Espadas por Francia

(«Blades for France»)

1. Donde tengo un asunto con dos hombres enmascarados

—¿Qué haces con una espada, chico? ¡Ah, por San Denis, es una mujer! ¡Una mujer con espada y casco!

El alto rufián, de negras patillas, se detuvo, con la mano en la empuñadura de la espada, y me miró con la boca abierta, estupefacto.

Sostuve su mirada sin inconveniente. Una mujer, sí, y en un lugar apartado, un claro en un bosque poblado por las sombras, lejos de cualquier reducto humano. Pero yo no llevaba la cota de malla, las calzas y las botas españolas para realzar mi silueta…, y el casco que me envolvía los rojos cabellos y la espada que colgaba junto a mi cintura no eran, ni mucho menos, simples adornos.

Estudié al rufián que el azar me había hecho encontrar en el corazón del bosque. Era bastante alto, con la cara marcada por las cicatrices, con mal aspecto; su casco estaba guarnecido con oro y bajo su capa brillaba una armadura y unas espalderas. La capa era una prenda notable, de terciopelo de Chipre, hábilmente bordada con hilo de oro. Aparentemente, su propietario había dormido bajo un árbol majestuoso, muy cerca de nosotros. Un caballo esperaba a su lado, atado a una rama, con una rica silla de cuero rojo e incrustaciones doradas. Al ver al hombre, suspiré, pues había caminado desde el alba y mis pies, con las pesadas botas que calzaba, me hacían sufrir cruelmente.

—¡Una mujer! —repitió el rufián lleno de sorpresa—. ¡Y vestida como un hombre! Quítate esa capa desgarrada, muchacha, ¡tengo una que va mejor a tus formas! ¡Por Dios, eres una fregona alta y delgada, y muy bella! ¡Vamos, quítate la capa!

—¡Basta, perro! —le amonesté con rudeza—. No soy una dulce prostituta destinada a distraerte.

—Entonces, ¿quién eres?

Agnès de La Fère —le contesté—. Si no fueras extranjero, me conocerías.

Sacudió la cabeza.

—En efecto, me encuentro en esta región hace poco. Vengo de Châlons. Pero eso importa poco. Un nombre vale tanto como cualquier otro. Acércate, Agnès, y dame un beso.

—¡Loco! —La cólera, siempre presta a inflamarse en mí, empezó a dominarme—. ¿Tendré que matar a la mitad de los hombres de Francia para que aprendan lo que es el respeto? ¡Mira bien! Llevo estas ropas porque son las que corresponden a mi trabajo, y no para atraer a los hombres. Bebo, combato y vivo como un hombre…

—¡Pero amarás como una mujer! —dijo, lanzándose bruscamente sobre mí como si fuera un oso gigantesco, intentando aferrarme entre sus brazos. Retrocedió tambaleándose cuando un puñetazo le partió el labio e hizo correr un arroyuelo de sangre por entre su negra barba—. ¡Perra! —rugió; sus ojos ardían a causa de la rabia—. ¡Te desgraciaré por lo que me has hecho!

De nuevo, se acerco a mí, extendiendo las rudas manos para aprisionarme. Al verme desenvainar la espada, pareció calmarse momentáneamente por lo que pudo ver en mis ojos. Comprendiendo que aquello no era un juego, retrocedió unos pasos y sacó su propia hoja, echando el manto hacia atrás sobre sus hombros.

Nuestras espadas chocaron con estrépito y el eco repercutió por el bosque. A decir verdad, pude haberle matado desde el primer golpe. Pero la suerte le ayudó y pudo detener, aunque a duras penas, mi feroz mandoble. De hecho, la punta de mi espada le alcanzó y le hirió la mejilla. La sangre chorreó abundantemente sobre la gorguera. Aulló como un perro rabioso; sin embargo, la herida le despejó y comprendió que la tarea que le esperaba no era nada fácil.

Manejaba la espada con destreza y golpeaba con todas sus fuerzas; constaté que era un espadachín de primera. Afortunadamente para mí, yo había aprendido aquel arte con la mejor espada de Francia. Aquel canalla de barba negra era fuerte y ladino; conocía muchos subterfugios peligrosos y numerosas estocadas mortales. Así supe que no era un hombre normal y corriente, sino un espadachín profesional, uno de los asesinos a sueldo que alquilan sus servicios a quien esté dispuesto a pagarlos.

Pero yo no era una debutante en aquel juego; la velocidad de mis movimientos y mis relampagueantes ataques eran tales que ningún hombre podía igualarlos. Viendo que sus añagazas y técnica eran insuficientes, Barbanegra intentó dominarme con la fuerza bruta, haciendo caer sobre mi guardia una lluvia de golpes feroces asestados con todas sus fuerzas. Aquello tampoco le valió de mucho; aunque fuera una mujer, era sólida como un roble y poseía la ligereza de un felino, todo músculos. Podía apartar sus golpes incluso antes de que los lanzase, evitando así su furia incontrolada. Su respiración pronto se hizo silbante y salía entre sus dientes entreabiertos al tiempo que la baba se mezclaba con la sangre; su pecho se alzaba con esfuerzo dentro de la coraza.

Cuando sus fuerzas y su rabia empezaron a debilitarse, ataqué sin piedad; confundiendo su guardia incierta, hundí la punta de la espada en su cuello oculto por la barba negra, por encima de la gorguera. Corté de un solo tajo la yugular, la tráquea y las vértebras cervicales. Lanzó una exclamación —su último suspiro— y se derrumbó.

Limpiando la hoja, pensé en lo que tenía que hacer. Vacié su bolsa; contenía unas pocas monedas de plata. Me decepcionó mucho tanta pobreza, pues yo misma estaba sin dinero y hambrienta. Sin embargo, aquellas monedas me permitirían cenar agradablemente en una posada del bosque. Luego, mirando mi capa —como ya he dicho, estaba ajada y desgarrada—, tomé la suya, que me gustaba mucho por el brocado que la adornaba, de una calidad poco corriente. Mientras la cogía, cayó una máscara de seda negra; mi primera intención fue dejarla allí mismo. Pero cambié de opinión y me la guardé al cinto. Envolví el cuerpo en mi antigua capa y le arrastré hasta la espesura, ocultándolo de las miradas de algún campesino ocasional. Subiendo a la silla, guie el caballo en la misma dirección que había llevado hasta entonces, agradeciendo no tener que seguir el camino a pie.

Mientras avanzaba a través de la noche que caía, medité sobre todo lo que me había pasado desde que, siendo una campesina ignorante, apuñalé al hombre con el que mi padre quería casarme por la fuerza, y huí de la aldea de La Fère para convertirme en guerrera.

A decir verdad, la violencia y la muerte parecían conducir mis pasos. Guiscard de Clisson, quien me enseñó el arte de la esgrima, y con quien me dirigía a combatir en Italia, fue asesinado, abatido en una emboscada tendida por una banda de rufianes; aquellos, contratados por el duque D’Alençon, le tomaron por mi amigo Étienne Villiers. Este último estaba, en efecto, al corriente del complot urdido por el duque y las consiguientes intrigas en contra del rey François; por aquella razón, su vida estaba en peligro. En aquellos momentos, también yo era perseguida por Renault de Valence, el jefe del grupo de bandoleros, quien pensaba que yo era la única sabedora de la verdad sobre el asesinato de Guiscard.

