GUILLERMO, EL HABITANTE DE LOS ÁRBOLES
—Bueno, todavía no hemos hallado el modo de llegar a la Luna —dijo Guillermo.
—Hemos probado toda clase de maneras —le recordó Pelirrojo.
Los dos habían sido ahuyentados de casa de Pelirrojo por su madre, porque quería ésta hacer un pastel sin miedo a que desaparecieran los ingredientes, y se dirigieron lentamente hacia casa de Guillermo.
—Sí, pero ninguna de ellas ha salido bien —corroboró Guillermo—. Hemos de ir probando hasta que algo salga bien, más tarde o más temprano saldremos con éxito de nuestro propósito. Esto es lo que les pasa a todos los inventores de la Historia. Siguen probando y probando y al final sale.
—Sí, pero tú no sabes nada de los que probaron tantas veces y no les salió bien.
—¡Acaba de hacer tantas objeciones! —exclamó Guillermo, irritado—. Mientras yo, prueba tras prueba, trato de ayudar a la civilización para que la raza humana alcance la Luna, tú no haces más que poner dificultades a mis planes.
—Bueno, tienes que tener un cohete para ir a la Luna —insinuó Pelirrojo—, y nosotros no tenemos ninguno.
—No creo que los cohetes sean necesarios —afirmó Guillermo después de un momento de reflexión—. Los técnicos han estado probando toda clase de cohetes y no lo han conseguido todavía. No estaría sorprendido si este combustible que usan resultara demasiado fuerte. Seguramente debe ir demasiado lejos, se aparta varias millas del camino hacia la Luna y por esto no sirve de nada. Terminarán por destrozar la Luna y entonces nadie podrá llegar.
—¿Qué es lo que deberían usar? —preguntó Pelirrojo.
—He estado pensando… Yo creo que deberíamos empezar con algo bastante más pequeño e ir probando hasta emplear cosas grandes… por ejemplo, disparar a una tremenda distancia con ese nuevo arco y flecha que tengo.
—Bueno, no puedes llegar a la Luna con un arco y una flecha.
—Nunca dije que se pudiera —dijo Guillermo—. Tú nunca dejas terminar mis frases. Empiezas a formular objeciones en el momento en que abro la boca. No sé si todo el mundo empezara a cada minuto a hacer objeciones. Bueno —añadió con mucha ironía—, sería una gran sorpresa para mí que tú hicieras algo por el progreso de la civilización y para la raza humana.
—Oh, muy bien —le animó Pelirrojo—. Sigue.
—Bueno —prosiguió Guillermo—, no me sorprendería si este último tiro mío hubiera llegado a medio camino de la Luna, bueno, si tú quieres dejémoslo en un cuarto, y lo que he pensado era que si tuviéramos algo que le diera un poco más de fuerza, quiero decir una cosa que se pudiera poner encima de la flecha para que llegara más lejos…
—¿Qué? —exclamó Pelirrojo, con un tono más débil y beligerante—. Bueno, no puedes decir que estoy haciendo objeciones cuando solamente digo «¿qué?»
—Tienes razón —concedió Guillermo amablemente—. No me importan tus observaciones si son razonables. Lo que pienso es que si pudiéramos encontrar un fuego de artificio especialmente fuerte sujeto al extremo de esta flecha y prenderle fuego, justo entonces cuando yo dispare la flecha, subiría muy alto y entonces cuando yo esté en camino dispondríamos otro fuego de artificio que se encendiera y diera nuevo impulso y luego otros y así hasta que tuviera la suficiente fuerza para llegar hasta allí.
—Ummm —gruñó Pelirrojo dudosamente—. ¿Dónde encontraremos los fuegos de artificio? —y añadió—. Bueno, ésta es una objeción corriente, ¿verdad?
—Oh, sí, está muy bien —dijo Guillermo—. Bueno, la semana que viene es el cinco de noviembre, día como tú sabes en que disparamos castillos de fuegos artificiales. Mi padre generalmente me da una caja de cohetes, pero generalmente no me la entrega hasta el mismo día en que vamos a dispararlos y nosotros debemos empezar el acoplamiento de los tiros en la forma que te he dicho, en seguida.
—Pregúntale si te dará aunque fuera solamente uno hoy. A lo mejor lo pescas de buen humor.
—No está de buen humor —afirmó Guillermo—. Al contrario, se levantó ya de muy mal humor por culpa del señor Redditch.
Llegó recientemente el señor Redditch a vivir cerca de los Brown. Era un hombre pequeño, presumido y se daba importancia y por eso el señor Brown le había tomado en seguida justificada antipatía. El señor Redditch se había hecho socio del club de golf del cual el señor Brown también lo era y había ganado su antipatía por coger ventaja en una tirada muy conveniente, y luego por usar su pelota preferida, dejando para el señor Brown una vieja y ya muy usada y haciendo esperar a todos los otros jugadores mientras él se arrodillaba para tirar su pelota con más comodidad.
Por otra parte, iba a Londres en el mismo tren y generalmente en el mismo compartimiento que el señor Brown, estropeando su paz matinal con su incesante charla. Hablaba de él mismo, de su inteligencia, su popularidad, de su gran habilidad para desenvolverse en todos los aspectos de la vida. Explicó historias inverosímiles de excursiones que contribuían, a su modo, al aumento de su prestigio. Nunca más pudo el señor Brown leer su periódico de la mañana desde la primera hasta la última página durante su viaje a la ciudad.
Y las enormidades del señor Redditch no se acababan aquí. Insistía en tener la ventana cerrada, hiciera el tiempo que hiciera, se daba prisa en subir al vagón antes que el señor Brown para quitarle su rincón favorito; habiendo observado cómo el señor Brown jugaba al bridge en el club de golf una tarde lluviosa, aprovechó el viaje de la mañana siguiente para demostrarle todas sus faltas. La irritación del señor Brown estaba tomando fuerza y su familia esperaba ya con ansia su vuelta del trabajo para oír qué nueva fechoría le había hecho el señor Redditch. Este señor pedía prestados sus utensilios del jardín, aprovechando la oportunidad de estar el señor Brown fuera de casa y que la señora Brown, con su dulce carácter, no sabía negar.
—¿Qué tiene que ver el señor Redditch con nosotros? —preguntó Pelirrojo.
—Lo vuelve loco —aclaró Guillermo simplemente—. ¡Troncho! Lo hubieras visto ayer cuando vino a casa y se encontró con que le habían pedido prestada la sierra.
—Lo puedes probar —le animó Pelirrojo.
—Sí, lo probaré —dijo Guillermo—. Apuesto que no me dará nada para jugar, pero quizá lo logre si yo le explico que estamos haciendo experimentos en pro de la civilización y de la raza humana…
—Sí, las circunstancias modifican los hechos —sentenció Pelirrojo, y con aire de importancia añadió—. Leí esto en un libro. Quiere decir lo mismo que tú dijiste, pero en lenguaje correcto.
