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MIEDO A LA OPINIÓN PÚBLICA

Muy pocas personas pueden ser felices sin que su modo de vida y su concepto del mundo sean aprobados, en términos generales, por las personas con las que mantienen relaciones sociales y, muy especialmente, por las personas con que viven. Una peculiaridad de las comunidades modernas es que están divididas en sectores que difieren mucho en cuestiones de moral y creencias. Esta situación comenzó con la Reforma, o tal vez con el Renacimiento, y se ha ido acentuando desde entonces. Había protestantes y católicos que no solo tenían diferencias en asuntos de teología, sino en muchas cuestiones prácticas. Había aristócratas que se permitían hacer ciertas cosas que no eran toleradas entre la burguesía. Después, hubo latitudinarios y librepensadores que no aceptaban la imposición de un culto religioso. En nuestros tiempos, y a todo lo ancho del continente europeo, existe una profunda división entre socialistas y no socialistas, que no solo afecta a la política sino a casi todos los aspectos de la vida. En los países de habla inglesa, las divisiones son muy numerosas. En algunos sectores se admira el arte y en otros se lo considera diabólico, sobre todo si es moderno. En ciertos sectores, la devoción al imperio es la virtud suprema, en otros se considera un vicio y en otros una estupidez. Para las personas convencionales, el adulterio es uno de los peores delitos, pero grandes sectores de la población lo considera excusable, y hasta positivamente encomiable. El divorcio está absolutamente prohibido para los católicos, pero casi todos los no católicos lo consideran un alivio necesario del matrimonio.

Debido a todas estas diferencias de criterio, una persona con ciertos gustos y convicciones puede verse rechazada como un paria cuando vive en un ambiente, aunque en otro ambiente sería aceptada como un ser humano perfectamente normal. Así se origina una gran cantidad de infelicidad, sobre todo en los jóvenes. Un chico o una chica capta de algún modo las ideas que están en el aire, pero se encuentra con que esas ideas son anatema en el ambiente particular en que vive. Es fácil que a los jóvenes les parezca que el único entorno con el que están familiarizados es representativo del mundo entero. Les cuesta creer que, en otro lugar o en otro ambiente, las opiniones que ellos no se atreven a expresar por miedo a que se les considere totalmente perversos serían aceptadas como cosa normal de la época. Y de este modo, por ignorancia del mundo, se sufre mucha desgracia innecesaria, a veces solo en la juventud, pero muchas veces durante toda la vida. Este aislamiento no solo es una fuente de dolor, sino que además provoca un enorme gasto de energía en la innecesaria tarea de mantener la independencia mental frente a un entorno hostil, y en el 99 por ciento de los casos ocasiona cierto reparo a seguir las ideas hasta sus conclusiones lógicas. Las hermanas Brontë nunca conocieron a nadie que congeniara con ellas hasta después de publicar sus libros. Esto no afectó a Emily, que tenía un temperamento heroico y grandilocuente, pero sí que afectó a Charlotte, que, a pesar de su talento, siempre mantuvo una actitud muy similar a la de una institutriz. También Blake, como Emily Brontë, vivió en un aislamiento mental extremo, pero al igual que ella poseía la grandeza suficiente para superar sus malos efectos, ya que jamás dudó de que él tenía razón y sus críticos se equivocaban. Su actitud hacia la opinión pública está expresada en estos versos:

El único hombre que he conocido

que no me hacía casi vomitar

ha sido Fuseli: era mitad turco y mitad judío.

Así que, queridos amigos cristianos, ¿cómo os va?

Pero no hay muchas personas cuya vida interior tenga este grado de fuerza. Casi todo el mundo necesita un entorno amistoso para ser feliz. La mayoría, por supuesto, se encuentra a gusto en el ambiente en que le ha tocado vivir. Han asimilado de jóvenes los prejuicios más en boga y se adaptan instintivamente a las creencias y costumbres que encuentran a su alrededor. Pero para una gran minoría, que incluye a prácticamente todos los que tienen algún mérito intelectual o artístico, esta actitud de aquiescencia es imposible. Una persona nacida, por ejemplo, en una pequeña aldea rural se encontrará desde la infancia rodeada de hostilidad contra todo lo necesario para la excelencia mental. Si quiere leer libros serios, los demás niños se reirán de él y los maestros le dirán que esas obras pueden trastornarle. Si le interesa el arte, sus coetáneos le considerarán afeminado, y sus mayores dirán que es inmoral. Si quiere seguir una profesión, por muy respetable que sea, que no haya sido común en el círculo al que pertenece, se le dice que está siendo presuntuoso y que lo que estuvo bien para su padre también debería estar bien para él. Si muestra alguna tendencia a criticar las creencias religiosas o las opiniones políticas de sus padres, es probable que se meta en graves apuros. Por todas estas razones, la adolescencia es una época de gran infelicidad para casi todos los chicos y chicas con talentos excepcionales. Para sus compañeros más vulgares puede ser una época de alegría y diversión, pero ellos quieren algo más serio, que no pueden encontrar ni entre sus mayores ni entre sus coetáneos del entorno social concreto en que el azar les hizo nacer.

Cuando estos jóvenes van a la universidad, es muy probable que encuentren almas gemelas y disfruten de unos años de gran felicidad. Si tienen suerte, al salir de la universidad pueden encontrar algún tipo de trabajo que les siga ofreciendo la oportunidad de elegir compañeros con gustos similares; un hombre inteligente que viva en una ciudad tan grande como Londres o Nueva York casi siempre puede encontrar un entorno con el que congeniar, en el que no sea necesario reprimirse ni portarse con hipocresía. Pero si su trabajo le obliga a vivir en una población pequeña y, sobre todo, si necesita conservar el respeto de la gente corriente, como ocurre por ejemplo con los médicos y abogados, puede verse obligado durante casi toda su vida a ocultar sus verdaderos gustos y convicciones a la mayoría de las personas con que trata a lo largo del día. Esta situación se da mucho en Estados Unidos, debido a la gran extensión del país. En los lugares más improbables, al norte, al sur, al este y al oeste, uno encuentra individuos solitarios que saben, gracias a los libros, que existen lugares en los que no estarían solos, pero que no tienen ninguna oportunidad de vivir en dichos lugares, y solo muy de vez en cuando pueden hablar con alguien que piense como ellos. En estas circunstancias, la auténtica felicidad es imposible para los que no están hechos de una pasta tan extraordinaria como la de Blake y Emily Brontë. Si se quiere conseguir, hay que encontrar alguna manera de reducir o eludir la tiranía de la opinión pública, y que permita a los miembros de la minoría inteligente conocerse unos a otros y disfrutar de la compañía mutua.

En muchísimos casos, una timidez injustificada agrava el problema más de lo necesario. La opinión pública siempre es más tiránica con los que la temen obviamente que con los que se muestran indiferentes a ella. Los perros ladran más fuerte y están más dispuestos a morder a las personas que les tienen miedo que a los que los tratan con desprecio, y el rebaño humano es muy parecido en este aspecto. Si se nota que les tienes miedo, les estás prometiendo una buena cacería, pero si te muestras indiferente empiezan a dudar de su propia fuerza y por tanto tienden a dejarte en paz. Desde luego, no estoy hablando de las formas extremas de disidencia. Si defiendes en Kensington las ideas que son convencionales en Rusia, o en Rusia las ideas convencionales en Kensington, tendrás que atenerte a las consecuencias. No estoy pensando en estos casos extremos, sino en rupturas mucho más suaves con lo convencional, como no vestirse correctamente, pertenecer a cierta iglesia o abstenerse de leer libros inteligentes. Estas salidas de lo convencional, si se hacen alegremente y sin darles importancia, no en plan provocador sino con espontaneidad, acaban tolerándose incluso en las sociedades más convencionales. Poco a poco, se puede ir adquiriendo la posición de lunático con licencia, al que se le permiten cosas que en otra persona se considerarían imperdonables. En gran medida, es cuestión de simpatía y buen carácter. A las personas convencionales les enfurece lo que se sale de la norma, principalmente porque consideran estas desviaciones como una crítica contra ellas. Pero perdonarán muchas excentricidades a quien se muestre tan jovial y amistoso que deje claro, hasta para los más idiotas, que no tiene intención de criticarlos.

Sin embargo, este método de escapar a la censura es imposible para muchos, cuyos gustos u opiniones les granjean la antipatía del rebaño. Su falta de simpatía les hace sentirse a disgusto y adoptar una actitud beligerante, aunque guarden las apariencias o se las arreglen para evitar los temas espinosos. Y así, las personas que no están en armonía con las convenciones de su entorno social tienden a ser irritables y difíciles de contentar, y suelen carecer de buen humor expansivo. Estas mismas personas, transportadas a otro entorno donde sus puntos de vista no se considerasen raros, cambiarían por completo de carácter aparente. Dejarían de ser serias, tímidas y reservadas, y se volverían alegres y seguras de sí mismas; dejarían de ser ásperas y se volverían suaves y de trato agradable; dejarían de vivir centradas en sí mismas para volverse sociables y extravertidas.

Así pues, siempre que sea posible, los jóvenes que no se sienten en armonía con su entorno deberían procurar elegir una profesión que les dé oportunidades de encontrar compañía similar a ellos, aun cuando esto signifique una considerable pérdida de ingresos. Con frecuencia, ni siquiera saben que esto es posible, porque su conocimiento del mundo es muy limitado y puede que piensen que los prejuicios habituales en su casa son universales. Esta es una cuestión en la que los mayores podrían ayudar mucho a los jóvenes, ya que para ello es imprescindible tener mucha experiencia de la humanidad.

En esta época del psicoanálisis es habitual suponer que si algún joven no está en armonía con su entorno, tiene que deberse a algún trastorno psicológico. En mi opinión, esto es un completo error. Supongamos, por ejemplo, que los padres de un joven creen que la teoría de la evolución es abominable. En un caso así, solo se necesita inteligencia para discrepar de ellos. No estar en armonía con el propio entorno es una desgracia, de acuerdo, pero no siempre es una desgracia que haya que evitar a toda costa. Cuando el entorno es estúpido, lleno de prejuicios o cruel, no estar en armonía con él es un mérito. Y estas características se dan, en cierta medida, en casi todos los entornos. Galileo y Kepler tenían «ideas peligrosas», como se dice en Japón, y lo mismo les ocurre a los hombres más inteligentes de nuestros tiempos. No conviene que el sentido social esté tan desarrollado que haga que hombres así teman la hostilidad social que podrían provocar sus opiniones. Lo deseable es encontrar maneras de conseguir que esa hostilidad sea lo más ligera e ineficaz posible.

En el mundo moderno, la parte más importante de este problema surge en la juventud. Si un hombre ya está ejerciendo la profesión adecuada en el entorno adecuado, en la mayoría de los casos logrará escapar de la persecución social, pero mientras sea joven y sus méritos no estén demostrados, se expone a estar a merced de ignorantes que se consideran capaces de juzgar en asuntos de los que no saben nada, y que se escandalizan si se les insinúa que una persona tan joven puede saber más que ellos, con toda su experiencia del mundo. Muchas personas que han logrado al fin escapar de la tiranía de la ignorancia han tenido que luchar tanto y durante tanto tiempo contra la represión, que al final acaban amargados y con la energía debilitada. Existe la cómoda idea de que el genio siempre logra abrirse camino; y apoyándose en esta doctrina, mucha gente considera que la persecución del talento juvenil no puede hacer mucho daño. Pero no existe base alguna para aceptar esa idea. Es como la teoría de que siempre se acaba descubriendo al asesino. Evidentemente, todos los asesinos que conocemos han sido descubiertos, pero ¿quién sabe cuántos más puede haber de los que no sabemos nada? De la misma manera, todos los hombres de genio de los que hemos oído hablar han triunfado sobre circunstancias adversas, pero no hay razones para suponer que no ha habido innumerables genios más, malogrados en la juventud. Además, no solo es cuestión de genio, sino también de talento, que es igual de necesario para la comunidad. Y no solo es cuestión de salir a flote del modo que sea, sino de salir a flote sin quedar amargado y falto de energías. Por todas estas razones, no conviene ponerles muy duro el camino a los jóvenes.

Si bien es deseable que los mayores muestren respeto a los deseos de los jóvenes, no es deseable que los jóvenes muestren respeto a los deseos de los viejos. Por una razón muy simple: porque se trata de la vida de los jóvenes, no de la vida de los viejos. Cuando los jóvenes intentan regular la vida de los mayores, como por ejemplo cuando se oponen a que un padre viudo se vuelva a casar, incurren en el mismo error que los viejos que intentan regular la vida de los jóvenes. Viejos y jóvenes, en cuanto alcanzan la edad de la discreción, tienen igual derecho a decidir por sí mismos y, si se da el caso, a equivocarse por sí mismos. No se debe aconsejar a los jóvenes que cedan a las presiones de los viejos en asuntos vitales. Supongamos, por ejemplo, que es usted un joven que desea dedicarse al teatro, y que sus padres se oponen, bien porque opinen que el teatro es inmoral, bien porque les parezca socialmente inferior. Pueden aplicar todo tipo de presiones; pueden amenazarle con echarle de casa si desobedece sus órdenes; pueden decirle que es seguro que se arrepentirá al cabo de unos años; pueden citar toda una sarta de terroríficos casos de jóvenes que fueron tan insensatos como para hacer lo que usted pretende y acabaron de mala manera. Y por supuesto, puede que tengan razón al pensar que el teatro no es la profesión adecuada para usted; es posible que no tenga usted talento para actuar o que tenga mala voz. Pero si este es el caso, usted lo descubrirá enseguida, porque la propia gente de teatro se lo hará ver, y aún le quedará tiempo de sobra para adoptar una profesión diferente. Los argumentos de los padres no deben ser razón suficiente para renunciar al intento. Si, a pesar de todo lo que digan, usted lleva a cabo sus intenciones, ellos no tardarán en ceder, mucho antes de lo que usted y ellos mismos suponen. Eso sí, si la opinión de los profesionales es desfavorable, la cosa es muy distinta, porque los principiantes siempre deben respetar la opinión de los profesionales.

Yo creo que, en general, dejando aparte la opinión de los expertos, se hace demasiado caso a las opiniones de otros, tanto en cuestiones importantes como en asuntos pequeños. Como regla básica, uno debe respetar la opinión pública lo justo para no morirse de hambre y no ir a la cárcel, pero todo lo que pase de ese punto es someterse voluntariamente a una tiranía innecesaria, y lo más probable es que interfiera con la felicidad de miles de maneras. Tomemos como ejemplo la cuestión de los gastos. Muchísima gente gasta dinero en cosas que no satisfacen sus gustos naturales, simplemente porque creen que el respeto de sus vecinos depende de que posean un buen coche o de que puedan invitar a buenas cenas. En realidad, un hombre que pueda claramente comprarse un coche pero prefiera gastarse el dinero en viajar o en una buena biblioteca acabará siendo mucho más respetado que si se hubiera comportado exactamente como todos los demás. No tiene sentido burlarse deliberadamente de la opinión pública; eso es seguir bajo su dominio, aunque de un modo retorcido. Pero ser auténticamente indiferente a ella es una fuerza y una fuente de felicidad. Y una sociedad compuesta por hombres y mujeres que no se sometan demasiado a los convencionalismos es mucho más interesante que una sociedad en la que todos se comportan igual. Cuando el carácter de cada persona se desarrolla individualmente, se conservan las diferencias entre tipos y vale la pena conocer gente nueva, porque no son meras copias de las personas que ya conocemos. Esta ha sido una de las ventajas de la aristocracia, ya que a los que eran nobles por nacimiento se les permitía una conducta errática. En el mundo moderno estamos perdiendo esta fuente de libertad social, y, por tanto, se ha hecho necesario pensar más en los peligros de la uniformidad. No quiero decir que haya que ser intencionadamente excéntrico, porque eso es tan poco interesante como ser convencional. Lo único que digo es que uno debe ser natural y seguir sus inclinaciones espontáneas, siempre que no sean claramente antisociales.

En el mundo moderno, debido a la rapidez de la locomoción, la gente depende menos que antes de sus vecinos más próximos. Los que tienen automóvil pueden considerar vecino a cualquier persona que viva a menos de treinta kilómetros. Tienen, por tanto, muchas más posibilidades de elegir compañía que las que se tenían en otros tiempos. En cualquier zona populosa, hay que tener muy mala suerte para no conocer almas afines en un radio de treinta kilómetros. La idea de que hay que conocer a los vecinos inmediatos se ha extinguido ya en los grandes centros urbanos, pero aún sigue viva en las poblaciones pequeñas y en el campo. Ahora es una tontería, porque ya no hay necesidad de depender de los vecinos inmediatos para tener vida social. Cada vez es más posible elegir nuestras compañías en función de la afinidad, y no en función de la mera proximidad. La felicidad es más fácil si uno se relaciona con personas de gustos y opiniones similares. Es de esperar que las relaciones sociales se desarrollen cada vez más en esta línea, y podemos confiar en que de este modo se reduzca poco a poco, hasta casi desaparecer, la soledad que ahora aflige a tantas personas no convencionales. Indudablemente, esto aumentará su felicidad, pero también está claro que reducirá el placer sádico que los convencionales experimentan ahora teniendo a los excéntricos a su merced. Sin embargo, no creo que este sea un placer que deba interesarnos mucho preservar.

El miedo a la opinión pública, como cualquier otra modalidad de miedo, es opresivo y atrofia el desarrollo. Mientras este tipo de miedo siga teniendo fuerza, será difícil lograr nada verdaderamente importante, y será imposible adquirir esa libertad de espíritu en que consiste la verdadera felicidad, porque para ser feliz es imprescindible que nuestro modo de vida se base en nuestros propios impulsos íntimos y no en los gustos y deseos accidentales de los vecinos que nos ha deparado el azar, e incluso de nuestros familiares. No cabe duda de que el miedo a los vecinos inmediatos es mucho menor ahora que antes, pero ahora existe un nuevo tipo de miedo, el miedo a lo que pueda decir la prensa, que es tan terrorífico como todo lo relacionado con la caza de brujas medieval. Cuando los periódicos deciden convertir a una persona inofensiva en un chivo expiatorio, los resultados pueden ser terribles. Afortunadamente, la mayor parte de la gente se libra de este destino por tratarse de desconocidos, pero a medida que la publicidad va perfeccionando sus métodos, aumentará el peligro de esta nueva forma de persecución social. Es una cuestión demasiado grave para tratarla a la ligera cuando uno es la víctima; y se piense lo que se piense del noble principio de la libertad de prensa, yo creo que hay que trazar una línea más marcada que la que establecen las actuales leyes sobre difamación, y que habría que prohibir todo lo que haga la vida insoportable a individuos inocentes, aun en el caso de que hayan dicho o hecho cosas que, publicadas maliciosamente, puedan desprestigiarles. No obstante, el único remedio definitivo para este mal es una mayor tolerancia por parte del público. El mejor modo de aumentar la tolerancia consiste en multiplicar el número de individuos que gozan de auténtica felicidad y, por tanto, no obtienen su mayor placer infligiendo daño a sus prójimos.

SEGUNDA PARTE

CAUSAS DE LA FELICIDAD

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¿ES TODAVÍA POSIBLE LA

FELICIDAD?

Hasta ahora hemos hablado del hombre desdichado; nos toca ahora la más agradable tarea de considerar al hombre feliz. Las conversaciones y los libros de algunos de mis amigos casi me han hecho llegar a la conclusión de que la felicidad en el mundo moderno es ya imposible. Sin embargo, he comprobado que esa opinión tiende a desintegrarse ante la introspección, los viajes al extranjero y las conversaciones con mi jardinero. Ya he comentado en un capítulo anterior la infelicidad de mis amigos literatos; en este capítulo me propongo pasar revista a la gente feliz que he conocido a lo largo de mi vida.

