yo, en cambio, creo lo que pienso. Y pienso que Kaanuub no podrá conservar el trono por mucho tiempo. Hace unos pocos meses había perdido ya todas las ambiciones, salvo la de asaltar los pueblos y las caravanas mientras viviera Ahora, sin embargo…, ahora veremos.

2. «Entonces fui el libertador, y ahora…»

Una habitación extrañamente vacía, en contraste con los ricos tapices en las paredes y las mullidas alfombras que cubrían el suelo. Un pequeño escritorio, tras el que se hallaba sentado un hombre. Un hombre que habría destacado en una multitud de entre un millón, y no tanto debido a su tamaño insólito, su altura o sus grandes hombros, a pesar de que estas características contribuían lo suyo a causar ese efecto, sino debido a su rostro, moreno e inmóvil, capaz de sostener cualquier mirada, y a sus estrechos ojos grises, que podían imponer, con su frío magnetismo, la voluntad de su dueño sobre los demás.

Cada movimiento que efectuaba, por muy ligero que fuese, hacía resaltar los tensos músculos de acero, y el cerebro se conectaba con esos músculos mediante una perfecta coordinación. No había nada de deliberado, ni de preconcebido en esos movimientos; o bien se sentía perfectamente a gusto en el descanso, aunque siguiera siendo como una estatua de bronce, o bien se hallaba en movimiento con esa rapidez felina que nublaba la visión de quien intentaba seguir sus movimientos.

Ahora, este hombre apoyaba la barbilla sobre el puño, con los codos apoyados a su vez sobre el escritorio, y observaba tenebrosamente al hombre que se hallaba de pie, ante él. Este hombre se hallaba ocupado, por el momento, en sus propios asuntos, dedicado a atarse los lazos del peto. Es más, silbaba distraídamente, con una actitud extraña y poco convencional, sobre todo si se tenía en cuenta que se hallaba en presencia de un rey.

—Brule —dijo el rey—, esta cuestión de estado me fatiga como no me había ocurrido con nada que fuera un combate.

—Eso forma parte del juego, Kull —comentó Brule—. Sois el rey, y debéis representar ese papel.

—Desearía cabalgar contigo y acompañarte a Grondar —dijo Kull con una expresión de envidia—. Tengo la impresión de que han transcurrido muchos años desde la última vez que tuve un caballo entre las piernas, pero Tu me asegura que hay asuntos que exigen mi presencia aquí. ¡Maldito sea!

»Hace meses, muchos meses —siguió diciendo con una creciente melancolía al no obtener respuesta, hablando con entera libertad—, derroqué a la vieja dinastía y me apoderé del trono de Valusia, con el que había soñado desde que era un muchacho criado en los territorios de los hombres de mi tribu. Eso resultó fácil. Ahora, al mirar hacia atrás y ver el largo y duro camino recorrido, al pensar en aquellos tiempos de trabajos, matanzas y tribulaciones, me parece que son como otros tantos sueños. De un hombre de la tribu de Atlantis que era, pasé por las galeras de Lemuria, en las que trabajé durante dos años como remero esclavo; luego fui un proscrito fuera de la ley en las montañas de Valusia, después un cautivo en sus mazmorras, un gladiador en sus arenas, un soldado en sus ejércitos, hasta convertirme en su comandante y, finalmente, en su rey.

»El problema conmigo, Brule, es que no soñé más allá. Siempre había imaginado hasta el momento de apoderarme del trono, pero no miré más lejos. Cuando el rey Borna cayó muerto a mis pies y le arranqué la corona de la cabeza ensangrentada, alcancé los límites últimos de mis sueños. A partir de entonces, todo ha sido un laberinto de ilusiones y errores. Me preparé para apoderarme del trono, pero no para conservarlo.

»Al derrocar a Borna, el pueblo me aclamó; entonces fui el libertador, y ahora…, ahora murmuran y me dirigen miradas negras a mis espaldas, escupen sobre mi sombra cuando creen que no les miro. Han colocado una estatua de Borna, ese cerdo muerto, en el templo de la serpiente, y la gente acude ante ella para llorar, para aclamarle como monarca santificado que fue asesinado por un bárbaro con las manos manchadas de sangre. Cuando, como soldado, dirigí a sus ejércitos hasta la victoria, Valusia pasó por alto el hecho de que era un extranjero; ahora, no puede perdonarme por ello.

»Y ahora, en el templo de la serpiente, acuden a quemar incienso en memoria de Borna precisamente los mismos hombres a quienes sus verdugos cegaron y mutilaron, padres cuyos hijos murieron en las mazmorras, esposos cuyas mujeres fueron secuestradas para formar parte de su harén. ¡Bah! Los hombres son unos estúpidos.

—En buena medida, Ridondo es responsable de ello —dijo el picto apretándose un agujero más el cinto de la espada—. Entona canciones que enloquecen a los hombres. Cuélgalo, con sus ropajes de juglar, de la torre más alta de la ciudad. Que componga rimas para los buitres.

