La cuadratura del círculo

Cuando al día siguiente despertó, Grimpow nada deseaba más que tener noticias de Dúrlib. Se había pasado casi toda la noche en vela, tiritando de frío sobre el incómodo e improvisado lecho que, después de apagar las lámparas colgantes y dejar encendida en un rincón la diminuta luz del candil para no quedarse completamente a oscuras, preparó sobre la mesa de aquella estancia envuelta en libros y penumbras. No dejaba de pensar en todo lo que el hermano Rinaldo le había contado sobre los caballeros templarios y su secreto, y temió que también a Dúrlib lo castigaran con terribles tormentos para hacerle confesar cuanto supiera sobre el caballero muerto en las montañas. Le parecía claro que si Búlvar de Góztell había encontrado el caballo del templario en la zona más baja del valle y había visto las monedas que Dúrlib le entregara al abad, no tendría la menor duda de que el fugitivo del Temple había estado en contacto con ellos, y que algo sabrían sobre él y su paradero. Pero sobre lo que Grimpow no tenía ninguna certeza era si el fraile dominico conocía también su presencia en la abadía. Al parecer, el abad sólo le había hablado de Dúrlib, para protegerlo a él de las temibles garras del inquisidor de Lyon.

Salió de dudas pasadas algunas horas, mucho después de que sonaran las campanas de la torre y los monjes acudieran al primer culto del día. Pero para su sorpresa no fue el hermano Rinaldo quien fue a verle como le había prometido. Al oír el ruido de la pared de roca girando al fondo de la trampilla supo que alguien entraba por el hueco rodeado de calaveras que él ya conocía. Sacó la daga de su cintura y se puso alerta, temeroso de que fueran el inquisidor Búlvar de Góztell y sus esbirros quienes iban a buscarle. Contuvo el aliento mientras unos pasos lentos ascendían por la escalera de caracol, y suspiró aliviado al ver que quien alzaba la trampilla dejando ver la mitad de su cuerpo de gigante era Kense, el criado algo retrasado de la abadía. Sin acabar de entrar en la estancia, Kense se quedó inmóvil, mirando a Grimpow como un búho que escudriña en la oscuridad para cerciorarse de que ha visto al pequeño roedor que buscaba. Luego sacó de una talega un odre con agua, un pedazo de pan, una longaniza y un par de manzanas dulces, que depositó sobre el suelo. Y, sin más palabras, cerró de nuevo la trampilla sobre su cabeza y desapareció escaleras abajo con la misma lentitud con que había llegado.

Atormentado por la sed, Grimpow bebió agua del odre de cuero hasta saciarse. Luego llevó la comida a la mesa que le había servido de lecho durante la noche y devoró el pan, la longaniza y las manzanas como si fueran los más exquisitos manjares que hubiese degustado nunca.

La falta de luz natural en aquel habitáculo cerrado le impedía saber cómo avanzaba el nuevo día, aunque supuso que ya hacía tiempo que había amanecido. Con un cabo de vela volvió a encender las lámparas que colgaban del techo y se entretuvo curioseando entre los títulos de los manuscritos que atesoraba aquella habitación secreta. Comprobó que podía leerlos todos sin dificultad a pesar de que estaban escritos en latín, griego, hebreo y árabe, pero ya no se asombró de ese hecho prodigioso, tan natural para él desde que tocara la piedra del caballero muerto. Muchos libros sólo tenían textos escritos con delicadas y pulcras caligrafías, pero otros estaban iluminados con preciosas miniaturas adornadas con motivos vegetales de vivos colores y abundante pan de oro. Había manuscritos sobre filosofía, astronomía y astrología, sobre anatomía y medicina, sobre hierbas curativas, venenos, pócimas y conjuros, sobre magia, hechizos y brujería, sobre bestias, monstruos, demonios, animales fantásticos y territorios lejanos y exóticos, sobre geometría, aritmética y mineralogía, sobre física y alquimia. Grimpow se sintió fascinado al poder tocar y leer aquellas joyas de la sabiduría tan misteriosas como antiguas, pues la mayoría de ellas habían sido escritas hacía cientos de años, y procedían de los más diversos lugares del mundo conocido.

Se recreaba en la contemplación de una lámina que representaba la forma circular de las órbitas planetarias en los cielos celestes, dibujada hacía casi mil años por un sabio llamado Leaffhar Solabba, cuando oyó un ruido al otro lado de los anaqueles repletos de libros, y al momento se abrió el mismo estante por el que la noche anterior saliera el hermano Rinaldo hacia las salas contiguas de la biblioteca. Al ver entrar en la sala secreta al viejo monje, Grimpow cerró el manuscrito y, deseoso de oír sus noticias, le preguntó sin preámbulos qué sabía de Dúrlib.

