LA EVASIÓN DE GUILLERMO
—Mi padre trajo un libro de la biblioteca que trata de las evasiones en tiempo de guerra —dijo Enrique—. Lo he leído y es la mar de interesante.
—Sí, ya sé —dijo Pelirrojo—. Túneles.
—Caballos de madera —dijo Douglas.
—Disfraces —dijo Guillermo.
Guillermo, Pelirrojo, Enrique y Douglas se hallaban sentados, muy juntos, en el interior de la tienda de campaña propiedad de Guillermo, que éste tenía montada en el jardín de su casa. Era una tienda deteriorada, de forma anticuada, y con la desconcertante costumbre de derrumbarse sobre sus moradores de pronto y sin ninguna causa aparente. Cada verano la extraían de lo hondo de la caseta del jardín, dedicaban infinidad de tiempo y energía en montarla y representar en ella sus correspondientes papeles como exploradores, pieles rojas, esquimales, peones camineros o montañeros, hasta que se derrumbaba y se hacía preciso montarla otra vez. Aquella mañana habían sido primeramente esquimales y luego pieles rojas, y la tienda se derrumbó sobre ellos con monótona regularidad siempre que en su actuación alcanzaban un determinado grado de entusiasmo.
—Sencillamente no nos deja «llegar» a nada —refunfuñó Pelirrojo—. Se vino abajo justo cuando tú estabas luchando con aquel oso polar y justo cuando yo iba a arrancarle a Enrique el cuero cabelludo.
—Apuesto a que no me lo hubieras podido arrancar —desafió Enrique—. Apuesto a que no se lo podrías arrancar a nadie por más que probases. Apuesto a que es dificilísimo. Seguro que se necesitan años de práctica.
—Debe ser una operación bastante fácil cuando se trata de alguien con pelo —manifestó Douglas—; pero con los calvos lo veo muy difícil. Supongo que han de entrenarse de una manera especial para los calvos.
—Si yo fuera un indio tatuaría a los calvos —dijo Guillermo—. No comprendo por qué los calvos no se hacen tatuar. Se verían mucho más interesantes y…
Al llegar a este punto la tienda se derrumbó de nuevo, envolviéndolos en grandes pliegues de roída lona.
—Vaya un asco de tienda —dijo Douglas, mientras gateaba al exterior—. Un día de éstos nos vamos a asfixiar en ella.
—Bueno, habrá soplado un poco de viento —replicó Guillermo, alzándose, como de costumbre, en una fría defensa de su tienda—. ¡Troncho! Cualquier tienda puede venirse abajo en un temporal.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Pelirrojo.
—Vamos al manzano a comer la fruta arrancada por el viento —propuso Guillermo.
Se encaminaron al fondo del jardín y treparon al viejo y nudoso manzano que proporcionaba a cada uno de ellos un cómodo asiento en sus gruesas y retorcidas ramas cubiertas de liquen. Guillermo había traducido libremente la orden expresa de su madre: «Comed únicamente las manzanas que el viento haya tirado al suelo.»
—Si se caen al tocarlas un poco —dijo—, equivale a que el viento las habría podido arrancar, de manera que están caídas.
—Y si se caen tocándolas con fuerza —agregó Pelirrojo—, significa que un viento fuerte las habría arrancado, de manera que también están caídas.
—Apuesto a que no hay «tanto» viento —dijo Enrique, con ligero reproche en el tono, mientras observaba los esfuerzos de Guillermo por hacerse con una enorme manzana roja que pendía de una rama, justo encima de su cabeza.
—Sopló con bastante fuerza para derrumbar la tienda —le recordó Guillermo, en tanto agarraba con avidez la enorme manzana roja y le hincaba los dientes.
Masticaron en relativo silencio por espacio de algunos minutos, luego el proceso terminó, como solía suceder, en una competición de lanzamiento del corazón de la fruta. Y no cesaron hasta que uno de ellos, arrojado por Guillermo contra una cañería de desagüe como blanco, atravesó la abierta ventana de la cocina para aterrizar en el centro de un pastel de patatas y picadillo a medio confeccionar, y los cuatro se encontraron expulsados sumariamente del lugar y andando carretera abajo en dirección del pueblo.
—Donde pongo el ojo, pongo la bala —dijo Guillermo—. Di justo en mitad del pastel.
—Pero tú no apuntaste al pastel —observó Enrique.
Guillermo frunció el ceño.
—No estoy muy seguro de eso —contestó.
—Dijiste que apuntabas a la cañería de desagüe.
—Pude haber cambiado de opinión.
—No cambiaste.
—Cambié.
—No cambiaste.
Se detuvieron en medio de la carretera y se enzarzaron en una corta y rápida pelea, al cabo de la cual se levantaron del suelo y continuaron amigablemente su camino.
—¿De qué estábamos hablando?
—De pasteles.
—No, antes de eso.
—De arrancar cueros cabelludos.
—No, antes de eso.
—Del libro que Enrique ha estado leyendo.
—Sí —afirmó Enrique—. Un libro que trata de la evasión de prisioneros de guerra. ¡Mosca! Algunas son sensacionales.
—Ya he oído hablar de ellas —dijo Guillermo—, y apuesto a que si yo fuera prisionero de guerra sería capaz de evadirme tan sensacionalmente como cualquiera de ellos.
—Apuesto a que no.
—¿Qué te juegas? Me he evadido de sitios que nadie hubiera ni sospechado. Una vez me escapé de una caseta que…
—Apuesto a que no podrías evadirte de una «prisión». Una prisión es algo diferente de una caseta y…
—Pues «podría».
—Me gustaría vértelo hacer.
—Muy bien. Pues me verás. Enciérrame en una prisión y «verás» si no me evado.
—No podemos encerrarte en una prisión porque no tenemos ninguna.
