La isla de la condenación de los piratas
(«The Isle of Pirate’s Doom»)
El primer día
El navío largo y bajo que se acercaba hacia la costa tenía un aspecto siniestro. Manteniéndome cuidadosamente a cubierto, me alegró no haber llamado a aquellos hombres. La prudencia me había inducido a ocultarme y a observar a sus tripulantes antes de revelar mi presencia. Empecé a dar gracias a mi ángel de la guarda. Vivimos en tiempos inciertos y hay muchos navíos que acechan en el mar de los Caribes.
Sin embargo, la escena era tranquila y bastante agradable de contemplar. Yo estaba agazapado entre unos arbustos verdes y aromáticos, en la cresta de una duna que descendía suavemente hacia la inmensa playa. Grandes árboles se alzaban a mi alrededor; llegaban de una parte a otra del horizonte. Por debajo, en la orilla, olas verdes se estrellaban con delicadeza en la blanca arena. Por encima de mi cabeza el cielo era azul, tan tranquilo como un sueño. Pero, como una víbora que se desliza por un apacible jardín, estaba aquella nave negra y poco atractiva, anclada a corta distancia de la orilla.
El navío tenía un aspecto descuidado y sucio, y sus aparejos necesitaban atención; aquello no decía mucho en favor de una tripulación honesta o de un capitán atento y concienzudo. Rudas voces atravesaron la extensión de agua que separaba el navío de la playa. En un momento, vi a un gordo patán que se acercaba a la borda con paso torpe, llevándose algo a los labios y arrojándolo luego al mar.
Al mismo tiempo, los tripulantes estaban arriando una chalupa llena de hombres. Cuando empezaron a remar y a alejarse del navío sus gritos roncos y las respuestas de los que se habían quedado a bordo llegaron hasta mí, aunque las palabras sonaban vagas e incomprensibles.
Agazapándome todavía más cuidadosamente entre la espesura, lamenté no tener a mi disposición un catalejo, utensilio que me habría permitido saber el nombre del navío. La chalupa surcaba las olas y se acercaba rápidamente a la orilla. A bordo de la nave iban ocho hombres: siete buenos mozos robustos y altos y un joven esbelto, vestido como un pisaverde y con un tricornio en la cabeza. Este último no remaba. Según se dirigían a la orilla percibí una violenta discusión entablada entre ellos. Los siete marinos remaban y vociferaban hacia el joven caballero, el cual, si les respondía, hablaba tan bajo que no entendí nada de cuanto dijera.
La embarcación superó la débil resaca. En el momento en que la nave alcanzó la arena de la playa, un robusto mozarrón de torso velludo que estaba en la proa se levantó y saltó hacia el más joven. Este se levantó para hacerle frente. Vi un reflejo metálico y escuché que el hombre lanzaba un aullido. El otro saltó de la chalupa, pataleó en la arena húmeda y empezó a mover las piernas tan deprisa como podía para alcanzar la protección de tierra adentro. Los otros se lanzaron en su persecución, profiriendo alaridos y blandiendo las armas. El que había causado la riña se detuvo un instante para amarrar la embarcación, luego se unió al resto de la banda. Un hilo de sangre recorría su rostro; maldecía y mugía como un toro.
El caballero del tricornio sacaba cierta ventaja a sus perseguidores cuando estos llegaron a las primeras líneas de árboles. Desapareció en el bosque bajo; los otros siguieron sus pasos. Durante un momento escuché los ruidos de la persecución y los berridos de los rufianes, que fueron apagándose al alejarse de mí.
Miré de nuevo hacia el navío. Sus velas se hinchaban y vi algunos hombres en los aparejos. Estuve atento mientras subían el ancla y el barco empezaba a navegar… ondeando en su mástil la Jolly Roger[5]. ¡No me sorprendí!
Me alejé prudentemente más adentro de la espesura, avanzando a cuatro patas; luego, me levanté. Una cierta tristeza me invadía, pues cuando vi las velas del navío esperé recibir ayuda. Pero aquello, lejos de ser una bendición, no había servido más que para que la nave depositara en la isla a ocho rufianes con los que no podía dejar de contar.
Perplejo, me abrí paso entre los árboles. Sin duda, aquellos bucaneros habían sido abandonados en la isla por sus compañeros, lo que era bastante corriente entre los sanguinarios Hermanos de la Costa.
Me pregunté lo que tenía que hacer. Yo no estaba armado y aquellos canallas no dejarían de considerarme como su enemigo, cosa que ciertamente era, pues detestaba a aquella chusma. Me sublevaba la idea de huir y esconderme, pero no veía otra alternativa. De hecho, podía darme por contento si conseguía escapar con vida.
Meditando de aquel modo, me dirigí hacia el interior de la isla. Llevaba recorrido un buen trecho —hacía mucho tiempo que dejara de oír los gritos de los piratas— cuando llegué a un pequeño claro. Grandes árboles, coronados por una vegetación lujuriante y brillante, adornados con pequeños pájaros de colores exóticos que revoloteaban entre sus ramas, se alzaban a mi alrededor. El aire estaba cargado del olor especiado de la vegetación tropical… pero también del acre y descorazonador aroma de la sangre recién derramada. Un hombre yacía tendido en el centro del claro. Estaba muerto.
Se hallaba tumbado de espaldas; su camisola de marino estaba empapada con la sangre que manaba de la herida que tenía en el corazón. Era uno de los miembros de la Hermandad Roja, de aquello no cabía duda alguna. Nunca habría tenido zapatos, pero un enorme rubí brillaba en uno de sus dedos; un magnífico cinturón de seda le ceñía la cintura, sujetándole los pantalones manchados de alquitrán. Llevaba al cinto un par de pistolas; a su lado, en el suelo, cerca de su mano, se veía un sable.
¡Al fin, armas! Tomé vivamente las pistolas y verifiqué que estuvieran cargadas. Tras metérmelas por el cinturón, agarré el sable. Aquel hombre ya no volvería a necesitar sus armas y yo ya me había hecho a la idea de que me serían útiles en muy poco tiempo.
En el mismo instante en que me disponía a marcharme, tras haber despojado al muerto, una suave risa burlona me hizo darme la vuelta con la velocidad del rayo. El caballerete de la chalupa estaba ante mí. A decir verdad, era más bajo de lo que había pensado, y su cuerpo era delgado y estilizado. Llevaba espléndidas botas de cuero de España; sus piernas bien torneadas estaban metidas en unas calzas de piel de antílope. Un suntuoso cinturón escarlata, con remate y argollas en los extremos, rodeaba su fina cintura; del cinturón sobresalían los cañones plateados de dos pistolas. Una levita azul de faldones abiertos, adornada con botones dorados, abierta casi de par en par, dejaba ver una camisa con chorreras de encaje. Vi el tricornio caído sobre la frente del caballero; bajo sus alas distinguí cabellos rubios.
—¡Por el trono de Satanás! —dijo quien llevaba tan bellos atavíos—. ¡Te has olvidado coger el anillo con el rubí!
Entonces, por primera vez, vi su cara. Formaba un óvalo delicado, con unos labios rojos fruncidos con una sonrisa burlona, y grandes ojos grises en los que bailaban las llamas. No fue hasta aquel momento que comprendí que miraba a una mujer y no a un hombre. Una de sus manos descansaba sobre la cintura, descaradamente; la otra sujetaba una larga espada de guarda ricamente decorada. Con un estremecimiento de desagrado, vi un hilillo de sangre correr por la hoja.
—¡Bueno, habla, tunante! —exclamó impaciente—. ¿No te da vergüenza que te haya pillado con las manos en la masa?
La verdad es que el espectáculo que le procuraba no era muy respetuoso. Descalzo, no llevaba más atuendo que unos pantalones de marino, sucios y desteñidos por el agua de mar. Sin embargo, su tono burlón despertó mi cólera.
—En todo caso —dije, recuperando el habla—, si debo ser juzgado por haber despojado el cadáver, ¡alguien tendrá que responder por haber matado a este hombre!
—Ja, ¡diría que me has pillado! —dijo la joven soltando una risotada—. ¡Por los secuaces de Satanás, si tuviera que responder por todos los que he mandado al Infierno, sería una tarea muy fastidiosa, vive Dios!
Se me sublevó el corazón al oír aquello.
—La vida es un largo aprendizaje —exclamé—. Nunca creí que llegara el día en que viera a una mujer alardeando de haber cometido un crimen a sangre fría.
—¡A sangre fría, dices! —me lanzó a la cara—. ¿No tendría nada mejor que hacer que esperar a me rebanaran el pescuezo como a una gallina?
—Si hubieras elegido la vida adecuada para una dama, no tendrías que elegir entre matar o morir —seguí diciendo, envalentonado y olvidando toda prudencia.
Lamenté en el acto lo que acababa de decir, porque la verdad empezaba a dejarse ver en mi mente. Creía saber quién era aquella joven.
—Basta, basta, señor Virtuoso —se burló. Un destello peligroso apareció en su mirada—. ¡Me tomas por una bribona! ¿Y quién eres tú, si puedo hacerte esa pregunta, qué haces en esta isla desierta, lejos de las rutas comerciales, y por qué te has adentrado en la jungla para despojar a un muerto de sus pertenencias?
—Me llamo Stephen Harmer. Era segundo de a bordo en La Condesa Azul, un navío mercante de Virginia. Hace siete días que el navío ardió hasta la línea de flotación a causa de un incendió que se declaró en la bodega. Pereció toda la tripulación, salvo yo. Me agarré a un tablón y eché a nadar. Finalmente, conseguí llegar hasta esta isla en la que ahora me encuentro.
La joven me estudió atentamente, medio en serio, medio en broma, mientras contaba mi historia, como si esperaba que no le contase más que mentiras.
—He tomado las armas, es cierto —añadí—, pero ¿quién no hubiera hecho lo mismo al ver los rufianes que desembarcaron contigo?
—No tengo nada que ver con ellos —respondió la joven lacónicamente; luego, con voz fuerte, me preguntó—: ¿Sabes quién soy?
—Sólo puedes tener un nombre, vistos tu atractivo atuendo y tu insensible naturaleza.
—¿Y es nombre es…?
—Helen Tavrel.
—Me inclino ante tu perspicacia —dijo sarcástica—, porque no recuerdo que nunca antes nos hayamos visto.
