Viernes

Pero si mantienes los ojos lo bastante abiertos desde el principio nada te parecerá demasiado increíble como para que llegues a creerlo, porque nada puede ser mucho más extraño que el simple hecho de estar vivo. Eso es precisamente lo que procuro hacer en este momento: mantener los ojos abiertos. Mantenerlos abiertos por mucho esfuerzo que requiera. Mantenerlos abiertos incluso cuando los tengo irremediablemente cerrados desde hace ya varias horas.

Si algo he aprendido en mis treinta y siete años de vida, y especialmente en los últimos tres días, es que no hay suceso tan inverosímil o improbable como para que no tenga lugar en este mundo. A menudo vamos por ahí suponiendo que somos halcones que planean majestuosamente sobre el paisaje, vigilándolo todo desde nuestra gran altura. No caemos en la cuenta de lo que realmente somos hasta que recibimos una violenta acometida desde lo alto y notamos unas garras que se hunden en nuestra carne tierna, recubierta por un plumaje blanco y delicado.

Esa es la verdad: cualquier cosa, lo más increíble o espantoso podría sucederle ahora mismo a cualquiera de vosotros, como de hecho me sucedió a mí; sin avisos ni explicaciones, sin preparaciones ni augurios. Y esta advertencia —¿sabéis?— no proviene de una mente ilustre, de algo que haya leído. No os lo digo porque alguien venerable, alguien (imaginemos) con una larga barba gris, una túnica blanca y un puñado de arroz apretado en una mano, sentado junto a una bonita cascada en el umbral de una gruta, me lo haya revelado. Nada de anacoretas, ni de filosofía. Se trata de experiencia. De lo que me ha pasado. De lo que empezó a pasarme exactamente el viernes por la mañana cuando abrí mi cuenta de correo y encontré allí un e-mail sorpresivo de un amigo que estaba ya en vías de dejar de serlo:

«Te espero en la nave dentro de una hora. Ven tú solo. No intentes llamarme al móvil porque me temo que no contestaré. Es necesario que nos veamos cuanto antes. Ha ocurrido algo y tenemos que hablar. Es grave y es urgente. Te lo explicaré en cuanto llegues».

Ese amigo se llamaba Ángel Bru. Lo más extraño de la situación era el hecho de que nos hubiéramos visto hacía sólo unas horas. La noche anterior, precisamente. En El Fresno, un local a las afueras de Las Zalbias, la población marítima en la que vivimos y en la que nos hemos criado juntos. Una pregunta que me hice de inmediato fue qué podría haber sucedido entre nuestra conversación nocturna y lo poco que había transcurrido de aquella mañana para que sintiera la necesidad urgente de verme otra vez. Miré el reloj en el ángulo inferior de la pantalla. Apenas eran las 9:40. ¿Qué podía haber pasado? ¿No había quedado ya todo bastante claro?

—Pensaba que lo habíais dejado todo claro… anoche.

Me gustan los gestos soñolientos y despreocupados de Marta. Me gustan sus modales burdos y hasta sus tics groseros. Me gusta ese modo de acercarse a mí contoneándose y rascándose una nalga por debajo de esa camiseta blanca con la cara de Shrek con la que suele dormir.

Acabo de explicarle el contenido del mensaje, nada más oírla expresar su curiosidad desde el pasillo. Ahora me vuelvo, y es entonces cuando la veo entrar en el cuarto del ordenador. Se le ven las bragas por debajo de la camiseta mientras se rasca el trasero. Me pone una mano en el hombro y le da un sorbo a su tazón de café con leche de soja mientras mira hacia la pantalla. Se ha levantado temprano esta mañana y ha debido de estar trajinando por la casa. O eso me había parecido antes, porque algún ruido me ha sacado un instante del sueño, según lo recuerdo. O creo recordarlo.

Marta siempre me ha gustado más despeinada y sin maquillaje: el contraste violento de su feminidad indeclinable y su desdeñosa grosería. Su melena suelta y ensortijada, con anillos y bucles de caoba de todos los tamaños, enredándose, precipitándose sobre sus hombros de porcelana.

—Yo también. También creía que estaba claro.

Marta me ha dado un beso en la nuca y un mordisquito en la oreja.

—¿Qué piensas hacer? ¿Vas a ir?

Yo cierro mi cuenta de correo y me meto en el buscador para ver noticias.

—Claro que voy a ir —respondo sin mirarla—. Tengo que ir… a ver qué quieres que haga. Tendré que saber lo que busca este ahora… Tengo que vigilarlo, ¿no?

Ella no dice nada. Simplemente se aleja por el pasillo, hacia la cocina.

«Vaya mierda», pienso entonces, mirando las noticias sin prestarles atención, excepto a no sé qué insólita teoría de Hugo Chávez sobre el origen de su cáncer. «Vaya mierda», insisto, pero ya no sólo mentalmente, sino mascullando las palabras con un mínimo soplo, una burbuja de aire apenas tallada por la lengua y los dientes.

Me levanto dejando el PC encendido y me asomo a la cocina, donde Marta está desayunando.

—¿No has tomado nada? —me pregunta, risueña. Tiene una galleta de canela entre los dedos índice y pulgar de su mano izquierda.

—Me he levantado fatal —le explico, llevándome una mano a la boca del estómago—, ahora cuando vuelva, a lo mejor…

—Pero… ¿te vas ya?

—Sí, voy a acercarme al polígono. Me espera en la nave. Ya lo has leído.

Ella asiente en silencio. Giro sobre los talones y voy al dormitorio para vestirme.

* * *

Me sorprende recordarlo todo con tanta precisión. La verdad es que no sé si a esto podemos llamarlo, con propiedad, «recordar». La mañana del viernes era luminosa. No había mucho tráfico. Nuestra vida en Las Zalbias es tranquila, por lo general. Sobre todo en invierno. El pueblo sólo se anima un poco durante la temporada alta de veraneo, pero ya estábamos en septiembre. Muy cerca hay dos o tres urbanizaciones llenas de alemanes y de ingleses. La capital y su medio millón de ruidosos habitantes están a una profiláctica media hora en coche por la autovía. Marta y yo solemos ir allí —a cenar, al cine— una o dos veces al mes, más o menos.

Avancé en paralelo al nuevo paseo marítimo y, al llegar al punto donde el café Arrecife separa el puerto de la playa, giré en la rotonda hacia la plaza Descubridores. Después, alejándome del mar por una calle estrecha y empinada, enfilé hacia las afueras en busca del polígono.

La noche anterior, en El Fresno, Ángel y yo habíamos tenido una conversación algo crispada. Más bien una discusión. Claro que para entender lo que ocurrió la noche del jueves deberíais estar al tanto, por lo menos, de algunos rasgos generales de mi biografía. No hará falta entrar de momento en demasiados detalles. Creo que bastará con explicaros que me he movido durante los últimos años por la línea de sombra que separa una cómoda ilegalidad sin demasiados riesgos del extenuante sol de la rectitud y las buenas obras. Supongo que os podéis hacer una idea. Con veinticinco años cancelé mi breve etapa universitaria. Había trabajado y vivido en la capital desde los veintidós, pero sufrí una crisis personal después de romper con Mercedes, mi novia de entonces. Así que regresé a Las Zalbias y me puse a buscar trabajo.

Fue entonces cuando me hice transportista y recorrí con un tráiler frigorífico la mayor parte de Europa Occidental y del Este. Pero las jornadas al volante perdieron muy pronto el romanticismo con que al principio me habían atraído. Enseguida resultaron realmente agotadoras y solitarias. Las prostitutas, con quienes la mayoría de las veces apenas si intercambiaba alguna palabra, acabaron muy pronto por tener casi todas a mis ojos la misma cara de asco y las mismas ganas de terminar cuanto antes. Llegué a preferir masturbarme sólo en la cabina del camión, o en el hostal de turno, cuando tenía que hacer noche fuera del país. Pasaba semanas enteras lejos del pueblo, lo cual se convirtió en un problema serio para mi incipiente relación con Marta. Así que, antes de cumplir los treinta, permití que Ángel, siempre tan atento, me introdujera en el mucho más atractivo y lucrativo mundo del tráfico de éxtasis y cocaína. Celebramos juntos la llegada del nuevo siglo nadando en una abundancia que entonces parecía inagotable. Todo el mundo tenía dinero y, desde luego, todo el mundo esnifaba. Los que más, sin ninguna duda, los políticos. Los cargos consistoriales de Las Zalbias y sus alrededores. Nuestra pequeña ciudad estaba dejando de ser tan pequeña a marchas forzadas. De hecho ya había alcanzado los treinta mil habitantes y seguía creciendo a un ritmo vertiginoso, sin presentar el menor indicio de moderar o racionalizar tan eufórica y hedonista expansión. Cada semana las excavadoras despejaban sin contemplaciones uno o dos kilómetros cuadrados más por los alrededores. Ni siquiera respetaron las salinas de San Juan, de cuya defensa hicieron causa común varios grupos ecologistas y asociaciones vecinales de la zona; los cuales, in extremis, consiguieron salvar algo del bonito humedal cuando obtuvieron, gracias a una desesperada campaña en la prensa, la precaria y provisional calificación de «entorno natural protegido».

En fin…, así estaban las cosas en nuestra comarca, pero no quiero apartarme de mi asunto. El caso es que en la época de las hormigoneras gordas a Ángel y a mí nos iba bastante bien con nuestro supermercado portátil de la droga. Lo teníamos todo bastante controlado. Trabajábamos por zonas, haciendo rotación y dejando en barbecho los lugares más conflictivos o vigilados. Procurábamos vender exclusivamente a través de contactos seguros y no teníamos mayores problemas para esquivar a la policía.

Con la quiebra de Lehman Brothers al otro lado del Atlántico empezó, como todos recordaréis, una penuria imprevista en nuestra templada cuenca mediterránea, y particularmente en nuestra pequeña población costera. Nadie parecía preparado para algo así. Por supuesto, los politoxicómanos de siempre —las poligoneras, los technobakalas— seguían dependiendo de nosotros para su abastecimiento habitual en sus fines de semana de cuatro días. Lo malo era que el dinero ya no circulaba con la facilidad de antes; y, por otra parte, a Ángel y a mí ya nos conocía todo el mundo a esas alturas. También la policía. Era un verdadero milagro que aún no estuviéramos oficialmente fichados. Los búlgaros se encargaban ahora del suministro. Primero habían sido los georgianos, y antes de eso los colombianos.

