Domingo, lunes

Es muy difícil determinar lo que sabemos y lo que no. Hay una vasta zona intermedia de conocimientos muy imprecisos y cambiantes, como las sombras en la pared cerca del fuego encendido en un hogar. Nada en el pensamiento es fijo, ni estable. Nada es allí constante o uniforme. A veces una idea o una sensación conviven con la idea o con la sensación opuestas. No hay nada del todo seguro ni cierto. Excepto que cuando la mente caza a la mente la presa escapa. Os digo esto, porque lo que me esperaba aquella mañana era sorprendente y trivial para mí, nuevo y muy antiguo al mismo tiempo. Pero tenéis razón, os había prometido que no habría especulaciones inútiles, sino sólo hechos. O al menos el recuerdo que conservo de ellos.

Y el hecho es que, como digo, algo —no sé exactamente el qué— me despertó aquella mañana. Supongo que fue algún ruido. O simplemente la luz del día. La televisión aún estaba encendida. Me incorporé sobresaltado y tomé el mando a distancia de la mesa. Pulsé la tecla de la barra de información. Las ocho y cuarto. ¡Las ocho y cuarto! ¿Pero a qué hora me había dormido? No lo recordaba. No podía recordarlo en absoluto. Después de las dos, con toda seguridad. Y ahora ya era domingo. Pulsé el botón rojo y la imagen se extinguió. Con algún esfuerzo me puse en pie. Notaba la boca seca y la cabeza como un tarro lleno de gelatina a punto de reventar. Di una vuelta alrededor del sofá y no vi la bolsa. Miré a mi alrededor hasta llegar a estar completamente seguro. La bolsa no estaba. Creo que fue en ese momento cuando lo entendí. Y me pareció tan evidente que supe enseguida que no me lo perdonaría nunca.

Corrí a nuestro cuarto. Desde luego Marta no se encontraba allí. Miré asqueado nuestra cama, con las sábanas revueltas. Volví sobre mis pasos, pero antes de llegar al salón noté que el ordenador estaba encendido. Me acerqué, moví el ratón y se iluminó la pantalla. Había un documento de Word con tan sólo dos palabras escritas: «Lo siento», y el cursor parpadeando justo detrás de la o. Los ojos se me inflamaron y sentí una oleada de rabia que nacía de algún punto un poco por debajo del estómago, entre mis vísceras. Volví al salón, me quedé allí plantado como un idiota, mirando de nuevo hacia el tresillo, para comprobar otra vez una verdad muy simple y ya de todo punto evidente: Marta se había largado y se había llevado la bolsa con el dinero del Versalles. Entonces me di cuenta de que la pistola estaba sobre la mesa. Se trataba de la Hammerli SP20 con la que alguien había asesinado a Ángel Bru el viernes por la mañana. Ella, sin ninguna duda. ¿Quién si no? Pero ¿por qué? La humillación se precipitaba sobre mí, como un alud sobre un esquiador torpe que acaba de caerse y de quedar en una posición grotesca: indefenso, ridículo. Las respuestas atropellaban a las preguntas y unas y otras estallaban en mi cerebro casi simultáneamente. Sólo podía haber un motivo. Así que yo había sido engañado por ella en todos los frentes y del modo más lacerante que pudiera imaginar. Y lo peor era que, de algún modo, no me sorprendía. En alguna capa del subsuelo de mi neocórtex había estado latiendo esa sospecha desde el principio. La voluntad, con sus «aprioris», con sus afirmaciones y negaciones tácitas, siempre está implicada en cualquier forma humana de conocimiento. Sabemos siempre lo que queremos saber, y nada más.

Pero la ira fue inmediatamente desplazada por el miedo. Había un motivo concreto para que ese otro sentimiento se impusiera en mi ánimo. Eran las ocho y media. A las diez Fule se presentaría en casa y yo me vería obligado a explicarle que no tenía el dinero, que Marta se había largado con todo. No me creería, por supuesto. Recordé, con una sensación de náusea y horror, la escena de la tarde anterior en la cantera. Volví a ver los ojos suplicantes del serbio, clavados en los míos, mientras Fule lo torturaba. No podía quedarme allí. Vi con toda claridad que debía salir de inmediato. Primero, huir. Luego, pensar. Ese era sin duda el orden correcto.

