Capítulo XV

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Habían avistado la costa occidental de Armórica, la región conocida hoy como Pequeña Bretaña.

Murchad anunció:

—Dentro de unas horas divisaremos la isla de Uxantis, situada en el extremo ponentino de la costa.

Fidelma nunca había estado en Armórica, pero sabía que en los últimos doscientos años, decenas de miles de britanos habían tenido que emigrar a causa de la expansión de anglos y sajones; muchos se habían establecido entre los armoricanos. Muchos otros se refugiaron en el noroeste del reino de los suevos, lugar al que llamaron Galicia, el lugar hacia el que el barco se dirigía; otros también se asentaron en los Cinco Reinos de Éireann, pero en grupos menores. Sin embargo, fue en Armórica, entre pueblos que compartían una lengua y una cultura similares, donde los refugiados de Bretaña empezaron a cambiar el mapa político del país, hasta el punto de que esa tierra había sido rebautizada Pequeña Bretaña.

—En Uxantis nos aprovisionaremos de agua y comida —añadió Murchad—. Estamos a mitad de camino de nuestro viaje, pero después de esta escala, no habrá más ocasiones para estirar las piernas en tierra firme ni para comer caliente y darse un baño.

Fidelma tomó nota de lo anunciado distraídamente. Estaba pendiente de observar a los demás peregrinos mientras reposaban en la cubierta principal. No tenía las cosas nada claras. Uno de ellos era el asesino, ¡y ella ni siquiera sabía de quién debía empezar a sospechar! No había desvelado el secreto del hermano Guss: que sor Canair también estaba muerta. Esperaba que al reservar para sí aquel dato, alguien podría revelar información sin saberlo, lo cual identificaría a esa persona como el asesino. Lo cierto era que la acusación contra sor Crella aún no podía probarse.

El hermano Tola había adoptado su postura acostumbrada en la cubierta, sentado con la espalda contra el tonel de agua a la vera del palo mayor, leyendo su misal. Los hermanos Dathal y Adamrae se paseaban del brazo por la cubierta de manera extraña —o eso le pareció a Fidelma—, riéndose juntos de algún chiste privado. La esbelta figura de sor Ainder estaba sentada en el lado de estribor aleccionando al hermano Bairne. Sor Crella caminaba con impaciencia por la cubierta, abrazándose el cuerpo, afectada todavía y sin dejar de musitar para sí. Fidelma buscó al hermano Guss con la mirada, pero no estaba en ninguna parte. Y sor Gormán tampoco.

—Vaya, Fidelma.

Cian apareció a su lado, interrumpiendo sus cavilaciones. Su voz contenía un tono burlón.

—Por la fama que os habéis ganado en los últimos años, habría dicho que el misterio de sor Muirgel ya estaría resuelto a estas alturas.

Le costaba creer que hubiera podido ser tan inmadura para enamorarse de un hombre así. Contuvo el impulso de soltarle un exabrupto al recordar que todavía necesitaba obtener información de él; y en aquel momento se le estaba brindando la ocasión de hacerlo. Así pues, en vez de reaccionar mal, le preguntó con serenidad:

—¿Cuánto tiempo duró tu relación con sor Muirgel?

Cian parpadeó varias veces y su sonrisa creció.

—¿Ahora quieres indagar sobre mis amoríos? ¿Por qué me preguntas por Muirgel?

—Sencillamente porque sigo investigando su muerte.

Cian escudriñó la expresión flemática de Fidelma y levantó los hombros ligeramente.

—Si te hace falta saberlo, no hace mucho que acabamos. ¿Estás segura de que no me preguntas por interés personal?

Fidelma rió.

—Te tienes en muy alta estima, Cian… pero siempre fue así, claro. Sor Muirgel murió a manos de una persona a la que conocía. Ya lo he dicho durante el desayuno.

—¿Tratas de implicarme? —exigió Cian—. ¿Es posible que tu orgullo herido, después de tantos años, te haya trastocado y ahora quieras acusarme? ¡Es de lo más ridículo!

—¿Por qué iba a ser ridículo? ¿Acaso no hay amantes que se matan el uno al otro? —preguntó con inocencia.

—Mi historia con Muirgel acabó mucho tiempo antes de que este viaje diera comienzo.

—Mucho tiempo es un concepto impreciso.

