EL REGALO DE CUMPLEAÑOS DE LA SEÑORA BOTT

Violeta Elisabeth Bott era el espíritu de la contradicción. En tiempos de paz había olvidado con frecuencia el cumpleaños de su madre. A lo más, le había dedicado muy poco tiempo y dinero, yendo al pueblo a última hora para comprar algún objeto que ella deseara para sí, con la esperanza de que la señora Bott no viera otra alternativa que cedérselo. Sin embargo, este año, aunque estaban en guerra y Violeta Isabel tenía una buena excusa para limitar sus atenciones a una simple felicitación, se puso «insoportable», como decía Guillermo, molestándole continuamente para que le diera alguna idea, y rechazando todas las sugerencias que él le hacía.

—No, no puedo regalarle «dulcez», Guillermo —le dijo con su ceceo habitual acrecentado por su indignación—. «Apenaz» tengo «baztantez» para mí. «Ademáz zi» lo hiciera puede que no me «loz» devolviera, porque «eztamoz» en guerra y a ella también le «guztan loz dulcez».

—Regálale un pañuelo.

—No puedo, no tengo «cuponez».

—Regálale un broche.

—Ya tiene «baztantez». Lo regalaría a una tómbola.

—Oh, bueno. Y a mí qué me importa. De todas formas ya estoy «harto» del cumpleaños de tu madre. Estamos en guerra. No le regales nada.

—Debo regalarle algo —afirmó Violeta Isabel con aíre de virtud—. «Ez» mi madre.

—Yo nunca dije que no lo fuera —replicó Guillermo—. De todas formas, no hay razón para hacer regalos a la gente en tiempo de guerra.

—«Zí», la hay, Guillermo —insistió Violeta Isabel.

—Bueno, de todas maneras, yo no tengo «nada» que ver —se desentendió Guillermo—. Estoy ocupado y no pienso preocuparme más por eso.

Porque Guillermo había trabado amistad con un sargento «auténtico» del ejército. No era el tradicional sargento fornido, sino un hombre menudo de aspecto preocupado, expresión amistosa y modales suplicantes.

Una tarde que Guillermo perseguía acaloradamente una banda de enemigos, al doblar una esquina, arrolló al sargento haciéndolo caer rodando sobre el polvo. Estaba a punto de salir huyendo a su vez, cuando vio con sorpresa que el sargento, poniéndose en pie y sacudiéndose el polvo de sus rodillas, le sonreía.

—Vaya, ¿contra quién cargabas de esta manera, jovencito? ¿Eran pieles rojas por casualidad?

Guillermo contuvo el aliento. «Eran» pieles rojas.

—Yo también solía perseguirlos —rió el sargento—. Durante kilómetros y kilómetros. Los míos nunca querían luchar.

—Pues los míos sí —respondió Guillermo con énfasis—. He matado a «docenas» antes de que emprendieran la huida.

—Oh, yo también solía matarlos a docenas.

Resultó ser que el sargento y Guillermo tenían muchas cosas en común. El sargento, como Guillermo, se encontraba a sus anchas en el campo y en los bosques. Su padre había sido un experto guardabosque, y su conocimiento de los montes rebasaba incluso el de Guillermo.

—¡Caramba! ¿Querrá venir algún día conmigo al bosque? —le preguntó Guillermo.

El rostro del sargento se ensombreció.

—¡Ir al bosque! —repitió con amargura—. No tengo tiempo para ir a parte alguna. Estamos aquí siguiendo un cursillo, ¿sabes? Un cursillo especial. No voy a decirte de qué se trata, por si acaso Hitler está escuchando. Pero eso no me importa. No me preocupa el cursillo ni mis compañeros. Pero sí que me preocupa «él».

—¿Quién? —preguntó Guillermo.

El pequeño sargento arrugó su rostro hasta hacerle adoptar una expresión de profundo disgusto.

