GUILLERMO Y LOS CANTANTES «YE-YÉ»
RICHMAL CROMPTON
GUILLERMO Y LOS CANTANTES «YE-YÉ»
—Ya tendría que estar aquí —dijo Guillermo.
—Le dijimos que a las diez —puntualizó Pelirrojo.
—Siempre que planeamos algo importante que hacer llega tarde —lamentó Enrique.
Se hallaban a la entrada del viejo granero, observando el portillo que comunicaba la carretera con el prado.
—Como no venga pronto, empezaremos sin él —dijo Guillermo.
Pero ya la figura de Douglas podía ser vista trepando por encima del portillo y avanzando luego lentamente por el prado.
—¿No llegas un poco tarde? —dijo Guillermo, cuando su camarada se les acercó—. Sabías que teníamos proyectado construir esta mañana una casa en el árbol y… —se detuvo, sorprendido por la lúgubre expresión del rostro de Douglas—. ¿Qué pasa? ¿Estás en algún apuro?
—¿Apuro? —exclamó Douglas con una risa amarga—. No creo que nadie se haya visto en mayor apuro desde el principio del mundo.
—¿Por qué? —preguntó Guillermo—. ¿Qué ha sucedido?
Le empujaron hacia el interior del granero, rodeándole. Toda la actitud de Douglas delataba importancia.
—Es la tragedia más espantosa que me ha sucedido en toda mi vida.
—Bueno, «continúa»… «Cuéntanos».
—Es por culpa de la rasuradora eléctrica de Héctor.
Héctor era el hermano mayor de Douglas. Un joven de gran vivacidad y voluble temperamento. Entre él y Douglas existía desde hacía años una guerra fría.
—¿Y qué pasa con la rasuradora? —preguntó Guillermo.
—La he usado.
—¡Zumba, no necesitas usarla «todavía»! —dijo Guillermo—. Si te pareció que te estaba saliendo bigote, seguro que se trataba de chocolate. El chocolate puede parecer bigote.
—Claro está que no creí que me saliera bigote —exclamó Douglas—. La utilicé de garlopa.
—¿De qué? ¿De garlopa? —repitió Guillermo.
—Bueno, yo estaba construyendo un botecito. Era un botecito de nada, y necesitaba una garlopa pequeña para cepillar los costados y dejarlos muy lisos. Me pareció que una rasuradora eléctrica sería lo ideal, de modo que la tomé prestada. No tuve la menor intención de estropearla. Bueno, no hice más que pasarla por la madera lo mismo que la gente se la pasa por la cara. Sólo se encalló una vez en un clavo y no veo que eso pudiera estropearla, pero mi hermano dijo que la había destrozado. Arremetió contra mí como si yo fuera un «asesino». Y dijo que tengo que comprarle una nueva y… ¡Troncho! Vale dos libras y quince chelines.
Se le quedaron mirando con silencioso horror.
—Pero no «puede» hacerte eso —dijo Guillermo al fin.
—¿Conque no puede, eh? —contestó Douglas amargamente—. No le conoces si crees que no puede hacerme eso. Es un tirano, como los de la Historia. Y parecería normal que mi padre tomara cartas en el asunto para salvarme, ¿no? No hay muchos padres capaces de quedarse tan frescos mirando como roban y… y «saquean» a su hijo de ese modo, pero el mío sí. El mío dice que Héctor lleva razón y que ello me servirá de escarmiento. Están todos furiosos conmigo de todas formas porque una de mis flechas hizo el agujerito en la ventanilla del coche. Total, un agujero de nada. No tenían por qué haber armado tanto jaleo… Van a sacar de mis ahorros en la Caja Postal la mitad del dinero para pagar la rasuradora, pero el resto debo pagarlo de mi bolsillo. Y sube a una libra, siete chelines y seis peniques. Y todo lo que me dan son dos chelines a la semana. Sencillamente, me quedo sin dinero el resto de mi vida. Tendré que estar pagándolo hasta que sea un viejo. Tampoco me sorprendería nada que se me llevara toda mi pensión de vejez. Transcurrirán «años» hasta haber saldado la cuenta.
—Trece semanas y pico —dijo Enrique, tras un momento de reflexión.
