Una lección de sentido común
Lo que sí podemos asegurar es que los grandes pensadores de los últimos cien años no han destacado precisamente por su visión optimista de la vida. Tanto el nazi Heidegger como el gauchiste Sartre compartían un ideario existencial marcado por la angustia, cuando no por el agobio: el hombre es un ser-para-la-muerte, una pasión inútil. La noción de felicidad les parecía -a ellos y a tantos otros- un término trivial, tramposo, inasible. Querer ser feliz es uno de tantos espejismos propios de la sociedad de consumo, un tópico ingenuo de canción ligera, el rasgo complaciente que degrada el final de muchas películas americanas, en una palabra: una auténtica horterada. Y solo hay algo más hortera o más vacuo que querer llegar a ser feliz: dar consejos sobre cómo conseguirlo. Cuanto más desengañado de la felicidad se encuentre un filósofo contemporáneo, más podrá presumir de perspicacia: la energía que ponga en desanimar a los ingenuos cuando acudan a él pidiendo indicaciones sobre cómo disfrutar de la vida servirá para establecer ante los doctos su calibre intelectual. Y sin embargo ¿acaso no es la pregunta acerca de cómo vivir mejor la primera y última de la filosofía, la única que en su inexactitud y en su ilusión nunca podrá reducirse a una teoría estrictamente científica?
El modernísimo Nietzsche aseguró en su Genealogía de la moral que lo de querer a toda costa ser felices es dolencia que solo aqueja a unos cuantos pensadores ingleses. Se refería probablemente, entre otros, a John Stuart Mill, quien fue precisamente el padrino de Bertrand Russell. Y hace falta sin duda ser heredero de todo el sabio candor y el desenfado pragmático anglosajón para escribir tranquilamente como Russell sobre la conquista de la felicidad, esa plaza que según algunos no merece la pena intentar asaltar y según los más ni siquiera existe. Claro que esta empresa tan ambiciosa debe comenzar paradójicamente por un acto de humildad y es más, por un acto de humildad que contradice frente a frente una de las actitudes espirituales más comunes en nuestra época, la de considerar la desventura interesante en grado sumo. Como dice Russell, «las personas que son desdichadas, como las que duermen mal, siempre se enorgullecen de ello». Este es el primer obstáculo a vencer si uno pretende intentar ser feliz, dejar de intentar a toda costa ser «interesante».
Por supuesto, Russell no ignora que muchas de las causas que pueden acarrear nuestra desdicha escapan a nuestro control individual: guerras, enfermedades, accidentes, situaciones inicuas de explotación económica, tiranías… En otros de sus libros se ocupó de las que son menos azarosas y de los caminos a veces revolucionarios que han de seguir las sociedades para librarse de tales amenazas. La principal de sus propuestas pacifistas, constituir una especie de Estado Mundial que impidiese las guerras entre naciones y procurase el bien común de la humanidad, sigue siendo la gran asignatura pendiente de la política en los albores del siglo XXI. Pero en este libro se dirige a un público diferente. Supone un lector con razonable buena salud, con un trabajo no esclavizador que le permite ganarse la vida sin atroces agobios, que vive en un país donde está vigente un régimen político democrático y a quien no afecta personalmente ningún accidente fatal. Es decir, aquí Russell escribe para privilegiados que no luchan por su mera supervivencia, que disfrutan de una existencia soportable pero que quisieran que fuese realmente satisfactoria… o para aquellos, aún más frecuentes, empeñados en hacerse insoportable a sí mismos una vida que objetivamente no tendría por qué serlo.
Como la obra fue escrita en el período de entreguerras, a comienzos de los años treinta (la época en que Bertrand Russell gozaba de su máxima influencia como pensador social pero todavía sulfurosa y teñida de escándalo pues aún no se había convertido en el venerado patriarca del inconformismo que luego llegó a ser), los «hombres modernos» a los que se dirige somos y no somos ya nosotros. En ciertos aspectos ese mundo es como el nuestro y hasta encontramos perspicaces profecías, por ejemplo, referidas a la natalidad en Occidente: «Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan con inmigrantes de zonas menos civilizadas». Pero ni siquiera alguien tan clarividente como Russell, preocupado como estaba por la condición de la mujer, es capaz de calibrar del todo el vuelco familiar y laboral que habría de suponer la emancipación femenina ya en curso; ni tampoco puede medir el papel que los audiovisuales comercializados debían llegar a desempeñar pocos años después, lo cual le permite afirmaciones que a un español de hoy le resultan dolorosamente anticuadas: «El que disfruta con la lectura es aún más superior que el que no, porque hay más oportunidades de leer que de ver fútbol». En algunos pasajes me parece que es pudorosamente autobiográfico, como cuando en el capítulo «Cariño» retrata al niño carente de calidez paternal (él se quedó huérfano de padre y madre muy pronto, siendo criado por su rigorista abuela) que busca crearse intelectualmente un mundo seguro de certezas filosóficas que le ampare ante la vorágine inmisericorde de la realidad…
Aunque Russell es un crítico exigente de la sociedad industrial contemporánea, en modo alguno consiente en idealizar supuestos paraísos rurales y artesanos del ayer. A diferencia de esos denostadores de la «trivialidad» de las diversiones audiovisuales modernas -los cuales parecen suponer que antes de inventarse la televisión todo el mundo pasaba su tiempo leyendo a Shakespeare, reflexionando sobre Platón o interpretando a Mozart- Russell subraya el enorme tedio que debía de planear sobre las sociedades anteriores al maquinismo y sus entretenimientos. En realidad, el aburrimiento siempre ha sido la verdadera maldición de la humanidad, de la que provienen la mayor parte de nuestras fechorías. Las sociedades preindustriales agrícolas debían de ser inmensamente tediosas (Russell insinúa, a mi juicio con poco fundamento, que los miembros masculinos de las tribus de cazadores lo pasaban bastante bien) pero gracias a la superstición religiosa rentabilizaban mejor el aburrimiento. En cambio hoy «nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos». Y ese es en efecto nuestro problema: no hay nada más desesperadamente aburrido que el temor constante a aburrirse, la obligación de hallar diversiones externas. Salvo un puñado de personas creativas -sobre todo científicos, artistas y gente humanitaria que convierte la compasión en tarea absorbente- al resto de la humanidad no le queda más remedio que fastidiar al prójimo, morirse de fastidio… o comprar algo. En fin, esperemos que internet alivie un poco los peores efectos de nuestra trágica condición.
Nunca ha estado del todo claro si el secreto de la felicidad consiste en no ser completamente imbécil o en serlo. Como casi todos los ilustrados occidentales (en Oriente se da mayor diversidad de opiniones al respecto), Bertrand Russell opta decididamente por la primera alternativa. Para ser razonablemente feliz hay que pensar de modo adecuado, no dejar completamente de pensar; hay que actuar correcta, inventiva y si es posible desinteresadamente, no dejar del todo de actuar, etc. Bueno, no le falta del todo razón: probablemente usted y yo, lector, podamos sacar más provecho de sus indicaciones llenas de sentido común que de las de algún místico renunciativo inspirado por Lao Tse o Buda (incluso si es un budismo more californiano a lo Richard Gere). Algunas desventuras podremos evitar atendiendo sus consejos, sin necesidad de cambiar demasiado radicalmente nuestro modo de vida. En cuanto a conquistar la felicidad, la felicidad propiamente dicha… sobre eso yo no me haría demasiadas ilusiones.
fernando savater
Creo que podría transformarme y vivir con los animales.
¡Son tan apacibles y dueños de sí mismos!
Me paro a contemplarlos durante tiempo y más tiempo.
No sudan ni se quejan de su suerte,
no se pasan la noche en vela, llorando por sus pecados,
no me fastidian hablando de sus deberes para con Dios.
Ninguno está insatisfecho, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas.
Ninguno se arrodilla ante otro, ni ante los congéneres que vivieron hace miles de años.
Ninguno es respetable ni desgraciado en todo el ancho mundo.
walt whitman
GENTE?
Una marca encuentro en cada rostro; marcas de debilidad, marcas de aflicción…
decía Blake. Aunque de tipos muy diferentes, encontrará usted infelicidad por todas partes. Supongamos que está usted en Nueva York, la más típicamente moderna de las grandes ciudades. Párese en una calle muy transitada en horas de trabajo, o en una carretera importante un fin de semana; vacíe la mente de su propio ego y deje que las personalidades de los desconocidos que le rodean tomen posesión de usted, una tras otra. Descubrirá que cada una de estas dos multitudes diferentes tiene sus propios problemas. En la multitud de horas de trabajo verá usted ansiedad, exceso de concentración, dispepsia, falta de interés por todo lo que no sea la lucha cotidiana, incapacidad de divertirse, falta de consideración hacia el prójimo. En la carretera en fin de semana, verá hombres y mujeres, todos bien acomodados y algunos muy ricos, dedicados a la búsqueda de placer. Esta búsqueda la efectúan todos a velocidad uniforme, la del coche más lento de la procesión; los coches no dejan ver la carretera, y tampoco el paisaje, ya que mirar a los lados podría provocar un accidente; todos los ocupantes de todos los coches están absortos en el deseo de adelantar a otros coches, pero no pueden hacerlo debido a la aglomeración; si sus mentes se desvían de esta preocupación, como les sucede de vez en cuando a los que no van conduciendo, un indescriptible aburrimiento se apodera de ellos e imprime en sus rostros una marca de trivial descontento. De tarde en tarde, pasa un coche cargado de personas de color cuyos ocupantes dan auténticas muestras de estar pasándoselo bien, pero provocan indignación por su comportamiento excéntrico y acaban cayendo en manos de la policía debido a un accidente: pasárselo bien en días de fiesta es ilegal.
O, por ejemplo, observe a las personas que asisten a una fiesta. Todos llegan decididos a alegrarse, con el mismo tipo de férrea resolución con que uno decide no armar un alboroto en el dentista. Se supone que la bebida y el besuqueo son las puertas de entrada a la alegría, así que todos se emborrachan a toda prisa y procuran no darse cuenta de lo mucho que les disgustan sus acompañantes. Tras haber bebido lo suficiente, los hombres empiezan a llorar y a lamentarse de lo indignos que son, en el sentido moral, de la devoción de sus madres. Lo único que el alcohol hace por ellos es liberar el sentimiento de culpa, que la razón mantiene reprimido en momentos de más cordura.
Las causas de estos diversos tipos de infelicidad se encuentran en parte en el sistema social y en parte en la psicología individual (que, por supuesto, es en gran medida consecuencia del sistema social). Ya he escrito en ocasiones anteriores sobre los cambios que habría que hacer en el sistema social para favorecer la felicidad. Pero no es mi intención hablar en este libro sobre la abolición de la guerra, de la explotación económica o de la educación en la crueldad y el miedo. Descubrir un sistema para evitar la guerra es una necesidad vital para nuestra civilización; pero ningún sistema tiene posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz del día. Evitar la perpetuación de la pobreza es necesario para que los beneficios de la producción industrial favorezcan en alguna medida a los más necesitados; pero ¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los ricos también son desgraciados? La educación en la crueldad y el miedo es mala, pero los que son esclavos de estas pasiones no pueden dar otro tipo de educación. Estas consideraciones nos llevan al problema del individuo: ¿qué puede hacer un hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a personas que no están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento extremo. Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse alojamiento y comida, y de salud suficiente para hacer posibles las actividades corporales normales. No tendré en cuenta las grandes catástrofes, como la pérdida de todos los hijos o la vergüenza pública. Son cuestiones de las que merece la pena hablar, y son cosas importantes, pero pertenecen a un nivel diferente del de las cosas que pretendo decir. Mi intención es sugerir una cura para la infelicidad cotidiana normal que padecen casi todas las personas en los países civilizados, y que resulta aún más insoportable porque, no teniendo una causa externa obvia, parece ineludible. Creo que esta infelicidad se debe en muy gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese apetito de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las personas como la de los animales. Se trata de cuestiones que están dentro de las posibilidades del individuo, y me propongo sugerir ciertos cambios mediante los cuales, con un grado normal de buena suerte, se puede alcanzar esta felicidad.
Puede que la mejor introducción a la filosofía por la que quiero abogar sean unas pocas palabras autobiográficas. Yo no nací feliz. De niño, mi himno favorito era «Harto del mundo y agobiado por el peso de mis pecados». A los cinco años se me ocurrió pensar que, si vivía hasta los setenta, hasta entonces solo había soportado una catorceava parte de mi vida, y los largos años de aburrimiento que aún tenía por delante me parecieron casi insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender más matemáticas. Ahora, por el contrario, disfruto de la vida; casi podría decir que cada año que pasa la disfruto más. En parte, esto se debe a que he descubierto cuáles eran las cosas que más deseaba y, poco a poco, he ido adquiriendo muchas de esas cosas. En parte se debe a que he logrado prescindir de ciertos objetos de deseo -como la adquisición de conocimientos indudables sobre esto o lo otro- que son absolutamente inalcanzables. Pero principalmente se debe a que me preocupo menos por mí mismo. Como otros que han tenido una educación puritana, yo tenía la costumbre de meditar sobre mis pecados, mis fallos y mis defectos. Me consideraba a mí mismo -y seguro que con razón- un ser miserable. Poco a poco aprendí a ser indiferente a mí mismo y a mis deficiencias; aprendí a centrar la atención, cada vez más, en objetos externos: el estado del mundo, diversas ramas del conocimiento, individuos por los que sentía afecto. Es cierto que los intereses externos acarrean siempre sus propias posibilidades de dolor: el mundo puede entrar en guerra, ciertos conocimientos pueden ser difíciles de adquirir, los amigos pueden morir. Pero los dolores de este tipo no destruyen la cualidad esencial de la vida, como hacen los que nacen del disgusto por uno mismo. Y todo interés externo inspira alguna actividad que, mientras el interés se mantenga vivo, es un preventivo completo del ennui. En cambio, el interés por uno mismo no conduce a ninguna actividad de tipo progresivo. Puede impulsar a escribir un diario, a acudir a un psicoanalista, o tal vez a hacerse monje. Pero el monje no será feliz hasta que la rutina del monasterio le haga olvidar su propia alma. La felicidad que él atribuye a la religión podría haberla conseguido haciéndose barrendero, siempre que se viera obligado a serlo para toda la vida. La disciplina externa es el único camino a la felicidad para aquellos desdichados cuya absorción en sí mismos es tan profunda que no se puede curar de ningún otro modo.
Hay varias clases de absorción en uno mismo. Tres de las más comunes son la del pecador, la del narcisista y la del megalómano.
Cuando digo «el pecador» no me refiero al hombre que comete pecados: los pecados los cometemos todos o no los comete nadie, dependiendo de cómo definamos la palabra; me refiero al hombre que está absorto en la conciencia del pecado. Este hombre está constantemente incurriendo en su propia desaprobación, que, si es religioso, interpreta como desaprobación de Dios. Tiene una imagen de sí mismo como él cree que debería ser, que está en constante conflicto con su conocimiento de cómo es. Si en su pensamiento consciente ha descartado hace mucho tiempo las máximas que le enseñó su madre de pequeño, su sentimiento de culpa puede haber quedado profundamente enterrado en el subconsciente y emerger tan solo cuando está dormido o borracho. No obstante, con eso puede bastar para quitarle el gusto a todo. En el fondo, sigue acatando todas las prohibiciones que le enseñaron en la infancia. Decir palabrotas está mal, beber está mal, ser astuto en los negocios está mal y, sobre todo, el sexo está mal. Por supuesto, no se abstiene de ninguno de esos placeres, pero para él están todos envenenados por la sensación de que le degradan. El único placer que desea con toda su alma es que su madre le dé su aprobación con una caricia, como recuerda haber experimentado en su infancia. Como este placer ya no está a su alcance, siente que nada importa: puesto que debe pecar, decide pecar a fondo. Cuando se enamora, busca cariño maternal, pero no puede aceptarlo porque, debido a la imagen que tiene de su madre, no siente respeto por ninguna mujer con la que tenga relaciones sexuales. Entonces, sintiéndose decepcionado, se vuelve cruel, se arrepiente de su crueldad y empieza de nuevo el terrible ciclo de pecado imaginario y remordimiento real. Esta es la psicología de muchísimos réprobos aparentemente empedernidos. Lo que les hace descarriarse es su devoción a un objeto inalcanzable (la madre o un sustituto de la madre) junto con la inculcación, en los primeros años, de un código ético ridículo. Para estas víctimas de la «virtud» maternal, el primer paso hacia la felicidad consiste en liberarse de la tiranía de las creencias y amores de la infancia.