—El capitán Metementodo. Estamos bajo sus órdenes. Es un fisgón, aunque no debiera decirlo. ¡Entrometido, entrometido, entrometido! ¡Machacón, machacón, machacón! Y todo viene sobre mí. No me importa trabajar. Nunca me ha importado, pero lo que me molesta es que todo el día me estén fisgando. No se conforma con decir lo que hoy se ha de hacer y dejar que uno lo haga. Tiene que estar fisgoneando todo el tiempo que uno lo está haciendo. Me saca de mis casillas. ¡Fisgar, fisgar y fisgar! ¡Siempre encima, encima y encima! ¿Y tiempo libre? —lanzó una carcajada hueca—. Tiene que dar a los muchachos algo de tiempo libre, pero… ¿y a mí? Oh, para mí no. Cuando no estoy trabajando, tengo que escribir a máquina. ¡Don Fastidioso Metementodo!

Guillermo vio al capitán al día siguiente en el pueblo… un hombre joven, de corta estatura, fornido y con aire pomposo, de cabellos oscuros y buen color. Caminaba dándose importancia por el centro de la carretera, lanzando miradas de superioridad a su alrededor. Era evidente que no tenía mala opinión de sí mismo.

Los soldados estaban acampados en uno de los campos del granjero Jenks, y de cuando en cuando Guillermo se asomaba por encima de la cerca para verles hacer el ejercicio; en tanto el capitán estaba entretenido en su pasatiempo favorito de «pasear su importancia», y el pobre sargento iba apresuradamente de un lado para otro, tratando de aplacarlo. Algunas veces el sargento encontraba unos momentos para hablar con Guillermo por encima de la cerca.

—Hoy está «imposible» —gemía—. ¡Ruge, ruge y ruge! ¡Machaca, machaca y machaca! ¡Bufando, bufando y bufando! No deja a nadie en paz. Sobre todo a mí. No creas que voy a tener tiempo jamás para dar contigo ese paseo por el bosque. Tengo que escribir todo esto a máquina en cuanto termine mi servicio.

Así que la cuestión del regalo de cumpleaños de la señora Bott le parecía a Guillermo trivial y sin importancia; y lo irritaba que Violeta Isabel considerase que él compartía la responsabilidad de ella.

—¿Todavía no «haz penzado» nada? —le preguntó en tono severo.

—¡Troncho, no! ¿Por qué había de hacerlo? —le contestaba Guillermo lleno de indignación.

—Bueno, ¿y por qué no? —replicaba Violeta Isabel con igual indignación.

Tanta fue la insistencia de la muchacha, que Guillermo, a pesar suyo, empezó a sentir una cierta responsabilidad por el regalo de cumpleaños de la señora Bott.

—¿No podrías comprarle un collar… o algo así? —le sugirió en tono vago.

—No «zeaz» tonto —fue la respuesta de Violeta Isabel—. Tiene «milez» de «collarez».

—Bueno… un jarro para la leche o algo.

—«Ezo ez» todavía «máz» tonto —repuso Violeta Isabel—. No hay «baztante» leche ni «ziquiera» para el jarro que «tenemoz».

—Bueno, pues no se me ocurre nada más —concluyó Guillermo—. Ya empiezo a estar harto de esto, y de todas formas no es asunto mío.

—¡Oh, Guillermo, «por favor»! Y «ez» mañana. «Tienez» que «penzar» algo.

—Bueno, no puedo. Ya te he dicho que no puedo.

—Ven a merendar, Guillermo, y lo «penzaremoz juntoz» —al ver una negativa temblando en los labios de Guillermo se apresuró a añadir—: Hay tarta de chocolate.

La apuntada negativa cesó de temblar en los labios de Guillermo.

—De acuerdo, iré —y agregó sin el menor reparo—, si estás «segura» de que habrá tarta de chocolate.

—«Zí», la hay —le aseguró Violeta Isabel—. De verdad que «zí».

Guillermo la acompañó por la amplia avenida de la mansión hasta la puerta principal.

—No te he prometido «pensar» nada —se escudó limpiándose los pies en la alfombra—. Sólo he venido por la tarta de chocolate.

—«Zí», Guillermo —convino Violeta Isabel sumisa—; pero tal vez «ze» te ocurra algo «mientraz» la «comez».