—Bueno, eso es lo mismo que años —afirmó Douglas—. Quiero decir que es algo a lo que no se le ve el fin —suspiró profundamente—. ¿Por qué me ocurren siempre a mí esas cosas? A los demás nunca les ocurren.
—Bueno, es inútil discutirlo —dijo Guillermo—. No tenemos más remedio que hacernos con ese dinero. Aplazaremos lo de la casa en el árbol y empezaremos en seguida a conseguir el dinero.
—¿Cómo? —quiso saber Enrique.
—Tiene que haber maneras de conseguir dinero —dijo Guillermo—. La gente, bien consigue dinero. Vamos o ver cuánta gente conocemos que tiene dinero y cómo lo lograron.
—Están los Bott —sugirió Pelirrojo.
—Él hace salsas —dijo Enrique.
—También nosotros podríamos hacer salsas —afirmó Guillermo—, pero no creo que nadie las comprara… ¿Quién más hay?
—Sir Gerardo Markham —contestó Enrique—. El dinero que tiene le viene de su padre.
Douglas volvió a emitir otra amarga risa.
—¡Será no poco distinto del mío!
—Hay esos tipos que compran cosas y las vuelven a vender —apuntó Pelirrojo.
—Eso ya lo hemos probado —replicó Guillermo—. Terminamos con menos dinero del que teníamos al principio.
—Se puede ganarlo con los caballos —manifestó Enrique—, pero no estoy muy seguro de cómo se hace.
—Hay médicos y abogados —dijo Guillermo—. Pero es obligatorio pasar exámenes antes de ser uno de ellos, y llevaría demasiado tiempo.
—Hay actores —dijo Pelirrojo—. Algunos se hacen la mar de ricos. Las actrices tienen abrigos de pieles y joyas y perros falderos, y los actores yates y puros grandotes y cosas. Se van de vacaciones a los deportes de invierno y celebran fiestas todas las noches. Deben de tener «montones» de dinero.
—Sí, pero eso también lleva demasiado tiempo —repuso Enrique—. Se ha de escribir una obra y luego encontrar un teatro y si se están representando obras en todos los teatros tienes que esperarte hasta que haya uno vacío y a veces pasan «años».
—Bueno, yo no puedo seguir sin tener dinero durante tanto tiempo —dijo Douglas desoladamente—. Iba a empezar a hacer ahorros para comprarme unos patines de ruedas, y no puedo esperar hasta mi vejez para eso. Nunca se ve a un viejo sobre patines de ruedas. Me vería ridículo con unos patines de ruedas.
—Claro está que en tiempos de los cómicos de la legua era muy distinto —murmuró Enrique pensativamente.
—Y esos ¿qué eran? —preguntó Guillermo, interesado.
—Actores —contestó Enrique—. Pero no disponían de teatro. Sólo iban por el mundo y representaban obras en los prados de los pueblos y sitios por el estilo, y la gente iba a verles y les daba dinero.
—¡Atiza! Eso lo podríamos hacer nosotros —exclamó Guillermo, con una nota de entusiasmo en la voz—. Eso lo podríamos hacer muy fácilmente.
—No sé… —empezó a decir Enrique.
—Claro que podríamos —dijo rotundamente Guillermo—. Atención. Vamos a hacer una cosa. Seremos cómicos de la legua y recorreremos los pueblos representando obras y la gente vendrá a vernos y nos dará dinero y apuesto a que conseguimos esa libra siete chelines y seis peniques para Douglas en un periquete.
Como de costumbre, su optimismo se contagió a los otros. Hasta la expresión de Douglas se aclaró un poco. Sólo Enrique permaneció pensativo.
—A mí no me parece que todo vaya a ser tan fácil como lo pintas —dijo.
—¿Por qué no? —desafió Guillermo.
—Bueno, porque tenemos que pensar en una obra.
—Troncho, eso es la mar de fácil —dijo Guillermo—. Hay muchísimas obras y de todas maneras siempre podemos inventarnos una.
—Hay una titulada «Macbeth» —dijo Pelirrojo vagamente—, acerca de un rey que asesinó a sus parientes.