—Bueno, una semana o así antes del viaje.

—¿La dejaste sin más? ¿O en este caso tuviste el valor para decírselo a la cara? —añadió sin miramientos.

El rostro de Cian se encendió.

—Para que lo sepas, ella me dejó a mí… y sí, me lo dijo a la cara. Por increíble que parezca, me dijo que se había enamorado de otro… de ese papanatas del hermano Guss.

Aquello verificaba una parte de la historia de Guss pese a que Crella negara que su amiga mantuviera una relación con él.

—Conociéndote, seguro que no aceptaste dócilmente el rechazo, Cian. Tienes demasiada vanidad. Imagino que te quejarías.

La profunda carcajada que Cian soltó tomó a Fidelma por sorpresa.

—Para que sepas, su confesión fue todo un alivio, porque yo mismo tenía intención de poner fin a nuestros amores.

—Me cuesta creer que permitieras que un muchacho como Guss te sustituyera sin que te picara el amor propio.

—Si te interesan los detalles morbosos, Canair y yo habíamos sido amantes una temporada. Estaba intentando librarme de Muirgel. Pero por suerte me lo puso fácil.

Dado el despliegue de jactancia, era más que evidente que Cian no mentía.

—¿Cuándo empezó la relación con Canair?

—¡Vaya, resulta que también quieres detalles de eso! De verdad, Fidelma, ¿desde cuándo te interesa la vida amorosa de los demás?

Fidelma tuvo que contenerse para no cruzarle la cara de un bofetón.

—Permíteme recordarte —dijo con frialdad—, que en este momento soy una dálaigh que investiga un asesinato.

—Una dálaigh a kilómetros de su casa, a bordo de un barco de peregrinos —se burló Cian—. No tienes derecho a husmear en mi vida, dálaigh.

—Tengo pleno derecho. Así que mantuviste relaciones con Canair y con Muirgel. Conociendo tu carácter, supongo que galanteabas con buena parte de las jóvenes de Moville.

—Estás celosa, ¿verdad? —replicó con sorna—. Siempre fuiste posesiva y celosa, Fidelma de Cashel. No vistas tu fisgoneo de obligación laboral. Ya tuve suficiente con tu malhumor cuando era más joven.

—No me interesa tu necia vanidad, Cian. Sólo me interesa la información. Tengo que averiguar quién mató a Muirgel.

Se dio cuenta de que habían ido subiendo la voz y que estaban hablándose a gritos. Por fortuna, el rumor del viento y el mar había tapado sus palabras, aunque Murchad, que estaba cerca, a la espadilla, miraba al mar de frente, con un gesto que pretendía disimular su vergüenza ajena. Fidelma supuso que había oído la discusión.

De pronto Fidelma advirtió que la joven e inocente sor Gormán había subido a cubierta con discreción; estaba cerca de ellos y los escrutaba con profunda curiosidad. Toqueteaba un mantón que tenía echado sobre los hombros para protegerse del viento frío que soplaba. No bien Fidelma la miró, soltó una risilla y empezó a salmodiar:

Mi amado es fresco y colorado,

se distingue entre millares.

Su cabeza es oro puro,

sus rizos son racimos de dátiles.

Sus ojos son palomas posadas al borde de las aguas,

que se han bañado en leche,

y descansan a la orilla del arroyo…

Cian musitó una exclamación despreciativa y dio media vuelta para descender por la escalera de cámara, rozando a la joven muchacha al pasar. Sor Gormán soltó una risa aguda.

Fidelma pensó que Gormán era una criaturita extraña. Parecía capaz de citar pasajes enteros de las Santas Escrituras sin el menor esfuerzo. ¿Qué acababa de recitar? ¿Algo del Cantar de los Cantares? Sor Gormán levantó la vista y sus ojos se volvieron a encontrar con los de Fidelma. Volvió a sonreírle… pero era la suya una sonrisa extraña, exenta de humor, apenas un movimiento muscular. Entonces la joven se giró y empezó a alejarse.

—¡Sor Gormán!

Fidelma se había prometido hacerle un poco de compañía, pues saltaba a la vista que era muy excitable, aunque nadie parecía preocuparse por ella. Mientras Fidelma se acercaba, la muchacha la miraba con recelo.