Kull sacudió su cabeza leonina.

—No, Brule, está fuera de mi alcance. Un gran poeta es más grande que cualquier rey. Me odia y, sin embargo, me complacería su amistad. Sus canciones son más poderosas que mi cetro, pues una y otra vez ha estado a punto de desgarrarme el corazón cuando decidió cantar para mí. Yo moriré y seré olvidado, pero sus canciones vivirán eternamente.

El picto se encogió de hombros.

—Como queráis. Seguís siendo el rey, y el pueblo no puede haceros caer. Los asesinos rojos son vuestros hasta el último hombre, y tenéis a toda la nación picta tras de vos. Ambos somos bárbaros, aunque hayamos pasado la mayor parte de nuestras vidas en este país. Y ahora me marcho. No tenéis nada que temer, salvo un intento de asesinato, que tampoco hay que temer teniendo en cuenta el hecho de que vuestra persona se halla protegida día y noche por un escuadrón de asesinos rojos.

Kull levantó la mano en un gesto de despedida y el picto abandonó la estancia con el sonido metálico de su armadura.

Entonces, otro hombre reclamó su atención, recordándole a Kull que, a un rey, el tiempo nunca le pertenece por entero.

Este hombre era un joven noble de la ciudad llamado Seno Val Dor. Este famoso y joven espadachín y réprobo se presentó ante el rey con signos evidentes de experimentar una gran perturbación mental. Su capa de terciopelo aparecía arrugada y, al hincarse de rodillas en el suelo, el penacho se le cayó miserablemente. Su vestimenta mostraba manchas, como si en su agonía mental hubiera descuidado por completo la atención de su aspecto personal durante algún tiempo.

—Mi rey y señor —dijo en un tono de profunda sinceridad—, si el glorioso pasado de mi familia significa algo para vuestra majestad, si mi propia lealtad significa algo para vos, por el amor de Valka, concededme lo que os pido.

—Di de qué se trata.

—Mi rey y señor, amo a una doncella. Sin ella, no puedo vivir. Sin mí, ella morirá. No puedo comer, ni dormir, sólo de pensar en ella. Su belleza me persigue día y noche, la radiante visión de su divina hermosura…

Kull se removió inquieto en su asiento. Nunca había amado a una mujer.

—En tal caso, en el nombre de Valka, cásate con ella.

—¡Ah! —exclamó el joven—. Ése es el problema, porque ella es una esclava llamada Ala, que pertenece a un tal Ducalon, conde de Komahar. Y en los libros negros de la ley valusa se dice que un noble no puede casarse con una esclava. Siempre ha sido así Me he dirigido a las alturas, y siempre he recibido la misma respuesta: «Noble y esclavo no pueden contraer matrimonio». Es terrible. Me dicen que nunca antes en toda la historia del imperio se ha conocido el caso de un noble que quisiera casarse con una esclava. ¿Qué representa eso para mí? Apelo a vos, como último recurso.

—¿No estaría ese Ducalon dispuesto a venderla?

—Lo haría, pero difícilmente alteraría eso la situación, porque ella seguiría siendo una esclava, y un hombre no puede casarse con su propia esclava. Sólo la deseo como esposa. Cualquier otra solución no sería más que una burla vacía de todo contenido. Deseo mostrarla ante el mundo envuelta en pieles de armiño y cubierta de joyas, como la esposa de Val Dor. Pero eso no podrá ser a menos que vos me ayudéis. Ella nació esclava, de cien generaciones de esclavos, y esclava seguirá siendo mientras viva y sus hijos lo serán. Y como tal, no puede casarse con un hombre libre.

—En tal caso, abraza tú mismo la esclavitud para estar a su lado —sugirió Kull mirando atentamente al joven.

—Eso es lo que deseo —contestó Seno con tanta franqueza y rapidez que Kull le creyó de inmediato—. Acudí a ver a Ducalon y le dije: «Tenéis una esclava a la que amo; deseo casarme con ella. Tómame entonces como esclavo para que pueda estar así cerca de ella». Se negó en redondo, horrorizado. Estaba dispuesto a vendérmela, e incluso a entregármela, pero no quiso consentir en que me convirtiera en su esclavo. Y mi padre ha jurado de forma inquebrantable matarme si degradara de ese modo el buen nombre de los Val Dor. No, mi rey y señor, sólo vos podéis ayudarme.

Kull llamó a Tu y le planteó el caso. Tu, el primer consejero, sacudió la cabeza, pesaroso.

—Está escrito en los grandes libros encuadernados en hierro, tal y como ha dicho Seno. Ésa ha sido siempre la ley, y ésa seguirá siendo siempre la ley. Ningún noble puede casarse con una esclava.

—¿Y por qué no puedo cambiar yo esa ley? —preguntó Kull.