El narcisismo es, en cierto modo, lo contrario del sentimiento habitual de culpa; consiste en el hábito de admirarse uno mismo y desear ser admirado. Hasta cierto punto, por supuesto, es una cosa normal y no tiene nada de malo. Solo en exceso se convierte en un grave mal. En muchas mujeres, sobre todo mujeres ricas de la alta sociedad, la capacidad de sentir amor está completamente atrofiada, y ha sido sustituida por un fortísimo deseo de que todos los hombres las amen. Cuando una mujer de este tipo está segura de que un hombre la ama, deja de interesarse por él. Lo mismo ocurre, aunque con menos frecuencia, con los hombres; el ejemplo clásico es el protagonista de Las amistades peligrosas. Cuando la vanidad se lleva a estas alturas, no se siente auténtico interés por ninguna otra persona y, por tanto, el amor no puede ofrecer ninguna satisfacción verdadera. Otros intereses fracasan de manera aún más desastrosa. Un narcisista, por ejemplo, inspirado por los elogios dedicados a los grandes pintores, puede estudiar bellas artes; pero como para él pintar no es más que un medio para alcanzar un fin, la técnica nunca le llega a interesar y es incapaz de ver ningún tema si no es en relación con su propia persona. El resultado es el fracaso y la decepción, el ridículo en lugar de la esperada adulación. Lo mismo se aplica a esas novelistas en cuyas novelas siempre aparecen ellas mismas idealizadas como heroínas. Todo éxito verdadero en el trabajo depende del interés auténtico por el material relacionado con el trabajo. La tragedia de muchos políticos de éxito es que el narcisismo va sustituyendo poco a poco al interés por la comunidad y las medidas que defendía. El hombre que solo está interesado en sí mismo no es admirable, y no se siente admirado. En consecuencia, el hombre cuyo único interés en el mundo es que el mundo le admire tiene pocas posibilidades de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo consigue, no será completamente feliz, porque el instinto humano nunca es totalmente egocéntrico, y el narcisista se está limitando artificialmente tanto como el hombre dominado por el sentimiento de pecado. El hombre primitivo podía estar orgulloso de ser un buen cazador, pero también disfrutaba con la actividad de la caza. La vanidad, cuando sobrepasa cierto punto, mata el placer que ofrece toda actividad por sí misma, y conduce inevitablemente a la indiferencia y el hastío. A menudo, la causa es la timidez, y la cura es el desarrollo de la propia dignidad. Pero esto solo se puede conseguir mediante una actividad llevada con éxito e inspirada por intereses objetivos.
El megalómano se diferencia del narcisista en que desea ser poderoso antes que encantador, y prefiere ser temido a ser amado. A este tipo pertenecen muchos lunáticos y la mayoría de los grandes hombres de la historia. El afán de poder, como la vanidad, es un elemento importante de la condición humana normal, y hay que aceptarlo como tal; solo se convierte en deplorable cuando es excesivo o va unido a un sentido de la realidad insuficiente. Cuando esto ocurre, el hombre se vuelve desdichado o estúpido, o ambas cosas. El lunático que se cree rey puede ser feliz en cierto sentido, pero ninguna persona cuerda envidiaría esta clase de felicidad. Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero poseía el talento necesario para hacer realidad el sueño del lunático. Sin embargo, no pudo hacer realidad su propio sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían sus logros. Cuando quedó claro que era el mayor conquistador que había conocido la historia, decidió que era un dios. ¿Fue un hombre feliz? Sus borracheras, sus ataques de furia, su indiferencia hacia las mujeres y sus pretensiones de divinidad dan a entender que no lo fue. No existe ninguna satisfacción definitiva en el cultivo de un único elemento de la naturaleza humana a expensas de todos los demás, ni en considerar el mundo entero como pura materia prima para la magnificencia del propio ego. Por lo general, el megalómano, tanto si está loco como si pasa por cuerdo, es el resultado de alguna humillación excesiva. Napoleón lo pasó mal en la escuela porque se sentía inferior a sus compañeros, que eran ricos aristócratas, mientras que él era un chico pobre con beca. Cuando permitió el regreso de los emigres tuvo la satisfacción de ver a sus antiguos compañeros de escuela inclinándose ante él. ¡Qué felicidad! Sin embargo, esto le hizo desear obtener una satisfacción similar a expensas del zar, y acabó llevándole a Santa Elena. Dado que ningún hombre puede ser omnipotente, una vida enteramente dominada por el ansia de poder tiene que toparse tarde o temprano con obstáculos imposibles de superar. La única manera de impedir que este conocimiento se imponga en la conciencia es mediante algún tipo de demencia, aunque si un hombre es lo bastante poderoso puede encarcelar o ejecutar a los que se lo hagan notar. Así pues, la represión política y la represión en el sentido psicoanalítico van de la mano. Y siempre que existe una represión psicológica muy acentuada, no hay felicidad auténtica. El poder, mantenido dentro de límites adecuados, puede contribuir mucho a la felicidad, pero como único objetivo en la vida conduce al desastre, interior si no exterior.
Está claro que las causas psicológicas de la infelicidad son muchas y variadas. Pero todas tienen algo en común. La típica persona infeliz es aquella que, habiéndose visto privada de joven de alguna satisfacción normal, ha llegado a valorar este único tipo de satisfacción más que cualquier otro, y por tanto ha encauzado su vida en una única dirección, dando excesiva importancia a los logros y ninguna a las actividades relacionadas con ellos. Existe, no obstante, una complicación adicional, muy frecuente en estos tiempos. Un hombre puede sentirse tan completamente frustrado que no busca ningún tipo de satisfacción, solo distracción y olvido. Se convierte entonces en un devoto del «placer». Es decir, pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo. La embriaguez, por ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que aporta es puramente negativa, un cese momentáneo de la infelicidad. El narcisista y el megalómano creen que la felicidad es posible, aunque pueden adoptar medios erróneos para conseguirla; pero el hombre que busca la intoxicación, en la forma que sea, ha renunciado a toda esperanza, exceptuando la del olvido. En este caso, lo primero que hay que hacer es convencerle de que la felicidad es deseable. Las personas que son desdichadas, como las que duermen mal, siempre se enorgullecen de ello. Puede que su orgullo sea como el del zorro que perdió la cola; en tal caso, la manera de curarlas es enseñarles la manera de hacer crecer una nueva cola. En mi opinión, muy pocas personas eligen deliberadamente la infelicidad si ven alguna manera de ser felices. No niego que existan personas así, pero no son bastante numerosas como para tener importancia. Por tanto, doy por supuesto que el lector preferiría ser feliz a ser desgraciado. No sé si podré ayudarle a hacer realidad su deseo; pero desde luego, por intentarlo no se pierde nada.
Para los estadounidenses modernos, el punto de vista que me propongo considerar ha sido expuesto por Joseph Wood Krutch en un libro titulado The Modern Temper; para la generación de nuestros abuelos, lo expuso Byron; para todas las épocas, lo expuso el autor del Eclesiastés. El señor Krutch dice: «La nuestra es una causa perdida y no hay lugar para nosotros en el universo natural, pero a pesar de todo no lamentamos ser humanos. Mejor morir como hombres que vivir como animales».
Byron dijo:
No hay alegría que pueda darte el mundo comparable
a la que te quita,
cuando el brillo de las primeras ideas degenera en la insulsa decadencia de los sentimientos.
Y el autor del Eclesiastés decía:
Y proclamé dichosos a los muertos que se fueron, más dichosos que los vivos que viven todavía.
Y más dichosos que ambos son los que nunca vivieron,
que no han visto el mal que se hace bajo el sol.
Todos estos pesimistas llegaron a estas lúgubres conclusiones tras pasar revista a los placeres de la vida. El señor Krutch ha vivido en los círculos más intelectuales de Nueva York; Byron nadó en el Helesponto y tuvo innumerables aventuras amorosas; el autor del Eclesiastés fue aún más variado en su búsqueda de placeres: probó el vino, probó la música «de todos los géneros», construyó estanques, tuvo sirvientes y sirvientas, algunos nacidos en su casa. Ni siquiera en estas circunstancias le abandonó su sabiduría. No obstante, vio que todo es vanidad, incluso la sabiduría.
Y di mi corazón por conocer la sabiduría y por entender la insensatez y la locura; y percibí que también esto es vejación del espíritu.
Porque donde hay mucha ciencia hay mucho dolor; y el que aumenta su saber aumenta su pena.
Por lo que se ve, su sabiduría le molestaba y se esforzó en vano por librarse de ella.
Me dije en mi corazón: vamos, probemos la alegría, disfrutemos del placer. Pero, ay, también esto es vanidad.
Pero su sabiduría no le abandonaba.
Entonces me dije en mi corazón: lo que le sucedió al necio también me sucedió a mí. ¿Por qué, pues, hacerme más sabio? Y me dije que también esto es vanidad.
Por eso aborrecí la vida, viendo que todo cuanto se hace bajo el sol es penoso para mí; porque todo es vanidad y vejación del espíritu.
Es una suerte para los literatos que ya nadie lea cosas escritas hace mucho tiempo, porque si lo hicieran llegarían a la conclusión de que, se opine lo que se opine sobre la construcción de estanques, la creación de nuevos libros no es más que vanidad. Si podemos demostrar que la doctrina del Eclesiastés no es la única adecuada para un hombre sabio, no tendremos que molestarnos mucho con las manifestaciones posteriores de la misma actitud. En un argumento de este tipo hay que distinguir entre un estado de ánimo y su expresión intelectual. Con los estados de ánimo no hay discusión posible; pueden cambiar debido a algún suceso afortunado o a un cambio en nuestro estado corporal, pero no se pueden cambiar mediante argumentos. Muchas veces he experimentado ese estado de ánimo en que sientes que todo es vanidad; y no he salido de él mediante ninguna filosofía, sino gracias a una necesidad imperiosa de acción. Si tu hijo está enfermo, puedes sentirte desdichado, pero no piensas que todo es vanidad; sientes que devolver la salud a tu hijo es una cuestión que hay que atender, independientemente de los argumentos sobre si la vida humana tiene algún valor o no. Un hombre rico puede sentir -y a menudo siente- que todo es vanidad, pero si pierde su fortuna no pensará que su próxima comida es vanidad, ni mucho menos. El origen de ese sentimiento es la demasiada facilidad para satisfacer las necesidades naturales. El animal humano, igual que los demás, está adaptado a cierto grado de lucha por la vida, y cuando su gran riqueza permite a un Homo sapiens satisfacer sin esfuerzo todos sus caprichos, la mera ausencia de esfuerzo le quita a su vida un ingrediente imprescindible de la felicidad. El hombre que adquiere con facilidad cosas por las que solo siente un deseo moderado llega a la conclusión de que la satisfacción de los deseos no da la felicidad. Si tiene inclinaciones filosóficas, llega a la conclusión de que la vida humana es intrínsecamente miserable, ya que el que tiene todo lo que desea sigue siendo infeliz. Se olvida de que una parte indispensable de la felicidad es carecer de algunas de las cosas que se desean.
Hasta aquí lo referente al estado de ánimo. Pero también hay argumentos intelectuales en el Eclesiastés:
Los ríos van todos a la mar, y la mar no se llena.
No hay nada nuevo bajo el sol.
No hay memoria de lo que sucedió antes.
Aborrecí todo cuanto yo había hecho bajo el sol, porque todo tendría que dejarlo al que vendrá detrás de mí.
Si intentáramos expresar estos argumentos con el estilo de un filósofo moderno, nos saldría algo parecido a esto: el hombre está esforzándose perpetuamente, y la materia está en perpetuo movimiento, y sin embargo nada permanece, aunque lo nuevo que ocurre después no se diferencia en nada de lo que ya ocurrió antes. Un hombre muere, y sus herederos recogen los beneficios de su trabajo. Los ríos van a parar al mar, pero a sus aguas no se les permite permanecer allí. Una y otra vez, en un ciclo interminable y sin propósito alguno, los hombres y las cosas nacen y mueren sin mejorar nada, sin lograr nada permanente, día tras día, año tras año. Los ríos, si fueran sabios, se quedarían donde están. Salomón, si fuera sabio, no plantaría árboles frutales cuyos frutos solo serán disfrutados por su hijo.
Me calenté las manos ante el fuego de la vida.
Se va apagando y estoy listo para partir.
Esta actitud es tan racional como la del que se indigna ante la muerte. Por tanto, si los estados de ánimo estuvieran determinados por la razón, habría igual número de razones para alegrarse como para desesperarse.
Uno de los capítulos más patéticos del señor Krutch trata del tema del amor. Parece que los Victorianos tenían un concepto muy elevado del amor, pero que nosotros, con nuestra sofisticación moderna, lo hemos perdido. «Para los Victorianos más escépticos, el amor cumplía algunas de las funciones del Dios que habían perdido. Ante él, muchos, incluso los más curtidos, se volvían místicos por un momento. Se encontraban en presencia de algo que despertaba en ellos esa sensación de reverencia que ninguna otra cosa produce, algo ante lo que sentían, aunque fuera en lo más profundo de su ser, que se le debía una lealtad a toda prueba. Para ellos, el amor, como Dios, exigía toda clase de sacrificios; pero, también como Él, premiaba al creyente infundiendo en todos los fenómenos de la vida un significado que aún está por analizar. Nos hemos acostumbrado -más que ellos- a un universo sin Dios, pero aún no nos hemos acostumbrado a un universo donde tampoco haya amor, y solo cuando nos acostumbremos nos daremos cuenta de lo que significa realmente el ateísmo.» Es curioso lo diferente que parece la época victoriana a los jóvenes de nuestro tiempo, en comparación con lo que parecía cuando uno vivía en ella. Recuerdo a dos señoras mayores, ambas típicas de ciertos aspectos del período, que conocí cuando era joven. Una era puritana y la otra seguidora de Voltaire. La primera se lamentaba de que hubiera tanta poesía que trataba del amor, siendo este, según ella, un tema sin interés. La segunda comentó: «De mí, nadie podrá decir nada, pero yo siempre digo que no es tan malo violar el sexto mandamiento como violar el séptimo, porque al fin y al cabo se necesita el consentimiento de la otra parte». Ninguna de estas opiniones coincidía con lo que el señor Krutch presenta como típicamente Victoriano. Evidentemente, ha sacado sus ideas de ciertos autores que no estaban, ni mucho menos, en armonía con su ambiente. El mejor ejemplo, supongo, es Robert Browning. Sin embargo, no puedo evitar estar convencido de que hay algo que atufa en su concepto del amor.
Gracias a Dios, la más ruin de sus criaturas
puede jactarse de tener dos facetas en su alma;
una con la que se enfrenta al mundo
y otra que mostrar a una mujer cuando la ama.
Esto da por supuesto que la combatividad es la única actitud posible hacia el mundo en general. ¿Por qué? Porque el mundo es cruel, diría Browning. Porque no te aceptará con el valor que tú te atribuyes, diríamos nosotros. Una pareja puede formar, como hicieron los Browning, una sociedad de admiración mutua. Es muy agradable tener a mano a alguien que siempre va a elogiar tu obra, tanto si lo merece como si no. Y no cabe duda de que Browning se consideraba un buen tipo, todo un hombre, cuando denunció a Fitzgerald en términos nada moderados por haberse atrevido a no admirar a Aurora Leigh. Pero no me parece que esta completa suspensión de la facultad crítica por ambas partes sea verdaderamente admirable. Está muy relacionada con el miedo y con el deseo de encontrar un refugio contra las frías ráfagas de la crítica imparcial. Muchos solterones aprenden a obtener la misma satisfacción en su propio hogar. Yo viví demasiado tiempo en la época victoriana para ser moderno según los criterios del señor Krutch. No he dejado de creer en el amor, ni mucho menos, pero la clase de amor en que creo no es del tipo que admiraban los Victorianos; es aventurero y siempre alerta, y aunque es consciente de lo bueno, eso no significa que ignore lo malo, ni pretende ser sagrado o santo. La atribución de estas cualidades al tipo de amor que se admiraba fue una consecuencia del tabú del sexo. Los Victorianos estaban plenamente convencidos de que casi todo el sexo es malo, y tenían que aplicar adjetivos exagerados a las modalidades que podían aprobar. Había más hambre de sexo que ahora, y esto, sin duda, hacía que la gente exagerara la importancia del sexo, como han hecho siempre los ascéticos. En la actualidad, atravesamos un período algo confuso, en el que mucha gente ha prescindido de los antiguos criterios sin adoptar otros nuevos. Esto les ha ocasionado diversos problemas, y como su subconsciente, en general, sigue creyendo en los viejos criterios, los problemas, cuando surgen, provocan desesperación, remordimiento y cinismo. No creo que sea muy grande el número de personas a las que les sucede esto, pero son de las que más ruido hacen en nuestra época. Creo que si comparásemos la juventud acomodada de nuestra época con la de la época victoriana, veríamos que ahora hay mucha más felicidad en relación con el amor, y mucha más fe auténtica en el valor del amor que hace sesenta años. Las razones que empujan al cinismo a ciertas personas tienen que ver con el predominio de los viejos ideales sobre el subconsciente y con la ausencia de una ética racional que permita a la gente de nuestros días regular su conducta. El remedio no está en lamentarse y sentir nostalgia del pasado, sino en aceptar valerosamente el concepto moderno y decidirse a arrancar de raíz, en todos sus oscuros escondites, las supersticiones oficialmente descartadas.
No es fácil decir en pocas palabras por qué valora uno el amor; no obstante, lo voy a intentar. El amor hay que valorarlo en primer lugar -y este, aunque no es su mayor valor, es imprescindible para todos los demás- como fuente de placer en sí mismo.
¡Oh, amor! Qué injustos son contigo
los que dicen que tu dulzura es amarga,
cuando tus ricos frutos son de tal manera
que no puede existir nada tan dulce.
El autor anónimo de estos versos no buscaba una solución para el ateísmo, ni la clave del universo; estaba simplemente pasándoselo bien. Y el amor no solo es una fuente de placer, sino que su ausencia es una fuente de dolor. En segundo lugar, el amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. Un hombre que nunca haya disfrutado de las cosas bellas en compañía de una mujer a la que ama, no ha experimentado plenamente el poder mágico del que son capaces dichas cosas. Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego, ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro. Se han dado en el mundo, en diversas épocas, varias filosofías de la soledad, algunas muy nobles y otras menos. Los estoicos y los primeros cristianos creían que el hombre podía experimentar el bien supremo que se puede experimentar en la vida humana mediante el simple ejercicio de su propia voluntad o, en cualquier caso, sin ayuda humana; otros han tenido como único objetivo de su vida el poder, y otros el mero placer personal. Todos estos son filósofos solitarios, en el sentido de suponer que el bien es algo realizable en cada persona por separado, y no solo en una sociedad de personas más grande o más pequeña. En mi opinión, todos estos puntos de vista son falsos, y no solo en teoría ética, sino como expresiones de la mejor parte de nuestros instintos. El hombre depende de la cooperación, y la naturaleza le ha dotado, es cierto que no del todo bien, con el aparato instintivo del que puede surgir la cordialidad necesaria para la cooperación. El amor es la primera y la más común de las formas de emoción que facilitan la cooperación, y los que han experimentado el amor con cierta intensidad no se conformarán con una filosofía que suponga que el mayor bien consiste en ser independiente de la persona amada. En este aspecto, el amor de los padres es aún más poderoso, pero en los mejores casos el sentimiento parental es consecuencia del amor entre los padres. No pretendo decir que el amor, en su forma más elevada, sea algo común, pero sí sostengo que en su forma más elevada revela valores que de otro modo no se llegarían a conocer, y que posee en sí mismo un valor al que no afecta el escepticismo, por mucho que los escépticos incapaces de experimentarlo atribuyan falsamente su incapacidad a su escepticismo.