—No hay nada malo en mi modo de hablar —rebatió Guillermo con énfasis—. Yo sé hablar, y nadie puede hacerlo mejor que yo.
—No hablemos más de ello —concedió Pelirrojo, y como entretanto habían llegado a la verja de la casa de los Brown añadió—. Bueno, entra y pregúntalo.
—Muy bien, así lo haré —dijo Guillermo, cuyo espíritu de confianza iba disminuyendo a medida que hablaba.
—Bueno, ve.
—No me atosigues —exclamó Guillermo vivamente—. Déjame tiempo para respirar.
Fue hacia la puerta principal con un paso que contenía una mezcla de fanfarronería y desgana, desgana que iba en aumento a medida que se acercaba a la puerta. Vaciló por unos momentos, por fin desapareció tras la puerta… para volver casi inmediatamente después acalorado y vivamente disgustado.
—No me quiso ni escuchar —dijo—. Solamente me gritó: «¡No!» No me dejó ni explicar. Solamente volvió a gritar: «¡No!» Estaba todavía loco por culpa de aquella sierra y porque este señor Redditch le ha estado diciendo lo mal que ha estado hoy jugando al golf… De todos modos, él ha ganado muchas cucharitas de plata, en varios concursos. Mi madre me dijo que sería mejor que me marchase. Así, pues, lo hice. Mi padre se hubiera puesto violento si me quedo otro minuto más.
—Bueno, ¿qué es lo que vas a hacer ahora? —preguntó Pelirrojo.
—¡Y yo que sólo quiero ayudar a la civilización y a la raza humana! —exclamó Guillermo, moviendo los brazos en elocuente gesto—. Recibirme con un seco y estentóreo grito cuando estoy probando de ayudar a la ciencia y contribuir al bienestar de la humanidad.
—Supongo que él pensó que lo que tú querías era sólo un cohete —dijo Pelirrojo dulcemente.
—Intenté decírselo, pero no me quiso escuchar.
—Bueno, vámonos. Vamos a probar si conseguimos algo de mi padre.
Como el padre de Pelirrojo parecía mostrar tantos inconvenientes como el señor Brown, acudieron por fin a un tío de Pelirrojo, que volvía muy eufórico de celebrar una comida en la ciudad y que se tomaba la vida más agradablemente, el cual les entregó la suma de cinco chelines y medio con los que se compraron un formidable cohete cubierto de vivos colores.
Se volvieron al jardín de Guillermo. Allí, cuando Guillermo hubo buscado el arco y la flecha en su dormitorio y una caja de cerillas de la cocina, escogieron el centro del prado como el lugar del gran experimento.
—Aquí tenemos sitio suficiente para empezar —les dijo Guillermo—. Cuando hayamos usado seis o siete como éste necesitaremos naturalmente un sitio más grande. A lo mejor si éste es un éxito, el Gobierno nos dará un campo de experimentación… Ahora colocaremos el cohete en la punta de la flecha y tú lo enciendes al mismo tiempo que yo disparo la flecha… ¡Troncho! No me sorprendería si hiciera un ruido supersónico.
Colocaron el cohete en la punta de la flecha y Guillermo estiró el arco todo lo que pudo.
—Ahora tú enciendes una cerilla —advirtió—, y la pones en el cohete y en el momento que se encienda ya soltaré la cuerda del arco. Ahora espera… Uno… Dos… Tres… ¡Va!
No habían visto al padre de Guillermo que bajaba por el camino del jardín, su frente ceñuda en nubes de tormenta y de ira, llevando en su mano lo que parecía ser los restos de la sierra recientemente prestada al señor Redditch. La acababa de descubrir, colocada dentro de la verja del jardín, donde el señor Redditch la había dejado sin dignarse ni siquiera darle las gracias, con los bordes aplastados y la hoja doblada y retorcida. Era evidente que el señor Redditch era un aprendiz en el arte de serrar troncos. El señor Brown estaba encolerizado, rabiando interiormente mientras llevaba su estropeado tesoro al cobertizo de las herramientas. Estaba pensando en la forma violenta con que desarrollaría su charla con el señor Redditch en su próximo encuentro. Lo malo era que el señor Redditch se había ido para una semana de vacaciones y que no podría dar pronto rienda suelta a su cólera.
Entretenido en ir buscando las satíricas palabras, no se fijó en los dos chicos del prado hasta que Guillermo gritó: «¡Va!» Entonces se volvió… para recibir un ceniciento y chisporroteante cohete que le dio de lleno en el estómago, con tanta fuerza, que se quedó sentado bruscamente en el suelo, mientras la sierra describía un semicírculo en el aire y fue a caer en medio de un arbusto.
Tiró a un lado el cohete y se levantó despacio y pesadamente. Su cara se enrojeció como un tomate y su respiración se aceleró. Era evidente que la emoción le había quitado el habla, pero también estaba claro que cuando la recuperara, sus palabras serían aún más satíricas y mordaces. Guillermo se apresuró a hacer cuanto pudo para disculparse.
—No queríamos hacer eso —dijo—. Lo siento. No queríamos hacerlo… Escucha… Pusimos el cohete en la punta de la flecha y queríamos que subiera con ella. No sabíamos que se pudiera soltar y que se dirigiría a dónde estabas tú. Eso sí que no lo esperábamos. No queríamos hacer eso. Nosotros…
El señor Brown había recobrado el poder de hablar, pero aún no controlaba sus nervios.
—¡Dadme esa flecha y ese arco! —gritó.
Guillermo se lo entregó y Pelirrojo recuperó la flecha de una maceta de hortensias y se la dio.
—Voy a romperlo —advirtió el señor Brown espantosamente—, y nunca más te permitiré que tengas un arco y una flecha. ¿Entiendes?
—Pero…
—¡Cállate! ¿Tenéis más de estos fuegos artificiales?
—No, pero…
—Y no tendréis ninguno. No vais a tener más fuegos artificiales. ¿Habéis entendido? Y si os quedan aún algunos yo los confiscaré.
—Pero, papá, si es el día de Guy Fawkes…
—Estoy enterado de esto —le atajó el señor Brown, agachándose para frotarse el tobillo, que se había torcido ligeramente—, y no tenéis que tener ningún fuego artificial en la fiesta. Ni habéis de asistir a ninguna de ellas tampoco.
—Pero, papá —pidió por favor Guillermo—, es casi una obligación tener fuegos artificiales el día de Guy Fawkes. Este hombre hizo… —Guillermo tenía una vaga idea acerca del papel que desempeñó Guy Fawkes en la Historia—. Trató de salvar el país instaurando un Parlamento. Debemos celebrarlo igual como hacemos con Nelson y San Jorge y Dick Turpin y todos los demás. Es nuestra obligación hacerlo. —Buscó locamente alguna razón que pudiera persuadir a su padre—. Apuesto a que la gente pensará que soy un comunista si no tengo fuegos artificiales el día de Guy Fawkes. Apuesto a que me meterán en la cárcel por comunista y…
—¡Cállate! —dijo el señor Brown. Hizo una honda inspiración y continuó—. ¿Es que no tienes sentido común? ¿Eres un completo tonto? ¿No tienes más ideas sino hacer tonterías? Careces de condiciones para ser miembro de una comunidad civilizada y parece que te vuelvas más tonto cada día que pasa. Si prefieres ir jugando a ser un tonto, haciendo daño a las propiedades y poniendo en peligro las vidas y desmembrar a todo el mundo que está a tu alrededor, tienes que atenerte a las consecuencias.