Existen dos clases de felicidad, aunque, naturalmente, hay grados intermedios. Las dos clases a las que me refiero podrían denominarse normal y de fantasía, o animal y espiritual, o del corazón y de la cabeza. La designación que elijamos entre estas alternativas depende, por supuesto, de la tesis que se pretenda demostrar. A mí, por el momento, no me interesa demostrar ninguna, sino simplemente describir. Posiblemente, el modo más sencillo de describir las diferencias entre las dos clases de felicidad es decir que una clase está al alcance de cualquier ser humano y la otra solo pueden alcanzarla los que saben leer y escribir. Cuando yo era niño, conocí a un hombre que reventaba de felicidad y cuyo trabajo consistía en cavar pozos. Era extraordinariamente alto y tenía una musculatura increíble; no sabía leer ni escribir, y cuando en 1885 tuvo que votar para el Parlamento se enteró por primera vez de que existía dicha institución. Su felicidad no dependía de fuentes intelectuales; no se basaba en la fe en la ley natural ni en la perfectibilidad de la especie, ni en la propiedad común de los medios de producción, ni en el triunfo definitivo de los adventistas del Séptimo Día, ni en ninguno de los otros credos que los intelectuales consideran necesarios para disfrutar de la vida. Se basaba en el vigor físico, en tener trabajo suficiente y en superar obstáculos no insuperables en forma de roca. La felicidad de mi jardinero es del mismo tipo; está empeñado en una guerra perpetua contra los conejos, de los que habla exactamente igual que Scotland Yard de los bolcheviques; los considera siniestros, intrigantes y feroces, y opina que solo se les puede hacer frente aplicando una astucia igual a la de ellos. Como los héroes del Valhalla, que se pasaban todos los días cazando a cierto jabalí al que mataban todas las noches, pero que volvía milagrosamente a la vida cada mañana, mi jardinero puede matar a su enemigo un día sin el menor temor a que el enemigo haya desaparecido al día siguiente. Aunque pasa con mucho de los setenta años, trabaja todo el día y recorre en bicicleta veinticinco kilómetros para ir y volver del trabajo, pero su fuente de alegría es inagotable y son «esos conejos» los que se la proporcionan.

Pero dirán ustedes que estos goces tan simples no están al alcance de personas superiores como nosotros. ¿Qué alegría podemos experimentar declarando la guerra a unos seres tan insignificantes como los conejos? Este argumento, en mi opinión, no es válido. Un conejo es mucho más grande que un bacilo de la fiebre amarilla, y, sin embargo, una persona superior puede encontrar la felicidad en la guerra contra este último. Hay placeres exactamente similares a los de mi jardinero, en lo referente a su contenido emocional, que están al alcance de las personas más cultivadas. La diferencia que establece la educación solo se nota en las actividades que permiten obtener dichos placeres. El placer de lograr algo requiere que haya dificultades que al principio hagan dudar del triunfo, aunque al final casi siempre se consiga. Esta es, tal vez, la principal razón de que una confianza no excesiva en nuestras propias facultades sea una fuente de felicidad. Al hombre que se subestima le sorprenden siempre sus éxitos, mientras que al hombre que se sobreestima le sorprenden con igual frecuencia sus fracasos. La primera clase de sorpresa es agradable y la segunda desagradable. Por tanto, lo más prudente es no ser excesivamente engreído, pero tampoco demasiado modesto para ser emprendedor.

Entre los sectores más cultos de la sociedad, el más feliz en estos tiempos es el de los hombres de ciencia. Muchos de los más eminentes son muy simples en el plano emocional, y su trabajo les produce una satisfacción tan profunda que son capaces de encontrar placer en la comida e incluso en el matrimonio. Los artistas y los literatos consideran de rigueur ser desgraciados en sus matrimonios, pero los hombres de ciencia, con mucha frecuencia, siguen siendo capaces de gozar de la anticuada felicidad doméstica. La razón es que los componentes superiores de su inteligencia están totalmente absortos en el trabajo y no se les permite irrumpir en regiones en que no tienen ninguna función que realizar. En su trabajo son felices porque la ciencia del mundo moderno es progresista y poderosa, y porque nadie duda de su importancia, ni ellos ni los profanos. En consecuencia, no tienen necesidad de emociones complejas, ya que las emociones más simples no encuentran obstáculos. La complejidad emocional es como la espuma de un río. La producen los obstáculos que rompen el flujo uniforme de la corriente. Pero si las energías vitales no encuentran obstáculos, no se produce ni una ondulación en la superficie, y su fuerza pasa inadvertida al que no sea observador.

En la vida del hombre de ciencia se cumplen todas las condiciones de la felicidad. Ejerce una actividad que aprovecha al máximo sus facultades y consigue resultados que no solo le parecen importantes a él, sino también al público en general, aunque este no entienda ni una palabra. En este aspecto es más afortunado que el artista. Cuando el público no entiende un cuadro o un poema, llega a la conclusión de que es un mal cuadro o un mal poema. Cuando no es capaz de entender la teoría de la relatividad, llega a la conclusión (acertada) de que no ha estudiado suficiente. La consecuencia es que Einstein es venerado mientras los mejores pintores se mueren de hambre en sus buhardillas, y Einstein es feliz mientras los pintores son desgraciados. Muy pocos hombres pueden ser auténticamente felices en una vida que conlleve una constante autoafirmación frente al escepticismo de las masas, a menos que puedan encerrarse en sus corrillos y se olviden del frío mundo exterior. El hombre de ciencia no tiene necesidad de corrillos, ya que todo el mundo tiene buena opinión de él excepto sus colegas. El artista, por el contrario, se encuentra en la penosa situación de tener que elegir entre ser despreciado o ser despreciable. Si su talento es de primera categoría, le pueden ocurrir una u otra de estas dos desgracias: la primera, si utiliza su talento; la segunda, si no lo utiliza. Esto no ha ocurrido siempre, ni en todas partes. Ha habido épocas en que hasta los buenos artistas, incluso siendo jóvenes, estaban bien considerados. Julio II, aunque a veces trataba mal a Miguel Ángel, nunca le consideró incapaz de pintar bien. Al millonario moderno, aunque arroje una lluvia de oro sobre artistas viejos que ya han perdido sus facultades, nunca se le pasa por la cabeza que el trabajo de estos es tan importante como el suyo. Puede que estas circunstancias tengan algo que ver con el hecho de que los artistas sean, por regla general, menos felices que los hombres de ciencia.

Creo que hay que reconocer que los jóvenes más inteligentes de los países occidentales tienden a padecer esa clase de infelicidad que se deriva de no encontrar un trabajo adecuado para su talento. Sin embargo, no es este el caso en los países orientales. En la actualidad, los jóvenes inteligentes son, probablemente, más felices en Rusia que en ninguna otra parte del mundo. Allí tienen oportunidad de crear un mundo nuevo, y poseen una fe ardiente en que basar lo que crean. Los viejos han sido asesinados o exiliados, o se mueren de hambre, o se los ha desinfectado de algún otro modo para que no puedan obligar a los jóvenes, como se hace en todo país occidental, a elegir entre hacer daño y no hacer nada. Al occidental sofisticado, la fe del joven ruso le puede parecer tosca, pero ¿qué se puede decir en contra de ella? Es cierto que está creando un mundo nuevo; el nuevo mundo es de su agrado; casi con seguridad, el nuevo mundo, una vez creado, hará al ruso medio más feliz de lo que era antes de la Revolución. Tal vez no sea un mundo en que pueda ser feliz un sofisticado intelectual de Occidente, pero el sofisticado intelectual de Occidente no tiene que vivir en él. Por tanto, según todos los criterios pragmáticos, la fe de la joven Rusia está justificada, y condenarla diciendo que es tosca carece de justificación, excepto en el plano teórico. En India, China y Japón, las circunstancias exteriores de carácter político interfieren con la felicidad de la joven intelligentsia, pero no existen obstáculos internos como los que existen en Occidente. Hay actividades que a los jóvenes les parecen importantes, y si dichas actividades se hacen bien, los jóvenes son felices. Sienten que tienen que desempeñar un importante papel en la vida de la nación, y tienen objetivos que, aunque son difíciles, no son imposibles de llevar a cabo. El cinismo que tan frecuentemente observamos en los jóvenes occidentales con estudios superiores es el resultado de la combinación de la comodidad con la impotencia. La impotencia le hace a uno sentir que no vale la pena hacer nada, y la comodidad hace soportable el dolor que causa esa sensación. En todo el Oriente, el estudiante universitario confía en poder influir en la opinión pública mucho más que sus equivalentes del Occidente moderno, pero tiene muchas menos posibilidades que estos de asegurarse unos ingresos elevados. Al no sentirse ni impotente ni acomodado, se convierte en un reformista o en un revolucionario, pero no en un cínico. La felicidad del reformista o del revolucionario depende del curso que tomen los asuntos públicos, pero lo más probable es que, incluso cuando le están ejecutando, goce de más felicidad real que el cínico acomodado. Me acuerdo de un joven chino que visitó mi escuela con la intención de fundar una similar en una zona reaccionaria de China. Suponía que por ello le cortarían la cabeza, pero no obstante disfrutaba de una tranquila felicidad que yo no pude menos que envidiar.

Sin embargo, no pretendo insinuar que estas modalidades de felicidad de altos vuelos sean las únicas posibles. De hecho, solo son accesibles para una minoría, ya que requieren un tipo de capacidad y una amplitud de intereses que no pueden ser muy comunes. No solo los científicos eminentes obtienen placer de su trabajo, ni solo los grandes estadistas obtienen placer defendiendo una causa. El placer del trabajo está al alcance de cualquiera que pueda desarrollar una habilidad especializada, siempre que obtenga satisfacción del ejercicio de su habilidad sin exigir el aplauso del mundo entero. Conocí a un hombre que había perdido el movimiento de ambas piernas siendo muy joven, y aun así vivió una larga vida de serena felicidad escribiendo una obra en cinco tomos sobre las plagas de las rosas; según tengo entendido, era el principal experto en este campo. No he tenido ocasión de conocer a muchos conchólogos, pero, a juzgar por los que he conocido, el estudio de las conchas produce grandes satisfacciones a quienes lo practican. Conocí a un hombre que era el mejor cajista del mundo, y siempre estaba solicitado por todos los que se dedicaban a inventar tipos artísticos; su satisfacción no se debía al genuino respeto que le tenían personas que no concedían fácilmente su respeto, sino al placer que le producía ejercer su oficio, un placer no muy diferente del que los buenos bailarines obtienen de la danza. También he conocido cajistas especializados en componer tipos matemáticos, escritura nestoriana, o cuneiforme, o cualquier otra cosa fuera de lo normal y difícil. No llegué a saber si aquellos hombres eran felices en su vida privada, pero en sus horas de trabajo sus instintos constructivos se veían plenamente gratificados.

Se oye decir con frecuencia que en esta época de maquinismo hay menos oportunidades que antes para que el artesano se deleite en su trabajo especializado. No estoy nada seguro de que esto sea cierto; es verdad que en la actualidad el trabajador especializado trabaja en cosas muy diferentes de las que ocupaban la atención de los gremios medievales, pero sigue siendo muy importante e imprescindible en la economía maquinista. Hay personas que construyen instrumentos científicos y máquinas delicadas, hay diseñadores, mecánicos de aviación, conductores y otras muchas personas que tienen un oficio en el que pueden desarrollar una habilidad casi hasta sus últimos límites. Por lo que he podido observar, el trabajador agrícola y el campesino de las sociedades relativamente primitivas no son tan felices como un conductor o un maquinista. Es cierto que el trabajo del campesino que cultiva su propia tierra es variado: ara, siembra, cosecha. Pero está a merced de los elementos y es muy consciente de esta dependencia, mientras que el hombre que maneja un mecanismo moderno es consciente de su poder y llega a tener la sensación de que el hombre es el amo, no el esclavo, de las fuerzas naturales. Por supuesto, es cierto que no tiene nada de interesante el trabajo de la gran masa de obreros que se limitan a atender máquinas, repitiendo una y otra vez alguna operación mecánica con la menor variación posible. Pero cuanto menos interesante sea un trabajo, más probable es que acabe haciéndolo una máquina. El objetivo último de la producción maquinista -del que hay que decir que aún estamos muy lejos- es un sistema en el que las máquinas hagan todo lo que carezca de interés, reservando a los seres humanos para las tareas que suponen variedad e iniciativa. En un mundo así, el trabajo sería menos aburrido y menos deprimente que nunca desde la aparición de la agricultura. Al dedicarse a la agricultura, la humanidad decidió someterse a la monotonía y el tedio a cambio de disminuir el riesgo de morirse de hambre. Cuando los hombres obtenían su alimento mediante la caza, el trabajo era un gozo, como demuestra el hecho de que los ricos aún practiquen esta actividad ancestral por pura diversión. Pero con la introducción de la agricultura, la humanidad comenzó un largo período de mediocridad, miseria y locura, del que solo ahora empieza a liberarse gracias a la benéfica intervención de las máquinas. Queda muy bien que los sentimentales hablen del contacto con la tierra y de la madura sabiduría de los campesinos filósofos de Hardy; pero los jóvenes nacidos en el campo no piensan más que en encontrar trabajo en las ciudades para escapar de la opresión del viento y la lluvia y cambiar la soledad de las oscuras noches de invierno por el ambiente humano y tranquilizador de la fábrica y el cine. La camaradería y la cooperación son elementos imprescindibles de la felicidad del hombre normal, y son mucho más fáciles de encontrar en la industria que en la agricultura.

Para un gran número de personas, creer en una causa es una fuente de felicidad. No estoy pensando solo en los revolucionarios, socialistas, nacionalistas de países oprimidos y similares; pienso también en otras muchas creencias de tipo más humilde. He conocido personas que creían que los ingleses eran las diez tribus perdidas de Israel, y casi invariablemente eran felices; y la felicidad no tenía límites para los que creían que los ingleses proceden solamente de las tribus de Efraím y Manases. No estoy sugiriendo que el lector adopte estas creencias, ya que no puedo abogar por una felicidad basada en lo que a mí me parece una creencia falsa. Por la misma razón, me abstengo de recomendar al lector que crea que los humanos deberían alimentarse exclusivamente de frutos secos, aunque, según tengo observado, esta creencia garantiza invariablemente una felicidad perfecta. Pero es fácil encontrar alguna causa que no sea tan fantástica, y los que sientan un interés auténtico por dicha causa habrán encontrado ocupación para su tiempo libre y un antídoto infalible contra la sensación de que la vida es algo vacío.

No muy diferente de la devoción a causas menores es dejarse absorber por una afición. Uno de los matemáticos más eminentes de nuestra época reparte su tiempo a partes iguales entre las matemáticas y el coleccionismo de sellos. Supongo que los sellos le sirven de consuelo cuando no logra hacer progresos en matemáticas. La dificultad de demostrar proposiciones en teoría numérica no es la única tribulación que se puede curar coleccionando sellos, ni son los sellos lo único que se puede coleccionar. Qué vastos campos de éxtasis se abren a la imaginación cuando uno piensa en porcelana antigua, cajas de rapé, monedas romanas, puntas de flecha y utensilios de sílex. Claro que muchos de nosotros somos demasiado «superiores» para estos placeres sencillos. Todos hemos experimentado con ellos de chicos, pero por alguna razón los hemos juzgado indignos de un hombre hecho y derecho. Esto es un completo error; todo placer que no perjudique a otras personas tiene su valor. Yo, por ejemplo, colecciono ríos: me produce placer haber bajado por el Volga y subido por el Yangtsé, y lamento mucho no haber visto aún el Amazonas ni el Orinoco. Por simples que sean estas emociones, no me avergüenzo de ellas. Pensemos también en el gozo apasionado del aficionado al béisbol: lee los periódicos con avidez y se emociona oyendo la radio. Me acuerdo de cuando conocí a uno de los principales literatos de Estados Unidos, un hombre que, a juzgar por sus libros, yo suponía consumido por la melancolía. Pero dio la casualidad de que en aquel momento la radio estaba informando de los resultados más importantes de la liga de béisbol; el hombre se olvidó de mí, de la literatura y de todas las demás penalidades de nuestra vida sublunar, y chilló de alegría porque había ganado su equipo. Desde aquel día, he podido leer sus libros sin sentirme deprimido por las desgracias que les ocurren a sus personajes.

Sin embargo, en muchos casos, tal vez en la mayoría, las aficiones no son una fuente de felicidad básica sino un medio de escapar de la realidad, de olvidar por el momento algún dolor demasiado difícil de afrontar. La felicidad básica depende sobre todo de lo que podríamos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas.

El interés amistoso por las personas es una modalidad de afecto, pero no del tipo posesivo, que siempre busca una respuesta empática. Esta última modalidad es, con mucha frecuencia, una causa de infelicidad. La que contribuye a la felicidad es la de aquel a quien le gusta observar a la gente y encuentra placer en sus rasgos individuales, sin poner trabas a los intereses y placeres de las personas con que entra en contacto, y sin pretender adquirir poder sobre ellas ni ganarse su admiración entusiasta. La persona con este tipo de actitud hacia los demás será una fuente de felicidad y un recipiente de amabilidad recíproca. Su relación con los demás, sea ligera o profunda, satisfará sus intereses y sus afectos; no se amargará a causa de la ingratitud, ya que casi nunca la sufrirá, y, cuando la sufra, no lo notará. Las mismas idiosincrasias que a otro le pondrían nervioso hasta la exasperación serán para él una fuente de serena diversión. Obtendrá sin esfuerzo resultados que para otros serán inalcanzables por mucho que se esfuercen. Como es feliz por sí mismo, será una compañía agradable, y esto a su vez aumentará su felicidad. Pero todo esto tiene que ser auténtico; no debe basarse en el concepto de sacrificio inspirado por el sentido del deber. El sentido del deber es útil en el trabajo, pero ofensivo en las relaciones personales. La gente quiere gustar a los demás, no ser soportada con paciente resignación. El que te gusten muchas personas de manera espontánea y sin esfuerzo es, posiblemente, la mayor de todas las fuentes de felicidad personal.

En el párrafo anterior he mencionado también lo que yo llamo interés amistoso por las cosas. Puede que esta frase parezca forzada; se podría decir que es imposible sentir amistad por las cosas. No obstante, existe algo análogo a la amistad en el tipo de interés que un geólogo siente por las rocas o un arqueólogo por las ruinas, y este interés debería formar parte de nuestra actitud hacia los individuos o las sociedades. Uno puede sentir por ciertas cosas un interés que no es amistoso sino hostil. Es posible que un hombre se dedique a reunir datos sobre los hábitats de las arañas porque odia a las arañas y querría vivir donde no las hubiera. Este tipo de interés no proporciona la misma satisfacción que el que obtiene el geólogo de sus rocas. El interés por cosas impersonales, aunque pueda tener menos valor como ingrediente de la felicidad cotidiana que la actitud amistosa hacia el prójimo, es, no obstante, muy impórtame. El mundo es muy grande y nuestras facultades son limitadas. Si toda nuestra felicidad depende exclusivamente de nuestras circunstancias personales, lo más probable es que le pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el método más seguro de conseguir menos de lo que sería posible. La persona capaz de olvidar sus preocupaciones gracias a un interés genuino por, pongamos por ejemplo, el Concilio de Trento o el ciclo vital de las estrellas, descubrirá que al regresar de su excursión al mundo impersonal ha adquirido un aplomo y una calma que le permiten afrontar sus problemas de la mejor manera, y mientras tanto habrá experimentado una felicidad auténtica, aunque pasajera.

El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles.

En los capítulos siguientes ampliaremos este examen preliminar de las posibilidades de felicidad, y propondremos maneras de escapar de las fuentes psicológicas de infelicidad.

11

ENTUSIASMO

En este capítulo me propongo hablar de lo que a mí me parece el rasgo más universal y distintivo de las personas felices: el entusiasmo.