El amor verdadero es un fuego perdurable
que arde eternamente en la mente.
Nunca enferma, nunca muere, nunca se enfría,
nunca se niega a sí mismo.
Veamos ahora lo que el señor Krutch tiene que decir acerca de la tragedia. Sostiene, y en esto no puedo sino estar de acuerdo con él, que Espectros de Ibsen es inferior a El rey Lear. «Ni un mayor poder de expresión ni un mayor don para las palabras habrían podido transformar a Ibsen en Shakespeare. Los materiales con que este último creó sus obras -su concepto de la dignidad humana, su sentido de la importancia de las pasiones humanas, su visión de la amplitud de la vida humana- simplemente no existían ni podían existir para Ibsen, como no existían ni podían existir para sus contemporáneos. De algún modo, Dios, el Hombre y la Naturaleza han perdido estatura en los siglos transcurridos entre uno y otro, no porque el credo realista del arte moderno nos impulse a mirar a la gente mediana, sino porque esta medianía de la vida humana se nos impuso de algún modo mediante la aplicación del mismo proceso que condujo al desarrollo de teorías realistas del arte que pudieran justificar nuestra visión.» Sin duda es cierto que el anticuado tipo de tragedia que trataba de príncipes con problemas no resulta adecuado para nuestra época, y cuando intentamos tratar del mismo modo los problemas de un individuo cualquiera el efecto no es el mismo. Sin embargo, la razón de que esto ocurra no es un deterioro en nuestra visión de la vida, sino justamente lo contrario. Se debe al hecho de que ya no consideramos a ciertos individuos como los grandes de la tierra, con derecho a pasiones trágicas, mientras que a todos los demás les toca solo afanarse y esforzarse para mantener la magnificencia de esos pocos. Shakespeare dice:
Cuando mueren los mendigos, no se ven cometas;
A la muerte de los príncipes, los cielos mismos arden.
En tiempos de Shakespeare, este sentimiento, si no se creía al pie de la letra, al menos expresaba un concepto de la vida prácticamente universal, aceptado de todo corazón por el propio Shakespeare. En consecuencia, la muerte del poeta Cinna es cómica, mientras que las muertes de César, Bruto y Casio son trágicas. Ahora hemos perdido el sentido de la importancia cósmica de una muerte individual porque nos hemos vuelto demócratas, no solo en las formas externas sino en nuestras convicciones más íntimas. Así pues, en nuestros tiempos las grandes tragedias tienen que ocuparse más de la comunidad que del individuo. Como ejemplo de lo que digo, propongo el Massemensch de Ernst Toller. No pretendo decir que esta obra sea tan buena como las mejores que se escribieron en las mejores épocas pasadas, pero sí sostengo que es comparable; es noble, profunda y real, trata de acciones heroicas y pretende «purificar al lector mediante la compasión y el terror», como dijo Aristóteles que había que hacer. Todavía existen pocos ejemplos de este tipo moderno de tragedia, ya que hay que abandonar la antigua técnica y las antiguas tradiciones sin sustituirlas por meras trivialidades cultas. Para escribir tragedia, hay que sentirla. Y para sentir la tragedia, hay que ser consciente del mundo en que uno vive, no solo con la mente sino con la sangre y los nervios. Durante todo su libro, el señor Krutch habla a intervalos de la desesperación, y uno queda conmovido por su heroica aceptación de un mundo desolado, pero la desolación se debe al hecho de que él y la mayoría de los hombres de letras no han aprendido aún a sentir las antiguas emociones en respuesta a nuevos estímulos. Los estímulos existen, pero no en los corrillos literarios. Los corrillos literarios no tienen contacto vital con la vida de la comunidad, y dicho contacto es necesario para que los sentimientos humanos tengan la seriedad y la profundidad que caracterizan tanto a la tragedia como a la auténtica felicidad. A todos los jóvenes con talento que van por ahí convencidos de que no tienen nada que hacer en el mundo, yo les diría: «Deja de intentar escribir y en cambio intenta no escribir. Sal al mundo, hazte pirata, rey en Borneo u obrero en la Rusia soviética; búscate una existencia en que la satisfacción de necesidades físicas elementales ocupe todas tus energías». No recomiendo esta línea de acción a todo el mundo, sino solo a los que padecen la enfermedad diagnosticada por el señor Krutch. Creo que, al cabo de unos años de vivir así, el ex intelectual encontrará que, a pesar de sus esfuerzos, ya no puede contener el afán de escribir, y cuando llegue ese momento, lo que escriba ya no le parecerá tan fútil.
Es muy curioso que tan pocas personas parezcan darse cuenta de que no están atrapadas en las garras de un mecanismo del que no hay escapatoria, sino que se trata de una noria en la que permanecen simplemente porque no se han percatado de que no les va a llevar a un nivel superior. Estoy pensando, por supuesto, en hombres que andan por los altos caminos del poder, hombres que ya disponen de buenos ingresos y que, si quisieran, podrían vivir con lo que tienen. Hacer eso les parecería vergonzoso, como desertar del ejército a la vista del enemigo, pero si les preguntas a qué causa pública están sirviendo con su trabajo no sabrán qué responder, excepto repitiendo todas las perogrulladas típicas de los anuncios sobre la dureza de la vida.
Consideremos la vida de uno de estos hombres. Podemos suponer que tiene una casa encantadora, una esposa encantadora y unos hijos encantadores. Se levanta por la mañana temprano, cuando ellos aún duermen, y sale a toda prisa hacia su despacho. Allí, su deber es desplegar las cualidades de un gran ejecutivo; cultiva una mandíbula firme, un modo de hablar decidido y un aire de sagaz reserva calculado para impresionar a todo el mundo excepto al botones. Dicta cartas, conversa por teléfono con varias personas importantes, estudia el mercado y, llegada la hora, sale a comer con alguna persona con la que está haciendo o espera hacer un trato. Este mismo tipo de cosas se prolonga durante toda la tarde. Llega a casa cansado, con el tiempo justo para vestirse para la cena. En la cena, él y otros varios hombres cansados tienen que fingir que disfrutan con la compañía de señoras que aún no han tenido ocasión de cansarse. Es imposible predecir cuántas horas tardará el pobre hombre en poder escapar. Por fin, se va a dormir y durante unas pocas horas la tensión se relaja.
La vida laboral de este hombre tiene la psicología de una carrera de cien metros, pero como la carrera en que participa tiene como única meta la tumba, la concentración, que sería adecuada para una carrera de cien metros, llega a ser algo excesiva. ¿Qué sabe este hombre de sus hijos? Los días laborables está en su despacho; los domingos está en el campo de golf. ¿Qué sabe de su mujer? Cuando la deja por la mañana, ella está dormida. Durante toda la velada, él y ella están comprometidos en actos sociales que impiden la conversación íntima. Probablemente, el hombre no tiene amigos que le importen de verdad, aunque hay muchas personas con las que finge una cordialidad que le gustaría sentir. De la primavera y la cosecha solo sabe lo que afecta al mercado; probablemente, ha visto países extranjeros, pero con ojos de total aburrimiento. Los libros le parecen una tontería, y la música cosa de intelectuales. Año tras año, se va encontrando cada vez más solo; su atención se concentra cada vez más y su vida, aparte de los negocios, es cada vez más estéril. He visto algún estadounidense de este tipo, ya de edad madura, en Europa, con su esposa y sus hijas. Evidentemente, estas habían convencido al pobre hombre de que ya era hora de tomarse unas vacaciones y dar a sus hijas la oportunidad de conocer el Viejo Mundo. La madre y las hijas, extasiadas, le rodean y llaman su atención hacia todo nuevo elemento que les parezca típico. El pater familias, completamente agotado y completamente aburrido, se pregunta qué estarán haciendo en su oficina en ese momento, o qué estará ocurriendo en la liga de béisbol. Al final, sus mujeres dan el caso por perdido y llegan a la conclusión de que todos los varones son unos patanes. Nunca se les ocurre pensar que el hombre es una víctima de la codicia de ellas; y tampoco es esta toda la verdad, como tampoco la costumbre hindú de quemar a las viudas es exactamente lo que parece a los ojos de un europeo. Probablemente, en nueve de cada diez casos, la viuda era una víctima voluntaria, dispuesta a morir quemada para alcanzar la gloria y porque la religión lo exigía. La religión y la gloria del hombre de negocios exigen que gane mucho dinero; por tanto, igual que la viuda hindú, sufre de buena gana el tormento. Para ser feliz, el hombre de negocios estadounidense tiene antes que cambiar de religión. Mientras no solo desee el éxito, sino que esté sinceramente convencido de que el deber de un hombre es perseguir el éxito y que el hombre que no lo hace es un pobre diablo, su vida estará demasiado concentrada y tendrá demasiada ansiedad para ser feliz. Consideremos una cuestión sencilla, como las inversiones. Casi todos los norteamericanos preferirían obtener un 8 por ciento con una inversión arriesgada que un 4 por ciento con una inversión segura. La consecuencia es que se pierde dinero con frecuencia y las preocupaciones y las angustias son constantes. Por mi parte, lo que me gustaría obtener del dinero es tiempo libre y seguridad. Pero lo que quiere obtener el típico hombre moderno es más dinero, con vistas a la ostentación, el esplendor y el eclipsamiento de los que hasta ahora han sido sus iguales. La escala social en Estados Unidos es indefinida y fluctúa continuamente. En consecuencia, todas las emociones esnobistas son más inestables que en los países donde el orden social es fijo; y aunque puede que el dinero no baste por sí mismo para engrandecer a la gente, es difícil ser grande sin dinero. Además, a los cerebros se les mide por el dinero que ganan. Un hombre que gana mucho dinero es un tipo inteligente; el que no lo gana, no lo es. A nadie le gusta que piensen que es tonto. Por tanto, cuando el mercado está inestable, el hombre se siente como los estudiantes durante un examen.
Creo que habría que admitir que en las angustias de un hombre de negocios interviene con frecuencia un elemento de miedo auténtico, aunque irracional, a las consecuencias de la ruina. El Clayhanger de Arnold Bennett, a pesar de su riqueza, seguía teniendo miedo de morir en el asilo. No me cabe duda de que aquellos que en su infancia sufrieron mucho a causa de la pobreza viven atormentados por el terror a que sus hijos sufran de manera similar, y les parece que es casi imposible acumular suficientes millones para protegerse contra ese desastre. Probablemente, estos temores son inevitables en la primera generación, pero es mucho menos probable que afecten a los que nunca han conocido mucha pobreza. En cualquier caso, son un factor secundario y algo excepcional del problema.
La raíz del problema está en la excesiva importancia que se da al éxito competitivo como principal fuente de felicidad. No niego que la sensación de éxito hace más fácil disfrutar de la vida. Un pintor, pongamos por caso, que ha permanecido desconocido durante toda su juventud, seguramente será más feliz si se reconoce su talento. Tampoco niego que el dinero, hasta cierto punto, es muy capaz de aumentar la felicidad; pero más allá de ese punto, no creo que lo haga. Lo que sostengo es que el éxito únicamente puede ser un ingrediente de la felicidad, y saldrá muy caro si para obtenerlo se sacrifican todos los demás ingredientes.
El origen de este problema es la filosofía de la vida predominante en los círculos comerciales. Es cierto que en Europa todavía existen otros círculos con prestigio. En algunos países existe una aristocracia; en todos hay profesiones prestigiosas, y en casi todos los países, excepto en los más pequeños, el ejército y la marina inspiran gran respeto. Pero aunque es cierto que siempre hay un elemento de competencia por el éxito, sea cual fuere la profesión, también es cierto que lo que se respeta no es el mero éxito, sino la excelencia, del tipo que sea, a la que se ha debido el éxito. Un hombre de ciencia puede ganar dinero o no, pero desde luego no es más respetado si lo gana que si no lo gana. A nadie le sorprende enterarse de que un ilustre general o almirante es pobre; de hecho, en tales circunstancias, la pobreza misma es un honor. Por estas razones, en Europa la lucha competitiva puramente monetaria está limitada a ciertos círculos, que posiblemente no son los más influyentes ni los más respetados. En Estados Unidos la situación es distinta. La milicia representa un papel muy poco importante en la vida nacional para que sus valores ejerzan alguna influencia. En cuanto a las profesiones de prestigio, ningún profano puede decir si un médico sabe realmente mucho de medicina o si un abogado sabe mucho de derecho, por lo que resulta más fácil juzgar sus méritos por los ingresos, reflejados en su nivel de vida. Los profesores, por su parte, son servidores a sueldo de los hombres de negocios, y como tales inspiran menos respeto que el que se les rinde en países más antiguos. La consecuencia de todo esto es que en Estados Unidos los profesionales imitan a los hombres de negocios, y no constituyen un tipo aparte como en Europa. Por consiguiente, en todo el sector de las clases acomodadas no hay nada que mitigue la lucha cruda y concentrada por el éxito financiero.
Desde muy jóvenes, los chicos estadounidenses están convencidos de que esto es lo único que importa, y no quieren que se les moleste con formas de educación desprovistas de valor pecuniario. En otro tiempo, la educación estaba concebida en gran parte como una formación de la capacidad de disfrute (me refiero a las formas más delicadas de disfrute, que no son accesibles para la gente completamente inculta). En el siglo XVIII, una de las características del «caballero» era entender y disfrutar de la literatura, la pintura y la música. En la actualidad, podemos no estar de acuerdo con sus gustos, pero al menos eran auténticos. El hombre rico de nuestros tiempos tiende a ser de un tipo muy diferente. Nunca lee. Si decide crear una galería de pintura con el fin de realzar su fama, delega en expertos para elegir los cuadros; el placer que le proporcionan no es el placer de mirarlos, sino el placer de impedir que otros ricos los posean. En cuanto a la música, si es judío puede que sepa apreciarla; si no lo es, será tan inculto como en todas las demás artes. El resultado de todo esto es que no sabe qué hacer con su tiempo libre. El pobre hombre se queda sin nada que hacer como consecuencia de su éxito. Esto es lo que ocurre inevitablemente cuando el éxito es el único objetivo de la vida. A menos que se le haya enseñado qué hacer con el éxito después de conseguirlo, el logro dejará inevitablemente al hombre presa del aburrimiento.
El hábito mental competitivo invade fácilmente regiones que no le corresponden. Consideremos, por ejemplo, la cuestión de la lectura. Existen dos motivos para leer un libro: una, disfrutar con él; la otra, poder presumir de ello. En Estados Unidos se ha puesto de moda entre las señoras leer (o aparentar leer) ciertos libros cada mes; algunas los leen, otras leen el primer capítulo, otras leen las reseñas de prensa, pero todas tienen esos libros encima de sus mesas. Sin embargo, no leen ninguna obra maestra. Jamás se ha dado un mes en que Hamlet o El rey Lear hayan sido seleccionados por los Clubes del Libro; jamás se ha dado un mes en que haya sido necesario saber algo de Dante. En consecuencia, se leen exclusivamente libros modernos mediocres, y nunca obras maestras. Esto también es un efecto de la competencia, puede que no del todo malo, ya que la mayoría de las señoras en cuestión, si se las dejara a su aire, lejos de leer obras maestras, leería libros aún peores que los que seleccionan para ellas sus pastores y maestros literarios.
La insistencia en la competencia en la vida moderna está relacionada con una decadencia general de los criterios civilizados, como debió de ocurrir en Roma después de la era de Augusto. Hombres y mujeres parecen incapaces de disfrutar de los placeres más intelectuales. El arte de la conversación general, por ejemplo, llevado a la perfección en los salones franceses del siglo XVIII, era todavía una tradición viva hace cuarenta años. Era un arte muy exquisito, que ponía en acción las facultades más elevadas para un propósito completamente efímero. Pero ¿a quién le interesa en nuestra época una cosa tan apacible? En China, el arte todavía florecía en toda su perfección hace diez años, pero supongo que, desde entonces, el ardor misionero de los nacionalistas lo habrá barrido por completo hasta hacerlo desaparecer. El conocimiento de la buena literatura, que era universal entre la gente educada hace cincuenta o cien años, está ahora confinado a unos cuantos profesores. Todos los placeres tranquilos han sido abandonados. Unos estudiantes estadounidenses me llevaron a pasear en primavera por un bosque cercano a su universidad; estaba lleno de bellísimas flores silvestres, pero ni uno de mis guías conocía el nombre de una sola de ellas. ¿Para qué les iba a servir semejante conocimiento? No podía aumentar los ingresos de nadie.