—Sí, pero escucha, papá —rogó Guillermo—. Yo no estaba jugando a ser un tonto. Estaba haciendo un experimento científico en pro de la civilización y la raza humana. Si yo hubiera estado jugando a ser un tonto, no me importaría hacer lo que tú me has dicho, pero siendo un experimento científico es diferente.
—Circunstancias cambian casos —murmuró Pelirrojo, empezando a ayudar a su amigo lo mejor posible.
—¡Callaros! —gritó el señor Brown—. ¡Y marcharos de una vez!
—Pero, papá —empezó Guillermo, queriendo mantener aún su punto de vista. Pero al ver que su padre se adelantaba hacia él con los ojos encendidos de ira, hizo una rápida retirada saltando por el seto con Pelirrojo tras él.
—¡Troncho! —suspiraba cuando llegaron sanos y salvos a la carretera—. No quería ni escuchar, y ¡troncho!, no tendremos fuegos artificiales el día de Guy Fawkes.
—Deberíamos haberlo atado más fuerte —dijo Pelirrojo.
Pero Guillermo estaba menos interesado por el experimento que por sus disgustos.
—Sólo se cayó sentado y ni se hizo daño… Mira, y pensar que hay gentes que dan sus vidas por experimentos científicos, bombas atómicas y radio y cosas parecidas, sin hacer tanto alboroto como él hizo, sólo por caerse sentado en el suelo. Otras personas estarían orgullosos de que hiciéramos experimentos para ir a la Luna, pero a él no parecía interesarle. No —se rio con su corta y sarcástica risa—. Tengo que decir que no parecía interesado. Sólo me reñía como si yo fuera un criminal. Cuánto pagarían muchos por tener entre su familia quien sintiera afición a los experimentos científicos, que al fin y al cabo son los que hacen progresar a la civilización y a la humanidad. ¡Estaría bueno! Sólo faltaría enterarme de que es un crimen el probar de ayudar a la civilización y a la raza humana.
—Bueno, ¿cómo nos las vamos a arreglar sin fuegos artificiales? —dijo Pelirrojo, queriendo parar la gran elocuencia de Guillermo antes de que llegara a exaltarse más—. Apuesto a que mi tío no nos dará más.
—¡Troncho! ¡Cómo me riñó! —dijo Guillermo, al cual nunca había sido fácil desviar de su tema—. ¡Dijo que yo no era digno de ser un miembro de la comunidad civilizada! Bueno, de verdad que no quiero ser un miembro de la comunidad civilizada. Estoy harto de ellos. Estoy harto de intentar ayudar a la humanidad. Ya lo ves, todo lo que consigo es que me quiten el arco y la flecha y los cohetes. Esto te enseña cómo está el mundo. ¡Ya estoy harto de todo! Cuánto mejor eran los días de la Edad de Piedra. Apuesto a que todo el mundo estaba mejor con la vida primitiva que llevaba. Apuesto a que todos estaríamos mejor si volviéramos a ser seres salvajes igual que aquellos que nos contaba el viejo Markie que vivían en los árboles.
—Habitantes de los árboles —aclaró Pelirrojo.
—Sí, esos… Bueno, ¡preferiría convertirme en uno de ellos! Yo preferiría vivir en un árbol que en una casa. Cualquier día… ¡Troncho! De repente su desaliento desapareció al concebir una nueva idea. —¡Y lo podríamos hacer! Hay muchos árboles por estos alrededores. Podríamos empezar a ser habitantes de los árboles ahora mismo y apuesto a que se pondrá de moda y todo el mundo empezará haciéndolo y será la meta de la civilización.
—No creo que todo el mundo quiera vivir en árboles —murmuró Pelirrojo pensativo.
—¿Por qué no? —preguntó Guillermo—. Siempre se están quejando de lo mucho que cuestan los alquileres, impuestos y cosas semejantes. Y los árboles son gratis, ¿verdad? Bueno, es una noticia para mí si los árboles no son gratis.
—La lluvia penetrará a través de sus ramas y de sus hojas.
—Se puede poner algo arriba para resguardarte. Y los árboles son muy cómodos, lo digo porque los he probado. No se necesitarían muebles escogiendo el tipo de árbol apropiado. Hay ramas que sirven muy bien como mesas y como sillas. Puedes armar con ellas un comedor. Yo he comido encaramado en ellas y saben mejor las cosas en los árboles que comidas en las casas. Yo… —Se calló de repente. Estaban pasando ante una casa en cuyo jardín crecía un árbol con grandes y prolongadas ramas—. Ése parece uno bueno. Me gustaría probar ése.
—¡Troncho! No puedes, Guillermo. Alguien debe vivir aquí.
—Bueno, te vengo diciendo que los árboles son libres. Vamos, la tierra entera es libre para los salvajes, así que ya que hemos empezado a ser salvajes, la tierra entera es para nosotros y completamente gratis.
Pelirrojo meditó este argumento frunciendo el ceño. Parecía incontestable.
—Bueno, yo no sé… —murmuró al fin.
—No hay nadie por aquí, de todos modos —le animó Guillermo—. Y nadie nos verá una vez estemos dentro. Lo podemos usar para practicar y entonces, cuando ya estemos entrenados, podemos ir a un bosque impenetrable y convertirnos en habitantes de los árboles.
—Sí, pero… —empezó Pelirrojo y se detuvo.
Guillermo ya había cruzado el camino y, después de un salto ágil quedó colgado de las manos en la rama más baja. Pelirrojo vaciló un momento, pero al fin decidió seguirle.
—Es un árbol muy fácil —dijo Guillermo irrumpiendo su voz por debajo de las primeras ramas—. Es igual que una escalera. Puedes ir ganando altura con gran facilidad. Vamos.
Pelirrojo colgó su cuerpo pesado en una de las ramas más cercanas y balanceándose empezó a trepar rama tras rama. Encontró a Guillermo cómodamente sentado en una rama cerca de la copa.
—Esta es una buena rama —dijo Guillermo—. Creo que podría hasta dormirme. ¡Mira! Puedo estirar las piernas fuera y recostarme contra el tronco. Y tú puedes acomodarte en la otra de enfrente. Casi es de la misma forma. Y la que hay debajo podría servirnos de mesa. Podríamos poner diversas cosas encima y…
La puerta de la casa se abrió y una voz llamó:
—¡«Tinker»!
—¡Troncho! Es la señorita Hopkins —murmuró Pelirrojo—. No me acordé de que vive aquí, creo que precisamente con su hermana. Y ese viejo a quien llaman «Tinker» es su gato.