—Todo hombre que navegue por los Siete Mares ha oído pronunciar el nombre de Helen Tavrel y, por lo que sé, eres la única mujer pirata que hay actualmente en los Caribes.
—¿Así que escuchas los cuentos de los marineros? ¿Y qué es lo que dicen de mí?
—Que eres la criatura más temeraria y cruel que haya pisado nunca el castillo de popa de ningún barco, que eres una mujer que ha cambiado las faldas por los pantalones —contesté con toda franqueza.
Sus ojos brillaron peligrosamente y atravesó una flor con la punta de su espada.
—¿Es eso todo lo que dicen?
—También dicen que, aunque sigues un camino envilecido y lleno de sangre, ningún hombre puede alardear de haber besado tus labios.
Aquello pareció complacerla, porque sonrió.
—¿Tú lo crees?
—Sí —contesté valerosamente—. Sin embargo, que arda en el Infierno si he visto antes labios tan deseables.
A decir verdad, la belleza excepcional de aquella muchacha me turbaba el pensamiento…, a mí, que llevaba meses sin ver a una mujer. Estaba desgarrando mi corazón, pero la imagen del cadáver que yacía a mis pies me desanimó. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada más, ella volvió la cabeza a un lado, como escuchando.
—¡Vámonos! —exclamó—. ¡Me ha parecido oír que Gower y su banda de imbéciles están volviendo! Si existe en esta isla un lugar donde esconderse, llévame allí en el acto; ¡si nos encuentran, nos matarán a los dos!
La verdad es que no podía abandonarla para que la degollasen. Hice un gesto para que me siguiera. Me alejé rápidamente entre los árboles y los arbustos. Me dirigía a la punta sur de la isla. Caminaba a buen paso, pero con prudencia. La joven me seguía con la agilidad de un guerrero indio. Mariposas de vivos colores revoloteaban a nuestro alrededor; en las ramas entrelazadas, por encima de nuestras cabezas, aves de relucientes plumajes canturreaban alegremente. Sin embargo, sentía tensión en el aire, como si, con la llegada de los piratas, una bruma de muerte envolviera toda la isla.
El sotobosque se fue abriendo según avanzábamos. El terreno ascendía en suave pendiente, hasta que se interrumpía finalmente ante una enorme sucesión de barrancos y acantilados. Nos adentramos por uno de los barrancos. Me maravillaba la resistencia de la joven. Saltaba de una roca a otra, trepaba por pendientes escarpadas con la ligereza de un gato. La ocurría lo mismo que a mí, ¡que se había pasado la mayor parte de su vida entre los aparejos de un navío!
Al fin llegamos a un acantilado de poca altura, orientado hacia el sur. En la parte inferior de la pared rocosa corría un arroyuelo de aguas claras, rodeado de arena blanca y ensombrecido por las frondas y la vegetación exuberante que crecían casi hasta la misma orilla del mar. Más allá, al otro lado de aquella corta extensión invadida por la vegetación, se alzaban otros acantilados más altos. Orientados hacia el norte, formaban una garganta natural.
—Tenemos que descender hasta el fondo del acantilado —dije, señalado el desfiladero—. Deja que te ayude…
Pero, con un movimiento desdeñoso de la cabeza, se deslizó por encima del borde del acantilado y empezó a bajar, agarrándose y apoyándose en las largas y gruesas lianas que cubrían la pared rocosa. Me dispuse a seguirla, pero dudé al ver un movimiento entre las frondas cercanas al arroyo que llamó mi atención. La advertí con una palabra… la joven levantó la vista para ver lo que la decía… y en aquel mismo momento una liana seca cedió bajo su peso. Intentó agarrarse, pero cayó rodando a los pies de la pendiente. La caída no fue demasiado brutal y el choque resultó amortiguado por la blanda arena. Pero, antes de que la joven pudiera levantarse, las frondas se abrieron y un pirata muy alto saltó ante ella.
Vi fugitivamente el largo pañuelo anudado alrededor de su cabeza, la cara barbuda y gesticulante, el sable esgrimido por una mano de acero. La joven no tuvo tiempo de sacar la espada o una pistola… el hombre se plantó ante ella, como si fuera la sombra de la misma Muerte, y abatió el sable violentamente. En aquel mismo instante saqué la pistola del cinto e hice fuego, casi al azar, sin apuntar. El hombre esbozó una finta, haciendo revolotear el sable locamente, y cayó sobre la arena, sin lanzar ni un solo grito. La joven había estado a un paso de la muerte, pues la hoja del pirata había impactado en su tricornio, haciéndolo caer de encima de sus rubias guedejas.
Bajé por la pendiente a toda prisa, a riesgo de romperme el cuello. Un instante más tarde estaba junto al cuerpo del bucanero. Le había matado involuntariamente, sin ningún pensamiento consciente, pero no lamentaba mi gesto. ¿Merecía la joven seguir con vida? Aunque me lo estaba preguntando, la cuestión era secundaria. Había librado a los mares de uno de los lobos que viven en ellos, y consideraba que había actuado correctamente.
Helen se estaba sacudiendo el polvo de la ropa. Juraba entre dientes porque su tricornio se había abollado.
—Ven —dije—, aunque maltrecha, has tenido suerte de salir de esta historia con el cráneo intacto. Vámonos antes de que lleguen sus compañeros, alertados por la detonación.
—Ha sido una buena proeza —dijo, disponiéndose a seguirme—. Tu bala le ha atravesado la sien… No creo que yo misma lo hubiera hecho mejor.
—Sólo la suerte ha guiado la bala —respondí con irritación. Entre todos mis defectos, el mayor es detestar a las mujeres que no tienen corazón—. No tenía tiempo de apuntar… y si lo hubiera tenido, quizá no hubiese disparado.
Aquello la hizo callar, porque no dijo nada más hasta que llegamos a los acantilados opuestos. Le rogué que siguiera el sendero natural, hecho con rocas y que corría por las paredes de la pendiente. Así atravesamos los acantilados y llegamos ante una pequeña cascada. Una corriente de agua caía desde el borde del precipicio y se unía con el arroyo de la garganta.
—Hay una gruta detrás de la cascada —dije, alzando la voz para que me oyera entre el estrépito de la caída de agua—. La descubrí por azar. Sígueme.
Con estas palabras entré en el agua espumeante y agitada a los pies del acantilado. Inclinando la cabeza, crucé rápidamente la capa de agua; la joven me seguía. Nos encontramos en una pequeña y oscura gruta. Se extendía ante nosotros hasta desaparecer entre las sombras. Por delante, la luz del día entraba débilmente, filtrándose a través de la plateada pantalla de la catarata. Era el escondite al que me dirigía cuando encontré a Helen.
La precedí hasta el fondo de la caverna, donde el estrépito de la caída era casi un murmullo. La cara de la joven brillaba suavemente, como una espléndida flor blanca en el seno de aquellas espesas tinieblas.
—Sapristi! —dijo, golpeando con el tricornio en las ropas empapadas tras pasar por la cascada—. Me lleva usted a sitios muy escabrosos, señor Harmer. Primero, me caigo al suelo y me mancho la ropa, y ahora estoy medio ahogada. Gower y su banda, informados por la detonación, ¿no nos encontrarán siguiendo nuestros pasos hasta donde cruzamos por entre los arbustos de un acantilado a otro?
—Sin duda alguna, vendrán, pero sólo podrán seguir nuestras huellas hasta el acantilado. Luego hemos ido por las piedras, que no dejan marca de pasos. Serán incapaces de decidir si hemos ido hacia atrás o hacia delante. Seguirán buscando, pero ni tienen ni una oportunidad entre cien de descubrir esta caverna. De todos modos, es el lugar más seguro que podemos encontrar en toda la isla.
—¿Sigues lamentando no haber dejado que Dick Comrel me matase? —preguntó la joven bruscamente.
—Era un maldito pirata, fuera cual fuese su nombre —repliqué—. No; eres demasiado bonita para dejarte morir, incluso contando con tus crímenes.
—Tus cumplidos liman el dardo de tus acusaciones, pero tus acusaciones despojan a tus cumplidos de su candor. ¿De verdad me odias?
—No, no es a ti a quien odio, sino el sanguinario oficio que practicas. Si llevases otra vida, te miraría con el corazón contento.
—¡Vive Dios! —exclamó—. ¡Eres un hombre muy extraño! ¡Te expresas tanto como un cortesano o como un capellán! ¿Cuáles son tus verdaderos sentimientos para hablar de una manera tan inconsecuente?
—Me siento fascinado y desanimado —repliqué. El claro óvalo de su rostro flotaba ante mí, y la cercanía de su cuerpo hacía estragos en mis sentidos—. Como mujer, me atraes, pero, como pirata, me desagradas. Dios Todopoderoso, eres un nombre, como la Lilith de otros tiempo, que tenía el rostro de una hermosa y joven mujer y el cuerpo de una serpiente.
Su risa ligera se alzó argentina y burlona en medio de las tinieblas.
—Vamos, vamos, señor Puritano. Me has salvado la vida, por mucho que parezcas lamentarlo, así que no te atravesaré con mi espada, como sin duda habría hecho en otro caso. Pero no me gustan las palabras que acabas de decir. ¿No te sorprende el hecho de que esté contigo en esta isla?
—Los de la Hermandad Roja son como lobos hambrientos y cazan en todas las aguas —respondí—. No he visto una sola isla en todos los mares de los Caribes que no haya sido mancillada por su maldita presencia. Por eso no me extrañó encontrarlos aquí, o ver que abandonaban a sus propios compañeros.
—¿Abandonar? ¿John Gower abandonado por su tripulación? No es el caso, amigo mío. El barco que me trajo hasta aquí es El Corsario Negro, miembro de la flota Filibustera, como ya sabes. Fue aparejado para interceptar un navío mercante español y debe volver en dos semanas.
»¡Maldito sea el día que embarqué en él! —siguió diciendo, con el rostro muy serio—. Nunca había visto una tripulación tan sucia y malvada. Pero Roger O’Farrel, mi capitán en tiempo normal, estaba, de momento, sin navío. Tuve que unir mi destino al de Gower… ¡maldito cerdo! Hoy mismo, me obligó a acompañarle a tierra. Mientras la chalupa se acercaba a la orilla, le dije cuál era la opinión que tenía tanto de él como de sus rufianes. Aquello no pareció complacerle. Empezaron a gritar, aunque no podían luchar conmigo en la chalupa por miedo a caer en unas aguas infestadas de tiburones.