—Ese amigo tuyo es más astuto que un zorro acorralado —soltó el hermano Rinaldo con una sonrisa, volviendo a cerrar tras de sí el estante abierto.

—¿Ha conseguido escapar? —preguntó Grimpow, ansioso por oír su respuesta.

—Aún no, pero estoy seguro de que pronto lo conseguirá. Cuando los soldados del rey le detuvieron anoche en los establos de la abadía mientras conversaba con el monje encargado de las caballerizas, se mostró tan dócil y servicial que el mismo Búlvar de Góztell creyó encontrar en él a su mejor aliado para detener al caballero templario que persigue, sin saber que ya está muerto.

—¿No lo han maltratado entonces? —quiso saber Grimpow, expresando su alivio con un suspiro.

—De momento se ha librado hábilmente del martirio. Dúrlib le dijo al fraile dominico que, en efecto, en la mañana de ayer se había encontrado cerca de su cabaña con un caballero sin cabalgadura que parecía haberse extraviado en las montañas a causa de la niebla. Le detalló los rasgos y la vestimenta del hombre desconocido y le explicó que conversó con él sobre el motivo de su viaje, diciéndole el caballero que se dirigía hacia el norte por un asunto urgente que no admitía demora. Dúrlib le aseguró al inquisidor de Lyon que le habló al caballero de la cercanía de la abadía de Brínkdum, sugiriéndole que en ella podría proveerse sin dificultad de una cabalgadura y de provisiones para su largo viaje, a lo que el caballero le respondió que estaba cansado y que la caída del caballo le había hecho daño en alguna costilla, por lo que le rogó a Dúrlib, después de entregarle algunas monedas de plata, que fuera él quien se acercara hasta la abadía y adquiriera un par de caballos para continuar su viaje, ofreciéndole además la posibilidad de acompañarlo como su sirviente, si así lo deseaba a su regreso.

—¡Entonces Dúrlib convenció al inquisidor Búlvar de Góztell de que el caballero templario aún vive! —exclamó Grimpow.

—Le aseguró sin ninguna duda que encontraría al caballero que perseguía tumbado en el jergón de su cabaña, esperando a que él regresara con los caballos y las provisiones, y se ofreció él mismo a conducir al fraile dominico y a los soldados del rey hasta las montañas, insistiendo en que no había rincón donde pudiera esconderse el caballero proscrito que Dúrlib conociera. El inquisidor, seducido por la idea de poder apresar al templario huido como si fuese una alimaña caída en una trampa, ordenó a Dúrlib que durmiera esa noche junto a los soldados en la sala de huéspedes nobles de la abadía, indicándole que esta misma mañana partirían hacia las montañas para capturar sin demora ni piedad a su valiosa presa.

—¿Y han partido ya camino de la cabaña?

—Hace apenas un rato que lo hicieron, y yo mismo les vi partir desde las caballerizas, encabezando Dúrlib la escolta con la arrogancia de un guía pendenciero —dijo sonriendo.

—Entonces estoy seguro de que Dúrlib sabrá darles esquinazo en cualquier recodo del tortuoso sendero que lleva hasta las montañas —afirmó Grimpow, convencido de la destreza de Dúrlib para escapar de la vigilancia de los soldados en un territorio nevado e inhóspito que él conocía como la palma de su mano.

—Búlvar de Góztell ha podido pecar de ingenuo al creerse la historia inventada por tu amigo, pero no es tan incauto como para permitir que Dúrlib pueda escaparse tan pronto se vea libre en campo abierto, así que le ha atado ambas manos a la espalda con unas ligaduras de cuero.

—¿Le visteis vos?

—Le vi, y, a pesar de cabalgar atado, tu amigo silbaba de contento como si le condujeran al banquete de bodas de un monarca y él portara las arras de la ceremonia.

Saber que Dúrlib se dirigía a las montañas le tranquilizó, pues Grimpow no dudaba de que aprovecharía la menor oportunidad para escapar de sus captores y regresar luego a buscarlo a la abadía, pero también le preocupaba qué podía saber el inquisidor Búlvar de Góztell sobre él, si es que sabía algo.

—¿Creéis que también el fraile dominico me buscará a mí?

—Ni siquiera sabe que estás aquí, pues el abad sólo le habló de Dúrlib para no involucrarte a ti en el asunto de las monedas de plata del caballero templario, y tu amigo tampoco le ha dicho nada al fraile sobre tu presencia en la abadía —explicó el hermano Rinaldo.