—Espero que ya no os sigáis culpando de lo que le ha pasado a sor Muirgel.

La expresión cariacontecida de la joven monja se agravó.

—¿A qué os referís?

—Bueno, me contasteis que os sentíais culpable de que Muirgel hubiera caído por la borda por haberla maldecido.

—¡Ah, eso! —exclamó Gormán quitándole importancia con un mohín—. Era una tontería. Claro que mi maldición no la mató. Ha quedado demostrado con su muerte. Si mi maldición la hubiera matado, no habría estado viva estos dos últimos días.

Fidelma levantó un poco los ojos ante la aparente insensibilidad que revelaba su tono. Pero Gormán mostraba cambios bruscos y extraños de temperamento.

—Como sabéis —aprovechó Fidelma—, estoy preguntando a cada uno dónde estaba justo antes de sentarse a desayunar. Vos habéis dicho que estabais en vuestro camarote, ¿verdad?

—Así es —respondió, cortante.

—¿Y estaba con vos sor Ainder, con quien compartís camarote?

—No, ella salió un momento.

—Ah, sí; eso ha dicho.

—Muirgel está muerta. Perdéis el tiempo haciendo estas preguntas —le soltó Gormán.

Fidelma pestañeó ante el tono descortés.

—Es mi obligación hacerlo —contrapuso, y luego trató de reconducir la conversación a fin de llevarla a su terreno—. Me he fijado en que os gusta recitar los cantos de las Escrituras.

—Todo está en los textos sagrados —respondió Gormán de un modo casi arrogante—. Todo.

De pronto miró a Fidelma a los ojos sin parpadear y sus facciones volvieron a formar una sonrisa inquietante.

No hay para tu úlcera remedio,

no tienes curación.

Todos tus amadores te han olvidado,

no preguntan por ti,

pues yo te herí…

Fidelma se estremeció a su pesar.

—No os comprendo…

Gormán dio una patada al suelo.

—Jeremías. Conoceréis las Escrituras, ¿no? Es un epitafio adecuado para Muirgel.

Dicho esto se apartó de ella y se alejó precipitadamente, pasando junto a la alta figura de sor Ainder. Ésta se acercó a la muchacha como si tuviera intención de hablar con ella, pero ésta la empujó, lo cual hizo soltar una exclamación de enfado a la monja de rasgos angulosos, pues casi perdió el equilibrio con el empellón.

—¿Le pasa algo a sor Gormán? —le preguntó a Fidelma.

—Creo que necesita a un amigo que le dé consejo —respondió Fidelma.

Sor Ainder sonrió.

—Ni falta hace decirlo. Siempre ha sido muy reservada, y a veces hasta habla sola, como si no necesitara a nadie más. Pero dicen que los verdaderos santos ven y hablan con los ángeles. Yo no la juzgaría mal, ya que es posible que tenga más fe que todos nosotros juntos.

—Yo creo que es sólo un alma atribulada.

—Y la locura puede entenderse como un don de Dios, de modo que tal vez haya que bendecirla.

—¿Pensáis que está loca?

—Si no loca, sí algo excéntrica, ¿no os parece? Miradla, ahí va otra vez, musitando imprecaciones y maldiciones.

Sor Ainder apretó los labios; al parecer no quería seguir hablando de aquello, porque comentó, cambiando de tema:

—Parece que en este barco de peregrinos con rumbo a un santo lugar algo brilla por su ausencia.

—¿Y es? —preguntó Fidelma con prudencia.

—La religión precisamente. Me temo que aparte de pocas excepciones, Dios no acompaña a los que emprendieron esta travesía.

—¿Qué os hace pensarlo?

Sor Ainder clavó su mirada vidriosa en los ojos de Fidelma.

—No había religiosidad, ciertamente, en la mano que mató a sor Muirgel, como no había religiosidad tampoco en ella misma. Esa joven habría estado mejor en una casa de mancebía.

—¿No teníais simpatía por Muirgel?

—Como os dije el otro día, no la conocía lo bastante para tenerle antipatía. Yo sólo desaprobaba su soltura con los hombres. Pero, como os dije, al parecer nadie en el grupo de peregrinos, como se hacen llamar, la consideraba compañía escandalosa.

—Supongo que vos no os consideráis «compañía escandalosa». ¿Hay más excepciones?