»En cuanto alcanzamos la playa, lancé una estocada al rostro de simio de Gower, me alejé de los piratas y me escondí. La mala suerte quiso que me tropezase con Comrel. Se lanzó contra mí, intentando atravesarme con su espada. Paré su asalto y le ensarté el corazón con una hábil estocada. Luego llegaste tú, señor Enderezador de Entuertos. Ya sabes lo que sigue. Han debido separarse para explorar la isla, lo que atestigua la presencia de Comrel.
»Quizá debería decirte la razón por la que John Gower había bajado a tierra con siete de sus hombres. ¿Has oído hablar del tesoro de Mogar?
—No.
—¡Lo habría jurado! Según la leyenda, cuando los españoles llegaron al mar de las Antillas, descubrieron una isla que abrigaba los restos de un imperio. Los indígenas habitaban en la playa en chozas de adobe y ramas, pero tenían un gran templo de piedra construido por una raza más antigua que la suya y ya olvidada. En aquel templo decían que se encontraba un fabuloso tesoro de piedras preciosas. Los españoles masacraron a los indígenas, pero estos últimos tuvieron tiempo de ocultar su tesoro de un modo tan hábil que ni siquiera la fina nariz de los españoles pudo dar con él; a los que torturaron murieron sin hablar.
»Así que los españoles tuvieron que irse con las manos vacías tras haber hecho desaparecer lo últimos restos del reino de Mogar, con la excepción del templo, que no lograron destruir.
»La isla se halla lejos de las rutas comerciales. Según pasaba el tiempo, la historia cayó casi en el total olvido. Los que la oían la tomaban por el cuento de un marinero borracho. De vez en cuando, algunos la consideraban en serio y se acercaban a la isla, pero nunca lograron dar con el templo,
»Luego, con relación a nuestra travesía, tienes que saber que hubo un hombre que acudió en busca de John Gower. Juraba haber llegado a la isla y haber visto el templo. Pretendía haber desembarcado en sus costas con un marinero francés llamado Romber. Encontraron el templo, y era tal y como lo describe la leyenda.
»Pero, antes de que pudieran ponerse en busca del tesoro, surgió en el horizonte un navío de guerra. Tuvieron que zarpar a toda prisa. No llegaron muy lejos. Fueron sorprendidos por una fragata que les envió al fondo del mar. De los tripulantes que acompañaban a Romber cuando encontró el templo, sólo sobrevivió un hombre… el mismo que embarcó con Gower.
»Naturalmente, se negó a indicar el emplazamiento exacto del templo o a trazar un mapa. Pero le propuso a Gower llevarle a la isla a cambio de una parte adecuada de las gemas. En cuanto la isla estuvo a la vista, Gower le pidió a su segundo, Frank Marker, que se alejara en cuanto él hubiera llegado a tierra para interceptar un navío mercante que vimos unos días antes. Por eso fue por lo que Gower vino en persona a la isla…
—¡Caramba! ¿Quieres decir que…?
—¡Eso es! En esta isla surgió y prosperó el reino de Mogar. ¡Y, en alguna parte de esta jungla, se encuentra el templo olvidado que custodia el rescate de una docena de emperadores!
—Las divagaciones de un marino harto de vino —dije, un tanto inseguro—. Pero ¿por qué me cuentas todo esto?
—¿Y por qué no? —me replicó la joven, con cierto buen sentido—. Estamos en la misma aventura, y creo que te debo algo. Podríamos encontrar el tesoro, ¿quién sabe? El hombre que llegó aquí con Romber no guiará a John Gower hasta el templo a menos que los fantasmas puedan andar… ¡porque no era otro que Dick Comrel, a quien tú mataste!
—¡Escucha!
Un suave ruido llegó a mis oídos a través del ligero chapoteo del agua.
Echándome al suelo, me arrastré prudentemente hacia la entrada de la gruta, oculta por la capa de agua, y miré a través de la brillante pantalla. Vi vagamente las formas de cinco hombres cerca del agua. El más alto de ellos hacía gestos furiosos con los brazos; su voz brutal parecía llegar de muy lejos.
Retrocedí un poco, aunque bien sabía que no podía verme a través de la cascada. Sentí en aquel preciso instante unos cabellos sedosos que me acariciaban la espalda. La joven me había seguido. Acercó sus labios a mi oído y me susurró:
—Ese, el de las cicatrices en la cara y aspecto feroz, es el capitán Gower; el delgado y taciturno, es el francés, La Costa; el de la barba, Tom Bellefonte. Los otros dos son Will Harbor y Mike Donler.
Hacía mucho tiempo que había oído aquellos nombres. Entendí que tenía ante los ojos a una banda de manos enrojecidas y corazón negro. Tras numerosos gestos y una larga discusión, inaudible para mí, dieron media vuelta y se alejaron por el acantilado. No tardaron en desaparecer de nuestra vista.
Cuando pudimos hablar en voz alta, la joven exclamó:
—¡Maldición! ¡Gower está colérico! Va a tener que encontrar el templo él solo, porque ya sabe que le destrozaste la cabeza a Dick Comrel de un disparo. ¡Cerdo! ¡Debería procurar poner entre nosotros siete mares de distancia! Roger O’Farrel le hará pagar muy caro por la forma en que me ha tratado, puedo asegurártelo, aunque yo misma consiga vengarme.
—¿Vengarte de qué? —pregunté con curiosidad.
—¡Me faltó al respeto! —declaró—. Intentó tratarme como a una mujer y no como a un compañero bucanero. Cuando le amenacé, me maldijo y juró matarme… algún día cercano; luego, me obligó a bajar a tierra con él.
Siguió un silencio; la joven añadió bruscamente:
—¡Maldita sea! ¿Vamos a quedarnos aquí hasta el fin del mundo? ¡Estoy hambrienta!
—No te muevas de aquí —dije—. Voy a salir a recoger algunas frutas. Por aquí las hay en abundancia.
—Está bien —replicó la muchacha—, pero me gustaría algo más que frutas. ¡Por Zeus! Hay pan, cerdo en salazón y buey seco en la chalupa. Voy a salir de reconocimiento y…
Fue mi turno de que la boca se me hiciera agua al oír hablar de pan y carne de buey, pues llevaba más de una semana sin probar una decente comida cristiana. Sin embargo, dije:
—¿Has perdido la razón? ¿De qué vale un escondite si no se utiliza? ¡No creo que tardaras en caer en manos de esos rufianes!
—¡No! Y es el mejor momento para esa expedición —dijo, levantándose—. No intentes retenerme… ya he tomado una decisión. Ya has visto que estaban aquí los cinco… así que no hay nadie junto a la chalupa. Los otros dos están ya muertos.
—A menos que toda la banda haya vuelto a la playa —observé.
—Eso es poco probable. Seguirán tras de mí, o se habrán puesto a buscar el templo. ¡Oh, te repito que es el momento más adecuado!
—En ese caso, iré contigo, ya que estás decidida —repliqué.
Juntos, nos deslizamos por el reborde de la entrada de la gruta, pasamos bajo la caída de agua y chapoteamos en el estanque.
Una vez en la orilla, eché a mi alrededor prudentes miradas, temiendo un ataque, aunque no vi a nadie. Todo estaba silencioso, salvo, de vez en cuando, los huecos cantos de algún pájaro de la jungla. Verifiqué las armas. Una de las pistolas del bucanero muerto a manos de Helen estaba vacía, de eso no cabía duda, y el cebo de la otra estaba mojado.
—Las platinas de mis pistolas están envueltas en cintas de seda —dijo Helen, al darse cuenta del examen al que me entregaba—. Venga, retira la pólvora inútil y recarga tus armas.
Me pasó un frasco estanco en forma de cuerno, con compartimentos para la pólvora y las balas. Hice lo que me decía, secando y limpiando las armas con una hoja.
—Probablemente soy el mejor tirador de pistola del mundo —dijo la joven modestamente—, pero prefiero emplear la espada.
Sacó la hoja y hendió el aire a su alrededor.
—Es raro que los marinos apreciéis una espada recta en su justo valor —declaró—. Tú mismo, llevas un sable curvo cuyo manejo es muy poco seguro. Podría atravesarte de parte a parte mientras tú intentaban lanzar un tajo. ¡Así!
La punta de su espada revoloteó y, súbitamente, un mechón de mis cabellos flotó hacia el suelo.
—Ten cuidado con esa abeja —dije, contrariado y un poco a disgusto—. Reserva los trucos para tus enemigos. En cuanto a la cuestión del sable, es un arma que le basta a un hombre honesto que ignore todas esas sutiles fintas a la francesa.
—Roger O’Farrel conocía todo el valor que tiene una buena espada —replicó—. Te confortaría el corazón verla cantar en su mano y acabar con cuantos se le oponen.
—¡Vámonos ya! —respondí secamente.
De nuevo me impresionaba la dureza de su corazón y, en cierto modo, me irritaba oírla cantar las alabanzas de O’Farrel.
Atravesamos en silencio las gargantas y los barrancos, escalando los acantilados del norte para llegar a otra meta. Luego, cruzamos una jungla de espesos árboles hasta que alcanzamos una cresta cuya pendiente conducía a la playa. Escrutando la zona y temiendo alguna emboscada, vimos la chalupa, sobre la arena y sin vigilar.
Ningún ruido venía a romper el extremo silencio. Descendimos prudentemente por la pendiente. El sol estaba como colgado sobre las aguas occidentales, igual que si fuera un escudo hecho de sangre. Incluso los pájaros parecían haberse callado en las ramas. La brisa había desaparecido: no había hoja que rumorease entre las frondas.
Llegamos a la chalupa. Trabajando rápidamente, nos dedicamos a abrir los toneles para conseguir una buena provisión de pan y carne seca. Me temblaban los dedos de nervios y ansiedad. Tenía el presentimiento de que estábamos junto al borde de un precipicio… estaba seguro de que los piratas iban a llegar a la playa antes de la caída de la noche y el sol ya estaba a punto de ponerse.