La señora Bott tenía visita y se lamentaba con ella de la dureza y tiranía del Gobierno al prohibirle el uso de su automóvil. Esposa del señor Bott, el de las «Salsas Bott», era la primera dama de la villa. Generosa, impulsiva, despistada, de poco temperamento, y terriblemente vulgar… una espina en el costado de sus más aristocráticos vecinos. Sin embargo, lo que le faltaba en refinamiento le sobraba en entereza de carácter.

—¿Cómo creen que voy a ir por ahí? —preguntó.

—Supongo que piensan que podemos andar —sugirió la visita.

Violeta Isabel sustrajo limpiamente la fuente con la tarta de chocolate y la puso en el asiento bajo la ventana entre Guillermo y ella.

—Come cuanto «quieraz», Guillermo —le susurró— y tal vez «ze» te «ocurra» algo.

Guillermo, sin aguardar más invitaciones, puso manos a la obra…

La señora Bott le dirigió una mirada ausente y continuó sus lamentaciones.

—¡Andar! —repitió con amargura—. Yo nunca he andado… desde que Botty hizo fortuna. ¿De qué iba a servirme que Botty tuviera todo ese dinero si tuviera que empezar a andar a mi edad? ¡Andar! ¡Yo!

—¿Qué le parece la bicicleta? —se aventuró la visita.

—¿La «qué»? No quisiera ser vista en una de esas cosas, ni aunque me pagaran. Para empezar no sabría mantener el equilibrio… con mi figura. No me importaría un coche de caballos. Hay algo clásico en los coches de caballos. Pero no se encuentran. Ni tampoco hay caballos. No me importaría siquiera una cabra. Cuando era una niña deseaba tener un carrito tirado por una cabra. Apuesto a que podría montar una incluso ahora. No soy tan pesada como aparento, y las cabras son más fuertes de lo que parecen. Pero tampoco se encuentran.

—Oh, bueno —adujo la visita tratando de poner una nota más optimista—; supongo que todo terminará uno de estos días.

—Sí, ¿y qué aspecto vamos a tener para aquel entonces? —replicó la señora Bott con pesimismo—. ¡Valientes fachas! Hace meses que no tengo un traje nuevo. Eso de los cupones es lo que yo llamo un escándalo. Incluso he perdido el gusto para los sombreros. Me gustaría tener un sombrero nuevo, pero no tengo corazón para escoger uno. Mis ropas se caen a pedazos, ¿y qué le importa al Gobierno? ¡Nada!

Guillermo introdujo el último fragmento de tarta de chocolate en su boca, y tras inspeccionar el carrito del té con el ceño fruncido, le dijo a Violeta Isabel en un susurro ronco:

—Ese bollo con mermelada tiene buen aspecto.

Violeta Isabel abandonó su asiento, yendo a sustraer con toda habilidad el bollo indicado.

La señora Bott seguía lamentándose de su suerte.


La señora Bott seguía lamentándose de su suerte.

—Mañana es mi cumpleaños —decía—, ¿y sabe usted lo que elegiría como regalo si pudiera? Me gustaría bajar a desayunarme y encontrarme un sombrero nuevo esperándome, y que al mirar por la ventana viera flores en el jardín en vez de verduras, y algo en que montar en vez de tener que ir a pie. No me importaría que durara poco con tal de poderlo ver una vez.

Violeta Isabel cogió a Guillermo de la mano sin ceremonias sacándolo de la habitación.

—¿Por qué lo haces? —le dijo éste con la boca llena de bollo con mermelada en cuanto llegaron al recibidor—. Son unos bollos muy buenos y todavía quedaban cuatro más.

—«Dezpuéz» te «loz» traeré, Guillermo —repuso Violeta Isabel prosiguiendo excitada—: ¿«Haz» oído lo que ha dicho?

—No —contestó Guillermo—. No estaba escuchando. Pensaba en los bollos de mermelada.