—Pues entonces no puedes decir que no podría evadirme si no lo sabes, y yo sí sé que «podría». De todas maneras no puedes «probar» que no podría hacerlo yo.
—Y tú no puedes probar que sí «podrías», porque no tenemos ninguna prisión. No hay ninguna prisión por estos alrededores y si la hubiera no nos la prestarían nada más para que tú probases si podrías o no evadirte de ella.
El semblante de Enrique tenía ahora una expresión reflexiva.
—Espera un momento —dijo—. Está Meadowview…
—Meadowview… —dijo Guillermo—. Es un nombre muy divertido para una prisión y apuesto a que no te la prestarán.
—No es una prisión —aclaró Enrique—. Es una de esas casas de Green Lane. Un anciano llamado señor Fellowes vivía allí y se murió el mes pasado, dejando esa casa a su sobrino porque ese sobrino es el ejecutivo, el albacea y…
—¿Qué estás «diciendo»? —le interrumpió Guillermo irritadamente—. Yo hablo de prisioneros que se evaden de la prisión y tú sales con ancianos muertos y ejecutores. No viene a cuento.
—«Escucha», hombre —insistió Enrique—. Déjame terminar. Este anciano tenía un ama de llaves, la señorita Barrows…
—Sí, mi madre la conoce —intervino Pelirrojo.
—Y esa ama de llaves se queda en la casa hasta que el sobrino…
—¿El ejecutor? —preguntó Guillermo.
—Pues, sí… hasta que él tenga tiempo de arreglar las cosas y vender la casa, y ahora ella se ha marchado de vacaciones y le ha dejado la llave a mi madre porque la policía quiere saber a quién le dejas la llave cuando te marchas y… bueno, pues esa casa es igual que una prisión. Todas las ventanas están aseguradas a prueba de ladrones y la señorita Barrows se ha llevado todas las llaves y la puerta trasera se cierra con una cerradura especial contra los ladrones, y la llave de esa puerta también se la ha llevado. La de la puerta de entrada tiene una cerradura extraña que si les das dos vueltas se cierra de manera que ni siquiera por dentro se puede abrir y…
—¿Y qué? —dijo Guillermo.
—¿No lo «ves»? —repuso Enrique—. Yo podría quitarle esa llave a mi madre. Quiero decir que sé dónde la guarda, y como mañana pasará todo el día en Londres no me sería difícil cogerla.
—¡Mosca! Sí, ya lo veo —dijo Guillermo—. Es una idea estupenda. Tú y Douglas nos encerráis a Pelirrojo y a mí en la casa y desde ella efectuaremos una evasión de guerra. ¿No te parece, Pelirrojo?
—Sí, apuesto a que sí —convino éste, contagiado como de costumbre, a pesar de sus dudas, por el entusiasmo de Guillermo.
—«Claro» que si —remachó Guillermo—. ¿Cuándo empezamos?
—Mi madre se va a Londres en el tren de las 9:21 —informó Enrique—. De modo que puedo coger la llave cuando quiera después de esa hora…
—Conforme —dijo Guillermo—. Nos reuniremos en esa casa a las nueve y media.
—Bueno —se avino Enrique—. Y os encerraremos dentro y os concederemos de plazo para evadiros hasta la hora de comer.
—¡Bah! —bufó Guillermo con desdén—. Apuesto a que no necesitaremos «tanto» tiempo. Apuesto a que saldremos a los diez minutos.
—Vale —dijo Enrique—. Mañana, a las nueve y media.
A las nueve y media los cuatro se encontraron frente a Meadowview. Era una casa de estilo georgiano, muy apartada de la carretera, con dos hileras de ventanas y un reducido porche de columnas. Se llegaba a ella por una avenida semicircular con dos entradas protegidas por una cancilla de madera. Permanecieron inmóviles por espacio de unos momentos, recorriendo con miradas furtivas la carretera. No se veía un alma. Cautamente, en fila india, avanzaron por la corta avenida y ascendieron los cuatro peldaños de piedra que conducían a la puerta principal. Enrique extrajo la llave del bolsillo y tras de insertarla en la cerradura abrió la puerta.
Vislumbraron un vestíbulo de regular tamaño, amueblado con un arcón de brillante barniz, un armario guardarropía y una percha para sombreros, que consistía en salientes y desparramadas astas de venado.
Los cuatro penetraron en el vestíbulo y contemplaron cuanto les rodeaba con intenso interés y ojo crítico.
—Apuesto a que podría hacer algo con esos cuernos de ciervo —dijo Guillermo—. Si encontrase una alfombra de piel podría salir de aquí disfrazado de ciervo.
—Sí, ¿y cómo te las «compondrías» para salir? —inquirió Enrique.
—No hay nada que impida a un prisionero de guerra romper una ventana —replicó Guillermo—. Puede hacerlo cuando nadie le mire.
—Te sería imposible romper estas ventanas —observó Douglas—. Están divididas en minúsculos recuadros de madera.
—Ventanas de pequeños recuadros —concretó Enrique—. Estilo georgiano.
—Bueno, no puedo pasarme el día charlando con vosotros y perdiendo el tiempo que tengo para evadirme —dijo Guillermo con dignidad—. Más vale que os larguéis.
—De acuerdo —contestó Enrique—. Vendremos por vosotros a la hora de almorzar.
Cerró tras sí de un portazo. Guillermo y Pelirrojo percibieron el ruido de la llave girando en la cerradura y de los pasos que se alejaban por la avenida.
—Vamos, manos a la obra —dijo Guillermo—. Empecemos —empujó, abriéndola, una de las puertas del vestíbulo—. Aquí está el comedor. Empiezo a tener hambre, ¿tú, no? Veamos si hay algo que comer —se arrodilló, abrió el armario del aparador, introduciendo la cabeza y los hombros dentro—. Nada en absoluto —anunció con desaprobación al emerger—. Una lata de galletas vacía y una caja de dátiles con sólo dos huesos de dátil. ¡Troncho! Ya «podían» haber dejado unas cuantas galletas y unos cuantos dátiles.