Pero con los búlgaros la cosa iba de mal en peor. Por nada se volvían locos y le sacaban un ojo a alguno, o le machacaban los dedos en un taller con un martillo de forja a cualquier yonqui desgraciado que no les hubiera pagado a tiempo. A nosotros nos respetaban algo más, sí, por nuestra buena organización, y por nuestros contactos nacionales —hacíamos de intermediarios entre ellos y los camellos—; pero habían empezado a presionarnos para que asumiéramos más riesgos y diéramos cuanto antes salida al speed que llegaba en camiones, mezclado con pulpa de fruta, desde los puertos del sur, y que venía siendo la mercancía más demandada en los últimos tiempos.

Cuando os hablo de «nosotros» no sólo me refiero a Ángel y a mí. Incluyo también a dos amigos más. Fule y Machado. Un par de buenos ejemplares a los que conocíamos desde el instituto: Dani el Fule y Francisco Machado. Así que después de lo de las Torres Gemelas ya éramos una banda de cuatro. Y lo seguimos siendo hasta hace bien poco. Las cosas se complicaron de verdad el último trimestre de 2008.

Marta y yo habíamos hablado muchas veces de tener un hijo, pero no nos decidíamos nunca. El momento siempre era después del próximo verano, o cuando yo encontrara un buen trabajo. Teníamos la vista puesta en un ubérrimo horizonte de agua y palmeras que reverberaba ante nuestros ojos irritados y noctámbulos con la alucinada intensidad de los espejismos. Lo ves y ya no lo ves. Pero da igual, porque haces como si lo siguieras viendo, como si estuviera siempre ahí delante. En realidad vivíamos al día. Y lo cierto era que en los años buenos ella no se había andado con demasiados remilgos a la hora de disfrutar sin complejos de mis ingresos a cuenta del trapicheo y de la venta al pormenor de toda clase de estupefacientes. Gozábamos de una completa sensación de impunidad. Tened en cuenta que en nuestra cartera de clientes figuraba, por ejemplo, todo un concejal de Urbanismo, e incluso el mismísimo alcalde de un pueblo vecino que venía a correrse sus juergas a Las Zalbias, a modo de mínima concesión al decoro y a la discreción que su cargo y su relativa notoriedad aconsejaban. En 2009 prácticamente ya no teníamos ingresos. Las nuevas autoridades locales, después de los últimos procesos por corrupción —algunos con resonancia nacional—, estaban mucho menos dispuestas a hacer la vista gorda. Empezaron a complicarles la vida a los dueños de los locales con los que colaborábamos y todo se puso cuesta arriba. No es que no hubiera negocio, pero nosotros nos estábamos quedando fuera. Había chicos nuevos que hacían nuestro trabajo por una insignificante fracción de las sustancias con las que traficaban. Ahora Marta y yo vivíamos de lo que ella ganaba como administrativa en una fábrica de lámparas. En julio de 2010 alguien tuvo una gran idea para salir de las apreturas. Creo que fue Machado el que propuso lo de La Caraba. Era un local de playa a unos cincuenta kilómetros al norte, en Longares. Se trataba de llegar allí a última hora un día fuerte y llevarnos la recaudación del fin de semana. Ni más ni menos.

Ocurrió del siguiente modo. Fuimos los cuatro en dos coches, un sábado por la tarde. Estuvimos de copas hasta las tres. Luego seguimos la marcha por nuestra cuenta en la playa. A las siete de la mañana regresamos al local. Teníamos los coches aparcados muy cerca y fue allí donde nos pusimos las caretas. En menos de cinco minutos entrábamos en La Caraba por la puerta de emergencia con un hacha, un machete y una pistola de aire comprimido. Alguien que trabajó en el local el verano anterior le había soplado a Machado que esa era precisamente la hora en que se contaba la recaudación allí, mientras el personal de limpieza hacía su trabajo. Todo fue increíblemente sencillo. Ángel le puso el machete en la garganta a una de las limpiadoras y le dijo al gerente con gran cortesía y tranquilidad que depositara de inmediato, en la bolsa de deportes que habíamos dejado abierta en el suelo, toda la recaudación de aquella noche.

No hará falta decir que el hombre no ofreció ni la más mínima resistencia. Puede que penséis que fantaseo, pero juraría que en un momento dado afloró a sus labios una sonrisa tímida y huidiza como una mariposa. Supongo que sería por los nervios.

Recuerdo esto ahora y casi me parece un cuento de hadas. Regresamos a Las Zalbias por la autovía en menos de veinte minutos, con 17 160 euros en el asiento de atrás, en billetes de 20, 50 y 100 euros. Lo más difícil de todo fue dividir 17 160 entre cuatro.

A pesar de lo bien que salió el palo, le juré a Marta que era la primera y la última vez que me metía en algo parecido. Después de todo, por muy fácil que hubiera sido no valía la pena arriesgarse tanto por poco menos de cinco mil euros. Estaba además la cuestión de la conciencia. Resulta que, al parecer, no soy un completo degenerado. Y había algo extremadamente repugnante para mí en la expresión de pavor que rezumaban los ojos de aquella pobre chica, cuando el filo del cuchillo que Ángel sostenía le estaba rozando la yugular; mientras su jefe, un cincuentón calvo y corpulento con camisa de Gucci que sudaba a chorros, metía grandes fajos de billetes en nuestra bolsa de nailon. Por supuesto, habíamos dejado claro antes de entrar que si las cosas salían mal nos borrábamos sin herir a nadie; pero ¿alguien puede responder enteramente de sí mismo (y mucho menos, claro, de la conducta de otro) en un momento de tensión extrema? ¿Qué habría pasado, por ejemplo, si la chica hubiera intentado zafarse? Yo nunca he confiado del todo en Ángel, para ser sincero. (Ahora sí, ahora confío).

Pero como seguramente ya sabéis, la mala vida se parece a unas escaleras mecánicas trucadas. Cuando ves que te has equivocado y que te llevan directo al sótano, y quieres rectificar, compruebas que los peldaños se deslizan hacia abajo más deprisa cuanto más rápido intentas remontarlos. Despidieron a Marta de la fábrica de lámparas en enero de 2011. Tuvimos que empezar a tirar de ahorros. Vendimos el cuatro por cuatro y compramos un utilitario. Apenas nos llegaba para el alquiler y encontrar trabajo era ya una verdadera quimera. Incluso dejé un currículo en la empresa de transportes en la que había trabajado años atrás, pero llegó la primavera, luego el verano, y el móvil seguía sin sonar. Ahora los peldaños se deslizaban bajo mis pies a vertiginosa velocidad. Y fue entonces cuando a Ángel, siempre oportuno, se le ocurrió lo del palo en el Versalles. Ese local de tan refinado nombre no era en realidad más que un prostíbulo masificado que un paleto de la zona —uno de esos agricultores que había hecho dinero especulando con sus terrenos durante los años de esplendor— acababa de poner a funcionar junto a la autovía. Lo había llenado de rusas y ucranianas y (siempre según Ángel) apenas lo había dotado de medidas de seguridad.

—Tiene a un negrazo y a un serbio que le ayudan a manejar a las chicas —me había explicado—, pero todavía no ha instalado la alarma ni el circuito cerrado de vídeo, aunque el local funciona desde hace ya dos meses. El muy gilipollas saca noventa mil entre viernes y domingo y todavía está buscando a una empresa de seguridad que le haga un precio mejor. Tú ya sabes cómo son estos cerdos…

Por supuesto que sí, desde luego que yo sabía cómo eran esos cerdos, pero le dije a Ángel que no quería participar en el asunto de todos modos. Eso fue a finales de agosto; sin embargo a primeros de septiembre había cambiado de opinión, después de una larga y tensa conversación con Marta. Entonces fui yo quien volvió a sacar el tema. Y en cambio ahora era él quien no parecía ya tan convencido: «Habrá que ver si el negocio sigue en las mismas condiciones…». La respuesta afirmativa me llegó apenas la semana pasada. El martes, concretamente. Pero cuando oí su voz por teléfono («Bueno, qué… ¿lo hacemos o no?»), mi angustia retentó con una fuerza abrumadora y le pedí que me diera un par de días para tomar una decisión definitiva. Desde luego, noventa mil euros entre dos suponía una cantidad redonda y extremadamente fácil de repartir, pero si nos pillaban pasaría muchos años encerrado con una compañía muy poco deseable.

Comprensiblemente, fue el hecho de haber corrido el riesgo de llevar a cabo algunas averiguaciones con gente vinculada al Versalles lo que más contribuyó a que mi amigo realmente se enfureciera conmigo cuando el jueves por la noche, en El Fresno, intenté explicarle por qué había cambiado de opinión una vez más y ahora mi negativa era ya del todo firme.

—Lo siento. Sé que esto ha estado muy mal. Mira… Ángel, no puedo hacerlo. Lo he pensado despacio y no sirvo. Cuando lo de La Caraba ya estuve a punto de rajarme, ¿te acuerdas? No sirvo, chico… qué quieres que te diga.

—¿Y me lo dices ahora? ¿Sabes lo que he tenido que hacer para enterarme de que el local sigue sin medidas de seguridad? ¿Sabes con cuánta gente he tenido que hablar? ¿Tienes idea de lo que he tenido que mover, gilipollas? Y todo para que ahora me digas otra vez que no…

Se largó de El Fresno con las orejas rojas después de haberme escupido en lo que quedaba de la pinta de Guinness que me estaba tomando. Había un grupo de chicas en una mesa cercana. Entre ellas, una amiga de Machado. Sospecho que también nos vieron discutir el camarero y un par de tíos que llevaban un rato apalancados en la barra.

Y la cosa no había terminado. Marta, que estaba dispuesta a apoyarme —según me había anunciado el fin de semana anterior—, decidiera lo que decidiese, pareció también defraudada por aquel nuevo y violento giro de mi conciencia. Cuando volví a casa (incluso antes de contarle cómo había ido mi conversación con Ángel, y fue esto precisamente lo que más me sorprendió) la encontré extrañamente hosca y desencajada. Se estaba cambiando en nuestro cuarto. Parecía de mal humor. También había salido, y probablemente no llevaba mucho tiempo allí. Al contarle lo ocurrido su reacción fue cáustica, cargada de una hostilidad llamativamente discordante del tono melifluo que venía empleando en las últimas semanas, después de haber dejado atrás nuestra última crisis, desencadenada por su despido y por los apuros económicos que sufríamos.