De Valence sabía muy bien que si llegaba a descubrirse que él y sus asesinos habían acabado con De Clisson, el célebre comandante de mercenarios, D’Alençon les haría ahorcar para aplacar la cólera de los amigos del difunto. El cuerpo de Guiscard se pudría en el río al que le habían arrojado los espadachines; De Valence me perseguía, actuando según iniciativas propias…, al tiempo que perseguía a Étienne por cuenta del duque.

Étienne y yo huimos, ocultándonos y enterrándonos como ratas. Teníamos la intención de ir a Italia; pero hasta aquel momento, habíamos estado atrapados en aquella parte del mundo, rodeados de enemigos que rebuscaban por el reino en nuestra busca. Aquella noche yo estaba de camino para reunirme con Étienne. Este había conseguido ganar la costa, donde esperaba encontrar a un pirata de nombre Roger Hawksly, un inglés, un terrible bucanero de los mares. Nuestra situación era completamente desesperada y debíamos abandonar el país, pues no podríamos escapar para siempre de los perros de caza lanzados tras de nosotros. Debía encontrarme con mi compañero a medianoche, en la ruta que descendía serpenteando hasta la costa.

Mientras avanzaba a la caída de la tarde no sentía ningún remordimiento en el corazón por haber cambiado una vida de embrutecida esclava de un trabajo abrumador por otra vida, exultante y llena de aventura y violencia. Era la vida que el destino de misteriosos caminos había trazado para mí, y me acomodaba bien en ella; bebiendo, voceando y luchando como un hombre. Había sido puesta a prueba muchas veces, tanto con pistola, daga o espada, y no temía a ningún hombre de este mundo. Más valía una vida corta y arriesgada, salvaje y ardiente, que una larga y aburrida de continua labor, todo antes que los denigrantes trabajos de limpieza, tener hijos y agacharse temerosamente bajo el garrote de un hombre al que se odiaba.

Así meditaba cuando llegué a la vista de un pequeño albergue, junto a la ruta forestal; su imagen levantó protestas en mi estómago vacío. Me acerqué prudentemente, pero no vi a nadie en la sala comunal, salvo al mesonero y a una sirvienta. Confié el caballo a los buenos servicios de un muchacho que salió de la cuadra y entré con paso confiado en la taberna.

El hombre me miró con la boca abierta mientras me traía una jarra de vino, observándome tan atentamente que creí que se le iban a salir los ojos de la cabeza. Pero estaba acostumbrada a aquel tipo de reacciones y me limité a pedirle que me trajera algo de comer. Me senté a la mesa, echándome la capa sobre los hombros y sin quitarme el morrión de la cabeza… Estar a la que salta y no separarme nunca de mis armas me había servido de mucho en otras ocasiones.

Mientras comía, me pareció oír puertas que se abrían y se cerraban furtivamente al fondo de la taberna; un murmullo de voces sordas llegó a mis oídos. Lo que anunciaba, no lo sabía, pero tenía la firme intención de terminar antes la comida. Así que fingí no haber observado nada cuando el posadero —un hombre taciturno, de aspecto rudo, con un mandil de cuero— apareció, procedente de una habitación interior; me miró fijamente y se dirigió hacia el fondo de la taberna.

Poco tiempo después de su partida, otro hombre apareció en la posada, entrando por una puerta lateral… Era un hombre bajo, de silueta austera, de facciones oscuras y duras. Llevaba ropas de un color oscuro y se envolvía en una capa de seda negra. Sentí que su mirada se posaba en mí, pero hice como si no notase su presencia. Discretamente, aseguré la espada en su vaina. Rápidamente, se acercó a mí y siseó:

¡La Balafre!

Como se dirigía a mí manifiestamente, me volví, con la mano puesta en el pomo de la espada. En aquel momento, hizo un nuevo movimiento de rechazo y su respiración silbó entre dientes. Nos quedamos así durante un instante… cara a cara. Luego, exclamó:

—¡San Denis! ¡Una mujer! ¡La Balafre es… una mujer! No me habían advertido… yo no sabía…

—¿Y bien? —pregunté con mucha seriedad, sin comprender su estupefacción, aunque decidida a no demostrárselo.

—Bah, no tiene ninguna importancia —dijo al fin—. No eres la primera mujer que lleva calzas y espada. Poco importa el dedo que aprieta el gatillo… la bala da indiferente en el blanco. Tu amo me dijo que te reconocería por el manto… el de hilo de oro. Ven, deprisa, se hace tarde. Te esperan en la habitación secreta.

Me di cuenta entonces de que aquel hombre me tomaba por el espadachín al que había matado. Sin duda alguna el muy canalla se dirigía a una cita para cometer algún crimen. No sabía qué decir. Si yo negaba ser La Balafre, muy probablemente sus amigos no me dejarían marchar en paz. Primero debía explicarles cómo me había convertido en propietaria de aquella capa. No veía salida alguna, sino derribar de un golpe al hombre de duras facciones y salir de aquella taberna como alma que lleva el diablo. Sin embargo, las palabras que pronunció a continuación modificaron la situación por completo.

—Ponte la máscara y envuélvete en la capa —me recomendó—. Aquí no hay nadie que te conozca, salvo yo, que lo he hecho por la capa. Qué tontería has cometido al sentarte a la vista de todo en el mundo en la sala comunal, donde cualquiera que llegase podía verte. El trabajo que nos espera es de una naturaleza tal que nadie debe saber la identidad de ninguno de los demás, no sólo esta noche, sino nunca. Mi nombre es Jehan, y eso es cuanto podrás saber de mí. No sabrás nada de los otros, ni ellos de ti.

Al oír aquellas palabras, un extravagante capricho me dominó; era el resultado de mi temeridad y de una curiosidad totalmente femenina. Sin decir nada, me levanté, me puse el antifaz que había encontrado bajo el cuerpo del verdadero La Balafre, me envolví en la capa para que nadie pudiera ver que era una mujer, y seguí al hombre llamado Jehan.

Me precedió hacia una puerta situada al fondo de la sala, que cerró con cerrojo a nuestras espaldas. Luego, sacando de su manto una máscara negra idéntica a la mía, se la puso.

Tomando una candela apoyada en una mesa, siguió un corredor estrecho de recargado artesonado de roble. Finalmente, se detuvo, apagó la vela y dio un golpe seco contra la pared. Alguien tanteó al otro lado y una débil luz apareció cuando un trozo de muro falso se corrió hacia un lado. Haciéndome un gesto para que le siguiese, Jehan se deslizó por la abertura y, cuando yo también hube entrado por ella, la cerró.