—El hermano Tola, por supuesto.

—¿Y yo no? —le preguntó Fidelma, sonriente.

Sor Ainder la miró con pena.

—Vos no sois una religiosa. Vuestro interés es la ley; sois una hermana de la fe por accidente.

Fidelma hizo un esfuerzo por mantener un gesto impasible. No sabía que fuera tan evidente. Primero el hermano Tola y, luego, sor Ainder creían tener derecho a llamarle la atención sobre su religiosidad. Fidelma decidió sostener la conversación.

—¿Y qué opináis del resto del grupo? ¿No los consideráis dignos de ser religiosos?

—Desde luego que no. Cian, por ejemplo, es un mujeriego, un hombre falto de moral y de consideración hacia los demás. Su alma carece de bondad. Con tanta vanidad, nunca se daría cuenta si le hiciera daño alguien. Hacía bien siendo un guerrero. El destino lo llevó a buscar seguridad en una abadía. Pero fue una decisión desacertada.

Luego sor Ainder señaló al otro extremo de la cubierta, donde estaban Dathal y Adamrae.

—Ese par de jóvenes deberían estar… ¡en fin! —Retorció el rostro con una mueca de desaprobación.

—¿Los censuraríais a ellos también? —quiso saber Fidelma.

—Nuestra religión los condena. Recordad la palabra de Pablo a los romanos: «E igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir».

Fidelma puso mala cara.

—Todos sabemos que Pablo de Tarso era asceta y creía en una moral austera y rígida.

Sor Ainder movió la cabeza con un gesto de irritación.

—Está muy claro, hermana, que no tenéis en cuenta las palabras que Dios dijo a Moisés. Levítico dieciocho, versículo dos: «No te ayuntarás con hombre como mujer; es una abominación». ¡Una abominación! —repitió con furia en la voz.

Fidelma dejó pasar unos momentos antes de recordarle:

—¿Acaso la base de nuestra fe no es la salvación de todos? Todos somos pecadores y todos necesitamos la salvación. Dios no juzgó al mundo. Por consiguiente, nosotros no tenemos derecho a juzgarlo. Os recordaré las palabras del Evangelio de San Juan: «Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él».

Sor Ainder llegó a reírse, aunque con amargura.

—Sois sin duda una dálaigh, pues recurrís a toda clase de citas para defender vuestros argumentos. ¿Sois una mujer de ley y aun así habláis de no juzgar al mundo?

—Yo no juzgo. Yo busco la verdad… y en la verdad reside la responsabilidad.

Sor Ainder dio por terminada la conversación con un resoplido. Antes de marcharse, empero, se volvió para puntualizar:

—El hermano Bairne sería la única persona, seguramente, a la que yo salvaría de este barco de necios. Él tiene posibilidades religiosas, pero los demás… sor Crella, por ejemplo… en fin, no parece mejor que su amiga Muirgel. Os lo aseguro: este cascarón que navega por las aguas marinas concentra los siete pecados capitales que condena el Dios vivo. Hay ira y codicia, hay envidia y gula, hay lujuria y orgullo, y hay pereza.

Fidelma miró a aquella monja severa sin disimular su asombro.

—¿Y habéis identificado todos esos pecados entre nosotros?

El gesto de sor Ainder no se suavizó.

—Descubriréis que la lujuria es el más destacado en este barco. Parece que es el pecado más compartido entre nuestro grupo.

—Vaya —exclamó Fidelma con una sonrisa breve—. ¿Y yo participo del pecado de la lujuria?

Sor Ainder movió la cabeza.

—Oh, no, Fidelma de Cashel. El vuestro es el más grave de los siete… pecáis de soberbia. Y la soberbia encubre los defectos propios.

Fidelma sintió que sus facciones se endurecían levemente. Habría estado preparada para reírse de buena gana si sor Ainder la hubiera acusado de cualquiera de los otros seis pecados, pero no esperaba que la acusara de soberbia. La dura observación le dolió, porque era algo que preocupaba a Fidelma desde hacía un tiempo. Cierto que se enorgullecía de sus aptitudes, pero no se envanecía de ellas. Era muy distinto. Aunque nunca sabía muy bien dónde radicaba la diferencia. Para ella, la falsa humildad era peor que la soberbia por los logros propios.