En el mismo momento en que aquel pensamiento pasó por mi mente, escuché un grito y un disparo. Una bala pasó silbando junto a mi mejilla. Mike Donler y Will Harbor corrían por la playa en nuestra dirección, jurando y profiriendo horribles amenazas. Habían llegado a la arena entre los peñascos, a corta distancia de la orilla. Estuvieron encima nuestro antes de que pudiéramos decir nada.
Donler se lanzó sobre mí, con la mirada feroz y ardiente. La hebilla de su cinturón, sus anillos y la hoja de su sable brillaban bajo las tenues luces del sol poniente. La camisa abierta dejaba entrever su torso fuerte y velludo. Alcé la pistola y disparé, atravesándole el pecho. Se tambaleó y mugió como un búfalo herido. Sin embargo, su vitalidad era tanta que siguió corriendo a trompicones, pese a la mortal herida, para darme un golpe mortal. Detuve el asalto y contraataqué. Mi hoja le abrió el cráneo hasta las cejas. Se derrumbó a mis pies, muerto, derramando el cerebro por la arena.
Me volví, temiendo que la joven estuviera en peligro… justo a tiempo de verla desarmar a Harbor con un hábil movimiento de la muñeca; acto seguido, le atravesó el corazón. El impacto fue tan violento que la punta de su espada apareció bajo el omóplato del pirata.
Durante un fugitivo segundo se quedó de pie, abriendo la boca estúpidamente, como sostenido por la hoja. Manaba sangre de su boca abierta. Al mismo tiempo que Helen sacaba la espada —dando pruebas de una enorme fuerza en la muñeca—, el bucanero cayó hacia delante. Estaba muerto antes de tocar el suelo.
Helen se volvió hacia mí con una ligera sonrisa.
—Al menos, señor Harmer —me dijo—, mi abeja, como decís, ha hecho un trabajo más limpio y sencillo que vuestro mandoble. ¡Por Dios! ¡Nunca me hubiera imaginado que Mike Donler tuviera tanto cerebro!
—¡Basta! —dije, severo, afrentado tanto por su lenguaje como por sus modales—. Es un trabajo de carnicero que no me agrada. Vámonos. Aunque Gower y los otros dos no llegasen siguiendo los pasos de sus compinches, no tardarán en aparecer.
—En ese caso, recojamos las provisiones, ¡idiota! —dijo la joven duramente—. ¿Hemos hecho todo este camino y matado a dos hombres para nada?
Obedecí sin proferir palabra. A decir verdad, no tenía mucho apetito, pues mi alma se sublevaba por lo que acababa de pasar. El océano se tragó el sol poniente por el oeste y el crepúsculo cayó sin más demora mientras nos poníamos en camino hacia la caverna oculta por la cascada. Cuando hubimos pasado la cresta y perdido de vista el mar —sólo el reflejo de las aguas se percibía a lo lejos, entre los árboles— oímos un grito sordo y comprendimos que Gower y sus dos secuaces habían llegado a la playa.
—De momento, estamos fuera de peligro… hasta el amanecer —le dije a mi compañera—. Sabemos que esos rufianes se encuentran en la playa… no corremos el riesgo de darnos de boca con ellos en el sotobosque. Me extrañaría que se arriesgaran, de noche, en esta región salvaje y desconocida.
Seguimos nuestro camino e hicimos un alto un poco más tarde, para tomar algo de pan y buey, haciendo bajar la comida con agua clara y fría de un arroyo cercano. Me maravilló la delicadeza y refinamiento que empleaba la joven para comer.
Acabó el tentempié y se lavó las manos en el arroyo. Luego, sacudió las rubias guedejas y exclamó:
—¡Por Zeus! ¡Qué día tan pleno y beneficioso para dos fugitivos! ¡De siete bucaneros que bajaron a tierra por la mañana sólo quedan tres con vida! ¿Qué dices…? ¿Qué te parecería si dejásemos de huir de ellos y les hiciéramos cara? Vista nuestra buena suerte… Tres contra dos, ¡las oportunidades son casi parejas!
—¿A ti qué te parece? —pregunté groseramente.
—¡Yo digo que no! —replicó con toda franqueza—. Si no se tratase de John Gower, respondería de manera diferente. Pero ese Gower es más que un hombre… es tan astuto y feroz como una bestia salvaje y hay algo en él que me hiela la sangre. Es uno de los dos hombres que me han inspirado miedo.
—¿Y quién es el otro?
—Roger O’Farrel.
¡Pronunciaba el nombre de aquel rufián como si fuera un santo, o un rey! Por alguna razón desconocida, aquello me irritaba. Pero no dije nada.
—Ah, si Roger O’Farrel estuviera aquí —siguió adulándole— no tendríamos nada que temer, porque ningún hombre de los Siete Mares puede comparársele. Incluso John Gower evitaría medirse con él. Es el navegante más grande que haya existido, y el más fino espadachín. Y tiene las maneras de un caballero, ¡lo que es realmente!
—¿Pero quién es ese Roger O’Farrel? —pregunté brutalmente—. ¿Tu amante?
Al oír aquellas palabras, tan rápida como el rayo, me golpeó en la cara con la palma de la mano. Vi las estrellas. Nos levantamos; su rojo rostro colérico brillaba bajo la luz de la luna que se filtraba por encima de las copas de los árboles.
—¡Que el diablo te lleve! —exclamó—. ¡Si estuviera aquí, el mismo O’Farrel te arrancaría el corazón por esas palabras! ¡Te aseguré con mis propios labios que ningún hombre podía vanagloriarse de haber sido mi amante!
—Eso dicen, en efecto —dije con amargura. Mi mejilla ardía y mi cerebro estaba preso de una turbación difícil de describir.
—Eso dicen, ¿verdad? ¿Y qué piensas tú?
El tono de su voz resultaba amenazante.
—Pienso —declaré con temeridad— que una mujer no pude ser ladrona y asesina y seguir siendo virtuosa.
Era algo cruel y decirlo resultaba inútil. Vi palidecer su rostro, la oí inspirar rápidamente. Un instante después, la punta de su espada se apoyaba en mi pecho, encima de mi corazón.
—He matado a hombres por menos que eso —la oí susurrar con una voz lejana y siniestra.
Bajé los ojos hacia la delgada estela de plateada muerte que nos separaba: se me heló la sangre en las venas. Sin embargo, respondí:
—¡Matarme no me hará cambiar de opinión!
Durante un segundo la joven me miró fijamente. Luego, para mi mayor estupor, soltó la hoja y se dejó caer al suelo, sollozando, bañada en un mar de lágrimas. Me sentía avergonzado y me quedé a su lado, perplejo. Deseaba consolarla, pero tenía que aquel demonio me atravesara el corazón si la tocaba. No tardé en darme cuenta de que sus quejidos se entremezclaban con lo que decía.
—¡Tras todos mis esfuerzos para permanecer pura! —sollozó—. ¡Oh, qué injusticia! Sé que soy un monstruo a los ojos de mucha gente; hay sangre en mis manos. He robado, jurado, matado, jugado a los dados y me he emborrachado, todo hasta lograr un corazón de piedra. Mi único consuelo, la única cosa que me impedía sentirme maldita para siempre, era el hecho de haber sido tan virtuosa como cualquier otra joven. Y ahora, todo el mundo piensa que eso no es nada. ¡Oh, querría… querría estar muerta!
Y en aquel instante yo deseaba lo mismo. Me dejé llevar por una vergüenza terrible. La verdad es que las palabras que le había dirigido eran indignas de un hombre. Y ahora me sentía anonadado por aquella inesperada transformación… se había arrancado la máscara de dureza e impudicia para dejar aparecer ante mí un alma de sorprendente sensibilidad. Su voz tenía todos los acentos de la sinceridad y, a decir verdad, en ningún momento dudé de ella.
Me dejé caer de rodillas junto a la llorosa joven. Levantando su cara, intenté limpiarle los ojos llenos de lágrimas.
—¡No me toques! —ordenó, apartándose con presteza—. No quiero tener nada que ver contigo, que me tomas por una cualquiera.
—Nunca he creído tal cosa —respondí—. Y te pido perdón muy humildemente. Fueron palabras infames, indignas de un hombre. Nunca dudé de tu honestidad y dije lo que dije porque me enfureciste.
Pareció algo más calmada.
—En cuanto a Roger O’Farrel —declaró—, es dos veces más viejo que tú o que yo. Me encontró a bordo de un navío que se hundía. Yo todavía era un bebé: me educó como si fuera su propia hija. Y no fue culpa suya si adopté la vida de un pirata de los mares. Él me habría instalado en una hermosa casa, donde habría vivido como una dama, si tal hubiera sido mi deseo. Pero amo las aventuras —desde muy pronto sentí su llamada—, y aunque el Destino hizo de mí una mujer, siempre he llevado vida de hombre
»¿Soy brutal, fría, sin corazón ni piedad? ¿Cómo iba a ser de otro modo una joven que creció entre escenas de sangre y violencia, cuyos más remotos recuerdos son navíos en llamas que se hunden bajo el mar, cañones escupiendo fuego y muerte y sucios moribundos? Sé que mis compañeros no valen nada… borrachos, asesinos, ladrones, pendencieros… todos son así, excepto el capitán Roger O’Farrel.
»Algunos dicen que es cruel: puede que sea verdad. Pero siempre se ha mostrado amable conmigo. Además, es un auténtico caballero, de alta cuna y sangre azul, ¡y tiene el valor de un león!
No dije nada en contra del bucanero. Sabía que era la mala hierba de una ilustre familia de Irlanda que le había desheredado… sin embargo, descubrí una extraña sensación de placer al descubrir por labios de Helen el tipo de lazos que les unía.
Una escena olvidada hacía mucho tiempo volvió a mi mente… una embarcación llena de gente que vi bordeando la costa de la Tortuga… les acogimos a bordo… y las palabras de una de las mujeres: «¡Es a Helen Tavrel a quien debemos darle las gracias, que Dios la bendiga! Obligó al sanguinario Hilton a dejarnos en esta chalupa, con agua y víveres, cuando él quería quemarnos vivos con nuestro navío. Puede que sea una mujer pirata, pero tiene un buen corazón…».
A fe mía que la joven hacía honor a su sexo si se consideraba el ambiente en el que había vivido y crecido, pensé. De un modo extraño aquello me puso de buen humor.