Tal vez la mejor manera de comprender lo que se entiende por entusiasmo sea considerar los diferentes comportamientos de las personas cuando se sientan a comer. Para algunos, la comida no es más que un aburrimiento; por muy buena que esté, a ellos no les parece interesante. Han comido platos excelentes con anterioridad, posiblemente en casi todas las comidas de su vida. Jamás han sabido lo que es pasarse sin comer hasta que el hambre se convierte en una pasión turbulenta, y han llegado a considerar que las comidas son simples actos convencionales, dictados por las costumbres de la sociedad en que viven. Como cualquier otra cosa, las comidas pueden ser un fastidio, pero no sirve de nada quejarse de ello, porque todo lo demás será aún más fastidioso. Están también los inválidos que comen por puro sentido del deber, porque el médico les ha dicho que es necesario tomar un poco de alimento para conservar la energía. Tenemos, por otra parte, a los epicúreos, que empiezan muy animados y van descubriendo que nada está tan bien cocinado como debería. Otra categoría es la de los glotones, que se lanzan sobre la comida con voracidad, comen demasiado y se quedan hinchados y llenos de gases. Por último, están los que empiezan a comer con buen apetito, disfrutan de la comida y dejan de comer cuando consideran que ya han tenido bastante. Los que participan del banquete de la vida adoptan actitudes similares ante las cosas buenas que la vida les ofrece. El hombre feliz corresponde a nuestro último tipo de comensales. Lo que es el apetito en relación con la comida, es el entusiasmo en relación con la vida. El hombre al que le aburren las comidas es el equivalente de la víctima de infelicidad byroniana. El inválido que come por sentido del deber corresponde al ascético; el glotón equivale al voluptuoso. El epicúreo es ese tipo de persona tan fastidioso que condena la mitad de los placeres de la vida por motivos estéticos. Lo más curioso es que todos estos tipos, con la posible excepción del glotón, sienten desprecio por el hombre de apetito sano y se consideran superiores a él. Les parece una vulgaridad disfrutar de la comida porque se tiene hambre, o disfrutar de la vida porque esta ofrece toda una variedad de espectáculos interesantes y experiencias sorprendentes. Desde las alturas de su falta de ilusión contemplan con desprecio a los que consideran almas simples. No siento ninguna simpatía por este punto de vista. Para mí, todo desencanto es una enfermedad que, desde luego, puede ser inevitable debido a las circunstancias, pero que, aun así, cuando se presenta hay que curarla tan pronto como sea posible, y no considerarla como una forma superior de sabiduría. Supongamos que a una persona le gustan las fresas y a otra no; ¿en qué sentido es superior la segunda? No existe ninguna prueba abstracta e impersonal de que las fresas sean buenas ni de que sean malas. Para el que le gustan, son buenas; para el que no le gustan, no lo son. Pero el hombre al que le gustan las fresas tiene un placer que el otro no tiene; en este aspecto, su vida es más agradable y está mejor adaptado al mundo en que ambos deben vivir. Y lo que es cierto en este sencillo ejemplo lo es también en cuestiones más importantes. En ese aspecto, el que disfruta viendo fútbol es superior al no aficionado. El que disfruta con la lectura es aún más superior que el que no, porque hay más oportunidades de leer que de ver fútbol. Cuantas más cosas le interesen a un hombre, más oportunidades de felicidad tendrá, y menos expuesto estará a los caprichos del destino, ya que si le falla una de las cosas siempre puede recurrir a otra. La vida es demasiado corta para que podamos interesarnos por todo, pero conviene interesarse en tantas cosas como sean necesarias para llenar nuestra vida. Todos somos propensos a la enfermedad del introvertido, que al ver desplegarse ante él los múltiples espectáculos del mundo, desvía la mirada y solo se fija en su vacío interior. Pero no vayamos a imaginar que existe algo de grandeza en la infelicidad del introvertido.

Érase una vez dos máquinas de hacer salchichas, exquisitamente construidas para la función de transformar un cerdo en las más deliciosas salchichas. Una de ellas conservó su entusiasmo por el cerdo y produjo innumerables salchichas; la otra dijo: «¿A mí qué me importa el cerdo? Mi propio mecanismo es mucho más interesante y maravilloso que cualquier cerdo». Rechazó el cerdo y se dedicó a estudiar su propio interior. Pero al quedar desprovisto de su alimento natural, su mecanismo dejó de funcionar, y cuanto más lo estudiaba, más vacío y estúpido le parecía. Toda la maquinaria de precisión que hasta entonces había llevado a cabo la deliciosa transformación quedó inmóvil, y la máquina era incapaz de adivinar para qué servía cada pieza. Esta segunda máquina de hacer salchichas es como el hombre que ha perdido el entusiasmo, mientras que la primera es como el hombre que lo conserva. La mente es una extraña máquina capaz de combinar de las maneras más asombrosas los materiales que se le ofrecen, pero sin materiales procedentes del mundo exterior se queda impotente; y a diferencia de la máquina de hacer salchichas, tiene que conseguirse ella misma los materiales, porque los sucesos solo se convierten en experiencias gracias al interés que ponemos en ellos. Si no nos interesan, no sacamos de ellos nada en limpio. Así pues, el hombre cuya atención se dirige hacia dentro no encuentra nada digno de su interés, mientras que el que dirige su atención hacia fuera puede encontrar en su interior, en esos raros momentos en que uno examina su alma, los ingredientes más variados e interesantes, desmontándose y recombinándose en patrones hermosos o instructivos.

El entusiasmo adopta innumerables formas. Recordemos, por ejemplo, que Sherlock Holmes recogió un sombrero que encontró tirado en la calle. Tras mirarlo un momento, comentó que su propietario había venido a menos a causa de la bebida y que su mujer ya no le quería como antes. La vida jamás puede ser aburrida para un hombre al que los objetos triviales ofrecen tal abundancia de interés. Pensemos en las diferentes cosas que pueden llamarnos la atención durante un paseo por el campo. A uno le pueden interesar los pájaros, a otro la vegetación, a otro la agricultura, a otro la geología, etc. Cualquiera de estas cosas es interesante si a uno le interesa; y siendo iguales todas las demás condiciones, el hombre interesado en cualquiera de ellas está mejor adaptado al mundo que el no interesado.

Qué extraordinariamente diferentes son las actitudes de las distintas personas hacia su prójimo. Durante un largo viaje en tren, un hombre puede no fijarse en ninguno de sus compañeros de viaje, mientras que otro los tendrá a todos estudiados, habrá analizado el carácter de cada uno, habrá deducido sagazmente su situación en la vida, y puede que hasta haya averiguado asuntos secretísimos de varios de ellos. Las personas se diferencian tanto en lo que sienten por los demás como en lo que llegan a saber de ellos. Hay gente que casi todo lo encuentra aburrido; a otros no les cuesta nada desarrollar rápidamente sentimientos amistosos para con la gente que entra en contacto con ellos, a menos que exista una razón concreta para sentir de otro modo. Consideremos otra vez la cuestión del viaje: algunas personas viajan por muchos países, alojándose siempre en los mejores hoteles, comiendo exactamente la misma comida que comerían en su casa, encontrándose con los mismos ricos ociosos que se encontrarían en casa, hablando de los mismos tópicos de los que hablarían en el comedor de su casa. Cuando regresan, lo único que sienten es alivio por haber acabado ya con el fastidio de los viajes caros. Otras personas, vayan donde vayan, ven lo característico de cada lugar, conocen a gente típica, observan todo lo que tenga interés histórico o social, comen la comida del país, aprenden sus costumbres y su idioma, y regresan a casa con un nuevo acopio de pensamientos agradables para las noches de invierno. En todas estas diferentes situaciones, el hombre con entusiasmo por la vida tiene ventaja sobre el hombre sin entusiasmo. Incluso las experiencias desagradables le resultan útiles. Yo me alegro de haber olfateado una multitud china y una aldea siciliana, aunque no puedo decir que experimentara mucho placer en el momento. Los aventureros disfrutan con los naufragios, los motines, los terremotos, los incendios y toda clase de experiencias desagradables, siempre que no lleguen al extremo de perjudicar gravemente su salud. Si hay un terremoto, por ejemplo, se dicen: «Vaya, de modo que así son los terremotos», y les produce placer este nuevo añadido a su conocimiento del mundo. No sería cierto decir que estos hombres no están a merced del destino, porque si perdieran la salud lo más probable sería que perdieran también su entusiasmo, aunque esto no es seguro, ni mucho menos. He conocido hombres que murieron después de años de lenta agonía, y aun así conservaron su entusiasmo casi hasta el último momento. Algunas enfermedades destruyen el entusiasmo y otras no. Yo no sé si los bioquímicos son capaces de distinguir un tipo de otro. Puede que cuando la bioquímica haya avanzado más, podamos tomar pastillas que nos hagan sentir interés por todo, pero hasta que llegue ese día estaremos obligados a depender del sentido común para observar la vida y distinguir cuáles son las causas que permiten a algunas personas sentir interés por todo, mientras que a otras no les interesa nada.

A veces, el entusiasmo es general; otras veces, es especializado. De hecho, puede estar muy especializado. Los lectores de Borrow recordarán un personaje que aparece en Romany Rye. Ha perdido a su esposa, a la que adoraba, y durante algún tiempo siente que la vida ya no tiene ningún sentido. Pero empieza a interesarse por las inscripciones chinas de las teteras y las cajas de té y, con ayuda de un diccionario francés-chino, para lo cual tiene antes que aprender francés, se dedica a descifrarlas poco a poco, adquiriendo así un nuevo interés en la vida, aunque nunca llega a utilizar sus conocimientos de chino para otros propósitos. He conocido hombres que estaban completamente absortos en la tarea de aprenderlo todo sobre la herejía gnóstica, y otros cuyo principal interés consistía en cotejar los manuscritos de Hobbes con las primeras ediciones. Es totalmente imposible saber de antemano qué le va a interesar a un hombre, pero casi todos son capaces de interesarse mucho en una u otra cosa, y cuando se despierta ese interés la vida deja de ser tediosa. Sin embargo, las aficiones muy especializadas son una fuente de felicidad menos satisfactoria que el entusiasmo general por la vida, ya que difícilmente pueden llenar toda la vida de un hombre y siempre se corre el peligro de llegar a saber todo lo que se puede saber sobre el asunto concreto que uno ha convertido en su afición.

Hay que recordar que entre los diferentes tipos de comensales en el banquete incluíamos al glotón, al que no dedicábamos ningún elogio. El lector podría pensar que el hombre con entusiasmo al que tanto hemos elogiado no se diferencia del glotón en ningún aspecto definible. Ha llegado el momento de establecer distinciones más concretas entre los dos tipos.

Los antiguos, como todo el mundo sabe, consideraban que la moderación era una de las virtudes fundamentales. Bajo la influencia del Romanticismo y la Revolución francesa, este punto de vista fue rechazado por muchos, y las pasiones arrolladoras despertaban admiración aunque fueran, como las de los héroes de Byron, de tipo destructivo y antisocial. Sin embargo, está claro que los antiguos tenían razón. En la buena vida debe existir equilibrio entre las diferentes actividades, y ninguna de ellas debe llevarse tan lejos que haga imposibles las demás. El glotón sacrifica todos los demás placeres al de comer, y de este modo disminuye la felicidad total de su vida. Hay otras muchas pasiones, además de la gula, que pueden llegar a excesos similares. La emperatriz Josefina era una glotona en lo referente a la ropa. Al principio, Napoleón pagaba las facturas de su modista, aunque protestando cada vez más. Por fin, le dijo que tenía que aprender a moderarse y que en el futuro solo pagaría las facturas cuando la cantidad le pareciera razonable. Cuando llegó la siguiente factura del modista, Josefina no supo qué hacer al principio, pero finalmente se le ocurrió una estratagema. Se dirigió al ministro de la Guerra y le exigió que pagara la factura con fondos de guerra. Como el ministro sabía que ella podía hacer que le destituyeran, pagó la factura y, como consecuencia, los franceses perdieron Génova. Al menos, eso dicen algunos libros, aunque no puedo garantizar que la historia sea absolutamente verídica. Para nuestros propósitos da lo mismo que sea verdadera o exagerada, ya que sirve para demostrar hasta dónde puede llevar la pasión por la ropa a una mujer que tiene posibilidades de entregarse a ella. Los dipsómanos y las ninfómanas son ejemplos obvios de lo mismo. También es obvio el principio que hay que aplicar en estos casos. Todos nuestros gustos y deseos tienen que encajar en el marco general de la vida. Para que sean una fuente de felicidad tienen que ser compatibles con la salud, con el cariño de nuestros seres queridos y con el respeto de la sociedad en que vivimos. Algunas pasiones se pueden satisfacer casi en cualquier grado sin traspasar estos límites; otras, no. Supongamos que a un hombre le gusta el ajedrez; si es soltero y económicamente independiente, no tiene por qué reprimir su pasión en grado alguno, pero si tiene esposa e hijos y carece de medios económicos, tendrá que reprimirla considerablemente. El dipsómano y el glotón, aunque carezcan de ataduras sociales, actúan en contra de sus propios intereses, ya que su vicio perjudica la salud y les proporciona horas de sufrimiento a cambio de minutos de placer. Hay ciertas cosas que forman una estructura a la que deben adaptarse todas las pasiones si no queremos que se conviertan en una fuente de sufrimientos. Dichas cosas son la salud, el dominio general de nuestras facultades, unos ingresos suficientes para cubrir las necesidades y los deberes sociales más básicos, como los que se refieren a la esposa y los hijos. El hombre que sacrifica estas cosas por el ajedrez es en realidad tan censurable como el dipsómano. Si no le condenamos tan severamente es solo porque es mucho menos corriente y porque hay que poseer facultades especiales para dejarse absorber por un juego tan intelectual. La fórmula griega de la moderación se aplica perfectamente a estos casos. Si a un hombre le gusta tanto el ajedrez que se pasa toda su jornada de trabajo anticipando la partida que jugará por la noche, es afortunado; pero si deja el trabajo para jugar todo el día al ajedrez, ha perdido la virtud de la moderación. Se dice que Tolstói, en sus años de locuras juveniles, ganó una medalla militar por su valor en el campo de batalla, pero cuando llegó el momento de ser condecorado, estaba tan absorto en una partida de ajedrez que decidió no ir. No es que critiquemos la conducta de Tolstói, ya que probablemente le daba igual ganar condecoraciones militares o no, pero en un hombre de menos talento un acto similar habría sido una estupidez.

Existe una limitación a la doctrina que acabamos de exponer: hay que admitir que algunos comportamientos se consideran tan esencialmente nobles que justifican el sacrificio de todo lo demás. Al hombre que da la vida en defensa de su patria no se le censura, aunque su esposa y sus hijos queden en la miseria. Al que se dedica a realizar experimentos con vistas a un gran invento o descubrimiento científico no se le culpa de la pobreza en que ha mantenido a su familia, siempre que al final sus esfuerzos se vean coronados por el éxito. Sin embargo, si nunca llega a conseguir el invento o el descubrimiento que buscaba, la opinión pública le llamará chiflado, lo cual parece injusto, ya que en este tipo de empresas nunca se puede estar seguro del éxito. Durante el primer milenio de la era cristiana, se ensalzaba al hombre que abandonaba a su familia para seguir una vida de santidad, mientras que ahora se le exigiría que dejara cubiertas sus necesidades.

Creo que siempre existe una profunda diferencia psicológica entre el glotón y el hombre de apetito sano. Los que se dejan dominar por un deseo a expensas de todos los demás suelen ser personas con algún problema interior, que intentan escapar de un espectro. En el caso del dipsómano, la cosa es evidente: bebe para olvidar. Si no hubiera espectros en su vida, la embriaguez no le resultaría más agradable que la sobriedad. Como decía el chino del chiste: «Mí no bebe por beber; mí bebe para emborracharse». Esto es típico de todas las pasiones excesivas y desproporcionadas. Lo que se busca no es placer en la cosa misma, sino el olvido. Sin embargo, una cosa es buscar el olvido de un modo embrutecedor y otra muy diferente buscarlo mediante el ejercicio de facultades positivas. El personaje de Borrow que aprendía chino para soportar la pérdida de su esposa también buscaba el olvido, pero lo buscaba mediante una actividad que no tenía efectos perjudiciales; al contrario, mejoraba su inteligencia y su cultura. No hay nada que decir contra estas formas de escape; pero es muy distinto el caso de quienes buscan el olvido en la bebida, el juego o algún otro tipo de excitación no beneficiosa. Es cierto que existen casos ambiguos: ¿qué diríamos del hombre que arriesga la vida haciendo locuras en un aeroplano o escalando montañas porque la vida se ha convertido para él en un fastidio? Si el riesgo sirve para algún fin público, podemos admirarle, pero si no, le clasificaremos muy poco por encima del jugador y el borracho.

El auténtico entusiasmo, no el que en realidad es una búsqueda del olvido, forma parte de la naturaleza humana, a menos que haya sido destruido por circunstancias adversas. A los niños les interesa todo lo que ven y oyen; el mundo está lleno de sorpresas para ellos, y siempre están fervientemente empeñados en la búsqueda de conocimientos; no de conocimiento escolástico, naturalmente, sino ese tipo de conocimiento que consiste en familiarizarse con los objetos que llaman la atención. Los animales conservan su entusiasmo incluso cuando son adultos, siempre que tengan salud. Un gato que entre en una habitación desconocida no se sentará hasta que haya olfateado todos los rincones, por si acaso hay olor a ratón en alguna parte. El hombre que no haya sufrido algún trauma grave mantendrá su interés natural por el mundo exterior; y mientras lo mantenga, la vida le resultará agradable a menos que le coarten excesivamente su libertad. La pérdida de entusiasmo en la sociedad civilizada se debe en gran parte a las restricciones a la libertad, necesarias para mantener nuestro modo de vida. El salvaje caza cuando tiene hambre, y al hacerlo obedece un impulso directo. El hombre que va a trabajar cada mañana a la misma hora actúa motivado fundamentalmente por el mismo impulso, la necesidad de asegurarse la subsistencia, pero en este caso el impulso no actúa directamente ni en el momento en que se siente, sino que actúa indirectamente, a través de abstracciones, creencias y voliciones. En el momento de salir camino del trabajo, el hombre no tiene hambre, ya que acaba de desayunar. Simplemente, sabe que el hambre volverá y que ir a trabajar es un medio de satisfacer el hambre futura. Los impulsos son irregulares, mientras que los hábitos, en una sociedad civilizada, tienen que ser regulares. Entre los salvajes, hasta las empresas colectivas, cuando las hay, son espontáneas e impulsivas. Cuando la tribu va a la guerra, el tamtan despierta el ardor guerrero, y la excitación colectiva inspira a cada individuo para la actividad necesaria. Las empresas modernas no se pueden gestionar de este modo. Cuando un tren tiene que salir a cierta hora, es imposible inspirar a los mozos de equipajes, al maquinista y al encargado de las señales por medio de una música bárbara. Cada uno ha de hacer su tarea simplemente porque tiene que hacerla; es decir, su motivo es indirecto: no sienten ningún impulso que les empuje a la actividad, sino solo hacia la recompensa ulterior de dicha actividad. Gran parte de la vida social tiene el mismo defecto. Muchas personas hablan con otras, no porque deseen hacerlo, sino pensando en algún beneficio ulterior que esperan obtener de esa cooperación. A cada momento de su vida, el hombre civilizado se ve frenado por restricciones a los impulsos. Si se siente alegre no debe cantar y bailar en la calle, y si se siente triste no debe sentarse en la acera a llorar, porque obstruiría el tránsito de los viandantes. Cuando es niño, coartan su libertad en la escuela, y en la vida adulta se la coartan durante las horas de trabajo. Todo esto hace que sea más difícil mantener el entusiasmo, porque las continuas restricciones tienden a provocar fastidio y aburrimiento. No obstante, la sociedad civilizada es imposible sin un considerable grado de restricción de los impulsos espontáneos, ya que estos solo dan lugar a las formas más simples de cooperación social, y no a las complejísimas formas que exige la organización económica moderna. Para superar estos obstáculos al entusiasmo, se necesita salud y energía en abundancia, o bien tener la buena suerte de trabajar en algo que sea interesante por sí mismo. La salud, a juzgar por las estadísticas, ha mejorado de manera constante en todos los países civilizados durante los últimos cien años, pero la energía es más difícil de medir, y dudo de que ahora se tenga tanto vigor físico en momentos de salud como se tenía en otros tiempos. El problema es, en gran medida, de tipo social, y como tal no es mi intención comentarlo en este libro. Sin embargo, el problema tiene un aspecto personal y psicológico que ya hemos comentado al hablar de la fatiga. Algunas personas mantienen el entusiasmo a pesar de los impedimentos de la vida civilizada, y muchas más podrían hacerlo si se libraran de los conflictos psicológicos internos en que gastan una gran parte de su energía. El entusiasmo requiere más energía que la que se necesita para el trabajo, y para esto es necesario que la maquinaria psicológica funcione bien. En los próximos capítulos hablaremos más sobre la manera de facilitar su buen funcionamiento.