* * *

Había amanecido por completo. Era una mañana fresca y brumosa. Por supuesto, Marta se había llevado el coche. Pero, antes de salir, aparte de entregarme el arma acusadora (¿y con qué intención lo hizo? No creo que nunca pueda responder a esto), había tenido también el detalle de dejarme a la vista, en el pladur, la llave de la moto que solía utilizar para moverse por Las Zalbias. ¿Significaba ese gesto que quedaba en ella algún rescoldo de cariño hacia mí, o simplemente le parecía buena cosa que no la odiase más de lo estrictamente necesario? Poco me importaba en aquel momento. Huir… huir cuanto antes de mi propia casa era el único modo de ganar algo de tiempo. Necesitaba pensar, antes de decidir lo que haría a continuación. No veía ninguna escapatoria, pero podía evitar un encuentro inmediato con Fule; y esto, desde luego, era lo más urgente en aquel momento.

Antes de salir, me aseguré de que el arma estaba cargada. Lo estaba. La envolví en una toalla y la metí en una bolsa. Después salí y cerré la puerta. Debía dirigirme a un lugar tranquilo y apartado, no muy lejos de Las Zalbias, para tratar de evaluar la situación y planear allí mi siguiente movimiento. Pensé en la playa.

A finales de septiembre las algas vuelven a acumularse en la Torre Derribada. Dejan de retirarlas al final de la temporada turística. Muy cerca están las salinas, con sus garzas, con sus flamencos y estanques de color rosa; pero por los alrededores hay también más de un charco de agua corrompida. El resultado es un bello paisaje y un hedor, por momentos, nauseabundo. Había dejado la moto en el aparcamiento de tierra, junto a una empalizada, y recorrí el sendero de tablones de madera con la toalla debajo del brazo, igual que un bañista madrugador. Como era domingo, podía estar seguro de que en una o dos horas tendría compañía, pero de momento —eran apenas las nueve menos cuarto de la mañana— el lugar estaba todavía desierto.

El agua parecía nácar y en la lejanía distinguí un velero iluminado por un potente rayo de sol, lo que acentuaba su protagonismo en medio del gris y melancólico escenario de mar y cielo. Se alejaba hacia un horizonte neblinoso, dejando una estela de espuma, bajo un sol que era apenas un brochazo de luz dorada celebrado con frenesí por una animada y chillona cohorte de gaviotas.

Estuve un rato de pie sobre la arena, tratando de dar con alguna idea brillante, una astuta maniobra que me permitiera zafarme de la estudiada presa con la que el destino me había inmovilizado antes de estrangularme. Desde luego, disponía de mil caminos abiertos en abanico ante mí, pero intuía que por ninguno de ellos alcanzaría a dar más de tres o cuatro pasos seguidos sin encontrar una resistencia invencible, o sin caer directamente fulminado. Ir a la ciudad, sí, pero ¿para qué? ¿Llamar a Fule y enfrentarme a él cuanto antes? ¿Entregarme directamente a la policía? ¿Pedirle ayuda a mi hermano? Entonces oí, todavía muy lejos, el motor de un coche que se aproximaba por la carretera. Casi de inmediato temí lo peor. Corrí de nuevo por los tablones de madera. Salté la valla y me oculté detrás de una de las pequeñas dunas. Desde allí podía vigilar el aparcamiento. No tardó en aparecer exactamente el coche que yo esperaba ver, seguido por otro que no conocía. Retrocedí, me puse en cuclillas. Extendí la toalla y cogí la pistola. Me temblaban las manos de tal modo que apenas era capaz de controlarlas. Tenía el corazón en la garganta. Cambié de idea y envolví otra vez el arma. Había que enfrentarse a la situación. Había que intentar explicar… Me puse en pie y decidí salir a su encuentro. Me pareció lo mejor. Ya habrían visto la moto, así que me buscarían. Probablemente no pararían hasta dar conmigo. De modo que era mejor enfrentarse a ellos desde el principio. Volví al sendero de madera y empecé a caminar hacia el aparcamiento con mi petate debajo del brazo.

Me recibió exactamente con la misma sonrisa que manchaba su cara la última vez que lo había tenido delante, la tarde anterior, en la cantera. No conocía al que venía con él; un tipo achaparrado, con el pelo cortado a máquina y las cejas muy pobladas. El hecho de que viniese acompañado era ya un indicio claro de sus intenciones. Y de todas formas no esperó mucho para revelármelas. Fue directo al grano:

—¿Dónde está el dinero?

Le respondí con otra pregunta.

—¿Quién es este? —dije, apuntando con el mentón al sujeto que lo acompañaba.

—Es mi primo —respondió Fule, mirándome con cierta envenenada inocencia.

—Ya…

—Ha estado vigilando tu casa toda la noche, ¿sabes? —volvía a aflorar su odiosa, su viscosa sonrisita—. Comprende que yo estaba demasiado cansado. Estaba reventado, la verdad… Supongo que tú también…

—Claro…

—Esta madrugada vio salir a Marta de tu casa. A las seis, más o menos. Luego, cuando te ha visto salir también a ti con la moto me ha avisado enseguida. Y después te ha seguido hasta el principio de la carretera. Sin que te dieras cuenta. ¿Qué te parece? Mi primo vale. Estaba claro dónde teníamos que buscarte, ¿verdad? Nos vas a decir dónde está el dinero… ¿a que sí, Pablo?