—¿Sabes lo que yo creo? —me dijo con un rictus de auténtico desprecio—. Que no tienes carácter… Me parece muy bien tu decisión, pero ¿por qué no la tomaste desde el principio? ¿Por qué te rajas ahora? ¿Te imaginas cómo te está viendo él? Aunque la verdad es que no creo que sea mucho mejor que tú…

En ciertas hagiografías y cuentos infantiles, cuando el protagonista toma la decisión correcta, y se decide por eso que llamamos el «buen camino» o «la senda del bien», experimenta un gran alivio interior. Pasé las siguientes dos horas preguntándome por qué ciertas hagiografías y cuentos infantiles están completamente trufados de mentiras y gilipolleces. Yo no sentía ningún alivio, sino la penosa sospecha de estar despreciando cuarenta y cinco mil fáciles euros a la vez que pisoteaba mi propia imagen ante mi novia y uno de mis mejores amigos. Todo de lo más lamentable. Y al día siguiente, además, ni siquiera sería capaz de levantarme temprano para ir a la capital a desperdigar currículos en polígonos y centros comerciales. Eran ya las dos y media de la madrugada e iba por la tercera lata de cerveza. Llevaba una hora larga bebiendo y fumando a solas en la pequeña terraza trasera de nuestro adosado, entre la lavadora y el tendedero, bajo el resplandor urticante de un enjambre de estrellas mezquinas. Parecía que cuchicheaban allá arriba, burlándose de mis miserias.

Entonces ocurrió algo completamente inesperado. Yo pensaba que Marta llevaba algún tiempo acostada, cuando oí detrás de mí el ruido característico de la abigarrada cortina de canutillos de plástico que separa la terraza de la cocina. Escuché sus felinas pisadas, pero no me volví. No quería que notase la zozobra en mi semblante, la patética irritación de mis ojos. Entonces me susurró unas conciliadoras palabras al oído, masajeándome a la vez el cuello y los hombros con las dos manos:

—Perdona, estoy nerviosa. Perdóname por lo que te he dicho antes. Saldremos de esto de otra manera. No quiero que te arriesgues, ¿sabes? Ya te dije que estaría a tu lado y que aceptaría tu decisión, la que fuese… Y si es esto… pues vale, me parece bien. Lo que pasa… lo que pasa es que me ha pillado un poco por sorpresa. No sé… parecías tan decidido…

Me sentí inmediatamente aliviado por aquel cambio en su actitud. Si Marta y yo seguíamos remando juntos, no importaba demasiado en qué dirección, había alguna probabilidad todavía de conferir a mi peregrinaje en el mundo algún tipo de significado. Era cuestión de buscar entre los dos un nuevo rumbo.

—Es verdad…, tienes razón. Sí, estaba decidido —confirmé, al mismo tiempo que retenía sus manos suavemente con las mías a la altura de mis clavículas—. Casi del todo decidido. Pero de pronto, ayer… hace un par de días… he tenido una sensación extraña. Como un presentimiento o algo así. ¿Lo puedes comprender?

—Claro —dijo ella, suspirando e inclinándose para besarme en la sien—, claro que te entiendo, cariño. No te preocupes. Ya saldremos de todo esto de otra forma. No quiero que tengamos que hacer el amor una vez al mes y con un funcionario de prisiones mirando el reloj al otro lado de la puerta…

Ella tenía razón. No queríamos eso. Y de hecho no se me habría ocurrido una manera más directa y gráfica de explicar lo que yo no quería en absoluto; es decir, aquello que me disuadía de participar en el atraco planeado y propuesto por mi amigo Ángel. No valía la pena arriesgarse por una cantidad, desde luego sustanciosa, pero que tampoco alcanzaría a solucionar definitivamente nuestra vida ni mucho menos. Así que el mundo ahora volvía a estar en orden para mí. El orden relativo y miserable en el que llevábamos sobreviviendo los últimos años.

Volvimos juntos al interior de la casa y cerramos la puerta de la cocina que daba acceso a nuestra pequeña terraza trasera. Noté algo de acidez por culpa de la cerveza. Me serví un vaso de leche y me lo tomé casi a oscuras. Apenas contaba con el escaso resplandor que llegaba del exterior. Dejé el vaso en el fregadero. Busqué a Marta. Había puesto la televisión y estaba tumbada en el tresillo con una pierna en alto, apoyada en el respaldo. Sólo llevaba una camiseta y unas bragas azules. «¿No te acuestas?», la interrogué. «Todavía no tengo sueño —dijo—, estoy nerviosa. Acuéstate tú…».

Le hice caso. Estaba rendido y bastante borracho. Me acosté y dormí de un tirón. Me sumí en un sueño espeso, secreto y convulso como el magma que fluye bajo la corteza de la tierra, hasta que un ruido me devolvió por un momento a la consciencia. Sin mirar el reloj, me di cuenta de que era demasiado temprano y volví a dormirme. Ya no me desperté otra vez hasta pasadas las nueve, y fue entonces cuando me levanté.

Encontré a Marta en la cocina preparándose un café. Sobre la encimera había un cartón de leche de soja. Me sonrió y me preguntó si había descansado bien. Le contesté con un resoplido y una expresiva caída de párpados. Al pasar por el salón miré el móvil. Fue entonces cuando vi un SMS de Ángel: «Mira tu e-mail». Así que, después de orinar, encendí inmediatamente el PC, sin haber desayunado.

* * *

El viernes por la mañana el polígono está casi muerto. Nada que ver con la actividad de los años anteriores. Parece evidente —pienso esto mientras circulo por él— que la crisis hace estragos en la actividad económica de nuestra comarca.

Aparco donde suelo hacerlo, justo delante de la nave, en batería, frente a la valla metálica que se alza sobre un pequeño muro de bloques de hormigón. La nave pertenece a Ángel. O mejor dicho, estuvo arrendada a su familia durante años, aunque ahora es una nave prácticamente abandonada. Su padre tenía un almacén de frigoríficos allí, pero hace meses que se retiró del negocio. Así que, técnicamente, no tienen derecho a utilizarla, dado que hace ya tiempo que no pagan el alquiler. Sin embargo, como no hay un nuevo inquilino, todavía guardan allí algunas cosas suyas.

Y desde el verano anterior yo tengo también una copia de la llave. Es en la nave (esto sus padres lo ignoran, desde luego) donde escondemos la mayor parte de nuestra propia mercancía y a veces tengo que venir solo. Esa es la razón por la que Ángel me ha hecho una copia. En la medida de lo posible, intento evitar que me vean entrar o salir. Para mí se trata siempre de una maniobra furtiva.

Esa mañana apenas se ve a alguien por los alrededores. A lo lejos, como a unos cien metros, distingo un par de elevadoras cargando un tráiler. No hay de qué preocuparse. Y tampoco queda de todas formas mucho espacio en mi cerebro ahora mismo para otras inquietudes. El extraño mensaje me sigue intrigando y es lo único en lo que puedo pensar. No necesito abrir el portalón metálico, sino que accedo por una puerta lateral y subo por las escaleras hacia la oficina del piso superior. Cuando falta ya tan poco para averiguar de una vez de qué se trata, mi curiosidad se vuelve más punzante todavía. ¿Quiere intentar convencerme? ¿Se le ha ocurrido una idea mejor? Lo peor sería que siguiera cabreado y aquello no fuese más que un truco para tomarse algún tipo de revancha por mi deserción. Pero esto último me parece improbable.

Cuando abro la puerta de la oficina, cochambrosa y desvencijada, encuentro una respuesta brutal a mis preguntas. Una respuesta que no es una respuesta, sino en realidad una nueva pregunta descabellada, absurda. Ángel me está esperando sentado en el viejo sofá de tres plazas de cuero marrón que hay en la recepción, delante del despacho acristalado en el que trabajaba su padre. Claro que Ángel ya no es Ángel. Ahora es sólo una especie de guiñapo, un muñeco rubio, grande (mi amigo es muy corpulento) y roto que mira el aparato de aire acondicionado instalado sobre la ventana con unos ojos ridículamente sorprendidos; en ellos ha cristalizado el espanto final provocado por una detonación que casi reverbera todavía. En la frente, sobre el ojo derecho, tiene un gran boquete del tamaño de la circunferencia de un vaso mediano, aunque de bordes irregulares. La bala —porque es evidente que se trata de un balazo— ha causado un gran destrozo y de ese agujero ha rebosado, o acaso sigue rezumando imperceptiblemente, cierta viscosidad marrón un poco más consistente que la sangre. Esta última aparece coagulada alrededor de la tremenda herida. También hay sangre seca, negruzca, en la nariz y en todo ese lado derecho de la cara, hasta el lóbulo de la oreja. En el respaldo del sillón distingo unos minúsculos pegotes de algo que podrían ser trozos de hueso, probablemente desprendidos de la herida de salida en el occipucio.

Y mucha más sangre (¡mucha más!) de aspecto brillante, todavía líquida, tanto en su ropa como en el brazo del sillón, e incluso en el suelo. Y recuerdo en ese instante una frase leída apenas media hora antes en casa. Y siento el mortal escalofrío provocado por una burla increíblemente maligna:

«No intentes llamarme al móvil porque me temo que no contestaré».

* * *

Marta me sonrió al verme entrar, pero mi expresión borró inmediatamente su alegría como un baldazo de agua apagaría un pabilo recién encendido.

—¿Has estado en la nave?

Yo era incapaz de hablar. Literalmente. Intentaba hablar y no podía. Así que ella insistió, ya visiblemente alarmada.

—¿Lo has visto? ¿Has visto a Ángel? Por favor, Pablo…, dime lo que pasa. Dímelo…

Tuve que sentarme. Y entonces por fin logré articular algo:

—Está muerto.

Por supuesto ella no podía entenderlo ni asimilarlo. Había empezado a sonreír otra vez, como si esperase aún que descubriera mi juego, que todo quedara en una broma. Entonces fui yo quien sintió el impulso de reír. Tuve que hacer un esfuerzo para dominarme. Intenté aclarar lo ocurrido con lo que quedaba de mi voz, es decir, un extraño gorjeo que apenas si podía forzar a salir de mi garganta:

—Le han pegado un tiro.

Al oír esto, Marta perdió los nervios. Empezó a mover negativamente la cabeza, al mismo tiempo que enmarcaba mi rostro con sus dos manos, y luego lo aprisionaba cada vez más fuerte. Me apretaba las mandíbulas hasta casi hacerme daño, como si se propusiera exprimir mi cara para extraer de ella una verdad más aceptable. Y yo, mientras tanto, seguía luchando para contener una risa nerviosa con la que sólo conseguiría (me daba muy buena cuenta de esto) poner las cosas aún peor.

Y fue entonces cuando Marta se echó a llorar, y empezó a decir histéricamente que yo lo había matado, que era yo quien había disparado contra Ángel.

—¡Dime por qué has hecho esto! —gritaba fuera de sí, apretándome las mejillas cada vez más—. ¡Tú lo has matado! ¡Tú le has disparado!

Aferré con fuerza sus muñecas y la obligué a quitarme las manos de encima.

—¡Cállate! —grité a punto de perder el control—. ¡Te digo que te calles! Yo no he matado a nadie… Yo no he disparado a nadie. No vuelvas a decir eso. No vuelvas a decirlo nunca. Que no se te ocurra repetirlo, ¿me entiendes? Cuando he llegado a la nave, lo he encontrado muerto en la oficina. ¿Lo entiendes ahora? Te digo que ya estaba muerto. ¡Alguien ha ido allí antes que yo y le ha disparado! ¿Vale?