—Ignoraban que íbamos a venir —contestó Pelirrojo suavemente—. De todas formas, aquí hemos venido a escaparnos, no a comer.
—Sí, ya lo sé —repuso Guillermo—, pero no hay razón para que no hagamos un poco de las dos cosas.
Regresó al vestíbulo. A pesar de que no había perdido de vista el principal objeto de su aventura, era incapaz de resistir la tentación de investigar cualquier elemento secundario que pudiera presentarse.
—Apuesto a que este es el salón —dijo, abriendo otra puerta—. Sí, lo es. Hay una buena chimenea, enorme. Apuesto a que podríamos escapamos por ella. Voy a echarle un vistazo —se arrodilló en la alfombra, ante el hogar, y otra vez su cabeza y sus hombros desaparecieron. Por el hueco de la chimenea sonó, sordamente, su voz—: Sí, apuesto a que podría trepar chimenea arriba y salir al tejado y deslizarme por una tubería de desagüe —su cuerpo se introdujo algo más en el interior de la chimenea y su voz pareció llegar desde más lejos—: Si consiguiera agarrarme a algo para izarme. No hay nada donde cogerse. Espera. Sí, lo hay. Sí, me he agarrado a una cosa —sus piernas (que era todo cuanto de él se veía ahora) patalearon desesperadamente en el aire—: Sí, puedo agarrarme… No, no puedo —se oyó un crujido, seguido de un estrépito, y descendió acompañado de una lluvia de ladrillos y hollín—. No, no hay nada a lo que uno pueda agarrarse —se lamentó, mientras se ponía en pie—. Y apuesto a que no limpian esa chimenea hace años.
—Atiza, te has puesto hecho una lástima —declaró Pelirrojo.
Se oyó un crujido, seguido de un estrépito, y Guillermo descendió acompañado de una lluvia de ladrillos y hollín.
—Bueno, apuesto a que los fugitivos de verdad se ponen peor —dijo Guillermo filosóficamente—. De todas maneras me sirve de disfraz en caso de que necesite uno —Se dio vuelta para inspeccionar la ventana—. Por ahí es imposible huir. Están cerradas y si rompiéramos una ni siquiera lograríamos asomar la cabeza. Vamos a inspeccionar los otros cuartos.
Cruzó el vestíbulo y abrió otra puerta.
—Aquí está la cocina… y apuesto a que aquello es la despensa. Vamos a investigar la despensa.
Ésta ofrecía un deprimente espectáculo de estanterías vacías, excepto en un rincón, donde un diminuto tarro de miel parecía haber sido olvidado.
—Vamos —dijo Guillermo, desenroscando la tapa—. ¡Caramba! Está casi vacío. La gente de esta casa es de lo más roñoso que he visto jamás. De todos modos busquemos algo con qué comerla —abrió un cajón de la mesa de la cocina y pasó revista a su contenido—: Pala del pescado, sacacorchos, destornillador… Supongo que el destornillador nos servirá. Lo usaremos por tumo. Yo empiezo —introdujo el utensilio dentro del tarro y extrajo una pella de miel—. Ahora te toca a ti —dijo, pasando el destornillador y el tarro a Pelirrojo.
—Te has llenado la cara de miel —le advirtió éste—. Se te ha mezclado con el hollín.
—Mejor, me ayudará a limpiarlo —repuso Guillermo—. Caramba, ya podían haber dejado un poco más de miel… Voy a echar otro vistazo a la despensa. He visto que hay allí una lata para guardar pasteles y quizá quede alguno.
—Se nos supone trabajando en salir de esta casa —le volvió a recordar Pelirrojo—, y no instalándonos en ella.
—Muy bien, pero uno tiene que «conocer» a fondo un lugar antes de poder escapar de él —replicó Guillermo—. Como trabajar, estoy trabajando todo el rato. Estoy familiarizándome con el ambiente para poder planear la evasión como es debido. Y de todos modos, hemos de comer para conservar las fuerzas, ¿no? No tenemos idea de qué mortales peligros nos esperan hasta salir de aquí, y es cuestión de salir vivos, ¿no? De manera que tenemos que conservar las fuerzas… Aquí hay un par de zanahorias que han quedado en el verdulero. No son muy grandes, pero están casi limpias… ¡Muy «propio» de ellos no dejar más que dos!
Después de haber dado fin de su zanahoria en tres mordiscos gigantescos, Guillermo fijó su atención en el resto de la cocina. Un cepillo de largo mango, destinado a la limpieza del techo, atrajo su curiosidad.
—Eso nos iría al pelo como herramienta —dijo, enarbolándolo experimentalmente y mandando a volar de un golpe a través de la cocina un calendario de propaganda antimilitarista en el que figuraban unas taciturnas reses del Highland—. ¡Mira! ¿Qué es esa cosa con barrotes en lo alto de la pared?
—Un extractor —dijo Pelirrojo.
—Apuesto a que nos podríamos escapar por él. Podríamos echarlo abajo y dejaría un agujero que si lo… lo ensancháramos una pizca nos sería fácil escapar por él. Apuesto a que lo podría alcanzar con este cepillo. ¡Oye! Voy a subirme a la silla y meter el extremo del cepillo en el extractor y arrancarlo.
Se subió a una silla y proyectó el cepillo contra el extractor, presionando con tal fuerza que perdió el equilibrio, resbaló de la silla y cayó de cabeza. El cepillo barrió al descender la repisa de la chimenea, derribando varios cacharros de loza blanca y azul, cuyo contenido (arroz, pasas y corteza seca de limón), se diseminó en todas direcciones.