Temía que pudieran ver la Hammerli que llevaba envuelta en la toalla debajo del brazo. De todos modos, intentar evitar un enfrentamiento era ya como querer parar un avión sujetándolo con las manos por el tren de aterrizaje.

—Esto te va a hacer mucha gracia —procuré aparentar que a mí sí me la hacía—, pero mira… eres tú el que me está contando a mí dónde está el dinero, ¿sabes? ¿No acabas de decirme que tu primo vio salir a Marta de madrugada? De verdad, Fule, no creo que te haga falta que yo te diga quién se ha largado con todo… ¿Te hace falta?

—No… claro que no —se volvió hacia su primo buscando complicidad y le tocó el codo con la mano—. Claro que no nos hace falta. Lo único que queremos saber Álex y yo es dónde habéis quedado luego, más tarde. ¿Dónde vas a verte con ella? ¿En la capital? Venga… dímelo para que repartamos. Un tercio para vosotros, otro para mí y otro para mi primo, claro. Yo creo que se lo ha ganado. ¿Tú qué piensas?

—Te aseguro que te equivocas —ya no podía seguir con la farsa, no podía sonreír, no era capaz de fingir más: mi voz, contra mi voluntad, empezaba a adquirir una tonalidad desesperada—. Te lo juro, Fule. Me ha dejado tirado. Lo siento. Escucha… se ha largado con todo. Nos la ha jugado a los dos…, a los dos.

Luego todo sucedió muy deprisa. Su primo, el que al parecer se llamaba Álex, se llevó una mano a la espalda y sacó un pequeño revólver con el cañón muy corto, negro y compacto como un escarabajo. Seguramente lo llevaba encajado entre el cinturón y la espalda. Ahora me estaba apuntando directamente al pecho.

—Hemos quedado en la capital, sí —mentir parecía ya la única forma de estirar el tiempo, para evitar el estallido—, esta tarde… a las siete. En la galería Goldmare.

Intercambiaron una rápida y escéptica mirada. Luego, Fule, con una expresión repentinamente sombría, se dirigió a mí en tono autoritario:

—Vas a venir con nosotros. Vas a pasar el rato con nosotros, hasta la tarde. Luego iremos juntos a la ciudad…

—Bien…

De pronto pareció reparar en la toalla que llevaba debajo del brazo:

—¿Pensabas darte un baño a estas horas?

—Iba a pasar la mañana aquí… —improvisé, mientras el otro seguía encañonándome con el revólver, algo que empezaba a crisparme de verdad y a provocarme una ira difícil de controlar.

—Vamos —ordenó Fule, dándose la vuelta. Yo lo seguí por el camino de tablones de madera. Su primo cerraba la fila, sin dejar de apuntarme en ningún momento. Cuando llegamos a los coches se planteó un problema que sólo admitía una solución, dadas las circunstancias—. Volvemos en el mío —Fule se refería a su coche y había dirigido estas palabras a su primo. Luego añadió—: Ya volveremos luego a por el tuyo.

Ese fue el primer momento en el que Álex desvió el cañón de su revólver de la trayectoria de mi cuerpo. No tendría una ocasión mejor. Si permitía que me llevaran con ellos, hacia las siete de la tarde empezarían a ponerse muy impacientes, y harían cualquier cosa para averiguar dónde y cuándo pensaba encontrarme realmente con Marta. Me harían esa pregunta muchas veces, yo estaría atado, y utilizarían toda clase de procedimientos para obligarme a responderles de forma satisfactoria.

Salí corriendo hacia el Opel Astra de Fule y lo rodeé tan deprisa como pude. No más de tres segundos, así que no reaccionaron a tiempo. Me agaché detrás del maletero, saqué la Hammerli de la toalla y disparé al aire. Una sola detonación. Oí gritar a Álex: «¡Tiene un arma!». Miré por debajo del coche y vi cómo ellos dos corrían hacia el otro vehículo. Detrás de mí había unos contenedores de basura y un cartel con un mapa e indicaciones relativas al parque natural de las Salinas de San Juan. Los dos coches y ese cartel estaban en la misma línea. Había unos diez metros hasta esos contenedores. Si lograba alcanzarlos, desplazándome a ras de suelo, lo más agachado posible y sin que me vieran, luego podría rodear el perímetro del aparcamiento por el exterior, escondiéndome tras las pequeñas dunas y los arbustos hasta situarme a su espalda. Desde esa posición mi superioridad quedaría asegurada. Inmediatamente puse en marcha el plan. Caminé a gatas los primeros metros y luego en cuclillas hasta el cartel. Una vez parapetado tras los contenedores miré hacia los coches. Naturalmente, no podía ver a mis adversarios. Tampoco oía nada, excepto un levísimo rumor de vegetación agitada por el viento y el sonido del mar a lo lejos.