Entre las mujeres -ahora menos que antes, pero todavía en muy gran medida-, se ha perdido mucho entusiasmo por culpa de un concepto erróneo de la respetabilidad. Estaba mal visto que las mujeres se interesaran abiertamente por los hombres y que se mostraran demasiado animadas en público. En su intento de aprender a no interesarse por los hombres, aprendían con mucha frecuencia a no interesarse por nada, exceptuando ciertas normas de comportamiento correcto. Evidentemente, inculcar una actitud de inactividad y apartamiento de la vida es inculcar algo muy perjudicial para el entusiasmo, lo mismo que fomentar cierto tipo de concentración en sí mismas, característico de muchas mujeres respetables, sobre todo si no han tenido mucha educación. No les interesan los deportes como suelen interesarles a los hombres, no les importa la política, su actitud hacia los hombres es de estirada frialdad, y su actitud hacia las mujeres de velada hostilidad, basada en la convicción de que las otras mujeres son menos respetables que ellas. Presumen de no necesitar a nadie; es decir, su falta de interés por los demás les parece una virtud. Por supuesto, no hay que culparlas de esto: lo único que hacen es aceptar la doctrina moral que ha estado vigente durante miles de años para las mujeres. Sin embargo, son víctimas, dignas de compasión, de un sistema represivo cuya iniquidad no han sido capaces de percibir. A estas mujeres les parece bien todo lo que es mezquino y les parece mal todo lo que es generoso. En su propio círculo social hacen todo lo posible por aguar las fiestas, en política son partidarias de las leyes represivas. Afortunadamente, este tipo es cada vez menos común, pero todavía predomina más de lo que creen los que viven en ambientes emancipados. Si alguien duda de lo que digo, le recomiendo que haga un recorrido por las casas de huéspedes, buscando alojamiento, y que tome nota de las patronas que encuentre durante su búsqueda. Verá que estas mujeres viven fieles a un concepto de la excelencia femenina que conlleva, como elemento imprescindible, la destrucción de todo entusiasmo por la vida, y que, como consecuencia, sus corazones y sus mentes se han atrofiado y desarrollado mal. Entre la excelencia masculina y la femenina bien entendidas no existe ninguna diferencia; en cualquier caso, ninguna de las diferencias que la tradición inculca. Tanto para las mujeres como para los hombres el entusiasmo es el secreto de la felicidad y del bienestar.

12

CARIÑO

Una de las principales causas de pérdida de entusiasmo es la sensación de que no nos quieren; y a la inversa, el sentirse amado fomenta el entusiasmo más que ninguna otra cosa. Un hombre puede tener la sensación de que no le quieren por muy diversas razones. Puede que se considere una persona tan horrible que nadie podría amarle; puede que en su infancia haya tenido que acostumbrarse a recibir menos amor que otros niños; y puede tratarse, efectivamente, de una persona a la que nadie quiere. Pero en este último caso, la causa más probable es la falta de confianza en sí mismo, debido a una infancia desgraciada. El hombre que no se siente querido puede adoptar varias actitudes como consecuencia. Puede hacer esfuerzos desesperados para ganarse el afecto de los demás, probablemente mediante actos de excepcional amabilidad. Sin embargo, es muy probable que esto no le salga bien, porque los beneficiarios perciben fácilmente el motivo de tanta bondad, y es típico de la condición humana estar más dispuesta a conceder su afecto a quienes menos lo solicitan. Así pues, el hombre que se propone comprar afecto con actos benévolos queda desilusionado al comprobar la ingratitud humana. Nunca se le ocurre que el afecto que está intentando comprar tiene mucho más valor que los beneficios materiales que ofrece como pago; y, sin embargo, sus actos se basan en esta convicción. Otro hombre, al darse cuenta de que no es amado, puede querer vengarse del mundo, provocando guerras y revoluciones o mojando su pluma en hiel, como Swift. Esta es una reacción heroica a la desgracia, que requiere mucha fuerza de carácter, la suficiente para que un hombre se atreva a enfrentarse al resto del mundo. Pocos hombres son capaces de alcanzar tales alturas; la gran mayoría, tanto hombres como mujeres, cuando no se sienten queridos se hunden en una tímida desesperación, aliviada solo por ocasionales chispazos de envidia y malicia. Como regla general, estas personas viven muy reconcentradas en sí mismas, y la falta de afecto les da una sensación de inseguridad de la que procuran instintivamente escapar dejando que los hábitos dominen por completo sus vidas. Las personas que son esclavas de una rutina invariable suelen actuar así por miedo al frío mundo exterior, y porque sienten que no tropezarán con él si siguen exactamente el mismo camino por el que han andado todos los días. Los que se enfrentan a la vida con sensación de seguridad son mucho más felices que los que la afrontan con sensación de inseguridad, siempre que esa sensación de seguridad no los conduzca al desastre. Y en muchísimos casos, aunque no en todos, la misma sensación de seguridad les ayuda a escapar de peligros en los que otros sucumbirían. Si uno camina sobre un precipicio por una tabla estrecha, tendrá muchas más probabilidades de caerse si tiene miedo que si no lo tiene. Y lo mismo se aplica a nuestro comportamiento en la vida. Por supuesto, el hombre sin miedo puede toparse de pronto con el desastre, pero es probable que salga indemne de muchas situaciones difíciles, en las que un tímido lo pasaría muy mal. Como es natural, este tipo tan útil de confianza en uno mismo adopta innumerables formas. Unos se sienten confiados en las montañas, otros en el mar y otros en el aire. Pero la confianza general en uno mismo es consecuencia, sobre todo, de estar acostumbrado a recibir todo el afecto que uno necesita. Y de este hábito mental, considerado como una fuente de entusiasmo, es de lo que quiero hablar en el presente capítulo.

Lo que causa esta sensación de seguridad es el afecto recibido, no el afecto dado, aunque en la mayor parte de los casos suele ser un cariño recíproco. Hablando en términos estrictos, no es solo el afecto, sino la admiración, lo que produce estos resultados. Las personas que por profesión tienen que ganarse la admiración del público, como los actores, predicadores, oradores y políticos, dependen cada vez más del aplauso. Cuando reciben el ansiado premio de la aprobación pública, sus vidas se llenan de entusiasmo; cuando no lo reciben, viven descontentos y reconcentrados. La simpatía difusa de una multitud es para ellos lo que para otros el cariño concentrado de unos pocos. El niño cuyos padres le quieren acepta su cariño como una ley de la naturaleza. No piensa mucho en ello, aunque sea muy importante para su felicidad. Piensa en el mundo, en las aventuras que le van ocurriendo y en las aventuras aún más maravillosas que le ocurrirán cuando sea mayor. Pero detrás de todos estos intereses exteriores está la sensación de que el amor de sus padres le protegerá contra todo desastre. El niño al que, por alguna razón, le falta el amor paterno, tiene muchas posibilidades de volverse tímido y apocado, lleno de miedos y autocompasión, y ya no es capaz de enfrentarse al mundo con espíritu de alegre exploración. Estos niños pueden ponerse a meditar sorprendentemente pronto sobre la vida, la muerte y el destino humano. Al principio, se vuelven introvertidos y melancólicos, pero a la larga buscan el consuelo irreal de algún sistema filosófico o teológico. El mundo es un lugar muy confuso que contiene cosas agradables y cosas desagradables mezcladas al azar. Y el deseo de encontrar una pauta o un sistema inteligible es, en el fondo, consecuencia del miedo; de hecho, es como una agorafobia o miedo a los espacios abiertos. Entre las cuatro paredes de su biblioteca, el estudiante tímido se siente a salvo. Si logra convencerse de que el universo está igual de ordenado, se sentirá casi igual de seguro cuando tenga que aventurarse por las calles. Si estos hombres hubieran recibido más cariño tendrían menos miedo del mundo y no habrían tenido que inventar un mundo ideal para sustituir al real en sus mentes.

Sin embargo, no todo cariño tiene este efecto de animar a la aventura. El afecto que se da debe ser fuerte y no tímido, desear la excelencia del ser amado más que su seguridad, aunque, por supuesto, no sea indiferente a la seguridad. La madre o niñera timorata, que siempre está advirtiendo a los niños de los desastres que pueden ocurrirles, que piensa que todos los perros muerden y que todas las vacas son toros, puede infundirles aprensiones iguales a las suyas, haciéndoles sentir que nunca estarán a salvo si se apartan de su lado. A una madre exageradamente posesiva, esta sensación por parte del niño puede resultarle agradable: le interesa más que el niño dependa de ella que su capacidad para enfrentarse al mundo. En este caso, lo más probable es que a largo plazo al niño le vaya aún peor que si no le hubieran querido nada. Los hábitos mentales adquiridos en los primeros años tienden a persistir toda la vida. Muchas personas, cuando se enamoran, lo que buscan es un pequeño refugio contra el mundo, donde puedan estar seguras de ser admiradas aunque no sean admirables y elogiadas aunque no sean dignas de elogios. Para muchos hombres, el hogar es un refugio contra la verdad: lo que buscan es una compañera con la que puedan descansar de sus miedos y aprensiones. Buscan en sus esposas lo que obtuvieron antes de una madre incompetente, y aun así se sorprenden si sus esposas les consideran niños grandes.

Definir el mejor tipo de cariño no es nada fácil, ya que, evidentemente, siempre habrá en él algún elemento protector. No somos indiferentes a los dolores de las personas que amamos. Sin embargo, creo que la aprensión o temor a la desgracia, que no hay que confundir con la simpatía cuando realmente ha ocurrido una desgracia, debe desempeñar el mínimo papel posible en el cariño. Tener miedo por otros es poco mejor que tener miedo por nosotros mismos. Y además, con mucha frecuencia es solo un camuflaje de los sentimientos posesivos. Al infundir temores en el otro se pretende adquirir un dominio más completo sobre él. Esta, por supuesto, es una de las razones de que a los hombres les gusten las mujeres tímidas, ya que al protegerlas sienten que las poseen. La cantidad de solicitud que una persona puede recibir sin salir dañada depende de su carácter: una persona fuerte y aventurera puede aguantar bastante sin salir perjudicada, pero a una persona tímida le conviene esperar poco en este aspecto.

El afecto recibido cumple una función doble. Hasta ahora hemos hablado del tema en relación con la seguridad, pero en la vida adulta tiene un propósito biológico aún más importante: la procreación. Ser incapaz de inspirar amor sexual es una grave desgracia para cualquier hombre o mujer, ya que les priva de las mayores alegrías que puede ofrecer la vida. Es casi seguro que, tarde o temprano, esta privación destruya el entusiasmo y conduzca a la introversión. Sin embargo, lo más frecuente es que una niñez desgraciada genere defectos de carácter que dejan incapacitado para inspirar amor más adelante. Seguramente, esto afecta más a los hombres que a las mujeres, ya que, en general, las mujeres tienden a amar a los hombres por su carácter mientras que los hombres tienden a amar a las mujeres por su apariencia. Hay que decir que, en este aspecto, los hombres se muestran inferiores a las mujeres, ya que las cualidades que los hombres encuentran agradables en las mujeres son, en conjunto, menos deseables que las que las mujeres encuentran agradables en los hombres. Sin embargo, no estoy seguro de que sea más fácil adquirir buen carácter que adquirir buen aspecto; en cualquier caso, las medidas necesarias para lograr esto último son más conocidas, y las mujeres se esfuerzan más en ello que los hombres en formarse un buen carácter.

Hasta ahora hemos hablado del cariño que recibe una persona. Ahora me propongo hablar del cariño que una persona da. También hay dos tipos diferentes: uno es, posiblemente, la manifestación más importante del entusiasmo por la vida, mientras que el otro es una manifestación de miedo. El primero me parece completamente admirable, mientras que el segundo es, en el mejor de los casos, un simple consuelo. Si vamos en un barco en un día espléndido, bordeando una costa muy hermosa, admiramos la costa y ello nos produce placer. Este placer se deriva totalmente de mirar hacia fuera y no tiene nada que ver con ninguna necesidad desesperada nuestra. En cambio, si el barco naufraga y tenemos que nadar hacia la costa, esta nos inspira un nuevo tipo de amor: representa la seguridad contra las olas, y su belleza o fealdad dejan de ser importantes. El mejor tipo de afecto es equivalente a la sensación del hombre cuyo barco está seguro; el menos bueno corresponde a la del náufrago que nada. El primero de estos tipos de afecto solo es posible cuando uno se siente seguro o indiferente a los peligros que le acechan; el segundo tipo, en cambio, está causado por la sensación de inseguridad. La sensación generada por la inseguridad es mucho más subjetiva y egocéntrica que la otra, ya que se valora a la persona amada por los servicios prestados y no por sus cualidades intrínsecas. Sin embargo, no pretendo decir que este tipo de afecto no desempeñe un papel legítimo en la vida. De hecho, casi todo afecto real combina algo de los dos tipos, y si el afecto cura realmente la sensación de inseguridad, el hombre queda libre para sentir de nuevo ese interés por el mundo que se apaga en los momentos de peligro y miedo. Pero, aun reconociendo el papel que este tipo de afecto desempeña en la vida, seguimos sosteniendo que no es tan bueno como el otro tipo, porque depende del miedo y el miedo es malo, y también porque es más egocéntrico. El mejor tipo de afecto hace que el hombre espere una nueva felicidad, y no escapar de una antigua infelicidad.

El mejor tipo de afecto es recíprocamente vitalizador; cada uno recibe cariño con alegría y lo da sin esfuerzo, y los dos encuentran más interesante el mundo como consecuencia de esta felicidad recíproca. Existe, sin embargo, otra modalidad que no es nada rara, en la que una persona le chupa la vitalidad a la otra; uno recibe lo que el otro da, pero a cambio no da casi nada. Algunas personas muy vitales pertenecen a este tipo vampírico. Extraen la vitalidad de una víctima tras otra, pero mientras ellos prosperan y se hacen cada vez más interesantes, las personas de las que viven se van quedando apagadas y tristes. Esta gente utiliza a los demás para sus propios fines, y nunca les consideran como un fin en sí mismos. En realidad, no les interesan las personas a las que creen que aman en cada momento; solo les interesa el estímulo para sus propias actividades, que pueden ser de tipo muy impersonal. Evidentemente, esto se debe a algún defecto de carácter, pero no es fácil diagnosticarlo ni curarlo. Es una característica que suele estar asociada con una gran ambición, y yo diría que se basa en una opinión exageradamente unilateral de lo que constituye la felicidad humana. El afecto, en el sentido de auténtico interés recíproco de dos personas, una por la otra, y no solo como un medio para que cada uno obtenga beneficios sino como una combinación con vistas al bien común, es uno de los elementos más importantes de la auténtica felicidad, y el hombre cuyo ego está tan encerrado entre muros de acero que le resulta imposible expandirse de este modo se pierde lo mejor que la vida puede ofrecer, por muchos éxitos que logre en su carrera. La ambición que no incluye el afecto en sus planes suele ser consecuencia de algún tipo de resentimiento u odio a la raza humana, provocado por una infancia desgraciada, por injusticias sufridas posteriormente o por cualquiera de las causas que conducen a la manía persecutoria. Un ego demasiado fuerte es una prisión de la que el hombre debe escapar si quiere disfrutar plenamente del mundo. La capacidad de sentir auténtico cariño es una de las señales de que uno ha escapado de esta cárcel del ego. Recibir cariño no basta; el cariño que se recibe debe liberar el cariño que hay que dar, y solo cuando ambos existen en igual medida se hacen realidad sus mejores posibilidades.

Los obstáculos psicológicos y sociales que impiden el florecimiento del cariño recíproco son un grave mal que el mundo ha padecido siempre y sigue padeciendo. A la gente le cuesta trabajo conceder su admiración, por miedo a equivocarse; y le cuesta trabajo dar amor, por miedo a que les haga sufrir la persona amada o un mundo hostil. Se fomenta la cautela, tanto en nombre de la moral como en nombre de la sabiduría mundana, y el resultado es que se procura evitar la generosidad y el espíritu aventurero en cuestiones afectivas. Todo esto tiende a producir timidez e ira contra la humanidad, ya que mucha gente queda privada durante toda su vida de una necesidad fundamental, que para nueve de cada diez personas es una condición indispensable para ser feliz y tener una actitud abierta hacia el mundo. No hay que suponer que las personas consideradas inmorales sean superiores a las demás en este aspecto. En las relaciones sexuales casi nunca hay nada que pueda llamarse auténtico cariño; muchas veces hay incluso una hostilidad básica. Cada uno trata de no entregarse, intenta mantener su soledad fundamental, pretende mantenerse intacto, y, por tanto, no fructifica. Estas experiencias no tienen ningún valor fundamental. No digo que deban evitarse estrictamente, ya que las medidas que habría que adoptar para ello interferirían también con las ocasiones en que podría crecer un cariño más valioso y profundo. Pero sí digo que las únicas relaciones sexuales que tienen auténtico valor son aquellas en que no hay reticencias, en que las personalidades de ambos se funden en una nueva personalidad colectiva. Entre todas las formas de cautela, la cautela en el amor es, posiblemente, la más letal para la auténtica felicidad.

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LA FAMILIA

De todas las instituciones que hemos heredado del pasado, ninguna está en la actualidad tan desorganizada y mal encaminada como la familia. El amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres puede ser una de las principales fuentes de felicidad, pero lo cierto es que en estos tiempos las relaciones entre padres e hijos son, en el 90 por ciento de los casos, una fuente de infelicidad para ambas partes, y en el 99 por ciento de los casos son una fuente de infelicidad para al menos una de las dos partes. Este fracaso de la familia, que ya no proporciona la satisfacción fundamental que en principio podría proporcionar, es una de las causas más profundas del descontento predominante en nuestra época. El adulto que desea tener una relación feliz con sus hijos o proporcionarles una vida feliz debe reflexionar a fondo sobre la paternidad; y después de reflexionar, debe actuar con inteligencia. El tema de la familia es demasiado amplio para tratarlo en este libro, excepto en relación con nuestro problema particular, que es la conquista de la felicidad. E incluso en relación con este problema, solo podemos hablar de mejoras que estén al alcance de cada individuo, sin tener que alterar la estructura social. Por supuesto, esta es una grave limitación, porque las causas de infelicidad familiar en nuestros tiempos son de tipos muy diversos: psicológicas, económicas, sociales, de educación y políticas. En los sectores más acomodados de la sociedad, dos causas se han combinado para hacer que las mujeres consideren la maternidad como una carga mucho más pesada que lo que era en tiempos pasados. Estas dos causas son: por una parte, el acceso de las mujeres solteras al trabajo profesional; y por otra parte, la decadencia del servicio doméstico. En los viejos tiempos, las mujeres se veían empujadas al matrimonio para huir de las insoportables condiciones de vida de las solteronas. La solterona tenía que vivir en casa, dependiendo económicamente, primero del padre y después de algún hermano mal dispuesto. No tenía nada que hacer para ocupar sus días y carecía de libertad para pasarlo bien fuera de las paredes protectoras de la mansión familiar. No tenía oportunidad ni inclinación hacia las aventuras sexuales, que consideraba una abominación excepto en el seno del matrimonio. Si, a pesar de todas las salvaguardas, perdía su virtud a causa de los engaños de algún astuto seductor, su situación se hacía lamentable en extremo. Está descrita con mucha exactitud en El vicario de Wakefield:

La única solución para ocultar su culpa,

para esconder su vergüenza de todas las miradas,

para conseguir el arrepentimiento de su amante

y arrancarle su cariño es… la muerte.