Tu colocó ante él una tablilla de piedra en la que se había cincelado la ley.

—Esta ley ha existido durante miles de años. ¿Lo veis, Kull? Fue esculpida en esta tablilla por los legisladores primitivos, hace ya tantos siglos que un hombre podría pasarse toda la noche contándolos y no acabaría. Ni vos ni cualquier otro rey puede alterar eso.

Kull experimentó de pronto la nauseabunda y debilitante sensación de hallarse impotente, algo que últimamente había empezado a asaltarle con cierta frecuencia, le parecía que la realeza no era más que otra forma de esclavitud; siempre se había salido con la suya, abriéndose paso entre sus enemigos con su gran espada. ¿Cómo podía prevalecer ahora contra amigos solícitos y respetuosos que se inclinaban ante él y le lisonjeaban y que, sin embargo, se mostraban inflexibles en lo tocante a todo lo nuevo, que se atrincheraban tras las costumbres con tradición y antigüedad, y le desafiaban tranquilamente a que se atreviera a cambiar algo?

—Márchate —le dijo al joven con un fatigado gesto de su mano—. Lo siento mucho, pero no puedo ayudarte.

Seno val Dor salió de la estancia como un hombre con el corazón destrozado, con la cabeza y los hombros inclinados, los ojos apagados y arrastrando los pies al caminar, como si ya nada tuviera importancia alguna para él.

3. «Creí que erais un tigre humano»

Un viento frío sopló por entre los bosques verdes. Un hilo de plata, como una herida, se abrió paso entre los grandes árboles de los que colgaban las lianas y las enredaderas de vivos colores. Un pájaro cantó y la suave luz solar de finales del verano se desplazó por entre las ramas entrelazadas para caer en forma de aterciopelados dibujos dorados y negros de luces y de sombras sobre la tierra cubierta por la hierba. En medio de esta quietud pastoril yacía una pequeña esclava, con el rostro oculto entre los brazos blancos y suaves, y lloraba como si el corazón se le hubiera desgarrado. Los pájaros cantaban, pero ella era sorda; el arroyo la llamaba, pero ella era muda; el sol brillaba, pero ella era ciega. Todo el universo era como un vacío negro en el que sólo el dolor y las lágrimas eran reales.

En su estado, no oyó los ligeros pasos, ni vio al hombre alto de anchos hombros que surgió de entre la espesura y se quedó allí, de pie ante ella. No se dio cuenta de su presencia hasta que él se arrodilló, la levantó en sus brazos y le limpió los ojos con las manos, con tanta suavidad como pudiera haberlo hecho una mujer.

La pequeña esclava levantó la mirada y contempló un rostro impávido y moreno, con unos estrechos y fríos ojos grises que ahora, sin embargo, aparecían extrañamente ablandados. A juzgar por su aspecto, sabía que este hombre no era un valuso, y en tiempos tan complicados no era bueno que una pequeña esclava como ella fuera sorprendida por un extraño en un bosque solitario, sobre todo si éste era extranjero. Sin embargo, se sentía demasiado desgraciada como para tener miedo y, además, el hombre parecía amable.

—¿Qué te ocurre, muchacha? —le preguntó.

Y como una mujer que se encuentre en el más extremo dolor tiende a exponer sus penas a cualquiera que le demuestre interés y simpatía, ella susurró:

—Oh, señor, soy una mujer muy desgraciada. Amo a un joven noble…

—¿Seno val Dor?

—Sí, señor —contestó ella mirándole con sorpresa—. ¿Cómo lo sabéis? Desea casarse conmigo y hoy, después de haber intentado en vano obtener el permiso, acudió a ver al propio rey. Pero el rey se negó a ayudarle.

Una sombra cruzó por el rostro moreno del extraño.

—¿Dijo Seno que el rey se negó?

—No, el rey convocó al primer consejero y discutió con él durante un rato, pero finalmente cedió. ¡Oh! —sollozó—, ¡ya sabía yo que sería inútil! Las leyes de Valusia son inalterables, sin que importe lo crueles o injustas que sean. Son más grandes que el propio rey.

La muchacha sintió los músculos de los brazos sosteniéndola, hinchados y endurecidos, convertidos en grandes cables de hierro. Por el rostro del extraño cruzó una expresión de impotencia.

—En efecto —murmuró en voz baja—, las leyes de Valusia son más grandes que el rey.

Contarle sus problemas había ayudado algo a la muchacha, que ahora se secó los ojos. Las esclavas están acostumbradas a soportar problemas y sufrimientos, aunque éste le había desgarrado la vida.

—¿Odia Seno al rey? —preguntó el extraño.

Ella negó con un gesto de la cabeza.

—No, comprende que él no puede hacer nada.

—¿Y tú?

—¿Yo…, qué?

—¿Odias tú al rey?

Los ojos de la muchacha se encendieron.