Me encontré en una habitación pequeña, sin puerta o ventanas visibles; sin embargo había un ingenioso sistema de ventilación. Una linterna sorda difundía en la habitación una vaga luz espectral. Nueve siluetas estaban sentadas en bancos apoyados en las paredes… nueve siluetas cuidadosamente envueltas en capas oscuras, con sombreros adornados con plumas o negros cascos, bajados sobre los ojos y uniéndose con las negras máscaras que ocultaban sus facciones. Sólo sus ojos brillaban a través de los agujeros de las máscaras. Nadie se movía o hablaba. Se diría que era una asamblea de condenados.

Jehan, sin decir palabra, me hizo un gesto para que me sentase en un banco; luego, cruzó la habitación sin hacer ruido e hizo deslizarse otro panel. Franqueando aquella abertura, una nueva silueta avanzó con grandes pasos… enmascarada y envuelta en la capa, como las demás. Sin embargo, su porte era sutilmente diferente y su marcha, la de un hombre acostumbrado a mandar. A pesar de su disfraz, me pareció vagamente familiar.

Avanzó hasta el centro de la habitación y Jehan nos señaló en silencio, como queriendo decir que todo estaba dispuesto. El alto desconocido agachó la cabeza y dijo:

—Todos habéis recibido instrucciones antes de venir aquí. Sabéis, todos vosotros, que debéis seguirme y cumplir mis órdenes. ¡Nada más! No hagáis preguntas y seréis ampliamente recompensados. Es todo lo que debéis saber. Hablemos lo menos posible. Ni os conozco ni me conocéis. Cuanto menos sepamos de nuestros compañeros, mejor para todos. Una vez hayamos terminado el trabajo, nos separaremos, y cada cual se irá a lo suyo. ¿Entendido?

Diez cabezas enmascaradas asintieron siniestramente bajo la luz espectral. Por mi parte, me acurruqué en el asiento, apretando la capa aún más estrechamente en torno a mi cuerpo; ¡le había entendido mucho mejor de lo que pensaba! Pues ya antes había oído aquella misma voz, en unas circunstancias que difícilmente podría olvidar. Era la voz que gritaba órdenes a los asesinos de Guiscard de Clisson mientras yo estaba rodeada y atrapada en una fisura del acantilado y mantenía a raya a sus sicarios con la ayuda de mis pistolas. El hombre que daba las últimas instrucciones al grupo de criminales entre los que me encontraba era Renault de Valence, el hombre que quería matarme. Sus ojos de acero, ardiendo bajo su máscara, se posaron en cada uno de nosotros; inconscientemente me tensé, apretando la empuñadura de la espada por debajo de la capa. Pero no podía reconocerme estando, como estaba, disfrazada, ¡aunque hubiera sido el mismísimo Satanás!

Haciendo un signo a Jehan, mi jurado enemigo dio media vuelta y se dirigió hacia el panel por el que había llegado. Jehan nos hizo a su vez un gesto; le seguimos, cruzando la abertura en fila india, formando un cortejo de fantasmas oscuros y silenciosos. A nuestras espaldas, Jehan apagó la linterna y se reunió con nosotros. Durante unos instantes, buscamos a tientas el camino, en el seno de las espesas tinieblas. No tardó en abrirse bruscamente una puerta y los anchos hombros de nuestro jefe se recortaron fugitivamente sobre la claridad del cielo estrellado. Salimos y nos encontramos en un pequeño patio interior, situado a espaldas de la taberna, donde doce caballos mordisqueaban sus bocados con nerviosismo y relinchaban impacientes. El mío se encontraba entre ellos; sin embargo, yo no le había dicho al muchacho que lo llevara a las cuadras. Evidentemente, todo el mundo en la taberna de La Media Luna había recibido sus propias órdenes.

En el mayor silencio, subimos a la silla y seguimos a De Valence. Tras dejar el albergue, tomamos un sendero que conducía a través del bosque. Viajábamos sin decir una palabra; sólo se oía el martilleo de los cascos de los caballos sobre el suelo endurecido y el crujido intermitente del cuero de una silla o el chasquido de un arnés.

Nos dirigíamos hacia el oeste, hacia la costa. Pronto el bosque se aclaró y fue reemplazado por arbustos y árboles diseminados; el sendero se borró y desapareció en el seno de un laberinto de matojos. Ya no avanzábamos en fila, sino formando un grupo desordenado. Decidí aprovecharme de ello. Ignoraba donde íbamos y me preocupaba poco saberlo. Debía tratarse de alguna canallada, ejecutada para el beneficio del duque D’Alençon, puesto que era su brazo derecho, Renault de Valence, quien nos comandaba. Pero sabía que, mientras De Valence viviera, mi vida y la de Étienne tendrían tan poco valor como dos monedas rotas de cobre.

Estaba muy oscuro; la luna todavía no había aparecido y las estrellas se ocultaban detrás de formaciones nubosas; estas, sin ser tormentosas, ni muy negras, ocultaban la claridad celeste mientras cruzaban velozmente sobre nuestras cabezas, de un horizonte al otro. No seguíamos ningún camino; nos limitábamos a cruzar la landa. El viento de la noche gemía a través de los árboles. Forcé el paso de mi caballo, de modo que se aproximase al de De Valence. Apreté el puñal por debajo de la capa.

Me encontré a su altura. Le oí murmurar a Jehan, que cabalgaba a su lado:

—Ha sido una estupidez rechazarla, pues podía hacerle más poderoso que el rey de Francia. Si Roger Hawksly…

Incorporándome sobre los estribos, hundí el puñal entre sus hombros, con todas mis fuerzas, con intenciones de asestar un golpe fatal. Lanzó una exclamación apagada y cayó violentamente de la silla; en el mismo momento, agité brutalmente las riendas del caballo y clavé las espuelas en sus flancos para hacerle correr al galope.

El animal relinchó de dolor y partió a toda marcha, abriéndose paso entre las siluetas que nos rodeaban, empujando y apartando a los lados a caballos y a jinetes. Luego, se lanzó al galope por entre la espesura; estaba ya lejos mientras ellos seguían intentando desenvainar las espadas.

Oí a mis espaldas juramentos de sorpresa y aullidos, luego, chasquidos de acero, la voz de Jehan gritando maldiciones y la de Renault de Valence, jadeante y sofocada, pero graznando órdenes. Maldije mi mala suerte. Pese al terrible impacto del golpe, no tardé en comprender que había fracasado. De Valence llevaba una cota de malla debajo del jubón, exactamente igual que yo. El puñal casi se había partido en dos al golpear la cota, sin herirle. Sólo había sido la brutal fuerza del golpe lo que le derribó de la silla, dejándole medio aturdido. Y yo conocía lo suficiente a aquel hombre para saber que, a todas luces, iba a lanzarse en mi persecución…, a menos que su otro asunto fuera tan urgente que no se lo permitiese; y debía serlo, a decir verdad, puesto que dominó los deseos de venganza que se albergaban en el corazón de Renault de Valence. Si Jehan le revelaba que La Balafre era una joven muchacha pelirroja, reconocería sin tardanza a su vieja enemiga, Agnès de Chastillon.

Así que lancé mi caballo al galope por la landa cubierta de arbustos y árboles dispersos, esperando a cada instante oír a mis espaldas el martilleo de los cascos de los caballos. Iba hacia el sur, hacia la ruta en que debía encontrarme con Étienne Villiers. Llegué al lugar de la cita antes de lo esperado. Aquella ruta, en efecto, conducía hacia la costa, al oeste, y nosotros habíamos avanzando paralelamente a ella.