—Entonces, ¿tendré que permanecer encerrado aquí mucho más tiempo? —preguntó Grimpow, mirando alrededor para expresar sus ansias por salir de aquella estancia cerrada lo antes posible, liberándose de la claustrofobia que sentía.

—Al menos hasta que Búlvar de Góztell y los soldados del rey se marchen de la abadía. Antes del mediodía enviaré a Kense con un jergón de paja y algunas mantas de lana para que tu estancia aquí sea lo más grata posible.

—¿Es de fiar ese sirviente huraño? —preguntó Grimpow, receloso del gigantón que acababa de traerle la comida.

—Ese pobre diablo daría la vida por mí sin que yo se la pidiese. Cuando era apenas un muchacho, el abad lo encontró moribundo en un cementerio abandonado y lo trajo a la abadía para curarlo de la rara enfermedad que padecía. Desde entonces vive aquí, como criado personal del abad.

—¿Y qué ocurrirá cuando el fraile dominico descubra que Dúrlib se ha burlado de él? —inquirió Grimpow, volviendo al punto que más le interesaba.

—Si Dúrlib aún está en su poder cuando eso ocurra le arrancará la piel a tiras lentamente, y luego lo descuartizará y echará los pedazos de su cuerpo a la marranera para que lo devoren los cerdos. Espero que consiga huir antes de que tenga que contarle al inquisidor la verdad sobre lo ocurrido con el caballero templario en las montañas. Si le hablara de su muerte y de la desaparición del cadáver sobre la nieve, pensaría que se está riendo de él delante de sus mismas narices.

—¡Pero eso fue lo que realmente pasó! —exclamó Grimpow.

—¿Y supones que alguien podría creer eso?

—Vos lo habéis creído.

—Yo te he creído a ti, pero Búlvar de Góztell no creería en la desaparición de un cadáver ni aunque lo hubiese visto con sus propios ojos. Esta mañana, durante el desayuno en el refectorio, el hermano Ássben me dijo que conoció a ese fraile dominico hacía algunos años en la ciudad de Vienne, cercana a Lyon, y hace apenas un momento, en el scriptorium, me confesó que el inquisidor había sido un espía del rey de Francia infiltrado entre los caballeros del Temple en Tierra Santa, para averiguar sus ritos de iniciación y sus secretos. Al parecer, Búlvar de Góztell fue uno de los más cercanos colaboradores del último gran maestre Jacques de Molay al que terminó traicionando tras su regreso a París, acusándolo de hereje. Búlvar de Góztell ingresó entonces como inquisidor en la Orden de los Dominicos, y se dedico en cuerpo y alma a perseguir a los templarios que consiguieron escapar de los esbirros del rey de Francia, muchos de los cuales huyeron al otro lado de las fronteras del norte, en Alemania, y se refugiaron en los castillos del Círculo de Piedra, bajo la protección del duque Gulf de Östemberg y de sus fieles caballeros.

La aparición de nuevos hechos y personajes en el relato del hermano Rinaldo avivó el interés de Grimpow por seguir oyendo sus palabras.

—Nunca oí hablar de esos castillos —dijo.

—Por lo que yo sé, aunque jamás llegué a verlo —continuó el viejo monje—, el Círculo de Piedra está formado por ocho pequeños castillos, edificados muy cerca unos de otros en las cimas de unos cerros rocosos e inaccesibles, que rodean en una línea imaginaria perfectamente circular la fortaleza del duque Gulf de Östemberg, ubicada a su vez sobre una elevada e inexpugnable cresta de roca en el centro mismo de la circunferencia...

El hermano Rinaldo le explicó entonces que esa formación circular de las defensas permitía la rápida ayuda de un castillo a otro en tiempos de guerra, y hacía sumamente difíciles los asedios de los asaltantes, pues, a los inconvenientes propios de la orografía del terreno sobre el que se alzaban, se unía la circunstancia de que el ejército sitiador de un castillo quedaba a su vez rodeado por los castillos restantes, incluida la fortaleza del duque de Östemberg, convirtiéndose así en víctima de su propio ataque. A esas complejidades se sumaban un sinfín de pasadizos en las rocas, y un intrincado laberinto de túneles y galerías subterráneos que comunicaban unos castillos con otros, y que permitían a los asediados eludir y burlar a los atacantes como un conejo escapa de los zorros por los muchos agujeros de su madriguera. El diseño circular de la ubicación de los castillos había sido sugerido a los antepasados duque Gulf de Östemberg por un gran sabio, en una época de frecuentes guerras fronterizas con sus vecinos del sur, codiciaban apoderarse de aquellos prósperos territorios atraídos por la fertilidad de sus tierras y por sus riquezas. Desde entonces, todos los sucesores del duque Gulf de Östemberg fueron educados por sabios caballeros templarios, convirtiéndose en sus mejores consejeros y aliados. Según cuentan, un sabio antepasado del duque Gulf apenas era un niño cuando realizaba complicados cálculos matemáticos, resolvía difíciles teoremas geométricos o situaba con precisión las constelaciones en el cielo. La primera espada que le regaló su padre, y los manuscritos que rebosaban en el reservado laboratorio del sabio que tuvo como maestro, fueron los mejores compañeros de su infancia, y pronto comenzó él mismo a elaborar sus propias teorías sobre el álgebra de los polinomios y las ecuaciones. También componía poemas, conocía el lenguaje de los jeroglíficos, y a la edad de veinte años llegó a construir en el castillo de su padre, para asombro de todos, un observatorio astronómico en el que él y su maestro se pasaban largas noches sin dormir, contemplando maravillados el universo.