Tal como había pensado, rodeé la explanada de tierra por el exterior de su perímetro, delimitado por una sencilla valla de madera. Y así continué moviéndome lo más agachado posible, hasta el lado opuesto del aparcamiento. Ahí estaban ellos, delante de mí, a unos veinticinco o treinta metros, agazapados detrás del obsoleto y sucio Ford de color azul que debía de ser el coche de Álex. Entonces vi que Fule también estaba armado. No habían advertido la maniobra. Permanecían agachados junto al coche y de vez en cuando miraban por debajo o comentaban algo. Treinta metros a lo sumo. Esa era la distancia. Saqué la cabeza por encima del promontorio de arena que me servía de escudo y apunté a Fule directamente a la espalda, justo por debajo de la nuca. Puse la mano izquierda sobre la muñeca derecha. Guiñé un ojo. Luego el otro. Contaba con el retroceso. Disparar y agacharme de inmediato era la mejor táctica posible. Lo tenía a tiro y sabía que no fallaría, pero no disparé. (Un recuerdo incongruente, casi inverosímil, aunque verdadero, se iluminó por un instante en mi memoria: Fule y yo discutiendo en el patio del instituto durante un recreo sobre la posibilidad de vida extraterrestre. ¿De verdad éramos los mismos?). No disparé. No pude. Habría sido fácil y decisivo. El otro, el que se llamaba Álex, al oír la detonación y ver a su primo caer hacia delante con un agujero de entrada en la espalda y otro de salida en el pecho, manando sangre como una fuente, probablemente se habría asustado y lo más seguro es que hubiese tratado de huir. Así que ese disparo, en efecto, habría resultado muy fácil y decisivo. Sin embargo, no fui capaz de apretar el gatillo. Volví a ocultarme y esperé inmóvil, atento a cualquier sonido, a cualquier movimiento de ellos. Era absurdo intentar llegar a uno de los dos coches o a la moto. Alejarme de allí a pie, tan rápido como me fuera posible, parecía la única opción realista. Internarme en las salinas hasta perderme de vista. Miré el paisaje de vegetación baja y pequeños montículos de arena que se extendía justo detrás de mí. Esa era la única vía de escape, mi última oportunidad de salvar la vida, de momento. Si mi primera galopada era lo suficientemente rápida y encontraba pronto un sendero por el que seguir corriendo, después podría tratar de llegar a la carretera. El hotel balneario y la urbanización no quedaban muy lejos. Dos o tres kilómetros a lo sumo. Era un objetivo factible, al menos no imposible del todo. Se trataba de elegir el mejor momento para echar a correr. Y el mejor momento, sin duda, sería cuanto antes; mientras ellos estuvieran todavía confundidos, indecisos, perplejos a causa de mi primer y único disparo.

* * *

Hay quien asegura —ya lo sabéis— que todos los sucesos de nuestro universo, e incluso los sucesos de todos los universos posibles, se encuentran registrados en la eternidad, en alguna región contigua al espacio-tiempo que nosotros habitamos; una zona repleta de información inaccesible por medios científicos, y sin embargo al alcance de una mente lo bastante intuitiva o especialmente dotada. Pero ni siquiera para esta clase de mente el futuro llega a contener nunca más que un grado muy limitado de certeza. A no ser que hablemos de una contingencia puramente física; es decir, de un fenómeno simple, relacionado con circunstancias y magnitudes directamente observables. Sin embargo esto es lo excepcional. Nuestro cosmos, la realidad objetiva y corpórea en la que transcurre nuestro tiempo biográfico, según la ciencia contemporánea nos lo ha revelado, resulta estar dominado, precisamente, por una complejidad extrema. Es decir, se trata de un ámbito en que la mayoría de los fenómenos se desarrollan según las herméticas leyes del azar cuántico.

Todo esto podría tener algo que ver con el insólito hecho de que desde un principio —pero sólo ahora lo comprendo— yo supiera e ignorase a la vez que era Marta quien me estaba utilizando. Y desde un principio supe, asimismo, que el peligro en el que me encontraba era ya extremo y cada segundo sería aún mayor. Como también puedo aseguraros que cuando decidí ponerme en pie y echar a correr aquella fresca mañana del último domingo de septiembre, cerca de la playa de la Torre Derribada, tuve la nítida certeza de que resultaría alcanzado por un disparo.