El problema no afecta simplemente al individuo, ni puede evitarlo un solo individuo en su propio caso aislado. El problema nace de la filosofía de la vida que todos han recibido, según la cual la vida es una contienda, una competición, en la que solo el vencedor merece respeto. Esta visión de la vida conduce a un cultivo exagerado de la voluntad, a expensas de los sentidos y del intelecto. Aunque es posible que, al decir esto, estemos poniendo el carro delante de los caballos. Los moralistas puritanos han insistido siempre en la importancia de la voluntad en los tiempos modernos, aunque en un principio insistían más aún en la fe. Es posible que la época del puritanismo engendrara una raza en la que la voluntad se había desarrollado en exceso mientras los sentidos y el intelecto quedaban subalimentados, y que dicha raza adoptara la filosofía de la competencia por ser la más adecuada a su carácter. Sea como fuere, el prodigioso éxito de estos modernos dinosaurios que, como sus prototipos prehistóricos, prefieren el poder a la inteligencia, está dando lugar a que todos los imiten: se han convertido en el modelo del hombre blanco en todas partes, y lo más probable es que esto se siga acentuando durante los próximos cien años. Sin embargo, los que no siguen la moda pueden consolarse pensando que, a la larga, los dinosaurios no triunfaron; se exterminaron unos a otros, y los espectadores inteligentes heredaron su reino. Nuestros dinosaurios modernos se están exterminando solos. Por término medio, no tienen más que dos hijos por pareja; no disfrutan de la vida lo suficiente como para desear engendrar hijos. A estas alturas, la sumamente exigente filosofía que han heredado de sus antepasados puritanos ha demostrado no estar adaptada al mundo. Las personas cuyo concepto de la vida hace que sientan tan poca felicidad que no les interesa engendrar hijos están biológicamente condenadas. No tardarán mucho en ser sustituidas por algo más alegre y festivo.
La competencia, considerada como lo más importante de la vida, es algo demasiado triste, demasiado duro, demasiado cuestión de músculos tensos y voluntad firme, para servir como base de la vida durante más de una o dos generaciones, como máximo. Después de ese plazo tiene que provocar fatiga nerviosa, diversos fenómenos de escape, una búsqueda de placeres tan tensa y tan difícil como el trabajo (porque relajarse resulta ya imposible), y al final la desaparición de la estirpe por esterilidad. No es solo el trabajo lo que ha quedado envenenado por la filosofía de la competencia; igualmente envenenado ha quedado el ocio. El tipo de ocio tranquilo y restaurador de los nervios se considera aburrido. Tiene que haber una continua aceleración, cuyo desenlace natural serán las drogas y el colapso. El remedio consiste en reconocer la importancia del disfrute sano y tranquilo en un ideal de vida equilibrado.
El deseo de excitación está profundamente arraigado en los seres humanos, sobre todo en los varones. Supongo que en la fase cazadora resultaba más fácil satisfacerlo que en épocas posteriores. La caza era excitante, la guerra era excitante, cortejar a una mujer era excitante. Un salvaje se las arreglará para cometer adulterio con una mujer mientras el marido de esta duerme a su lado, sabiendo que le aguarda una muerte segura si el marido se despierta. Esta situación, me imagino yo, no es aburrida. Pero con la invención de la agricultura, la vida comenzó a volverse tediosa, excepto para los aristócratas, por supuesto, que seguían estando -y aún siguen- en la fase cazadora. Hemos oído hablar mucho sobre el tedio del maquinismo, pero yo creo que el tedio de la agricultura con métodos antiguos era por lo menos igual de grande. De hecho, contra lo que sostienen casi todos los filántropos, yo diría que la era de las máquinas ha hecho disminuir considerablemente la cantidad total de aburrimiento en el mundo. Las horas de trabajo de los asalariados no son solitarias, y las horas nocturnas se pueden dedicar a una variedad de diversiones que eran imposibles en una aldea rural antigua. Consideremos una vez más lo que ha cambiado la vida de la clase media-baja. En otros tiempos, después de cenar, cuando la esposa y las hijas habían recogido las cosas, todos se sentaban a pasar lo que se llamaba «un agradable rato en familia». Esto significaba que el padre de familia se quedaba dormido, su mujer hacía punto y las hijas deseaban estar muertas o en Tombuctú. No se les permitía leer ni salir de la habitación, porque la teoría decía que durante aquel rato el padre conversaba con ellas, lo cual tenía que ser un placer para todos los interesados. Con suerte, acababan casándose y así tenían ocasión de infligir a sus hijas una juventud tan lúgubre como había sido la suya. Si no tenían suerte, se convertían en solteronas, y quizá incluso en ancianas decrépitas, un destino tan horrible como el peor que pudieran reservar los salvajes para sus víctimas. Hay que tener en cuenta toda esta carga de aburrimiento cuando pensamos en el mundo de hace cien años; y si nos remontamos más atrás en el tiempo, el aburrimiento es aún peor. Imaginemos la monotonía del invierno en una aldea medieval. La gente no sabía leer ni escribir, solo tenían velas para alumbrarse después de anochecer, el humo de su único fuego llenaba la única habitación que no estaba espantosamente fría. Los caminos eran prácticamente intransitables, de modo que casi nunca veían a personas de otras aldeas. Seguro que el aburrimiento contribuyó en gran medida a la práctica de la caza de brujas, el único deporte que podía animar las noches de invierno.
Ahora nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos. Ahora sabemos, o más bien creemos, que el aburrimiento no forma parte del destino natural del hombre, sino que se puede evitar si ponemos suficiente empeño en buscar excitación. En la actualidad, las chicas se ganan la vida, en gran parte porque esto les permite buscar excitación por las noches y escapar del «agradable rato en familia» que sus abuelas tenían que soportar. Todo el que puede vive en una ciudad; en Estados Unidos, los que no pueden, tienen coche, o al menos una motocicleta, para ir al cine. Y por supuesto, tienen radio en sus casas. Chicos y chicas se encuentran con mucha menos dificultad que antes, y cualquier chica de servicio espera disfrutar, por lo menos una vez a la semana, de tal cantidad de excitación que a una heroína de Jane Austen le habría durado toda una novela. A medida que ascendemos en la escala social, la búsqueda de excitación se hace cada vez más intensa. Los que pueden permitírselo están desplazándose constantemente de un lado a otro, llevando consigo alegría, bailes y bebida, pero por alguna razón esperan disfrutar más de estas cosas en un sitio nuevo. Los que tienen que ganarse la vida reciben obligatoriamente su cuota de aburrimiento en las horas de trabajo, pero los que disponen de dinero suficiente para librarse de la necesidad de trabajar tienen como ideal una vida completamente libre de aburrimiento. Es un noble ideal, y líbreme Dios de vituperarlo, pero me temo que, como otros ideales, es más difícil de conseguir que lo que suponen los idealistas. Al fin y al cabo, las mañanas son aburridas en proporción a lo divertidas que fueron las noches anteriores. Se llegará a la edad madura y puede que incluso a la vejez. A los veinte años, los jóvenes piensan que la vida se termina a los treinta. Yo, que tengo cincuenta y ocho, no puedo ya sostener esa opinión. Posiblemente, tan insensato es gastar el capital vital como el capital financiero. Puede que cierto grado de aburrimiento sea un ingrediente necesario de la vida. El deseo de escapar del aburrimiento es natural; de hecho, todas las razas humanas lo han manifestado en cuanto han tenido ocasión. Cuando los salvajes probaron por primera vez el alcohol que les ofrecían los hombres blancos, encontraron por fin un modo de escapar de su milenario tedio, y, excepto cuando el gobierno ha interferido, se han emborrachado hasta morir de diversión. Las guerras, los pogromos y las persecuciones han formado parte de las vías de escape del aburrimiento; incluso pelearse con los vecinos era mejor que nada. Así pues, el aburrimiento es un problema fundamental para el moralista, ya que por lo menos la mitad de los pecados de la humanidad se cometen por miedo a aburrirse.
Sin embargo, el aburrimiento no debe considerarse absolutamente malo. Existen dos clases, una de las cuales es fructífera mientras que la otra es ridícula. La fructífera se basa en la ausencia de drogas, mientras que la ridícula en la ausencia de actividades vitales. No pretendo decir que las drogas no puedan desempeñar nunca un buen papel en la vida. Hay momentos, por ejemplo, en que el médico inteligente recetará un opiáceo, y creo que dichos momentos son más frecuentes que lo que suponen los prohibicionistas. Pero, desde luego, el ansia de drogas es algo que no se puede dejar a merced de los impulsos naturales desatados. Y el tipo de aburrimiento que experimenta la persona habituada a las drogas cuando se ve privada de ellas es algo para lo que no puedo sugerir ningún remedio, aparte del tiempo. Pues bien, lo que se aplica a las drogas se puede aplicar, dentro de ciertos límites, a todo tipo de excitación. Una vida demasiado llena de excitación es una vida agotadora, en la que se necesitan continuamente estímulos cada vez más fuertes para obtener la excitación que se ha llegado a considerar como parte esencial del placer. Una persona habituada a un exceso de excitación es como una persona con una adicción morbosa a la pimienta, que acaba por encontrar insípida una cantidad de pimienta que ahogaría a cualquier otro. Evitar el exceso de excitación siempre lleva aparejado cierto grado de aburrimiento, pero el exceso de excitación no solo perjudica la salud sino que embota el paladar para todo tipo de placeres, sustituyendo las satisfacciones orgánicas profundas por meras titilaciones, la sabiduría por la maña y la belleza por sorpresas picantes. No quiero llevar al extremo mis objeciones a la excitación. Cierta cantidad es sana, pero, como casi todo, se trata de una cuestión cuantitativa. Demasiado poca puede provocar ansias morbosas, en exceso provoca agotamiento. Así pues, para llevar una vida feliz es imprescindible cierta capacidad de aguantar el aburrimiento, y esta es una de las cosas que se deberían enseñar a los jóvenes.
Todos los grandes libros contienen partes aburridas, y todas las grandes vidas han incluido períodos sin ningún interés. Imaginemos a un moderno editor estadounidense al que le presentan el Antiguo Testamento como si fuera un manuscrito nuevo, que ve por primera vez. No es difícil imaginar cuáles serían sus comentarios, por ejemplo, acerca de las genealogías. «Señor mío», diría, «a este capítulo le falta garra. No esperará usted que los lectores se interesen por una simple lista de nombres propios de personas de las que no se nos cuenta casi nada. Reconozco que el comienzo de la historia tiene mucho estilo, y al principio me impresionó favorablemente, pero se empeña usted demasiado en contarlo todo. Realce los momentos importantes, quite lo superfluo y vuelva a traerme el manuscrito cuando lo haya reducido a una extensión razonable». Eso diría el editor moderno, sabiendo que el lector moderno teme aburrirse. Lo mismo diría de los clásicos confucianos, del Corán, de El Capital de Marx y de todos los demás libros consagrados que han vendido millones de ejemplares. Y esto no se aplica únicamente a los libros consagrados. Todas las mejores novelas contienen pasajes aburridos. Una novela que eche chispas desde la primera página a la última seguramente no será muy buena novela. Tampoco las vidas de los grandes hombres han sido apasionantes, excepto en unos cuantos grandes momentos. Sócrates disfrutaba de un banquete de vez en cuando y seguro que se lo pasó muy bien con sus conversaciones mientras la cicuta le hacía efecto, pero la mayor parte de su vida vivió tranquilamente con Xantipa, dando un paseíto por la tarde y tal vez encontrándose con algunos amigos por el camino. Se dice que Kant nunca se alejó más de quince kilómetros de Königsberg en toda su vida. Darwin, después de dar la vuelta al mundo, se pasó el resto de su vida en su casa. Marx, después de incitar a unas cuantas revoluciones, decidió pasar el resto de sus días en el Museo Británico. En general, se comprobará que la vida tranquila es una característica de los grandes hombres, y que sus placeres no fueron del tipo que parecería excitante a ojos ajenos. Ningún gran logro es posible sin trabajo persistente, tan absorbente y difícil que queda poca energía para las formas de diversión más fatigosas, exceptuando las que sirven para recuperar la energía física durante los días de fiesta, cuyo mejor ejemplo podría ser el alpinismo.
La capacidad de soportar una vida más o menos monótona debería adquirirse en la infancia. Los padres modernos tienen mucha culpa en este aspecto; proporcionan a sus hijos demasiadas diversiones pasivas, como espectáculos y golosinas, y no se dan cuenta de la importancia que tiene para un niño que un día sea igual a otro, exceptuando, por supuesto, las ocasiones algo especiales. En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva. Los placeres excitantes y que al mismo tiempo no supongan ningún esfuerzo físico, corno por ejemplo el teatro, deberían darse muy de tarde en tarde. La excitación es como una droga, que cada vez se necesita en mayor cantidad, y la pasividad física que acompaña a la excitación es contraria al instinto. Un niño, como una planta joven, se desarrolla mejor cuando se le deja crecer sin perturbaciones en la misma tierra. El exceso de viajes, la excesiva variedad de impresiones, no son buenos para los jóvenes, y son la causa de que, a medida que crecen, se vuelvan incapaces de soportar la monotonía fructífera. No pretendo decir que la monotonía tenga méritos por sí misma; solo digo que ciertas cosas buenas no son posibles excepto cuando hay cierto grado de monotonía. Consideremos, por ejemplo, el Preludio de Wordsworth: a todo lector le resultará obvio que lo que hay de valioso en las ideas y sentimientos de Wordsworth sería imposible para un joven urbano sofisticado. Un chico o un joven que tenga algún propósito constructivo serio aguantará voluntariamente grandes cantidades de aburrimiento si lo considera necesario para sus fines. Pero los propósitos constructivos no se forman fácilmente en la mente de un muchacho si este vive una vida de distracciones y disipaciones, porque en este caso sus pensamientos siempre estarán dirigidos al próximo placer y no al distante logro. Por todas estas razones, una generación incapaz de soportar el aburrimiento será una generación de hombres pequeños, de hombres excesivamente disociados de los lentos procesos de la naturaleza, de hombres en los que todos los impulsos vitales se marchitan poco a poco, como las flores cortadas en un jarrón.
No me gusta el lenguaje místico, pero no sé cómo expresar lo que quiero decir sin emplear frases que suenan más poéticas que científicas. Podemos pensar lo que queramos, pero somos criaturas de la tierra; nuestra vida forma parte de la vida de la tierra, y nos nutrimos de ella, igual que las plantas y los animales. El ritmo de la vida de la tierra es lento; el otoño y el invierno son tan imprescindibles como la primavera y el verano, el descanso es tan imprescindible como el movimiento. Para el niño, más aún que para el hombre, es necesario mantener algún contacto con los flujos y reflujos de la vida terrestre. El cuerpo humano se ha ido adaptando durante millones de años a este ritmo, y la religión ha encarnado parte del mismo en la fiesta de Pascua. Una vez vi a un niño de dos años, criado en Londres, salir por primera vez a pasear por el campo verde. Estábamos en invierno, y todo se encontraba mojado y embarrado. A los ojos de un adulto aquello no tenía nada de agradable, pero al niño le provocó un extraño éxtasis; se arrodilló en el suelo mojado y apoyó la cara en la hierba, dejando escapar gritos semiarticulados de placer. La alegría que experimentaba era primitiva, simple y enorme. La necesidad orgánica que estaba satisfaciendo es tan profunda que los que se ven privados de ella casi nunca están completamente cuerdos. Muchos placeres, y el juego puede ser un buen ejemplo, no poseen ningún elemento de este contacto con la tierra. Dichos placeres, en el instante en que cesan, dejan al hombre apagado e insatisfecho, hambriento de algo que no sabe qué es. Estos placeres no dan nada que pueda llamarse alegría. En cambio, los que nos ponen en contacto con la vida de la tierra tienen algo profundamente satisfactorio; cuando cesan, la felicidad que provocaron permanece, aunque su intensidad mientras duraron fuera menor que la de las disipaciones más excitantes. La distinción que tengo en mente recorre toda la gama de actividades, desde las más simples a las más civilizadas. El niño de dos años del que hablaba hace un momento manifestó la forma más primitiva posible de unión con la vida de la tierra. Pero lo mismo ocurre, en una forma más elevada, con la poesía. Lo que inmortaliza los versos de Shakespeare es que están repletos de esa misma alegría que impulsó al niño de dos años a besar la hierba. Pensemos en «Hark, hark, the lark» o en «Come unto these yellow sands»; lo que vemos en estos poemas es la expresión civilizada de la misma emoción que nuestro niño de dos años solo podía expresar con gritos inarticulados. O bien consideremos la diferencia entre el amor y la mera atracción sexual. El amor es una experiencia en la que todo nuestro ser se renueva y refresca como las plantas cuando llueve después de una sequía. En el acto sexual sin amor no hay nada de esto. Cuando el placer momentáneo termina, solo queda fatiga, disgusto y la sensación de que la vida está vacía. El amor forma parte de la vida en la tierra; el sexo sin amor, no.
La clase especial de aburrimiento que sufren las poblaciones urbanas modernas está íntimamente relacionada con su separación de la vida en la tierra. Esto es lo que hace que la vida esté llena de calor, polvo y sed, como una peregrinación por el desierto. Entre los que son lo bastante ricos para elegir su modo de vida, la clase particular de insoportable aburrimiento que padecen se debe, por paradójico que esto parezca, a su miedo a aburrirse. Al huir del aburrimiento fructífero caen en las garras de otro mucho peor. Una vida feliz tiene que ser, en gran medida, una vida tranquila, pues solo en un ambiente tranquilo puede vivir la auténtica alegría.