—¿El duque Gulf de Östemberg también es un Elegido? —preguntó Grimpow, recordando lo que el hermano Rinaldo le había dicho la noche anterior sobre los sabios conocedores del secreto que los nueve monjes templarios habían descubierto dos siglos atrás en el Templo de Salomón de Jerusalén.

—Eso nadie lo sabe, pero todos sus vasallos lo tienen por un gran sabio. Y aunque nunca perteneció a la Orden del Temple, al menos oficialmente, debía de estar muy vinculado a ella por haber sido su tutor un caballero templario, y por la forma circular de la línea imaginaria que une sus castillos.

—¿Y qué relación guardan los castillos del Círculo de Piedra con los caballeros templarios? —preguntó Grimpow, interesado por averiguar cuánto pudiera sobre la insólita piedra que él mismo poseía entonces, y que antes había pertenecido al caballero muerto en las montañas.

—Te lo mostraré gráficamente.

El viejo monje se acercó a un pequeño escritorio situado en una esquina de la sala cerrada y se sentó en él. Cogió una pluma de ave, la empapó en un tintero y con el canto de su mano izquierda alisó un trozo de pergamino sin usar, que estaba extendido sobre el pupitre. Grimpow se acercó al hermano Rinaldo y observó con curiosidad los lentos movimientos de su mano, que, a pesar de un leve temblor, trazaba sobre el pergamino una circunferencia perfecta.

—El círculo —comenzó a decir el viejo monje con solemnidad— es una de las formas geométricas que encierra mayores enigmas. La continuidad de su línea infinita representa la perfección y la eternidad sin principio ni fin que sólo puede hallarse en el cielo. Incluso la Luna llena y el Sol poniente tienen forma circular, como todos los astros del universo.

Luego el viejo monje hizo una pausa y dibujó bajo el círculo un cuadrado del mismo tamaño.

—Y si el cielo es el círculo...

—La Tierra es el cuadrado —lo interrumpió Grimpow, sin saber muy bien por qué hizo esa afirmación.

—En efecto —continuó el hermano Rinaldo, mirando a Grimpow a los ojos con contenida admiración—, si el cielo infinito está representado por el círculo, la finitud de la Tierra está simbolizada en el cuadrado, que es la forma geométrica opuesta y limitada. No es casualidad que los cuatro lados iguales del cuadrado se correspondan con los cuatro puntos cardinales: norte, sur, este y oeste; con las cuatro estaciones del año: primavera, verano, otoño e invierno, y con los cuatro elementos esenciales de la naturaleza: agua, tierra, aire y fuego. Además, el cuadrado, que es la Tierra, puede contenerse en el círculo, que es el cielo, compartiendo ambos el mismo centro cósmico. Y al decir esto dibujó con precisión un círculo y en su interior un cuadrado, de manera que el centro del círculo fuese también el centro del cuadrado.

—De esta forma, el cielo y la Tierra forman un todo dual cuya fusión última es tan imposible como la cuadratura del círculo, en cuyo vano intento de transformación han fracasado todos los que pusieron su empeño en convertir el círculo y el cuadrado en una sola forma geométrica, porque ello sería tanto como unir la Tierra con el cielo y al hombre con Dios —dijo el hermano Rinaldo, satisfecho con la expectación creada en Grimpow, y esperando a que él le alentase a proseguir con su gráfica explicación del origen templario de los castillos del Círculo de Piedra.

—Por vuestras palabras me ha parecido entender que los ocho castillos del Círculo de Piedra simbolizan la perfecta combinación entre lo celeste y lo terrenal, entre lo divino y lo humano. Sin embargo, habéis asegurado que la cuadratura del círculo es imposible, y en el dibujo anterior en que habéis representado la integración de la Tierra en el cielo, es decir, la integración del cuadrado en el círculo, sólo se producen cuatro puntos de unión entre uno y otro, y no ocho, como tendrían que resultar, al ser ocho los castillos del Círculo de Piedra que rodean el centro común en el que se sitúa la fortaleza del duque Gulf de Östemberg.