—Bueno, estemos callados —susurró Guillermo—. No pueden vemos a causa de las hojas y pronto se Irán para dentro.
—¡«Tinker»! ¡«Tinker»! ¡«Tinker»! ¡«Tinker»! ¡«TINKER»! ¿Qué le puede haber pasado?
Otra voz que sería probablemente la de la hermana de la señorita Hopkins, que se había reunido con ella en el jardín, exclamó:
—A lo mejor se ha subido al árbol, querida. A veces se sube, ya lo sabes.
—Bueno, si está en el árbol no nos preocupemos. Puede subir y bajar muy fácilmente.
—¡Miau! —gritó Guillermo imitando el maullido del gato.
Hizo esto sin meditar mucho, en la creencia de que de este modo le confundirían con «Tinker» y no harían más investigaciones. Pero se dio cuenta bien pronto de que se había equivocado.
Hubo un silencio repentino.
—Está en el árbol —dijo una voz—, y creo que ya lo he visto.
—No, no parece que sea «Tinker» —contestó la otra.
—Tiene que haber sido «Tinker».
—Estoy preocupada, querida —añadió la voz primera—. El maullido no parece el de «Tinker».
—¡Miau! —hizo Guillermo, probando de imitar mejor a «Tinker».
—Es «Tinker» —afirmó la segunda voz—, pero de todos modos algo difiere de su tono.
—Sí, se nota algo como si tuviera alguna pena o estuviese dolorido.
—Como disgustado por alguna cosa.
—Vamos a buscar un platito de leche y ponerlo al pie del árbol. A lo mejor lo ve y baja.
Volvieron a encaminarse a la casa.
—¡Troncho! ¡La has hecho buena ahora! —exclamó Pelirrojo—. Supongo que bajarás y lamerás el platito de la leche.
—Oh, cállate —dijo Guillermo en un tono de disgusto, mientras en su mente repasaba los varios incidentes que le habían sucedido—. ¡Tenía que ser un gato! ¡Gatos! Los embrollos en que me he metido por los gatos. Nunca he tenido suerte con ellos.
—Aquí está la leche —dijo una voz abajo.
—Ponlo justo contra el tronco, querida, allí lo puede ver. Esperemos a ver si baja.
—Lo que hemos de hacer ahora —murmuró Guillermo—, es hacerles creer que no hay ningún gato en el árbol. Y entretanto pensemos cómo salimos de este lío.
Fue en este momento cuando Pelirrojo perdió la cabeza, levantando la voz en un ladrido imitando a un perro… ¡guau… guau!
—¡Oh, escucha! —gritó la señorita Hopkins—. Está lamentándose.
—Me suena más como si tosiera. Debe tener otro ataque de bronquitis. ¡Pobre cariño mío! Pero eso no será nada.
—¡Tarugo! —murmuró Guillermo—. Los perros no suben a los árboles. Probemos gorgoritos de pájaro.
Un delicado pío, pío, pío, salió de entre las hojas… y la señorita Hopkins dio un grito de desmayo.
—Se está poniendo histérico. Debe estar sufriendo mucho. Vamos a telefonear al veterinario en seguida.
—Debemos bajarlo primero. No podemos esperar a que el veterinario suba al árbol para examinarle.
—¿Y si pidiéramos prestada la escalera al señor Redditch?
—No está en casa, querida, y no sé dónde habrá ido… ¡No! Tengo una idea mejor. Buscaré el poste de apoyar el alambre de tender la ropa y a fuerza de empujarlo hacia abajo él descenderá y tú sólo tienes que estar preparada para cogerlo.
—Cógete fuerte —murmuró Guillermo.
—Vamos a probar algo más para asustarlas —dijo Pelirrojo—. Apuesto a que podría rugir como un león. Yo…
Un largo y delgado palo había aparecido de repente por entre las ramas y lo había golpeado violentamente en el pecho. Se agarró a Guillermo. Ambos perdieron el equilibrio y cayeron por entre las ramas hasta el suelo. Las señoritas Hopkins miraron asombradas a la repentina bajada de dos sucios chicos que cayeron del árbol.
Entonces la mayor, señalando con los dedos, dijo:
—Así que vosotros sois los chicos que habéis estado torturando a nuestro pobre y querido «Tinker» arriba en el árbol.
—No, no lo hemos hecho —afirmó Guillermo indignado, mientras se ponía en pie—. No hemos torturado a nadie en este árbol. Más bien hemos sido nosotros los torturados. Nosotros…
—No nos lo creemos —dijo la señorita Hopkins—. Hemos oído los pobres gemidos y gritos del gatito pidiendo ayuda.
—No es verdad —dijo Pelirrojo—. Era un perro y pájaros y…
—Conque habéis entrado en nuestro jardín sin permiso y para mayor desvergüenza torturado a nuestro gato —gritó la señorita Hopkins, con voz que temblaba de ira—. Veremos lo que tu padre dice a eso.
Se fue hacia ellos, esgrimiendo el palo de la ropa y por segunda vez en este día, Guillermo y Pelirrojo escogieron la discreción y no el valor, precipitándose fuera de la verja… carretera abajo… y dentro de otra verja que estaba convenientemente abierta.
Se fue hacia ellos esgrimiendo el palo de la escoba.
—Nos esconderemos aquí por si acaso viene detrás de nosotros —decidió Guillermo, refugiándose detrás de unas hortensias.
—Por el momento no viene detrás nuestro —dijo Pelirrojo—. Pero estaba fuera de la verja y nos vio entrar.
—Oh, bueno, menos mal si no nos persigue —murmuró Guillermo saliendo de su escondrijo y mirando a su alrededor—. ¡Troncho! Allí sí que hay un magnífico árbol.
—Supongo que no vas a empeñarte de nuevo, ¿verdad, Guillermo? —dijo Pelirrojo—, en ser «Habitante de los árboles», después de todo lo que ha pasado.
—Claro que sí —afirmó Guillermo, andando alrededor del árbol y observando hacia arriba en una mirada contemplativa—. Yo dije que iba a ser un habitante de los árboles y de verdad que voy a serlo. No voy a cambiar de opinión sólo por ese percance. Habituados ya a que nos riñan por entrar en uno solo, intentemos también en este otro. Éste es el del señor Redditch que está ausente, así que no puede salir y decir que hemos estado tocando su gato. Escogí éste para esconderme porque sabía que era del señor Redditch y pensé que sería un buen sitio no estando él en casa. No sabía que hubiera un árbol tan bueno en este jardín. ¡Míralo! Es más fácil que el de la señorita Hopkins.
—Bueno, creo que ya tenemos bastante por hoy —refunfuñó Pelirrojo.
—Muy bien —la voz de Guillermo era desdeñosa—. Tú vete a casa. Yo me voy a quedar y probar de nuevo fortuna. A lo mejor ya nunca tendré un árbol tan bueno como éste durante toda mi vida para practicarme. —Diciendo esto ya había llegado a la rama más baja y su voz salió apagada de entre el follaje.