La soltera moderna no considera necesario morir en estas circunstancias. Si ha tenido una buena educación, no le resulta difícil vivir con desahogo, y así no necesita la aprobación de los padres. Desde que los padres han perdido el poder económico sobre sus hijas, se abstienen mucho más de expresar su desaprobación moral de lo que estas hacen; no tiene mucho sentido regañar a una persona que no se va a quedar a que la regañen. De este modo, la joven soltera que tiene una profesión puede ya, si su inteligencia y su atractivo no están por debajo de la media, disfrutar de una vida agradable en todos los aspectos, con tal de que no ceda al deseo de tener hijos. Pero si se deja vencer por este deseo, se verá obligada a casarse y casi con seguridad perderá su empleo. Y entonces descenderá a un nivel de vida mucho más bajo que aquel al que estaba acostumbrada, porque lo más probable es que el marido no gane más de lo que ganaba ella antes, y con eso hay que mantener a toda una familia en lugar de a una mujer sola. Después de haber gozado de independencia, le resulta humillante tener que mirar hasta el último céntimo en los gastos necesarios. Por todas estas razones, a estas mujeres les cuesta decidirse a ser madres. La que, a pesar de todo, da el paso, tiene que afrontar un nuevo y abrumador problema que no tenían las mujeres de anteriores generaciones: la escasez y mala calidad del servicio doméstico. Como consecuencia, queda atada a su casa, obligada a realizar mil tareas triviales, indignas de sus aptitudes y su formación; y si no las hace ella misma, se amarga el carácter riñendo a criadas negligentes. En lo referente al cuidado físico de los hijos, si se ha tomado la molestia de informarse bien del asunto, decidirá que es imposible, sin grave riesgo de desastre, confiar los niños a una niñera o incluso dejar en manos de otros las más elementales precauciones en cuestión de limpieza e higiene, a menos que pueda permitirse pagar a una niñera que haya estudiado en alguna institución cara. Abrumada por una masa de detalles insignificantes, tendrá mucha suerte si no pierde pronto todo su encanto y tres cuartas partes de su inteligencia. Muy a menudo, por el mero hecho de estar realizando tareas necesarias, estas mujeres se convierten en un fastidio para sus maridos y una molestia para sus hijos. Cuando llega la noche y el marido vuelve del trabajo, la mujer que habla de sus problemas domésticos resulta aburrida, y la que no habla parece distraída. En relación con los hijos, los sacrificios que tuvo que hacer para tenerlos están tan presentes en su mente que es casi seguro que exija una recompensa mayor de la que sería lógico esperar; y el constante hábito de atender a detalles triviales la volverá quisquillosa y mezquina. Esta es la más perniciosa de todas las injusticias que tiene que sufrir: que precisamente por cumplir con su deber para con su familia pierde el cariño de esta, mientras que si no se hubiera preocupado por ellos y hubiera seguido siendo alegre y encantadora, probablemente la seguirían queriendo.[3]

Estos problemas son básicamente económicos, lo mismo que otro que es casi igual de grave. Me refiero a las dificultades para encontrar vivienda, a consecuencia de la concentración de población en las grandes ciudades. En la Edad Media, las ciudades eran tan rurales como lo es ahora el campo. Los niños aún cantan la canción infantil que dice:

En el campanario de San Pablo crece un árbol

todo cargado de manzanas.

Los niños de Londres vienen corriendo

con palos para tirarlas.

Y corren de seto en seto

hasta llegar al puente de Londres.

El campanario ha desaparecido, y no sé cuándo desaparecieron los setos que había entre San Pablo y el puente de Londres. Han pasado muchos siglos desde que los niños de Londres podían gozar de las diversiones que describe la canción, pero hasta hace poco la gran masa de la población vivía en el campo. Los pueblos no eran muy grandes, era fácil salir de ellos y no era nada raro que muchas casas tuvieran huertos. En la Inglaterra actual, la preponderancia de la población urbana sobre la rural es absoluta. En Estados Unidos esta preponderancia no es aún tan grande, pero va aumentando con rapidez. Ciudades como Londres y Nueva York son tan grandes que se tarda mucho tiempo en salir de ellas. Los que viven en la ciudad suelen tener que conformarse con un piso que, por supuesto, no tiene ni un centímetro cuadrado de tierra al lado, y la gente con pocos medios económicos tiene que conformarse con un espacio mínimo. Si hay niños, la vida en un piso es dura. No hay espacio para que los niños jueguen, ni hay espacio para que los padres escapen del ruido que hacen los niños. Como consecuencia, los profesionales tienden cada vez más a vivir en los suburbios. Indudablemente, esto es mejor desde el punto de vista de los niños, pero aumenta considerablemente la fatiga del padre y disminuye mucho su participación en la vida familiar.

Sin embargo, no es mi intención comentar estos graves problemas económicos, ya que son ajenos al problema que nos interesa: qué puede hacer el individuo aquí y ahora para encontrar la felicidad. Nos aproximaremos más a este problema si consideramos las dificultades psicológicas que existen actualmente en las relaciones entre padres e hijos. Dichas dificultades forman parte de los problemas planteados por la democracia. En los viejos tiempos, había señores y esclavos; los señores decidían lo que había que hacer, y en general apreciaban a sus esclavos ya que estos se ocupaban de su felicidad. Es probable que los esclavos odiaran a sus amos, aunque esto no era, ni mucho menos, tan universal como la teoría democrática quiere hacernos creer. Pero aunque odiaran a sus señores, los señores ni se enteraban, y en todo caso los señores eran felices. Todo esto cambió con la aceptación general de la democracia: los esclavos que antes se resignaban dejaron de resignarse; los señores que antes no tenían ninguna duda acerca de sus derechos empezaron a dudar y a sentirse inseguros. Se produjeron fricciones que ocasionaron infelicidad en ambas partes. Todo esto que digo no debe entenderse como un argumento contra la democracia, porque problemas como los mencionados son siempre inevitables en toda transición importante. Pero no tiene sentido negar el hecho de que el mundo se vuelve muy incómodo durante las transiciones.

El cambio en las relaciones entre padres e hijos es un ejemplo particular de la expansión general de la democracia. Los padres ya no están seguros de sus derechos frente a sus hijos; los hijos ya no sienten que deban respeto a sus padres. La virtud de la obediencia, que antes se exigía sin discusión, está pasada de moda, y es justo que así sea. El psicoanálisis ha aterrorizado a los padres cultos, que temen hacer daño a sus hijos sin querer. Si los besan, pueden generar un complejo de Edipo; si no los besan, pueden provocar ataques de celos. Si ordenan a los hijos hacer ciertas cosas, pueden inculcarles un sentimiento de pecado; si no lo hacen, los niños pueden adquirir hábitos que los padres consideran indeseables. Cuando ven a su bebé chupándose el pulgar, sacan toda clase de aterradoras inferencias, pero no saben qué hacer para impedírselo. La paternidad, que antes era un triunfal ejercicio de poder, se ha vuelto timorata, ansiosa y llena de dudas de conciencia. Se han perdido los sencillos placeres del pasado, y eso ha ocurrido precisamente en un momento en que, debido a la nueva libertad de las mujeres solteras, la madre ha tenido que sacrificar mucho más que antes al decidirse a ser madre. En estas circunstancias, las madres conscientes exigen muy poco a sus hijos, y las madres inconscientes les exigen demasiado. Las madres conscientes reprimen su cariño natural y se vuelven tímidas; las inconscientes buscan en sus hijos una compensación por los placeres a los que han tenido que renunciar. En el primer caso, la parte afectiva del niño queda desatendida; en el segundo, recibe una estimulación excesiva. En ninguno de los dos casos queda nada de aquella felicidad simple y natural que la familia puede proporcionar cuando funciona bien. En vista de todos estos problemas, ¿es de extrañar que disminuya la tasa de natalidad? El descenso de la tasa de natalidad en la población en general ha alcanzado un punto que índica que la población empezará pronto a decrecer, pero entre las clases acomodadas este punto se superó hace mucho, no solo en un país, sino en prácticamente todos los países más civilizados. No existen muchas estadísticas sobre la tasa de natalidad en la clase acomodada, pero podemos citar dos datos incluidos en el libro de Jean Ayling antes mencionado. Parece que en Estocolmo, entre los años 1919 y 1922, la fecundidad de las mujeres profesionales era solo un tercio de la de la población general, y que entre 1896 y 1913, los cuatro mil licenciados de la Universidad estadounidense de Wellesley solo tuvieron unos tres mil hijos, cuando para evitar un descenso de la población tendrían que haber tenido ocho mil, y que ninguno de ellos hubiera muerto prematuramente. No cabe duda de que la civilización creada por las razas blancas tiene esta curiosa característica: a medida que los hombres y las mujeres la adoptan, se vuelven estériles. Los más civilizados son los más estériles; los menos civilizados son los más fértiles; y entre los dos hay una gradación continua. En la actualidad, los sectores más inteligentes de las naciones occidentales se están extinguiendo. Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan con inmigrantes de zonas menos civilizadas. Y en cuanto los inmigrantes absorban la civilización de su país adoptivo, también ellos se volverán relativamente estériles. Está claro que una civilización con esta característica es inestable; si no se la puede inducir a reproducirse, tarde o temprano se extinguirá y dejará sitio a otra civilización en que el instinto de paternidad haya conservado la fuerza suficiente para impedir que la población disminuya.

En todos los países occidentales, los moralistas oficiales han procurado resolver este problema mediante exhortaciones y sentimentalismos. Por una parte dicen que el deber de toda pareja casada es tener tantos hijos como Dios quiera, independientemente de las expectativas de salud y felicidad que dichos hijos puedan tener. Por otra parte, los predicadores varones no paran de hablar de los sagrados gozos de la maternidad, tratando de hacer creer que una familia numerosa llena de niños enfermos y pobres es una fuente de felicidad. El Estado contribuye con el argumento de que se necesita una cantidad suficiente de carne de cañón, porque ¿cómo van a funcionar como es debido todas estas exquisitas e ingeniosas armas de destrucción, si no hay suficientes poblaciones para destruir? Por extraño que parezca, el padre individual puede llegar a aceptar estos argumentos aplicados a los demás, pero sigue haciendo oídos sordos cuando se trata de aplicárselos a él. La psicología de los sacerdotes y los patriotas ha fracasado. Los curas pueden tener éxito mientras puedan amenazar con el fuego del infierno y les hagan caso, pero ya solo una minoría de la población se toma en serio esta amenaza. Y ninguna amenaza de este tipo es capaz de controlar la conducta en un asunto tan privado. En cuanto al Estado, su argumento es simplemente demasiado feroz. Puede haber quienes estén de acuerdo en que otros deban proporcionar carne de cañón, pero no les atrae la posibilidad de que se utilice a sus hijos de ese modo. Así pues, lo único que puede hacer el Estado es procurar mantener a los pobres en la ignorancia, un esfuerzo que, como demuestran las estadísticas, está fracasando visiblemente excepto en los países occidentales más atrasados. Muy pocos hombres y mujeres tendrán hijos movidos por su sentido del deber social, aunque estuviera claro que existe dicho deber social, que no lo está. Cuando los hombres y las mujeres tienen hijos, lo hacen porque creen que los hijos contribuirán a su felicidad o porque no saben cómo evitarlo. Esta última razón todavía influye mucho, aunque su influencia va disminuyendo rápidamente. Y no hay nada que el Estado y las Iglesias puedan hacer para evitar que esta tendencia continúe. Por tanto, si se quiere que las razas blancas sobrevivan, es necesario que la paternidad vuelva a ser capaz de hacer felices a los padres.

Si consideramos la condición humana prescindiendo de las circunstancias actuales, creo que está claro que la paternidad es psicológicamente capaz de proporcionar la mayor y más duradera felicidad que se puede encontrar en la vida. Sin duda, esto se aplica más a las mujeres que a los hombres, pero también se aplica a los hombres mucho más de lo que tienden a creer casi todos los modernos. Es algo que se da por supuesto en casi toda la literatura anterior a nuestra época. Hécuba se preocupa más de sus hijos que de Príamo; MacDuff quiere más a sus hijos que a su esposa. En el Antiguo Testamento, hombres y mujeres desean fervientemente dejar descendencia; en China y Japón esta actitud ha persistido hasta nuestros días. Se dirá que este deseo se debe al culto a los antepasados, pero yo creo que ocurre precisamente lo contrario: que el culto a los antepasados es un reflejo del interés que se pone en la persistencia de la familia. Volviendo a las mujeres profesionales de las que hablábamos hace poco, está claro que el instinto de tener hijos debe de ser muy fuerte, pues de lo contrario ninguna de ellas haría los sacrificios que son necesarios para satisfacerlo. En mi caso personal, la paternidad me ha proporcionado una felicidad mayor que ninguna otra de las que he experimentado. Creo que cuando las circunstancias obligan a hombres o mujeres a renunciar a esta felicidad, les queda una necesidad muy profunda sin satisfacer, y esto provoca una sensación de descontento e indiferencia cuya causa puede permanecer totalmente desconocida. Para ser feliz en este mundo, sobre todo cuando la juventud ya ha pasado, es necesario sentir que uno no es solo un individuo aislado cuya vida terminará pronto, sino que forma parte del río de la vida, que fluye desde la primera célula hasta el remoto y desconocido futuro. Como sentimiento consciente, expresado en términos rigurosos, está claro que esto conlleva una visión del mundo intelectual e hipercivilizada; pero como vaga emoción instintiva es algo primitivo y natural, y lo hipercivilizado es no sentirla. Un hombre capaz de grandes logros, tan notables que dejen huella en épocas futuras, puede satisfacer esta tendencia por medio de su trabajo, pero para los hombres y mujeres que carezcan de dotes excepcionales, el único modo de lograrlo es tener hijos. Los que han dejado que se atrofien sus impulsos procreativos se han separado del río de la vida, y al hacerlo corren grave peligro de desecarse. Para ellos, a menos que sean excepcionalmente impersonales, con la muerte se acaba todo. El mundo que habrá después de ellos no les interesa y por eso les parece que todo lo que hagan es trivial y sin importancia. Para el hombre o la mujer que tiene hijos y nietos y los quiere con cariño natural, el futuro es importante, por lo menos hasta donde duren sus vidas, no solo por motivos morales o por un esfuerzo de la imaginación, sino de un modo natural e instintivo. Y el hombre que ha podido extender tanto sus intereses, más allá de su vida personal, casi seguro que puede extenderlos aún más. Como a Abraham, le producirá satisfacción pensar que sus descendientes heredarán la tierra prometida, aunque esto tarde muchas generaciones en ocurrir. Y gracias a estos sentimientos, se salva de la sensación de futilidad que de otro modo apagaría todas sus emociones.

La base de la familia es, por supuesto, el hecho de que los padres sienten un tipo especial de cariño por sus hijos, diferente del que sienten entre ellos y del que sienten por otros niños. Es cierto que algunos padres tienen muy poco o ningún amor paterno, y también es cierto que algunas mujeres son capaces de querer a los niños ajenos casi tanto como quieren a los suyos propios. No obstante, sigue en pie el hecho general de que el amor de los padres es un tipo especial de sentimiento que el ser humano normal experimenta hacia sus propios hijos, pero no hacia ningún otro ser humano. Esta emoción la hemos heredado de nuestros antepasados animales. En este aspecto, me parece que la visión de Freud no era suficientemente biológica, pues cualquiera que observe a una madre animal con sus crías puede advertir que su comportamiento para con ellas sigue una pauta totalmente diferente de la de su comportamiento para con el macho con el que tiene relaciones sexuales. Y esta misma pauta diferente e instintiva, aunque en una forma modificada y menos definida, se da también en los seres humanos. Si no fuera por esta emoción especial, no habría mucho que decir sobre la familia como institución, ya que se podría dejar a los niños al cuidado de profesionales. Pero, tal como son las cosas, el amor especial que los padres sienten por sus hijos, siempre que sus instintos no estén atrofiados, tiene un gran valor para los padres mismos y para los hijos. Para los hijos, el valor del amor de los padres consiste principalmente en que es más seguro que cualquier otro afecto. Uno gusta a sus amigos por sus méritos, y a sus amantes por sus encantos; si los méritos o los encantos disminuyen, los amigos y los amantes pueden desaparecer. Pero es precisamente en los momentos de desgracia cuando más se puede confiar en los padres: en tiempos de enfermedad e incluso de vergüenza, si los padres son como deben ser. Todos sentimos placer cuando somos admirados por nuestros méritos, pero en el fondo solemos ser bastante humildes para darnos cuenta de que esa admiración es precaria. Nuestros padres nos quieren porque somos sus hijos, y esto es un hecho inalterable, de modo que nos sentimos más seguros con ellos que con cualquier otro. En tiempos de éxito, esto puede no parecer importante, pero en tiempos de fracaso proporciona un consuelo y una seguridad que no se encuentran en ninguna otra parte.

En todas las relaciones humanas es bastante fácil garantizar la felicidad de una parte, pero es mucho más difícil garantizar la felicidad de las dos. El carcelero puede disfrutar manteniendo encerrado al preso; el jefe puede gozar intimidando al empleado; el dictador puede disfrutar gobernando a sus súbditos con mano dura; y, sin duda, el padre a la antigua usanza disfrutaba instilando virtud a sus hijos con ayuda de un palo. Sin embargo, estos placeres son unilaterales; para la otra parte del negocio la situación es menos agradable. Hemos acabado por convencernos de que estos placeres unilaterales tienen algo que no resulta satisfactorio: creemos que una buena relación humana debería ser satisfactoria para las dos partes. Esto se aplica sobre todo a las relaciones entre padres e hijos, y el resultado es que los padres obtienen mucho menos placer que antes, mientras que los hijos sufren menos a manos de sus padres que en generaciones pasadas. Yo no creo que exista alguna razón real para que los padres obtengan menos felicidad de sus hijos que en otras épocas, aunque está claro que es lo que ocurre en la actualidad. Tampoco creo que exista ninguna razón para que los padres no puedan aumentar la felicidad de sus hijos. Pero esto exige, como todas las relaciones de igualdad a las que aspira el mundo moderno, cierta delicadeza y ternura, cierto respeto por la otra personalidad, y la belicosidad de la vida normal no favorece esto, ni mucho menos. Vamos a considerar la alegría de la paternidad, primero en su esencia biológica y después tal como puede llegar a ser en un padre inspirado por ese tipo de actitud hacia otras personalidades que hemos sugerido como imprescindible para un mundo que crea en la igualdad.

La raíz primitiva del placer de la paternidad es dual. Por un lado está la sensación de que una parte del propio cuerpo se ha exteriorizado, prolongando su vida más allá de la muerte del resto de nuestro cuerpo, y con posibilidades de exteriorizar a su vez parte de sí misma del mismo modo, y de esta manera asegurar la inmortalidad del plasma germinal. Por otro lado hay una mezcla perfecta de poder y ternura. La nueva criatura está indefensa y sentimos el impulso de atender sus necesidades, un impulso que no solo satisface el amor de los padres por el niño, sino también el deseo de poder de los padres. Mientras el niño no pueda valerse por sí mismo, las atenciones que se le dedican no son altruistas, ya que equivale a proteger una parte vulnerable de uno mismo. Pero desde una edad muy temprana empieza a haber un conflicto entre el afán de poder paternal y el interés por el bien del niño, ya que, aunque el poder sobre el niño está hasta cierto punto impuesto por la situación, también es deseable que el niño aprenda cuanto antes a ser independiente en todos los aspectos posibles, lo cual contraría el afán de poder de los padres. Algunos padres nunca llegan a ser conscientes de este conflicto, y siguen portándose como tiranos hasta que los hijos están en condiciones de rebelarse. Otros, en cambio, son conscientes de ello y como consecuencia caen presa de emociones contradictorias. En este conflicto se pierde la felicidad parental. Después de todos los cuidados que han dedicado a su hijo, descubren consternados que este ha salido muy diferente de lo que esperaban. Querían que fuera militar y resulta que es pacifista; o, como en el caso de Tolstói, querían que fuera pacifista y él se alista en el ejército. Pero no es solo en esta época posterior de la vida cuando surgen dificultades. Si damos de comer a un niño que es ya capaz de comer solo, estamos anteponiendo el afán de poder al bienestar del niño, aunque parezca que solo estamos siendo amables y ahorrándole una molestia. Si le metemos mucho miedo al advertirle de los peligros, probablemente actuamos movidos por el deseo de mantenerle dependiente de nosotros. Si le damos muestras de cariño esperando una respuesta, probablemente estamos tratando de atarle a nosotros por medio de sus emociones. El impulso posesivo de los padres puede descarriar al niño de mil maneras, grandes y pequeñas, a menos que tengan mucho cuidado o sean muy puros de corazón. Los padres modernos, conscientes de estos peligros, pierden a veces la confianza en su capacidad de tratar a los hijos y el resultado es peor que si se permitieran cometer errores espontáneos, porque nada perturba tanto a un niño como la falta de seguridad y confianza en sí mismo por parte de un adulto. Así pues, más vale ser puro que ser cuidadoso. El padre que verdaderamente desea más el bien del niño que tener poder sobre él no necesitará libros de psicología que le digan lo que tiene que hacer y lo que no, porque su instinto le guiará correctamente. Y en este caso, la relación entre padres e hijo será armoniosa de principio a fin, sin provocar rebelión en el hijo ni sentimientos de frustración en los padres. Pero para esto es necesario que los padres, desde un principio, respeten la personalidad del hijo, un respeto que no debe ser simple cuestión de principios morales o intelectuales, sino algo que se siente en el alma, con convicción casi mística, en tal medida que resulta totalmente imposible mostrarse posesivo u opresor. Por supuesto, esta actitud no solo es deseable para con los niños: es muy necesaria en el matrimonio, y también en la amistad, aunque en esta última no resulta tan difícil. En un mundo ideal, se aplicaría también a las relaciones políticas entre grupos de personas, aunque esta esperanza es tan remota que más vale no pensar en ella. Pero aunque este tipo de afecto sea necesario en todas partes, es mucho más importante cuando se trata de niños, porque son seres indefensos y porque su pequeño tamaño y escasa fuerza hacen que las almas vulgares los desprecien.