—Así es, Grimpow, pero ahora observa esto —dijo el viejo monje, y comenzó a dibujar de nuevo un círculo y un cuadrado en su interior, que luego completó con un octógono situado entre las líneas del círculo y del cuadrado.

Luego añadió complacido:

—Como tú mismo puedes comprobar ahora, si intentamos cuadrar el círculo aproximándolo en su forma al cuadrado, lo que obtenemos es una nueva figura geométrica de ocho lados iguales cuyo centro comparte con el círculo y el cuadrado. El octógono, como los ocho castillos del Círculo de Piedra, representa así la perfecta armonía entre el cielo y la Tierra, la equilibrada unión entre lo divino y lo humano, la complementariedad entre el espíritu y la materia, entre el alma y el cuerpo, entre lo invisible y lo visible.

—¡Entre la oscuridad y la luz! —dijo Grimpow de súbito acordándose del texto escrito con signos en el mensaje que el caballero muerto llevaba en su alforja.

—Ésa es sin duda la clave del mensaje, Grimpow, y por eso no me cabe ninguna duda sobre su origen templario —afirmó el hermano Rinaldo, pero Grimpow dudaba de que fuese así exactamente.

—¿Y cómo conseguisteis vos desvelar el confuso enigma del significado del octógono y de los ocho castillos del Círculo de Piedra? —preguntó Grimpow, sin retirar sus ojos de la figura geométrica dibujada entre el círculo y el cuadrado.

—Lo averigüé después de leer algunos manuscritos en esta sala secreta. Siempre me había llamado la atención la forma octogonal de muchas torres y capillas de la Orden del Temple, y quise saber cuál podía ser la razón de que la utilizaran en sus construcciones. Luego sólo tuve que aplicar mis propias conclusiones a los ocho castillos del Círculo de Piedra.

—¿Y siendo vos un caballero templario no lo sabíais?

—Un caballero templario como yo, entregado por su juramento a la guerra y a la oración, sólo debía obedecer a lo que se le ordenaba y no hacer preguntas. Tampoco me preocupé por adquirir ningún tipo de conocimiento que no versara sobre el uso de la lanza, el arco y la espada hasta que llegué a esta abadía.

Mientras hablaba con el viejo monje, Grimpow no dejó de pensar en que la respuesta a todo el misterio al que se enfrentaba desde que había encontrado al caballero muerto en las montañas estuviese probablemente en la piedra que portaba y que ahora él llevaba colgada del cuello. Pensó hablarle de ella al hermano Rinaldo, pero una voz interior y silenciosa le aconsejaba que guardara ese secreto sólo para él, como los nueve caballeros templarios guardaron el secreto descubierto en el Templo de Salomón hacía más de doscientos años.

—¿Y por qué la palabra «piedra» aparece unida al nombre de los castillos del Círculo? —preguntó Grimpow, para intentar conseguir una pista más sobre lo que la piedra que usaba el caballero muerto como amuleto podía significar.

—Eso no lo he pensado nunca. Pero supongo que será por la dureza de las piedras de sus torres y murallas —dijo el viejo monje sin mucho convencimiento.

—Todos los castillos son de piedra —replicó Grimpow ante la simplicidad de ese razonamiento.

—Tienes razón, Grimpow, pero la respuesta a esa pregunta, si es que existe alguna, tendrás que buscarla tú mismo entre los pergaminos y manuscritos prohibidos de esta habitación sin puertas, aprovechando que debes permanecer encerrado en ella durante algún tiempo. En esa estantería que está detrás de ti —dijo poniéndose trabajosamente en pie y señalando con el dedo índice a su espalda— encontrarás multitud de libros que tratan de mineralogía y alquimia, y algunos otros que hablan de la piedra filosofal. Tal vez en ellos encuentres una explicación razonable a tu pregunta. Muchos templarios fueron grandes alquimistas, cuyo difícil arte aprendieron de los árabes después de años de estrecha convivencia con ellos y con sus costumbres en Tierra Santa. Hasta hay quien asegura que fue mediante la transmutación de metales pobres en plata y oro como consiguió la Orden del Temple sus riquezas y tesoros, pero a mí nunca me interesaron esos asuntos, ni llegué a creer en ellos.

—¿Y si fuera ése su secreto? —preguntó Grimpow, movido por la curiosidad que despertó en él oír hablar de la piedra filosofal.