A poco más de una legua hacia el oeste, se alzaba una cruz de piedra, al borde del camino, en el lugar en que este se bifurcaba, para seguir, por un lado, hacia el oeste y, por el otro, hacia el sudoeste. Debía encontrarme con Étienne Villiers ante aquella cruz. Varias horas me separaban de la medianoche y no tenía intenciones de esperar su llegada a descubierto, por miedo a que De Valence me viera antes. Así que, cuando llegué a la altura de la cruz, busqué refugio entre los árboles, que formaban en aquel punto un espeso bosquecillo, y me preparé para esperar a mi compañero.

La noche era muy tranquila y no oía ruidos de persecución; esperaba que, si los asesinos se habían lanzado tras de mí, hubieran perdido la pista, entorpecidos por la oscuridad, lo que era muy probable.

Até el caballo a un árbol y me acurruqué en el seno de las sombras al borde del camino. Poco después, escuché el sonido de los cascos de un animal. Pero procedía del sudoeste y era el que producía un sólo caballo. Me quedé en las sombras, con la espada en la mano, mientras el sonido de los cascos se acentuaba y se acercaba. La luna se alzó en aquel momento, abriéndose paso entre las nubes que cruzaban por el cielo; me reveló a un jinete que recorría rápidamente el blanco sendero, con la capa hinchándose y ondeando a sus espaldas. Reconocí la silueta estilizada y el gorro adornado por una pluma de Étienne Villiers.

2. De cómo la amante del Rey se arrodilló ante mí

Detuvo su montura ante la cruz y juró entre dientes, hablando solo, en voz alta, como tenía por costumbre:

—Es demasiado pronto; he llegado con varias horas de antelación. Bueno, pues tendré que esperar aquí.

—No tendrás que esperar mucho tiempo —dije, avanzando y saliendo de entre las sombras.

Se volvió vivamente sobre la silla, empuñando la pistola. Luego, se echó a reír y saltó al suelo.

—Por San Denis, Agnès —dijo—, no sé por qué me sorprendo tanto al encontrarte en cualquier lugar, a la hora que sea. ¿Cómo, un caballo? ¡Y no es un percherón, no! ¡Y una soberbia capa nueva! Por Satanás, camarada, has tenido suerte… ¿ha sido a los dados, o con la espada?

—La espada —le respondí.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó—. ¿Quiere decir algo?

—En efecto. Renault de Valence no está muy lejos de aquí —repliqué—. He podido oír su voz silbar entre dientes y he visto su mano empuñando una pistola. —Le relaté brevemente lo que había pasado y sacudió la cabeza.

—El Demonio cuida de los suyos —murmuró—. Renault es difícil de matar. Pero, escucha, tengo que contarte una curiosa historia y este lugar es tan bueno como cualquier otro, ¿verdad? Aquí podemos vigilar la ruta y mantener el oído atento, la muerte podría sorprendernos oculta detrás de puertas cerradas o deslizándose por pasadizos secretos. Cuando te haya contado mi historia, nos pondremos de acuerdo y decidiremos lo que hemos de hacer, pues ya no podemos contar con Roger Hawksly.

»Escucha: la noche pasada, justo antes de que saliera la luna, me acerqué a la pequeña bahía aislada donde sabía que el inglés debía echar el ancha. Los pícaros tenemos muchos modos de descubrir un secreto, ya lo sabes, Agnès. La costa en esa zona es accidentada, con acantilados, promontorios y caletas. La bahía en cuestión está rodeada de árboles que crecen en las desiguales pendientes que llegan hasta el borde del agua. Me deslicé por los bosquecillos y vi su nave, el Valiente Amigo. Se mecía plácidamente en la cala y todo el mundo a bordo parecía dormir bajo los efectos del alcohol. Los piratas son todos unos imbéciles; especialmente los ingleses, y a menudo se comportan imprudentemente. Veía a los marineros tendidos sobre el puente, cerca de reventados barriles; aparentemente, incluso los que debían montar guardia estaban borrachos, culpables de una negligencia inmensa.

»Cuando me preguntaba si debía avisarles a gritos o nadar hasta el barco, oí el ruido de unos remos y percibí tres chalupas que rodeaban el promontorio y se acercaban al silencioso navío. A bordo de las chalupas iba un gran número de hombres y vi reflejos de acero bajo la claridad de la luna. Sin ser vistos por los piratas dormidos, les abordaron. No sabía si debía gritar y dar la alarma o callarme. En efecto, quizá se trataba de Roger y sus hombres, de regreso de alguna expedición.

»Iluminados por la luna, les vi trepar y llegar al puente… Ingleses, sin lugar a dudas, vestidos de marinos. En aquel momento, uno de los borrachos del puente se agitó en sueños, se despertó, quedó con la boca abierta y se incorporó a duras penas lanzando un grito de alarma. Procedentes de la cala y los camarotes, aparecieron Roger Hawksly y sus hombres, medio vestidos, todavía adormilados, recogiendo las armas a toda prisa. Los recién llegados se dispersaron por el puente, como una riada, para lanzarse contra los piratas empuñando las espadas.

»Fue una matanza más que un combate. Los piratas, todavía medio dormidos y aún borrachos, fueron despedazados casi en su totalidad. Vi que sus cuerpos eran arrojados por la borda; unos pocos consiguieron saltar al mar y nadar hasta la orilla, pero la mayor parte de ellos resultaron muertos.

»Los vencedores levaron anclas; algunos de ellos volvieron a las chalupas y remolcaron el Valiente Amigo fuera de la cala. Desde el lugar en que me encontraba, no tardé en verles izar la mayor y dirigirse a alta mar. Otro navío rodeó el promontorio y se puso al pairo del primero.

»De los supervivientes de la tripulación pirata no sé nada, pues corrieron hacia los bosques y desaparecieron. Pero Roger Hawksly ya no está al mando de su nave; si está vivo o muerto, lo ignoro, pero debemos encontrar otro medio de llegar a Italia.

»En este asunto hay un misterio: algunos de los ingleses que se apoderaron del Valiente Amigo eran marineros. Pero otros no. Entiendo el inglés y sé reconocer la voz de un noble cuando la oigo. La luna, además, iluminaba la cala como si fuera de día. Agnès, te digo que aquellos marinos eran guiados por un noble disfrazado de marinero.

—¿Por qué? —pregunté sorprendida.

—Sí, ¿por qué? Es fácil saber cómo actuaron. Se dirigieron hacia el promontorio, donde arrojaron el ancla, invisibles desde la otra cala, luego enviaron hombres a bordo de las chalupas para apoderarse de su presa. Pero ¿por qué correr tales riesgos? La suerte estaba de su lado; de otro modo, Hawksly y sus lobos de mar, si hubieran estado sobrios y atentos, les habrían visto llegar. Podrían haberles mandando al fondo. Sólo hay una explicación: el secreto. Lo que explica igualmente la presencia del noble, con pantalones y blusón de marino. Por una razón que ignoro, alguien quería exterminar a los piratas rápidamente, en silencio y en secreto. Desconozco el motivo de todo esto, aunque Hawksly era un hombre odiado tanto por franceses como por ingleses.