—Y otra llamada «Campanilla en el país de las hadas» —dijo Douglas—. La representaron en el colegio de mi primo.
—Necesitaremos trajes —indicó Enrique.
—Tenemos montones de trajes de teatro —afirmó Guillermo—. ¡Veréis lo que haremos! Esta tarde nos reuniremos aquí y traeremos ropa de teatro. Ya veremos a qué tipo de obra le van bien. Es una idea fenomenal, ¿no?
—Si sale bien —dijo Enrique.
—Claro que saldrá bien —afirmó Guillermo.
—No siempre salen —dijo Enrique.
* * *
Se reunieron en el viejo granero a primeras horas de la tarde; cada uno de ellos llevaba su «vestuario» apretujado bajo el brazo.
Guillermo había traído una barba blanca, unas gafas de sol y una alfombrilla con un agujero en el centro (resultado de un leño chisporroteante de la chimenea correspondiente a la sala de estar); Pelirrojo un casco espacial, una coraza de plástico y un estetoscopio, la única pieza superviviente de un «equipo de médico» que le regalaron por Navidad; Enrique un cazo sin mango, una vieja chaqueta de mezclilla y el ropaje que, en el papel de Oberon, había lucido en una representación escolar de «El sueño de una noche de verano»; y Douglas una careta antigás, arrinconada en el cuarto trastero de la casa desde la guerra, una bata muy raída de su madre (rescatada del «saco de los trapos») y un tambor, éste en bastante buen estado, ya que su uso había sido prohibido dentro del ámbito auditivo de la familia.
—Sí, son colosales —dijo Guillermo—. Vamos a vestirnos y ver qué tal nos sientan.
Se los pusieron.
Guillermo llevaba la barba y las gafas de sol, y la alfombrilla a modo de túnica, mediante la simple providencia de meter la cabeza por el agujero.
Pelirrojo lucía el casco espacial y la coraza, con el estetoscopio colgándole del cuello.
Poco era lo que podía verse de Douglas bajo su careta antigás y su bata. En bandolera llevaba el tambor.
Menos aún podía verse de Enrique metido en su cazo, chaqueta y los ropajes de Oberon.
Se los pusieron…
Guillermo inspeccionó el conjunto de la compañía.
—No está nada mal —dijo. Su voz delataba una leve nota dubitativa—. Pero…
—No parece nada «Macbeth» —opinó Pelirrojo.
—No parece nada «Campanilla en el país de las hadas» —aseveró Douglas.
—Quizás algo sacado de la Historia… —sugirió Pelirrojo.
—No parece nada como algo sacado de la Historia —afirmó Enrique.
—No parece gente de verdad —remachó Douglas.
—¡Una «cosa» entonces! —exclamó Guillermo. La nota de entusiasmo había vuelto a su voz—. No será gente de verdad. Serán habitantes del espacio. Entonces no importará que tengamos un aspecto raro, porque, raros, los habitantes del espacio lo son de todos modos. Sí, eso es lo que vamos a hacer. Representaremos un drama acerca de los habitantes del espacio.
—¿Qué drama? —preguntó Enrique.
—Oh, es bastante fácil inventarse un drama —dijo Guillermo.
—Bueno, pues empieza a inventarlo, entonces —desafió Pelirrojo.
—¿Cómo puedo hacerlo, si no paráis de charlar y de interrumpirme? —exclamó Guillermo con irritación—. No me es posible retener las ideas si no hacéis más que sacármelas de la cabeza con tanta charla y tanta interrupción.
—Está bien —contestó pacíficamente Enrique—. Anda. Cavila.
—Ya casi tengo una —dijo Guillermo. Crispó el rostro con la más feroz expresión. Los otros le observaban silenciosa y expectantemente. Poco a poco su semblante se dulcificó—. ¡Ya lo tengo! —exclamó con aire de triunfo—. Y es nada menos que sensacional. Ahora escuchad… Es un viejo profesor… lo representaré yo porque tengo la barba, las gafas y al alfombrilla. Esta alfombrilla es igual que una de esas togas que llevan los profesores para demostrar que han pasado exámenes. Bueno, casi igual, en todo caso.
—Pero ¿qué es lo que «hace»? —dijo Pelirrojo.