—Entonces no deberías poner ningún empeño en encontrarlo, porque si lo consigues, probablemente ya no desees destruirlo. La tentación del oro es mucho más perversa que la del diablo —dijo con sequedad—. Ahora debo marcharme, pronto será mediodía y no quiero perderme el culto de sexta ni la comida. Volveré cuando regresen el inquisidor Búlvar de Góztell y los soldados del rey de su expedición por las montañas para contarte lo que haya ocurrido con tu amigo Dúrlib.

—¿Prometéis no ocultarme la verdad, por dura que sea? —le rogó Grimpow.

—Yo no te mentiría jamás —balbució el monje—, pero estoy seguro de que tú aún no me has contado toda la verdad sobre lo que sabes.

Grimpow se ruborizó, y miró avergonzado al suelo para eludir la frialdad de los ojos sin pestañas del viejo monje.

—Temo que el hermano Brasgdo pueda emborracharse y le hable al fraile dominico de mi presencia en la abadía. Él también vio al caballero templario cuando se adentraba en las montañas, aunque pensó que se trataba de un fantasma que purgaba sus culpas cabalgando sin destino entre la niebla como un alma en pena —se excusó.

—El hermano Brasgdo sabe contener su lengua cuando teme que se la corten por usarla —dijo el viejo monje, y salió de la estancia sin mirar atrás y riendo a carcajadas.

El criado Kense regresó a mediodía, cargado con un jergón de paja, algunas mantas y abundante comida. Pero como era habitual en él se limitó a dejarlo todo junto a la trampilla sin pronunciar una sola palabra. Grimpow imaginó que si algún fantasma vagaba entre sombras por la abadía, ése sin duda era Kense. Su rostro medio deforme y su boca desdentada le infundían un miedo atroz, aunque sus ojos conservaran aún la expresión de niño triste y desamparado que hacía muchos años impulsara al abad a salvarle la vida. De algún modo, también Grimpow le debía a Dúrlib la suya, aunque, a diferencia de Kense, él no hubiese sido capaz de dar su vida por salvar la de su amigo. Se sintió un cobarde por ello y deseó salir de aquella habitación cerrada para aguardar ante las puertas de la abadía el regreso del inquisidor Búlvar de Góztell, y contarle todo cuanto sabía sobre el caballero muerto en las montañas, ofreciéndole la mágica piedra que poseía a cambio de la libertad de Dúrlib. Inútilmente buscó entre los estantes las palancas ocultas que accionaban la apertura de la puerta invisible por la que entraba y salía el viejo monje hacia las salas contiguas de la biblioteca. Pero en los anaqueles sólo había manuscritos cubiertos de polvo y algunas telas de araña que se pegaron a sus dedos como si hubiese caído en la pegajosa trampa de un monstruo horrible y despiadado que le mostraba unas fauces de tinieblas. Movió de sitio algunos libros, y entonces reparó en el título de un antiguo manuscrito que llamó poderosamente su atención. Estaba escrito en latín, y el texto de la cubierta, desgastada por los años, rezaba así:

LAPIS PHILOSOPHORUM

—¡La piedra filosofal! —exclamó en voz alta.

Olvidó sus temores de antes y, sobre la mesa central de la sala, se dispuso a hojear las páginas de aquel libro inquietante, escrito por un autor desconocido. Grimpow estaba seguro de que en sus gruesas páginas de pergamino encontraría algunas respuestas a sus preguntas sobre el origen de la piedra del caballero muerto, y ardía en deseos de comenzar a desvelar aquel misterio.

Comenzó a leer el libro sin comprender muy bien el sentido de sus palabras, pero a medida que avanzaba en la lectura se iban esbozando en su mente las imágenes de una larga historia tan remota como el tiempo, protagonizada por sabios de épocas pasadas y países lejanos, cuyo mayor empeño fue la búsqueda de la piedra filosofal. Por lo que Grimpow pudo comprender, el manuscrito trataba del arte sagrado de la transmutación de metales en oro llamado alquimia, y explicaba un sinfín de confusos métodos empleados por aquellos sabios para conseguir crear en sus laboratorios la codiciada lapis philosophorum, a la que no sólo se le atribuía la virtud de convertir los más pobres minerales en oro puro, sino que también permitía a quien la encontrase alcanzar la total sabiduría y la inmortalidad. Debido a tales portentos, los procesos seguidos por los alquimistas sólo eran accesibles a los iniciados, por revelación del maestro a sus discípulos, para evitar que la piedra filosofal pudiese caer en manos de personajes sin escrúpulos, que usaran su prodigioso poder para enriquecerse y dominar el mundo. Grimpow pensó entonces que, quizá, la piedra que él poseía fuese la piedra filosofal de la que hablaba ese libro, y que los misteriosos caballeros templarios la hubiesen creado en sus laboratorios secretos a partir de algún manuscrito hallado en el Templo de Salomón, siendo por ello codiciada por el Papa y el rey de Francia, para llenar de oro sus arcas vacías y aplastar con sus ejércitos a sus enemigos. Incluso supuso que fue la piedra la que proporcionó a la Orden del Temple sus riquezas, y que el caballero muerto en las montañas tenía como misión esconderla en algún lugar seguro, después de que hubiera sido revelada su existencia por los templarios torturados a manos de los verdugos del rey en sus mazmorras de París, impidiendo así que se apoderaran de la piedra sus perseguidores. Pero Grimpow no podía imaginar entonces cuánto se equivocaba, ni que la mágica piedra que él poseía era mucho más prodigiosa que la piedra filosofal de la que trataba ese manuscrito.