—¡Por los clavos de Cristo, en lo que… escucha!

A lo lejos, por el camino, al este, retumbaba el rápido galopar de un caballo. Las nubes de nuevo habían ocultado la luna, y estaba tan oscuro como en el Infierno.

—¡De Valence! —susurré—. Está siguiéndome… él solo. ¡Dame una pistola! ¡Ahora no se escapará!

—Haríamos bien en asegurarnos de que está solo —me aconsejó Étienne dándome una pistola.

—Está solo —rezongué—. Sólo se oye a un jinete…, a menos que el propio Diablo cabalgue a su lado… ¡Ah!

Una forma surgió bruscamente de la noche; en aquel instante, un rayo de luna atravesó las nubes e iluminó débilmente el caballo al galope y a su jinete. Disparé a bocajarro.

El gran caballo se encabritó y cayó al suelo; se alzó un grito en la noche. Fue repetido, como un eco, por Étienne. A la luz del disparo, había visto, lo mismo que yo, que era una mujer quien montaba al animal a rienda suelta.

Nos precipitamos hacia ella, viendo una forma delicada moverse en el suelo, cerca del caballo…, una silueta que se puso de rodillas y alzó los brazos al cielo esbozando un gesto de impotencia y gimoteando de terror.

—¿Estáis herida? —preguntó Étienne—. Dios mío, Agnès, has matado a una mujer.

—Le he dado al caballo —respondí—. Alzó la cabeza justo cuando disparaba. ¡Veamos quién es!

Me incliné hacia ella y alcé su rostro hacia mí; formaba un ovalo incoloro en las tinieblas. Bajo mis dedos, que la manejaban sin suavidad, su ropa y su piel eran extrañamente suaves y delicadas.

—¿Estás gravemente herida, muchacha? —pregunté. Al oír mi voz, ella dejó escapar un grito seco y echó los brazos alrededor de mis rodillas.

—¡Oh, sois una mujer! ¡Tened piedad de mí! ¡No me hagáis daño! Os lo suplico…

—¡Deja de lloriquear, chica! —le ordené impaciente—. Nadie quiere hacerte daño. ¿Te has roto algún hueso con la caída?

—No, sólo estoy contusionada —explicó—. Pero, oh, mi pobre caballo.

—Lo siento mucho —murmuré—. No me gusta matar animales. Apuntaba al jinete.

—¿Por qué queríais matarme? —gimió la mujer—. Yo no os conozco…

—Soy Agnès de Chastillon —respondí—, y algunos me llaman Agnès la Negra de La Fère. ¿Quién eres?

La ayudé a incorporarse y la solté. Al tiempo que la mujer se mantenía en pie ante nosotros, la luna se deslizó súbitamente entre las nubes y difundió por el camino una luz plateada.

Contemplé con estupor la suntuosidad de la ropa de nuestra prisionera, y la belleza de su rostro ovalado, que era enmarcado por unos cabellos espléndidos parecidos a espuma oscura; sus ojos negros brillaban como gemas sombreadas en la claridad lunar. Un grito estrangulado brotó de la garganta de Étienne.

¡Madame! —Se arrancó vivamente el bonete adornado con una pluma y echó una rodilla a tierra ante ella—. ¡Arrodíllate, Agnès, arrodíllate, muchacha! ¡Es Françoise de Foix!

—¿Por qué debe arrodillarse una mujer honrada ante la querida del rey? —pregunté, deslizando los pulgares en el cinturón y plantando sólidamente los pies en el suelo mirándola fijamente.

Étienne quedó anonadado por mi respuesta; la mujer se sobresaltó, visiblemente impresionada por mi franqueza de campesina.

—Levántate, te lo suplico —le dijo a Étienne humildemente. Y él la obedeció, sujetando el gorro en la mano.

—Ha sido muy imprudente por vuestra parte, madame —dijo—, viajar sola y de noche…

—¡Oh! —exclamó ella súbitamente, llevándose la mano a las sienes como si recordase de repente su misión—. ¡Quizá en este mismo momento le estén cortando la garganta! ¡Señor, si sois hombre, ayudadme!

Tomó a Étienne por el jubón y le sacudió, cada vez más turbada.

—¡Escuchadme! —imploró, pese a que Étienne le dedicaba toda su atención—. He venido aquí, esta noche, sola, como veis, para intentar reparar una injusticia y salvar una vida.

»Sabéis que soy Françoise de Foix, amante del rey…

—Os he visto en la corte, donde no siempre he sido un desconocido —dijo Étienne, que se expresaba con una rara dificultad—. A mis ojos, sois la mujer más bella de Francia.

—Os lo agradezco, amigo mío —dijo la mujer acercándose a él—. Pero el mundo no está muy al corriente de lo que pasa tras las puertas del palacio. Se dice que he conseguido que el rey acate mi voluntad…, pero yo no soy más que un peón en un juego que no comprendo, os lo juro…, soy esclava de una voluntad más fuerte que la de François.

—Louise de Saboya —murmuró Étienne.

—En efecto. Por mi mediación, ella reina sobre su hijo y, por él, gobierna Francia. Es ella quien ha hecho de mí lo que soy. De otro modo, nunca hubiera sido la amante del rey, sino la virtuosa esposa de un hombre honesto.

»Escucha, amigo mío, oh, ¡escucha y créeme! Esta noche un hombre se dirige a la costa… ¡y a la muerte! ¡Y la carta que le ha llevado a esa trampa… ha sido escrita por mí! Oh, soy un ser despreciable al haber actuado así contra un hombre a quien… a quien amo…

»Pero no soy libre en mis actos. Soy la esclava de Louise de Saboya. Lo que ella me ordena hacer, lo hago, si no, lo lamentaría. Me domina, y no me atrevo a resistirla. Ese… ese hombre se encontraba en Alençon cuando recibió la carta rogándole que viniera a reunirse conmigo en una taberna cerca de la costa. No habría venido más que por petición mía, pues sabe muy bien que sus enemigos son poderosos… Pero confiaba en mí… ¡Oh, que Dios tenga piedad de mí!

Sollozó vivamente durante un instante, mientras yo la miraba con sorpresa, pues nunca, en toda mi vida, he llorado.

—Es un complot urdido por Louise —continuó la dama—. Ella amaba a ese hombre, pero él la rechazó; desde ese momento, hace cuando puede para perderle. Le ha despojado de sus títulos y le ha alejado de la corte; ¡y ahora quiere quitarle la vida!

»En la Taberna del Águila encontrará, no a mi miserable persona, sino a la banda de sicarios. Tienen órdenes de matar a sus servidores, de hacerle prisionero y de entregarle al pirata Roger Hawksly. Este último ha recibido ya una fuerte suma para hacerle desaparecer… definitivamente.

—¿Para qué tantas precauciones y un plan tan elaborado? —pregunté—. Seguramente, un buen navajazo en la espalda bastaría.