—No, yo me quedaré contigo —dijo Pelirrojo resignadamente, mientras se preparaba para seguir a su jefe.
En pocos minutos habían llegado a una grande y ancha rama cerca de la copa del árbol.
—¡Troncho! Éste sí que es fantástico —dijo Guillermo—. Apuesto a que es más cómodo que todas las camas corrientes. Apuesto…
—Alguien está entrando por la verja —susurró Pelirrojo sobresaltado.
Guillermo miró por entre las ramas. Una oculta figura había entrado por la verja y por entre las sombras del jardín se encaminaba hacia la casa. A pesar de la oscuridad, pues ya estaba anocheciendo, Guillermo reconoció claramente las arrugadas y descoloridas facciones del señor Redditch.
—¡Troncho! —susurró aprensivamente.
Menos mal que el señor Redditch, cabizbajo y con los hombros encogidos, había pasado felizmente por debajo del árbol al parecer sin darse cuenta.
Entonces empezó a evolucionar en forma tan extraña que Guillermo casi pierde el equilibrio al contemplarlo. Porque el señor Redditch se acercó a la ventana de su casa, y sacando de su bolsillo una herramienta larga envuelta en un trapo, rompió deliberadamente uno de los vidrios, metió la mano por entre el cristal roto y estiró hacia arriba la falleba que cerraba la ventana. El señor Redditch lanzó un suspiro mientras operaba y después vieron cómo sacaba un pañuelo y se envolvió la mano. Entonces cuidadosamente abrió la ventana y saltó por encima del alféizar. Al pasar la pierna para saltar se le enganchó el impermeable en un clavo del enrejado fijo en lo pared, rasgándole el forro. Después de volver a suspirar, esta vez con enfado, ciñóse el impermeable, levantó la otra pierna por encima del alféizar y desapareció de la vista.
—¿Qué estará haciendo? —dijo Pelirrojo—. Pensé que se había ido.
—Supongo que habrá venido a buscar algo y que por haberse olvidado la llave ha tenido que recurrir a saltar por la ventana —explicó Guillermo—. Apuesto a que yo hubiera encontrado un camino más cómodo para entrar si me lo hubiera preguntado. ¿Qué es lo que está haciendo ahora? ¿Puedes verlo?
Se abrieron ambos camino por entre las ramas y estiraron sus cuellos hasta que pudieron ver a través de la ventana. Sus ojos contemplaron un extraño espectáculo: el señor Redditch estaba abriendo cajones y armarios y esparciendo su contenido por el suelo en tal forma que la alfombra quedó completamente cubierta por los objetos que sobre ella había tirado.
—¡Caramba! —exclamó Guillermo—. ¡Ya ves qué cosas hacen los mayores sin que nadie les riña! A mí me reñirían si tratara de hacer tal estropicio. Y ni siquiera vuelve los cajones otra vez a su sitio… y parece que todavía no encuentra lo que está buscando. Y abandona el cuarto sin ni siquiera preocuparse de arreglarlo.
—Me pregunto qué es lo que se habrá olvidado —dijo Pelirrojo.
—A lo mejor la máquina de fotografiar. A lo mejor quiere hacer algunas fotos durante las vacaciones igual como hacen otras personas y se habrá olvidado la máquina y por ello vuelve a buscarla.
—O a lo mejor son sus pijamas.
—O el dinero.
—O su pluma estilográfica.
—O el reloj.
—O el encendedor.
—O su esponja del baño —trató de insinuar Pelirrojo.
Y dejando ya de hacer volar la imaginación, volvieron su atención a la casa.
—¡Allí está! —dijo Guillermo excitado viendo una figura que cruzaba de prisa una ventana del piso superior—. Aún no lo ha encontrado.
—A lo mejor es su esponja de baño —repitió Pelirrojo el cual encontraba que su sugerencia necesitaba un poco de apoyo—. A lo mejor quiere tomar un baño después del viaje y se había olvidado la esponja y puede que fuese el día en que están los establecimientos cerrados y no haya podido comprar otra.
—Y olvidó la llave.
—Sí.
—¡Mira! Ha bajado otra vez. Ahora está en el comedor. Pasemos a esa otra rama y veremos qué es lo que hace.
Subieron a la próxima rama y su maniobra fue gratificada por otro extraño espectáculo, pues descubrieron al señor Redditch en el acto de coger una colección de artículos de plata de un armario y meterlos cuidadosamente dentro de una maleta.
—¡Imagínate, volver todo ese largo camino sólo para eso! —dijo Pelirrojo.
—A lo mejor es su cumpleaños mañana y quiere dar una fiesta —sugirió Guillermo—. Las personas mayores siempre quieren usar las cosas de lujo en las grandes fiestas. No tienen sentido común… —sus ojos miraron alrededor del cuarto y experimentaron aún mayor sorpresa. Porque allí, también, cajones y armarios habían sido abiertos y su contenido esparcido por el suelo—. Bueno, estoy ansioso de saber qué es lo que ha venido a buscar. ¡Troncho! Me gustaría que mi madre lo viera. Ya nunca más me llamaría desordenado.
—Apuesto a que lo haría —dijo Pelirrojo.
El señor Redditch, echando una última ojeada por el cuarto, se marchó. Esperaron con expectación su reaparición por la puerta o por la ventana, pero no fue así. No apareció por ninguna de las ventanas ni tampoco por la puerta principal.
—Creo que se ha ido por el jardín de atrás —murmuró Guillermo—. He oído en aquella dirección algún ruido… Vamos, iremos a echar una ojeada.
Bajaron del árbol y silenciosamente dieron la vuelta a la casa para ser testigos de los más misteriosos acontecimientos de esta misteriosa tarde. El señor Redditch estaba ocupado en cavar un hoyo en su huerto, entre una fila de judías y otra de apios. Habiendo cavado el hoyo, puso la maleta dentro y la cubrió con tierra. Entonces cavó otro agujero, y cogiendo un par de zapatos de su bolsillo, empezó a enterrarlos, cubriéndolos también y cuidadosamente arregló toda la superficie con la pala para evitar toda señal de que la tierra había sido removida. Puso después la pala dentro del cobertizo de las herramientas y salió furtivamente por uno de los lados de la casa, pasó cerca del arbusto de hortensias detrás de la cual los chicos se habían cobijado y salió otra vez a la carretera.
El señor Redditch hizo un hoyo y puso dentro la maleta.
Guillermo y Pelirrojo salieron del escondrijo y se miraron atónitos.
—¡Bueno! —dijo Pelirrojo—. ¿Por qué habrá hecho todo esto?
Guillermo reflexionó. Había algunas situaciones que él mismo no podía explicarse para su propia satisfacción ni para la satisfacción de los dos.
—Apuesto a que lo sé. Eran cosas de valor y al marcharse de vacaciones se preocupó por si acaso podían robárselas, así que pensó en regresar y esconderlas y así lo hizo, pero debió haber olvidado la llave y por eso tuvo que romper la ventana.