—Bueno, «puez» dijo lo que «dezeaba» como regalo de «cumpleañoz». Quiere bajar mañana a «dezayunarze» y encontrar un «zombrero» nuevo y «florez» en el jardín, y algo en lo que montar para no ir a pie, y que no le importa el tiempo que «zea»…

—No sé cómo va a conseguirlo —manifestó Guillermo—. Para empezar no podemos comprarle un sombrero nuevo…

—«Zí podemoz», Guillermo. «Pienza» en el «zombrero» de la «zeñora Monkz».

Guillermo pensó en el sombrero de la señora Monks. La señora Monks había comprado un sombrero en Hadley el día antes: tenían que arreglárselo, y puesto que la madre de Guillermo tenía que ir a Hadley a última hora del día, la señora Monks le había pedido que lo recogiera y se lo enviara a la vicaría a la mañana siguiente, puesto que aquella noche no habría nadie en la casa. De modo que convinieron en que Guillermo se lo llevaría a primera hora de la mañana.

—«Puedez» traerlo aquí primero, Guillermo —propuso Violeta Isabel—. Y dejar que lo encuentre cuando baje a «dezayunarze». Ella dijo que no le importaba el tiempo que «duraze», y «puedez llevárzelo» a la «zeñora Monkz» en cuanto lo haya «vizto».

Guillermo lo estuvo pensando.

—¿Y qué hay del resto? —preguntó al fin—. ¿Y las flores?

—Bueno, ella «ze dezayuna» en la galería y todo lo que ve «dezde» allí «ez» un parterre pequeño donde ahora hay «naboz» y «zanahoriaz». «Podríamoz» coger «algunaz flores» de algún «zitio» y «ponerlaz» en la tierra entre «loz naboz» y «zanahoriaz». Tú «tienez algunaz florez» en tu jardín, ¿no «ez» verdad, Guillermo?

—Sssí. No muchas.

—Bueno, «puedez arrancarlaz» y «traerlaz» aquí para que «laz» vea cuando ella baje a «dezayunarze».

—Sí, está muy bien —condescendió Guillermo, pero insistió—: ¿pero y lo otro? Ella dijo que quería algo en que poder montar para no ir a pie. ¡«Ezo» no podemos dárselo!

—«Zí podemoz» —replicó Violeta Isabel con calma—. «Podemoz» regalarle una cabra. Ella dijo que «ziempre» había «dezeado» tener una cabra.

—Pero nosotros no tenemos ninguna cabra —objetó Guillermo.

—No, pero el granjero «Jenkz, zí». Tiene a «Letty». «Zólo» la «cogeremoz preztada» por «unoz minutoz». «Zólo» para que ella la vea cuando baje a «dezayunarze». La «ataremoz» a «eze» árbol que ella puede ver por la ventana.

—Si lo descubre se pondrá furiosa —adujo Guillermo—. Y además esa cabra tiene muy mal genio.

—Tiene «díaz buenoz», Guillermo. Puede que «zea» uno de «zuz díaz buenoz».

—Sí, y puede que no —replicó Guillermo.

—«Eztá» bien —contestó Violeta Isabel con dignidad—. «Zí» no «quierez» ayudarme, no me «ayudez», lo haré yo «zola».

Guillermo reflexionó. La vida era bastante aburrida por el momento. Su nuevo amigo, el sargento, parecía estar recluido en el campamento al servicio constante de «don Fastidioso Metementodo». Parecía como si nunca pudiera ir a los bosques como habían convenido. El tiempo pesaba en sus manos, y al fin y al cabo, cualquier emoción era mejor que ninguna.

—Está bien —condescendió al fin—. Te ayudaré.

Mientras iba hacia su casa pasó por el campamento mirando por encima de la cerca, por si su amigo andaba por allí. Su nuevo amigo lo vio y saludando con la mano acudió a su encuentro.

—¿Quieres saber «su última»? —le dijo—. Bueno, pues mañana tengo que pasar la mañana tomándole fotografías con su cámara para enviarlas a su casa. ¡Córcholis! Uno diría que una birria semejante debiera preferir mantenerse oculto… Ahí viene. ¡Hasta luego!