—Pero Louise no se atreve a actuar a la luz del día —respondió—. El hombre es… es muy poderoso…

—Sólo hay un hombre en toda Francia por quien Louise albergue un odio tan feroz —intervino Étienne, mirando a Françoise directamente a los ojos.

Ella inclinó la cabeza, luego la levantó y le devolvió la mirada, fijando sus ojos negros y brillantes en los de mi compañero.

—¡En efecto! —exclamó, sin más.

Sería un golpe terrible para Francia —murmuró Étienne— si él desapareciera… sin embargo, señora, Roger Hawksly no llegará a tiempo a la cita para encargarse de él.

Le contó rápidamente lo que había visto en la costa.

—En ese caso, serán los asesinos quienes se encarguen de la vil tarea —contestó la mujer con un escalofrío—. No osarán soltarle. Son conducidos por Jehan, el hombre de confianza de Louise…

—Y por Renault de Valence —murmuró Étienne—. Ahora lo comprendo todo; tú estabas con esa banda, Agnès. Me pregunto si D’Alençon estará al corriente de este complot.

—No —respondió Françoise—. Pero Louise ha previsto elevarle al rango de su víctima; por eso se sirve de su brazo derecho, Renault de Valence, para que él lleve a buen puerto todas sus estratagemas. ¡Oh, no perdamos un tiempo precioso! ¡Os lo ruego, no os neguéis a ayudarme!

»Acompañadme hasta la Taberna del Águila. Quizá lleguemos a tiempo para salvarle… para que pueda huir antes de la llegada de sus asesinos. ¡Hay que advertirle! He partido sin que nadie lo supiera, he viajado toda la noche, haciendo que mi caballo galopase como un monstruo del infierno… ¡Os lo ruego, oh, ayudadme!

—¡Françoise de Foix no tendrá que suplicar dos veces a Étienne Villiers! —dijo Étienne, con una voz extrañamente alterada. Quizá era sólo un reflejo de la luna, pero cuando le vi allí, con el bonete en la mano, una expresión desconocida para mí apareció en su rostro, endulzando las cínicas facciones y las marcas de su vida disoluta, transformándole en otro hombre de noble aspecto.

—¡Y vos, señorita! —La bella Françoise se volvió hacia mí, con los brazos abiertos—. Agnès la Negra, tú te has negado a arrodillarte ante mí… mira, ¡soy yo quien lo hace ante ti!

Efectivamente… se arrodilló en el suelo, apretando sus manos blancas y delicadas mientras las lágrimas hacían brillar sus negros ojos.

—Levántate, muchacha —dije, embarazada. Por alguna razón desconocida, me sentía avergonzada—. No te arrodilles ante mí. Haré cuanto pueda para ayudarte. Lo ignoro todo acerca de las intrigas de la corte y lo que has dicho no hace más que zumbar en mi cráneo hasta producirme vértigo, pero todo cuando podamos hacer, ¡lo haremos!

Con un sollozo, se levantó, pasó los delicados brazos alrededor de mi cuello y me besó en los labios…, lo que me confundió aún más. ¡Por lo que podía recordar, era la primera vez que alguien me besaba!

—Vámonos —dijo abruptamente—. Estamos perdiendo el tiempo inútilmente.

Étienne ayudó a la joven dama a subir al caballo y saltó detrás de ella; yo monté sobre el gran caballo negro.

—¿Cuál es tu plan? —me preguntó.

—No tengo ninguno. Dejemos que las circunstancias nos guíen según se presenten. Lleguemos lo antes posible a la Taberna del Águila. Si Renault ha perdido el tiempo intentando encontrarme, cosa que, sin duda, habrá hecho, él y los suyos no habrán llegado todavía a la taberna. En caso contrario…, por Dios, somos dos espadas, pero haremos todo lo posible.

Intenté recargar la pistola que le había arrebatado a Étienne, pero no era una tarea fácil de hacer en la oscuridad y sobre un caballo que galopaba a rienda suelta. Qué se decían Étienne y Françoise de Foix, lo ignoraba, pero el murmullo de sus voces llegaba hasta mí ocasionalmente; en la voz de Étienne había una suavidad poco habitual en él…, sorprendente en un malandrín de su calaña.

Al fin, llegamos ante la Taberna del Águila. Era una masa oscura en la noche y se encontraba sumida en las tinieblas, salvo una linterna que brillaba en la sala comunal. Un extremo silencio reinaba en el lugar, y sentí el olor de la sangre recién derramada…

En el camino, delante de la taberna, había tirado un hombre, con una librea de lacayo; su rostro estaba blanco y sus ojos vidriosos miraban las estrellas sin poder verlas. Estaba cubierto de sangre. Cerca de la puerta yacía una forma envuelta en una capa negra; los vestigios de una máscara negra, empapada en sangre, se encontraban a su lado, así como un sombrero adornado con una pluma. Pero los rasgos del hombre no eran más que un amasijo de carne desgarrada y mutilada, irreconocibles. En el umbral de la puerta, otro lacayo; su cerebro se derramaba de su cráneo machacado y sus dedos aún se crispaban sobre la cruz de una espada rota. En la sala comunal vimos una enorme confusión de bancos y mesas rotas; grandes charcos de sangre manchaban el suelo. Un tercer lacayo yacía en un rincón, encogido sobre sí mismo; a juzgar por su jubón cubierto de sangre, había recibido no menos de una docena de estocadas. El silencio, como un sudario, cubría la estancia.

Françoise se derrumbó lanzando un gemido al ver el horror de la escena. Étienne la sostuvo y medio la transportaba en sus brazos.

—Renault y los suyos nos han precedido —declaró—. Se han apoderado de su presa y se han marchado. Pero para ir, ¿adónde? Los servidores habrán huido, dominados por el terror, y no volverán antes de que llegue el día.

Mientras yo miraba por todas partes, con la espada en la mano, percibí algo que se encogía bajo un banco volcado. Lo aparté y pude ver a una sirvienta aterrada: se puso de rodillas y empezó a lanzar penetrantes gritos de gracia.

—¡Basta, estúpida! —dije, impaciente—. No queremos hacerte nada malo. Pero cuéntanos deprisa lo que ha pasado.

—Los hombres enmascarados —lloriqueó—. Irrumpieron violentamente en la sala…

—¿No oísteis sus caballos? —preguntó Étienne.

—¿Para que Renault advirtiera a su víctima? —repliqué, aún impaciente—. Habrán dejado las monturas no lejos de aquí para acercarse a pie, sin hacer ruido. Continúa, chica.

—Se lanzaron sobre el caballero y sus servidores —gimoteó—. El caballero había llegado un poco antes; estaba sentado, en silencio, delante de su jarra de vino y parecía sumido en la duda y la meditación. Cuando aparecieron los enmascarados, se incorporó de un salto y gritó que le habían traicionado…

—¡Oh! —Aquel grito de sufrimiento y angustia provenía de Françoise de Foix. Unió las manos y se retorció como dominada por insoportables torturas.

—Luego, lucharon… Todo era atroz, el combate, la matanza y la muerte —sollozó la sirvienta—. Mataron a los criados del caballero; en cuanto a él, le ataron y se lo llevaron a la fuerza…

—¿Fue él quien desfiguró al asesino de la puerta? —pregunté.