Dejando aparte a los ricos que simplemente son tontos, consideremos el caso más corriente de aquellos cuya fatiga se deriva del trabajo agotador para ganarse la vida. En gran medida, la fatiga en estos casos se debe a las preocupaciones, y las preocupaciones se pueden evitar con una mejor filosofía de la vida y con un poco más de disciplina mental. La mayoría de los hombres y de las mujeres son incapaces de controlar sus pensamientos. Con esto quiero decir que no pueden dejar de pensar en cosas preocupantes en momentos en que no se puede hacer nada al respecto. Los hombres se llevan sus problemas del trabajo a la cama y, durante la noche, cuando deberían estar cobrando nuevas fuerzas para afrontar los problemas de mañana, no paran de darles vueltas en la cabeza a problemas con los que en ese momento no pueden hacer nada, pensando en ellos, pero no de un modo que inspire una línea de conducta adecuada para el día siguiente, sino de esa manera medio loca que caracteriza las atormentadas meditaciones del insomnio. Parte de esta locura nocturna se les queda pegada por la mañana, nublando su entendimiento, poniéndoles de mal humor y haciendo que se enfurezcan ante cualquier obstáculo. El sabio solo piensa en sus problemas cuando tiene algún sentido hacerlo; el resto del tiempo piensa en otras cosas o, si es de noche, no piensa en nada. No pretendo sugerir que en una gran crisis -por ejemplo, cuando la ruina es inminente o cuando un hombre tiene motivos para sospechar que su mujer le engaña- sea posible, excepto para unas pocas mentes excepcionalmente disciplinadas, dejar de pensar en el problema en momentos en que no se puede hacer nada. Pero es perfectamente posible dejar de pensar en los problemas de los días normales, excepto cuando hay que hacerles frente. Es asombroso cuánto pueden aumentar la felicidad y la eficiencia cultivando una mente ordenada, que piense en las cosas adecuadamente en el momento adecuado, y no inadecuadamente a todas horas. Cuando hay que tomar una decisión difícil o preocupante, en cuanto se tengan todos los datos disponibles, hay que pensar en la cuestión de la mejor manera posible y tomar la decisión; una vez tomada la decisión, no hay que revisarla a menos que llegue a nuestro conocimiento algún nuevo dato. No hay nada tan agotador como la indecisión, ni nada tan estéril.
Muchas preocupaciones se pueden reducir si uno se da cuenta de la poca importancia que tiene el asunto que está causando la ansiedad. A lo largo de mi vida he hablado en público un considerable número de veces; al principio, el público me aterrorizaba y el nerviosismo me hacía hablar muy mal; me daba tanto miedo pasar por ello que siempre deseaba romperme una pierna antes de tener que pronunciar el discurso, y cuando terminaba estaba agotado por la tensión nerviosa. Poco a poco, fui aprendiendo a sentir que no importaba si hablaba bien o mal; en cualquiera de los dos casos, el universo seguiría prácticamente igual. Descubrí que cuanto menos me preocupara de si hablaba bien o mal, menos mal hablaba, y poco a poco la tensión nerviosa disminuyó hasta casi desaparecer. Gran parte de la fatiga nerviosa se puede combatir de este modo. Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa. Se puede sobrevivir incluso a las grandes penas; las aflicciones que parecía que iban a poner fin a la felicidad para toda la vida se desvanecen con el paso del tiempo hasta que resulta casi imposible recordar lo intensas que eran. Pero por encima de estas consideraciones egocéntricas está el hecho de que el ego de una persona es una parte insignificante del mundo. El hombre capaz de centrar sus pensamientos y esperanzas en algo que le trascienda puede encontrar cierta paz en los problemas normales de la vida, algo que le resulta imposible al egoísta puro.
Se ha estudiado demasiado poco lo que podríamos llamar higiene de los nervios. Es cierto que la psicología industrial ha realizado complicadas investigaciones sobre la fatiga, y se ha demostrado mediante concienzudas estadísticas que si uno sigue haciendo una cosa durante un tiempo suficientemente largo, acaba bastante cansado; un resultado que podría haberse adivinado sin tanto despliegue de ciencia. Los estudios psicológicos de la fatiga se ocupan principalmente de la fatiga muscular, aunque también se han hecho algunos estudios sobre la fatiga en los niños en edad escolar. Sin embargo, ninguno de estos estudios aborda el problema importante. En la vida moderna, la clase de fatiga que importa es siempre emocional; la fatiga puramente intelectual, como la fatiga puramente muscular, se remedia con el sueño. Una persona que haya tenido que hacer una gran cantidad de trabajo intelectual desprovisto de emoción -como por ejemplo una serie de cálculos complicados- se duerme al final de cada jornada y así se libra de la fatiga que el día le ocasionó. El daño que se atribuye al exceso de trabajo casi nunca se debe a esta causa, sino a algún tipo de preocupación o ansiedad. Lo malo de la fatiga emocional es que interfiere con el descanso. Cuanto más cansado está uno, más imposible le resulta parar. Uno de los síntomas de la inminencia de una crisis nerviosa es creerse que el trabajo de uno es terriblemente importante y que tomarse unas vacaciones acarrearía toda clase de desastres. Si yo fuera médico, recetaría vacaciones a todos los pacientes que consideraran muy importante su trabajo. La crisis nerviosa que parece provocada por el trabajo se debe en realidad, en todos los casos que he conocido personalmente, a algún problema emocional del que el paciente intenta escapar por medio del trabajo. Se resiste a dejar de trabajar porque, si lo hace, ya no tendrá nada que le distraiga de pensar en sus desgracias, sean las que sean. Por supuesto, el problema puede ser el miedo a la bancarrota, y en ese caso su trabajo está directamente relacionado con su preocupación, pero incluso en este supuesto es probable que la preocupación le empuje a trabajar tanto que su entendimiento se nuble y la bancarrota llega antes de lo que habría llegado si hubiera trabajado menos. En todos los casos, es el problema emocional, no el trabajo, lo que ocasiona la crisis nerviosa.
La psicología de la preocupación no es nada simple. Ya he hablado de la disciplina mental, es decir, el hábito de pensar en las cosas en el momento adecuado. Esto tiene su importancia: primero, porque hace posible aguantar la jornada de trabajo con menos desgaste mental; segundo, porque proporciona una cura para el insomnio; y tercero, porque aumenta la eficiencia y permite tomar mejores decisiones. Pero los métodos de este tipo no afectan al subconsciente o inconsciente, y cuando el problema es grave ningún método sirve de mucho a menos que penetre bajo el nivel de la conciencia. Los psicólogos han realizado numerosos estudios acerca de la influencia del subconsciente en la mente consciente, pero muchos menos sobre la influencia de la mente consciente en el subconsciente. Sin embargo, esto último tiene una enorme importancia en el terreno de la higiene mental, y hay que entenderlo si se quiere que las convicciones racionales actúen en el reino de lo inconsciente. Esto se aplica en particular a la cuestión de la preocupación. Es bastante fácil decirse a uno mismo que si ocurriera tal o cual desgracia no sería tan terrible, pero mientras esta sea solo una convicción consciente no funcionará en las noches de insomnio ni impedirá las pesadillas. Personalmente, creo que se puede implantar en el subconsciente una idea consciente si se hace con suficiente fuerza e intensidad. La mayor parte del subconsciente está formado por pensamientos con mucha carga emocional que alguna vez fueron conscientes y han quedado enterrados. Este proceso de enterramiento se puede hacer deliberadamente, y de este modo se puede conseguir que el subconsciente haga muchas cosas útiles. Yo he descubierto, por ejemplo, que si tengo que escribir sobre algún tema difícil, el mejor plan consiste en pensar en ello con mucha intensidad -con la mayor intensidad de la que soy capaz- durante unas cuantas horas o días, y al cabo de ese tiempo dar la orden -por decirlo de algún modo- de que el trabajo continúe en el subterráneo. Después de algunos meses, vuelvo conscientemente al tema y descubro que el trabajo está hecho. Antes de descubrir esta técnica, solía pasar los meses intermedios preocupándome porque no obtenía progresos. Esta preocupación no me hacía llegar antes a la solución y los meses intermedios eran meses perdidos, mientras que ahora puedo dedicarlos a otras actividades. Con las ansiedades se puede adoptar un proceso análogo en muchos aspectos. Cuando nos amenaza alguna desgracia, consideremos seria y deliberadamente qué es lo peor que podría ocurrir. Después de afrontar esta posible desgracia, busquemos razones sólidas para pensar que, al fin y al cabo, el desastre no sería tan terrible. Dichas razones existen siempre, porque, en el peor de los casos, nada de lo que le ocurra a uno tiene la menor importancia cósmica. Cuando uno ha considerado serenamente durante algún tiempo la peor posibilidad y se ha dicho a sí mismo con auténtica convicción «Bueno, después de todo, la cosa no tendría demasiada importancia», descubre que la preocupación disminuye en grado extraordinario. Puede que sea necesario repetir el proceso unas cuantas veces, pero al final, si no hemos eludido afrontar el peor resultado posible, descubriremos que la preocupación desaparece por completo y es sustituida por una especie de regocijo.
Esto forma parte de una técnica más general para evitar el miedo. La preocupación es una modalidad de miedo, y todas las modalidades de miedo provocan fatiga. Al hombre que ha aprendido a no sentir miedo le disminuye enormemente la fatiga de la vida cotidiana. Ahora bien, el miedo, en su forma más dañina, surge cuando existe cierto peligro que no queremos afrontar. Hay momentos en que nuestras mentes son invadidas por pensamientos horribles; la clase varía con las personas, pero casi todo el mundo tiene algún tipo de miedo oculto. Para uno puede ser el cáncer, para otro la ruina económica, para un tercero el descubrimiento de un secreto vergonzoso, a un cuarto le atormentan los celos, un quinto pasa las noches en vela pensando que tal vez sean ciertas las historias que le contaban de niño sobre el fuego del infierno. Probablemente, todas estas personas utilizan una técnica errónea para combatir su miedo; cada vez que este se apodera de su mente, procuran pensar en otra cosa; se distraen con diversiones, con el trabajo o con lo que sea. Pero todas las variedades de miedo empeoran si no se les hace frente. El esfuerzo invertido en desviar los pensamientos da la medida de lo horrible que es el espectro que nos negamos a mirar. El mejor procedimiento con cualquier tipo de miedo consiste en pensar en el asunto racionalmente y con calma, pero con gran concentración, hasta familiarizarse por completo con él. Al final, la familiaridad embota los terrores, todo el asunto nos parece anodino y nuestros pensamientos se alejan de él, no como antes, por un esfuerzo de la voluntad, sino por pura falta de interés en el asunto. Cuando se sienta usted inclinado a preocuparse por algo, sea lo que fuere, lo mejor es siempre pensar en ello aún más de lo que haría normalmente, hasta que por fin pierda su morbosa fascinación.
Una de las cuestiones en las que más falla la moral moderna es esta del miedo. Es cierto que se espera que los hombres tengan valentía física, sobre todo en la guerra, pero no se espera de ellos ninguna otra forma de valor, y de las mujeres no se espera que muestren valor de ningún tipo. Una mujer que sea valerosa tiene que ocultar que lo es si quiere gustar a los hombres. También se tiene mala opinión del hombre valeroso en cualquier aspecto que no sea ante el peligro físico. La indiferencia ante la opinión pública, por ejemplo, se considera un desafío, y el público hará todo lo que pueda por castigar al hombre que se atreve a burlarse de su autoridad. Todo esto es lo contrario de lo que debería ser. Toda forma de valor, tanto en hombres como en mujeres, debería ser tan admirada como lo es la valentía física en un soldado. El hecho de que el valor físico sea tan corriente entre los varones jóvenes demuestra que el valor se puede desarrollar en respuesta a la opinión pública que lo exige. Si hubiera más valor, habría menos preocupaciones y, por tanto, menos fatiga; y es que una gran proporción de las fatigas nerviosas que sufren en la actualidad hombres y mujeres se debe a los miedos, conscientes o inconscientes.
Una causa muy frecuente de fatiga es el afán de excitación. Si un hombre pudiera pasarse su tiempo libre durmiendo, se mantendría en buena forma; pero las horas de trabajo son espantosas y siente necesidad de placer durante sus horas de libertad. El problema es que los placeres más fáciles de obtener y más superficialmente atractivos son casi todos de los que agotan los nervios. El deseo de excitación, cuando pasa de cierto punto, indica un carácter retorcido o alguna insatisfacción instintiva. En los primeros días de un matrimonio feliz, casi ningún hombre siente necesidad de excitación, pero en el mundo moderno muchos matrimonios tienen que aplazarse tanto tiempo que, cuando por fin resultan económicamente posibles, la excitación se ha convertido en un hábito que solo se puede dominar durante un corto tiempo. Si la opinión pública permitiera a los hombres casarse a los veintiún años sin asumir las cargas económicas que actualmente conlleva el matrimonio, muchos hombres nunca irían en busca de placeres agotadores, tan fatigosos como su trabajo. Sin embargo, sugerir esta posibilidad se considera inmoral, como se ha visto en el caso del juez Lindsey, que ha quedado deshonrado, a pesar de su larga y honorable carrera, por el único crimen de querer salvar a los jóvenes de las desgracias que les caen encima como consecuencia de la intolerancia de sus mayores. Pero de momento no voy a seguir hablando de esta cuestión, que corresponde al apartado de la envidia, del que nos ocuparemos en el siguiente capítulo.
Al individuo particular, que no puede alterar las leyes y las instituciones que regulan su vida, le resulta difícil estar a la altura de la situación creada y perpetuada por moralistas opresores. Sin embargo, vale la pena darse cuenta de que los placeres excitantes no conducen a la felicidad, aunque, mientras sigan siendo inalcanzables otras alegrías más satisfactorias, a algunos la vida puede resultarles imposible de soportar si no es con la ayuda de la excitación. En semejante situación, lo único que puede hacer un hombre prudente es dosificarse, y no permitirse una cantidad de placeres fatigosos que perjudique su salud o interfiera con su trabajo. La cura radical para los problemas de los jóvenes consiste en un cambio de la moral pública. Mientras tanto, lo mejor que puede hacer un joven es pensar que acabará llegando el momento en que pueda casarse, y que sería una tontería vivir de un modo que haga imposible un matrimonio feliz, como es fácil que suceda con los nervios alterados y una incapacidad adquirida para los placeres más suaves.
Uno de los peores aspectos de la fatiga nerviosa es que actúa como una especie de cortina que separa al hombre del mundo exterior. Las impresiones le llegan como amortiguadas y apagadas; ya no se fija en la gente más que para irritarse por sus pequeños vicios y manías; no saca ningún placer de la comida ni del sol, sino que tiende a concentrarse tensamente en unas pocas cosas, indiferente a todo lo demás. Esta situación le impide descansar, y la fatiga va aumentando constantemente hasta llegar a un punto en que se hace necesario el tratamiento médico. En el fondo, todo esto es un castigo por haber perdido ese contacto con la tierra de que hablábamos en el capítulo anterior. Pero no es fácil encontrar la manera de mantener ese contacto en las grandes aglomeraciones de nuestras ciudades modernas. No obstante, otra vez hemos llegado al borde de importantes cuestiones sociales que no es mi intención tratar en este libro.
Entre las mujeres respetables normales, la envidia desempeña un papel extraordinariamente importante. Si va usted sentado en el metro y entra en el vagón una mujer elegantemente vestida, fíjese cómo la miran las demás mujeres. Verá que todas ellas, con la posible excepción de las que van mejor vestidas, le dirigen miradas malévolas y se esfuerzan por sacar conclusiones denigrantes. La afición al escándalo es una manifestación de esta malevolencia general: cualquier chisme acerca de cualquier otra mujer es creído al instante, aun con las pruebas más nimias. La moralidad elevada cumple el mismo propósito: los que tienen ocasión de pecar contra ella son envidiados, y se considera virtuoso castigarlos por sus pecados. Esta modalidad particular de virtud resulta, desde luego, gratificante por sí misma.
Sin embargo, en los hombres se observa exactamente lo mismo, con la única diferencia de que las mujeres consideran a todas las demás mujeres como competidoras, mientras que los hombres, por regla general, solo experimentan este sentimiento hacia los hombres de su misma profesión. ¿Alguna vez el lector ha cometido la imprudencia de alabar a un artista delante de otro artista? ¿Ha elogiado a un político ante otro político del mismo partido? ¿Ha hablado bien de un egiptólogo delante de otro egiptólogo? Si lo ha hecho, apuesto cien contra uno a que provocó una explosión de celos. En la correspondencia entre Leibniz y Huyghens hay numerosas cartas en que se lamenta el supuesto hecho de que Newton se había vuelto loco. «¿No es triste», se decían uno a otro, «que el genio incomparable del señor Newton haya quedado nublado por la pérdida de la razón?». Y aquellos dos hombres eminentes, en una carta tras otra, lloraban lágrimas de cocodrilo con evidente regodeo. Lo cierto es que la desgracia que tan hipócritamente lamentaban no había ocurrido, aunque unas cuantas muestras de comportamiento excéntrico habían dado origen al rumor.
Entre todas las características de la condición humana normal, la envidia es la más lamentable; la persona envidiosa no solo desea hacer daño, y lo hace siempre que puede con impunidad; además, la envidia la hace desgraciada. En lugar de obtener placer de lo que tiene, sufre por lo que tienen los demás. Si puede, privará a los demás de sus ventajas, lo que para él es tan deseable como conseguir esas mismas ventajas para sí mismo. Si se deja rienda suelta a esta pasión, se vuelve fatal para todo lo que sea excelente, e incluso para las aplicaciones más útiles de las aptitudes excepcionales. ¿Por qué un médico ha de ir en coche a visitar a sus pacientes, cuando un obrero tiene que ir andando a trabajar? ¿Por qué se ha de permitir que un investigador científico trabaje en un cuarto con calefacción, cuando otros tienen que padecer la inclemencia de los elementos? ¿Por qué un hombre que posee algún raro talento, de gran importancia para el mundo, ha de librarse de las tareas domésticas más fastidiosas? La envidia no encuentra respuesta a estas preguntas. Sin embargo, y por fortuna, existe en la condición humana una pasión que compensa esto: la admiración. Quien desee aumentar la felicidad humana debe procurar aumentar la admiración y reducir la envidia.