Pero volviendo al problema que nos interesa en este libro, la plena alegría de la paternidad solo pueden alcanzarla en el mundo moderno los que sientan sinceramente esta actitud de respeto hacia el hijo, porque a ellos no les molestará reprimir sus ansias de poder y no tendrán que temer la amarga desilusión que experimentan los padres despóticos cuando sus hijos adquieren libertad. Al padre que tenga esta actitud, la paternidad le ofrecerá numerosas alegrías que jamás estuvieron al alcance de los déspotas en los tiempos de apogeo de la autoridad paterna. Porque el amor al que la nobleza ha purgado de toda tendencia a la tiranía puede proporcionar una alegría más exquisita, más tierna, más capaz de transmutar los metales vulgares de la vida cotidiana en el oro puro del éxtasis místico, que cualquiera de las emociones que pueda sentir el hombre que sigue luchando y esforzándose por mantener su autoridad en este resbaladizo mundo.

Aunque concedo mucha importancia a las emociones de los padres, no por ello soy de la opinión, tan extendida, de que las madres deben hacer personalmente todo lo que se pueda por sus hijos. Este convencionalismo tenía su razón de ser en los tiempos en que no se sabía nada sobre el cuidado de los niños, aparte de unos cuantos consejos anticientíficos que las viejas transmitían a las jóvenes. En la actualidad, hay muchos aspectos del cuidado de los niños que es mejor dejar en manos de especialistas que hayan estudiado las materias correspondientes. Esto se acepta en lo referente a esa parte de su educación que se llama «educación». A ninguna madre se le pide que enseñe cálculo a su hijo, por mucho que lo quiera. En lo que se refiere a la adquisición de conocimientos intelectuales, todos están de acuerdo en que los niños los aprenderán mejor de alguien que los pose a que de una madre que no los tenga. Pero en lo referente a otros muchos aspectos del cuidado de los niños, esto no se acepta, porque aún no se reconoce que se necesite experiencia para ello. Sin duda alguna, hay ciertas cosas que es mejor que las haga la madre, pero a medida que el niño crece habrá cada vez más cosas que es mejor que las haga otra persona. Si todos aceptaran esto, las madres se ahorrarían una gran cantidad de trabajo que para ellas resulta fastidioso porque carecen de competencia profesional en ese campo. Una mujer que haya adquirido algún tipo de destreza profesional debería, por su propio bien y por el de la comunidad, tener libertad para seguir ejerciendo su profesión a pesar de la maternidad. Seguramente, no podrá hacerlo durante los últimos meses de embarazo y durante la lactancia, pero un niño de más de nueve meses no debería constituir una barrera insuperable para la actividad profesional de su madre. Siempre que la sociedad exija a una madre que se sacrifique por su hijo más allá de lo razonable, la madre, si no es excepcionalmente santa, esperará de su hijo más compensaciones de las que tiene derecho a esperar. Las que solemos llamar madres sacrificadas son, en la mayoría de los casos, extraordinariamente egoístas para con sus hijos porque, aunque la paternidad es un elemento muy importante de la vida, no resulta satisfactoria si constituye lo único que hay en la vida, y los padres insatisfechos tienden a ser emocionalmente avaros. Por eso es importante, por el bien de los hijos y por el de la madre, que la maternidad no la prive de todos sus demás intereses y ocupaciones. Si tiene auténtica vocación por el cuidado de los niños y dispone de los conocimientos necesarios para cuidar bien de sus hijos, habría que aprovechar más su talento, contratándola profesionalmente para que cuidara de un grupo de niños, entre los que podrían figurar los suyos. Es justo que los padres que cumplan los requisitos mínimos estipulados por el Estado puedan decidir cómo han de ser criados sus hijos y por quién, con tal de que lo hagan personas cualificadas. Pero no se debería exigir por costumbre a todas las madres que hagan cosas que otra mujer podría hacer mejor. Las madres que se sienten desconcertadas e incompetentes cuando se enfrentan con sus hijos, y esto les ocurre a muchas madres, no deberían vacilar en encomendar el cuidado de sus hijos a mujeres con aptitudes para este trabajo y con la formación necesaria. No existe un instinto de origen celestial que enseñe a las mujeres lo que tienen que hacer con sus hijos, y la solicitud más allá de cierto punto no es más que un disfraz del afán de posesión. Muchos niños han quedado malogrados psicológicamente a causa del trato ignorante y sentimental que les dieron sus madres. Siempre se ha admitido que no se puede esperar que los padres hagan mucho por sus hijos, y sin embargo los niños suelen querer tanto a sus padres como a sus madres. En el futuro, la relación madre-hijo se parecerá cada vez más a la que los hijos tienen ahora con sus padres, y así las mujeres se librarán de una esclavitud innecesaria y los niños se beneficiarán del conocimiento científico que se va acumulando en lo referente al cuidado de sus mentes y sus cuerpos en los primeros años.

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TRABAJO

Puede que no esté muy claro si el trabajo debería clasificarse entre las causas de felicidad o entre las causas de desdicha. Desde luego, hay muchos trabajos que son sumamente desagradables, y un exceso de trabajo es siempre muy penoso. Creo, sin embargo, que si el trabajo no es excesivo, para la mayor parte de la gente hasta la tarea más aburrida es mejor que no hacer nada. En el trabajo hay toda una gradación, desde el mero alivio del tedio hasta los placeres más intensos, dependiendo de la clase de trabajo y de las aptitudes del trabajador. La mayor parte del trabajo que casi todo el mundo tiene que hacer no es nada interesante en sí mismo, pero incluso este tipo de trabajo tiene algunas grandes ventajas. Para empezar, ocupa muchas horas del día, sin necesidad de decidir qué vamos a hacer. La mayor parte de la gente, si se la deja libre para ocupar su tiempo a su gusto, se queda indecisa, sin que se le ocurra algo lo bastante agradable como para que valga la pena hacerlo. Y decidan lo que decidan, tienen la molesta sensación de que habría sido más agradable hacer alguna otra cosa. La capacidad de saber emplear inteligentemente el tiempo libre es el último producto de la civilización, y por el momento hay muy pocas personas que hayan alcanzado este nivel. Además, tener que decidir es ya de por sí una molestia. Exceptuando las personas con iniciativa fuera de lo normal, casi todos prefieren que se les diga lo que tienen que hacer a cada hora del día, siempre que las órdenes no sean muy desagradables. Casi todos los ricos ociosos padecen un aburrimiento insoportable; es el precio que pagan por librarse de los trabajos penosos. A veces encuentran alivio practicando la caza mayor en África o dando la vuelta al mundo en avión, pero el número de sensaciones de este tipo es limitado, sobre todo cuando ya no se es joven. Por eso, los ricos más inteligentes trabajan casi tan duro como si fueran pobres, y la mayor parte de las mujeres ricas se mantiene ocupada en innumerables fruslerías, de cuya trascendental importancia están firmemente convencidas.

Así pues, el trabajo es deseable ante todo y sobre todo como preventivo del aburrimiento, porque el aburrimiento que uno siente cuando está haciendo un trabajo necesario pero poco interesante no es nada en comparación con el aburrimiento que se siente cuando uno no tiene nada que hacer. Esta ventaja lleva aparejada otra: que los días de fiesta, cuando llegan, se disfrutan mucho más. Si el trabajo no es tan duro que le deje a uno sin fuerzas, el trabajador le sacará a su tiempo libre mucho más placer que un hombre ocioso.

La segunda ventaja de casi todos los trabajos remunerados y de algunos trabajos no remunerados es que ofrecen posibilidades de éxito y dan oportunidades a la ambición. En casi todos los trabajos el éxito se mide por los ingresos, y esto será inevitable mientras dure nuestra sociedad capitalista. Solo en los mejores trabajos deja de ser aplicable esta vara de medir. En el deseo de ganar más que sienten los hombres interviene tanto el deseo de éxito como el de los lujos adicionales que podrían procurarse con más ingresos. Por aburrido que sea un trabajo, se hace soportable si sirve para labrarse una reputación, ya sea a nivel mundial o solo en el propio círculo privado. La persistencia en los propósitos es uno de los ingredientes más importantes de la felicidad a largo plazo, y para la mayoría de los hombres esto se consigue principalmente en el trabajo. En este aspecto, las mujeres cuya vida está dedicada a las tareas del hogar son mucho menos afortunadas que los hombres y que las mujeres que trabajan fuera de casa. La esposa domesticada no cobra salario, no tiene posibilidades de prosperar, su marido (que no ve prácticamente nada de lo que ella hace) considera que todo eso es natural, y no la valora por su trabajo doméstico sino por otras cualidades. Por supuesto, esto no se aplica a las mujeres con suficientes medios económicos para montarse casas magníficas con jardines preciosos, que son la envidia de sus vecinos; pero estas mujeres son relativamente pocas, y, para la gran mayoría, las labores domésticas no pueden proporcionar tantas satisfacciones como las que obtienen de su trabajo los hombres y las mujeres con una profesión.

Casi todos los trabajos proporcionan la satisfacción de matar el tiempo y de ofrecer alguna salida a la ambición, por humilde que sea, y esta satisfacción basta para que incluso el que tiene un trabajo aburrido sea, por término medio, más feliz que el que no lo tiene. Pero cuando el trabajo es interesante, es capaz de proporcionar satisfacciones de un nivel muy superior al mero alivio del tedio. Los tipos de trabajo con algún interés se pueden ordenar jerárquicamente. Empezaré por los que solo son ligeramente interesantes y terminaré con los que son dignos de absorber todas las energías de un gran hombre.

Los principales elementos que hacen interesante un trabajo son dos: el primero es el ejercicio de una habilidad; el segundo, la construcción.

Todo el que ha adquirido una habilidad poco común disfruta ejercitándola hasta que la domina sin esfuerzo o hasta que ya no puede mejorar más. Esta motivación para la actividad comienza en la primera infancia: al niño que sabe hacer el pino acaba no gustándole andar con los pies. Muchos trabajos proporcionan el mismo placer que los juegos de habilidad. El trabajo de un abogado o de un político debe de producir un placer muy similar al que se experimenta jugando al bridge, pero en una forma más agradable. Por supuesto, aquí no solo se trata de ejercer una habilidad, sino de superar a un adversario hábil. Pero aunque no exista este elemento competitivo, la ejecución de proezas difíciles siempre es agradable. El hombre capaz de hacer acrobacias con un aeroplano experimenta un placer tan grande que por él está dispuesto a arriesgar la vida. Me imagino que un buen cirujano, a pesar de las dolorosas circunstancias en que realiza su trabajo, obtiene satisfacción de la exquisita precisión de sus operaciones. El mismo tipo de placer, aunque en forma menos intensa, se obtiene en muchos trabajos de índole más humilde. Incluso he oído hablar de fontaneros que disfrutaban con su trabajo, aunque nunca he tenido la suerte de conocer a uno. Todo trabajo que exija habilidad puede proporcionar placer, siempre que la habilidad requerida sea variable o se pueda perfeccionar indefinidamente. Si no se dan estas condiciones, el trabajo dejará de ser interesante cuando uno alcanza el nivel máximo de habilidad. El atleta que corre carreras de cinco mil metros dejará de obtener placer con esta ocupación cuando pase de una edad en que ya no pueda batir sus marcas anteriores. Afortunadamente, existen muchísimos trabajos en que las nuevas circunstancias exigen nuevas habilidades, y uno puede seguir mejorando, al menos hasta llegar a la edad madura. En algunos tipos de trabajos cualificados, como la política, por ejemplo, parece que la mejor edad del hombre está entre los sesenta y los setenta; la razón es que en esta clase de profesiones es imprescindible tener una gran experiencia en el trato con los demás. Por esta razón, los políticos de éxito pueden ser más felices a los setenta años que otros hombres de la misma edad. Sus únicos competidores en este aspecto son los que dirigen grandes negocios.

Sin embargo, los mejores trabajos tienen otro elemento que es aún más importante como fuente de felicidad que el ejercicio de una habilidad: el elemento constructivo. En algunos trabajos, aunque desde luego en muy pocos, se construye algo que queda como monumento después de terminado el trabajo. Podemos distinguir la construcción de la destrucción por el siguiente criterio: en la construcción, el estado inicial de las cosas es relativamente caótico, pero el resultado encarna un propósito; en la destrucción ocurre al revés: el estado inicial de las cosas encarna un propósito y el resultado es caótico; es decir, lo único que se proponía el destructor era crear un estado de cosas que no encarne un determinado propósito. Este criterio se aplica al caso más literal y obvio que es la construcción y destrucción de edificios. Para construir un edificio se sigue un plano previamente trazado, mientras que al demolerlo nadie decide cómo quedarán exactamente los materiales cuando termine la demolición. Desde luego, la destrucción es necesaria muy a menudo como paso previo para una posterior construcción; en este caso, forma parte de un todo que es constructivo. Pero no es raro que la gente se dedique a actividades cuyos propósitos son destructivos, sin relación con ninguna construcción que pueda venir posteriormente. Muy a menudo, se engañan a sí mismos haciéndose creer que solo están preparando el terreno para después construir algo nuevo, pero por lo general es posible destapar este engaño, cuando se trata de un engaño, preguntándoles qué se va a construir después. Entonces se verá que dicen vaguedades y hablan sin entusiasmo, mientras que de la destrucción preliminar hablaban con entusiasmo y precisión. Esto se aplica a no pocos revolucionarios, militaristas y otros apóstoles de la violencia. Actúan motivados por el odio, generalmente sin que ellos mismos lo sepan; su verdadero objetivo es la destrucción de lo que odian, y se muestran relativamente indiferentes a la cuestión de lo que vendrá luego. No puedo negar que se puede gozar con un trabajo de destrucción, lo mismo que con uno de construcción. Es un gozo más feroz, tal vez más intenso en algunos momentos, pero no produce una satisfacción tan profunda, porque el resultado tiene poco de satisfactorio. Matas a tu enemigo y, una vez muerto, ya no tienes nada que hacer, y la satisfacción que obtienes de la victoria se evapora rápidamente. En cambio, cuando se ha terminado un trabajo constructivo, produce placer contemplarlo, y, además, nunca está tan completo que no se pueda añadir ningún toque más. Las actividades más satisfactorias son las que conducen indefinidamente de un éxito a otro sin llegar jamás a un callejón sin salida; y en este aspecto es fácil comprobar que la construcción es una fuente de felicidad mayor que la destrucción. Tal vez sería más correcto decir que los que encuentran satisfacción en la construcción quedan más satisfechos que los que se complacen en la destrucción, porque cuando se ha estado lleno de odio no es fácil obtener de la construcción el placer que obtendría de ella otra persona.

Además, pocas cosas resultan tan eficaces para curar el hábito de odiar como la oportunidad de hacer algún trabajo constructivo importante.

La satisfacción que produce el éxito en una gran empresa constructiva es una de las mayores que se pueden encontrar en la vida, aunque por desgracia sus formas más elevadas solo están al alcance de personas con aptitudes excepcionales. Nadie puede quitarle a uno la felicidad que provoca haber hecho bien un trabajo importante, salvo que se le demuestre que, en realidad, todo su trabajo estuvo mal hecho. Esta satisfacción puede adoptar muchas formas. El hombre que diseña un plan de riego con el que consigue hacer florecer el desierto la disfruta en una de sus formas más tangibles. La creación de una organización puede ser un trabajo de suprema importancia. También lo es el trabajo de esos pocos estadistas que han dedicado sus vidas a crear orden a partir del caos, de los que Lenin es el máximo exponente en nuestra época. Los ejemplos más obvios son los artistas y los hombres de ciencia. Shakespeare dijo de sus poemas: «Vivirán mientras los hombres respiren y los ojos puedan ver». Y no cabe duda de que este pensamiento le consolaba en tiempos de desgracia. En sus sonetos insiste en que pensar en su amigo le reconciliaba con la vida, pero no puedo evitar sospechar que los sonetos que le escribió a su amigo eran mucho más eficaces para este propósito que el amigo mismo. Los grandes artistas y los grandes hombres de ciencia hacen un trabajo que es un placer en sí mismo; mientras lo hacen, se ganan el respeto de las personas cuyo respeto vale la pena, lo cual les proporciona el tipo más importante de poder, el poder sobre los pensamientos y sentimientos de otros. Además, tienen excelentes razones para pensar bien de sí mismos. Cualquiera pensaría que esta combinación de circunstancias favorables tendría que bastar para hacer feliz a cualquier hombre. Sin embargo, no es así. Miguel Ángel, por ejemplo, fue un hombre terriblemente desdichado, y sostenía (aunque estoy seguro de que no era verdad) que nunca se habría molestado en producir obras de arte si no hubiera tenido que pagar las deudas de sus parientes menesterosos. La capacidad de producir grandes obras de arte va unida con mucha frecuencia, aunque no siempre, a una infelicidad temperamental tan grande que, de no ser por el placer que el artista obtiene de su obra, le empujaría al suicidio. Por tanto, no podemos decir que una gran obra, aunque sea la mejor de todas, tiene que hacer feliz a un hombre; solo podemos decir que tiene que hacerle menos infeliz. En cambio, los hombres de ciencia suelen tener un temperamento menos propenso a la desdicha que el de los artistas, y, por regla general, los grandes científicos son hombres felices que deben su felicidad principalmente a su trabajo.

Una de las causas de infelicidad entre los intelectuales de nuestra época es que muchos de ellos, sobre todo los que tienen talento literario, no encuentran ocasión de ejercer su talento de manera independiente y tienen que alquilarse a ricas empresas dirigidas por filisteos que insisten en hacerles producir cosas que ellos consideran tonterías perniciosas. Si hiciéramos una encuesta entre periodistas de Inglaterra o Estados Unidos, preguntándoles si creen en la política del periódico para el que trabajan, creo que comprobaríamos que solo una minoría contesta que sí; el resto, para ganarse la vida, prostituye su talento en trabajos que ellos mismos consideran dañinos. Este tipo de trabajo no puede proporcionar ninguna satisfacción auténtica; y para reconciliarse con lo que hace, el hombre tiene que volverse tan cínico que ya nada le produce una satisfacción sana. No puedo condenar a los que se dedican a este tipo de trabajos, porque morirse de hambre es una alternativa demasiado dura, pero creo que si uno tiene posibilidades de hacer un trabajo que satisfaga sus impulsos constructivos sin pasar demasiada hambre, hará bien, desde el punto de vista de su felicidad, en elegir este trabajo antes que otro mucho mejor pagado pero que no le parezca digno de hacerse. Sin respeto de uno mismo, la felicidad es prácticamente imposible. Y el hombre que se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá respetarse a sí mismo.