—No, a ese lo mató de un pistoletazo. Fue el jefe de los enmascarados, el hombre alto con una cota de malla bajo el jubón…, quién desgarró con la espada el rostro del muerto…

—Claro —rezongué—. De Valence es muy prudente… Habrían podido identificarle.

—Y ese mismo hombre, antes de partir, atravesó con la espada el cuerpo de cada uno de los lacayos tendidos en el suelo, para asegurarse de que estaban muertos —sollozó—. Yo estaba escondida bajo el banco y asistí a todo aquello, pues estaba demasiado asustada para huir, como hicieron el posadero y los otros sirvientes.

—¿En qué dirección partieron? —pregunté, sacudiendo violentamente a la pobre infeliz llevada por mi ardor.

—¡Por… por allí! —exclamó, señalando con el dedo—. Tomaron la antigua ruta que lleva a la costa.

—¿Oíste algo más que pueda decirnos cuál era su destino?

—No…, no…, hablaban poco y yo tenía mucho miedo.

—¡Por las pezuñas del demonio, muchacha! —exclamé enfurecida—. Una cosa como esta no se hace en silencio. Reflexiona… acuérdate, deprisa, mira a ver si han dicho algo… date prisa, antes de que te ponga sobre mis rodillas para darte un escarmiento.

—Sólo… sólo recuerdo una cosa —continuó bruscamente—. El jefe, el hombre alto, le dijo al pobre caballero, al que ya tenían atado, quitándose el sombrero y haciendo ante él una reverencia irónica: «¡Señor, vuestro barco os espera!»

—Lo más seguro es que pretendan llevarle a bordo de algún navío —exclamó Étienne—. Y el lugar más próximo donde puede anclar un navío es la bahía de los Corsarios. No nos llevan mucha ventaja. Si siguen la vieja ruta, como harán, probablemente, pues no conocen la región como la conozco yo, necesitarán más de media hora para llegar a la bahía…, nosotros estaremos allí antes que ellos, siguiendo un atajo que conozco.

—¡Entonces, vamos! —gritó Françoise, galvanizada ante la perspectiva de la acción. Unos instantes más tarde lanzamos al galope nuestras monturas a través de las tinieblas, dirigiéndonos hacia la costa. Seguimos un pequeño sendero casi invisible, cuyo acceso se camuflaba entre una espesa masa de vegetación. El camino serpenteaba a lo largo del acantilado rocoso y descendía hacia el mar entre gruesos peñascos y árboles nudosos.

Al fin llegamos a la vista de una bahía, rodeada de pendientes abruptas y muy pobladas de árboles. A través de los troncos vimos el espejeo del agua y el reflejo de la furtiva luna sobre unas velas muy grandes. Dejando los caballos, y a Françoise con ellos, Étienne y yo nos deslizamos hacia la bahía. No tardó en ofrecerse ante nuestros ojos una inmensa playa iluminada por la luna que brillaba ocasionalmente entre el remolino de las nubes.

Bajo la cobertura de los árboles se arrebujaba un grupo de siluetas oscuras y siniestras. Una canoa acababa de llegar a la playa —podíamos ver todavía el rastro de espuma dejado por su paso sobre las aguas— y una veintena de hombres bajaron de ella para reunirse con los de la playa. Llevaban ropa de marinos. A lo lejos, en aguas más profundas, se encontraba anclado un navío; la claridad de la luna hacía brillar sus dorados y su arboladura. Étienne juró en voz baja.

—Es el Valiente Amigo, pero no son sus tripulantes. Ellos, en este momento, están sirviendo de comida a los peces. Son los hombres que se han apoderado del barco. ¿Qué juego diabólico es este?

Vimos a los asesinos enmascarados empujar a un hombre hasta el borde del agua…, un hombre alto y bien parecido; pese a su jubón desgarrado y sus ropas manchadas de sangre, con los brazos atados a la espalda, su porte era el de un jefe nato.

—¡San Denis! —dijo Étienne con un susurro—. Es él, no cabe duda.

—¿Quién? —pregunté—. ¿Quién es ese hombre? Me gustaría saber por quién nos jugamos la vida.

—¡Es Charles…! —empezó. Luego, se interrumpió—. ¡Escucha!

Nos habíamos ido acercando discretamente; la voz de Renault de Valence llegaba hasta nosotros con claridad.

—No, eso no forma parte del trato. No os conozco. Decidle a Roger Hawksly que baje a tierra. Quiero asegurarme de que sabe bien cuáles son sus instrucciones.

—No podemos molestar al capitán Hawksly —respondió uno de los marinos. Hablaba francés con un marcado acento. Era un hombre alto, orgulloso—. No tenéis nada que temer; allí podéis ver el Valiente Amigo y estos son los hombres de Hawksly. Dadnos al prisionero, le llevaremos a bordo y zarparemos. Vosotros habéis cumplido vuestra parte del trato; ahora nos toca a nosotros cumplir la nuestra.

Observaba la escena fascinada, sin ver todavía al inglés. Todos eran hombres altos y fuertes, con buenas espadas colgando de la cintura; las cotas de malla brillaban bajo las camisas y los jubones. Nunca antes había visto marineros de tan buena planta ni tan bien armados. Se llevaron al hombre al que Étienne llamaba Charles, y le arrastraron hacia la chalupa… Aparentemente, ejecutaban las órdenes de un hombre alto y de noble presencia que llevaba una capa escarlata.

—Claro —replicó Renault—, aquel es el Valiente Amigo; conozco la nave, si no, no te habría entregado al prisionero. Pero a ti no te conozco. Que venga el capitán Hawksly o devuélveme al prisionero.

—¡Ya basta! —exclamó el otro con arrogancia—. Os repito que Hawksly no puede venir. No me conocéis…

De Valence había escuchado atentamente la voz de su oponente. Lanzó un súbito y feroz grito.

—¡Por Dios!, creo que sí que os conozco perfectamente, monseñor.

Haciendo caer de un golpe el gorro de marino que llevaba el otro, descubrió debajo un casco metálico, coronando una cabeza desafiante de perfil aguileño

—¡Así que sois vos! —exclamó De Valence—. Queríais a mi prisionero…, no para matarle, no… ¡sino para mantenerle de rehén, como una espada de Damocles sobre la cabeza de François! Sin duda, soy un canalla, pero un traidor a mi rey… ¡eso nunca!

Sacando vivamente una pistola del cinturón, disparó a bocajarro…, no sobre el noble, sino sobre el prisionero, sobre Charles.

Afortunadamente, el inglés saltó, golpeó el brazo que sostenía el arma y desvió la trayectoria de la bala.

Un instante más tarde, la playa era lugar de confusión y tumulto. Los espadachines de Renault corrieron al rescate al oír sus gritos; los ingleses se lanzaron sobre ellos en un cuerpo a cuerpo atroz. Vi brillar y centellear las hojas en la claridad de la luna cuando Renault y el inglés cruzaron el fuego. Súbitamente, la espada de Renault se tiñó de rojo y el inglés se derrumbó sobre la playa, mortalmente herido.