—¿Y yo qué figuro? —preguntó Douglas.
—¿No podéis callaros y escuchar —dijo Guillermo severamente—, en vez de sacarme todas las ideas de la cabeza a fuerza de charla y de interrumpirme? Voy a «deciros» lo que hace si queréis callaros dos segundos… Bueno, pues ha descubierto un rayo secreto que sube a encontrarse con los rayos de la Luna y se mezclan formando una especie de fuerza magnética poderosísima que atrae la gente a la Luna sin todo ese jaleo de cohetes y cápsulas, y el profesor no se lo cuenta a nadie porque quiere experimentarlo él primeramente, pero se lleva consigo a un amigo que está un poquitín enterado de fenómenos del Espacio —ese será Pelirrojo porque tiene el casco espacial— y salen disparados a la Luna.
—¿Cómo pueden mantenerse vivos allá arriba sin oxígeno? —preguntó Enrique.
—El profesor se ha inventado una pastilla especial que les mantiene vivos mientras vayan chupándola —contestó Guillermo—, y se lleva una gran caja repleta de ellas y llegan a la Luna y se encuentran con feroces monstruos salvajes —esos serán Enrique y Douglas— y los feroces monstruos salvajes están construyendo una máquina para destruir la Tierra y todos sus habitantes, de modo que Pelirrojo y yo tratamos de impedirlo, pero raptan a Pelirrojo y lo encierran prisionero en una cueva profunda y yo tengo que intentar rescatarlo porque se le están acabando las pastillas, pero le han puesto de guardián un monstruo salvaje especialmente feroz con dientes enormes que le sobresalen de la cabeza, pero yo he aprendido hipnotismo en esa universidad del profesor, donde he estudiado, de manera que hipnotizo al monstruo y rescato a Pelirrojo y encontramos la forma de hacer estallar la máquina que están construyendo y mientras lo hacemos nos atacan de modo que se arma una pelea de miedo y matamos a la mayoría de ellos y los que quedan me proclaman rey y a Pelirrojo primer ministro, y salimos proyectados otra vez hacia la Tierra para contarle a la gente lo sucedido y salimos en los periódicos y en la tele y… bueno, ese es el final. Podemos añadir un poco más si queremos. Hemos de ver el tiempo que dura.
—Sí, resulta bastante bien —dijo Enrique, con espíritu crítico—. ¿Pero qué «decimos»? En una obra de teatro hay que decir cosas. Hay que tener un texto y aprendérselo.
Guillermo descartó esto con un movimiento de la mano.
—Podemos inventarnos cosas mientras actuamos —dijo—. Es muy fácil inventarse cosas y decirlas mientras se actúa. Apuesto cualquier cosa a que eso era lo que hacían los cómicos de la legua. Sabían lo que tenían que «hacer» en la obra y simplemente hablaban mientras lo hacían. En todo caso, supongo que eso es lo que hacen en escena la mayoría de los actores.
—¡Ah, bueno! —dijo Pelirrojo—. ¿Dónde empezamos?
—¿Dónde dijiste que representaban esas obras, Enrique? —preguntó Guillermo.
—En el prado de los pueblos, pero supongo que en cualquier parte vale.
—Hay un prado en Applelea —informó Guillermo—. Vamos. Empecemos en Applelea.
Los otros se sentían un poco aturdidos por la rapidez con que Guillermo empujaba los acontecimientos, pero era una sensación ya conocida y nunca tenía gran persistencia.
—Nos desvestiremos ahora —dijo Guillermo—. No es cosa de que todo el mundo nos vea antes de que empecemos la función. Y echaremos por un atajo a campo traviesa para llegar a Applelea.
Se despojaron de sus vestiduras, las liaron y sujetaron bajo el brazo y emprendieron, a campo traviesa, la marcha hacia Applelea.
* * *
El prado de Applelea estaba constituido por un cuadrado de césped de regulares dimensiones, con un castaño en el centro y un par de bancos a los lados. Todos los bancos se hallaban vacíos menos uno, ocupado por un viejo y una niña de aproximadamente dos años, robusta y mofletuda.