Y eso, por supuesto, fue exactamente lo que ocurrió. ¿Que a qué se parece? Es muy difícil compararlo con nada. Pero la idea de un golpe fortísimo, un golpe brutal y abrasador seguido por una especie de descarga eléctrica que hace que se te nuble la vista y que te veas sumido en una penumbra salpicada por remotas luces, igual que un navío que avanza en la niebla, sin tripulación, sin gobierno, sin rumbo conocido; esta idea, o más bien este cúmulo de impresiones, pudiera tal vez constituir una buena descripción de lo que se siente al recibir un balazo. Uno que pasa rozando tu columna vertebral. Un disparo que te atraviesa un pulmón y produce un shock devastador e inmediato en todo tu organismo. Claro que esta especie de alegoría sería posible únicamente en el caso de que alguien lograse regresar de la región de lúcida inconsciencia en la que yo me encuentro, y volviera a su ordinario estado consciente guardando memoria precisa de todo, para luego verter la experiencia en palabras.

Es extraño encontrarme en esta habitación de hospital, con tubos y cables por todo el cuerpo. Es extraño, en estas circunstancias, notar la mente más fresca, más equilibrada y más clara que nunca. Pero si mantienes los ojos lo bastante abiertos desde el principio nada te parecerá demasiado increíble como para que llegues a creerlo.

Y yo procuro mantener los ojos abiertos aquí dentro, detrás de mis párpados, con tanta fuerza como me resulta posible. Creo que en realidad me he esforzado siempre, a mi manera, en ver las cosas con claridad, aunque sin demasiado éxito. Realmente no se puede decir que haya alcanzado demasiado éxito en nada.

Es verdad que ahora percibo mi ser con más claridad que nunca, pero no todavía con la nitidez suficiente. Puedo ver el pasado y, hasta cierto punto, puedo también atisbar mi futuro, o una de las versiones de él. Por eso tal vez sea capaz de responder a algunas de las preguntas que quizá os estéis planteando.

Parece que una media hora después de que Fule (o Álex… qué importa cuál de los dos) me disparase, una pareja de bañistas recién llegados vieron mi cuerpo desplomado junto al sendero de tablas de madera, y avisaron a la policía. Mi estado actual es muy grave, un coma inducido tras una operación a vida o muerte para extraer los fragmentos de la bala que estaban afectando al pericardio. Sin embargo, es posible que salga de esta, según el equipo médico. Hoy es lunes, y esta tarde han estado aquí, en el hospital, mi madre, mis hermanos y mi sobrino Moisés. El joven y frágil Moisés que, sorprendentemente, no ha llorado.

Os he hablado de lo que ha pasado estos últimos días, e incluso de mi vida anterior. Ahora voy a revelaros algo de ese futuro que apenas distingo muy confusa, muy fragmentariamente. Creo, como os digo, que lograré sobrevivir. Seré sometido todavía a un par de operaciones más, y luego la recuperación resultará lenta y trabajosa. No sé hasta qué punto os sorprenderá que os cuente que una de las pocas personas ajenas a mi familia directa que vendrá a visitarme regularmente, primero a la clínica y luego a la cárcel, será Paula. Como sabéis ella es, o era, una de las mejores amigas de Marta. En cuanto a esta última, no distingo, en ese futuro dudoso que contemplo, el menor signo de que vaya a resultar capturada y castigada por el asesinato de Ángel.

Gracias a Paula yo llegaré a saber, en las próximas semanas o en los próximos meses, que Marta y Ángel llevaban algún tiempo liados. Cosa de un mes, más o menos. Se encontraban con mucha frecuencia a mis espaldas, en casa de él, en la nave y en no sé qué otros miserables y cochambrosos rincones de Las Zalbias. Supongo que la clandestinidad y la sordidez de esa doble traición contribuían a la emoción que para ellos seguramente entrañaba su aventura. Pero ¿por qué Marta entonces continuaba viviendo conmigo? ¿Por qué razón no me había dicho sencillamente la verdad? ¿Por qué no me había dejado? No teníamos hijos, ni ninguna otra cosa que nos atase de algún modo, así que ¿cuál era entonces la razón para mantener aquella farsa? La única explicación que se me ocurre lo vuelve todo aún más humillante. Probablemente ella y su nuevo amante querían evitar que yo me viniera abajo antes de llevar a cabo el plan del Versalles. Imagino que lo pactado sería dejarme tirado después del golpe y marcharse juntos. Aunque a este respecto tampoco poseo certeza alguna. Son meras conjeturas. La misma Paula fue, precisamente, quien le reveló a Marta, el pasado jueves por la noche, que Ángel seguía tirándose a su antigua novia, Mariló, y que hablaba de Marta con todo desprecio y sarcasmo ante terceros. Esta conversación entre Marta y Paula tenía lugar mientras Ángel y yo nos encontrábamos por nuestro lado en El Fresno. Fue la misma noche en la que yo renunciaba a nuestro proyecto de atracar el Versalles.