Marta seguía llorando, pero al menos ahora parecía estar haciendo un esfuerzo por dominarse. Cuando finalmente consiguió serenarse un poco, tomó mis manos y —después de sorberse los mocos— con una voz algo más templada me preguntó:

—¿Te ha visto alguien?

—Creo que no… —respondí, mientras me levantaba y me dirigía al pladur en busca de un paquete de tabaco. Normalmente sólo fumo los fines de semana, pero en aquel momento sentía la necesidad irresistible de encenderme un cigarro cuanto antes. Al menos, Marta parecía volver a ser dueña de sí misma. Recogió unos papeles y sobres que había en la mesa auxiliar de cristal del comedor y se puso a mirarlos y a clasificarlos, apartando algunos y convirtiendo otros en pequeñas pelotas de papel que iba depositando a su lado en el tresillo.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó, interrumpiendo de pronto aquella extemporánea tarea.

—De momento nada. ¿Qué puedo hacer?

—Podríamos intentar entender lo que ha pasado —dijo ella, muy juiciosamente.

Le di una calada al cigarro y traté de poner los hechos en orden en voz alta.

—Ayer hablé con Ángel y le dije que no contara conmigo para ese palo en el Versalles. Se puso furioso y se largó de El Fresno después de escupir en mi cerveza. Esta mañana me levanto y veo un SMS en mi móvil. Es un mensaje de Ángel, para avisarme de que tengo otro en el correo electrónico. Enciendo el ordenador y leo el otro mensaje. Me cita en la nave. Voy al polígono y subo a la oficina, pero no puedo hablar con Ángel porque alguien le ha pegado un tiro…

Marta me miraba con la boca entreabierta. En ese instante me pareció que había algo maternal en su expresión. Sí, era una madre escuchando las explicaciones de un hijo díscolo, travieso, que ya le ha contado antes demasiadas mentiras. Sin embargo, parecía dispuesta a aceptar mi versión de los hechos.

—Vale… bueno… ¿Pero quién?

Por supuesto que esa era la pregunta: quién. Y a los dos se nos ocurrió exactamente la misma idea.

—Machado —dijo ella.

—O Fule —apunté yo.

No había otra posibilidad. Estaba claro. Uno de esos dos debía de ser el asesino de Ángel. ¿Pero cuál de ellos? ¿Quién era el que tenía un motivo? Ninguno de los dos, a primera vista. A no ser…

—Los dos sabían lo del Versalles, pero ninguno había querido apuntarse. Sé que Ángel se lo dijo a Machado. Creo que se lo propuso antes que a mí, incluso, pero le soltó un no rotundo. Tiene un trabajo legal ahora, ya lo sabes. En la capital. Y con Fule el que habló fui yo hace poco. Un par de semanas o así. Para tantearlo más que nada. Para ver si se apuntaría a un golpe como ese.

Lo cierto era que hacía tiempo que los cuatro habíamos tomado direcciones diferentes. Los únicos que seguíamos trapicheando con droga, aunque a una escala mucho menor que en los viejos y buenos tiempos, éramos Ángel y yo. A Machado y al Fule los veíamos muy de vez en cuando. Ya nada era igual que antes en Las Zalbias. Nosotros también habíamos cambiado. Comenzaban a imponerse la frialdad y la desconfianza. El grupo estaba en lento pero constante proceso de desintegración.

—¿Y cómo puede alguno de esos dos enviarnos un e-mail desde la dirección de Ángel… desde su cuenta de correo?

Lo que Marta acababa de plantear en voz alta era algo que yo también me estaba preguntando en ese momento. Pero había otro interrogante más urgente en mi opinión:

—¿Y para qué? Porque esa es la cuestión principal. ¿Para qué querían que fuera yo a la nave y descubriera el cadáver? ¿Por qué quiere, el que sea que lo haya escrito, que yo vaya allí… y vea…? ¿Qué espera? ¿Que llame a la policía? ¿Debería llamar?

Ella me miraba ahora rodeada de pequeñas pelotas de papel, desde el sofá de tres plazas cubierto con una funda blanca y azul estampada con veleros y delfines, sin despegar los labios, con los ojos muy abiertos, sin parpadeo. No parecía tener la respuesta a ninguna de esas cuestiones. Entonces, apenas segundos después de haber mencionado a la policía, una especie de gong que sonó en mi interior me puso en un estado de alerta extrema y me impulsó en una dirección específica. Fue un presagio repentino. Había algo —comprendí de pronto— que debía hacer de inmediato.

Sin explicarle nada a Marta abandoné el salón y me dirigí a la habitación donde tenemos el ordenador. Todavía estaba encendido. Moví el ratón con violencia para eliminar el protector de pantalla y desvelar los iconos de mi escritorio sobre su fondo fijo de prado y cielo azul. Tecleé apresuradamente la contraseña para acceder a mi cuenta de correo. El presentimiento que me había llevado hasta allí resultó certero. Tenía un nuevo mensaje, en efecto. Marta me había seguido y estaba ahora mirando por encima de mi hombro. Se cernía por detrás de mí sobre la pantalla, apoyando el codo en el respaldo de la silla. Podía notar su respiración angustiada muy cerca de mi oído.

«Estoy muerto, ya lo sé. Tú me has metido una bala en la cabeza esta mañana. Me has disparado con tu arma preferida, la que sueles utilizar cuando hacemos prácticas en la playa de la Torre Derribada. Tus huellas están ahí: en la Hammerli SP20 que he escondido cerca de la nave, en un lugar adecuado para que la encuentre la policía.

»Habrás visto que mi mensaje anterior ya se ha borrado de tu bandeja, y pronto desaparecerá también este. No vale la pena que pierdas el tiempo intentando averiguar cómo lo hago. La situación está así: probablemente no encuentren mi cuerpo hasta el lunes, contamos los dos con ese margen. Y mañana tú atracarás el Versalles, como habíamos planeado juntos. Tienes los datos que necesitas. Si lo haces bien, podrás quedarte con la tercera parte del botín. El domingo te diré dónde está escondida el arma. Es verdad que ambos corremos un riesgo. Eso no es una novedad, ¿verdad? Cuando entiendas lo que ha ocurrido yo estaré lejos. No te preocupes: cumpliré mi parte del trato, porque no quiero que me persigas o me denuncies. Puede que la policía sospeche de ti, por mi asesinato o por el robo, es cierto, pero sin el arma y sin testigos no será fácil acusarte de lo más grave. Piénsalo deprisa. Si sigues las instrucciones, al menos tienes una oportunidad. Recuerda que nos han visto discutir. Lamento decirlo, pero en este momento eres el principal sospechoso de lo mío. Así que no tienes opción, creo. El domingo por la mañana te diré cuál es el escondite del arma y lo que tienes que hacer con el dinero».

Me volví hacia Marta y la interrogué con los ojos, pero ella no me miraba a mí; seguía con la vista fija en la pantalla, aunque sin duda ya le habría dado tiempo de sobra a leer aquel nuevo mensaje no excesivamente largo.

—¿Qué piensas? —me atreví a susurrar. Ella no respondió enseguida. Me miraba con una expresión en la que cabía todo (ira y compasión, perplejidad y reproche) inestablemente mezclado y condensado en su rostro.

—Creo que uno de los dos quiere ganar noventa mil euros a tu costa.

Desde luego esa era la conclusión más evidente. Machado o el Fule pretendían que yo diera el palo para quedarse luego con el botín.

—O los dos —apunté, mientras salía de mi cuenta de correo. Marta asintió—. Pero hay otra cosa muy importante: Ángel está muerto. ¿Por qué lo han matado? ¿Y por qué hablan ahora en su nombre? ¿Qué significa todo esto?

Por supuesto, Marta tampoco podía responder a ninguna de esas preguntas. Los dos nos habíamos transformado de pronto en un par de verdaderas liebres corriendo en un canódromo, perseguidas por una jauría mecánica, sigilosa.

* * *

La mayoría de nosotros vivimos en un mundo de causas y efectos en serie. He tropezado porque había un boquete en la acera. La baldosa estaba rota. Falso. Esto es sólo un espejismo. La baldosa quebrada no es la causa del tropiezo. Todo lo contrario. Es la necesidad de tropezar la que ha roto la baldosa. Es mi tropiezo lo que hace muy probable que la baldosa estuviera rota. Lo único verdadero y cierto es nuestra caída. Eso es lo que ha existido siempre. Nosotros tropezando es el centro de todo cuanto existe. El tropiezo es en verdad la única causa. Causa absoluta, incausada. Lo demás es puramente contingente. Todo, excepto nuestra caída. Esa es la única necesidad verdadera. Ese fin es lo que resquebraja y destroza retrospectivamente todas las baldosas de todas las ciudades del mundo, lo que abre sus zanjas o deja sus cloacas abiertas.

Llevamos la trampa con nosotros. Yo soy la trampa en la que caigo. Y la oscura, la tenebrosa necesidad de un porqué es el centro de nuestra rebelión. No hay porqué. Las cosas son como son. Quieres saber, para controlar tu destino. Miras alrededor y distingues largas cadenas de sucesos, pero no adviertes que al principio, y a veces también al final, hay siempre un suceso decisivo y gratuito, sin causa ni explicación. Crees que eres un ser libre que opera en un mundo lógicamente ordenado. No. Tú formas parte de una de esas cadenas, sueltas y desconectadas. Y el último eslabón es siempre tu derrumbamiento. Ha sido eso lo que en realidad lo ha desencadenado todo. Hacia atrás. La única causalidad plausible es retroactiva. Desde el principio hasta tu desmoronamiento todo lo que realmente te afecta es, en esencia, accidental, irracional. Sin embargo, si consideras tu caída como absolutamente necesaria, el origen y el fin verdadero, entonces has encontrado un propósito, un sentido. Aunque esto no te consuele demasiado. Pero es que el universo no existe para consolarte a ti. Tenéis razón, dije que no iba a haber aquí especulaciones gratuitas. Dije que no iba a extraviarme en inútiles filosofías, en teorías confusas, o bien demasiado trilladas, demasiado conocidas por todos nosotros. Viejos cachivaches que no nos sirven para nada. Sin embargo no puedo dejar de preguntarme el porqué de las cosas. ¿Podéis vosotros? Y eso mismo, lo sé, fue precisamente el principio de mi necesaria caída.

El viernes a mediodía Marta y yo estábamos intentando entender todavía la cadena de hechos inevitables que nos llevaba directamente hacia nuestra perdición, pero no había ninguna manera de formarla que fuera convincente y que realmente funcionase. Era un día tórrido, típico de finales de septiembre en nuestra región. Preparamos un arroz congelado para comer. Porque había que comer, de todos modos.