—¡Atiza! —dijo Guillermo, contemplando consternado los desperfectos—. No tuve intención de hacer eso… La idea era de campeonato, pero el mango falló por corto. Si hubiera sido algo más largo yo habría arrancado el extractor y entonces nada más fácil que agrandar el agujero y a estas horas ya estaríamos fuera. Luego de trepar al tejado nos habríamos deslizado por la tubería de desagüe.
—Bien, pero no lo hemos hecho —repuso Pelirrojo—, de modo que hay que pensar en algún otro medio.
—Apuesto a que no me será difícil pensar en algún otro medio —fue la respuesta de Guillermo—. Probaremos por arriba. A menudo, en los cuartos de baño se encuentran cosas interesantes.
En aquél encontraron algunas, entre ellas un pulverizador, al que Guillermo dedicó toda su atención, prodigando generosas aspersiones sobre su persona, Pelirrojo y el suelo.
—Quisiera que te acordases de que nos creen ocupados en intentar «salir» —dijo Pelirrojo.
—Bien, pero tenemos que hacer algunos experimentos para dar con la «manera» de salir, ¿no? —contestó Guillermo—. Apuesto a que los prisioneros de verdad se sirven de los pulverizadores para escapar. Debe de existir alguna manera de utilizar un pulverizador para fugarse. Si hubiera un guardia debajo de la ventana podríamos atontarlo con una rociada de agua y escapar antes de que volviera en sí.
—Pues no hay ningún guardia debajo de la ventana —dijo Pelirrojo—, así que no sueñes con atontarlo. Y de todas maneras nos sería imposible abrirla porque está cerrada como todas las demás. Vamos. Probemos alguna otra cosa.
—De acuerdo —accedió Guillermo, cerrando de mala gana el pulverizador—. Vamos a ver si hay algo interesante en los dormitorios. Apuesto a que no lo hay.
Los dormitorios demostraron estar tan exentos de interés como Guillermo había anticipado. Registró a fondo los armarios, las cómodas, los cajones y, finalmente, examinó un cuadrado de madera contraplacada que aparecía detrás de un hogar eléctrico.
—Apuesto a que eso disimula una chimenea —dijo—. Si consiguiera arrancar esa tabla de madera podría trepar por la chimenea con más facilidad que por la de abajo, porque está más cerca del tejado.
—Muy bien, pero no puedes arrancar esa tabla —objetó Pelirrojo.
—Puedo probarlo —repuso Guillermo.
Luchó intentándolo, sin éxito, durante unos cuantos minutos; se rompió una uña, se cayó de espaldas y por último renunció.
—No creo que haya «ninguna» chimenea ahí —propinó unos golpecitos sobre la madera y escuchó con expresión concentrada—. A mí me suena más bien como uno de esos cuartos secretos donde solían esconderse los curas en la antigüedad.
—¿Cuándo hacían eso? —preguntó Pelirrojo.
—En la edad de bronce, o de piedra o una edad de esas —replicó Guillermo con vaguedad.
—Estás pensando en los druidas —dijo Pelirrojo.
—Puede —respondió Guillermo—, pero sé que solían esconderse en cámaras secretas porque una vez leí una historia que lo contaba.
—Bueno, sigamos con nuestra evasión —urgió Pelirrojo con impaciencia.
Guillermo se puso en pie y paseó la mirada por la habitación.
—Conforme —asintió—. Vamos a poner en práctica la idea del túnel. Muchos prisioneros se han evadido a través de túneles, de modo que no veo por qué no hemos de poder hacer lo mismo nosotros.
—Mosca, pero no podemos construir un túnel en un dormitorio —objetó Pelirrojo—. Hemos de ir a la planta baja.
—Quizá tengan bodega —dijo Guillermo—. En una bodega nos sería fácil construir un túnel, puesto que, para empezar, ya es medio subterráneo.
—Carecemos de palas —objetó Pelirrojo.
—Muy bien, pero podemos encontrar cosas que nos «sirvan» de palas, ¿no? —dijo Guillermo—. Vamos a mirar por la planta baja.
Bajaron y miraron. Debajo de la escalera hallaron una puertecita en la que no se habían fijado antes. Guillermo la abrió y se encontró con un oscuro y empinado tramo de peldaños.
—¡Atiza! Es una bodega —exclamó, exaltado—. ¡Vamos! A ver si encontramos unas herramientas y bajemos a empezar ese túnel. En la chimenea del salón había un atizador y una pala y luego contamos también con el sacacorchos y ese destornillador y la pala del pescado que están en el cajón del armario de la cocina.
Pelirrojo fue en busca del atizador y la pala de la chimenea, Guillermo se armó con la pala del pescado, el sacacorchos y el destornillador, y ambos empezaron el descenso. La escalera conducía a un amplio y oscuro cuarto que olía a tierra, pavimentado con ladrillos y cuyas paredes, burdamente encaladas, ostentaban espesos festones de telarañas. El lugar estaba falto de luz y de aire. Un ventanuco con barrotes en lo alto de la pared y cubierto de polvo admitía apenas una opaca claridad.
—Apuesto a que nadie ha entrado aquí desde hace cientos de años —dijo Pelirrojo.
Guillermo estaba examinando el suelo de ladrillo.
—Apuesto a que nadie ha entrado aquí desde hace cientos de años —dijo Pelirrojo.
—No sé cuál será el mejor sitio para empezar el túnel —dijo.
—No es posible cavar a través de los ladrillos —declaró Pelirrojo.
—¡Claro, idiota! —exclamó Guillermo—. Pero puedes sacar los ladrillos y cavar por debajo de ellos, ¿no? Debajo de los ladrillos hay «tierra» ¿no?
—Apuesto a que están pegados muy fuertemente —dijo Pelirrojo.