Probablemente Marta decidió matar a mi frustrado compinche durante la madrugada del viernes. No creo que fuese nada premeditado. Debió de improvisarlo todo en medio de un acceso de incontenible rabia y ciego deseo de venganza, al enterarse de que Ángel se estaba burlando de ella. Debió de llamarlo aquel mismo viernes a primera hora mientras yo aún dormía. Lo citaría en la nave, imagino, utilizando algún pretexto muy convincente, puede que relacionado conmigo. Y el pobre imbécil cayó en la trampa. Supongo que ella entró por la puerta trasera, evitando las cámaras. Hasta es posible que él mismo le abriera. Marta había visitado la nave muchas veces. Conmigo y probablemente también con su nuevo, rubio y musculoso compañero sexual. Así que sabía dónde estaban las armas. En alguna ocasión, incluso, había efectuado uno o dos disparos de prueba en las salinas. Una tarde del verano anterior fuimos allí con las chicas. Tampoco ignoraba cuál era el arma que utilizaba yo casi siempre. Debió de apretar el gatillo usando un guante o un pañuelo, para no añadir sus propias huellas a las mías. Y después de matar a Ángel, regresó a casa antes de que despertara, y fingió que acababa de levantarse cuando la encontré en la cocina.

En fin… como supondréis no puedo ofreceros todos los pormenores del asunto, aunque lo que parece evidente es que ella no estaba dispuesta a quedarse sin su nuevo amante y, además, sin el dinero del Versalles, atascada en una vida miserable y fracasada junto a un hombre al que había dejado de amar.

Es posible, como he dicho antes, que Ángel le ofreciera, en algún momento particularmente fogoso, compartir el botín del atraco dejándome a mí al margen. No puedo asegurarlo, pero si fue así, la casi segura falsedad de esa promesa acentuaría su frustración y, por consiguiente, desataría la furia que la llevó a meterle un balazo el viernes en la nave. En todo caso, no creo que la idea de utilizarme a mí como una especie de robot teledirigido, para atracar el Versalles sin moverse de casa, se le pasara por la cabeza hasta después de haberlo liquidado a él. No creo que se tratase de algo planificado con gran antelación. Diría que improvisó, que actuó sobre la marcha. Aunque imagino que al seleccionar el arma que yo solía utilizar ya tenía la intención de desviar hacia mí las sospechas. Luego se le ocurrió que, además, podía chantajearme usando la cuenta de correo de Ángel, obligándome a cometer el atraco proyectado. Debió de pensar que ya había llegado tan lejos que no tenía sentido detenerse ahí; de modo que decidió doblar su apuesta. Vio la jugada y se puso manos a la obra sin darle demasiadas vueltas. El caso es que le salió bien, contando con mi estupidez.

En cuanto a cómo Marta conocía la clave de Ángel para enviarme esos mensajes «de ultratumba», se trata de una cuestión interesante, sin duda, para la que siento no tener una respuesta precisa. Aunque conociéndola, considerando lo astuta, lo taimada que puede llegar a ser, no me cuesta mucho imaginarla alguna tarde en casa de su nuevo amante, mirando por encima del hombro mientras él teclea la contraseña para entrar en su cuenta de correo. No es demasiado improbable imaginarla reteniendo los caracteres en la memoria, con la intención de acceder luego clandestinamente a su bandeja (la de Ángel) y fisgar entre la correspondencia. O todavía más sencillo: puede que él llevara un smartphone —no lo recuerdo— que ella se habría apropiado después de matarlo.

El viernes a última hora, después de haberme enviado los dos primeros mensajes, fue a ver a Paula. Le preguntó por Francisco Machado, primer sospechoso de mi lista en aquel momento. Por supuesto evitó explicarle a su amiga nada de lo que se llevaba entre manos. Consiguió averiguar, a base de indagaciones pretendidamente inocentes y casuales, que Machado ya no vivía en la capital. Había encontrado trabajo en Alemania y se había marchado allí hacía casi un mes, decidido a romper por completo con su vida anterior. Diseminó algunas pistas falsas sobre su paradero y dejó de estar activo en Facebook desde mediados del verano. Incluso cambió, al parecer, de número de teléfono. Por lo visto, debía dinero a bastante gente, así que intentaba dejar su pasado en Las Zalbias lo más atrás y lo más lejos posible. Por eso yo al día siguiente, el sábado por la mañana, no conseguía dar con él.