—Procura olvidar mis palabras —dije, reconfortándola—. Volvamos ahora a nuestro escondite, porque es posible que mañana nos sea muy necesario haber descansado.
La ayudé a ponerse en pie y le pasé la espada. Me siguió sin decir palabra. Caminamos en silencio hasta que llegamos a la base del acantilado. Nos detuvimos allí unos momentos.
El paisaje era extraño y fantástico. Los acantilados se alzaban a cada lado, abruptos y oscuros; las frondosas y espesas sombras susurraban y crujían en la garganta. La caída de agua se derramaba desde lo alto del acantilado centelleando ante nosotros como si fuera plata fundida bajo el claro de luna. El estanque en el que caía el agua reflejaba largas y majestuosas ondulaciones brillantes. La luna flotaba sobre el conjunto, como un ancho escudo de oro blanco.
—Duerme en la caverna —ordené—. Me haré una cama entre los matojos que crecen entre esos dos troncos.
—¿Estarás seguro? —me preguntó.
—Sí. Esos rufianes esperarán la llegada del día para arriesgarse de nuevo al interior, y en esta isla no hay más animales peligrosos que los reptiles que infectan los pantanos en la orilla opuesta a la nuestra.
Sin decir palabra, entró en el estanque y atravesó sus aguas, hasta que desapareció detrás de la bruma plateada de la cascada. Aplasté los matojos y me dispuse a dormir. Lo último en lo que pensé antes de rendirme al sueño fue en una rebelde melena de bucles dorados bajo los que brillaban dos ojos grises de mirada pensativa.
El segundo día
Dormía profundamente cuando alguien me sacudió por el hombro. Me agité y me desperté bruscamente. Me incorporé, buscando a tientas la espada o la pistola.
—La verdad, señor Harmer, duerme usted como un tronco. ¡John Gower podría haberse acercado arrastrándose hasta aquí y arrancarte el corazón sin que te dieses cuenta!
El alba apenas empezaba a despuntar y Helen ya estaba de pie.
—Pensé despertarme antes —dije bostezando—, pero el trabajo de ayer me dejó agotado. Debes tener un cuerpo y un temple de acero.
Parecía tan fresca y descansada como si saliera de su dormitorio. La verdad es que pocas mujeres pueden soportar tales fatigas, dormir toda una noche en el suelo desnudo de una caverna y tener tan elegante y seductor aspecto al despertar.
—Vamos a desayunar —dijo la muchacha—. La comida es bastante frugal, pero tenemos un agua excelente para acompañarla y creo recordar que hablaste de fruta.
Poco más tarde, mientras comíamos algo, me dijo pensativa:
—¡La idea de que John Gower eche mano al tesoro de Mogar me hacer hervir de cólera! Aunque he navegado con Roger O’Farrel, Hilton, Hansen y Le Ban, Gower es el primer capitán que me haya insultado.
—Me extrañaría mucho que encontrase nada parecido —dije—, por la simple razón de que no existe tal cosa en esta isla.
—¿La has explorado por completo?
—De cabo a rabo, con la excepción de los pantanos del este; son impenetrables.
Su mirada se inflamó.
—Caramba, camarada, si el templo fuera fácil de encontrar, habría sido saqueado hace mucho tiempo. Te apuesto lo que quieras a que se encuentra en alguna parte de esos pantanos. Ahora, escucha mi plan.
»Disponemos de un buen rato antes de que salga el sol. Por lo que se ve, Gower y sus esbirros han pasado la mayor parte de la noche bebiendo ron, así que no se pondrán en marcha hasta que sea totalmente de día. Conozco sus costumbres y nunca las cambian, ¡ni siquiera por un tesoro!
»Así que, sin perder más tiempo, vamos a esos pantanos, y explorémoslos cuidadosamente.
—¡Te repito que eso es tentar a la Providencia! —exclamé—. ¿Para que nos va a servir un escondite si no lo utilizamos? Hasta ahora, la suerte nos ha sonreído; hemos escapado de Gower, pero si seguimos corriendo de un lado a otro por los bosques, acabaremos por encontrarnos con él.
—Si nos quedamos ocultos en esta cueva como si fuéramos ratas, será él quien acabará por descubrirnos. Podemos explorar los pantanos y volver incluso antes de que él se ponga en marcha. En caso contrario, como no sabe nada de bosques y se desplaza tan ruidosamente como si fuera un búfalo, le oiríamos a una milla de distancia y podríamos eludirle. Nos ocultaremos en la jungla si es necesario, sin correr el menor peligro. Cuando hayan pasado, dispondremos de una retirada segura. Si Roger O’Farrel estuviera aquí… —titubeó.
—Si quieres que O’Farrel intervenga en este asunto —dije con un suspiro—, por mí de acuerdo con todos los planes que propongas, ¡incluso los más insensatos! Pongámonos en camino.
—¡Perfecto! —gritó la muchacha, batiendo palmas como si fuera una niña—. ¡Estoy segura de que encontraremos el tesoro! ¡Ya veo brillar todos esos diamantes, rubíes, esmeraldas y zafiros!
Las primeras luces grises del alba aparecieron en el horizonte. El cielo se volvió más claro, teñido de rojo, cuando empezamos a subir por el acantilado. Seguimos un largo barranco que desembocó finalmente en el espeso sotobosque del este. Continuamos en dirección opuesta a la que tomamos la víspera. Los piratas habían desembarcado en la costa oeste; los pantanos se extendían al este.
Caminamos en silencio unos minutos, hasta que yo pregunté inopinadamente:
—¿Qué clase de hombre es O’Farrel? ¿Qué aspecto tiene?
—Es atractivo y su porte es el de un rey —me respondió la joven considerándome con ojo crítico—. Es más alto que tú, pero menos corpulento. Más ancho de hombros, pero su torso es menos robusto. Su rostro es agradable y sus facciones enérgicas; no lleva barba, ni bigote. Su pelo es tan negro como el tuyo, a pesar de su edad; tiene unos espléndidos ojos tan grises como el acero de una espada. Tú también tienes los ojos grises, pero tu tez es morena, mientras que la suya es muy clara.
»Sin embargo —siguió diciendo—, si te afeitaras y te vistieras de manera adecuada, tú también tendrías muy buen aspecto, incluso junto al capitán O’Farrel… ¿Qué edad tienes?
—Veintisiete años.
—No pensé que fueras tan mayor. Yo tengo veinte años.
—Pues pareces más joven —repliqué.
—Soy mayor por la experiencia —dijo—. Ahora, lo mejor será que avancemos en silencioso, no sea que, por mala suerte, esos rufianes se hallen en el bosque.
Nos deslizamos prudentemente entre los árboles, tropezando con las raíces, abriéndonos paso a través de las frondas cada vez más espesas según avanzábamos hacia el este. En un momento dado, una enorme serpiente moteada cruzó reptando por el sendero delante nuestro. La joven se sobresaltó nerviosa y retrocedió ligeramente. Tan valiente como una tigresa cuando se enfrentaba con los hombres, Helen sentía una antipatía típicamente femenina por los reptiles.
Finalmente, llegamos a la orilla del pantano sin habernos tropezado con alma viviente alguna. Me detuve.
—Aquí empieza la marisma, una extensión de pantanos fangosos y túmulos infectados de serpientes. Por el este, desciende suavemente hasta el mar. ¿Ves que todo esta lleno de enredaderas y musgo y los troncos cargados de lianas? ¿Sigues siendo de la opinión de adentrarte en esos infectos pantanos?
Por toda respuesta, la joven me apartó a un lado con impaciencia y siguió su camino.
No me gusta recordar las primeras leguas de aquel viaje. Con el sable fui abriendo camino entre las lianas, la vegetación colgante de los árboles, y los tupidos setos de bambú. Cuanto más avanzábamos más nos sumíamos en un lodo fétido que se nos pegaba a las botas. Luego, los tallos de bambú desaparecieron y los árboles empezaron a escasear: ya no vimos más que juncos que se elevaban por encima de nuestras cabezas y, de vez en cuando, algún claro, anegado de un agua verdosa y corrompida, llena de un lodo oscuro y gorgoteante. Seguimos nuestro camino, chapoteando en el fango. A veces nos hundíamos hasta la cintura en un agua y un lodo fétidos. Helen juraba furiosa de manera constante por el ultraje que padecían sus galas. Yo ahorraba el aliento y seguía avanzando penosamente. En dos ocasiones tuvimos que atravesar aguas podridas que parecían no tener fondo: en ambas ocasiones nos costó todas las penas el mundo alcanzar tierra firme… ¿qué digo, tierra firme? Oh, no, era una materia vegetal, pérfida y temblorosa, que intentaba chuparnos y que suplantaba a la tierra en aquel paisaje infecto y abominable.
Sin embargo, seguimos adelante, avanzando penosamente entre el lodo, agarrándonos a los flexibles juncos y a los troncos carcomidos. Pasamos por túmulos cuyo suelo era más estable, eso, cuando nos era posible. En un momento dado, Helen pisó una serpiente. Lanzó el grito que habría proferido un alma perdida. Nunca se acostumbraría a la vista de aquellos reptiles. Y eso que se calentaban al sol por todas partes, tanto en los troncos de casi todos los árboles como reptando por el suelo.
Me parecía que aquel viaje insensato nunca tendría fin. Estaba a punto de decírselo a Helen cuando, por encima de los juncos y la infernal vegetación de la marisma, vi, a corta distancia ante nosotros, lo que parecía un suelo firme en el que crecían algunos árboles. Helen gritó de alegría y se lanzó en su dirección. Cayó en una ciénaga que se la tragó por completo, dejando a la vista sólo su nariz por encima de la superficie enlodada. Buscando a tientas bajo aquel agua inmunda, la agarré de los brazos y logré arrancarla de la poza, jurando y escupiendo agua nauseabunda. Yo estaba hundido hasta la cintura en el lodo del pozo; sólo la energía que da la desesperación nos permitió llegar a la orilla.
Finalmente, sentimos bajo las botas algo que parecía servir de fondo al lago. Por último, alcanzamos un suelo más estable que nos permitió salir de la poza y del pantano. En aquel punto crecían unos árboles muy altos y cubiertos de plantas y lianas; una hierba alta y abundante se extendía entre los troncos. Al menos no había helechos. Yo, que había rodeado por completo el pantano, me sentí estupefacto. Evidentemente, aquel lugar era una especie de isla rodeada de lodo por todas partes. El que no hubiera atravesado el pantano habría pensado exactamente igual que yo: que no había nada entre sus frondas, salvo agua y barro.