—¡Yo! ¿Quién soy yo, oh, señor, para odiar a un rey? Jamás se me habría ocurrido tal cosa.

—Me alegra oírte decir esas palabras —dijo el hombre con un tono de voz pesado—. Al fin y al cabo, el rey no es más que un esclavo, aprisionado por cadenas más pesadas.

—Pobre hombre —exclamó ella, apiadada, aunque sin comprenderlo del todo. Y luego se encendió su cólera—. ¡Pero odio esas leyes crueles que obedecen las gentes! ¿Por qué no pueden cambiar las leyes? ¡El tiempo nunca permanece quieto! ¿Por qué deben verse las gentes de hoy regidas por leyes que fueron hechas por nuestros antepasados bárbaros, hace miles de años? —Se detuvo de pronto y miró temerosa a su alrededor—. No se lo digáis a nadie —susurró apoyando la cabeza, suplicante, sobre el hombro de su acompañante—. No es propio de una mujer, y menos de una esclava, que se exprese de una forma tan desvergonzada delante de alguien. Sería azotada por mis amos si se enteraran.

El hombre corpulento sonrió.

—Puedes estar tranquila, muchacha. Ni el propio rey se sentiría ofendido por tus sentimientos. En realidad, creo que está bastante de acuerdo contigo.

—¿Habéis visto al rey? —preguntó ella con una curiosidad infantil que superó por un momento la desgracia que sentía.

—A menudo.

—¿Y es verdad que mide más de dos metros y medio de altura? —preguntó con avidez—. ¿Y que tiene cuernos bajo la corona, como dice la gente?

—En modo alguno —contestó él riendo—. Le falta medio metro para alcanzar la altura que describes pues, en cuanto a tamaño, podría ser como mi hermano gemelo. No nos llevamos ni un centímetro de diferencia.

—¿Y es tan amable como vos?

—A veces, cuando no se siente frenético por asuntos de gobierno que no comprende, y por la superficialidad de unas gentes que no siempre pueden comprenderle.

—¿Es realmente un bárbaro?

—Lo es, en realidad: nació y pasó su primera infancia entre los bárbaros paganos que habitan el país de Atlantis. Tuvo un sueño y lo realizó. Como era un gran luchador y un salvaje espadachín, como era muy hábil en el combate, como agradaba mucho a los mercenarios bárbaros del ejército valuso, terminó por convertirse en rey. Pero el trono se tambalea bajo él, porque es un guerrero, y no un político, y porque su habilidad con la espada no le sirve ahora de nada.

—¿Y es muy desgraciado?

—No siempre —contestó el hombre corpulento con una sonrisa—. A veces, cuando se escapa para disfiutar a solas de unas pocas horas de libertad, caminando entre los bosques, se siente casi feliz, sobre todo cuando se encuentra con una hermosa muchacha como…

La joven lanzó un grito, repentinamente aterrorizada, y se hincó de rodillas ante él.

—¡Oh, mi señor, tened piedad! No lo sabía, ¡vos sois el rey!

—No temas. —Kull se arrodilló de nuevo a su lado y la rodeó con un brazo, notando que la muchacha temblaba de pies a cabeza—. Antes dijiste que era amable…

—Y lo sois, mi señor —susurró ella débilmente—. Yo… creí que erais un tigre humano, a juzgar por lo que dicen los hombres, pero ahora veo que sois afable y tierno, aunque… sois el rey, y yo…

De repente, completamente confusa y perpleja, se puso en pie de un salto, echó a correr y se desvaneció al instante. Darse cuenta de que el rey, a quien sólo había soñado con ver algún día en la distancia, era realmente el hombre a quien había contado sus penas, la llenó de vergüenza y confusión y le produjo un terror casi físico.

Kull lanzó un suspiro y se incorporó. Los asuntos de palacio volvían a reclamar su atención, y tenía que regresar para enfrentarse con problemas de cuya naturaleza no tenía más que una vaga y remota idea, y acerca de cuya solución no tenía ninguna idea.

4. «¿Quién quiere morir el primero?»

Veinte personas se deslizaron a hurtadillas a través del máximo silencio que envolvía los pasillos y salones del palacio. Sus pies sigilosos, calzados con zapatos de cuero blando, no produjeron el menor sonido sobre las mullidas alfombras o las losas de mármol desnudo. Las antorchas colocadas en los nichos, a lo largo de los pasillos y salones, brillaban con tonalidades rojas y se reflejaban en las dagas desenvainadas, las espadas de hoja ancha y las hachas afiladas.

—¡Alto, alto todos! —siseó Ardyon, que se detuvo un momento para mirar atrás, a sus seguidores—. Que deje de sonar esa maldita respiración tan ruidosa, sea quien fuere. El oficial de la guardia nocturna ha desplazado a todos los guardias de estos rellanos y pasillos, ya sea mediante orden directa o emborrachándolos, pero debemos llevar cuidado. Es una suerte para nosotros que esos malditos pictos, los lobos ágiles, estén de juerga en el consulado o se encuentren de camino hacia Grondar. ¡Silencio! ¡Atrás, ahí viene la guardia!