—En algunos sitios estarán más flojos que en otros —aventuró Guillermo.
Se aplicó a examinar el irregular pavimento, deteniéndose de cuando en cuando para picar, experimentalmente, con la pala del pescado o con el sacacorchos. Luego cesó de repente y se quedó quieto, mirando ceñudamente un recuadro del enladrillado.
—Aquí parecen estar más sueltos —dijo. Golpeó nuevamente aquel lugar—. Sí, apuesto a que conseguiría desprender un par de éstos y tendría sitio para empezar el túnel.
Arrodillándose, se dispuso a introducir el filo de la pala entre los ladrillos, mientras Pelirrojo actuaba con la pala y el atizador cerca de la pared opuesta.
Trabajaron en silencio durante algunos minutos, hasta que Guillermo profirió un gruñido.
—Está soltándose —dijo—. Ahora probaré con las dos cosas a la vez. ¿Dónde está el destornillador? Está soltándose.
Se oyó el chirriar del metal contra el suelo y luego el ruido del ladrillo al desprenderse. Guillermo emitió un alarido de triunfo.
—Está «suelto». Ya «dije» que lo conseguiríamos, ¿no? Ya «dije» que escaparíamos… ¡Bah! ¡Mira que figurarse aquéllos que nos sería imposible!
—Todavía no estamos fuera —puntualizó Pelirrojo.
—Como si lo estuviéramos —dijo Guillermo—. Hemos empezado. Hemos llegado a la «tierra». Todo cuanto nos queda por hacer ahora es excavar un túnel.
Pelirrojo había abandonado, sin terminarlo, su propio trabajo (lo único conseguido no pasaba de unas cuantas costras de mugre y polvo de carbón arrancadas) y se había acercado a inspeccionar el de Guillermo.
—Será una birria de túnel —declaró— si sólo tiene el tamaño de un ladrillo. ¡Mosca! Ni un gusano escaparía por él.
—No seas zoquete. Voy a ensancharlo. Voy a sacar otro ladrillo. Ya lo he sacado. Y… ¡Mira! Debajo hay algo.
Pelirrojo se agachó a examinar un sobrecito de hule que había quedado al descubierto al desprender el ladrillo.
—¿Qué es? —preguntó.
—No lo sé —dijo Guillermo—, pero apuesto a que se trata de algún tesoro. Billetes de banco o sellos extranjeros o cupones para canjear algo —abrió el sobre y extrajo un pedazo de papel amarillento. Su rostro adoptó una expresión de asco—. ¡Troncho! No es más que un pedacito de papel viejo con algunos garabatos de música. De seguro que el hombre que hizo este suelo iba luego a su lección de música y se le cayó este papel debajo del ladrillo sin darse cuenta y no supo nunca más lo que había sido de él —arrojó el sobre indiferentemente a un lado y se guardó el papel en el bolsillo—. A lo mejor me sirve. Los trocitos de papel a veces sirven. Podríamos vernos en un aprieto dentro de este túnel y necesitar pedacitos de papel que nos indicaran el camino para salir. En una historia griega hablan de un tipo que se valió de eso para escapar de un toro.
Pelirrojo se había dirigido al rincón más oscuro de la bodega.
—¡Oye! ¡Ven a ver esto! —grito.
Guillermo dejó en el suelo la pala del pescado y fue a reunirse con él. Una estantería de madera nueva servía de soporte a una hilera de jarras. Una hojita de papel al lado de las mismas rezaba así: «Manera de elaborar la cerveza de jengibre.»
—Recuerdo que la señorita Barrows le dijo a mi madre que iba a probar de fabricar esa cerveza —explicó Pelirrojo—. Debe ser esa. Dijo que una vez empezada se iba haciendo sola.
—Bueno, siendo así —repuso Guillermo— no pasará nada si bebemos un poquito. Incluso será mejor, porque dejará más sitio para la nueva. Me muero de sed, ¿tú, no?
—Sí —dijo Pelirrojo.
—Bueno, pues anda. Bebamos.
—Los tapones están muy apretados.
—Probaremos de presionar con algo hacia arriba. Apuesto a que la pala del pescado nos servirá. Probaré con eso y con el destornillador y el sacacorchos. Entre todos han de poder con el tapón.
Estuvo manipulado con todo ello durante un rato, luego emitió otro alarido de triunfo.
—Está saliendo —dijo.
Salió.
Con fuerte estampido el tapón voló al techo, mientras cascadas de espuma se derramaban por los costados del recipiente.
—Bueno, no va a quedar gran cosa dentro de eso —dijo Guillermo—. Se está derramando igual que espuma de jabón. Probemos otro.
Probaron otra. Ocurrió lo mismo. Con un estampido todavía más potente, el tapón soltó al techo y una cascada de espuma se derramó por el costado de la jarra.
—Probaré otra —dijo Guillermo obstinadamente.
—Aguarda un momento —le advirtió Pelirrojo. Su voz encerraba una nota de alarma—. Me parece que oigo algo. ¡Escucha!
Unos pasos se acercaban por la avenida. La polvorienta ventana revelaba —opaca pero inconfundiblemente— un par de sólidas botas que avanzaban hacia la puerta principal.
—¿Quién es? —susurró Pelirrojo.
—No lo sé —dijo Guillermo—. No puede tratarse de Enrique ni de Douglas. No tienen pies así. Esperemos a ver.
Dos fuertes golpes resonaron por toda la casa.
—A lo mejor sólo es alguien que pregunta una dirección o que trae el Boletín de la Parroquia —opinó Pelirrojo—. No tardará en largarse.
Contemplaron la ventana esperanzadamente, pero los pies no reaparecieron.
Dos golpes más vibraron en la casa. Luego, súbitamente, les llegó el ruido de un motor, y vieron pasar un automóvil pequeño que se detuvo frente a la puerta de entrada. Oyeron voces.