Con estas reflexiones merodeando en su mente pasó el resto de la tarde, convencido de que tenía en su poder una piedra mágica de extraordinario valor, y con la inquietud de saber que esa misma piedra era deseada con una ambición sin límites por los dos hombres más crueles y poderosos de la Tierra.

Algún tiempo después de que sonaran las campanas de la torre de la abadía llamando al culto de vísperas, el hermano Rinaldo de Metz fue a verle a la sala de su cautiverio. Grimpow calculó que ya había anochecido y, por la expresión del rostro el viejo monje, adivinó que no eran gratas las noticias que le traía de Dúrlib. Nada más entrar en la habitación cerrada, el hermano Rinaldo se sentó en un banco junto a la mesa, apoyó los codos sobre ella y dijo con voz sombría:

—Dúrlib no ha regresado a la abadía con Búlvar de Góztell y los soldados del rey.

—¿Lo han matado? —preguntó Grimpow, asustado y entristecido.

El viejo monje movió levemente la cabeza.

—No, pero según le ha contado el fraile dominico al abad, Dúrlib intentó huir lanzándose desde un precipicio al vacío, y murió despeñado sobre las rocas.

—¿Estáis seguro de que ha muerto? —preguntó Grimpow conteniendo el llanto.

—La rabia del inquisidor Búlvar de Góztell por haber sido engañado con una estratagema tan ingenua así parece confirmarlo. Al fraile dominico le hubiese gustado vengarse de tu amigo dándole muerte lentamente con sus propias manos. Probablemente Dúrlib adivinó el final que le aguardaba cuando el inquisidor descubriese su ardid y optó por adelantar el fatal desenlace de la tragedia que había decidido representar para salir con vida de la abadía.

A pesar de la certeza que el malvado inquisidor de Lyon pudiera tener, Grimpow se resistía a aceptar que Dúrlib hubiese muerto. Ninguna habilidad dominaba tanto Dúrlib como la de engañar a sus perseguidores haciéndoles creer lo que a él le convenía. Dúrlib conocía cada recodo del sendero, cada paso estrecho, cada abismo y cada grieta peligrosa oculta bajo la nieve, de manera que si había decidido lanzarse al vacío en algún lugar de las montañas habría calculado con precisión su salto para caer sobre alguna repisa de rocas oculta a la vista del inquisidor Búlvar de Góztell y los soldados del rey.

—Es posible que Dúrlib haya huido simulando su propia muerte ante el inquisidor —dijo, queriendo convencerse a sí mismo de sus palabras, pues no olvidaba que Dúrlib llevaba las manos atadas a la espalda y que le habría sido difícil afrontar su nueva situación en las montañas, cualquiera que fuese su estado tras la caída.

—Dios quiera que sea como dices, Grimpow, y que no haya sufrido ninguna herida de la que no pueda recuperarse. Si ha salvado la vida vendrá pronto a buscarte, y si no fuese así le buscaremos nosotros tan pronto comience el deshielo para dar a su cuerpo cristiana sepultura en el cementerio de los sirvientes de la abadía. Ahora sólo nos queda esperar, y desear que Búlvar de Góztell abandone cuanto antes los muros de esta santa casa que, desde que él y los esbirros del rey llegaron, parecen temblar como si se aproximara el fin de los siglos.

—¿Creéis entonces que se marchará pronto?

—Al abad no le ha dicho nada al respecto mientras hablaban en la sala capitular tras su regreso de las montañas, pero no creo que seguir aquí le sea de alguna utilidad, sobre todo si aún está pensando que el caballero templario que perseguía está vivo y continúa su camino hacia las fronteras del norte. Si yo estuviese en su pellejo, pensaría que el proscrito se dirige hacia los castillos del Círculo de Piedra para buscar refugio junto a sus hermanos huidos en la fortaleza del duque Gulf de Östemberg.