Helen estaba muy excitada. Sin embargo, antes de seguir más lejos, se detuvo e intentó quitarse algo del lodo que tenía en la cara y la ropa. A decir verdad, daba risa vernos, cubiertos de fango hasta las cejas.
Mucho más grave era que, pese a la protección de la seda, el agua había penetrado en las pistolas de Helen; las mías también eran inutilizables. Los cañones y las platinas estaban tan sucios de lodo que llevaría un buen rato limpiarlos y dejarlos secos. Luego, habría que recargar las pistolas. Afortunadamente, la petaca de Helen con forma de cuerno todavía contenía algo de pólvora. Yo era de la opinión de detenernos y dedicarnos a estas tareas, pero la joven replicó que no nos iban a hacer falta allí, en medio del pantano. Lo más seguro es que estuviera muerta de impaciencia… Quería explorar el lugar al que acabábamos de llegar y averiguar si el templo estaba por los alrededores.
Acabé por ceder y seguimos adelante, cruzando entre los troncos de los majestuosos árboles. Sus ramas se entrelazaban de tal modo que casi ocultaban por completo la luz del sol. Este había salido poco antes. La poca luz que se filtraba a través de la maleza era extraña, gris y siniestra. Las hierbas altas ondulaban en medio de la penumbra, como si fueran tenues fantasmas. Ningún pájaro cantaba en aquellos parajes, ni revoloteaban las mariposas, aunque sí que vimos muchas serpientes.
No tardamos en descubrir las ruinas de unas construcciones. Hundidas en el suelo y cubiertas de una vegetación exuberante, se veían aquí y allá baldosas o techos derruidos. Un poco más lejos, alcanzamos una amplia extensión abierta que parecía una calle. Había grandes losas dispuestas regularmente entre las que crecía la hierba. Recorrimos en silencio la antigua calle, porque parecía que los fantasmas olvidados hacía mucho tiempo nos estuvieran susurrando al oído. Poco después, vimos una extraña construcción: brillaba débilmente entre los árboles por delante nuestro.
Nos acercamos a ella silenciosamente. No cabía duda: era un templo, sólidamente construido con bloques de piedra.
Anchos peldaños conducían a la entrada. Con las espadas en la mano subimos por ellos sin hacer ruido, impresionados. El templo estaba cerrado por tres de sus lados por altos muros en los que no se veían puertas ni ventanas; en el cuarto, enormes columnas delgadas formaban la fachada del edificio. El suelo estaba recubierto de losas, pulidas y desgastadas por el roce de innumerables pies. Del centro de la gran sala partía una hilera de peldaños estrechos que desembocaban en algo parecido a un altar. No vimos ídolo alguno en la sala; si alguna vez hubo alguno, los españoles lo habían destruido. Ninguna escultura decoraba las paredes, el techo o las columnas. La impresión dominante de aquellos lugares era la de una sencilla austeridad, algo que parecía despreciar terriblemente los esfuerzos del hombre por embellecer o adornar lo que construía.
¿Qué raza desconocida había edificado aquel santuario en tiempos remotos? ¡Seguramente, algún pueblo temible y oscuro! Aquel mundo se había extinguido siglos antes de que los indígenas de piel morena crearan su efímero imperio. Alcé los ojos al enorme altar que se alzaba por encima de nosotros. Estaba sobre una plataforma sólidamente construida sobre el suelo del templo. Una columna se alzaba del centro de aquella plataforma y subía hasta la bóveda. El altar parecía formar parte de aquella columna.
Subimos los escalones de piedra. Por mi parte, no me sentía muy a gusto. Helen no decía nada. Deslizó su pequeña mano en la mía, mirando nerviosa a su alrededor. Un silencio meditabundo reinaba en aquel lugar, como si algún monstruo de otro mundo estuviera oculto en algún rincón, dispuesto a saltar sobre nosotros. La fría y severa antigüedad del templo nos oprimía y nos sofocaba, haciéndonos perder conciencia de nuestra insignificancia y debilidad.
Sólo el rápido chasquido de los tacones de Helen en los peldaños de piedra rompía el silencio. Sin embargo, no me costaba trabajo imaginarme los ritos de adoración, oscuros y majestuosos, celebrados en otros tiempos en aquel santuario. Llegamos a la plataforma y nos inclinamos sobre el altar. Vimos en su superficie extensas manchas oscuras. Noté que Helen, sin poder controlarse, se estremecía. Otras sombras terribles surgidas del pasado… y, por lo que sabíamos, ¡quizá aquel templo lúgubre nos reservara nuevos horrores!
Examiné más detenidamente la maciza columna que se alzaba tras el altar; mi mirada la siguió hasta la bóveda. Esta parecía construida con losas de piedras especialmente anchas, con la única excepción de la parte que había justo encima del altar. En aquel lugar se había encastrado un enorme bloque de piedra; su aspecto era totalmente diferente de los que habían servido para construir el templo. Tenía una coloración oscura y amarilla veteada con venas rojizas. De unas dimensiones monstruosas, pesaría varias toneladas. Me pregunté con estupor cómo se mantendría en su sitio. Finalmente, decidí que la columna que se alzaba desde la plataforma lo sujetaba, de un modo u otro. En efecto, la columna se hundía en la bóveda cerca del gran bloque de piedra. Desde la bóveda a la plataforma habría unos quince pies, eso pensé, y de la plataforma al suelo del templo, unos diez.
—Ya hemos encontrado el templo —dijo la moza con voz seca—. ¿Dónde está el tesoro?
—Vamos a descubrirlo —repliqué—. Pero, antes de empezar nuestras pesquisas, limpiemos y recarguemos las pistolas, porque sólo los santos saben lo que nos espera.
Bajamos la escalera. Súbitamente, a medio camino, Helen se inmovilizó con un destello de inquietud en la mirada.
—¡Escucha! ¿Eso eran pasos?
—No he oído nada; es una jugarreta de tu imaginación.
La joven insistió, afirmando que había oído algo, y me apremió a salir del templo a toda prisa. Llegué al suelo antes que ella. Me volví para decirle algo por encima del hombro y vi que sus ojos a punto estaban de salírsele de las órbitas. Su mano se lanzó sobre el pomo de su espada. Giré y vi tres formas amenazantes recortándose a contraluz entre las columnas… tres hombres manchados de lodo y fango; las armas brillaban en sus manos.
Como en un sueño distinguí los ojos ardiendo de odio de John Gower, la barba del gigantesco Bellefonte y los rasgos oscuros y taciturnos de La Costa. Se lanzaron sobre nosotros.
No sabía cómo habían conseguido mantener seca la pólvora al atravesar el inmundo pantano. Saqué la espada; en aquel mismo momento, La Costa disparó. La bala me impactó en el brazo derecho y me rompió el hueso. El sable se me escurrió de entre los dedos inertes. Sin embargo, me agaché y lo recogí con la mano izquierda a fin de aguantar la carga de Bellefonte. El gigante atacó como un elefante furioso, rugiendo y haciendo girar el sable por encima de su cabeza. Pero la obstinada rabia de un león acorralado era lo que me guiaba. Abatí la hoja sobre su guarda, como un herrero forjando en su yunque. El chasquido de los sables no tardó en transformarse en un incesante estrépito. Le obligué a recular a través de la sala y le hice caer de rodillas. En parte esquivó el golpe que le asesté. Mi sable, rebotando de su espada hacia su cráneo, giró en mi mano y le golpeó de plano, aturdiéndolo en lugar de matarlo. En aquel mismo instante, La Costa, empleando su mosquete como si fuera una porra, me golpeó violentamente y me raspó el cuero cabelludo. Caí a tierra y me quedé tendido, bañado en mi propia sangre.
Acto seguido, mientras seguía en el suelo, medio desmayado e incapaz de levantarme, busqué a Helen con la mirada y la vi confusamente, enzarzada con Gower.
Con la primera alerta, atacó al pirata. Este aguantó el asalto, asumiendo una posición más defensiva que ofensiva. A decir verdad, Gower era un buen espadachín, capaz de hacer frente a un adversario tan hábil como Helen; en aquel momento, sin embargo, su pesado sable, de incómodo manejo, era poco apropiado para las fintas de la muchacha.
No quería matarla y era demasiado astuto como para bajar la guardia y dejar que Helen acabara con él de una estocada. Así detuvo los primeros golpes de Helen, retrocediendo ante ella, mientras La Costa intentaba acercarse a la muchacha por la espalda y sujetarla los brazos. El francés no pudo llegar a buen puerto con sus proyectos. Helen hizo una finta que obligó a Gower a detener su hoja con un gesto amplio de su arma. Al hacerlo, bajo la guardia. Normalmente, John Gower habría sido ensartado un instante después. Pero la suerte no estaba de nuestra parte aquel día. El pie de Helen resbaló mientras fintaba y lanzaba una estocada hacia el corazón del pirata. La punta de su espada resbaló y se limitó a rasgar las costillas de Gower. Antes de que la joven pudiera recuperar el equilibrio, el bucanero lanzó un alarido y asestó un terrible golpe con su espada. Luego, soltando el sable, la agarró entre sus enormes brazos.
Incluso así, Helen siguió debatiéndose, intentando desgarrarle el rostro y dándole patadas. Intentó incluso golpearle con la espada, pero el hombre se limitó a reírse de ella. Le arrancó la hoja de las manos y la inmovilizó, dejándola tan desamparada como si fuera un bebé; la ató con cuerda. Luego la llevó hasta una columna y la sujetó a ella. Helen maldecía y juraba de un modo capaz de helar la sangre a cualquiera.
Gower, al ver que yo intentaba levantarme, ordenó a La Costa que me atase. El francés le respondió que yo tenía los dos brazos rotos. Así que Gower le mandó que me atase las piernas; lo que hizo. Me arrastró hasta el lugar donde estaba la joven. No sé cómo pudo hacerlo tan fácilmente el francés, supongo que por el golpe que yo había recibido en la cabeza; en efecto, parecía que fuera incapaz de utilizar los miembros. Me imaginé que también tenía roto el brazo izquierdo, además del derecho.