Con una sonrisa de suficiencia, sor Ainder observaba el cambio en la expresión de Fidelma.

—Proverbios, sor Fidelma —entonó—. Proverbios dieciséis, versículo dieciocho: «La soberbia es heraldo de la ruina».

Fidelma enrojeció de furia y la puso a prueba exigiéndole:

—¿Y qué pecado reconocéis vos, Ainder de Moville?

Sor Ainder dejó asomar una sonrisa y respondió con aplomo:

—Yo conservo mi alianza con el Señor.

Fidelma arqueó las cejas y dijo sin contemplaciones:

—Así que el que tiene mocos se ríe de los mocos en la nariz ajena.

Era un antiguo proverbio rural que le había oído a un granjero en una ocasión. Era burdo y crudo, pero Fidelma sentía una profunda ira por la presunción de aquella mujer, y lo soltó sin pensar.

Sor Ainder exclamó de indignación ante la vulgaridad.

Murchad, que seguía a la espadilla, soltó una risotada. Era la clase de humor que él sabía apreciar.

Aun así, tras decir el proverbio, Fidelma se sintió contrita y se volvió hacia sor Ainder para disculparse por haberse dejado llevar. Pero sor Ainder ya se alejaba a paso firme de allí.

Fidelma se quedó un instante donde estaba y luego, sintiéndose culpable, buscó la mirada de Murchad. El capitán todavía se sonreía y, cuando sus miradas se cruzaron, reprimió la risa.

—Disculpadme, señora, pero es que tenéis toda la razón. Esa mujer es la personificación de la soberbia de la que os acusa.

Fidelma agradecía su apoyo, pero seguía sintiéndose contrita.

—Las palabras pronunciadas por boca sañuda, digan o no la verdad, no suelen causar el efecto…

Un grito la interrumpió. No era el grito del vigía, sino un grito de alarma. Alguien desde la cubierta —a Fidelma le pareció la voz del hermano Bairne— lo había proferido. El monje apuntaba con el dedo hacia delante.

En la cubierta de proa había dos figuras de pie: sor Crella y, a poca distancia, el hermano Guss.

Éste se apartaba de ella con una actitud casi apocada. El hermano Bairne había gritado para advertir a Guss de que se acercaba peligrosamente a la baranda del barco.

Sin embargo, el aviso llegó tarde.

El hermano Guss se tambaleó en el borde del lado de estribor y cayó de espaldas al mar con un grito despavorido.

Murchad bramó:

—¡Hombre al agua!

Muchos de los que había en cubierta, entre ellos Fidelma, corrieron al lado de estribor. El barco navegaba a toda vela, y veían la cabeza del hermano Guss a una distancia cada vez más alarmante, subiendo y bajando en el agua.

—¡Preparados para virar por redondo! —ordenó Murchad a voz en grito.

La tripulación al completo apareció como por arte de magia y empezó a abatir las velas, mientras Gurvan y otro marinero empujaban la espadilla con todo el peso de su cuerpo para virar el barco, con aparente lentitud, siguiendo el recorrido de un arco abierto.

Fidelma corrió a la cubierta de proa.

Sor Crella seguía allí de pie. Estaba encorvada hacia delante, y con los brazos se rodeaba los hombros. Vio cómo Fidelma se acercaba tratando de no perder el equilibrio. Estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos. El gesto de horror en su rostro era innegable.

—Se… se ha caído… —balbuceaba, incapaz de reaccionar.

—¿Qué le habéis dicho? —exigió Fidelma con severidad—. ¿Qué le habéis dicho a Guss?

La chica la miraba como si no pudiera hablar.

—Se apartaba de vos —insistió Fidelma, hablándole con dureza para hacerla reaccionar—. ¿Le estabais amenazando?

—¿Amenazando? —Sor Crella la miró con perplejidad—. No sé qué queréis decir.

—Entonces, ¿qué le habéis dicho para que se asustara tanto que cayera al agua?

—¿Cómo puedo saberlo?

—¿Qué le habéis dicho?

—Le he dicho que sabía lo de la séptima unión, sólo eso.

—¿Qué? —Fidelma no sabía de qué hablaba.

—Deberíais conocerla —le echó en cara sor Crella, recuperando la compostura en un momento. Su rostro adoptó una mirada de desafío—. Ahora dejadme en paz. Lo sacarán del agua de un momento a otro y podréis preguntárselo vos misma.