—Hablan entre ellos —dijo Guillermo—. Voy a subir a ver lo que pasa.
—Vale más que no vayas —aconsejó Pelirrojo; pero Guillermo ascendía ya la escalera de la bodega.
Pelirrojo le siguió, el semblante lleno de intensa ansiedad.
En el vestíbulo Guillermo se detuvo un instante para escuchar. A través de la puerta cerrada llegaban las voces de los que conversaban fuera. De pronto se oyó el ruido de una llave al ser introducida en la cerradura.
—¡De prisa! —jadeó Guillermo.
Agarró a Pelirrojo por el brazo y lo arrastró detrás del arcón de roble.
Se abrió la puerta de entrada y penetraron dos hombres. Uno era el agente de policía Higgs, funcionario muy conocido de Guillermo y Pelirrojo; el otro un joven a quien ni Guillermo ni Pelirrojo habían visto en su vida.
Se abrió la puerta de entrada y penetraron dos hombres. Uno era el agente de policía Higgs; el otro un joven a quien Guillermo ni Pelirrojo habían visto en su vida.
—¿Qué dice usted que oyó? —preguntó el joven.
—Dos disparos de revólver —aseguró el policía Higgs—. Pasaba ante la verja y los oí clarísimamente. Dos disparos de revólver que provenían de esta casa. Ya sé que se la tenía por deshabitada…
—Claro que está deshabitada —afirmó el joven. Era rubio y delgado, de modales bruscos y voz estridente—. Es mi casa. Pertenecía a mi tío, quien me la legó al morir, hace muy poco. Cuida de ella un ama de llaves, pero en la actualidad se halla ausente.
—Estoy enterado —repuso el agente de policía Higgs—. Nos han ordenado que vigiláramos la finca y es lo que estaba haciendo cuando sonaron esos dos disparos de revólver, ahora mismo… Quizá sería conveniente registrar la casa, señor.
—Tendremos que obrar con mucha prudencia —dijo el joven—. En realidad no me sorprende en absoluto lo de esos disparos de revólver. No faltan complots. Me parece que será preferible que le ponga en antecedentes de toda la historia.
—Quizá sí, señor —repuso el agente de policía Higgs, mirando nerviosamente en torno.
El agente Higgs no era hombre que desafiara el peligro, pero era fiel cumplidor de su deber y se había acostumbrado a aceptar lo que se le viniera encima sin pestañear.
—Pues bien —comenzó a decir el joven—, la más preciosa posesión de mi tío eran unos cuantos compases para un cuarteto de cuerda escritos y firmados por el propio Haydn. Mi tío siempre dijo que me lo dejaba a mí en su testamento y que mientras tanto lo guardaba en un lugar seguro que, a su debido tiempo, me revelaría. Pero el pobre falleció de repente, sin darle tiempo a nada. No me había preocupado mucho de este asunto hasta que un americano, que estaba al corriente del caso, me ofreció doscientas libras por el manuscrito. Y ahora no puedo dar con el condenado papel. He registrado toda la casa de arriba abajo sin hallar una pista. Hoy he venido exclusivamente para echarle un vistazo más. Es mi última esperanza.
—Pero…, pero los disparos, señor —dijo el agente Higgs.
—Ah, sí —contestó el joven bajando la voz—. Desde algún tiempo acá vengo pensando que probablemente existe más de un coleccionista a la caza del manuscrito. Anoche mismo leía un libro que relataba un caso similar. Dos individuos en pos de un mismo botín se dirigieron a la casa donde estaba escondido, encontrándose ambos allí inesperadamente, y… bueno, se produjo un tiroteo más que regular.
El semblante del agente de policía Higgs, habitualmente arrebolado, había palidecido.
—Quizá deberíamos solicitar ayuda, señor —sugirió.
—Será mejor que aguardemos los acontecimientos —repuso el joven. Y entró en el salón seguido por el agente—. Sí, aquí han estado actuando, no hay duda. Incluso han registrado la chimenea en busca de un escondrijo. Está claro que nos enfrentamos con profesionales. Es una lástima que no lleve usted revólver.
—Sí, señor —dijo el agente de policía Higgs—. Sí, desde luego.
—Registremos la casa a fondo —indicó el joven. Abrió de par en par la puerta de la cocina—. ¡Dios mío! La han saqueado, sencillamente. ¡Mire! El contenido de esos cacharros por el suelo. Vinieron dispuestos a registrar hasta los sitios más inverosímiles. He oído decir que hay personas que ocultan cosas de valor en botes de arroz, azúcar y demás. El truco es muy viejo… En fin, ahora miraremos en el piso de arriba, ¿eh?
—Si…, si usted lo desea, señor —respondió Higgs.
—No ha oído usted ningún ruido arriba desde que entramos, ¿verdad?
—No, señor.
—¿Solamente esos dos disparos?
—Sí, señor.
—Es extraño que no hayamos percibido nada más.
—Sí, señor.
—Claro que han podido alcanzarse mutuamente en un punto vital…, aunque no es muy probable.
—No, señor.
—Posiblemente se trataría de un par de falsas explosiones de un motor provenientes de la carretera.
—Sí, señor —dijo el agente de policía Higgs, aceptando con alivio aquella explicación.
—Bien, vayamos arriba.
Sonaron sus pasos ascendiendo la escalera. Desde las regiones altas sus claras voces llegaban apagadamente.
Lenta y penosamente, Guillermo y Pelirrojo, acurrucados detrás del arcón, se pusieron en pie. Se miraron uno a otro como aturdidos.