Tal como están las cosas, la satisfacción del trabajo constructivo es el privilegio de una minoría, pero, no obstante, puede ser privilegio de una minoría bastante grande. La experimenta todo aquel que es su propio jefe, y también todos aquellos cuyo trabajo les parece útil y requiere una habilidad considerable. La cría de hijos satisfactorios es un trabajo constructivo muy difícil, que puede producir una enorme satisfacción. Cualquier mujer que lo haya logrado siente que, como resultado de su trabajo, el mundo contiene algo de valor que de otro modo no contendría.

Los seres humanos son muy diferentes en lo que se refiere a la tendencia a considerar sus vidas como un todo. Algunos lo hacen de manera natural y consideran que para ser feliz es imprescindible hacerlo con cierta satisfacción. Para otros, la vida es una serie de incidentes inconexos, sin rumbo y sin unidad. Creo que los primeros tienen más probabilidades de alcanzar la felicidad que los segundos, porque poco a poco van acumulando circunstancias de las que pueden obtener satisfacción y autoestima, mientras que los otros son arrastrados de un lado a otro por los vientos de las circunstancias, ahora hacia aquí, ahora hacia allá, sin llegar nunca a ningún puerto. Acostumbrarse a ver la vida como un todo es un requisito imprescindible para la sabiduría y la auténtica moral y es una de las cosas que deberían fomentarse en la educación. La constancia en los propósitos no basta para hacerle a uno feliz, pero es una condición casi indispensable para una vida feliz. Y la constancia en los propósitos se encarna principalmente en el trabajo.

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INTERESES NO PERSONALES

Lo que me propongo considerar en este capítulo no son los grandes intereses en torno a los cuales se construye la vida de un hombre, sino esos intereses menores con que ocupa su tiempo libre y que le relajan de las tensiones de sus preocupaciones más serias. En la vida del hombre corriente, los temas que ocupan la mayor parte de sus pensamientos ansiosos y serios son su esposa y sus hijos, su trabajo y su situación económica. Aunque tenga aventuras amorosas extramatrimoniales, probablemente no le importan tanto como sus posibles efectos sobre su vida familiar. Los intereses que guardan relación con el trabajo no los consideraré por ahora como intereses no personales. Un hombre de ciencia, por ejemplo, tiene que mantenerse al corriente de las investigaciones que se hacen en su campo. Sus sentimientos hacia estas investigaciones poseen el calor y la intensidad propios de algo íntimamente relacionado con su carrera; pero si lee sobre investigaciones en otra ciencia que no tenga relación con su especialidad, lo leerá con una actitud totalmente distinta, no profesional, con menos espíritu crítico, más desinteresadamente. Aunque tenga que usar el cerebro para seguir lo que se dice, esta lectura le sirve de relajación, porque no está relacionada con sus responsabilidades. Si el libro le interesa, su interés es impersonal, en un sentido que no se puede aplicar a los libros que tratan de su especialidad. De estos intereses que se salen de las actividades principales de la vida es de lo que quiero hablar en el presente capítulo.

Una de las fuentes de infelicidad, fatiga y tensión nerviosa es la incapacidad para interesarse por cosas que no tengan importancia práctica en la vida de uno. El resultado es que la mente consciente no descansa, siempre ocupada en un pequeño número de asuntos, cada uno de los cuales supone probablemente algo de ansiedad y cierto grado de preocupación. Excepto durante el sueño, nunca se le permite a la mente consciente quedar en barbecho para que los pensamientos subconscientes maduren poco a poco su sabiduría. Esto provoca excitabilidad, falta de sagacidad, irritabilidad y pérdida del sentido de la proporción. Todo lo cual es, a la vez, causa y efecto de la fatiga. Cuanto más fatigado está uno, menos le interesan las cosas exteriores; y al disminuir el interés disminuye también el alivio que antes proporcionaban esas cosas, y uno se siente aún más cansado. Este círculo vicioso solo puede conducir al derrumbamiento nervioso. Los intereses exteriores resultan sosegantes porque no exigen ninguna acción. Tomar decisiones y realizar actos de voluntad son cosas muy fatigosas, sobre todo si hay que hacerlo con prisas y sin la ayuda del subconsciente. Tienen mucha razón los que dicen que las decisiones importantes hay que «consultarlas con la almohada». Pero no solo durante el sueño pueden funcionar los procesos mentales subconscientes. También pueden funcionar mientras la mente consciente está ocupada en otra cosa. La persona capaz de olvidarse de su trabajo al terminar la jornada y no volverse a acordar hasta que empieza el día siguiente, seguramente hará su trabajo mucho mejor que el que se sigue preocupando durante las horas intermedias. Y resulta mucho más fácil olvidarse del trabajo cuando conviene olvidarlo si uno tiene muchas más cosas que le interesen, aparte del trabajo. Sin embargo, es imprescindible que estos intereses no exijan aplicar las mismas facultades que han quedado agotadas por la jornada laboral. No deben exigir fuerza de voluntad y decisiones rápidas, no deben tener implicaciones económicas, como ocurre con el juego, y en general no deben ser tan excitantes que provoquen fatiga emocional y preocupen al subconsciente, además de a la mente consciente.

Hay muchos entretenimientos que cumplen estas condiciones. Los espectáculos deportivos, el teatro, el golf, son irreprochables desde este punto de vista. Si uno es aficionado a los libros, la lectura no relacionada con su actividad profesional le resultará muy satisfactoria. Por muy importantes que sean nuestras preocupaciones, no hay que pensar en ellas durante todas las horas de vigilia.

En este aspecto, existe una gran diferencia entre hombres y mujeres. En general, a los hombres les resulta mucho más fácil olvidarse de su trabajo que a las mujeres. En el caso de mujeres cuyo trabajo es el hogar, esto es natural, ya que no cambian de sitio como los hombres que en cuanto salen de la oficina varían de humor. Pero, si no me equivoco, las mujeres que trabajan fuera de casa son tan diferentes de los hombres en este aspecto como las que trabajan en casa. Les resulta muy difícil interesarse en algo que no tenga importancia práctica para ellas. Sus propósitos dirigen sus pensamientos y sus actividades, y casi nunca se dejan absorber por un interés totalmente intrascendente. Naturalmente, no niego que existan excepciones, pero estoy hablando de lo que me parece la norma general. En un colegio femenino, por ejemplo, las profesoras, si no hay ningún hombre delante, siguen hablando de sus clases por la noche, mientras que en un colegio masculino esto no ocurre. A las mujeres les parece que esto demuestra que son más concienzudas que los hombres, pero no creo que a largo plazo esto mejore la calidad de su trabajo. Más bien tiende a producir cierta estrechez de miras que con mucha frecuencia conduce a una especie de fanatismo.

Todos los intereses impersonales, aparte de su importancia como factor de relajación, tienen otras ventajas. Para empezar, ayudan a mantener el sentido de la proporción. Es muy fácil dejarse absorber por nuestros propios proyectos, nuestro círculo de relaciones, nuestro tipo de trabajo, hasta el punto de olvidar que todo ello constituye una parte mínima de la actividad humana total, y que a la mayor parte del mundo no le afecta nada lo que nosotros hacemos. Puede que se pregunten ustedes: ¿y por qué hay que acordarse de esto? Tengo varias respuestas. En primer lugar, es bueno tener una imagen del mundo tan completa como nos permitan nuestras actividades necesarias. Ninguno de nosotros va a estar mucho tiempo en este mundo, y cada uno, durante los pocos años que dure su vida, tiene que aprender todo lo que va a saber sobre este extraño planeta y su posición en el universo. Desaprovechar las oportunidades de conocimiento, por imperfectas que sean, es como ir al teatro y no escuchar la obra. El mundo está lleno de cosas, cosas trágicas o cómicas, heroicas, extravagantes o sorprendentes, y los que no encuentran interés en el espectáculo están renunciando a uno de los privilegios que nos ofrece la vida.

Por otra parte, el sentido de la proporción resulta muy útil y a veces muy consolador. Todos tenemos tendencia a excitarnos exageradamente, preocuparnos exageradamente, dejarnos impresionar exageradamente por la importancia del pequeño rincón del mundo en que vivimos, y del pequeño espacio de tiempo comprendido entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Toda esta excitación y sobrevaloración de nuestra propia importancia no tiene nada de bueno. Es cierto que puede hacernos trabajar más, pero no nos hará trabajar mejor. Es preferible poco trabajo con buen resultado a mucho trabajo con mal resultado, aunque no piensen así los apóstoles de la vida hiperactiva. Los que se preocupan mucho por su trabajo están en constante peligro de caer en el fanatismo, que consiste básicamente en recordar una o dos cosas deseables, olvidándose de todas las demás, y suponer que cualquier daño incidental que se cause tratando de conseguir esas cosas carece de importancia. No existe mejor profiláctico contra este temperamento fanático que un concepto amplio de la vida humana y su posición en el universo. Puede parecer que estamos invocando un concepto demasiado grande para la ocasión, pero aparte de esta aplicación particular, es algo que tiene un gran valor por sí mismo.

Uno de los defectos de la educación superior moderna es que se ha convertido en un puro entrenamiento para adquirir ciertas habilidades y cada vez se preocupa menos de ensanchar la mente y el corazón mediante el examen imparcial del mundo. Supongamos que estamos metidos en una campaña política y trabajamos con todas nuestras fuerzas por la victoria de nuestro partido. Hasta aquí, bien. Pero a lo largo de la campaña puede ocurrir que se presente alguna oportunidad de victoria que conlleve utilizar métodos calculados para fomentar el odio, la violencia y la desconfianza. Por ejemplo, se nos puede ocurrir que la mejor táctica para ganar sea insultar a una nación extranjera. Si nuestro alcance mental solo abarca el presente, o si hemos asimilado la doctrina de que lo único que importa es lo que se llama eficiencia, adoptaremos esos métodos tan turbios. Puede que gracias a ellos logremos nuestros propósitos inmediatos, pero las consecuencias a largo plazo pueden ser desastrosas. En cambio, si nuestro bagaje mental incluye las épocas pasadas de la humanidad, su lenta y parcial salida de la barbarie y la brevedad de toda su historia en comparación con los períodos astronómicos, si estas ideas han moldeado nuestros sentimientos habituales, nos daremos cuenta de que la batalla momentánea en que estamos empeñados no puede ser tan importante como para arriesgarse a dar un paso atrás, retrocediendo hacia las tinieblas de las que tan lentamente hemos ido saliendo. Es más: si salimos derrotados en nuestro objetivo inmediato, nos servirá de sostén ese mismo sentido de lo momentáneo que nos hizo rechazar el uso de métodos degradantes. Más allá de nuestras actividades inmediatas, tendremos objetivos a largo plazo, que irán cobrando forma poco a poco, en los que uno no será un individuo aislado sino parte del gran ejército de los que han guiado a la humanidad hacia una existencia civilizada. A quien haya adoptado este modo de pensar no le abandonará nunca cierta felicidad de fondo, sea cual fuere su suerte personal. La vida se convertirá en una comunión con los grandes de todas las épocas, y la muerte personal no será más que un incidente sin importancia.

Si yo tuviera poder para organizar la educación superior como yo creo que debería ser, procuraría sustituir las viejas religiones ortodoxas (que atraen a muy pocos jóvenes, y siempre a los menos inteligentes y más oscurantistas) por algo que tal vez no se podría llamar religión, ya que se trata simplemente de centrar la atención en hechos bien comprobados. Procuraría que los jóvenes adquirieran viva conciencia del pasado, que se hicieran plenamente conscientes de que el futuro de la humanidad será, casi con toda seguridad, incomparablemente más largo que su pasado, y que también adquirieran plena conciencia de lo minúsculo que es el planeta en que vivimos, y de que la vida en este planeta es solo un incidente pasajero. Y junto a estos hechos, que insisten en la insignificancia del individuo, les presentaría otro conjunto de hechos diseñados para grabar en la mente de los jóvenes la grandeza de que es capaz el individuo, y el convencimiento de que en toda la profundidad del espacio estelar no se conoce nada que tenga tanto valor. Hace mucho tiempo, Spinoza escribió sobre la esclavitud y la libertad; debido a su estilo y su lenguaje, sus ideas son de difícil acceso, salvo para los estudiantes de filosofía, pero lo que yo quiero decir se diferencia muy poco de lo que él dijo.

Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el destino. La persona capaz de la grandeza de alma abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo. Se verá a sí mismo, verá la vida y verá el mundo con toda la verdad que nuestras limitaciones humanas permitan; dándose cuenta de la brevedad e insignificancia de la vida humana, comprenderá también que en las mentes individuales está concentrado todo lo valioso que existe en el universo conocido. Y comprobará que aquel cuya mente es un espejo del mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mundo. Experimentará una profunda alegría al emanciparse de los miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, y seguirá siendo feliz en el fondo a pesar de todas las vicisitudes de su vida exterior.

Dejando estas elevadas especulaciones y volviendo a nuestro tema más inmediato, que es la importancia de los intereses no personales, hay otro aspecto que los convierte en una gran ayuda para lograr la felicidad. Hasta en las vidas más afortunadas hay momentos en que las cosas van mal. Pocos hombres, exceptuando los solteros, no se habrán peleado nunca con sus esposas; pocos padres no habrán pasado momentos de gran angustia por las enfermedades de sus hijos; pocos hombres de negocios se habrán librado de períodos de inseguridad económica; pocos profesionales no habrán vivido épocas en que el fracaso los miraba a los ojos. En esas ocasiones, la capacidad de interesarse en algo sin relación con la causa de ansiedad representa una ventaja enorme. En esos momentos en que, a pesar de la angustia, no se puede hacer nada de inmediato, algunos juegan al ajedrez, otros leen novelas policíacas, otros se dedican a la astronomía popular y otros se consuelan leyendo acerca de la excavaciones en Ur, Caldea. Todos ellos hacen bien; en cambio, el que no hace nada para distraer la mente y permite que sus preocupaciones adquieran absoluto dominio sobre él, se porta como un insensato y pierde capacidad para afrontar sus problemas cuando llegue el momento de actuar. Se puede aplicar una consideración similar a las desgracias irreparables, como la muerte de una persona muy querida. No conviene dejarse hundir en la pena. El dolor es inevitable y natural, pero hay que hacer todo lo posible por reducirlo al mínimo. Es puro sentimentalismo pretender extraer de la desgracia, como hacen algunos, hasta la última gota de sufrimiento. Naturalmente, no niego que uno pueda estar destrozado por la pena; lo que digo es que hay que hacer lo posible para escapar de ese estado y buscar cualquier distracción, por trivial que sea, siempre que no sea nociva o degradante. Entre las que considero nocivas y degradantes están el alcohol y las drogas, cuyo propósito es destruir el pensamiento, al menos momentáneamente. Lo que hay que hacer no es destruir el pensamiento, sino encauzarlo por nuevos canales, o al menos por canales alejados de la desgracia actual. Esto es difícil de hacer si hasta ese momento la vida se ha concentrado en unos pocos intereses, y esos pocos están ahora sumergidos en la pena. Para soportar bien la desgracia cuando se presenta conviene haber cultivado en tiempos más felices cierta variedad de intereses, para que la mente pueda encontrar un refugio inalterado que le sugiera otras asociaciones y otras emociones diferentes de las que hacen tan insoportable el momento presente.

Una persona con suficiente vitalidad y entusiasmo superará todas las desgracias, porque después de cada golpe se manifestará un interés por la vida y el mundo que no puede estrecharse tanto como para que una pérdida resulte fatal. Dejarse derrotar por una pérdida, e incluso por varias, no es algo digno de admiración como prueba de sensibilidad, sino algo que habría que deplorar como un fallo de vitalidad. Todos nuestros seres queridos están a merced de la muerte, que puede golpear en cualquier momento a quienes más amamos. Por tanto, es necesario que no vivamos con esa estrecha intensidad que pone todo el sentido y el propósito de la vida a merced de un accidente.

Por todas estas razones, el que aspire a la felicidad sabiendo lo que hace procurará adquirir unos cuantos intereses secundarios, además de los fundamentales sobre los que ha construido su vida.

16 ESFUERZO Y RESIGNACIÓN

La doctrina del justo medio no es nada interesante. Recuerdo que yo, cuando era joven, la rechazaba con desprecio e indignación porque lo que yo admiraba entonces eran los extremismos heroicos. Sin embargo, la verdad no siempre es interesante y la gente cree muchas cosas solo porque son interesantes, aunque en realidad apenas haya evidencias a su favor. Pues con el justo medio pasa eso: puede que sea una doctrina poco interesante, pero en muchísimos aspectos es verdadera.

Un aspecto en el que es necesario atenerse al justo medio es la cuestión del equilibrio entre esfuerzo y resignación. Ambas doctrinas han tenido defensores extremistas. La doctrina de la resignación la han predicado santos y místicos; la del esfuerzo la han predicado los expertos en eficiencia y los cristianos esforzados. Cada una de estas escuelas enfrentadas tenía su parte de verdad, pero no toda la verdad. En este capítulo me propongo intentar equilibrar la balanza, y empezaré hablando a favor del esfuerzo.

Excepto en muy raros casos, la felicidad no es algo que se nos venga a la boca, como una fruta madura, por una mera concurrencia de circunstancias propicias. Por eso he titulado este libro La conquista de la felicidad. Porque en un mundo tan lleno de desgracias evitables e inevitables, de enfermedades y trastornos psicológicos, de lucha, pobreza y mala voluntad, el hombre o la mujer que quiera ser feliz tiene que encontrar maneras de hacer frente a las múltiples causas de infelicidad que asedian a todo individuo. En algunos casos excepcionales puede que no se requiera mucho esfuerzo. Un hombre de buen carácter, que herede una gran fortuna, goce de buena salud y tenga gustos sencillos, puede pasarse la vida muy a gusto y pensar que no es para tanto. Una mujer guapa e indolente que se case con un hombre rico que no le exija ningún esfuerzo y a la que no le importe engordar después de casada, también podrá disfrutar de cierta dicha perezosa, siempre que tenga buena suerte con sus hijos. Pero estos casos son excepcionales. La mayoría de la gente no es rica; muchas personas no nacen con buen carácter; muchos tienen pasiones inquietas que hacen que la vida tranquila y ordenada les parezca insoportablemente aburrida; la salud es una bendición que nadie tiene garantizada para siempre; el matrimonio no es invariablemente una fuente de felicidad. Por todas estas razones, para la mayoría de los hombres y mujeres, la felicidad tiene que ser una conquista, y no un regalo de los dioses; y en esta conquista, el esfuerzo -hacia fuera y hacia dentro- desempeña un papel muy importante. En el esfuerzo hacia dentro está incluido también el esfuerzo necesario para la resignación, así que, por el momento, consideremos solo el esfuerzo hacia fuera.

En el caso de cualquier persona, hombre o mujer, que tenga que trabajar para ganarse la vida, la necesidad de esforzarse en este aspecto es tan obvia que no hay ni que hablar de ella. Es cierto que un faquir indio puede ganarse la vida sin esfuerzo, con solo presentar un cuenco para que los creyentes echen limosnas, pero en los países occidentales las autoridades no ven con buenos ojos este método de obtener ingresos. Además, el clima lo hace menos agradable que en países más cálidos y secos; en invierno, desde luego, pocas personas son tan perezosas que prefieran no hacer nada al aire libre a trabajar en recintos calientes. Así pues, en Occidente la resignación sola no es un buen camino para hacer fortuna.

La mayoría de los habitantes de los países occidentales necesita para ser feliz algo más que cubrir sus necesidades básicas; desean sentir que tienen éxito. En algunas profesiones, como por ejemplo la investigación científica, esta sensación está al alcance de personas que no ganan un gran sueldo, pero en la mayoría de las profesiones el éxito se mide por los ingresos. Y aquí tocamos un asunto en el que en la mayoría de los casos es conveniente algo de resignación, ya que en un mundo competitivo el éxito manifiesto solo es posible para una minoría.