Se apelotonaron todos detrás de una enorme columna, que habría podido ocultar a todo un regimiento de hombres, y aguardaron. Casi inmediatamente aparecieron diez hombres, altos y atezados, vestidos con armadura roja, que avanzaban como si fueran estatuas de hierro. Iban fuertemente armados y en los rostros de algunos de ellos se observaba una ligera incertidumbre. El oficial que los mandaba estaba bastante pálido. Su rostro estaba surcado por líneas duras y se llevó una mano a la frente, para limpiarse el sudor, en el momento en que la guardia pasó ante la enorme columna tras la que se ocultaban los asesinos. Era un hombre joven, y esta traición a un rey no le resultaba nada fácil.

Pasaron ante ellos, con ruido metálico de armas, y se perdieron por el pasillo.

—Bien —dijo Ardyon en voz baja, con una sonrisa—. Ha cumplido lo prometido. Ahora, Kull duerme desprotegido. ¡Apresuraos, tenemos mucho que hacer! Si nos atrapan asesinándole estaremos acabados, pero a un rey muerto se le convierte con facilidad en un simple recuerdo. ¡Daos prisa!

—¡Sí, deprisa! —gritó Ridondo en voz baja.

Se apresuraron por el pasillo, ya sin tomar precauciones, y se detuvieron ante una puerta.

—¡Aquí! —espetó Ardyon—. Enaros, ábreme esta puerta.

El gigante lanzó todo su peso contra el panel, y se produjo un crujido de cerrojos, un estallido de la madera. La puerta cedió y se abrió hacia el interior.

—¡Adentro! —gritó Ardyon, encendido por el ánimo del asesinato.

—¡Adentro! —rugió Ridondo—. Muerte al tirano…

Se detuvieron todos de improviso. Kull se les enfrentaba. No era un Kull desnudo, despierto repentinamente de un sueño profundo, desconcertado y desarmado ante aquellos carniceros, como una oveja desamparada, sino un Kull plenamente despierto y feroz, parcialmente vestido con la armadura de un asesino rojo, con una larga espada en la mano.

Kull se había levantado tranquilamente unos pocos minutos antes, incapaz de dormir. Había tenido la intención de pedirle al oficial de guardia que entrara en el dormitorio para conversar un rato con él, pero al mirar por la mirilla de la puerta lo vio al frente de sus hombres, alejándose. Inmediatamente, en la mente recelosa del rey bárbaro surgió la sospecha de que se cometía un acto de traición contra su persona Ni siquiera se le ocurrió llamar a los hombres para que regresaran, porque supuso que también formarían parte de la conspiración. No existía ninguna buena razón para que se produjera esta deserción. Así que Kull empezó a colocarse tranquilamente la armadura que siempre tenía a mano, y apenas había terminado de hacerlo cuando Enaros se lanzó contra la puerta y la abrió.

Por un momento, la escena pareció quedar congelada. Los cuatro nobles rebeldes que se encontraban junto a la puerta y los dieciséis desesperados proscritos que les seguían, se vieron contenidos, simplemente, por la terrible mirada del silencioso gigante que se erguía en medio del dormitorio real, con la espada preparada.

—¡Matadle! —gritó entonces Ardyon—. ¡Sólo es uno contra veinte, y no lleva casco!

Con un grito que se elevó hacia el techo, los asesinos entraron en tromba en el dormitorio. El primero de todos fue Enaros. Lo hizo como un toro lanzado a la carga, con la cabeza agachada y la espada baja, dispuesta para desgarrarle las entrañas. Kull saltó para salirle al encuentro como un tigre pudiera cargar contra un toro, y todo el peso y la poderosa fortaleza del rey se concentraron en el brazo que sostenía la espada. La gran hoja relampagueó en el aire, trazando un arco silbante, y se estrelló contra el casco del comandante. Hoja y casco se encontraron estruendosamente y se rompieron al mismo tiempo. Enaros rodó sin vida sobre el suelo, mientras que Kull retrocedió, sosteniendo la empuñadura de la espada, de la que había desaparecido la mayor parte de la hoja.

—¡Enaros! —exclamó sorprendido cuando el casco destrozado dejó al descubierto la cabeza aplastada.

Luego, el resto del grupo se abalanzó sobre él. Sintió que la punta de una daga le resbalaba a lo largo de las costillas, y lanzó al atacante hacia un lado con un poderoso movimiento de vaivén de su brazo izquierdo. Aplastó la espada rota entre los ojos de otro de los atacantes y lo dejó sin sentido y sangrando en el suelo.

—¡Que cuatro de vosotros vigilen la puerta! —gritó Ardyon, que se movía en el borde de aquel torbellino de acero.