El destino y el azar volvían a jugar en el mismo equipo que Marta. La desaparición de Machado era una circunstancia idónea para encauzar hacia él todas mis sospechas.

En cuanto a la herida de su brazo y la consiguiente falacia —el supuesto intento de atropellarla perpetrado por nuestro imaginario enemigo, cuando ella regresaba a casa después de hablar con Paula—, me encuentro una vez más con una zona oscura del cuadro, un misterio imposible de resolver por ahora. Sencillamente, me falta esa pieza. No tengo la menor idea de lo que pudo ocurrir. ¿Una caída accidental que supo aprovechar para confundirme todavía más? ¿O acaso se hirió en el antebrazo deliberadamente para reforzar la verosimilitud de la patraña que pensaba contarme, a fin de evitar que yo sospechase de ella? Imposible averiguarlo.

Es increíble que un plan tan descabellado y chapucero funcionara así de bien. Por ejemplo, si sencillamente se me hubiera ocurrido entrar en el depósito de «mensajes eliminados», allí habría encontrado, con toda probabilidad, los que ella hacía desaparecer de mi bandeja poco tiempo después de que yo los hubiera leído, a fin de aumentar más aún mi desconcierto y mi sensación de impotencia.

Pero no se me ocurrió. O esa sospecha no llegó nunca a abrirse paso hasta la parte iluminada de mi cerebro. Creo que, en algún nivel de mi atribulada conciencia, luchaba con todas las armas a mi alcance para no llegar a certificar lo que de algún modo supe desde el primer momento: que Marta, mi mujer, mi compañera de tantos años, me estaba traicionando y se proponía entregarme, atado de pies y manos, a un destino sombrío y doloroso, un destino lleno de fracaso, privación y amargura. Ni siquiera retrocedió cuando Fule entró en juego. No le importó en absoluto lo que él pudiera hacerme. (Lo que después de todo me ha hecho). No le importaba verme muerto, en otras palabras, si a cambio lograba llevarse un miserable botín de noventa mil euros a una existencia fugitiva y precaria, muy lejos de Las Zalbias.

Y todavía no está claro que no sea realmente la muerte el verdadero e inminente final de mi trayecto. No es nada seguro ese otro futuro agridulce que os he relatado antes, en el que Paula se convierte en mi imprevisto ángel de la guarda, y alivia con sus visitas una interminable y dolorosa espera de la libertad. Podría tratarse más bien de una ilusión fabricada por una mente exhausta y alucinada. Porque lo cierto es que mi vida pende todavía de un hilo viscoso e increíblemente delgado que ya ha alcanzado una longitud inverosímil. Todo es muy dudoso e imprevisible. Trato de luchar todavía contra un deseo creciente de abandonarme a una paz definitiva.

No puedo evitar contemplar mi propia vida (y tal vez la vida en general) con una especie de displicente ironía. Noto que se apodera de mí la sensación de haber tenido bastante. Es una abrumadora indiferencia ante todo lo que este mundo pudiera llegar a ofrecerme. Me cuesta explicarlo. La suerte de Marta, por ejemplo, no sólo no me importa, casi me atrevería a decir que me complace. ¿Podéis creerlo? Apenas le guardo rencor, ya que en realidad no me siento concernido por sus acciones, sino que las contemplo con una indolente y desganada sonrisa. Es como si habláramos de una persona que vivió en una época muy lejana. Una persona cuya existencia, reflejada en crónicas muy imprecisas, me inspirase algún tipo de vago cariño. ¿Dónde estará ahora? No me interesa mucho, qué queréis que os diga. Da la impresión, ciertamente, de que la peligrosa jugada le ha salido mejor de lo que ella pudiera haber calculado. Y le habrá salido especialmente bien si yo muero en las próximas horas. Daos cuenta de que para la policía sigo siendo el principal sospechoso del asesinato de Ángel. La cosa estará bien clara para ellos: un asunto de venganzas cruzadas entre pequeños traficantes. Por otra parte, el palo en el Versalles nos salió bordado, así que no parece nada probable que nos relacionen a Fule o a mí con aquello. Y únicamente en el caso de que ese psicópata hable, podrían relacionarla a ella con el dinero.