El matrimonio es una cuestión en que el esfuerzo puede ser necesario o no, según las circunstancias. Cuando un sexo está en minoría, como ocurre con los hombres en Inglaterra y con las mujeres en Australia, los miembros de ese sexo no suelen tener que hacer muchos esfuerzos para casarse si lo desean. En cambio, a los miembros del sexo mayoritario les ocurre lo contrario. Basta con estudiar los anuncios de las revistas femeninas para darse cuenta de la cantidad de energía y pensamiento que gastan en este sentido las mujeres de los países en que son mayoría. Cuando son los hombres los que están en mayoría, suelen adoptar métodos más expeditivos, como la habilidad con el revólver. Esto es natural, ya que las poblaciones mayoritariamente masculinas suelen darse en las fronteras de la civilización. No sé qué harían los ingleses si una epidemia selectiva dejara en Inglaterra una mayoría de hombres; puede que tuvieran que recuperar la galantería de épocas pasadas.

La cantidad de esfuerzo que requiere la buena crianza de los hijos es tan evidente que no creo que nadie la niegue. Los países que creen en la resignación y en el mal llamado concepto «espiritual» de la vida son países con una gran mortalidad infantil. La medicina, la higiene, la asepsia, la dieta sana, son cosas que no se consiguen sin preocupaciones mundanas; requieren energía e inteligencia aplicadas al entorno material. Los que creen que la materia es una ilusión pueden pensar lo mismo de la suciedad, y con ello causar la muerte a sus hijos.

Hablando en términos más generales, se podría decir que es normal y legítimo que toda persona cuyos deseos naturales no estén atrofiados aspire a algún tipo de poder. El tipo de poder que desea cada uno depende de sus pasiones predominantes; unos desean poder sobre las acciones de los demás, otros desean poder sobre sus pensamientos y otros sobre sus emociones. Algunos desean cambiar el entorno material, otros desean la sensación de poder que se deriva de la superioridad intelectual. Toda clase de trabajo público conlleva el deseo de algún tipo de poder, a menos que se haga pensando únicamente en hacerse rico mediante la corrupción. El hombre que actúa movido por el puro sufrimiento altruista que le provoca el espectáculo de la miseria humana, si dicho sufrimiento es genuino, deseará poder para aliviar la miseria. Las únicas personas totalmente indiferentes al poder son las que sienten completa indiferencia hacia el prójimo. Así pues, hay que aceptar que desear alguna forma de poder es algo natural en las personas capaces de formar parte de una comunidad sana. Y todo deseo de poder conlleva, mientras no se frustre, una forma correspondiente de esfuerzo. Para la mentalidad occidental, esta conclusión puede parecer una perogrullada, pero no son pocos los occidentales que coquetean con lo que se llama «la sabiduría de Oriente», precisamente cuando Oriente la está abandonando. Es posible que a ellos les parezca discutible lo que decimos, y si es así valía la pena decirlo.

Sin embargo, la resignación también desempeña un papel en la conquista de la felicidad, y es un papel tan imprescindible como el del esfuerzo. El sabio, aunque no se quede parado ante las desgracias evitables, no malgastará tiempo ni emociones con las inevitables, e incluso aguantará algunas de las evitables si para evitarlas se necesitan un tiempo y una energía que él prefiere dedicar a fines más importantes. Mucha gente se impacienta o se enfurece ante el más mínimo contratiempo, y de este modo malgasta una gran cantidad de energía que podría emplear en cosas más útiles. Incluso cuando uno está embarcado en asuntos verdaderamente importantes, no es prudente comprometerse emocionalmente hasta el punto de que la sola idea de un posible fracaso se convierta en una constante amenaza para la paz mental. El cristianismo predicaba el sometimiento a la voluntad de Dios, y hasta los que no acepten esta terminología deberían tener presente algo parecido en todas sus actividades. La eficiencia en una tarea práctica no es proporcional a la emoción que ponemos en ella; de hecho, la emoción es muchas veces un obstáculo para la eficiencia. La actitud más conveniente es hacerlo lo mejor posible, pero contando con los hados. Existen dos clases de resignación: una se basa en la desesperación y la otra en una esperanza inalcanzable. La primera es mala, la segunda es buena. El que ha sufrido una derrota tan terrible que ha perdido toda esperanza de lograr algo bueno, puede aprender la resignación de la desesperación, y al hacerlo abandonará toda actividad seria. Puede disfrazar su desesperación con frases religiosas, o diciendo que la contemplación es el fin natural del hombre, pero por muchos disfraces que utilice para ocultar su derrota interior, seguirá siendo una persona inútil y profundamente desdichada. En cambio, la persona cuya resignación se basa en una esperanza inalcanzable actúa de manera muy diferente. Para que dicha esperanza sea inalcanzable, tiene que ser algo grande y no personal. Sean cuales fueren mis actividades personales, puedo ser derrotado por la muerte, o por ciertas enfermedades; puedo ser vencido por mis enemigos; puedo descubrir que he seguido un camino equivocado que no puede conducir al éxito. Las esperanzas puramente personales pueden fracasar de mil maneras diferentes, todas inevitables; pero si los objetivos personales formaban parte de un proyecto más amplio, que afecte a la humanidad, la derrota no es tan completa cuando se fracasa. El hombre de ciencia que desea hacer grandes descubrimientos puede que no lo consiga, o puede que tenga que dejar su trabajo a causa de un golpe en la cabeza, pero si su mayor deseo es el progreso de la ciencia y no solo su contribución personal a dicho objetivo, no sentirá la misma desesperación que sentiría un hombre cuyas investigaciones tuvieran motivos puramente egoístas. El hombre que trabaja a favor de una reforma muy necesaria puede encontrarse con que una guerra deja todos sus esfuerzos en vía muerta, y puede verse obligado a asumir que la causa por la que trabajó no se hará realidad en lo que le queda de vida. Pero si lo que le interesa es el futuro de la humanidad y no su propia participación en él, no por eso se hundirá en la desesperación absoluta.

En los casos que hemos considerado, la resignación es muy difícil; pero hay muchos otros en los que resulta mucho más fácil. Me refiero a casos en que solo salen mal cuestiones secundarias, mientras los asuntos importantes de la vida siguen ofreciendo perspectivas de éxito. Por ejemplo, un hombre que esté trabajando en un proyecto importante y se deja distraer por sus problemas matrimoniales porque le falla el tipo adecuado de resignación. Si su trabajo es verdaderamente absorbente, debería considerar estos problemas circunstanciales como se considera un día de lluvia; es decir, como una molestia por la que sería de tontos armar un alboroto.

Hay personas que son incapaces de sobrellevar con paciencia los pequeños contratiempos que constituyen, si se lo permitimos, una parte muy grande de la vida. Se enfurecen cuando pierden un tren, sufren ataques de rabia si la comida está mal cocinada, se hunden en la desesperación si la chimenea no tira bien y claman venganza contra todo el sistema industrial cuando la ropa tarda en llegar de la lavandería. Con la energía que estas personas gastan en problemas triviales, si se empleara bien, se podrían hacer y deshacer imperios. El sabio no se fija en el polvo que la sirvienta no ha limpiado, en la patata que el cocinero no ha cocido, ni en el hollín que el deshollinador no ha deshollinado. No quiero decir que no tome medidas para remediar estas cuestiones, si tiene tiempo para ello; lo que digo es que se enfrenta a ellas sin emoción. La preocupación, la impaciencia y la irritación son emociones que no sirven para nada. Los que las sienten con mucha fuerza pueden decir que son incapaces de dominarlas, y no estoy seguro de que se puedan dominar si no es con esa resignación fundamental de que hablábamos antes. Ese mismo tipo de concentración en grandes proyectos no personales, que permite sobrellevar el fracaso personal en el trabajo o los problemas de un matrimonio desdichado, sirve también para ser paciente cuando perdemos un tren o se nos cae el paraguas en el barro. Si uno tiene un carácter irritable, no creo que pueda curarse de ningún otro modo.

El que ha conseguido liberarse de la tiranía de las preocupaciones descubre que la vida es mucho más alegre que cuando estaba perpetuamente irritado. Las idiosincrasias personales de sus conocidos, que antes le sacaban de quicio, ahora parecen simplemente graciosas. Si Fulano está contando por trescientas cuarenta y siete vez la anécdota del obispo de la Tierra del Fuego, se divertirá tomando nota de la cifra y no intentará en vano acallarle con una anécdota propia. Si se le rompe el cordón del zapato justo cuando tiene que correr para tomar el tren de la mañana, pensará, después de soltar los tacos pertinentes, que el incidente en cuestión no tiene demasiada importancia en la historia del cosmos. Si un vecino pesado le interrumpe cuando está a punto de proponerle matrimonio a una chica, pensará que a toda la humanidad le han ocurrido desastres semejantes, exceptuando a Adán, e incluso él tuvo sus problemas. No hay límites a lo que se puede hacer para consolarse de los pequeños contratiempos mediante extrañas analogías y curiosos paralelismos. Yo creo que toda persona civilizada, hombre o mujer, tiene una imagen de sí misma y se molesta cuando ocurre algo que parece estropear esa imagen. El mejor remedio consiste en no tener una sola imagen, sino toda una galería, y seleccionar la más adecuada para el incidente en cuestión. Si algunos de los retratos son un poco ridículos, tanto mejor; no es prudente verse todo el tiempo como un héroe de tragedia clásica. Tampoco recomiendo que uno se vea siempre a sí mismo como un payaso de comedia, porque los que hacen esto resultan aún más irritantes; se necesita un poco de tacto para elegir un papel adecuado a la situación. Por supuesto, si uno es capaz de olvidarse de sí mismo y no representar ningún papel, me parece admirable. Pero si estamos acostumbrados a representar papeles, más vale hacerse un repertorio para así evitar la monotonía.

Muchas personas activas opinan que la más mínima pizca de resignación, la más ligera chispa de humor, destruirían la energía con que hacen su trabajo y la determinación gracias a la cual -según creen ellos- consiguen sus éxitos. En mi opinión, están equivocadas. Los trabajos que valen la pena pueden hacerlos también personas que no se engañen respecto a su importancia ni a la facilidad con que se pueden hacer. Los que necesitan engañarse a sí mismos para hacer su trabajo deberían hacer un cursillo previo para aprender a afrontar la verdad antes de continuar con su carrera, porque tarde o temprano la necesidad de apoyarse en mitos hará que su trabajo se vuelva perjudicial en vez de ser beneficioso. Mejor es no hacer nada que hacer daño. El tiempo dedicado a aprender a apreciar los hechos no es tiempo perdido, y el trabajo que se haga después tendrá menos probabilidades de resultar perjudicial que el trabajo que hacen los que necesitan inflar constantemente su ego para estimular su energía. Se necesita cierta resignación para atreverse a afrontar la verdad sobre uno mismo; este tipo de resignación puede causar dolor en los primeros momentos, pero a largo plazo protege -de hecho, es la única protección posible- contra las decepciones y desilusiones a que se expone quien se engaña a sí mismo. A la larga, no hay nada tan fatigoso y tan exasperante como esforzarse día tras día en creer cosas que cada día resultan más increíbles. Librarse de ese esfuerzo es una condición indispensable para la felicidad segura y duradera.

17

EL HOMBRE FELIZ

La felicidad, esto es evidente, depende en parte de circunstancias externas y en parte de uno mismo. En este libro nos hemos ocupado de la parte que depende de uno mismo, y hemos llegado a la conclusión de que, en lo referente a esta parte, la receta de la felicidad es muy sencilla. Muchos opinan -y entre ellos creo que debemos incluir al señor Krutch, de quien hablamos en el Capítulo 2- que la felicidad es imposible sin creencias más o menos religiosas. Muchas personas que son desdichadas creen que sus pesares tienen causas complicadas y sumamente intelectualizadas. Yo no creo que esas cosas sean auténticas causas de felicidad ni de infelicidad; creo que son solo síntomas. Por regla general, la persona desgraciada tiende a adoptar un credo desgraciado, y la persona feliz adopta un credo feliz; cada uno atribuye su felicidad o su desdicha a sus creencias, cuando ocurre justamente al revés. Hay ciertas cosas que son indispensables para la felicidad de la mayoría de las personas, pero se trata de cosas simples: comida y cobijo, salud, amor, un trabajo satisfactorio y el respeto de los allegados. Para algunas personas también es imprescindible tener hijos. Cuando faltan estas cosas, solo las personas excepcionales pueden alcanzar la felicidad; pero si se tienen o se pueden obtener mediante un esfuerzo bien dirigido, el que sigue siendo desgraciado es porque padece algún desajuste psicológico que, si es muy grave, puede requerir los servicios de un psiquiatra, pero que en los casos normales puede curárselo el propio paciente, con tal de que aborde la cuestión de la manera correcta. Cuando las circunstancias exteriores no son decididamente adversas, la felicidad debería estar al alcance de cualquiera, siempre que las pasiones e intereses se dirijan hacia fuera, y no hacia dentro. Por tanto, deberíamos proponernos, tanto en la educación como en nuestros intentos de adaptarnos al mundo, evitar las pasiones egocéntricas y adquirir afectos e intereses que impidan que nuestros pensamientos giren perpetuamente en torno a nosotros mismos. Casi nadie es capaz de ser feliz en una cárcel, y las pasiones que nos encierran en nosotros mismos constituyen uno de los peores tipos de cárcel. Las más comunes de estas pasiones son el miedo, la envidia, el sentimiento de pecado, la autocompasión y la autoadmiración. En todas ellas, nuestros deseos se centran en nosotros mismos: no existe auténtico interés por el mundo exterior, solo la preocupación de que pueda hacernos daño o deje de alimentar nuestro ego. El miedo es la principal razón de que la gente se resista a admitir los hechos y esté tan dispuesta a envolverse en un cálido abrigo de mitos. Pero las espinas desgarran el abrigo y por los desgarrones penetran ráfagas de viento frío, y el que se había acostumbrado a estar abrigado sufre mucho más que el que se ha endurecido habituándose al frío. Además, los que se engañan a sí mismos suelen saber en el fondo que se están engañando, y viven en un estado de aprensión, temiendo que algún acontecimiento funesto les obligue a aceptar realidades desagradables.

Uno de los peores inconvenientes de las pasiones egocéntricas es que le quitan mucha variedad a la vida. Es cierto que al que solo se ama a sí mismo no se le puede acusar de promiscuidad en sus afectos; pero al final está condenado a sufrir un aburrimiento insoportable por la invariable monotonía del objeto de su devoción. El que sufre por el sentimiento de pecado padece una variedad particular de narcisismo. En todo el vasto universo, lo único que le parece de capital importancia es que él debería ser virtuoso. Un grave defecto de ciertas formas de religión tradicional es que han fomentado este tipo concreto de absorción en uno mismo.

El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que es libre en sus afectos y tiene amplios intereses, el que se asegura la felicidad por medio de estos intereses y afectos que, a su vez, le convierten a él en objeto del interés y el afecto de otros muchos. Que otros te quieran es una causa importante de felicidad; pero el cariño no se concede a quien más lo pide. Hablando en general, recibe cariño el que lo da. Pero es inútil intentar darlo de manera calculada, como quien presta dinero con interés, porque un afecto calculado no es auténtico, y el receptor no lo siente como tal.

¿Qué puede hacer un hombre que es desdichado porque está encerrado en sí mismo? Mientras siga pensando en las causas de su desdicha, seguirá estando centrado en sí mismo y no podrá salir del círculo vicioso; si quiere salir, tendrá que hacerlo mediante intereses auténticos, no mediante intereses simulados que se adoptan solo como medicina. Aunque esto es verdaderamente difícil, es mucho lo que se puede hacer si uno ha diagnosticado correctamente su problema. Si el problema se debe, por ejemplo, al sentimiento de pecado, consciente o inconsciente, lo primero es convencer a la mente consciente de que no hay ningún motivo para sentirse pecador; y, a continuación, utilizando la técnica que hemos comentado en anteriores capítulos, implantar esta convicción racional en la mente subconsciente, manteniéndose mientras tanto ocupado con alguna actividad más o menos neutra. Si consigue disipar el sentimiento de pecado, es posible que surjan espontáneamente intereses verdaderamente objetivos. Si el problema es la autocompasión, puede aplicarle el mismo tratamiento, después de haberse convencido de que su caso no es tan extraordinariamente desgraciado. Si el problema es el miedo, puede practicar ejercicios para adquirir valor. El valor en la guerra está reconocido desde tiempos inmemoriales como una virtud importante, y gran parte de la formación de los niños y los jóvenes se ha dedicado a moldear un tipo de carácter capaz de entrar en combate sin miedo. Pero el valor moral y el valor intelectual se han estudiado mucho menos; y, sin embargo, también tienen su técnica. Oblíguese a reconocer cada día al menos una verdad dolorosa; comprobará que es tan útil como la buena acción diaria de los boy scouts. Aprenda a sentir que la vida valdría la pena vivirla aunque usted no fuera -como desde luego es- incomparablemente superior a todos sus amigos en virtudes e inteligencia. Los ejercicios de este tipo, practicados durante varios años, le permitirán por fin admitir hechos sin acobardarse, y de este modo le liberarán del dominio del miedo en muchísimas circunstancias.

La cuestión de qué intereses objetivos surgirán en nosotros cuando hayamos vencido la enfermedad del egocentrismo hay que dejarla al funcionamiento espontáneo de nuestro carácter y a las circunstancias externas. No hay que decirse de antemano «yo sería feliz si pudiera dedicarme a coleccionar sellos», y ponerse de inmediato a coleccionarlos, porque puede ocurrir que la colección de sellos no nos resulte nada interesante. Solo puede sernos útil lo que verdaderamente nos interesa, pero podemos estar seguros de que encontraremos intereses objetivos en cuanto hayamos aprendido a no vivir inmersos en nosotros mismos.

La vida feliz es, en muy gran medida, lo mismo que la buena vida. Los moralistas profesionales insisten mucho en la abnegación, y se equivocan al insistir en eso. La abnegación deliberada le deja a uno absorto en sí mismo, intensamente consciente de lo que ha sacrificado; como consecuencia, muchas veces fracasa en su objetivo inmediato y casi siempre en su propósito último. Lo que se necesita no es abnegación, sino ese modo de dirigir el interés hacia fuera que conduce de manera espontánea y natural a los mismos actos que una persona absorta en la consecución de su propia virtud solo podría realizar por medio de la abnegación consciente. He escrito este libro como hedonista, es decir, como alguien que considera que la felicidad es el bien, pero los actos recomendados desde el punto de vista del hedonista son, en general, los mismos que recomendaría un moralista sensato. El moralista, sin embargo, suele tender -aunque, desde luego, no en todos los casos- a dar más importancia al acto que al estado mental. Los efectos del acto sobre el agente serán muy diferentes, según su estado mental en el momento. Si vemos un niño que se ahoga y lo salvamos obedeciendo un impulso directo de ayudar, no habremos perdido nada desde el punto de vista moral. En cambio, si nos decimos «es una virtud ayudar a los que están en apuros y yo quiero ser virtuoso; por tanto, debo salvar a ese niño», seremos peores después de salvarlo que antes de hacerlo. Lo que se aplica a este caso extremo se puede aplicar a otros muchos casos menos obvios.

Existe otra diferencia, algo más sutil, entre la actitud ante la vida que yo recomiendo y la que recomiendan los moralistas tradicionales. El moralista tradicional, por ejemplo, dirá que el amor no debe ser egoísta. En cierto sentido, tiene razón; es decir, no debe ser egoísta más allá de cierto punto, pero no cabe duda de que debe ser de tal condición que su éxito suponga la felicidad del que ama. Si un hombre le propusiera a una mujer casarse con él explicando que es porque desea ardientemente la felicidad de ella y porque, además, la relación le proporcionaría a él grandes oportunidades de practicar la abnegación, no creo yo que la mujer se sintiera muy halagada. No cabe duda de que debemos desear la felicidad de aquellos a quienes amamos, pero no como alternativa a la nuestra. De hecho, toda la antítesis entre uno mismo y el resto del mundo implícita en la doctrina de la abnegación, desaparece en cuanto sentimos auténtico interés por personas o cosas distintas de nosotros mismos. Por medio de estos intereses, uno se llega a sentir parte del río de la vida, no una entidad dura y aparte, como una bola de billar que no mantiene con sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de integración; hay desintegración en el yo cuando falla la coordinación entre la mente consciente y la subconsciente; hay falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos. El hombre feliz es el que no sufre ninguno de estos dos fallos de unidad, aquel cuya personalidad no está escindida contra sí misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciudadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la muerte porque en realidad no se siente separado de los que vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha.

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09/11/2009

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