Los hombres que custodiaban al prisionero volvieron sobre sus pasos para lanzarse al combate, confiando la vigilancia del hombre al noble de la capa escarlata. Este condujo a Charles, pese a su resistencia, hacia la canoa embarrancada en la playa. En aquel momento, pude escuchar el seco chasquido de unos remos; mirando hacia el navío, percibí que otras tres canoas se dirigían hacia la orilla.

Susurré un ruego a Étienne; saliendo de nuestro refugio, nos lanzamos a la descubierta y cruzamos corriendo la blanca extensión de arena para llegar hasta los dos hombres que forcejeaban cerca de la barca. A nuestro alrededor la batalla era cruel; los asesinos de Renault, sobrepasados en número pero más peligrosos que lobos enjaulados, se las veían con los intrépidos ingleses, lanzando estocadas y tajos, parando golpes y fintando.

Mientras atravesábamos la confusa mescolanza de hombres en lucha, dos ingleses se abalanzaron contra nosotros.

Étienne hizo fuego, pero falló el blanco —la claridad de la luna era engañosa— y, un instante más tarde, cruzaron sus espadas. Esperé hasta que la embocadura de mi pistola estuvo en contacto con el pecho de mi enemigo. Cuando apreté el gatillo, la pesada bala atravesó la cota de malla bajo el jubón; la espada que se blandía sobre mi cabeza cayó, inofensiva, sobre la arena.

Unas zancadas más me llevaron a la altura de Charles y su celador. En el momento en que llegaba hasta ellos, alguien se lanzó ante mí y se interpuso en mi camino. Mientras los hombres se batían, mataban y lanzaban juramentos demenciales. De Valence, que nunca había perdido de vista su objetivo, comprendiendo que era imposible recuperar a su prisionero, había decidido matarle.

Se había abierto camino en medio de la carnicería y corría por la playa, llevando en la mano la espada chorreando sangre, dispuesto a cumplir su siniestro designio. Lanzándose sobre el prisionero, asestó un golpe homicida sobre la desnuda cabeza. El golpe fue evitado a duras penas por el hombre del manto escarlata. Este último empezó a bramar reclamando ayuda. Pero su voz seca y jadeante pasó desapercibida en el clamor de la batalla. Había evitado el golpe de tan malos modos que la espada escapó de sus manos. Antes de que De Valence pudiera golpear de nuevo, me acerqué silenciosamente a él, de costado. Lancé una estocada con todas mis fuerzas, con intención de atravesarle el cuello por encima de la gorguera. De nuevo me traicionó la suerte: resbalé en la arena, la punta de la espada se desvió y chirrió, inofensiva, sobre la cota de mallas.

Se volvió en el acto y me reconoció. Había perdido el antifaz; bajo la luz de la luna, una luz de insatisfecha locura bailaba en sus ojos.

—¡Por Dios! —exclamó, lanzando una risotada salvaje—. ¡Es la zorra de rojos cabellos!

Sin dejar de hablar, detuvo mi estocada. En silencio, empezamos a luchar, lanzando estocadas y patadas. Me hirió en el muslo y en la mano con la que sostenía la espada, pero yo golpeaba con tanto furor que mi espada mordió su casco y le hirió en el cuero cabelludo. La sangre caía a raudales sobre su frente. Otro golpe con la misma fuerza me libraría de él para siempre. En aquel instante, lanzando una rápida mirada de soslayo, De Valence se dio cuenta de que casi todos los suyos yacían por tierra o se encontraban luchando desesperadamente. Lanzando una nueva y salvaje risotada demencial, saltó hacia atrás, hacia un lado, y se abrió paso entre los que intentaron detenerle. Asestó media docena de estocadas, golpeando como si estuviera armado con un rayo, luego se apartó y desapareció tragado por las tinieblas. No tardé en oír el sonido de los cascos de un caballo al galope. Me volví vivamente hacia el prisionero. El hombre de la capa escarlata seguía agarrándole por el brazo, soplando y jadeando. Cortando las cuerdas que le sujetaban los brazos, le empujé hacia el bosque. Pero estaba tan agitada que empujé a Charles con tanto ímpetu que le hice caer cuan largo era.

El hombre de la capa escarlata lanzó un mugido feroz y saltó para volver a coger a su cautivo. Le aparté de un puñetazo. Ayudando a Charles a incorporarse, le dije que huyera. Pero parecía medio atontado; el mango de una daga le había golpeado en el cráneo. En aquel instante, Étienne, con la espada chorreando sangre, corrió hacia él; le tomó del brazo y le arrastró rápidamente hacia el bosquecillo.

El de la capa escarlata, desesperado al verlo, empleó la misma táctica que Renault de Valence: recogió la espada y corrió hacia Charles para golpearle por la espalda. Actué al momento: le alcancé en la axila con tanta fuerza que cayó sobre la arena gritando como un cerdo degollado. Varios ingleses que corrían ya hacia mí detuvieron su carga, lanzando gritos de horror, y se precipitaron en auxilio del herido que se agitaba sobre la arena. Algunos de los eslabones de su cota de malla habían cedido bajo mi golpe y sangraba ligeramente, manchando su jubón.

Gritaron un nombre que me sonó algo así como «Wolsey» y abandonaron mi persecución. Le levantaron y examinaron la herida, sin dejar de lanzar maldiciones. Aprovechando aquel descanso en la lucha, Étienne y yo sujetamos al hombre al que acabábamos de liberar y corrimos hacia los árboles para llegar al claro donde nos esperaba Françoise con los caballos.

Se mantenía como una sombra blanca bajo los árboles iluminados por la luna. Cuando vio al hombre, esbozó un movimiento de retroceso y lanzó una exclamación.

—¡Oh, Charles! —gritó—. ¡Ten piedad de mí! No tenía elección…

—Confiaba en ti… más que en nadie —dijo, con más tristeza que cólera.

—Monseñor, duque de Borbón —dijo Étienne, tocándole en el hombro—, tengo el privilegio de comunicaros que el mal cometido contra vos ha sido reparado esta noche en la medida de cuanto ha sido posible. Si Françoise de Foix os traicionó, no ha dejado por ello de arriesgar su vida para salvaros. Ahora, os lo ruego insistentemente, tomad los caballos e idos de aquí lo antes que podáis, pues nadie sabe lo que puede llegar a pasar. El cardenal Wolsey estaba a la cabeza de esos hombres y no es nada fácil conseguir que se retire.

Como en un sueño, el duque de Borbón subió al caballo; Étienne ayudó a Françoise de Foix a montar en el otro animal. Agitaron las riendas y partieron al galope bañados por la luz de la luna. Desaparecieron. Me volví hacia Étienne.

—Y bien —le dije—, nuestra conducta ha sido caballerosa, y hemos vuelto a donde estábamos… sin dinero ni medios para llegar a Italia, además, ¡ni siquiera tenemos tu caballo! ¿Cuál será nuestra próxima aventura?

—He tenido a Françoise de Foix en mis brazos —me replicó—. ¡Después de eso, cualquier aventura le parecerá banal y sin sabor a Étienne Villiers!