—Voy a llamarlo —dije, mirando la pantalla de la televisión que estaba encendida y masticando mecánicamente, sin obtener ningún placer de la comida.

—¿A quién?

Miré a Marta y vi mi propio miedo incrementado, intensificado en sus ojos. Eran pardos sus ojos. Casi verdes. Del color del jerez que tanto nos gustaba. Apenas habíamos bebido jerez aquel verano. Apenas hacíamos ya nada de lo que realmente disfrutáramos. Ni siquiera con nuestros cuerpos. La ansiedad es el demonio. Es el enemigo. No hay otro peor. La felicidad es imposible cuando se tiene miedo. En esas condiciones el amor sólo puede sobrevivir encapsulado, latente, como ciertos organismos en los climas extremos. Esperando una situación más benigna, más propicia para desarrollarse. A menudo me preguntaba si estábamos nosotros así, o habíamos dejado ya atrás el punto de no retorno a partir del cual resultaría imposible la regeneración. Daba igual. En aquel momento no importaba, porque había algo mucho más urgente, mucho más apremiante que resolver. Y éramos aliados forzosos. Estábamos luchando juntos para salir del cenagal en el que nos habíamos extraviado.

—A Fule. Voy a llamar a Fule.

—¿Y si es él? ¿Y si son ellos…? —objetó, visiblemente alarmada.

—Y si son ellos qué —corté de modo tajante sus reticencias—. Qué pasa si son ellos. Mejor que salga todo a la luz. ¿Ha matado Fule a Ángel? No lo creo. En todo caso Machado. Eso me encajaría un poco mejor. Pero no Fule. No me lo creo. Además… da igual. ¿Qué van a hacer ahora? ¿Pegarme un tiro a mí? No me importa correr el riesgo. No aguanto más esta mierda. ¿Qué quieren? ¿Que me coma el marrón del atraco y les dé el dinero? No voy a hacer eso. No estoy loco. No creo que me maten. Y de todas formas…

No sabía lo que estaba diciendo. Me sentía como si estuviera braceando en una gruta llena de murciélagos rabiosos, con la esperanza de mantenerlos así a raya. Eso era lo que hacía, lo que estábamos obligados a hacer los dos ahora: manotear en la oscuridad, espalda contra espalda.

—¿Vas a llamar a Fule? —me interrogó Marta con gesto angustiado.

—Sí. Lo voy a llamar ahora mismo —confirmé, empujando la silla con las corvas y levantándome para buscar mi móvil.

Mi teléfono estaba en el cuarto del ordenador. Volví al comedor tecleando para buscar en la agenda el número de mi camarada. Lo encontré enseguida y pulsé el botón de llamada con decisión, sin darle más vueltas. Que ocurriera cuanto antes lo que tuviera que ocurrir. Esa era la idea predominante en mi cabeza. Esa era, en realidad, la única idea.

No tardó en contestar. Oí la voz de Fule muy pocos segundos después de haber oprimido la diminuta tecla verde.

—Dime… Qué pasa…

Decidí abrir fuego cuanto antes.

—Dime tú lo que pasa.

Entonces le oí reírse con una naturalidad que me pareció difícilmente impostada.

—¿De qué vas? —me interrogó, sin perder el buen humor. Decidí cambiar bruscamente de registro:

—Mira, Fule, ha pasado algo malo. ¿Podemos vernos?

Apenas dudó, tardó muy poco en responder:

—Claro… pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿No vas a decírmelo?

El que dudaba ahora era yo. ¿Se estaba haciendo el tonto? ¿Era eso? Si él estaba metido en lo de Ángel, si incluso era él mismo quien le había disparado, aquel grado de cinismo, de fría malevolencia, me parecía difícilmente compatible con su carácter. Lo consideraba un pusilánime, un débil. Al menos esa era la imagen que yo me había formado de él desde los tiempos del colegio. ¿Cómo imaginarlo matando a alguien?

Fule tenía dos años menos que nosotros. Era el hermano pequeño de Damián, un amigo de Ángel. Damián, en cambio, sí era compañero nuestro de curso. En aquella época a Fule lo tratábamos como a una especie de mascota. Realmente, yo apenas tenía contacto con él. No puedo contar en total más de un par de ocasiones, tres a lo sumo, en que coincidiéramos fuera de la escuela. Recuerdo que Ángel y Damián lo utilizaban de vez en cuando para divertirse, eso sí. Después, cuando tenían un plan de mayor alcance, algo más interesante que hacer, lo apartaban sin contemplaciones.

Una vez Ángel me contó la aparatosa broma de la que Damián había hecho víctima a su hermano menor. Estuvo involucrado también un tal Carlos. El abuelo de este último chico tenía por lo visto una especie de granja cerca de Las Zalbias, en el campo de Longares. En esa zona de tierra productiva, que por entonces los propietarios estaban forrando a marchas forzadas con el plástico de los invernaderos, quedaban todavía algunos pequeños huertos y explotaciones tradicionales. Granjas como la del abuelo de Carlos, localizada no muy lejos de donde yo mismo me había criado. Había que tomar un desvío desde la carretera vieja. Era fácil llegar con las motos. La idea se le había ocurrido a Damián, en vista de la obsesión de su hermano por las historias de extraterrestres. Fule se pasaba el día inspeccionando el cielo y hablando a todo el que le prestara oídos del triángulo de las Bermudas, de la escalofriante abducción del matrimonio Hill o de los cuerpos autopsiados en la base de Roswell.

Yo me enteré de lo que ocurrió semanas después, así que los detalles quedan fuera de mi alcance, pero en resumidas cuentas lo que hicieron fue someter al pobre Fule —no tendría más de doce años en ese momento— a una experiencia verdaderamente aterradora. Por lo que puedo recordar de lo que Damián y Ángel me explicaron más tarde, habían esperado a que se hiciera de noche, procurando alimentar entre tanto con toda la leña posible el vivo fuego de la imaginación de su víctima. Y por fin, cuando ya apenas quedaba luz diurna, para perpetrar un simulacro convincente de «encuentro en la tercera fase» parece que sus compinches —no sé cuántos andarían metidos en aquello— recurrieron a un traje de apicultor que el abuelo de Carlos guardaba en un cobertizo, además de alguna linterna y no sé qué otras cosas de sucedánea virtud paranormal.

El resultado final del montaje fue que Fule terminó defecando en sus pantalones. Al menos eso es lo que triunfalmente me relataron los maliciosos bromistas. No fui testigo de aquello; aunque, para decir toda la verdad, los escuché con bastante envidia. Me habría encantado participar.

Sin embargo, por lo visto la diversión no estaba exenta de riesgos a medio plazo, como quedó patente cuando Fule consiguió vengarse (ya habían transcurrido algunos meses) de al menos dos de los implicados. A Carlos lo denunció a la dirección del colegio por fumar marihuana en el recreo y a otro de los chicos lo convirtió en blanco de una tremenda bomba fétida cuando retozaba con su novia en la parte trasera de la furgoneta de su hermano. Así que no era tan inofensivo este Fule como pudiera suponerse. Y ahora, oyéndolo hablar, oyéndolo manifestar aquella sorpresa tan natural, aquella curiosidad tan comprensible, yo no sabía muy bien a qué atenerme:

—Claro… pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿No vas a decírmelo?

El tono de su voz parecía enteramente normal y espontáneo. No podía apreciar la menor fisura, la más mínima inflexión que me permitiera sospechar una intención oculta o un intento de disimular su verdadero estado emocional.

—Te lo cuento esta tarde. Nos vemos en El Fresno… —miré el reloj del DVD—, en una hora. ¿Puedes?

Me prometió que estaría allí como mucho en hora y media, sobre las cinco o cinco y cuarto. Colgué el teléfono y busqué la mirada de Marta, ansioso por hallar alguna clase de respaldo, pero no había nada de eso, nada reconfortante detrás del velo acuoso de sus ojos —otra vez estaba llorando—, sino una angustia insoslayable e incluso, me pareció, un punto de reproche. Así que le di la espalda sin decirle nada y me dirigí al cuarto del ordenador de nuevo. No sé cuánto tiempo estuve absorto o, más bien, pasmado ante la pantalla, intentando dar con alguna idea en mi cerebro que pudiese remotamente presentar alguna utilidad en aquellas extrañas circunstancias. Pero esto era lo mismo que escudriñar la superficie de Marte intentando dar a simple vista con algún signo de vida.

* * *

Hace unos cinco minutos que Fule ha entrado en El Fresno. Yo ya estaba allí esperándolo. No parece nada preocupado por lo que le pueda contar. Es más bien curiosidad lo que percibo en sus ojos pequeños, inquietos. Mi amigo es un tipo algo esmirriado que recuerda en varios aspectos a un personaje de cartoon. Uno de esos con un repertorio escaso de movimientos mecánicos, a modo de tics, que se suceden recombinados en series cíclicas. Parpadeo rápido, cruce de piernas, balanceo de un pie. Está sentado frente a mí ahora mismo. Ha saludado sonriendo y se ha sentado. Yo he correspondido a su saludo con un escueto «hola» y enseguida ha venido el camarero. Entonces él ha pedido una cerveza. En este momento me mira y se mordisquea la uña del pulgar de la mano derecha. Descruza las piernas. Se toca el pelo. No para. No sabe dominarse. Se lo comen los nervios. Pero todo esto no es nada inhabitual en él.

—Bueno… ¿me lo vas a contar ya? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Para qué querías verme?

El camarero le trae la cerveza. Le falta tiempo: inmediatamente da un par de ávidos tragos. Ahora me mira con sus ojos de comadreja, parpadeando de nuevo varias veces. Está algo excitado, sí, pero no parece preocupado en absoluto. Sonríe y cruza las piernas de nuevo. Impaciente, eso sí, pero no preocupado. Ya no balancea el pie como antes, sino que traza pequeños círculos con él. Una mínima variación. Lleva zapatos deportivos muy ligeros, con cordones. Una mata de pelo muy oscuro y liso cubre generosamente un cráneo más bien oblongo. Definitivamente, no tiene miedo ni sospecha nada malo. Simplemente espera a que yo tome la iniciativa.

—Ángel ha desaparecido. ¿Sabes tú algo?

Imagino que eso debería bastar para hacer que se le desprendiera la careta si estuviese disimulando, pero no aprecio cambio alguno en su expresión. En todo caso, nada que refuerce mi sospecha. Todo lo contrario, ya que el asunto parece hacerle más bien gracia.

—¡Joder! Qué misterioso, ¿no? —dice riendo—. Qué quieres decir… ¿Que no contesta al móvil?