Pelirrojo meditó sobre esto.
—Un sitio muy raro para esconderlo —decidió al fin.
—Sí, sí —afirmó Guillermo—. Se mojarán si llueve. Pero debió pensar que los ladrones nunca pensarían en excavar en el jardín. Creo que fue muy listo en este aspecto.
—¿Qué pasa con los zapatos? ¿Por qué los enterró?
—Bueno… a lo mejor le gustaban mucho y no quería que se los robaran. Puede haber escalado montañas con ellos y hay personas que toman cariño a unas botas o a un par de zapatos y hacen cosas raras para no perderlos. Tú sabes que Roberto arma un terrible alboroto si le tocan sus botas de fútbol y también Ethel está encariñada con las botas en que tiene puestos los patines, con las cuales, ha tomado parte en competiciones.
—Es posible —dijo Pelirrojo vagamente. Miró a la oscuridad que aumentaba—. Apuesto a que debe ser la hora de ir a la cama. Sería mejor que nos fuéramos.
Pero Guillermo encontró difícil dejar el sitio. Le tenía fascinado.
—Vamos sólo a echar una ojeada por las ventanas para ver el desorden en que lo ha dejado todo —dijo.
Dieron la vuelta hasta la parte de delante de la casa y mirando por las ventanas, recreó sus ojos en los cajones y armarios abiertos y en la desordenada alfombra.
—¡Caramba! —exclamó—. Apuesto a que su madre tendría algo que decirle si la tuviese. ¿Crees tú que habrá dejado los cuartos de arriba en igual forma?
—No podemos ver los cuartos de arriba —dijo Pelirrojo—, así que no lo sabremos.
La mirada de Guillermo recorrió los alrededores y se paró en un enrejado del cual pendía un rosal.
—Apuesto a que podría subir y echar una ojeada —dijo—. Después de los muchos árboles que he trepado, subir por un enrejado no es nada para mí.
—Bueno, no empieces a probar de ser un habitante del enrejado —dijo Pelirrojo, riéndose de su propia chiste.
—Ahora mírame —advirtió Guillermo poniendo un pie en uno de los agujeros del enrejado y empezando a subir por los barrotes.
Su ascenso fue lento. Le molestaban los pimpollos de las rosas, las espinas le arañaban y trepaba con dificultad por entre los huecos que dejaba el enrejado, pero al fin lanzó un grito de triunfo.
—Ahora puedo ver dentro muy bien y… ¡Troncho! Está tan mal como los otros sitios. ¡Troncho! ¡Está peor! Todo por el suelo y… —Su voz se transformó en un grito de sobresalto mientras el enrejado se desplomaba por su peso y se vino abajo con gran estrépito.
Arrastrándose, salió de entre las ruinas, lleno de capullos de rosa y con trozos de enrejado pegados a todo su cuerpo. Al final, se sacudió todo cuanto llevaba encima y levantóse.
—Bueno, ahora sí que la has hecho —dijo Pelirrojo, mirando horrorizado los destrozos producidos—. Y se sabrá que hemos sido nosotros, porque la señorita Hopkins nos vio entrar y se lo dirá. ¡Huh! —Hizo una buena imitación de la risa sarcástica de Guillermo—. El asunto del arco y la flecha y los fuegos artificiales no será nada comparado con lo que nos va a pasar ahora.
Guillermo, sacándose aún algunos capullos de rosa del pelo y un pedazo de enrejado roto de su pie, quedó por unos momentos muy pensativo.
—¡Ya sé lo que haremos! —dijo al fin—. Si pudiéramos hacer algo para ayudar al señor Redditch, a lo mejor estaría tan agradecido que no le importaría lo acontecido con su viejo enrejado.
—¿Qué podríamos hacer? —se burló Pelirrojo—. Vamos, corre, di algo.
—Muy bien, te lo diré —dijo Guillermo—. Ahí va una buena idea. ¿Sabes esas cosas que enterró en el jardín para resguardarlas de los ladrones?
—¡Sí!
—Bueno, las podemos desenterrar y ponerlas en su verdadero sitio. Esta maleta se estropeará bajo tierra si llueve y de igual modo se pudrirían los zapatos. Si los desenterramos y los escondemos en el armario de mi casa, estarán más a salvo de los ladrones que en su jardín y se mantendrán secos. Ten en cuenta que los ladrones pueden cavar en su jardín con objeto de robar plantas y flores y encontrar lo escondido y cuando venga él de las vacaciones se lo devolveremos todo bien seco y en perfecto estado, y nos estará muy agradecido y no nos dirá una sola palabra sobre el enrejado… Es una buena idea, ¿verdad? Vamos a buscar la pala y empecemos.
—No creo que debiéramos… —replicó Pelirrojo.
—Oh, vamos —le animó Guillermo, que con su ímpetu característico estaba ya abriendo la puerta del cobertizo de las herramientas.
Unos minutos después estaban caminando carretera abajo, llevando la maleta entre los dos, sus rostros surcados por pedazos de barro que goteaban de la maleta y por los trozos de enrejado y capullos de rosa que se iban desprendiendo a intervalos de Guillermo.
Guillermo y Pelirrojo caminaban llevando la maleta entre los dos.
Moderaron el paso con un poco de miedo al llegar a la casa de Guillermo, pero por fin la suerte parecía estar de su parte. No había nadie por allí. Sin ser molestados y sin que nadie los viese, subieron al dormitorio de Guillermo y escondieron la maleta y los zapatos en el fondo de su armario. Cuando volvieron a descender, se encontraron a la señora Brown en el recibidor.
—¡Guillermo! —dijo—. ¡En qué lastimoso aspecto te veo! ¿Dónde has estado? Hace rato que tendrías que estar acostado. Tu padre acaba de entrar y ha dicho que por qué no estabas ya en la cama…
No tuyo tiempo de continuar, pues en un santiamén los dos habían desaparecido como tocados por la varita mágica de un brujo. Guillermo a su cuarto y Pelirrojo en dirección a su casa.
A la mañana siguiente Guillermo se despertó con un recuerdo confuso de aquel alborotador y extraordinario día. A menudo se despertaba con recuerdos vagos de extraordinarios hechos, pero esta vez lo que vagaba por su mente era más alborotado y extraordinario que de costumbre. Sentándose en la cama, pensativo y ceñudo, trató de ordenar los acontecimientos lo mejor que pudo. El arco y la flecha… el cohete… la ira de su padre… hacer de habitante de los árboles en el jardín de la señorita Hopkins… habitar en el árbol del jardín del señor Redditch… el enrejado roto… el rescate de los bienes del señor Redditch.
Se levantó de la cama y abrió la puerta del armario… Sí, la maleta y los zapatos estaban todavía allí. Podría devolverlos, sanos y secos, al señor Redditch cuando volviera. Así que el enrejado roto, sin duda alguna, pensó optimista, no traería ninguna complicación. Entonces se acordó del árbol del jardín de la señorita Hopkins y de su afirmación de que habían estado torturando a su gato.