¿Existe algún remedio para la envidia? Para el santo, el remedio es la abnegación, aunque entre los mismos santos no es imposible tener envidia de otros santos. Dudo mucho de que a san Simeón el Estilita le hubiera alegrado de verdad saber que había otro santo que había aguantado aún más tiempo sobre una columna aún más delgada. Pero, dejando aparte a los santos, la única cura contra la envidia en el caso de hombres y mujeres normales es la felicidad, y el problema es que la envidia constituye un terrible obstáculo para la felicidad. Yo creo que la envidia se ve enormemente acentuada por los contratiempos sufridos en la infancia. El niño que advierte que prefieren a su hermano o a su hermana adquiere el hábito de la envidia, y cuando sale al mundo va buscando injusticias de las que proclamarse víctima; si ocurren, las percibe al instante, y si no ocurren, se las imagina. Inevitablemente, un hombre así es desdichado, y se convierte en una molestia para sus amigos, que no pueden estar siempre atentos para evitar desaires imaginarios. Habiendo empezado por creer que nadie le quiere, su conducta acaba por hacer realidad su creencia. Otro contratiempo de la infancia que produce el mismo resultado es tener padres sin mucho espíritu paternal. Aunque no haya hermanos injustamente favorecidos, el niño puede percibir que los niños de otras familias son más queridos por sus padres que él por los suyos. Esto le hará odiar a los otros niños y a sus propios padres, y cuando crezca se sentirá como Ismael. Hay ciertos tipos de felicidad a los que todos tienen derecho por nacimiento, y los que se ven privados de ellos casi siempre se vuelven retorcidos y amargados.
Pero el envidioso puede decir: «¿De qué sirve decirme que el remedio de la envidia es la felicidad? Yo no puedo ser feliz mientras siga sintiendo envidia, y viene usted a decirme que no puedo dejar de ser envidioso hasta que sea feliz». Pero la vida real nunca es tan lógica. Solo con darse cuenta de las causas de los sentimientos envidiosos ya se ha dado un paso gigantesco hacia su curación. El hábito de pensar por medio de comparaciones es fatal. Cuando nos ocurre algo agradable, hay que disfrutarlo plenamente, sin pararse a pensar que no es tan agradable como alguna otra cosa que le puede ocurrir a algún otro. «Sí», dirá el envidioso, «hace un día espléndido y es primavera y los pájaros cantan y las flores se abren, pero tengo entendido que la primavera en Sicilia es mil veces más bella, que los pájaros cantan mucho mejor en las arboledas del Helicón y que las rosas de Sharon son mucho más bonitas que las de mi jardín». Y solo por pensar esto, el sol se le nubla y el canto de los pájaros se convierte en un chirrido estúpido y las flores no vale la pena ni mirarlas. Del mismo modo trata todas las demás alegrías de la vida. «Sí», se dirá, «la mujer de mi corazón es encantadora, y yo la quiero y ella me quiere, pero ¡cuánto más exquisita debió de ser la reina de Saba! ¡ Ah, si yo hubiera tenido las oportunidades que tuvo Salomón!». Todas estas comparaciones son absurdas y tontas; lo mismo da que la causa de nuestro descontento sea la reina de Saba o que lo sea el vecino de al lado. Para el sabio, lo que se tiene no deja de ser agradable porque otros tengan otras cosas. En realidad, la envidia es un tipo de vicio en parte moral y en parte intelectual, que consiste en no ver nunca las cosas tal como son, sino en relación con otras. Supongamos que yo gano un salario suficiente para mis necesidades. Debería estar satisfecho, pero me entero de que algún otro, que no es mejor que yo en ningún aspecto, gana el doble. Al instante, si soy de condición envidiosa, la satisfacción que debería producirme lo que tengo se esfuma, y empiezo a ser devorado por una sensación de injusticia. La cura adecuada para todo esto es la disciplina mental, el hábito de no pensar pensamientos inútiles. Al fin y al cabo, ¿qué es más envidiable que la felicidad? Y si puedo curarme de la envidia, puedo lograr la felicidad y convertirme en envidiable. Seguro que al hombre que gana el doble que yo le tortura pensar que algún otro gana el doble que él, y así sucesivamente. Si lo que deseas es la gloria, puedes envidiar a Napoleón. Pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro, me atrevería a decir, envidiaba a Hércules, que nunca existió. Por tanto, no es posible librarse de la envidia solo por medio del éxito, porque siempre habrá en la historia o en la leyenda alguien con más éxito aún que tú. Podemos librarnos de la envidia disfrutando de los placeres que salen a nuestro paso, haciendo el trabajo que uno tiene que hacer y evitando las comparaciones con los que suponemos, quizá muy equivocadamente, que tienen mejor suerte que uno.
La modestia innecesaria tiene mucho que ver con la envidia. La modestia se considera una virtud, pero personalmente dudo mucho de que, en sus formas más extremas, se deba considerar tal cosa. La gente modesta necesita tener mucha seguridad, y a menudo no se atreve a intentar tareas que es perfectamente capaz de realizar. La gente modesta se cree eclipsada por las personas con que trata habitualmente. En consecuencia, es especialmente propensa a la envidia y, por la vía de la envidia, a la infelicidad y la mala voluntad. Por mi parte, creo que no tiene nada de malo educar a un niño de manera que se crea un tipo estupendo. No creo que ningún pavo real envidie la cola de otro pavo real, porque todo pavo real está convencido de que su cola es la mejor del mundo. La consecuencia es que los pavos reales son aves apacibles. Imagínense lo desdichada que sería la vida de un pavo real si se le hubiera enseñado que está mal tener buena opinión de sí mismo. Cada vez que viera a otro pavo real desplegar su cola, se diría: «No debo ni pensar que mi cola es mejor que esa, porque eso sería de presumidos, pero ¡cómo me gustaría que lo fuera! ¡Ese odioso pavo está convencido de que es magnífico! ¿Le arranco unas cuantas plumas? Así ya no tendría que preocuparme de que me compararan con él». Hasta puede que le tendiera una trampa para demostrar que era un mal pavo real, de conducta indigna de un pavo real, y denunciarlo a las autoridades. Poco a poco, establecería el principio de que los pavos reales con colas especialmente bellas son casi siempre malos, y que los buenos gobernantes del reino de los pavos reales deberían favorecer a las aves humildes, con solo unas cuantas plumas fláccidas en la cola. Una vez establecido este principio, haría condenar a muerte a los pavos más bellos, y al final las colas espléndidas serían solo un borroso recuerdo del pasado. Así es la victoria de la envidia disfrazada de moralidad. Pero cuando todo pavo real se cree más espléndido que los demás, toda esa represión es innecesaria. Cada pavo real espera ganar el primer premio en el concurso, y cada uno, viendo la pava que le ha tocado en suerte, está convencido de haberlo ganado.
La envidia, por supuesto, está muy relacionada con la competencia. No envidiamos la buena suerte que consideramos totalmente fuera de nuestro alcance. En las épocas en que la jerarquía social es fija, las clases bajas no envidian a las clases altas, ya que se cree que la división en pobres y ricos ha sido ordenada por Dios. Los mendigos no envidian a los millonarios, aunque desde luego envidiarán a otros mendigos con más suerte que ellos. La inestabilidad de la posición social en el mundo moderno y la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia. Por el momento, esto es malo, pero se trata de un mal que es preciso soportar para llegar a un sistema social más justo. En cuanto se piensa racionalmente en las desigualdades, se comprueba que son injustas a menos que se basen en algún mérito superior. Y en cuanto se ve que son injustas, la envidia resultante no tiene otro remedio que la eliminación de la injusticia. Por eso en nuestra época la envidia desempeña un papel tan importante. Los pobres envidian a los ricos, las naciones pobres envidian a las ricas, las mujeres envidian a los hombres, las mujeres virtuosas envidian a las que, sin serlo, quedan sin castigo. Aunque es cierto que la envidia es la principal fuerza motriz que conduce a la justicia entre las diferentes clases, naciones y sexos, también es cierto que la clase de justicia que se puede esperar como consecuencia de la envidia será, probablemente, del peor tipo posible, consistente más bien en reducir los placeres de los afortunados y no en aumentar los de los desfavorecidos. Las pasiones que hacen estragos en la vida privada también hacen estragos en la vida pública. No hay que suponer que algo tan malo como la envidia pueda producir buenos resultados. Así pues, los que por razones idealistas desean cambios profundos en nuestro sistema social y un gran aumento de la justicia social, deben confiar en que sean otras fuerzas distintas de la envidia las que provoquen los cambios.
Todas las cosas malas están relacionadas entre sí, y cualquiera de ellas puede ser la causa de cualquiera de las otras; la fatiga, en concreto, es una causa muy frecuente de envidia. Cuando un hombre se siente incapacitado para el trabajo que tiene que hacer, siente un descontento general que tiene muchísimas probabilidades de adoptar la forma de envidia hacia los que tienen un trabajo menos exigente. Así pues, una de las maneras de reducir la envidia consiste en reducir la fatiga. Pero lo más importante, con gran diferencia, es procurarse una vida que sea satisfactoria para los instintos. Muchas envidias que parecen puramente profesionales tienen, en realidad, un motivo sexual. Un hombre que sea feliz en su matrimonio y con sus hijos no es probable que sienta mucha envidia de otros por su riqueza o por sus éxitos, siempre que él tenga lo suficiente para criar a sus hijos del modo que considera adecuado. Los elementos esenciales de la felicidad humana son simples, tan simples que las personas sofisticadas no son capaces de admitir qué es lo que realmente les falta. Las mujeres de las que hablábamos antes, que miran con envidia a toda mujer bien vestida, no son felices en su vida instintiva, de eso podemos estar seguros. La felicidad instintiva es rara en el mundo anglófono, y sobre todo entre las mujeres. En este aspecto, la civilización parece haber equivocado el camino. Si se quiere que haya menos envidia, habrá que encontrar la manera de remediar esta situación; y si no se encuentra esa manera, nuestra civilización corre el peligro de acabar destruida en una orgía de odio. En la Antigüedad, la gente solo envidiaba a sus vecinos, porque sabía muy poco del resto del mundo. Ahora, gracias a la educación y a la prensa, todos saben mucho, aunque de un modo abstracto, sobre grandes sectores de la humanidad de los que no conocen ni a un solo individuo. Gracias al cine, creen que saben cómo viven los ricos; gracias a los periódicos, saben mucho de la maldad de las naciones extranjeras; gracias a la propaganda, se enteran de los hábitos nefastos de los que tienen la piel con una pigmentación distinta de la suya. Los amarillos odian a los blancos, los blancos odian a los negros, y así sucesivamente. Habrá quien diga que todo este odio está incitado por la propaganda, pero esta es una explicación bastante superficial. ¿Por qué la propaganda es mucho más efectiva cuando incita al odio que cuando intenta promover sentimientos amistosos? La razón, evidentemente, es que el corazón humano, tal como lo ha moldeado la civilización moderna, es más propenso al odio que a la amistad. Y es propenso al odio porque está insatisfecho, porque siente en el fondo de su ser, tal vez incluso subconscientemente, que de algún modo se le ha escapado el sentido de la vida, que seguramente otros que no somos nosotros han acaparado las cosas buenas que la naturaleza ofrece para disfrute de los hombres. La suma positiva de placeres en la vida de un hombre moderno es, sin duda, mayor que en las comunidades más primitivas, pero la conciencia de lo que podría ser ha aumentado mucho más. La próxima vez que lleve a sus hijos al parque zoológico, fíjese en los ojos de los monos: cuando no están haciendo ejercicios gimnásticos o partiendo nueces, muestran una extraña tristeza cansada. Casi se podría pensar que querrían convertirse en hombres, pero no pueden descubrir el procedimiento secreto para lograrlo. En el curso de la evolución se equivocaron de camino; sus primos siguieron avanzando y ellos se quedaron atrás. En el alma del hombre civilizado parece haber penetrado parte de esa misma tensión y angustia. Sabe que existe algo mejor que él y que está casi a su alcance; pero no sabe dónde buscarlo ni cómo encontrarlo. Desesperado, se lanza furioso contra el prójimo, que está igual de perdido y es igual de desdichado. Hemos alcanzado una fase de la evolución que no es la fase final. Hay que atravesarla rápidamente, porque, si no, casi todos pereceremos por el camino y los demás quedarán perdidos en un bosque de dudas y miedos. Así pues, la envidia, por mala que sea y por terribles que sean sus efectos, no es algo totalmente diabólico. En parte, es la manifestación de un dolor heroico, el dolor de los que caminan a ciegas por la noche, puede que hacia un refugio mejor, puede que hacia la muerte y la destrucción. Para encontrar el camino que le permita salir de esta desesperación, el hombre civilizado debe desarrollar su corazón, tal como ha desarrollado su cerebro. Debe aprender a trascender de sí mismo, y de este modo adquirirá la libertad del universo.
Existe una psicología religiosa tradicional del pecado que ningún psicólogo moderno puede aceptar. Se suponía, especialmente entre los protestantes, que la conciencia revela a cada hombre si un acto al que se siente tentado es pecaminoso, y que después de cometer dicho acto puede experimentar una de estas dos dolorosas sensaciones: la llamada remordimiento, que no tiene ningún mérito, o la llamada arrepentimiento, que es capaz de borrar su culpa. En los países protestantes, incluso muchas personas que habían perdido la fe seguían aceptando durante algún tiempo, con mayores o menores modificaciones, el concepto ortodoxo de pecado. En nuestros tiempos, debido en parte al psicoanálisis, la situación es la contraria: la vieja doctrina del pecado no solo es rechazada por los heterodoxos, sino también por muchos que se consideran ortodoxos. La conciencia ha dejado de ser algo misterioso que, solo por ser misterioso, podía considerarse como la voz de Dios. Sabemos que la conciencia ordena actuar de diferentes maneras en diferentes partes del mundo, y que, en términos generales, en todas partes coincide con las costumbres tribales. Así pues, ¿qué sucede realmente cuando a un hombre le remuerde la conciencia?
La palabra «conciencia» abarca, en realidad, varios sentimientos diferentes; el más simple de todos es el miedo a ser descubierto. Estoy seguro de que usted, lector, ha llevado una vida completamente intachable, pero si le pregunta a alguien que alguna vez haya hecho algo por lo que sería castigado si le descubrieran, comprobará que, cuando el descubrimiento es inminente, la persona en cuestión se arrepiente de su delito. No digo que esto se aplique al ladrón profesional, que cuenta con ir alguna vez a la cárcel y lo considera un riesgo laboral, pero sí que se aplica a lo que podríamos llamar el delincuente respetable, como el director de banco que comete un desfalco en un momento de apuro, o el sacerdote que se ha dejado arrastrar por la pasión a alguna irregularidad carnal. Estos hombres pueden olvidarse de su delito mientras parece que hay poco riesgo de que los descubran, pero cuando son descubiertos o corren grave peligro de serlo, desean haber sido más virtuosos, y este deseo puede darles una viva sensación de la enormidad de su pecado. Estrechamente relacionado con este sentimiento está el miedo a ser excluido del rebaño. Un hombre que hace trampas jugando a las cartas o que no paga sus deudas de honor no tiene ningún argumento para hacer frente a la desaprobación del colectivo cuando es descubierto. En esto se diferencia del innovador religioso, el anarquista y el revolucionario, todos los cuales están convencidos de que, sea cual fuere su suerte actual, el futuro está con ellos y les honrará tanto como se les denigra en el presente. Estos hombres, a pesar de la hostilidad del rebaño, no se sienten pecadores, pero el hombre que acepta por completo la moral del colectivo y aun así actúa contra ella, sufre muchísimo cuando es excluido, y el miedo a este desastre, o el dolor que ocasiona cuando sucede, puede fácilmente hacer que considere sus actos como pecaminosos.
Pero el sentimiento de pecado, en sus formas más importantes, es algo aún más profundo. Es algo que tiene sus raíces en el subconsciente y no aparece en la mente consciente por miedo a la desaprobación de los demás. En la mente consciente hay ciertos actos que llevan la etiqueta de «pecado» sin ninguna razón que pueda descubrirse por introspección. Cuando un hombre comete esos actos, se siente molesto sin saber muy bien por qué. Desearía ser la clase de persona capaz de abstenerse de lo que considera pecado. Solo siente admiración moral por los que cree que son puros de corazón. Reconoce, con mayor o menor grado de pesar, que no tiene madera de santo; de hecho, su concepto de la santidad es, probablemente, imposible de mantener en la vida cotidiana normal. En consecuencia, se pasa toda la vida con una sensación de culpa, convencido de que las cosas buenas no se han hecho para él y de que sus mejores momentos son los de llorosa penitencia.
En casi todos los casos, el origen de todo esto es la educación moral que uno recibió antes de cumplir seis años, impartida por su madre o su niñera. Antes de esa edad ya aprendió que está mal decir palabrotas y que lo correcto es usar siempre un lenguaje muy delicado, que solo los hombres malos beben y que el tabaco es incompatible con las virtudes más elevadas. Aprendió que jamás se deben decir mentiras. Y, sobre todo, aprendió que todo interés por los órganos sexuales es una abominación. Sabía que esto era lo que opinaba su madre, y lo creyó como si fuera la palabra de Dios. El mayor placer de su vida era ser tratado con cariño por su madre o, si esta no le hacía caso, por su niñera, y este placer solo podía obtenerlo cuando no había constancia de que hubiera pecado contra el código moral. Y así llegó a asociar algo vagamente horrible a toda conducta que su madre o su niñera desaprobaran. Poco a poco, al hacerse mayor, olvidó de dónde procedía su código moral y cuál había sido en un principio el castigo por desobedecerlo, pero no prescindió del código moral ni dejó de sentir que algo espantoso le ocurriría si lo infringía.