—¡Y bien, jovencita —dijo John Gower con su voz cavernosa y amenazante—, volvemos a encontrarnos donde empezamos! No sé de dónde has sacado a este joven y fogoso salvaje, pero me parece que su estado es bastante lamentable. De momento, tengo un trabajo que hacer; luego, creo que le libraré de sus sufrimientos.
Aunque estaba atontado, comprendí que no tenía intención alguna de atenderme y que pensaba degollarme. Oí a Helen hipar de terror.
—¡Monstruo! —gritó—. ¿Serías capaz de asesinarle?
Gower soltó una fría risotada y se volvió hacia Bellefonte. Este empezó a levantarse torpemente.
—Bellefonte, ¿crees que puedes trabajar?
—No —gruñó el gigante—. Con este golpe acabaré ardiendo en el infierno. Creo…
—Vete a por las herramientas —le ordenó Gower.
Bellefonte salió con pasos torpes. Poco después, reapareció con unos picos y una pesada maza.
—Estoy decidido a encontrar lo que busco —declaró John Gower—, ¡aunque deba hacer pedazos este maldito templo! ¡Como te dije que haría cuando me preguntaste que para qué llevaba la maza en la chalupa! Comrel murió antes de poder decirnos donde se encontraba exactamente el templo, pero las vagas alusiones de dejaba caer de vez en cuando me dieron a entender que este santuario se hallaba en la parte oriental de la isla. Esta mañana, cuando empezamos a desplazarnos en esta dirección y llegamos al pantano, comprendí que nuestras pesquisas habían terminado. Y, por lo mismo, te hemos encontrado en cuanto nos deslizamos sin hacer ruido por entre las columnas para mirar discretamente el interior del templo.
—Estamos perdiendo el tiempo —intervino Bellefonte—. ¡Empecemos a buscar y a derribar algo!
—Todo es una pérdida de tiempo —dijo La Costa lúgubremente—. Gower, te repito que estamos buscando una quimera: toda esta historia acabará mal. En este lugar habitan demonios; qué digo, ¡el propio Satanás cubre el templo con sus alas oscuras! Este lugar no es para cristianos. En cuanto a las joyas, una leyenda dice que los sacerdotes de este templo desconocido las arrojaron al mar, ¡y creo en esa leyenda!
—Pronto lo sabremos —respondió Gower, imperturbable—. Estas paredes y columnas parecen sólidas, pero nuestra obstinación, y estas herramientas, nos ayudarán. Vamos, empecemos a trabajar.
Ahora me doy cuenta de que, extrañamente, he olvidado hasta ahora mencionar la luz particular que había en el templo. Fuera, había un espacio despejado; ningún árbol crecía a menos de quince metros de los muros. Sin embargo, los árboles que se alzaban más allá de esa distancia eran tan altos, y sus ramas estaban tan entrelazadas, que el santuario se hallaba sumido en una penumbra eterna. Y la luz que se filtraba a través de las frondas y se deslizaba entre las columnas era tenue y rara. Los rincones de la gran sala se mostraban velados por una bruma grisácea: los hombres iban y venían por ella como fantasmas… sus voces sonaban cavernosas e irreales.
—Busquemos puertas secretas o trampillas —dijo Gower, que ya había empezado a inspeccionar los muros golpeándolos con la maza.
Los otros dos le obedecieron. Bellefonte se puso manos a la obra con decisión; La Costa era distinto.
—No saldrá nada bueno de todo este asunto, Gower —declaró el francés mientras buscaba a tientas entre las sombras de un contrafuerte apartado—. Estamos desafiando a las deidades paganas de un santuario impío… nom de Dieu![6]
Al oír su grito desesperado todos nos sobresaltamos. Se apartó de las sombras a toda prisa, tambaleándose. Algo parecido a un cable de color negro se enroscaba en su brazo. Bajo nuestras aterradas miradas, La Costa se derrumbó sobre las losas del suelo. Allí, con sus manos desnudas, desgarró e hizo pedazos al horrible reptil que le había mordido.
—¡Oh, bondad divina! —gritó con voz estridente, retorciéndose y levantándose para acercarse a sus compañeros con ojos dilatados por el horror y el dolor—. ¡Oh, grand Dieu[7], ardo, me muero! ¡Santos del Paraíso, aliviadme en mis sufrimientos!
Incluso los nervios de acero de Bellefonte parecían quebrantados por aquel abominable espectáculo. John Gower permanecía impasible. Sacó una pistola del cinto y se la echó al moribundo.
—Estás perdido —dijo brutalmente—. El veneno circula por tus venas como fuego del Infierno, pero todavía puedes vivir varias horas. Es preferible que pongas fin a todos tus tormentos.
La Costa agarró el arma como un hombre que va a ahogarse se sujeta de una rama. Dudó durante un instante, desgarrado entre dos miedos a cual más atroz. Luego, la quemadura del veneno irradió a través de su cuerpo, atravesándole con la violencia de mil puñaladas. Acercó a la sien la boca de la pistola, musitando y lloriqueando, y apretó el gatillo. Su mirada torturada me atormentará hasta el día del Juicio Final. Ojalá que sus crímenes en esta tierra hayan sido perdonados, porque, si alguna vez un hombre conoció el Purgatorio en sus últimos instantes de vida, ¡ese hombre fue él!
—¡Por Dios! —exclamó Bellefonte limpiándose el sudor de la frente—, ¡parece obra de Satanás!
—¡Bah! —dijo Gower con impaciencia—. Era solamente una serpiente del pantano que se había afincado en el templo. Ese imbécil estaba tan preocupado por sus sombrías predicciones que no la vio entre las sombras y le puso la mano encima. Vamos, despabila y recupérate… pero, antes de volver al trabajo, asegurémonos de que no haya más serpientes entre las piedras.
—¡Te lo suplico, venda las heridas del señor Harmer antes de nada! —intervino Helen. El estremecimiento de su voz indicaba hasta qué punto estaba angustiada—. Está perdiendo mucha sangre… ¡se va a morir!
—¡Perfecto! —respondió Gower sin el menor sentimiento—. ¡Eso me evitará el trabajo de aliviar sus padecimientos!
Pero la verdad es que mis heridas ya habían dejado de sangrar. La cabeza me daba vueltas todavía y el dolor del brazo resultaba punzante, ¡pero no estaba ni cerca de la muerte! Mientras los piratas miraban por otra parte, empecé a tirar furtivamente de mis ataduras y a aflojarlas con la mano izquierda. No estaba en condiciones de combatir, pero, si estaba libre, podría enfrentarme a mis enemigos. De ese modo, tendido de lado, doblé y estiré las piernas a mis espaldas, intentando alcanzar con los dedos entumecidos las cuerdas que me sujetaban los tobillos. Gower y su compañero sondeaban por los rincones, golpeando paredes y columnas.
—Por Zeus, creo que el altar es la clave del misterio —dijo Gower interrumpiendo la búsqueda—. Trae la maza y vamos a verlo más de cerca.
Subieron por la escalinata de piedra, como dos canallas que fueran al cadalso. En la tenue luz parecían hombres muertos. Dedos helados estrujaron mi alma: me pareció escuchar el sordo batir de unas alas, como las de un murciélago. Me dominó un terror indecible y, por una razón que aún desconozco, alcé la vista hacia la enorme piedra suspendida sobre el altar. Toda la abominación de aquel lugar antiguo y lleno de misterios olvidados cayó sobre mí y me cubrió, como si fuera bruma. Creo que Helen sintió lo mismo, pues oí que su aliento se convertía en algo seco y corto.
Los bucaneros se inmovilizaron sobre la plataforma. Gower habló. Su vez resonó en la gran sala como si fuera una bruma cavernosa, repercutiendo en las paredes y el techo.
—Ahora, Bellefonte, empieza a golpear con la maza… ¡y rompe el altar!
El gigante lanzó un titubeante gruñido. El altar parecía estar hecho de un macizo bloque de piedra, tan desnudo y desolado como el resto del santuario. Formaba parte integrante de la plataforma, como la columna que había tras él. Sin embargo, Bellefonte levantó la pesada maza y la dejó caer sobre la lisa superficie en medio de un terrible estrépito.
El sudor perló la frente del gigante. Sus grandes músculos sobresalían y se movían en sus brazos y su desnuda espalda al tiempo que alzaba la maza y la dejaba caer una vez más. Gower juró: Bellefonte argumentó que era un trabajo inútil y una pérdida de tiempo. Pero Gower insistió, y el pirata volvió a enarbolar el martillo. Separó las piernas, alzó y echó hacia atrás los brazos, pasándolos por encima de la cabeza, aferrando el mango del instrumento con todas sus fuerzas. Luego abatió la maza con toda su enorme potencia; el mango se rompió al recibir el impacto. Con un sordo crujido, la parte superior del altar cedió y sus cascotes volaron en todas direcciones.
—¡Está hueco, por Satanás! —gritó John Gower golpeándose con el puño la palma abierta de la otra mano—. ¡Ya lo sabía! Pero ¿quién iba a imaginarse esto? ¡La cubierta estaba tan hábilmente unida al conjunto del cofre que ninguna fisura resultaba visible! Vamos, camarada, deprisa, enciende fuego con tu yesca… ¡el interior de este extraño cofre está tan oscuro como el Infierno!
Se inclinaron ante el abierto altar, y se vio un fugitivo destello, luego se incorporaron.
—Se acabó la yesca —gruñó Bellefonte echando a un lado la piedra de encender—. ¿Qué es lo que ves?
—Nada, salvo una enorme piedra roja —dijo Gower irritado—. Pero puede que haya un compartimento secreto en el fondo del cofre, o en la plataforma.
Se inclinó de nuevo sobre el altar y metió la mano en su interior.
—¡Por Satanás! La maldita gema parece sólidamente pegada al fondo del cofre, como si hubiera sido fijada con algo… como una banda metálica… ah, ya cede, y…
En el mismo instante, retumbó un chirrido sordo, como el de cerrojos y palancas que llevaran mucho tiempo sin ser utilizadas. Un gruñido llegó de la bóveda; todos levantamos la vista. Los dos bucaneros que estaban al lado del altar lanzaron un grito de terror mortal y alzaron los brazos… En medio de un rugido tormentoso, la gran losa central se separó de la bóveda y cayó sobre ellos. Columna, altar y escalera desaparecieron, dislocados, rotos y transformados en una ruina sanguinolenta.