Bajó al comedor y desayunó con apetito y, guardando premeditado silencio y echando precavidas miradas a su padre, que, como de costumbre, estaba escondido detrás del diario. Era sábado, así que el señor Brown se estaría en casa todo el día. La noticia de que no iba a jugar al golf hizo que el corazón de Guillermo diera un salto. Se había estado consolando a sí mismo imaginando que cuando la señorita Hopkins viniese a quejarse a su padre, éste se hallaría en el club de golf, y que por tanto se volvería a su casa, olvidándose de todo su enfado.
—¿Qué vas a hacer esta mañana, Guillermo? —le preguntó su madre.
Meditó. La prudencia le hizo pensar que debía situarse lo más lejos que pudiera de la posible escena que sin duda se produciría, pero al mismo tiempo la curiosidad le incitaba a quedarse cerca para ser testigo de los acontecimientos. Siempre había tenido más curiosidad que prudencia.
—Voy a arreglar un poco el jardín —dijo.
—No lo estropees —le advirtió la señora Brown con una sonrisa, mientras el señor Brown daba un sordo bufido por detrás del diario.
La primera parte de la mañana pasó sin ningún incidente. Guillermo se ocupó en hacer dardos de papel y probar de hacerlos volar, manteniéndose ojo avizor en la calle. Entonces empezaron a ocurrir cosas.
Ante todo la señorita Hopkins apareció llevando consigo al vacilante señor Redditch. Ella se había impuesto sin atender a sus protestas y le hizo ir con ella a pedir una entrevista con el señor Brown.
Guillermo esperó que le llamaran.
—¡Guillermo! Ven aquí en seguida.
Guillermo entró en la salita de estar. Su padre estaba de pie, cerca de la chimenea, y por su ceño aparecían nubes de tormenta. La señorita Hopkins y el señor Redditch estaban a su lado.
—Torturando nuestro gato arriba en el árbol —estaba diciendo la señorita Hopkins—. ¡Entrar sin permiso en nuestro jardín y torturar nuestro gato arriba en un árbol! El pobre estaba casi en la agonía, parecía morirse.
—Yo no estaba torturando a ningún gato viejo —dijo Guillermo, indignado—. Era Pelirrojo, que imitaba a un perro y luego los dos hacíamos de pájaros. Lo hacíamos muy bien y…
—Cállate, Guillermo —ordenó el señor Brown—. Tendrás oportunidad de dar esta explicación más tarde.
La señorita Hopkins, que había hecho un alto en su locuaz lista de quejas únicamente para tomar aliento, continuó:
—Y no contentos con entrar sin permiso en nuestro jardín, lo vimos, lo vieron nuestros ojos, entraron en el jardín del señor Redditch también sin permiso para pasearse a sus anchas. Yo pensaba que el señor Redditch estaba fuera…
—Estaba fuera —dijo el señor Redditch—, pero la policía me ha telefoneado para que volviera pronto esta mañana. Han encontrado la casa completamente revuelta y saqueada por los ladrones. Saqueada.
—Pero…
—Cállate, Guillermo.
—«Tinker» no ha estado en casa en toda la noche. No está ahora arriba en el árbol ni sabemos dónde está. No puedo pensar lo que le ha pasado.
—Saqueada de arriba abajo. Un buen trabajo de la policía. Se fijaron en la ventana rota y me lo comunicaron inmediatamente.
—Sí, pero escuchen. Yo…
—¡Cállate, Guillermo!
—Se podía oír a mi pobre cariñito maullar pidiendo ayuda desde lo alto del árbol mientras esos chicos crueles y…
—Toda mi plata antigua ha desaparecido. Ni una pieza han dejado. Una de las más valiosas colecciones.
—Sí, pero…
—¡Te vas a callar, Guillermo!
—Lo peor es tener que volver en el primer día de las vacaciones.
—Era tan dulce mi gato. No era capaz de herir ni a una mosca. ¡Cómo esos chicos tuvieron tan ruin corazón para hacer tal cosa!
—Pero escuchen. Yo…
—Un trabajo de un ladrón muy experto, es la opinión de la policía. Afortunadamente la plata estaba asegurada, pero el desorden que han hecho en la casa tiene que verse para creerlo.
—Lo había tenido desde que era muy pequeñito. Nunca le habíamos dicho una palabra desagradable, y ser horriblemente torturado por esos chicos arriba del árbol…
—Si solamente me escucharan…
—CÁLLATE, Guillermo.
—La policía está ahora buscando huellas. No debiera haber dejado mi casa, pero la señorita Hopkins insistió.
—Naturalmente que insistí.
—Un policía ha venido, querido —dijo la señora Brown en un tono de voz resignada, abriendo la puerta para dejar entrar a una robusta figura con uniforme azul.
—Perdóneme si interrumpo —dijo el policía, dirigiéndose al señor Redditch—. Le vi entrar aquí, señor, y lo he seguido —y sacando una libreta de apuntes de su bolsillo continuó—: Creo que ya tengo todos los detalles. Huellas de pies en el jardín; justamente debajo de la ventana, las marcas de unos zapatos con un claro patrón de suelas de goma, medida grande. Debe ser un cuarenta y dos o cuarenta y tres —el señor Redditch miró sus pequeños y elegantes pies—. La ventana rota, naturalmente, es lo que primero llamó nuestra atención, pues alguien había entrado en la casa por ella. Y el enrejado roto.
—No entiendo lo del enrejado —dijo el señor Redditch con una expresión desconcertante y horrorizada. Se paró confuso.
—Oh, es muy sencillo, señor —dijo el policía—. El ladrón intentó trepar a la ventana del dormitorio por el enrejado y cuando se rompió por su peso, forzó la ventana de abajo, abrió el pomo y entró por ella. No había huellas de los dedos, naturalmente, todos usan guantes en estos días, pero sí muchas huellas en el parquet. El autor debió de ser un hombre alto, pues como dije, calzaba un cuarenta y dos o un cuarenta y tres. ¿Supongo que el señor lo tendría todo asegurado?
—Sí —dijo el señor Redditch—. Afortunadamente estoy asegurado.
—Oh, querido —dijo la señora Brown—. Viene alguien más hacia la puerta. Voy a abrirla.
—Si solamente me quisieran escuchar —empezó otra vez Guillermo.
—¡Guillermo! —dijo el señor Brown—. Una vez para siempre. ¿Te quieres callar?
La señora Brown volvió a entrar, seguida por un hombre alto y joven con mirada penetrante.
—Buenos días —dijo el hombre joven en un tono de entendido negociante—. Acabo de estar en casa del señor Redditch y me han dicho que estaba aquí.
—Sí, allí está —dijo Guillermo—, y si me quisieran escuchar…
—¡¡¡Guillermo!!! —dijo el señor Brown.