Las últimas palabras del hermano Rinaldo reconfortaron a Grimpow, pues no sólo ardía en deseos de salir de su encierro, sino que también existía la posibilidad de que Dúrlib aún estuviese vivo.

—Ya veo que no has perdido el tiempo lamentándote de tu soledad entre estas cuatro paredes —dijo el viejo monje señalando el manuscrito sobre la llamada lapis philosophorum, que estaba abierto sobre la mesa—. ¿Has conseguido averiguar algo sobre lo que querías saber? —añadió.

—No exactamente, es un texto muy confuso e intrincado, aunque al menos he aprendido el modo de obtener en un laboratorio la piedra filosofal.

—¿Estás seguro de ello? La alquimia es un arte hermético, y como tal nada en ella es lo que parece.

—Creo que el velo de misterio que envuelve a muchos alquimistas no es más que pura palabrería —dijo Grimpow sin pudor.

—Es cierto que entre los falsos alquimistas abundaron, y aún abundan, los charlatanes, embaucadores, estafadores y bribones de ferias y mercados que ofrecían recetas maravillosas para fabricar oro, muchos de los cuales acabaron en el patíbulo, pagando con su vida su propia ignorancia y atrevimiento, pero algo de verdad hay en el afán de muchos sabios de todos los tiempos por adquirir un conocimiento certero de los secretos que rigen el mundo. Ésos son los verdaderos alquimistas, los que buscan en la piedra filosofal el ideal de la plena sabiduría.

—¿Vos creéis que la piedra filosofal existe realmente? —preguntó Grimpow.

—Muchos textos antiguos hablan del llamado lapis philosophorum como una fuerza misteriosa que transforma un metal vulgar en un metal noble como el oro, y por esa razón son muchos los que sueñan con poder fabricarla en su laboratorio a través del adecuado proceso alquímico, pero yo me inclino por pensar que esa transmutación sólo es una alegoría, un símbolo tras el que ocultar su verdadero significado, que no es otro que la búsqueda de la plenitud del conocimiento, como verdadera y primordial esencia del ser humano.

—Entonces, ¿pensáis que la auténtica piedra filosofal no es una piedra? —inquirió Grimpow, deseoso de oír la respuesta del viejo monje, pues su explicación se correspondía perfectamente con lo que él mismo había presentido desde que Dúrlib le diera el amuleto del caballero muerto en las montañas.

—¿Quién sabe? —dijo el viejo monje alzando su mirada al techo de madera como si quisiera encontrar la respuesta más allá de los tejados de la abadía, adentrándose mentalmente en el infinito cielo de la noche. Luego prosiguió con voz calmada—: Lo único cierto es que ningún sabio, alquimista o no, ha descrito nunca su exacta naturaleza, aunque algunos eruditos del arte de la transmutación afirman que la piedra filosofal es roja como las ascuas del fuego, y reluce en la oscuridad como un astro.

Eso era algo que Grimpow había podido comprobar que ocurría con la piedra, o lo que quiera que fuese el objeto mágico que él guardaba en la bolsita de lino que llevaba oculta, colgada del cuello, así que preguntó:

—¿Vos habéis intentado en alguna ocasión elaborar la piedra filosofal siguiendo las operaciones del proceso alquímico que se describen en este manuscrito? —preguntó, señalando el libro con la mirada.

—No tendría paciencia para soportar una espera tan larga e incierta, a pesar de mi afición por la astrología, para cuya observación es tan necesaria la paciencia como el tiempo —dijo sonriendo—. Pero puedo jurar ante Dios que el hermano Ássben, el monje herbolario, lleva años intentándolo en su pequeño laboratorio de la enfermería, usando todas las fórmulas, recetas y trucos que ha encontrado en estos libros prohibidos. Y desde que yo le conozco, y de eso hace ya muchos años, no ha conseguido obtener más que algunas tinturas de oro que hace siglos ya elaboraban los sacerdotes del antiguo Egipto para sus sepulturas y embalsamamientos, así como algún que otro exquisito licor de hierbas silvestres, que el hermano Brasgdo asegura que es el auténtico elixir de la vida —concluyó entre risas.

—¿Podré hablar con el hermano Ássben cuando salga de aquí?

—Estoy seguro de que se mostrará encantado de tener a un joven y apasionado discípulo como tú con el que compartir sus experimentos en el laboratorio de la enfermería.

Luego el viejo monje activó el mecanismo oculto que abría el estante giratorio y se marchó de la habitación secreta de su biblioteca como un espectro que atraviesa las paredes sin ser visto ni oído.