Ahora bien, una parte muy grande de esta educación moral de los niños carece de toda base racional, y no se debería aplicar a la conducta normal de los hombres normales. Desde el punto de vista racional, por ejemplo, un hombre que dice «palabrotas» no es peor que el que no las dice. No obstante, cuando se trata de imaginar a un santo, prácticamente todo el mundo considera imprescindible que se abstenga de decir tacos. Considerado a la luz de la razón, eso es una auténtica tontería. Lo mismo se puede decir del alcohol y el tabaco. En lo referente al alcohol, esa actitud no existe en los países del sur, e incluso se considera algo impía, ya que se sabe que Nuestro Señor y los apóstoles bebían vino. Respecto al tabaco, es más fácil mantener una postura negativa, ya que todos los grandes santos vivieron antes de que el tabaco fuera conocido. Pero tampoco es posible aplicar ningún argumento racional. Quien opina que ningún santo debería fumar se basa, en último término, en la opinión de que ningún santo haría algo solo porque le produce placer. Este elemento ascético de la moral corriente es ya casi subconsciente, pero actúa en todos los aspectos que hacen irracional nuestro código moral. Una ética racional consideraría loable proporcionar placer a todos, incluso a uno mismo, siempre que no exista la contrapartida de algún daño para uno mismo o para los demás. Si prescindiéramos del ascetismo, el hombre virtuoso ideal sería el que permitiera el disfrute de todas las cosas buenas, siempre que no tengan malas consecuencias que pesen más que el goce. Volvamos a considerar la cuestión de la mentira. No niego que hay demasiada mentira en el mundo, ni que todos estaríamos mejor si aumentara la sinceridad, pero sí niego que, como creo que haría toda persona razonable, mentir no esté justificado en ninguna circunstancia. Una vez, paseando por el campo, vi un zorro cansado, al borde del agotamiento total, pero que aún se esforzaba por seguir corriendo. Pocos minutos después vi a los cazadores. Me preguntaron si había visto al zorro y yo dije que sí. Me preguntaron por dónde había ido y yo les mentí. No creo que hubiera sido mejor persona si les hubiera dicho la verdad.
Pero donde más daño hace la educación moral de la primera infancia es en el terreno del sexo. Si un niño ha recibido una educación convencional por parte de padres o cuidadores algo severos, la asociación entre el pecado y los órganos sexuales está ya tan arraigada para cuando cumple seis años que es muy poco probable que se pueda librar por completo de ella en todo lo que le queda de vida. Por supuesto, este sentimiento está reforzado por el complejo de Edipo, ya que la mujer más amada durante la infancia es una mujer con la que es imposible tomarse ningún tipo de libertades sexuales. El resultado es que muchos hombres adultos consideran que el sexo degrada a las mujeres, y no pueden respetar a sus esposas a menos que estas detesten el contacto sexual. Pero el hombre que tiene una mujer fría se verá empujado por el instinto a buscar satisfacción instintiva en otra parte. Sin embargo, esta satisfacción instintiva, si la encuentra momentáneamente, estará envenenada por el sentimiento de culpa, lo que le impedirá ser feliz en todas sus relaciones con mujeres, tanto dentro como fuera del matrimonio. A la mujer le ocurre algo muy parecido si se le ha enseñado insistentemente a ser lo que se llama «pura». Instintivamente, se echa atrás en sus relaciones sexuales con el marido y tiene miedo de obtener placer de ellas. No obstante, en las mujeres actuales esto se da mucho menos que hace cincuenta años. Yo diría que ahora mismo, entre las personas educadas, la vida sexual de los hombres es más retorcida y está más envenenada por el sentimiento de pecado que la de las mujeres.
La gente está empezando a tomar conciencia -aunque, por supuesto, esto no incluye a las autoridades públicas- de lo nociva que es la educación sexual tradicional de los niños. La regla correcta es muy sencilla: hasta que el niño se aproxime a la edad de la pubertad, no hay que enseñarle ninguna clase de moral sexual, y sobre todo hay que evitar inculcarle la idea de que las funciones naturales del cuerpo tienen algo de repugnante. Cuando se acerca el momento en que se hace necesario darle educación moral, hay que asegurarse de que esta sea racional y de que todo lo que decimos pueda apoyarse en bases sólidas. Pero en este libro no pretendo hablar de educación. De lo que quiero hablar en este libro es de lo que puede hacer el adulto para reducir al mínimo los perniciosos efectos de una educación inadecuada, que le ha provocado un sentimiento irracional de pecado. El problema es el mismo que hemos abordado en capítulos anteriores: hay que obligar al subconsciente a tomar nota de las creencias racionales que gobiernan nuestro pensamiento consciente. Los hombres no deben dejarse arrastrar por sus estados de ánimo, creyendo una cosa ahora y otra después. El sentimiento de pecado se agudiza de manera especial en momentos en que la voluntad consciente está debilitada por la fatiga, la enfermedad, la bebida o alguna otra causa. Lo que uno siente en esos momentos (a menos que sea efecto de la bebida) lo considera una revelación de sus facultades superiores. «Si el demonio estuviera enfermo, sería un santo.» Pero es absurdo suponer que en los momentos de debilidad se tiene más inteligencia que en los momentos de vigor. En los momentos de debilidad, es difícil resistirse a las sugestiones infantiles, pero no hay razón alguna para considerar que dichas sugestiones son preferibles a las creencias del hombre adulto en plena posesión de sus facultades. Por el contrario, lo que un hombre cree deliberadamente con toda su razón cuando tiene fuerzas debería ser la norma de lo que le conviene creer en todo momento. Empleando la técnica adecuada es perfectamente posible vencer las sugestiones infantiles del subconsciente, e incluso alterar el contenido del subconsciente. Cuando empiece usted a sentir remordimientos por un acto que su razón le dice que no es malo, examine las causas de su sensación de remordimiento y convénzase con todo detalle de que es absurdo. Permita que sus creencias conscientes se hagan tan vivas e insistentes que dejen una marca en su subconsciente lo bastante fuerte como para contrarrestar las marcas que dejaron su madre o su niñera cuando usted era niño. No se conforme con una alternancia entre momentos de racionalidad y momentos de irracionalidad. Mire fijamente lo irracional, decidido a no respetarlo, y no permita que le domine. Cada vez que haga pasar a la mente consciente pensamientos o sentimientos absurdos, arránquelos de raíz, examínelos y rechácelos. No se resigne a ser una criatura vacilante, que oscila entre la razón y las tonterías infantiles. No tenga miedo de ser irreverente con el recuerdo de los que controlaron su infancia. Entonces le parecieron fuertes y sabios porque usted era débil e ignorante; ahora que ya no es ninguna de las dos cosas, le corresponde examinar su aparente fuerza y sabiduría, considerar si merecen esa reverencia que, por la fuerza de la costumbre, todavía les concede. Pregúntese seriamente si el mundo ha mejorado gracias a la enseñanza moral que tradicionalmente se da a la juventud. Considere la cantidad de pura superstición que contribuye a la formación del hombre convencionalmente virtuoso y piense que, mientras se nos trataba de proteger contra toda clase de peligros morales imaginarios a base de prohibiciones increíblemente estúpidas, prácticamente ni se mencionaban los verdaderos peligros morales a los que se expone un adulto. ¿Cuáles son los actos verdaderamente perniciosos a los que se ve tentado un hombre corriente? Las triquiñuelas en los negocios, siempre que no estén prohibidas por la ley, la dureza en el trato a los empleados, la crueldad con la esposa y los hijos, la malevolencia para con los competidores, la ferocidad en los conflictos políticos… estos son los pecados verdaderamente dañinos más comunes entre los ciudadanos respetables y respetados. Por medio de estos pecados, el hombre siembra miseria en su entorno inmediato y pone su parte en la destrucción de la civilización. Sin embargo, no son estas las cosas que, cuando está enfermo, le hacen considerarse un paria que ha perdido todo derecho a la gracia divina. No son estas las cosas que le provocan pesadillas en las que ve visiones de su madre dirigiéndole miradas de reproche. ¿Por qué su moralidad subconsciente está tan divorciada de la razón? Porque la ética en que creían los que le guiaron en su infancia era una tontería; porque no estaba basada en ningún estudio de los deberes del individuo para con la comunidad; porque estaba compuesta por viejos residuos de tabúes irracionales; y porque contenía en sí misma elementos morbosos derivados de la enfermedad espiritual que aquejó al moribundo imperio romano. Nuestra moral oficial ha sido formulada por sacerdotes y por mujeres mentalmente esclavizados. Ya va siendo hora de que los hombres que van a participar normalmente en la vida normal del mundo aprendan a rebelarse contra esta idiotez enfermiza.
Pero para que la rebelión tenga éxito, para que aporte felicidad a los individuos y les permita vivir consistentemente siguiendo un criterio, y no vacilando entre dos, es necesario que el individuo piense y sienta a fondo lo que su razón le dice. La mayoría de los hombres, cuando han rechazado superficialmente las supersticiones de su infancia, creen que ya no les queda nada más que hacer. No se dan cuenta de que esas supersticiones siguen aún acechando bajo el suelo. Cuando se llega a una convicción racional, es necesario hacer hincapié en ella, aceptar sus consecuencias, buscar dentro de uno mismo por si aún quedaran creencias inconsistentes con la nueva convicción; y cuando el sentimiento de pecado cobra fuerza, como ocurre de vez en cuando, no hay que tratarlo como si fuera una revelación y una llamada a cosas más elevadas, sino como una enfermedad y una debilidad, a menos, por supuesto, que esté ocasionado por un acto condenable por la ética racional. No estoy sugiriendo que el hombre deba renunciar a la moral; lo único que digo es que debe renunciar a la moral supersticiosa, que es una cosa muy diferente.
Pero incluso cuando un hombre ha infringido su propio código racional, no creo que el sentimiento de pecado sea el mejor método para acceder a un modo de vida mejor. El sentimiento de pecado tiene algo de abyecto, algo que atenta contra el respeto a uno mismo. Y nadie ha ganado nunca nada perdiendo el respeto a sí mismo. El hombre racional ve sus propios actos indeseables igual que ve los de los demás como actos provocados por determinadas circunstancias y que deben evitarse, bien por el pleno conocimiento de que son indeseables, o bien, cuando es posible, evitando las circunstancias que los ocasionaron.
A decir verdad, el sentimiento de pecado, lejos de contribuir a una vida mejor, hace justamente lo contrario. Hace desdichado al hombre y le hace sentirse inferior. Al ser desdichado, es probable que tienda a quejarse en exceso de otras personas, lo cual le impide disfrutar de la felicidad en las relaciones personales. Al sentirse inferior, tendrá resentimientos contra los que parecen superiores. Le resultará difícil sentir admiración y fácil sentir envidia. Se irá convirtiendo en una persona desagradable en términos generales y cada vez se encontrará más solo. Una actitud expansiva y generosa hacia los demás no solo aporta felicidad a los demás, sino que es una inmensa fuente de felicidad para su poseedor, ya que hace que todos le aprecien. Pero dicha actitud es prácticamente imposible para el hombre atormentado por el sentimiento de pecado. Es consecuencia del equilibrio y la confianza en uno mismo; requiere lo que podríamos llamar integración mental, y con esto quiero decir que los diversos estratos de la naturaleza humana -consciente, subconsciente e inconsciente- funcionen en armonía y no estén enzarzados en perpetua batalla. En la mayoría de los casos, esta armonía se puede lograr mediante una educación adecuada, pero cuando la educación ha sido inadecuada el proceso se hace más difícil. Es el proceso que intentan los psicoanalistas, pero yo creo que, en muchísimos casos, el paciente puede hacer él solo el trabajo que en los casos más extremos requiere la ayuda de un experto. No hay que decir: «Yo no tengo tiempo para estas tareas psicológicas; mi vida está muy ocupada con otros asuntos y tengo que dejar a mi subconsciente con sus manías». No existe nada tan perjudicial, no solo para la felicidad sino para la eficiencia, como una personalidad dividida y enfrentada a sí misma. El tiempo dedicado a crear armonía entre las diferentes partes de la personalidad es tiempo bien empleado. No estoy diciendo que haya que dedicar, por ejemplo, una hora diaria al autoexamen. En mi opinión, este no es el mejor método, ni mucho menos, ya que aumenta la concentración en uno mismo, que forma parte de la enfermedad que se quiere curar, ya que una personalidad armoniosa se proyecta hacia el exterior. Lo que sugiero es que cada uno decida con firmeza qué es lo que cree racionalmente, y no permita nunca que las creencias irracionales se cuelen sin resistencia o se apoderen de él, aunque sea por muy poco tiempo. Es cuestión de razonar con uno mismo en esos momentos en que uno se siente tentado a ponerse infantil; pero el razonamiento, si es suficientemente enérgico, puede ser muy breve. Así pues, el tiempo dedicado a ello puede ser mínimo.
Existen muchas personas a las que les disgusta la racionalidad, y a las cuales lo que estoy diciendo les parecerá irrelevante y sin importancia. Piensan que la racionalidad, si se le da rienda suelta, mata todas las emociones más profundas. A mí me parece que esta creencia se debe a un concepto totalmente erróneo de la función de la razón en la vida humana. No es competencia de la razón generar emociones, aunque puede formar parte de sus funciones el descubrir maneras de evitar dichas emociones, por constituir un obstáculo para el bienestar. No cabe duda de que una de las funciones de la psicología racional consiste en encontrar maneras de reducir al mínimo el odio y la envidia. Pero es un error suponer que al reducir al mínimo esas pasiones estamos reduciendo al mismo tiempo la fuerza de las pasiones que la razón no condena. En el amor apasionado, en el cariño paternal, en la amistad, en la benevolencia, en la devoción a la ciencia o el arte, no hay nada que la razón quiera disminuir. El hombre racional, cuando siente alguna de estas emociones, o todas ellas, se alegra de sentirlas y no hace nada por disminuir su fuerza, ya que todas estas emociones forman parte de la vida buena, es decir, de la vida que busca la felicidad para uno mismo y para los demás. En sí mismas, las pasiones no tienen nada de irracional, y muchas personas irracionales solo sienten las pasiones más triviales. No hay por qué temer que, por volverse racional, uno vaya a quitarle el sabor a su vida. Al contrario, dado que el principal aspecto de la racionalidad es la armonía interior, el hombre que la consigue es más libre en su contemplación del mundo y en el empleo de sus energías para lograr propósitos exteriores que el que está perpetuamente estorbado por conflictos internos. No hay nada tan aburrido como estar encerrado en uno mismo, ni nada tan regocijante como tener la atención y la energía dirigidas hacia fuera.
Nuestra moral tradicional ha sido excesivamente egocéntrica, y el concepto de pecado forma parte de este universo que centra toda la atención en uno mismo. A los que nunca han experimentado los estados de ánimo subjetivos inducidos por esta moral defectuosa, la razón puede parecerles innecesaria. Pero para los que han contraído una vez la enfermedad, la razón es necesaria para lograr la curación. Y hasta puede que la enfermedad sea una fase necesaria para el desarrollo mental. Me siento inclinado a pensar que el hombre que la ha superado con ayuda de la razón ha alcanzado un nivel superior que el que nunca ha experimentado ni la enfermedad ni la curación. El odio a la razón, tan común en nuestra época, se debe en gran parte al hecho de ¡que el funcionamiento de la razón no se concibe de un [modo suficientemente fundamental. El hombre dividido y enfrentado a sí mismo busca excitación y distracción; le atraen las pasiones fuertes, pero no por razones sólidas sino porque de momento le sacan fuera de sí mismo y le evitan la dolorosa necesidad de pensar. Para él, toda pasión es una forma de intoxicación, y como no es capaz de concebir la felicidad fundamental, le parece que la única manera de aliviar el dolor es la intoxicación. Sin embargo, este es un síntoma de una enfermedad muy arraigada. Cuando esta enfermedad no existe, la mayor felicidad se deriva del completo dominio de las propias facultades. Los gozos más intensos se experimentan en los momentos en que la mente está más activa y se olvidan menos cosas. De hecho, esta es una de las mejores piedras de toque de la felicidad. La felicidad que requiere intoxicación, sea del tipo que sea, es espuria y no satisface. La felicidad auténticamente satisfactoria va acompañada del pleno ejercicio de nuestras facultades y de la plena comprensión del mundo en que vivimos.