En ese momento me veo obligado a tomar una decisión importante de forma inmediata. Evalúo con rapidez las opciones de que dispongo. Ahora mismo podría replicar: «No, lo que quiero decir es que está muerto. He encontrado su cadáver en la nave con un tiro en la cara. ¿Has sido tú el que le ha disparado?». Sin embargo, me inclino por una nueva maniobra de sondeo, confirmando la suposición de Fule para avanzar un poco más:

—Exacto, no contesta al móvil. Hace un par de días que lo estoy buscando y no aparece por ninguna parte.

En ese mismo instante estamos sentados a una mesa muy próxima a la que habíamos ocupado Ángel y yo la noche pasada. Así que lo de «un par de días» no es más que un ardid, un recurso dramático para subrayar la anomalía de la ausencia de nuestro amigo. Quiero ver cómo reacciona ante esa declaración; pero él se limita a enderezar el cuerpo descruzando las piernas y le da un nuevo sorbo a su jarra de medio litro.

—Ni idea —dice con una diminuta trenza de espuma en su carnoso labio inferior, mientras vuelve a dejar la cerveza en la mesa de madera barnizada—. Es raro, ¿no?

Ahora parece un poco preocupado, pero sigue sin ofrecer la clase de signos de alarma que suelen aflorar en el rostro cuando un caso grave nos concierne directa y personalmente. La impresión que da es más bien la de estar intrigado.

—Eso creo —confirmo—, eso pienso yo… que es muy raro —en realidad estoy mucho más angustiado que él, y seguramente lo acabará notando. Hace rato he pedido un té, pero ya casi no queda nada de líquido en la taza. Y lo que queda se ha enfriado. De todas formas me la acerco a los labios y doy un mínimo sorbo sin dejar de observar a mi camarada. Ahora su semblante resulta inexpresivo, completamente neutro: aséptico. Mientras lo miro, mientras lo examino, noto la sangre moviéndose arriba y abajo y de un lado a otro por mi cuerpo, como el agua de un cubo con el que alguien hubiera tropezado. Me pregunto si soy eso. Me pregunto si soy una especie de recipiente indebidamente colocado en el camino de alguien, un obstáculo que será abatido, derribado, desechado en cuanto no presente utilidad alguna. ¿Quién está jugando conmigo? Hay que decidir. Hay que decidir ahora y está prohibido equivocarse. Él no tiene nada que ver, pienso. No sabe nada. No sabría mentir tan bien. Ni siquiera habría venido si hubiera matado a Ángel. ¿Por qué está aquí? Porque no tiene nada que temer. Porque no oculta nada. Soy yo el único que oculta algo. Soy yo el único que teme algo. Entonces Machado es el asesino. Ya no hay otra posibilidad. Y súbitamente decido internarme por un camino muy peligroso en mi loco deseo, en mi deseo desbocado por escapar del peligro—. Escucha… ya sabes lo del Versalles. Sabes que Ángel y yo planeábamos dar un palo allí, ¿te acuerdas? —Fule asiente y aparta la jarra con cuidado para apoyar los codos en la mesa, receptivo, atento—. El caso es que el otro día hablé con él, pero se echó atrás, ¿vale? Ángel se echó atrás y me dejó colgado. Ahora ha desaparecido. No sé dónde está. Yo no puedo hacerlo solo. ¿Te vendrías conmigo mañana? Ya sé que es precipitado, pero escucha… casi no hay riesgo, te lo aseguro. Allí no tienen sistema de alarma y la vigilancia es mínima. Te digo que es muy fácil… Ángel y yo lo teníamos todo controlado. Hemos hablado con gente que ha pasado por el local, gente de confianza, y nos han dicho que un sábado puede haber noventa mil euros en la caja, o más. No sé por qué este tío se ha rajado. Es un cobarde. No lo entiendo. Pero yo voy a seguir con el plan, si tú me ayudas… ¿Te asocias conmigo?

Le hablo susurrando y gesticulando enfáticamente para transmitirle confianza; pero sé que tampoco soy muy bueno mintiendo y temo que no me salga bien la jugada; aunque parece escucharme con interés. Ha dejado de mirarme a los ojos, sí, pero no de prestar atención a cada palabra que pronuncio mientras se muerde otra vez la uña del pulgar. Está pensando, está decidiendo él también. Y sabe, igual que yo, que un error le puede costar caro. Sigo hablando con él durante diez minutos, o tal vez veinte. Son ya casi las seis y el murmullo del local a nuestro alrededor no ha hecho otra cosa que aumentar. Es una manta de sonido que encubre nuestra charla ilegal, nuestros planes de atraco, nuestra inseguridad de ladrones inexpertos, temerarios, aunque ya no exactamente primerizos. No desde el verano anterior. Entonces, como un premio inesperado a mi insistencia, a mi perseverancia, como un inopinado galardón a mis subestimadas aptitudes persuasivas, ocurre el prodigio, se verifica el milagro:

—Vale. Voy contigo mañana. Voy si repartimos a medias. Y si me aseguras que habrá por lo menos los noventa mil que has dicho. ¿Puedes garantizármelo?

—Claro que te lo puedo garantizar —confirmo, con una voz todo lo sólida que soy capaz de emitir en medio de mi zozobra. Él se disculpa por tener que ir al baño. Esto tampoco supone una novedad. Fule es diabético y tiene que orinar con mucha frecuencia. La idea de robar en un prostíbulo de carretera con la ayuda de un diabético esmirriado que apenas es capaz de controlar sus propios nervios me parece grotesca. Por un segundo me arrepiento de habérselo propuesto, pero sólo por un segundo. Enseguida me aferro a la conclusión de que es la jugada menos mala de que disponía en ese momento. Al menos así me guardo un comodín y podré decidir más tarde.

* * *

Eran las siete y media cuando salimos. Estuvimos una hora larga repasando juntos los detalles, aunque no hubiera muchos detalles que repasar. El plan era sencillo. Consistía en entrar armados y llevarnos el dinero. Lo más difícil fue convencerlo de que Ángel no nos causaría ningún problema, algo de lo que yo no podía estar más persuadido. Explicarle que simplemente se había rajado y que no había ningún gusano escondido en la jugosa manzana del Versalles que yo le había puesto delante de la nariz, eso fue lo más complicado de todo. Me llevó mucho tiempo. En cuanto al atraco en sí, Fule parecía estar completamente de acuerdo conmigo en su facilidad y escaso riesgo. Lo malo era, por supuesto, que el gusano realmente estaba allí. El gusano medía un metro ochenta y algo y presentaba un agujero de bala un poco por encima de un ojo.

En cierto momento llegué a preguntarme si no sería mejor contarle toda la verdad. Deseché enseguida esa ocurrencia, claro. El caso era que alguien tenía en la mano una llave inglesa perfecta para apretarme al máximo cada tornillo. El hecho era que yo había discutido con Ángel, ante varios testigos, en aquel mismo local la noche anterior. Y ahora Ángel estaba muerto. Estaba sentado en el viejo tresillo de la oficina de su padre, en la nave abandonada del antiguo negocio familiar, esperando a que alguien lo descubriera. Cosa que sucedería probablemente el lunes por la mañana. Entonces revisarían las cámaras de seguridad del polígono. Y quizá yo apareciese en alguna grabación, no era nada descabellado ese temor. Además, encontrarían la bala y también el arma. Y allí, por supuesto, estarían mis huellas. Eso no parecía ningún farol.

Machado sabía cuál era la pistola que yo utilizaba siempre que hacíamos prácticas en las salinas, junto a la playa. Machado —ya casi había descartado cualquier otra posibilidad, respecto a la identidad del anónimo chantajista y asesino que utilizaba la cuenta de correo del difunto Ángel—, Machado había tramado un plan simple, eficaz: la única salida para mí era llevar a cabo ese atraco y confiar en que luego él me dijera el escondite de la Hammerli SP20. Seguramente lo haría. Cumpliría su parte del trato para evitar que yo pudiera complicarle la existencia. Más dudoso me parecía que estuviera dispuesto a compartir el botín, aunque tampoco lo descartaba. La cuestión era: ¿por qué había matado a Ángel? Eso, realmente, no tenía ningún sentido. Si quería participar en el negocio, si codiciaba el dinero, habría podido asociarse con él. Así de sencillo. ¿Qué había pasado entre ellos? ¿Qué página me había saltado yo del cuento? ¿Qué porción de la foto estaba velada o en qué parte de la película me había quedado dormido? Faltaba algún tipo de pieza clave, eso seguro, pero no tenía tiempo para buscarla.

Y quien fuera, el que estuviera utilizándome, contaba con eso, por supuesto.

Cuando Fule y yo nos despedimos hasta el día siguiente, en la puerta de El Fresno, todavía no había tomado la decisión irrevocable de seguir las instrucciones dictadas en el último e-mail de Ángel. Aunque hiciera creer lo contrario a mi compinche con toda clase de gestos resolutivos y de fanfarronadas, lo cierto era que únicamente pretendía asegurarme su complicidad por si finalmente claudicaba. Es decir, por si llegaba a la conclusión de que dar el palo en el Versalles era la única o la mejor salida posible. La menos mala, en todo caso.

Volví a casa andando. Cuando llegué serían cerca de las ocho. Deseaba contarle enseguida a Marta las novedades de la conversación en El Fresno. Apenas quedaba luz diurna. El sol estaba ya muy bajo y Las Zalbias se preparaba para una noche tórrida, febril, en el último recodo de un sinuoso (para nosotros, sinuoso) y extenuante verano.

* * *

Pero Marta no estaba allí. Había salido. En realidad me lo había advertido, aunque yo esperaba que a esa hora ya estuviera de vuelta. «Mientras tú hablas con Fule, yo voy a casa de Paula… puede que ella sepa algo». Entonces le pedí que hiciera lo mismo que pensaba hacer yo con el otro. Es decir, le pedí que sondeara a Paula, pero evitando revelarle lo ocurrido; evitando a toda costa contarle lo del «accidente» de nuestro amigo Ángel.

Imagino que convendrá que os ofrezca alguna idea de quién es Paula, considerando que juega un papel después de todo no tan secundario en esta historia. Ella es amiga nuestra casi desde los tiempos del instituto. Amiga de Mariló, la ex de Ángel (estos dos habían roto poco antes del verano, en la misma época en la que nosotros achicábamos agua muy deprisa en nuestra propia relación para evitar un inminente naufragio), e íntima de mi novia. Así que cuando Marta me dijo que pensaba ir a verla no me pareció mala idea. Podía saber algo importante que nos sirviera para salir de nuestro laberinto. Era una posibilidad que no había que pasar por alto.