—Una vez empecemos acudirá mucha más gente —auguró Guillermo—. Apuesto a que toda la gente que vive por aquí vendrá y toda la gente que pasa en coche por la carretera.
Se acercó al banco, carraspeó y se dirigió a su auditorio en voz alta y autoritaria.
Dama y caballero —gritó—. Somos cómicos de la legua y vamos a representar para ustedes un drama fenomenal y cuando hayamos terminado pasaremos el sombrero y ustedes pueden echar dinero dentro y… y si no llevan dinero encima pueden ir a su casa a buscarlo.
Esperó la respuesta, pero su auditorio continuó mirándole fijamente sin mover un músculo de la cara.
—Dama y caballero —dijo Guillermo—, la función está a punto de empezar.
—Adelante —dijo Guillermo impacientemente—. Vamos a vestirnos. Apuesto a que se interesarán en cuanto empecemos.
—No parecen tener mucho dinero —comentó Douglas.
—Bueno, ya vendrán otras personas —dijo Guillermo—. Vayamos a cambiarnos detrás de aquel árbol.
Lo hicieron así y salieron luciendo sus disfraces. La careta antigás de Douglas se había negado a permanecer en su sitio, de manera que la llevaba como una especie de tocado, y el cazo de Enrique mostraba tendencia a soltarse de las amarras de sus orejas e instalarse en su barbilla…, pero en conjunto tenían una apariencia impresionante al aproximarse nuevamente al banco. El viejo y la niña continuaban contemplándoles con rostros inexpresivos, impasibles.
—Dama y caballero —dijo Guillermo—. La función está a punto de empezar. Yo soy un profesor y he inventado un rayo para proyectar gente a la Luna. Al empezar esta función estamos en escena yo y Peli… —me refiero a este hombre del casco espacial— y acabamos de llegar a la Luna, donde encontramos a esos monstruos salvajes aquí presentes —señaló a Enrique y a Douglas— y que son habitantes de la Luna. Están furiosos porque nosotros hemos llegado a la Luna, ¿saben?, y quieren averiguar cómo lo hemos conseguido. Adelante, Enrique. Di algo.
—¿De dónde has venido tú, bellaco? —exclamó Enrique, mostrando los dientes con ferocidad.
—No hace falta que hables como un personaje de la Historia —dijo Guillermo—. La época es moderna.
—¿De dónde has salido, mala bestia? —rectificó Enrique.
—No importa de donde hayamos salido —rugió Guillermo—. Nos proponemos desbaratar vuestro sucio juego y destruir esa máquina que estáis construyendo para acabar con la Tierra.
—¡No os atreveréis a tal cosa! —exclamó Enrique—. Os voy a echar de la Luna de un empellón… Regresaréis pitando al lugar de donde habéis venido.
A esto siguió una refriega que dio con los cuatro en el suelo.
—Te has armado un lío —dijo Guillermo acaloradamente—. No empezamos a pelear hasta casi el final. Antes tienes que raptar a Pelirrojo…
—¿Qué significa todo esto? —inquirió una voz tras ellos.
Se dieron vuelta y vieron a un joven que vestía unos ceñidos pantalones negros, chaqueta negra, camisa blanca, y llevaba muy liso y aplastado el negro cabello.
—Somos cómicos de la legua —contestó Guillermo—. Eran unos cómicos que iban por los pueblos representando obras y…
—Ya lo sé, ya lo sé —atajó el joven—. El arte por el arte. Esos eran los tiempos en que yo debiera haber vivido.
Guillermo le miró. Algo en el otro le resultaba vagamente familiar, pero no caía en la cuenta de lo que era.
—Cómicos de la legua… —dijo el joven de nuevo, como si las palabras encerrasen para él alguna fuerza mágica. Dio un suspiro profundo—. Casi me dan ganas de unirme a vosotros.
—Bueno, no hay papel para usted en esta obra —dijo Guillermo—. Podríamos añadírselo, claro. Usted podría ser otro monstruo salvaje.
—No, no —dijo el joven—. Es demasiado tarde.
Hizo un florido ademán de desesperación, se dirigió a un banco cercano y, tras sentarse en él, hundió la cabeza entre las manos.