* * *

A la mañana siguiente la señora Bott bajó a desayunarse a la hora de costumbre. Y su rostro rechoncho ostentaba la misma expresión irascible de cada mañana. Al principio no reparó en la alegre caja floreada (descubierta por Guillermo en el armario de Ethel), que estaba encima de la mesa precisamente detrás de la tetera. Cuando la vio, la estuvo contemplando unos momentos con incredulidad, y al fin alzó la tapa para mirar, todavía con mayor incredulidad, el nuevo sombrero negro que allí reposaba. Como actuando por sí mismo, sus dedos gordezuelos cogieron el sombrero colocándolo encima de su cabeza. Se volvió para mirarse en el espejo que había encima de la chimenea y comenzó a probárselo colocándolo en diversos ángulos. Entonces una inusitada nota de color llamó su vista y se volvió hacia la ventana. El pequeño parterre circular que había sido patrióticamente dedicado al cultivo de nabos y zanahorias estaba rebosando de antirrinos y guisantes de olor. Los pequeños ojos de la señora Bott se abrieron desmesuradamente…

—¡Cielos! —exclamó—. ¿Estoy soñando o qué?


A la mañana siguiente la señora Bott bajó a desayunarse a la hora de costumbre.

Luego sus ojos se posaron en «Letty» atada a un árbol que adornaba el césped, paciendo tranquilamente la hierba, y tuvo que sentarse al punto en la silla más próxima.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al aire que la rodeaba—. ¿Dónde estoy?

Al no recibir respuesta abrió el ventanal lenta y cautelosamente, y luciendo todavía el sombrero de la señora Monks salió al exterior.

Cuando Guillermo y Violeta Isabel se llevaron a «Letty» de la granja, les pareció que tenía uno de sus días buenos; pero la visión de la señora Bott la exasperó. Alzó la cabeza y en sus ojos apareció una mirada perversa. Era una cabra fuerte, y la cuerda con que la habían atado Guillermo y Violeta Isabel muy débil. La señora Bott le había vuelto la espalda para dirigirse a la casa y llamar por teléfono a un jardinero que pudiera explicar la extraña aparición de las flores, cuando un tornado surgió a sus espaldas… Pocos momentos más tarde, «Letty», llevando colgado de un cuerno el sombrero de la señora Monks, con un puñado de guisantes de olor asomando por un lado de su boca, y de antirrinos por el otro, cabrioleaba feliz por la maleza, dejando a la señora Bott tendida sobre el césped y pidiendo auxilio a voz en grito…

* * *

El capitán Fortescue llevaba media hora posando para la primera instantánea, y todavía no estaba satisfecho del resultado.

—Quédese ahí con la cámara —le gritó al sargento que estaba ya casi agotado por el nerviosismo de los preparativos—. No, ahí no, «allí»… y cuando yo diga «tres» apriete el disparador… Un poco más a la izquierda… ¡Cuidado! Un poco a la derecha… Espere un momento… Venga a ocupar mi lugar para que me asegure de que todo está bien… Sí, está bien… Ahora cambiemos de sitio… No, no está del todo bien… Dé un paso al frente… Ahora está demasiado cerca… Dé un paso atrás… Aguarde un minuto… Creo que voy a ponerme otra gorra… Vaya a buscarla a mi tienda… Ahora está bien… No, un minuto… Tendré mis anteojos de campaña en la mano… Vaya a buscarlos… Ahora estamos listos… No, usted no está en la posición correcta… Un poco a la izquierda… ahora un poco hacia adelante… No, atrás y hacia la derecha… Un minuto… Cogeré mis guantes… Vaya a buscar mis guantes… No, pensándolo bien, no los cogeré… Vuelva a guardarlos… De prisa, de prisa… No pierda todo el día en eso, hombre… ¿Estamos listos…? Listos, listos… Uno, dos… tres…