Cuando oí a Marta entrar en casa, mientras me tomaba una cerveza en la cocina, serían aproximadamente las ocho y cuarto; ya casi noche cerrada. Esperaba que fuese allí a buscarme, pero no lo hizo. Así que salí yo con la botella y fui a su encuentro. Estaba en el comedor examinándose el antebrazo. Tenía una herida bastante grande y sangrante entre el codo y la muñeca. Algunas gotas rojas y oscuras habían caído al suelo entre sus tenis rosa. La interrogué: «¿Qué te ha pasado?». Ella me miró con un gesto duro, de disgusto o más bien de desconfianza, pero no respondió. No abrió la boca. «¿Has estado en casa de Paula?». Ante esta nueva pregunta se limitó a asentir.

Entonces me acerqué a ella. Permitió que examinara su brazo. Realmente no era más que un rasguño: algo de piel levantada y poco más. «Ven al baño —le dije—, lavaremos esto…». Le pasé un brazo por los hombros y utilicé la otra mano para sostenerle el miembro herido y para guiarla. Ella se dejó conducir. Al llegar al aseo dijo algo que me sorprendió: «Vamos a tener que ir a la policía». Abrí el grifo sin darme por enterado y ella, con cierto aire ausente, como de sonámbula, se lavó la herida.

—¿Me vas a decir ya lo que te ha ocurrido?

Se volvió hacia mí con una mueca extraña, indecisa. Parecía incapaz de explicar el suceso. La ayudé a quitarse el jabón y le envolví el brazo con la toalla, cuidadosamente.

—Alguien ha intentado atropellarme.

Ahora, por primera vez, me pareció realmente asustada. Pensé que se iba a poner a llorar de nuevo, pero logró dominarse, no sin cierto visible esfuerzo.

—¿Quién? —pregunté, estúpidamente.

—¡No lo he visto! ¿Cómo quieres que lo vea? —protestó ella.

—Pero… dónde… —no daba con las palabras que debían propiciar el relato; hice un gesto de súplica mostrándole las palmas de las manos y fue entonces cuando por fin se decidió a hablar, empezando por el principio.

Por lo visto había mantenido una larga conversación con su amiga. No le había contado nada sobre mi hallazgo del cadáver de Ángel en la nave, pero sí logró sonsacarle alguna información relativa al paradero de Machado. Según Paula, ya no estaba trabajando en la capital, como suponíamos nosotros. Andaba metido en algo raro. Había comentado por ahí que iba a largarse a México. «¿Y todo eso… —la interrumpí— cómo lo sabe Paula?». Marta movió la cabeza negativamente. Apagué la luz del aseo. Nos pusimos en marcha hacia el comedor, ella con el brazo en cabestrillo, sujetándose la toalla. «Ya sabes cómo es… —dijo—, habla con todo el mundo. Se pasa el día entero colgada del Facebook. Siempre se entera de todo». Y era cierto, desde luego. En Las Zalbias no encontrabas un chicle pegado en un banco sin que ella pudiera señalar al autor o autora de la fechoría. Así que no pregunté más. Permití que Marta continuase.

Me contó que le había dicho a Paula que necesitábamos dar con Machado urgentemente porque yo quería preguntarle algo y pedirle ayuda para un asunto. Entonces ella había hecho una pregunta lógica: «¿No contesta al móvil?». Al parecer Marta, para salir del paso, dijo resueltamente que no, aunque lo cierto era que todavía no lo habíamos intentado. «Lo voy a llamar ahora mismo», apunté, mientras la ayudaba a recostarse en el tresillo y a poner los pies en alto. Le quité los tenis rosa y los coloqué frente al pladur. «Voy a llamar a Machado… —repetí—, pero cuéntame antes qué te ha ocurrido al salir de casa de Paula. ¿Qué es eso de que han intentado atropellarte?». Parecía agotada. Acababa de cerrar los ojos y resultaba evidente que tenía que esforzarse mucho para seguir hablando.

—No lo sé —gimió, apartándose los rizos de la cara con la mano libre—, un todoterreno negro… venía muy rápido, me asusté y me caí por el terraplén…

Yo sabía bien dónde vivía Paula, de modo que no me costó mucho interpretar el sentido de estas palabras. Su casa está en un barrio de las afueras. Da a una calle en la que hay un desnivel que se precipita con un declive pronunciado hacia un descampado cubierto de maleza y escombros. También hay por allí, un poco más abajo todavía, un aparcamiento de tierra y varios almacenes semiderruidos. Conozco el lugar y no me costó mucho representarme la escena que Marta me describía.

—Descansa —le dije, besándola en la sien—, espérame aquí. Voy a llamar a Machado ahora mismo.

Fui al cuarto del ordenador en busca de mi móvil. Hacía mucho que Machado y yo no nos veíamos. En realidad, Ángel era el único del grupo con el que me mantenía en contacto. Ni siquiera recordaba cuál era la última ocasión en que había estado con Fule antes de nuestra charla en El Fresno de esa misma tarde. Y con Machado me pasaba lo mismo. Pero todavía tenía su número en la agenda de mi celular. Pulsé la tecla e inmediatamente recibí el frustrante y consabido mensaje: «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura». El paradero de nuestro amigo era un enigma. Sin embargo, la intuición de su presencia, la amenazadora sensación de su proximidad adquiría solidez a medida que nos sumergíamos en aquella bochornosa y claustrofóbica noche de viernes, impregnada de angustia y de cierto remoto olor a algas podridas. Un olor que posiblemente procediera de la playa de la Torre Derribada. Una vaga fetidez de algas muertas empujada por un levante húmedo y perezoso.

* * *

Marta está acuclillada en la orilla, orinando. El mar es del color del vino rosado y una lengua de espuma le lame los tobillos. Ella ríe. No le importa que la vean los demás. Eso me molesta. Hace que me hierva la sangre. Ahora se baja la falda y sale corriendo, pisa la arena con los pies desnudos, pero no viene hacia nosotros, sino que se aleja. De pronto se para, se vuelve y mueve las caderas, como si bailara la danza del vientre o algo así, de ese estilo. ¿Realmente es Marta? ¿Es la Marta de siempre? No estoy nada seguro. Fule y otro tipo al que no conozco me enseñan sus cartas. A ese otro no puedo verle bien los ojos, está sentado frente a mí y tiene el sol a la espalda. Además, sus ojos parecen muy rasgados, pequeños o extrañamente hundidos. Sé que sonríe y dice algo de terminar de una vez la partida para ir a pescar. «Prefiero la sardina a la lubina o a la dorada. Aquí no sabéis espetar». Viene del sur, creo que de Tarifa. Es un amigo de Machado que estaba de paso por Las Zalbias, lo recuerdo ahora. («Vozotro no zabéi e’petaa»). ¿Así que se trata de él? Pero ¿y Machado? ¿Por qué no está con nosotros? Entonces se levantan Fule y el otro individuo, de improviso, como si lo tuvieran ensayado, y vuelcan la mesa plegable, justo cuando yo tenía la mejor jugada. Ahora dicen algo de montar en el tiovivo. Hay, efectivamente, uno instalado en medio de la arena, sí, pero en lugar de los típicos caballitos esmaltados está provisto de unas extrañas jaulas y yo me resisto a subir. Ellos gritan, insisten y se burlan de mí. Marta se ha sentado entre los dos y el operario ha echado el cerrojo. Parece que están encerrados, pero no les importa. En el último segundo, me decido. Yo voy solo. «No te preocupes», dice riendo el dueño del tiovivo, mientras echa el cerrojo de mi extraño asiento-jaula. Entonces veo que ellos tres, en ese preciso momento, abren la carlinga y salen corriendo. Intento hacer lo mismo, pero es inútil. No logro abrir mi jaula y el tiovivo se pone en marcha. Veo que sólo hay otro pasajero, justo delante de mí. Cuando vuelve la cara compruebo, sin sorpresa, que se trata de Ángel. Parece que está mudo. Hace un claro aunque ridículo gesto con los dedos señalando sus labios apretados y replegados hacia los dientes. Parece alegre, pero me indica que no puede hablar. Me falta el aire. Quiero bajar. Siento pánico.

Abro los ojos y me incorporo sobresaltado.

Marta me abraza casi inmediatamente, me besa la cabeza. «Estabas soñando», susurra. Por encima de su hombro veo la lámpara romboide de papel de arroz que cuelga sobre la mesa auxiliar del comedor. Estoy en casa. ¿No es esta nuestra casa? No ha pasado nada. Todavía no. Me tranquilizo. Y lo que ha pasado no tiene nada que ver conmigo.

—No pueden demostrar que lo he hecho yo —ella me acaricia la frente como a un chiquillo—; porque yo no he sido, simplemente. Eso no ha tenido nada que ver conmigo.

—No. Claro que no.

Nos miramos en silencio durante un rato. Somos dos pájaros incapaces de levantar el vuelo. Dos pájaros asustados, inmóviles sobre la misma rama, muy juntos.

—¿Qué vas a hacer mañana?

Me mira como si temiera la respuesta. Se ha separado de mí. Se ha echado hacia atrás. Ya no me toca en absoluto. ¿Cómo sienten los pájaros el contacto a través de sus plumas? ¿Cómo es su sentido del tacto? ¿Y su sentido de la solidaridad? Me hago a mí mismo estas preguntas absurdas mientras indago una respuesta para la de ella.

—No lo sé. La verdad es que todavía no lo sé.

La televisión está encendida y casi es la única fuente de luz, excepto la que nos llega desde el recibidor. Con un gesto, le pido a Marta el mando a distancia. Alarga el brazo herido hacia la mesa auxiliar, toma el mando y me lo entrega. Veo que se ha puesto un apósito y un vendaje ligero. Ha debido hacerlo mientras yo dormía. Son ahora más de las dos de la madrugada. No sé cuánto tiempo he dormido. Lo último que recuerdo es haber tomado unos cereales y algo de fruta en la cocina, antes de venir al salón y quedarme amodorrado junto a Marta delante de la tele. Ahora concentro mi atención en la pantalla y subo un poco el volumen.

He visto este programa unas cuantas veces. No entero. Pero sí fragmentos: multiverso, computación cuántica, neurocibernética, bosón de Higgs y otros temas por el estilo. La curiosidad ha sido siempre el rasgo principal de mi carácter. Durante un tiempo me interesé por la literatura y más tarde también por la filosofía; pero el interés por la ciencia ha resultado el más constante. El conductor o presentador del programa es lo que se suele llamar un divulgador científico. En otras palabras, alguien que sin tener la menor idea de lo que realmente es ciencia se permite invocarla de continuo para dignificar y homologar sus propias recetas de felicidad. Un charlatán autocomplaciente, me parece a mí. Un bocazas satisfecho. ¿Algún día —no puedo evitar preguntármelo— saldrá a relucir la verdad sobre esta especie de chamanes cientificistas? ¿Algún día se desenmascarará a esta ralea de clérigos laicos que predican la fraternidad y el derecho a la felicidad universal apoyándose en no se sabe qué teorías científicas totalmente demostradas? Y desde luego esas fórmulas para destilar felicidad funcionan, no hay que dudarlo. Funcionan con ellos mismos. Basta, por ejemplo, con verle la cara a este bodoque, llenando hasta la saturación de beatitud babosa mi pantalla panorámica de alta definición.