—¡Salgamos pitando, pronto! —exclamó Guillermo—. ¡Fíjate! La puerta principal está abierta y los tipos han ido al piso alto. —Salió de la casa como una flecha, corrió unas cuantas yardas por la avenida y volvió a precipitarse en el edificio—: Están mirando por la ventana del piso alto —jadeó—. Si nos dirigimos a la cerca nos verán forzosamente.
—Escondámonos otra vez detrás del arcón —propuso Pelirrojo.
—No —dijo Guillermo—. Tenemos que salir mientras la puerta esté abierta. Si bajan y se marchan, quedaremos prisioneros otra vez. Anda. Escondámonos detrás de este arbusto, aprisa. Ahí no nos verán.
Ambos se precipitaron detrás de una opulenta hortensia que crecía junto a la entrada principal.
—Es un escondrijo la mar de estupendo —estimó Guillermo—. Propongo que nos quedemos aquí hasta que se hayan ido. Hay un gran trecho hasta la cerca y seguro que nos verían desde alguna ventana mientras estén en la casa y entonces el viejo Higgs tendría nuestra pista.
—De acuerdo —contestó Pelirrojo resignadamente.
Guillermo había asomado la cabeza fuera del arbusto y se hallaba contemplando con interés el coche aparcado ante la puerta.
—Lleva un curioso cinturón de seguridad —comentó—. Voy a verlo.
—No puedes hacer eso, Guillermo —protestó Pelirrojo—. Van a verte.
—¡Qué va! —dijo Guillermo—. Está demasiado pegado a la casa. Nos verían bajar por la avenida, pero no pueden vernos si nos encontramos precisamente debajo de la ventana, excepto en el caso de que tengan ojos en la barbilla.
Se acercó al coche, abrió la portezuela e inspeccionó el cinturón.
—No, es como todos —dijo—. Algo más despampanante que la mayoría de ellos, eso es todo.
Pero en el asiento había un capazo lleno de paquetes y los bruscos gestos con que Guillermo llevo a cabo su examen del cinturón de seguridad volcaron el capazo, desparramándose su contenido: lechuga, pan, un paquete de té y una bolsa de cerezas, que rodaron por la avenida.
—¡Atiza! —gimió Pelirrojo desvalidamente.
—No pasa nada —dijo Guillermo—. Con recogerlo… —Metió la lechuga, el pan, el té y la bolsa medio vacía de cerezas dentro del capazo, volvió a colocar éste en el asiento y cerró la portezuela—. Se han caído algunas cerezas, aunque no creo que lo note.
—Pero fíjate qué cantidad de cerezas hay en el suelo —señaló Pelirrojo—. En cuanto las vean empezarán a sospechar.
—Las recogeremos y nos las guardamos en los bolsillos —dijo Guillermo—. De todas maneras están demasiado pringosas para meterlas en la bolsa. No tardamos ni un minuto.
Se llenaron rápidamente los bolsillos con las cerezas y regresaron al refugio que les deparaba la hortensia.
—Podríamos comérnoslas —insinuó Guillermo—. No hay por qué tirarlas.
—¿Qué andarán buscando? —preguntó Pelirrojo, metiéndose una cereza en la boca—. No lo entendí muy bien. ¿Y tú?
—Compases de no sé qué —exclamó Guillermo, limpiando una polvorienta cereza en su jersey antes de comerla—. Algo de cuerda, dijo.
—No puede ser —replicó Pelirrojo—. Compases de cuerda no puede ser. Sería trozos de cuerda o trozos de chocolate…
—¡Imposible! —exclamó Guillermo—. A nadie se le ocurriría pagar doscientas libras por un trozo de cuerda o un trozo de chocolate.
—Quizás hablaban en clave —dijo Pelirrojo, pensativo.
—Sí, eso debe ser. Contrabandistas o criminales internacionales —asintió Guillermo—. Trozos de cuerda puede significar oro o diamantes o alguna clase de droga peligrosa.
—Es raro que no lo encontrásemos, sea lo que sea —dijo Pelirrojo—. Miramos por todas partes mientras intentábamos la fuga.
—Apuesto a que está en esa cámara secreta del cura. Ojalá la hubiera registrado.
Comieron cerezas en silencio durante un ratito y luego volvieron la cabeza rápidamente hacia la casa con paralizante atención.
Por la puerta abierta se oía humor de pasos que descendían por la escalera, luego voces en el vestíbulo.
—Bueno —estaba diciendo el joven—, ni cadáveres ni Haydn. Un completo fracaso. Es evidente que alguien ha estado registrando la casa: armarios, cajones, todo… Probablemente lo hallaron y a estas horas andan ya lejos. Desde luego, queda siempre la posibilidad de que mi anciano tío lo vendiera antes de morir, e incluso que inventase toda esa historia. Bien, ahora me marcho… ¡Cielos! ¡Qué cosa más extraña!
—¿Qué cosa, señor? —inquirió el agente de policía Higgs.
—Esa hortensia que está junto a la puerta. Todas las flores son azules, excepto una que tiene un color anaranjado. Soy un poco miope, pero… ¿comprende lo que quiero decir? Supongo que se trata de un fenómeno botánico.
—Más bien de un retoño humano, señor, a juzgar por lo que desde aquí estoy viendo —dijo el agente de policía Higgs.
Sumergiendo una mano en la planta agarró unos mechones de pelo de Pelirrojo, y lo sacó a la superficie. Guillermo siguió más lentamente.
El joven se encaró con ellos, furioso.
—¿Qué significa eso? ¿Cómo tenéis el atrevimiento de invadir mi propiedad? —gritó.
Guillermo adoptó la expresión imbécil de que solía servirse para denotar inocencia.
—Sólo nos dedicábamos a estudiar un poco la naturaleza —dijo con blandura—. No queríamos causar ningún daño, sólo estudiar un poco la naturaleza.
—Sólo observar los nidos de los pájaros —dijo Pelirrojo, ofreciendo una más amplia explicación.