Guillermo se le aproximó, seguido por Pelirrojo, Enrique y Douglas.
El viejo y la niña volvieron en dirección a ellos unos rostros impávidos.
—¿Qué le sucede? —inquirió Guillermo.
El joven alzó la cabeza y esbozó otro ademán de desesperación.
—He tirado mi vida —dijo—. He envilecido y degradado mi talento con trivialidades destructoras del alma.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Guillermo frunciendo el ceño, intrigado.
—Nací fuera de mi época —replicó el joven—. La era del ruido y de la mecanización ha matado el arte. Yo debiera haber sido un trovador, un juglar, un cómico de la legua.
—Bueno, ¿y por qué no lo es entonces? —repuso Guillermo.
—Ya te lo he dicho. Porque he tirado mi vida y mi talento. Pero —se irguió en el asiento y clavó en Guillermo una mirada penetrante—, ¿por qué ha de ser demasiado tarde?
—No lo sé —contestó Guillermo—. Fue usted quien dijo que era demasiado tarde.
El joven proyectó un brazo en dirección de la carretera.
—¿A dónde conduce eso?
—A Hadley —dijo Guillermo.
—Iré allá. Iré a Hadley. Iré a donde nadie me conozca y empezaré la vida de nuevo. Aunque sea de la manera más humilde, no me importa. De labrador si supiera un poco más de agricultura. Pero sí escogeré una vida que redimirá todos los años perdidos. Mi alma es un alma de poeta, de soñador, de dramaturgo.
—Bueno, yo soy uno de esos —dijo Guillermo—. Y si tiene usted la bondad de callarse seguiremos con mi función. Si desea ver la representación puede sentarse con el resto del público —señaló al viejo y a la niña, que ahora miraban vagamente ante sí—, y empezaremos.
El joven pareció notar el vestuario de los cómicos de la legua por primera vez.
—¿De qué obra se trata? —preguntó con curiosidad.
—Es una que me he inventado yo —repuso Guillermo—, y es fenomenal. Se la contaré y apuesto a que querrá verla. No es necesario que se moleste en pagar hasta el final, y si no le gusta no pague.
—Excelente idea —dijo el joven—. Debiera ser adoptada con más frecuencia. ¿Cuál es el argumento?
—Se trata de un profesor que descubrió un rayo secreto —explicó Guillermo—, y este rayo se unía a los rayos de la Luna y disparaba la gente hacia ella…
Mas el joven no escuchaba. Su rostro se había iluminado. Las descendentes comisuras de su boca formaban ahora una curva risueña. De un salto se puso en pie.
—Creo que has «dado» con algo —exclamó—. Creo que me has «inspirado» algo… Un momento. Tengo todavía que pensarlo a solas.
Atravesó el césped a grandes zancadas, cruzó la carretera y desapareció en el bosque del otro lado.
Durante unos instantes lo contemplaron con silencioso asombro.
—Está chalado —dijo Guillermo—. ¡Menos mal que no le dio un ataque violento y empezó a asesinarnos! Bueno, anda. Volvamos al principio. Pelirrojo y yo acabamos de llegar a la Luna y marchamos por ella, chupando las pastillas, cuando llegamos a la máquina esa que Enrique y Douglas están construyendo para destruir la Tierra, y de pronto Enrique pega un brinco y rapta a Pelirrojo y…
La escena desembocó una vez más en un caos. Guillermo se alzó jadeante de la «mélée», se enderezó la barba y la alfombrilla y recogió del suelo sus gafas de sol.
—Vosotros dale con empezar la pelea «antes» de tiempo —respondió en tono impertinente—. Vamos a empezar otra vez y…
Se detuvo. Un coche acababa de pararse al borde del prado y tres jóvenes descendían de él. Vestían ceñidos pantalones negros, chaquetas negras y camisas blancas. Sus negros cabellos aparecían planchados y dejaban la frente al descubierto. Uno de ellos llevaba una cartera de mano. Se aproximaron a los Proscritos.
—¿Habéis visto a un joven por estos contornos? —preguntó el más alto de ellos—. Un joven parecido…
—A nosotros —dijo uno de sus acompañantes.
Los Proscritos les contemplaban boquiabiertos.