Pero no tiene mucho sentido que lo haga, ni siquiera si llegasen a detenerlo por haberme metido una bala en la espalda, cerca de la paletilla derecha. ¿Para qué sumar otro cargo a la acusación? No…, no parece nada imposible que Marta termine ganando esta partida. Eso es algo que suele ocurrir cuando las cosas no se calculan con demasiado detalle, cuando se actúa de modo intuitivo y a la vez con gran determinación y astucia. A la vida le gusta premiar esa actitud. ¿No había un dicho latino que reflejaba esto más o menos? «Audentes…». En fin, tampoco los dichos latinos me interesan demasiado. No sé qué más podría contaros, la verdad, excepto lo que Fule tenía contra el serbio. Puede que sintáis alguna curiosidad al respecto. Una vez más, será Paula en otra de nuestras conversaciones carcelarias quien me explique los motivos de mi sádico camarada para ensañarse de aquel modo con su víctima. (Lamento ahora, por cierto, en medio de esta negligente agonía, no haber intentado hacer algo para evitar ese horror). Cuando el sábado entramos juntos en el Versalles por primera vez, con nuestras armas y las caretas, esa no era realmente la primera vez para los dos. Fule había estado allí antes. Por lo visto, recién abierto el lupanar, lo visitó con un amigo para montárselo con una de las chicas. Pero sucede que entre las varias y penosas consecuencias de la diabetes en los varones figura precisamente la impotencia ocasional. Al parecer, la chica no se rio por un supuesto gatillazo, el cual no llegó siquiera a producirse. Lo que me contó Paula —siempre atenta a todos los rumores de Las Zalbias— fue que la joven prostituta ucraniana bromeó por el hecho de que Fule recurriese a la Viagra, siendo aún tan joven, para tener sexo con ella. Eso fue lo que lo puso furioso. La golpeó varias veces en la cara y la arrastró por el suelo, tirando de sus cabellos. La muchacha gritó y pidió ayuda, como es lógico. Parece que entonces se presentaron allí el serbio y el dueño del prostíbulo. «Encárgate de que no olvide lo que les pasa a los que maltratan a una de nuestras chicas» fueron las escuetas pero suficientemente precisas instrucciones que brotaron como cuchillas de los labios del segundo hombre. El serbio salió a buscar al amigo de Fule (Paula ignora de quién se trataba) y a varias de las ucranianas para que hicieran de improvisado público en la humillante función que iba a tener lugar. Nadie sabe en qué consistió el castigo exactamente, porque a ese tal amigo lo dejaron fuera antes de cerrar la puerta, pero cuentan que se oyeron risas allí adentro, mezcladas con las súplicas y los gritos de desesperación de Dani el Fule. Luego no faltaría quien asegurase en el pueblo que lo habían violado, aunque esto probablemente no sea más que pura y maliciosa especulación.

Claro que, por otro lado, toda esta peripecia que os acabo de relatar, al igual que otros episodios, tal vez sea tan sólo el producto de una fantasía que se derrama en sus horas finales, formando caprichosas guirnaldas de sucesos inventados sin apenas relación con el mundo real. (Me pregunto ahora, por ejemplo, si de verdad el padre Marina estuvo el sábado en casa de mi madre reparando nuestro viejo tractor… ¿No os parece esto algo descabellado? ¿Col lombarda en septiembre? Dudo que pueda fiarme del todo de mi cerebro, especialmente en estas circunstancias).

No, no soy en absoluto capaz de predecir con exactitud mi destino. Puede que en realidad dependa de vosotros, seáis quienes seáis. Desde aquí no distingo vuestros rasgos. Sólo aprecio siluetas. Y como os acabo de decir, la curiosidad, que tiene tanto que ver con el impulso de vivir, empieza a abandonarme. Pero ya que asistís a esta agonía, ya que de algún modo contempláis el lamentable estado de mi cuerpo que lucha a brazo partido con la muerte en esta cama de hospital, latido a latido, permitidme una pequeña advertencia. Y espero que no la consideréis demasiado solemne o pretenciosa. Será mi primer y mi último consejo para vosotros, los desconocidos que me acompañáis en esta hora extraña. Escoged bien vuestro camino. Pensad. Pensad despacio en lo que sois y en lo que os proponéis. Podéis transformaros en seres dispuestos a un sacrificio sin brillo ni épica, por un ideal sublime pero del todo ajeno a este mundo. También es posible que os convirtáis con el tiempo en esclavos resentidos y pusilánimes, de esos que arrastran sus vidas hasta un agujero infecto y las arrojan allí con gran desprecio, como el que se libra de un montón de basura, sin esperanza ni deseo de redención alguna. Pero si elegís ser bellos e ingrávidos, tan inocentes de todo como los ángeles caídos, sabed que nada frenará vuestro vuelo, nada impedirá vuestro destino. Porque la primera regla del juego, la primera ley del universo, anterior y posterior a la ciencia, consiste en que los muertos no pueden prevenir de nada a los vivos.