Atónitos por aquel terrible estrépito —como si fuera el de un temblor de tierra—, Helen y yo nos quedamos inmóviles, mirando fijamente y con terrible fascinación el montón de piedras destrozadas que ocupaba el centro del templo. Un arroyo de color rojo oscuro manaba lentamente de entre los escombros.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, me quité las ataduras y, como un hombre en trance, liberé a la joven. Me sentía muy débil: Helen me pasó un brazo alrededor de la cintura para sujetarme. Salimos juntos del templo maldito. Una vez fuera, el aire puro y la luz del día nunca me habían parecido tan hermosos, aunque el aire estuviera viciado por los gases del pantano y la luz fuera extraña y sombría.
Acto seguido, una oleada de debilidad sumergió mi cuerpo y mi mente. Me derrumbé en el suelo y perdí el sentido.
Y finalmente…
Alguien me pasaba por la frente un paño humedecido y acabé por abrir los ojos.
—Steve, oh, Steve, ¿estás muerto? —decía alguien; la voz era dulce y parecía bañada en lágrimas.
—Todavía no —dije, intentando sentarme, aunque una mano menuda me obligó a seguir tumbado.
—Steve —dijo Helen; un extraño placer me invadió al oírme llamar por mi nombre—, he vendado tu herida lo mejor que he podido con lo que tenía a mano… unas cintas de tela de mi blusón. Tenemos que salir de este lugar insano y húmedo. ¿Crees que podrás andar?
—Lo intentaré —respondí, pese a que me aterraba la idea del pantano.
—He descubierto un camino —me hizo saber la joven—. Cuando buscaba algo de agua potable, encontré una pequeña fuente y vi algo que, en tiempo, fue una ruta abierta construida con grandes bloques de piedra cubiertos con varias pulgadas de barro e invadida por la vegetación, aunque practicable. Vámonos sin más tardanza.
Me ayudó a ponerme en pie y guio mis pasos inciertos, pasándome el brazo por la cintura. De este modo, seguimos la antigua calzada. A pesar de mi debilidad y mi lamentable estado, me sentí intrigado y no dejé de preguntarme cuál sería aquella raza misteriosa que había construido todo aquello de manera tan duradera y protegiendo tan terriblemente sus secretos.
El viaje a través de la marisma me pareció no tener fin: atravesamos nuevamente la espesa jungla. Pero, por último, tambaleándome de fatiga y dolor, vimos que el mar brillaba entre los árboles. Pronto estábamos tumbados en la arena, cerca de la chalupa abandonada en la playa. Estábamos agotados. Helen, no obstante, se negó a descansar, como le recomendé. Tomó de la embarcación una caja de vendas y ungüentos y se ocupó de mis heridas. Con la ayuda de una daga acerada consiguió extraer la bala alojada en mi brazo —durante tan delicada operación creí que estaba a punto de morirme— y a colocarme en su sitio el hueso roto. Me sorprendía su habilidad. Me dijo que, desde la más tierna edad, había ayudado a curar heridas y colocar huesos rotos… Roger O’Farrel, a decir verdad, había cursado estudios de medicina en su juventud y debía haberle transmitido sus conocimientos.
Sin embargo, la joven reconoció que era una tarea delicada a causa del poco material de que disponía y temiendo el daño que me podría causar. Según decía algo parecido, caí hacia atrás y quedé sin conocimiento. Yo había perdido mucha sangre: cuando me recobré, estaba amaneciendo el día siguiente.
Mientras estuve inconsciente Helen me hizo una cama con hojas, cubriéndome con su espléndida casaca. Ay, la prenda había perdido todo su esplendor, tan manchada como estaba de barro y sangre. Cuando volví en mí, ella estaba sentada a mi lado, con los ojos entornados y enrojecidos por la falta de sueño. En las grises luces del alba, su rostro se veía alterado por la fatiga y la turbación.
—Steve, ¿vivirás? —me preguntó; a punto estuve de echarme a reír.
—Tienes muy pobre opinión de mí si piensas que una bala de pistola y un desgarrón de florete pueden matarme —respondí—. ¿Cómo te sientes tú, Helen?
—Fatigada… un poco —sonrió—. Pero sorprendentemente pensativa. He visto a hombres morir de muchas formas; sin embargo, no tenía nada que ver con la horrible muerte de Gower y su compañero. Sus últimos gritos me aterrarán hasta el día de mi muerte. ¿Qué crees que pasó?
—Todo me parece muy vago y confuso —respondí—, pero creo haber visto bandas de metal retorcidas y rotas entre los escombros. A juzgar por el modo en que se quebraron la escalera y la plataforma, estoy persuadido de que toda la estructura era hueca, así como el altar y la columna. Un ingenioso sistema de palancas estaría instalado en la columna y llegaría hasta la bóveda; la enorme losa de piedra quedaría sujeta por cerrojos, o algo parecido. La gema del fondo del altar debía estar fijada a un gatillo que, accionando a lo largo de la columna, liberó la losa.
La joven tembló.
—Sin duda. Y el tesoro…
—Nunca existió. O bien, si existió, los indígenas lo arrojaron al mar, sabiendo de la maldición que pesaba sobre el templo. Simularon ocultarlo en el santuario para que los españoles encontraran la muerte buscándolo. Seguramente, todo el mecanismo no era obra de los indígenas, sino de la raza desconocida. Sin duda no conocían la trampa fatal que esperaba a los imprudentes que penetrasen en el templo. Una cosa es segura… al contemplar ese templo maldito, cualquier hombre es capaz de sentir que la sombra de la muerte lo recubre por completo.
—Un sueño más que se transforma en humo —suspiró Helen—. ¡Ay, y yo que esperaba encontrar rubíes y zafiros tan grandes como mi puño!
Mientras hablaba, miraba a la orilla, donde la luz del sol naciente tenía de rojo las olas. Súbitamente, se levantó de un salto.
—¡Velas!
—¡El Corsario Negro, que vuelve! —exclamé.
—¡No! ¡Incluso a esta distancia puedo reconocer los aparejos de un navío de guerra! Se dirige hacia la isla.
—Para abastecerse de agua, sin duda —dije.
Helen se quedó quieta, retorciéndose los dedos presa de la inquietud.
—Mi suerte depende totalmente de ti. Si les dices que soy Helen Tavrel, me colgarán entre la marea alta y la baja en el Muelle de las Ejecuciones.
—Helen —dije, tendiendo el brazo y tomando su pequeña mano para que se sentara a mi lado—, la opinión que tenía de ti ha cambiado mucho desde la primera vez que te vi. Sigo afirmando que las sangrientas actividades de los filibusteros no son cosa de mujeres, pero he descubierto que fueron las circunstancias las que te arrojaron a ese camino. Ninguna mujer, sea cual sea su modo de vida, podría ser más valiente y generosa que tú. Para los hombres de ese navío, serás Helen Harmer, que embarcó conmigo.
—He temido a dos hombres —dijo, bajando la vista—. A John Gower, porque era un animal; y a Roger O’Farrel, porque era un hombre atractivo y noble. En toda mi vida, sin embargo, sólo he respetado a un hombre… a O’Farrel. Ahora me doy cuenta de que respeto a un segundo… sin temerle. Steve, eres un hombre honesto y valiente, y…
—¿Y qué?
—Nada —dijo dominada por una evidente confusión.
—Helen —dije, atrayéndola hacía mí suavemente—, tú y yo nos hemos enfrentado juntos a muchas pruebas sangrientas para que algo pueda separarnos. Tu belleza me fascinó en cuanto te vi; luego, comprendí el verdadero valor del alma que se ocultaba tras una apariencia brutal. Toda alma tiene un par. He combatido este sentimiento y he intentado echarlo de mi corazón, pero en su seno ha nacido un profundo afecto por ti: y no hace más que crecer. Me importa muy poco lo que hayas podido ser; sólo soy un hombre sin navío, al menos de momento, pero déjame decirles a esos hombres, cuando lleguen a tierra, que tú eres, no mi hermana, sino mi futura esposa…
Durante un momento la joven se quedó apoyada en mi hombro. Luego se apartó vivamente y la terrible luz que había aprendido a reconocer brilló en el fondo de su mirada.
—Por Dios, señor, ¿me estáis proponiendo en matrimonio? Es muy amable por vuestra parte, pero…
—¡Helen, no te burles!
—No, Steve, no me burlo —dijo con una voz más dulce—. Pero nunca había pensado en algo parecido. Sólo la venganza vivía en mí. Y, además, señor, soy demasiado joven para casarme y tengo que recorrer el mundo como siempre he deseado. No olvides que sigo siendo Helen Tavrel.
—Eso me da igual. Cásate conmigo y te haré descubrir una nueva vida.
—No tan deprisa —dijo la joven mientras dibujaba cosas en la arena—. Tengo que pensármelo… Necesito tiempo. Además, no tomaré ninguna decisión antes de tener la opinión, y el consentimiento, de Roger O’Farrel. Después de todo, Steve, sólo soy una jovencita. Y si he de decirte la verdad… nunca antes había pensado en casarme, ni en tener un amante.
»Ah, estos hombres, ¡con qué insistencia acechan a una pobre chica! —dijo, echándose a reír.
—¡Helen! —exclamé, tan molesto como divertido—. ¿No sientes nada por mí?
—Vaya, en cuanto a eso —replicó, evitando mi mirada—, siento por ti un gran afecto, como el que nunca antes había sentido por ningún hombre, ni siquiera por Roger O’Farrel. Pero debo preguntarme acerca de este sentimiento y descubrir si se trata de amor.
Se echó a reír sonoramente y yo maldije con desesperación.
—¡Cuide su lenguaje ante su bienamada, señor! —dijo—. Ahora, escucha, Steve. Vamos a partir en busca de Roger O’Farrel y, cuando le encontremos, si le caes bien, ya veremos. Pero, antes de hablar de matrimonio, tendrás que esperar a que crezca un poco y corra nuevas aventuras. De momento, seremos camaradas, como lo hemos sido hasta aquí.
—Y un camarada puede dar un beso a otro —dije mirando hacia el mar, donde el navío cruzaba las olas y entraba en la bahía.
Con una risa amable, Helen acercó su cara a la mía y unimos nuestros labios.