—¡Atiza! —exclamó Guillermo—. Ustedes son los…
—¡Los Argonautas! —saltó Enrique.
—Exacto —dijo el más alto de los jóvenes.
—¡Atiza! —jadearon al unísono los Proscritos.
—Anda, si les hemos «visto» y «oído» en la tele —dijo Enrique.
—¡Atiza! —exclamó Guillermo—. Ustedes son los…
—¡Los Argonautas! —saltó Enrique.
—Tenemos sus fotos —dijo Pelirrojo.
—Las que vienen en los paquetes de caramelos de menta —dijo Douglas.
—Usted es Ted.
—Usted es Juanito.
—Usted es Pedro.
—Y el que estuvo charlando con nosotros es…
—Chris.
—Ya me «parecía» a mí conocerle —dijo Guillermo—. Pero no podía recordar…
—Bien, ¿le habéis visto por aquí? —preguntó Pedro.
—Sí —repuso Guillermo—. Estaba aquí no hace ni un minuto. Se fue hacia aquellos bosques. Si se dan prisa podrán alcanzarle.
—No —dijo Juanito, sacudiendo la cabeza negativamente—. Tenemos que darle tiempo para que se le pase la perra.
—¿La perra de qué? —preguntó Enrique.
—De su educación —dijo Juanito, bajando la voz con deferencia—. Es un hombre educado. Fue él quien nos hizo adoptar el nombre de Argonautas.
—Es una palabra extranjera —dijo Ted.
—Sacada de su educación —dijo Juanito.
—Es nuestro director —dijo Pedro.
—El cerebro del grupo —dijo Juanito.
—Nuestra alma y vida —dijo Ted.
—Nos sería imposible seguir adelante sin él —dijo Pedro.
—¿Pero qué ha «sucedido»? —inquirió Guillermo.
—¿Por qué se ha marchado? —preguntó Enrique.
—Es cosa de su educación —explicó Juanito—. A veces le da un arrebato de esos, y hay que esperar a que le pase la perra.
—Es temperamental —dijo Ted.
—Excitable —dijo Pedro.
—Tiene clase —dijo Juanito—. Su educación tiene clase y sus diplomas también la tienen, y a veces le da por pensar que está malgastando su vida dedicándose a cantar canciones ligeras y… y hay que esperar a que se le pase la perra.
—Se pasa meses y meses tan tranquilo —dijo Ted—, y de pronto le da un arrechucho de esos.
—Pernoctábamos en Fellminster, camino de los Midlands —interpuso Pedro—. Pasó la noche sin novedad, y esta mañana se ha puesto así de repente y nos ha plantado.
—Anunció que iba a empezar la vida de nuevo y hacerla digna de su talento —dijo Ted.
—Siempre sale con esto cuando le da la perra —dijo Pedro.
—En parte fue por culpa del correo de esta mañana —dijo Juanito.
—Se retrasó, ¿comprendéis? —aclaró Pedro—, y se figuró que no iba a recibir más cartas de sus admiradores; y cuando piensa eso se imagina que está acabado y vuelve a atormentarle lo de que ha tirado la vida. No le dura mucho, pero mientras dura no hay quien le aguante.
—Temperamental —dijo Ted.
—Excitable —dijo Pedro.
—Es cosa de su educación —dijo Juanito.
—De modo que nos abandonó —dijo Ted.
—Y no podemos seguir sin él —dijo Pedro.
—El correo llegó después de haberse marchado él —continuó Ted—. Y ¡chicos! —levantó al aire la cartera de mano—. Le trajo un enorme montón de cartas de admiradores, el mayor que ha recibido en su vida. Vengo cargando con ellas.
—Bueno, pues no hizo más que irse al bosque —insistió Guillermo—. Le darán alcance en seguida.
—Vamos a darle tiempo de que se le pase —repuso Ted—. De nada sirve perseguirlo. Le pone aún más negro, eso es todo.
—Pero esta noche tenemos función en los Midlands —protestó Pedro—. Si no vuelve pronto estamos copados.
—¡Chis! —siseó Juanito—. Me parece que ahí viene.