Todos conocemos a ese tipo de persona, hombre o mujer, que, según sus propias explicaciones, es víctima constante de ingratitudes, malos tratos y traiciones. A menudo, las personas de esta clase resultan muy creíbles y se ganan las simpatías de los que no las conocen desde hace mucho. Por regla general, no hay nada inherentemente inverosímil en cada historia que cuentan. Es indudable que a veces se dan las clases de malos tratos de las que ellos se quejan. Lo que acaba por despertar las sospechas del oyente es la multitud de malas personas que el sufridor ha tenido la desgracia de encontrar. Según la ley de probabilidades, las diferentes personas que viven en una determinada sociedad sufrirán, a lo largo de su vida, más o menos la misma cantidad de malos tratos. Si una persona de cierto ambiente asegura ser víctima de un maltrato universal, lo más probable es que la causa esté en ella misma, y que o bien se imagina afrentas que en realidad no ha sufrido, o bien se comporta inconscientemente de tal manera que provoca una irritación incontrolable. Por eso, la gente experimentada no se fía de los que, según ellos, son invariablemente maltratados por el mundo; y con su falta de simpatía tienden a confirmar a esos desdichados su opinión de que todo el mundo está contra ellos. En realidad, se trata de un problema difícil, porque se agudiza tanto con la simpatía como con la falta de ella. La persona con tendencia a la manía persecutoria, cuando ve que le creen una de sus historias de mala suerte, la adorna hasta rozar los límites de la credibilidad; en cambio, si ve que no la creen, ya tiene otra muestra de la curiosa malevolencia de la humanidad para con ella. La enfermedad solo se puede tratar con comprensión, y esta comprensión hay que transmitírsela al paciente para que sirva de algo. En este capítulo me propongo sugerir algunas reflexiones generales que permitirán a cada individuo detectar en sí mismo los elementos de la manía persecutoria (que casi todos padecemos en mayor o menor grado), para que, una vez detectados, se puedan eliminar. Esto forma parte importante de la conquista de la felicidad, ya que es completamente imposible ser feliz si sentimos que todo el mundo nos trata mal. Una de las formas más universales de irracionalidad es la actitud adoptada por casi todo el mundo hacia el chismorreo malicioso. Muy pocas personas resisten la tentación de decir cosas maliciosas acerca de sus conocidos, y a veces hasta de sus amigos; sin embargo, cuando alguien se entera de que han dicho algo contra él, se llena de asombro e indignación. Al parecer, a estas personas nunca se les ha ocurrido que, así como ellos chismorrean acerca de todos los demás, también los demás chismorrean acerca de ellos. Esta es una modalidad suave de la actitud que, cuando se lleva a la exageración, conduce a la manía persecutoria. Esperamos que todo el mundo sienta por nosotros ese tierno amor y ese profundo respeto que sentimos por nosotros mismos. No se nos ocurre que no podemos esperar que otros piensen de nosotros mejor que nosotros de ellos, y no se nos ocurre porque nuestros propios méritos son grandes y evidentes, mientras que los méritos ajenos, si es que existen, solo son visibles para ojos caritativos. Cuando nos enteramos de que fulanito ha dicho algo horrible acerca de nosotros, nos acordamos de las noventa y nueve veces que nos abstuvimos de expresar nuestras justas y merecidísimas críticas, y nos olvidamos de la centésima vez, cuando, en un momento de incontinencia, declaramos lo que considerábamos la verdad acerca de él. ¿Así me paga toda mi tolerancia?, pensamos. Sin embargo, desde su punto de vista, nuestra conducta parece exactamente igual que la suya a nuestros ojos; él no sabe nada de las veces que callamos, solo está enterado de la centésima vez, cuando sí que hablamos. Si a todos se nos concediera el poder mágico de leer los pensamientos ajenos, supongo que el primer efecto sería la ruptura de casi todas las amistades; sin embargo, el segundo efecto sería excelente, porque un mundo sin amigos nos resultaría insoportable y tendríamos que aprender a apreciar a los demás sin necesidad de ocultar tras un velo de ilusión que nadie considera a nadie absolutamente perfecto. Sabemos que nuestros amigos tienen sus defectos y, sin embargo, en general son gente agradable que nos gusta. No obstante, consideramos intolerable que ellos tengan la misma actitud para con nosotros. Queremos que piensen que nosotros, a diferencia del resto de la humanidad, no tenemos defectos. Cuando nos vemos obligados a admitir que tenemos defectos, nos tomamos demasiado en serio un hecho tan evidente. Nadie debería creerse perfecto, ni preocuparse demasiado por el hecho de no serlo.
La manía persecutoria tiene siempre sus raíces en un concepto exagerado de nuestros propios méritos. Supongamos que soy autor teatral; para toda persona imparcial tiene que ser evidente que soy el dramaturgo más brillante de nuestra época. Sin embargo, por alguna razón, mis obras casi nunca se representan, y cuando se representan no tienen éxito. ¿Qué explicación tiene esta extraña situación? Evidentemente, empresarios, actores y críticos están conjurados contra mí por algún motivo. Y dicho motivo, por supuesto, es otro gran mérito mío: me he negado a rendir pleitesía a los peces gordos del mundo teatral; no he adulado a los críticos; mis obras contienen verdades como puños, que resultan insoportables para los aludidos. Y así, mis trascendentales méritos languidecen sin ser reconocidos.
Tenemos también al inventor que jamás ha logrado que alguien examine los méritos de su invento; los fabricantes siguen caminos trillados y no prestan atención a ninguna innovación, y los pocos que son progresistas tienen sus propios equipos de inventores, que cierran el paso a las intrusiones de los genios no autorizados; las asociaciones científicas, por extraño que parezca, pierden los manuscritos que uno les envía o los devuelven sin leer; los individuos a los que uno apela se muestran inexplicablemente reacios. ¿Cómo se puede explicar este estado de cosas? Evidentemente, existe una camarilla cerrada de personas que quieren repartirse entre ellas todos los beneficios que puedan obtenerse de los inventos; al que no pertenezca a esta camarilla cerrada no le escucharán nunca.
También está el hombre que tiene auténticos motivos para quejarse, basados en hechos reales, pero que generaliza a la luz de su experiencia y llega a la conclusión de que sus desdichas constituyen la clave del universo; pongamos que ha descubierto algún escándalo relacionado con el Servicio Secreto que al gobierno le interesa mantener oculto. No puede conseguir que se haga público su descubrimiento, y las personas aparentemente más influyentes se niegan a mover un dedo para remediar el mal que a él le llena de indignación. Hasta aquí, los hechos son como los cuenta. Pero los rechazos le han causado tanta impresión que cree que todos los poderosos están ocupados exclusivamente en ocultar los delitos a los que deben su poder. Los casos de este tipo son especialmente obstinados, debido a que su punto de vista es cierto en parte; pero, como es natural, lo que les ha afectado personalmente les ha hecho más impresión que otras cuestiones, muchísimo más numerosas, de las que no han tenido experiencia directa. Esto les da un sentido erróneo de la proporción y hace que concedan excesiva importancia a hechos que tal vez sean excepcionales, y no típicos.
Otra víctima nada infrecuente de la manía persecutoria es cierto tipo de filántropo que siempre está haciendo el bien a la gente en contra de la voluntad de esta, y que se asombra y horroriza de que no le muestren gratitud. Nuestros motivos para hacer el bien rara vez son tan puros como nos imaginamos. El afán de poder es insidioso, tiene muchos disfraces, y a menudo es la fuente del placer que obtenemos al hacer lo que creemos que es el bien para los demás. Tampoco es raro que intervenga otro elemento. Por lo general, «hacer el bien» a la gente consiste en privarle de algún placer: la bebida, el juego, la ociosidad o algo por el estilo. En este caso, hay un elemento que es típico de gran parte de la moral social: la envidia que nos dan los que están en posición de cometer pecados de los que nosotros tenemos que abstenernos si queremos conservar el respeto de nuestros amigos. Los que votan, por ejemplo, a favor de la prohibición de fumar (leyes así existen o han existido en varios estados de Estados Unidos) son, evidentemente, no fumadores para los que el placer que otros obtienen del tabaco es una fuente de dolor. Si esperan que los antiguos adictos al cigarrillo formen una comisión para ir a darles las gracias por emanciparlos de tan odioso vicio, es posible que queden decepcionados. Y entonces pueden empezar a pensar que han dedicado su vida al bien común, y que quienes más motivos tenían para estarles agradecidos por sus actividades benéficas parecen no darse ninguna cuenta de que deberían agradecérselo.
Antes se observaba este mismo tipo de actitud por parte de las señoras para con las sirvientas, cuya moralidad salvaguardaban. Pero en estos tiempos, el problema del servicio se ha agudizado tanto que esta forma de benevolencia hacia las criadas se ha hecho menos común.
En la alta política ocurre algo muy parecido. El estadista que poco a poco ha ido concentrando todo el poder en su persona para estar en condiciones de llevar a cabo los nobles y elevados propósitos que le decidieron a renunciar a las comodidades y entrar en la arena de la vida pública, se queda asombrado de la ingratitud de la gente cuando esta se vuelve contra él. Nunca se le ocurre pensar que su esfuerzo pudiera tener algún otro motivo, aparte del interés público, o que el placer de controlarlo todo pueda haber inspirado en alguna medida sus actividades. Poco a poco, le parece que las frases habituales de los discursos o de la prensa del partido expresan verdades, y confunde la retórica partidista con un auténtico análisis de los motivos. Disgustado y desilusionado, se retira del mundo después de que el mundo le abandone a él, y lamenta haber intentado una tarea tan ingrata como la búsqueda del bienestar público.
Estos ejemplos me sugieren cuatro máximas generales, que servirán de eficaz preventivo de la manía persecutoria si se acepta suficientemente su veracidad. La primera es: recuerda que tus motivos no siempre son tan altruistas como te parecen a ti. La segunda: no sobreestimes tus propios méritos. La tercera: no esperes que los demás se interesen por ti tanto como te interesas tú. Y la cuarta: no creas que la gente piensa tanto en ti como para tener algún interés especial en perseguirte. Voy a decir unas palabras acerca de cada una de estas máximas.
Recelar de nuestros propios motivos es especialmente necesario para los filántropos y los ejecutivos. Estas personas tienen una visión de cómo debería ser el mundo, o una parte del mundo, y sienten, a veces con razón y otras veces sin ella, que al hacer realidad su visión están beneficiando a la humanidad o a una parte de la humanidad. Sin embargo, no se dan cuenta de que cada uno de los individuos afectados por sus actividades tiene tanto derecho como ellos a tener su propia opinión sobre la clase de mundo que le gustaría. Los hombres del tipo ejecutivo están completamente seguros de que su visión es acertada y de que toda opinión contraria es errónea. Pero su certeza subjetiva no aporta ninguna prueba de veracidad objetiva. Es más: su convicción es muy a menudo un mero camuflaje para el placer que experimentan al contemplar cambios causados por ellos. Y además del afán de poder, existe otro motivo, la vanidad, que actúa con mucha fuerza en estos casos. El idealista magnánimo que se presenta al Parlamento -sobre esto hablo por experiencia- se queda asombrado ante el cinismo del electorado, que da por supuesto que solo busca el honor de escribir «miembro del Parlamento» detrás de su nombre. Cuando la campaña ha terminado y tiene tiempo para pensar, se le ocurre que, después de todo, puede que los electores cínicos tuvieran razón. El idealismo pone extraños disfraces a motivos muy simples, y por eso a nuestros hombres públicos no les viene mal una dosis de cinismo realista. La moral convencional inculca un grado de altruismo que apenas está al alcance de la condición humana, y los que se enorgullecen de su virtud se imaginan con frecuencia que han alcanzado este ideal inalcanzable. La inmensa mayoría de las acciones humanas, incluyendo las de las personas más nobles, tiene motivos egoístas, y no hay que lamentarse de ello, porque si no fuera así la especie humana no habría sobrevivido. Un hombre que dedicara todo su tiempo a procurar que los demás se alimenten, olvidándose de comer él mismo, moriría. Claro que podría comer solo lo suficiente para cobrar las fuerzas necesarias para lanzarse de nuevo al combate contra el mal, pero es dudoso que el alimento comido de este modo se digiera adecuadamente, porque no se estimularía lo suficiente el flujo de saliva. Así pues, es preferible que el hombre coma porque disfruta de la comida a que acceda a dedicar algún tiempo a comer inspirado exclusivamente por su interés por el bien común.
Y lo que se aplica a la comida se puede aplicar a todo lo demás. Cualquier cosa que haya que hacer, solo se podrá hacer correctamente con ayuda de cierto entusiasmo, y es difícil tener entusiasmo sin algún motivo personal. Desde este punto de vista, habría que incluir entre los motivos personales los que conciernen a personas biológicamente emparentadas con uno, como el impulso de defender a la mujer y los hijos contra los enemigos. Este grado de altruismo forma parte de la condición humana normal, pero el grado inculcado por la ética convencional no, y muy rara vez se alcanza realmente. Así pues, las personas que desean tener una alta opinión de su propia excelencia moral tienen que convencerse a sí mismas de que han alcanzado un grado de abnegación que es muy improbable que hayan logrado, y aquí es donde el empeño en alcanzar la santidad entra en relación con el autoengaño, un tipo de autoengaño que fácilmente conduce a la manía persecutoria.
La segunda de nuestras cuatro máximas, la que dice que no conviene sobreestimar nuestros propios méritos, ha quedado comentada, en lo tocante a los méritos morales, con lo que ya hemos dicho. Pero tampoco hay que sobreestimar otros méritos que no son del tipo moral. El dramaturgo cuyas obras nunca tienen éxito debería considerar con calma la hipótesis de que sus obras son malas; no debería rechazarla de antemano por ser evidentemente insostenible. Si descubre que encaja con los hechos, debería adoptarla, como haría un filósofo inductivo. Es cierto que en la historia se han dado casos de mérito no reconocido, pero son mucho menos numerosos que los casos de mediocridad reconocida. Si un hombre es un genio a quien su época no quiere reconocer como tal, hará bien en persistir en su camino aunque no reconozcan su mérito. Pero si se trata de una persona sin talento, hinchada de vanidad, hará bien en no persistir. No hay manera de saber a cuál de estas dos categorías pertenece uno cuando le domina el impulso de crear obras maestras desconocidas. Si perteneces a la primera categoría, tu persistencia es heroica; si perteneces a la segunda, es ridícula. Cuando lleves muerto cien años, será posible saber a qué categoría pertenecías. Mientras tanto, si usted sospecha que es un genio pero sus amigos sospechan que no lo es, existe una prueba, que tal vez no sea infalible, y que consiste en lo siguiente: ¿produce usted porque siente la necesidad urgente de expresar ciertas ideas o sentimientos, o lo hace motivado por el deseo de aplauso? En el auténtico artista, el deseo de aplauso, aunque suele existir y ser muy fuerte, es secundario, en el sentido de que el artista desea crear cierto tipo de obra y tiene la esperanza de que dicha obra sea aplaudida, pero no alterará su estilo aunque no obtenga ningún aplauso. En cambio, el hombre cuyo motivo primario es el deseo de aplauso carece de una fuerza interior que le impulse a un modo particular de expresión, y lo mismo podría hacer un tipo de trabajo totalmente diferente. Esta clase de hombre, si no consigue que se aplauda su arte, lo mejor que podría hacer es renunciar. Y hablando en términos más generales, cualquiera que sea su actividad en la vida, si descubre usted que los demás no valoran sus cualidades tanto como las valora usted, no esté tan seguro de que son ellos los que se equivocan. Si se permite usted pensar eso, puede caer fácilmente en la creencia de que existe una conspiración para impedir que se reconozcan sus méritos, y creer eso le hará desgraciado con toda seguridad. Reconocer que nuestros méritos no son tan grandes como habíamos pensado puede ser muy doloroso en un primer momento, pero es un dolor que pasa, y después vuelve a ser posible vivir feliz.
Nuestra tercera máxima decía que no hay que esperar demasiado de los demás. En otros tiempos, las señoras inválidas esperaban que al menos una de sus hijas se sacrificara por completo para asumir las tareas de enfermera, llegando incluso a renunciar al matrimonio. Esto es esperar de otro un grado de altruismo contrario a la razón, ya que el altruista pierde más de lo que gana el egoísta. En todos nuestros tratos con otras personas, y en especial con las más próximas y queridas, es importante -y no siempre fácil- recordar que ellos ven la vida desde su propio punto de vista y según afecte a su propio ego, y no desde nuestro punto de vista y según afecte a nuestro ego. No debemos esperar que ninguna persona altere el curso principal de su vida en beneficio de otro individuo. En algunas ocasiones puede existir un amor tan fuerte que hasta los mayores sacrificios resultan naturales, pero si no son naturales no hay que hacerlos y a nadie se le debería reprochar que no los haga. Con mucha frecuencia, la conducta ajena que nos molesta no es más que la sana reacción del egoísmo natural contra la voraz rapacidad de una persona cuyo ego se extiende más allá de los límites correctos.
La cuarta máxima que hemos mencionado dice que hay que convencerse de que los demás pierden mucho menos tiempo pensando en nosotros que el que perdemos nosotros. El demente que padece de manía persecutoria imagina que toda clase de personas, que en realidad tienen sus propias ocupaciones e intereses, se pasan mañana, tarde y noche empeñados en maquinar maldades contra el pobre lunático. De manera similar, el individuo relativamente cuerdo que padece de manía persecutoria ve en toda clase de actos una referencia a su persona que en realidad no existe. Naturalmente, esta idea halaga su vanidad. Si fuera un hombre realmente grande, podría ser verdad. Durante muchos años, los actos del gobierno británico tuvieron como principal objetivo hundir a Napoleón. Pero cuando una persona sin especial importancia se imagina que los demás están pensando constantemente en ella, ha iniciado el camino de la locura. Supongamos que pronuncia usted un discurso en un banquete público. En los periódicos aparecen fotografías de otros oradores, pero ninguna de usted. ¿Cómo se explica esto? Evidentemente, no es porque a los otros oradores se les considere más importantes; tiene que ser porque los directores de los periódicos dieron órdenes de que usted no apareciera. ¿Y por qué han ordenado tal cosa? Evidentemente, porque le temen a usted, a causa de su gran importancia. De este modo, la omisión de su fotografía deja de ser un desaire para transformarse en un sutil elogio. Pero este tipo de autoengaño no puede dar origen a una felicidad sólida. En el fondo de su mente, usted siempre sabrá que los hechos ocurrieron de otro modo, y para mantener ese conocimiento lo más oculto posible tendrá que inventar hipótesis cada vez más fantásticas. Llegará un momento en que el esfuerzo necesario para creerlas será demasiado grande. Y como, además, llevan implícita la convicción de que es usted víctima de!a hostilidad general, la única manera de salvaguardar su autoestima será fomentando la dolorosísima sensación de que está usted enfrentado al mundo. Las satisfacciones basadas en el autoengaño nunca son sólidas, y, por muy desagradable que sea la verdad, es mejor afrontarla de una vez por todas, acostumbrarse a ella y dedicarse a construir nuestra vida de acuerdo con ella.