Temía que Kull, con su enorme peso y velocidad, pudiera abrirse paso entre ellos y escapar. Cuatro de los conjurados retrocedieron y se apostaron ante la única puerta de la estancia. En ese preciso instante, Kull saltó hacia la pared y descolgó de ella una vieja hacha de batalla, que posiblemente había estado colgada allí durante cien años.

De espaldas contra la pared, se enfrentó a ellos por un momento y luego saltó hacia adelante. ¡No era Kull un luchador defensivo! Siempre era él quien llevaba el combate al campo del enemigo. Un solo vaivén del hacha sirvió para dejar tendido en el suelo a uno de los proscritos, con un hombro gravemente hendido. Y el terrible golpe de retroceso del hacha le aplastó el cráneo a otro. Una espada se aplastó entonces contra el peto de su armadura de tal modo que, de no haberlo llevado, habría muerto allí mismo. Lo que más le preocupaba era protegerse la cabeza, que llevaba al descubierto, así como los espacios situados entre peto y espaldar, pues la armadura valusa era intrincada y no había tenido tiempo para sujetársela por completo. Ya sangraba de las heridas recibidas en la mejilla, en los brazos y en las piernas, pero sus movimientos eran tan rápidos y mortales, y tan grande su habilidad como combatiente, que incluso a pesar de contar con todas las posibilidades a su favor, los asesinos vacilaron en su ataque. Además, su número ya se había visto considerablemente reducido.

Por un momento, lo agobiaron con una lluvia de golpes y estocadas, pero luego retrocedieron y lo rodearon, mientras él embestía a su vez y paraba sus golpes; un par de cadáveres tendidos en el suelo constituía una silenciosa muestra de la estupidez del plan de aquellos asesinos.

—¡Caballeros! —gritó Ridondo en un acceso de rabia echando hacia atrás la capucha que le cubría la cabeza, mirando a sus compañeros con expresión de rabia salvaje—. ¿Os acobardáis ante el combate? ¿Debe seguir viviendo el déspota? ¡A por él!

Se precipitó hacia adelante, pero Kull, al reconocerle, detuvo la estocada con un tremendo golpe corto y luego, con un empujón, lo hizo retroceder tambaleante, haciéndole caer despatarrado sobre el suelo. El rey recibió en el brazo izquierdo una estocada de Ardyon, y el proscrito sólo salvó la vida al agacharse ante el hacha de Kull, viéndose obligado a retroceder. Uno de los bandidos se agachó y se lanzó contra las piernas de Kull, confiado en hacerle caer de esta manera, pero después de forcejear durante un breve instante contra lo que no parecía sino una sólida torre de hierro levantó la mirada justo a tiempo para ver cómo descendía el hacha sobre él, pero no para evitaría. Mientras tanto, uno de sus camaradas había levantado la espada con ambas manos y la descargó con tal fuerza que cortó la placa que cubría el hombro izquierdo de Kull, y le hirió en el hombro. En un instante, el peto de Kull se encontró lleno de sangre.

Ducalon, en su salvaje impaciencia, sorteó a los atacantes a derecha e izquierda y se abalanzó hacia adelante con una salvaje estocada dirigida contra la cabeza desprotegida de Kull. Éste se agachó a tiempo y la espada pasó silbando por encima, cortándole un mechón de cabellos. Evitar los golpes de un enano como Ducalon resulta dificil para un hombre de la altura de Kull.

El rey pivotó sobre sus talones y golpeó desde el costado, como pudiera haber saltado un lobo, trazando un amplio arco por lo bajo. Ducalon cayó hacia atrás, con todo el costado izquierdo desgarrado, por donde se le derramaban los pulmones.

—¡Ducalon! —exclamó Kull, jadeante—. ¡Conoceré a ese enano en el infierno…!

Se enderezó para defenderse de las alocadas embestidas de Ridondo, que volvió a la carga sin protegerse, armado sólo con una daga. Kull saltó hacia atrás y levantó el hacha.

—¡Ridondo! ¡Atrás! —gritó con voz aguda.

—No te haré daño…

—¡Muere, tirano! —gritó a su vez el enloquecido juglar, que se abalanzó de cabeza sobre el rey.

Kull retrasó el golpe que se disponía a asestar hasta que ya fue demasiado tarde. Sólo al sentir la mordedura del acero sobre su costado desprotegido descargó el hacha en un frenesí de ciega desesperación.

Ridondo cayó al suelo con el cráneo aplastado, y Kull volvió a retroceder, contra la pared, mientras la sangre brotaba de la herida del costado, a través de los dedos de la mano que se había llevado instintivamente hacia allí.

—¡Adelante ahora! ¡A por él! —rugió Ardyon, preparado para encabezar el ataque.