Mi enfado no es ni mucho menos infundado. ¿No soy yo, en cierto modo, una de las víctimas silenciosas de ese clan de tramposos que son los voceros del mito de la felicidad? La vida como diversión intrascendente. El mundo como inocuo parque de atracciones. ¿No explica esto muchos aspectos lamentables de mi propia biografía? Me he dejado llevar —demasiado tarde me doy cuenta—, me he dejado hipnotizar por la espiral de colores de estos prestidigitadores de feria que no han parado de susurrarnos al oído, incluso durante el sueño, esa sucia y venenosa abstracción mercantil, esa palabra tan vacía y tan groseramente hinchada: felicidad.

Mientras oigo al telepredicador ilustrado ofrecer sus consejos de rosado algodón de azúcar a los dóciles e infantiles espectadores, me dejo llevar por la imaginación y fantaseo con la posibilidad de una llamada atroz y sorpresiva a su programa.

—Quiero pedirte un consejo. Resulta que estoy en tu casa…

—¿Que estás en mi casa? ¿Y qué haces tú en mi casa?

—Ahora mismo nada. He puesto la televisión para relajarme un poco y me he encontrado con tu programa. Estoy agotado, ¿sabes? Acabo de hacer un esfuerzo tremendo. Matar a alguien a martillazos es muchísimo más difícil de lo que parece. Por cierto… me gusta mucho el Buda de alabastro que tienes en la biblioteca.

—¿A quién has matado a martillazos?

—Ah, sí… perdona. A tu mujer y a tus hijas, claro. Pero no llamo para darte un disgusto. En realidad llamo para pedirte ayuda. La verdad… yo creía que este desahogo me iba a sentar bien, pero tengo que reconocer que sigo sin ser feliz del todo. ¿No quieres ayudarme? He leído en tus libros, de inspiración neuroética, que no podemos modificar tan fácilmente las circunstancias como el estado de nuestra propia mente, he leído que hay que desterrar cualquier vestigio de culpabilidad judeocristiana y eliminar los viejos conceptos equivocados sobre la responsabilidad individual. ¿Cómo es eso que tú siempre dices…? Lo de pensar en términos de rizoma. Lo de que somos máquinas de copiar y transmitir fragmentos de cultura. Un mero proceso neuronal distribuido que produce la ilusión del libre albedrío. El individuo como pura ficción. Esas cosas. También está lo de relativizarlo todo, ¿te acuerdas? ¿No es esa la clave de la adaptación a nuestras condiciones de vida en cada momento? Mira… lo hecho, hecho está. Pero puede que me haya pasado, y de pronto se me ha ocurrido que juntos podríamos superar mejor el trauma, ¿no te parece? Remodelando las estructuras valorativas de nuestro neocórtex y eso… ya sabes, para recuperar cuanto antes los niveles normales de producción y reabsorción de serotonina… ¿Lo intentamos juntos? Supongo que un tipo tan racional como tú no se va a dejar llevar por los viejos atavismos del rencor y las reptilianas pulsiones de venganza y agresividad de su sistema límbico…

Mi sketch mental me ha llevado a desconectar del todo de las imágenes de la tele. Al volver a poner mi atención en ellas me encuentro con un bloque de publicidad. En ese preciso momento, un anuncio de preservativos que promete la felicidad conyugal basada en cierta especial rugosidad del látex científicamente evaluada. Más de lo mismo. Miro a Marta. Ella sonríe.

—¿En qué estás pensando? —me pregunta.

—En los crecepelos que vende este idiota —respondo, haciendo un gesto displicente con el mando hacia la pantalla. E inmediatamente, en una especie de arrebato de coherencia, pulso con el pulgar el botón rojo de on/off y la imagen desaparece, absorbida por un gris oscuro que se funde enseguida con la penumbra de nuestra casa. Marta y yo nos quedamos mudos y quietos durante un tiempo prolongado, acompasando nuestras respiraciones. Noto mi espalda sudada. Tengo un pie apoyado en su muslo. Ella lleva unos pantalones muy cortos y una camiseta blanca. Su brazo vendado me da lástima y siento ganas de besarla, pero no me muevo. Entonces, como si un cable invisible conectara directamente su cuerpo con mis deseos —así ha sido desde el principio—, se echa sobre mí. Se recuesta junto a mí y apoya la cara en mi pecho.

—¿Crees que estamos atrapados? —me interroga. Y me sorprende que diga «estamos». Me sorprende esa aparente identificación absoluta conmigo y con mis circunstancias. Hace unas semanas, unos meses, estábamos a punto de romper. Incluso diría que algunas consideraciones de orden práctico —como esta vivienda que compartimos y que ninguno de los dos quiere abandonar— impidieron una separación que parecía inevitable. Eso fue, más o menos, en la época en que ella perdió su trabajo en la fábrica de lámparas. La convivencia se hizo insoportable. Pasábamos demasiado tiempo encerrados aquí y discutíamos continuamente. Esto duró toda la primavera. En verano, Ángel y yo decidimos volver a colaborar con los búlgaros. En nuestros años dorados hacíamos de intermediarios de lujo. Ya no nos rebajábamos al nivel de los camellos. Servíamos de puente con los políticos y prebostes locales. Esa era nuestra función. Para eso nos querían. Pero ahora, en el verano de 2011, volvíamos a los peldaños inferiores de la escalera. A pesar de todo, la venta de speed y de coca nos reportó algunos ingresos y eso sirvió para que las cosas se tranquilizaran algo en casa. Volvíamos a vender en los polígonos y en las puertas de las discotecas, y yo sabía que prolongar mucho aquella práctica era comprar boletos para la cárcel. Era casi seguro que acabaríamos con una condena por tráfico, pero de momento no se me ocurría otra salida. Estaba claro que no iba a encontrar trabajo en ningún sitio. Ir a las salinas y disparar con nuestras armas nos servía para infundirnos una cierta (aunque falsa) sensación de seguridad. Los búlgaros eran peligrosos, lo sabíamos. La idea de Ángel de atracar el Versalles no fue sino una propuesta de salida desesperada a nuestra desesperante situación. Él acababa de romper con Mariló y parecía dispuesto a cualquier cosa, espoleado por una mezcla inflamable de orgullo y rabia. Lo malo era que se proponía arrastrarme a mí con él.

Al oír la pregunta de Marta («¿Estamos atrapados?») pensé una vez más en toda aquella situación. Ángel, que ahora mismo tenía el cráneo destrozado por un balazo y la vista fija en un aparato de aire acondicionado de la vieja oficina de su padre, en el piso superior de la nave del polígono; Ángel, que estaba muerto y bien muerto desde aquella mañana; Ángel, a quien yo le había dicho el jueves por la noche que no contara conmigo para ese palo en el prostíbulo, me había enviado un e-mail en el que me exigía que siguiera yo sólo con el plan. Que cometiera sólo ese atraco, si quería evitar verme implicado en su muerte, en su asesinato. Una locura. Todo esto tenía que ser una locura perpetrada por alguien todavía más desesperado que nosotros. ¿Era ese alguien nuestro amigo Machado? ¿Y quién si no? Pero no había tiempo para averiguarlo. No había tiempo y, sin embargo, era ineludible tomar una decisión.

—¿Todavía crees que debería ir a la policía? —Marta se mueve un poco en su lado del sofá. Cambia de postura. No responde enseguida a mi pregunta.

—Decidas lo que decidas, estaré contigo —declara por fin, en voz baja pero firme, casi con cierta solemnidad. Sus palabras me ayudan a serenarme un poco. Pero quiero saber hasta dónde llega ese respaldo.

—¿Incluso si decido cometer el atraco?

—¿Vas a hacerlo? —pregunta ella con naturalidad, no demasiado angustiada en apariencia, aunque con un punto de ansiedad en la voz.

—¿Tú crees que tengo que hacerlo?

—No. Yo creo que deberíamos ir a la policía, ya te lo he dicho antes.

No lo entiende. Y yo me impaciento. Bajo las piernas del tresillo y meto los pies en las sandalias. Luego apoyo los codos en los muslos y la frente en las manos. Intento explicárselo:

—No puedo. Para ellos va a estar claro que yo he matado a Ángel. ¿No lo ves?

Respiro profundamente varias veces y repito mentalmente, sólo para mí mismo: No ha pasado nada. Todavía no. Y lo que ha pasado no tiene nada que ver conmigo. A continuación, para que lo oiga ella —aunque mis palabras son apenas un susurro—, digo algo que en ese momento me parece bastante sensato:

—Puede que lo mejor sea simplemente esperar. Esperar y no hacer nada.

La miro, tratando de encontrar corroboración, o una negativa. Pero ella me mira fijamente sin despegar los labios. Ni siquiera cambia de postura. De pronto, formula una pregunta que me sorprende:

—¿Te han enviado algún otro correo?

Ni siquiera se me había ocurrido esa posibilidad. Me incorporo bruscamente, me pongo de pie.

—No lo sé… Vamos a verlo.

El ordenador todavía está encendido. Lleva todo el día así. Marta viene conmigo y parece igual de excitada que yo ante la idea de un posible nuevo mensaje. ¿Cómo no hemos pensado antes en eso? Tecleo rápidamente mi contraseña y, en efecto, allí está. No hay la menor duda respecto a la identidad (identidad meramente nominal) del remitente: Ángel Bru. Aunque Ángel Bru —¡yo lo sé muy bien!— lleva horas muerto.

* * *

«Si hubiera querido la podría haber matado. Era muy fácil atropellarla. Ha sido sólo un aviso. Te dije que tenías que dar tú sólo el palo, y lo primero que haces es hablar con Fule. Pero no importa. Fule puede ayudarte. Seguimos con el plan. Mañana vais al Versalles y os hacéis con el dinero. El dinero está allí, esperándonos. Y tú sabes que no es muy difícil conseguirlo. Espero que todo salga bien, como lo teníamos planeado.

»El domingo a primera hora recibirás otro mensaje. En él te explicaré dónde depositar el botín del atraco. Podréis quedaros con la tercera parte, como te dije. Tendrás que explicárselo a tu socio, claro, pero ese problema es tuyo. Cuando lo hayas hecho, recibirás un último correo en el que te explicaré dónde encontrar el arma, para que puedas deshacerte de ella. No me falles otra vez, amigo».