—¡Cállate, zoquete! —ordenó Guillermo.
—¡Nidos de pájaros! —exclamó casi chillando el joven. Se sentía decepcionado e irritado por su fracaso en hallar el desaparecido legado, y le satisfacía encontrar una legítima excusa para dar rienda suelta a su cólera—. ¡Nidos de pájaros en una hortensia! ¡Jamás oí disparate semejante! ¿Qué clase de pájaros os figuráis que anidan en una hortensia?
—Eso es justamente lo que estábamos intentando descubrir —dijo Guillermo, clavando en él la mirada sin pestañear—. Ese era el estudio de la naturaleza a que nos estábamos dedicando. Tratábamos de descubrir qué clase de pájaros anidan en las hortensias. Nosotros…
—¡Silencio! —rugió el joven—. ¿Cómo te atreves a venir aquí y destrozar una planta tan valiosa? —Sus ojos se fijaron súbitamente en los peldaños de la entrada. Guillermo y Pelirrojo habían arrojado al azar, en torno a ellos, los huesos de las cerezas, y eran muchos los que salpicaban los peldaños—. ¿Cómo os atrevéis a llenar de basura mi finca? Podía haberlos pisado. Podía haber resbalado y desnucarme.
—Pero no se ha desnucado usted —replicó Guillermo tranquilizadoramente.
—Esos asquerosos huesos y esas cerezas a medio roer…
—Algunas estaban algo pochas, de modo que era imposible comerlas enteras —aclaró Guillermo.
—… me dan «asco» —continuó diciendo el joven.
—Bueno, mire usted —dijo Guillermo, apaciguador—. Siento que las pusiéramos ahí, pero puedo sacarlas para que no le den asco. Tengo un pedacito de papel en el bolsillo y voy a recogerlas y las envolveré en ese pedacito de papel y me las llevaré y enterraré en alguna parte.
Extrajo del bolsillo el trozo de papel, lo extendió en el suelo de la entrada y comenzó a recoger los huesos de cereza.
El rostro del joven pasó de rojo a verde. Abrió la boca estupefacto. Parecía que los ojos iban a soltársele.
—¡D-d-d-detente! —exclamó—. ¿Dónde encontraste ese papel?
—Excavando un túnel en la bodega —contestó Guillermo.
—En lugar de un caballo de madera —añadió Pelirrojo, ampliando la explicación.
El joven se había abalanzado a coger el papel, proyectando los huesos de cereza en todas direcciones.
Guillermo consideró que había llegado el momento de realizar su escapada.
—¡Vamos! —le gritó a Pelirrojo, y descendieron a la carretera por la avenida.
—¡Regresad! —chillaba el joven—. ¡Regresad, os digo! ¡Agárreles, agente! ¡Agárreles!
El joven y el agente de policía Higgs salieron en su persecución, dirigiéndose cada uno de ellos hacia distinta cancilla. Guillermo, al encontrarse con que el policía, le cerraba el paso, hurtó el cuerpo, esquivándole, le hizo la zancadilla y echó a correr carretera abajo, seguido de cerca por Pelirrojo. A la vuelta de una curva que les ocultaba a sus perseguidores, se arrojaron a la cuneta que bordeaba la carretera y se agazaparon allí, inmóviles. El joven y el agente de policía Higgs se detuvieron unos momentos en la curva, perplejos.
—¿Dónde están? —dijo el joven.
El policía Higgs sacudió la cabeza tristemente.
—Nunca se sabe con esos potrillos —contestó.
—¿Por qué? ¿Los conoce usted?
—¿Quién no? —dijo el policía Higgs con un dejo de amargura.
—Oh, bueno, puedo ir más tarde a ver a sus padres y aclarar la cuestión. De momento está completamente envuelta en misterio, pero he de entregar este papel a mi abogado inmediatamente, antes de que ocurra cualquier otro percance.
—Entonces ¿ya no me necesita usted más, señor? —preguntó el agente de policía Higgs, animándose.
—No creo. Esos disparos que oyó usted debieron ser falsas explosiones o cualquier otro ruido normal procedente del campo…, gallos, o búhos o algo por el estilo.
—Sí, señor —dijo el policía Higgs.
* * *
Enrique y Douglas iban andando lentamente por la carretera en dirección a Meadowview. Al llegar a la curva se detuvieron y miraron hacia la casa que aparecía entre los árboles.
—No veo a ninguno de ellos. ¿Y tú? —dijo Enrique.
—No —contestó Douglas.
Entonces un ruido a sus espaldas les sobresaltó y, dándose vuelta, se encontraron con dos mugrientas figuras que emergían de la cuneta.
—¡Guillermo! —exclamó Enrique.
—¡Pelirrojo! —coreó Douglas.
—¿Se han marchado? —inquirió Guillermo, mirando cautamente en torno.
—Eso parece —dijo Pelirrojo.
Enrique y Douglas se hallaban aún contemplando con fascinación y horror a Guillermo. Éste era, de los dos, el que se veía más cochambroso, las actividades del día habían dejado en él su rastro, y la estancia en la cuneta hecho el resto. Tenía el pelo erizado como rígidas púas, la chaqueta destrozada, la corbata torcida, la cara y las piernas sucias de hollín y de barro.
—¡Atiza! —dijo Enrique—. ¿Qué ha pasado?
Mentalmente Guillermo reconstruyó las escenas de su escapada matinal: el asalto a la chimenea, el caos de la cocina, la inundación del cuarto de baño, la bodega, el túnel, la cerveza de jengibre, la hortensia.
Pero estas escenas palidecieron hasta la insignificancia ante el hecho primordial.
—¿Qué ha pasado? —repitió—. ¿No ves lo que ha pasado? —una sonrisa triunfante iluminó sus sucias facciones—. ¡Nos hemos «evadido»!