Kull apoyó la espalda contra la pared y levantó el hacha. Ofrecía una imagen terrible y primigenia. Las piernas bien separadas, la cabeza adelantada, una mano enrojecida agarrándose a la pared en busca de apoyo, la otra sosteniendo el hacha en alto, mientras que sus feroces rasgos quedaban congelados en una expresión de odio, y los ojos fríos miraban a través de una bruma de sangre que dificultaba su visión. Los hombres vacilaron; era posible que el tigre estuviera a punto de morir, pero todavía era capaz de producir la muerte.

—¿Quién quiere morir el primero? —espetó Kull a través de los labios aplastados y ensangrentados.

Ardyon saltó como sólo saltaría un lobo, se detuvo casi en medio del aire con la increíble velocidad que le caracterizaba, Y cayó postrado para evitar la muerte que silbaba hacia él en forma de la hoja enrojecida del hacha. Agitó frenéticamente los pies para apartarse de allí y rodó hacia un lado justo a tiempo para evitar el segundo golpe que le dirigió Kull, una vez recuperado de su fallido primer intento. Esta vez, el hacha se hundió a muy pocos centímetros de las piernas de Ardyon, que giraba precipitadamente sobre sí mismo.

Otro desesperado se abalanzó en ese instante, seguido sin mucha convicción por sus compañeros. El primero se había imaginado que si llegaba ante él y le alcanzaba antes de que pudiera levantar el hacha del suelo, podría acabar con su vida, pero no tuvo en cuenta la velocidad de movimientos del rey, o bien inició su ataque un segundo demasiado tarde. En cualquier caso, el hacha trazó un arco hacia arriba y golpeó desde abajo; el hombre se detuvo bruscamente, y una enrojecida caricatura de ser humano salió catapultada hacia atrás, contra las piernas de sus compañeros.

En este momento, unos pasos apresurados sonaron metálicamente en el pasillo exterior, y los bribones que vigilaban la puerta gritaron:

—¡Vienen soldados!

Ardyon lanzó una maldición y sus hombres le abandonaron de inmediato, como ratas que abandonan el barco que se hunde. Se precipitaron fuera del dormitorio, cojeantes y dejando tras de sí regueros de sangre. En el pasillo se oyeron gritos y se inició la persecución.

A excepción de los hombres muertos y moribundos que yacían sobre el suelo, Kull y Ardyon se quedaron a solas en el dormitorio real. A Kull se le doblaban las rodillas, y se apoyó pesadamente contra la pared, sin dejar de vigilar al proscrito con los ojos de un lobo moribundo. En esta extrema situación, no se le escapó la cínica filosofía de Ardyon.

—Todo parece haberse perdido, particularmente el honor —murmuró—. Y sin embargo, el rey muere de pie y…

Fueran cuales fuesen los pensamientos que cruzaron en ese momento por su mente no llegaron a ser expresados, pues en ese instante se lanzó contra Kull al ver que éste empleaba el brazo que sostenía el hacha para limpiarse la sangre que le cegaba la visión. Un hombre con la espada preparada puede ser más rapido que un hombre herido, que se ve pillado por sorpresa y que sólo puede golpear con un hacha que pesa como el plomo en su fatigado brazo.

Pero justo en el momento en que Ardyon iniciaba su embestida, Seno val Dor apareció en la puerta y desde allí mismo arrojó por el aire algo que brilló, pareció cantar y terminó su vuelo al hundirse en el cuello de Ardyon. El proscrito se tambaleó, dejó caer la espada y se desplomó sobre el suelo, a los pies de Kull, inundando el mármol con el torrente de una yugular cortada, como testigo mudo de que, entre las habilidades de combate de Seno, se incluía el lanzamiento del cuchillo. Kull observó desconcertado al proscrito muerto y los ojos sin vida de Ardyon le devolvieron una mirada aparentemente burlona, como si su propietario todavía mantuviera la inutilidad de los reyes y los proscritos, de las conspiraciones y contraconspiraciones.

Luego, Seno se apresuró a ofrecer su apoyo al rey, y el dormitorio pronto se vio inundado de hombres armados que llevaban el uniforme de la gran familia Val Dor, y Kull se dio cuenta de que una pequeña esclava le sostenía por el otro brazo.

—Kull, Kull, ¿estáis muerto? —preguntó Val Dor, cuyo rostro aparecía mortalmente pálido.

—Todavía no —contestó el rey con voz ronca—. Contenedme la herida del costado izquierdo. Si muero será a causa de esa herida. Es profunda… Ridondo me escribió en ella una canción de muerte…, pero las demás no son mortales. Cosédmela con rapidez, porque tengo trabajo que hacer.

Se apresuraron a obedecerle, maravillados, y cuando cesó el flujo de sangre, Kull, aunque estaba muy pálido a causa de la sangre perdida, sintió que recuperaba un poco las fuerzas. Ahora, todo el palacio estaba alborotado. Las damas, los lores, los hombres armados, los consejeros, todos acudieron en tropel, sin dejar de hablar. Los asesinos rojos se preparaban, ciegos de rabia, dispuestos a todo, celosos del hecho de que hubieran sido otros los que ayudaran a su rey. En cuanto al joven oficial que había mandado La guardia, se escabulló en la oscuridad y ya no se le pudo encontrar, ni antes ni después, a pesar de que se le buscó a conciencia.