El «tres» terminó en un agudo grito de terror. «Letty», perseguida inútilmente por Guillermo y Violeta Isabel, había salido del jardín de la señora Bott (dejando el sombrero y las flores sobre el seto) y atravesando dos campos, y otro seto, penetró en el campo que utilizaban como campamento, donde, atraída por la espalda del gallardo capitán, arremetió contra él con alegría y entusiasmo. Las opiniones se dividían entre si el sargento Malcom había visto llegar a «Letty» o si cuando «Letty» dejó ver y sentir su presencia no pudo por menos de tomar la foto. El mismo sargento dijo que no se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que fue demasiado tarde, pero debido al guiño con que acompañaba su declaración, no convencía a nadie. Fuera como fuese, la fotografía, como fotografía, fue un éxito completo. Mostraba al capitán tendido en el suelo con el rostro descompuesto por el terror, y «Letty» orgullosa con sus patas delanteras encima de su pecho, y su gorra colgando de una de sus orejas…

Guillermo y Violeta Isabel se alejaron del escenario del «crimen» lo más sigilosamente posible, rescatando el sombrero de la señora Monks por el camino.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. Esa cabra vieja lo ha enredado todo. ¿Qué vamos a hacer ahora?


—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. Esa cabra vieja lo ha enredado todo.

—Tú quédate aquí —replicó Violeta Isabel— y yo iré a ver lo que «eztá zucediendo» en el campamento. No creo que «noz» haya «vizto» nadie —exhaló un profundo suspiro de satisfacción—. «Ez» terriblemente emocionante, ¿verdad, Guillermo?

—Para ti muy bien —contestó Guillermo con amargura—. Tú no tienes que llevar el sombrero a la señora Monks, todo estropeado por esa cabra vieja.

Violeta Isabel fue de reconocimiento regresando pocos minutos más tarde sonriendo plácidamente.

—Todo «eztá» bien, Guillermo —le informó—. El capitán «eztá dezcanzando» en «zu» tienda y uno de «loz zoldadoz» ha llevado a «Letty» a la granja. Ahora vuelve a «portarze» bien. No «zaben» que «fuimoz nozotroz». Creen que «ze ezcapó».

—Sí, ¿pero y el sombrero de la señora Monks? —le recordó Guillermo con severidad.

Las ansias de aventura de Violeta Isabel parecían todavía insatisfechas.

—Oh, «zí», Guillermo —respondió con seriedad—. «Llevémozlo» ahora a ver qué dice.

Lo que dijo la señora Monks fue inesperado y sorprendente.

Tomando el sombrero de manos de Guillermo, lo inspeccionó de cerca y luego fue a probárselo delante del espejo del recibidor. Ella había comprado un sombrero con el ala plana, y la de aquel sombrero gracias al trato recibido de «Letty», había adquirido unas ondulaciones originales. Bajaba por la parte delantera para subir bruscamente por el lado izquierdo. Guillermo la observaba con recelo, pero el rostro de la señora Monks en voz de crisparse por el enojo, se dulcificó con una sonrisa satisfecha.

—Tiene una forma mucho más elegante de lo que creía —afirmó—. Creo que me sienta mucho mejor que ningún sombrero de los que he tenido hasta ahora. Gracias por traérmelo, niño, aquí tienes un penique por la molestia.

Pero el resultado más satisfactorio de la aventura se reveló al día siguiente, cuando Guillermo fue a fisgonear las actividades del campamento por encima de la cerca. Su amigo el sargento se le acercó, y su aire preocupado había desaparecido. Caminaba alegremente con los ojos brillantes.

—Ayer tuvimos un poco de jaleo —le explicó—. Puede que hayas oído hablar de ello.

—Sssí. Algo he oído —respondió Guillermo, precavido.

—Bueno, todo ha cambiado en bien para mí —continuó su amigo—. La foto salió estupenda y ha deshecho los nervios de «Metementodo». Está vencido de una vez para siempre. No sabe cuántos de nosotros tenemos copias y no puede pensar en nada más. Se ha vuelto suave como la manteca. Ahora puedo hacerlo mover con mi dedo meñique. Podremos ir a dar ese paseo por el bosque cuando tú quieras…