—Yo represento a la compañía de seguros de Mayflowe —dijo el hombre joven—, y estando ocupado en un peritaje en Hadley, me ordenó mi jefe que viniera hacia aquí a verle. Creo que usted llamó muy temprano esta mañana para notificarles un robo.
—Sí —dijo el señor Redditch—. Me han sido robadas algunas de las valiosas piezas de plata antigua.
—Yo las tengo —dijo Guillermo—. Lo tengo todo. Y los zapatos también.
—Guillermo, ca… —empezó el señor Brown, pero luego calló, asombrado—. ¿Qué has dicho?
—Yo la tengo —dijo Guillermo—. Tengo sus zapatos y todas las piezas de plata antigua arriba en mi armario.
—No digas esas tonterías —dijo el señor Brown severamente.
—No son tonterías, afirmo que lo tengo todo yo —persistió Guillermo—. He estado probando de decírtelo y no me querías escuchar. Estábamos con Pelirrojo jugando a ser habitantes de los árboles en el jardín del señor Redditch ayer noche y le vimos regresar a su casa y romper la ventana porque se había olvidado la llave. Se cortó la mano haciéndolo —el señor Redditch, rápidamente, intentó esconder el largo y rojo corte de su mano derecha—. Y se rompió la parte de dentro de su gabardina también —el señor Redditch hizo un movimiento para envolverse en su gabardina, pero el hombre de la compañía de seguros la abrió de golpe, descubriendo un gran roto en ella—. Bueno, entonces guardó todas esas cosas de plata en una maleta y las enterró en el jardín, pensando quizá que estarían a salvo de los ladrones y enterró sus zapatos también porque los usaba para alpinismo y no quería que se los robaran. Pelirrojo y yo rompimos el enrejado y decidimos desenterrarlo todo, poniéndolo, tanto la plata como los zapatos, en sitio seco, suponiendo que no le importaría lo del enrejado si se encontraba con que le habíamos salvado sus cosas de plata y conservado sus zapatos salvos y secos.
—¿Quieres parar de decir esas insignes tonterías? —dijo el señor Brown, furioso.
—¡Qué gran imaginación! —dijo el señor Redditch.
—Un momento, un momento —dijo el hombre de la compañía de seguros—. ¿Tú dices que de verdad tienes las cosas, muchacho?
—Sí, y se las voy a enseñar —dijo Guillermo.
Como una centella subió a su habitación y regresó llevando una fangosa maleta en una mano y un par de sucios zapatos llenos de tierra en la otra. Abrió la maleta y vertió un torrente de objetos de plata en la alfombra, dejando a todos con la boca abierta y más que sorprendidos.
Guillermo abrió la maleta y vertió un torrente de objetos de plata.
—¡Aquí lo tiene! —dijo al señor Redditch—. Aquí está todo. Se lo hemos salvado Pelirrojo y yo. Ayer noche llovió y a lo mejor se le hubiera empapado y echado a perder si no se lo hubiésemos salvado, así que apuesto a que nos estará agradecido y no le importará lo del enrejado, ¿verdad?
La mirada que el señor Redditch lanzó a Guillermo expresaba muchas cosas, menos la gratitud que él esperaba.
—¿Es ésta su plata, señor Redditch? —dijo el hombre de la compañía de seguros.
—Sí —dijo el señor Redditch.
—¿Y los zapatos?
El hombre de la compañía de seguros estaba examinando los zapatos. Eran grandes, medida cuarenta y dos o cuarenta y tres, y tenía las suelas de goma marcadas de una manera inconfundible con huellas bien visibles.
—Estos son —dijo el policía.
El señor Redditch, pálido como la cera, tartamudeó:
—¡No sé nada acerca de ellos!
—¡Qué raro! —dijo el agente de seguros con aire pensativo—. Bueno, supongo que no va a hacer una reclamación ahora.
La señorita Hopkins, que estaba en pie al lado de la ventana, dio de repente un grito.
Un gato grande, gris, atravesaba con aire marchoso por la calle, con la cola derecha.
—¡Aquí está mi cariño de «Tinker»! —dijo.
Corrió fuera de la casa y volvió llevando en brazos al feroz y protestón animal.
—Ese es el chico tan malo, mi cariño —dijo como interrogando al gato y señalando a Guillermo—. ¡Oh, si mi «Tinker» pudiera hablar!
Su «Tinker» salió de entre sus brazos, saltó al suelo y se fue hacia Guillermo maullando y restregándose contra sus zapatos.
—No creo que tuviera mucho que decir, si pudiera hablar como un ser humano —dijo el señor Brown secamente.
Aprovechando el alboroto que causó la vuelta de «Tinker», el señor Redditch inició una tranquila e inadvertida retirada, empaquetando la plata y colocándola con sus zapatos sin ningún cuidado dentro de la maleta. El policía retiróse también, así como la señorita Hopkins, llevando al agitado «Tinker» en sus brazos y acariciándolo afectuosamente.
La señora Brown respiró hondo.
—¡Bueno! —dijo—. Creo que les voy a preparar una taza de café.
—¿Te has dado cuenta? —explicó a Guillermo el hombre de la compañía de seguros, moviendo su café pensativo—. Este sujeto figuró un robo porque quería cobrar el dinero del seguro. Supongo que hubiera pedido una bonita suma y apuesto a que después hubiera vendido la plata que tenía escondida, ¿lo entiendes?
—Sí —dijo Guillermo, exagerando con deleite, pues a Guillermo le gustaba que sus dramas fueran más emocionantes—. Seguramente debe ser el cabecilla de una banda de criminales internacionales. Seguro que Scotland Yard le ha estado persiguiendo desde hace años. Debe ser un contrabandista también. Y un espía. Seguramente habrá derrotado a las mejores inteligencias del Servicio Secreto.
—Bueno, no tanto como todo eso, creo yo —dijo el hombre de la compañía de seguros suavemente—, pero el hecho es que acabas de salvar a mi compañía de una gran suma de dinero y creo que tienes derecho a elegir alguna cosa especial que te gustara como recompensa y estamos dispuestos a dártela dentro de nuestro alcance, naturalmente.
Guillermo dirigió una precavida mirada a su padre, y después volvió su dura e inexpresiva cara al hombre de la compañía de seguros.
—Me gustaría una flecha y un arco y una caja de fuegos artificiales, por favor —dijo.
—¡Oh, Guillermo! —exclamó la señora Brown, reprochándole—. Ya sabes que tu padre dijo…
Pero el señor Brown asintió. Las nubes de tormenta habían desaparecido de su frente. La vida se apareció ante él otra vez libre y sin estorbos. Ya nunca más podría el señor Redditch criticar su juego de golf, ni destrozar la paz de su viaje matinal a la ciudad, ni pedir prestadas sus herramientas de jardín. Y hasta tenía la halagadora sospecha de que el señor Redditch iba a dejar el vecindario para siempre.
—No, no, querida —dijo alegremente—. Esto está muy bien. Muy bien. Como dijo Pelirrojo, las circunstancias cambian los casos.