La figura de Chris empezó a surgir lentamente del bosque, cruzó la carretera y se reunió con ellos.
Ignorando a los demás le arrebató el tambor a Douglas, se pasó la correa por la cabeza y comenzó a tocar los palillos.
Por encima del tamborileo se alzó su voz, estridente y nasal.
«Niña, mi niña de la luna,
en tu busca, mi niña, pronto iré,
por un rayo de luna treparé
hasta ti, porque te amo.»
Los otros tres estaban meciéndose y retorciendo sus cuerpos marcando el ritmo.
—¡Ye! ¡Ye! ¡Ye! —aullaba Ted.
«Por un rayo de luna plateado
donde en sueños te he visto,
iré a tu lado.
Niña de mis sueños, niña mía,
iré a ti porque te amo.»
Los otros repetían a voz en grito sus palabras. El redoble del tambor se hacía cada vez más intenso. Sus cuerpos enjutos se agitaban y retorcían con movimientos de serpiente.
«Niña de mis sueños, niña mía,
iré a ti porque te amo.»
—¡Ye! ¡Ye! ¡Ye!
—Será un exitazo —gritó Chris exaltadamente, arrojando el tambor al suelo—. ¡Será un exitazo!
—Habrá que retocarla un poco —opinó Ted—; pero como pegar, pegará, desde luego. Y oye, Chris, quítate de la cabeza que estés malgastando la vida. Lo que haces es transmitir alegría a la juventud, y juventud a los viejos. Transmites alegría y esperanza y juventud a un mundo exhausto.
—¡Ye! ¡Ye! ¡Ye! —chilló Pedro.
La sonrisa iluminó el semblante de Chris. Sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción.
—Llevas razón, chico —dijo entrecortadamente—. Llevas razón, no cabe duda.
—Se le ha pasado —susurró Juanito a Guillermo—. Ahora gozará de sosiego durante unos meses.
—Mira, Chris —dijo Ted, abriendo la cartera de mano—. Después de marcharte tú llegó el correo con un «montón» de cartas para ti. Y por una confidencia sabemos que en la cartelera de esta semana figuraremos entre los diez mejores y casi en cabeza.
—¡Albricias! —exclamó Chris, extasiado.
—Y más vale que salgamos ahora volando —propuso Pedro—, o no llegaremos a tiempo para la función de esta noche.
—¿Qué es esto? —inquirió Chris, extrayendo un paquetito de lo hondo de la cartera.
—Una rasuradora eléctrica —contestó Pedro con indiferencia—. De parte de esa gente que utilizó tu foto como propaganda de la maquinilla.
—Bueno, tengo algo así como seis de esos trastos —repuso Chris. Se volvió hacia los Proscritos—. Chicos, ¿alguno de vosotros quiere una rasuradora eléctrica?
—Sí, por favor —dijo Douglas con un hilo de voz.
Chris lanzó el paquetito en su dirección.
—Oh, «gracias» —exclamó Douglas—. «Gracias».
Los Argonautas se espetaron en el coche y, despidiéndose con un ademán, se alejaron.
Los Proscritos se quedaron mirando, aturdidos, cómo los jóvenes se perdían de vista. Luego parecieron galvanizarse súbitamente para entrar en acción. Sus tiernos y sólidos cuerpos se retorcían y doblaban en una desdichada imitación de los Argonautas. Sus voces se alzaron, nasales y estridentes, acompañadas por el tambor.
«Tenemos una rasuradora eléctrica, chicos,
tenemos una rasuradora eléctrica.»
—¡Ye! ¡Ye! ¡Ye! —chillaba Douglas.
—¡Andando! —dijo Guillermo—. Pongamos manos a la obra y empecemos la casa en el árbol.
Gritando, chillando, redoblando el tambor, deteniéndose únicamente para recoger las prendas que perdían en la carretera, se echaron a brincos carretera adelante.
«Tenemos una rasuradora eléctrica, chicos,
tenemos una rasuradora eléctrica.»
—¡Ye! ¡Ye! ¡Ye!
Sus roncas y juveniles voces se apagaron en la distancia.
La paz descendió otra vez sobre el prado de Applelea.
El viejo y la niña seguían mirando ante sí con expresión estólida.