Kull, que seguía manteniéndose tenazmente en pie, sin dejar de sostener el hacha en una mano, y apoyado con la otra sobre el hombro de Seno, señaló a Tu, que permanecía allí de pie, retorciéndose las manos.

—Tráeme la tablilla donde está escrita la ley concerniente a los esclavos.

—Pero, mi señor…

—¡Haz lo que te digo! —gritó el rey, que levantó el hacha.

Tu se apresuró a obedecer.

Mientras esperaba y las damas de la corte se arremolinaban a su alrededor para curarle las heridas, y trataban en vano de separar sus dedos de hierro del mango del hacha ensangrentada, Kull escuchó la historia que le contó el jadeante Seno.

—Ala oyó conspirar a Kaanuub y a Ducalon. Se había ocultado en un oscuro rincón, para llorar allí a solas, a causa de… nuestros problemas, y en ese momento pasó cerca Kaanuub, que había acudido desde su mansión, y que temblaba de terror por miedo a que los planes pudieran salir mal, por lo que había venido de nuevo para cerciorarse de que todo marchaba bien. No se marchó hasta bien avanzada la noche, y sólo entonces encontró Ala una oportunidad para salir a hurtadillas y venir a avisarme. Pero hay un largo camino desde la casa de Ducalon hasta la casa de los Val Dor, sobre todo si tiene que recorrerlo una muchacha sola. Así, aunque reuní a mis hombres en un instante, estuvimos a punto de llegar demasiado tarde.

Kull se sujetó con firmeza a su hombro.

—No lo olvidaré.

Tu entró en ese momento. Llevaba en una mano la tablilla de la ley, que colocó con gesto reverente sobre la mesa. Kull apartó a un lado a todos los que se interponían en su camino y se quedó solo, de pie.

—Escuchad, pueblo de Valusia —exclamó, sostenido por la bestial vitaiidad que le era propia—. Estoy aquí, de pie…, y soy el rey. Me han herido casi hasta acabar conmigo, pero he sobrevivido a heridas masivas. ¡Escuchadme! Ya estoy harto de esta situación. ¡No soy un rey, sino un esclavo! ¡Me veo obstaculizado por leyes, leyes y más leyes! No puedo castigar a los malhechores ni recompensar a los amigos debido a la ley, la costumbre, la tradición. ¡Por Valka! ¡A partir de ahora seré el rey, tanto de derecho como de hecho! Aquí están los dos que me han salvado la vida. En consecuencia, tienen plena libertad para casarse y hacer lo que les plazca.

Seno y Ala se precipitaron el uno en brazos del otro, con gritos de alegría.

—¡Pero la ley…! —exclamó Tu.

—¡Yo soy la ley! —rugió Kull, y levantó el hacha.

La dejó caer con un movimiento rápido y la mesa se hizo añicos. Los presentes se apretaron las manos, horrorizados, paralizados, casi como si esperaran que el cielo cayera sobre ellos. Kull retrocedió, con ojos relampagueantes. La estancia pareció girar por un momento ante sus ojos, mareado.

—¡Yo soy el rey, el estado y la ley! —rugió. Tomó el cetro que estaba cerca, lo rompió en dos y lo arrojó lejos de sí—. ¡Éste será mi único cetro!

Blandió el hacha en lo alto y salpicó a los pálidos nobles con gotas de sangre. Kull tomó la delgada corona con la mano izquierda, y apoyó la espalda contra la pared; sólo ese apoyo le impidió caer, pero sus brazos todavía conservaban la fortaleza de los leones.

—¡No soy ni rey ni cadáver! —siguió rugiendo, con los nudosos músculos abultados, con una mirada terrible en los ojos—. Si no os gusta mi reinado…, ¡venid y tomad la corona!

El brazo izquierdo extendió la corona en su mano, mientras que el derecho sujetaba el hacha amenazadora, por encima.

—¡Con esta hacha gobierno! ¡Éste es mi cetro! Me he esforzado y he sudado para ser el rey marioneta que queríais que fuese, para gobernar a vuestro modo. A partir de ahora, lo haré a mi modo. Si no queréis luchar, tendréis que obedecer. Las leyes que sean justas, se mantendrán, pero aquellas que han quedado anticuadas por el paso del tiempo las aplastaré como aplasto ésta, ¡porque soy el rey!

Y lentamente, los nobles de rostros pálidos y las damas asustadas se arrodillaron y se inclinaron, como muestra de temor y de reverencia, ante el gigante ensangrentado que se erguía por encima de todos ellos con la mirada encendida.

—¡Soy el rey!