Sor Crella apartó a Fidelma y se alejó corriendo por la cubierta.

Sin perder un instante, Fidelma volvió con Murchad. La tripulación y los demás pasajeros seguían asomados a ambos lados del barco intentando localizar a Guss en el agua.

—¿Podremos alcanzarle? —preguntó Fidelma sin aliento cuando llegó al lado de Murchad.

—Me temo que por el momento ni siquiera se le ve —respondió el capitán con pesadumbre.

—¿Cómo? Pero si estaba muy cerca.

Murchad se mostraba taciturno.

—Aunque hubiéramos reducido la vela y virado enseguida, nos habríamos alejado mucho del lugar en que ha caído. Hemos retrocedido y pasado otra vez por la estela, pero no hay señales de él.

Levantó los ojos al tope del palo mayor, donde habían apostado a un vigía.

—¿Alguna señal, Hoel? —bramó.

La voz respondió con una negativa.

—Haremos lo posible por encontrarlo. La única posibilidad de que se haya salvado es que sea un buen nadador.

Fidelma miró hacia donde estaba el hermano Bairne mirando al agua con gesto de preocupación.

—¿Sabéis si Guss sabe nadar? —le preguntó.

El hermano Bairne movió la cabeza.

—Ni siquiera un buen nadador aguantaría mucho en estas aguas.

—Haré lo que esté en mis manos —estaba diciendo Murchad—. Es lo único que puedo hacer.

Fidelma se colocó junto al hermano Bairne.

—Cuando gritasteis, ¿qué visteis? —le preguntó en voz baja para que los demás no la oyeran.

—¿Que qué he visto? He gritado porque he visto que Guss retrocedía dando traspiés cerca del borde.

—Pero ¿os habéis fijado en qué lo ha hecho retroceder de esa forma tan peligrosa?

—Yo creo que no era consciente del peligro que corría.

Fidelma se impacientaba.

—¿Habéis visto si sor Crella lo amenazaba?

El hermano Bairne puso cara de asombro.

—¿Que sor Crella lo ha amenazado? ¿Habláis en serio?

—¿No habéis reparado en que Guss estaba hablando con sor Crella en la cubierta de proa?

—Sí, claro. Estaban hablando, y el hermano Guss ha dado unos pasos hacia atrás quizá de manera algo precipitada, o eso me ha parecido. He gritado para advertirle, pero ha tropezado y ha caído —explicaba el hermano Bairne mirándola con perplejidad.

—Gracias. Sólo quería saber qué habíais visto, nada más.

Regresó a la cubierta de popa sin prisa y con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, sumida en sus reflexiones. A medida que pasaba el tiempo, el desánimo se abatía sobre todo el mundo. Al cabo de una hora, Murchad dio por concluida la búsqueda.

—Me temo que no hay nada que podamos hacer ya por ese pobre muchacho —comunicó a Cian, que había vuelto a imponer su autoridad sobre el grupo—. Debe de haberse ahogado en el momento de caer. Ahora ya podemos desechar toda esperanza. Lo lamento.

Fidelma descendió al camarote de sor Crella.

Sor Crella estaba tumbada boca arriba con la vista fija en el techo. Al ver entrar a Fidelma, se incorporó con un gesto esperanzado, pero al ver la expresión sombría de Fidelma, su súbita alegría desapareció.

—Murchad ha suspendido la búsqueda del hermano Guss —anunció Fidelma—. No hay esperanza de hallarlo con vida.

Sor Crella no alteró el semblante.

—Ahora quizá podáis explicarme a qué os referíais —prosiguió Fidelma.

La voz de sor Crella palpitaba con tensión.

—Una dálaigh como vos debería saber qué es la séptima unión.

—¿La séptima unión? —repitió Fidelma con la mirada lúcida—. ¿Os referís a la séptima forma de unión entre varón y mujer? ¿El término jurídico que designa las relaciones sexuales secretas?

Sor Crella cerró los ojos sin responder.

—Sí, conozco la ley sobre la séptima unión —asintió Fidelma—, pero carece de todo sentido en estas circunstancias. ¿Por qué el hermano Guss ha reaccionado de esa manera?

—Sólo le he dicho que yo sabía que no dejaba de acosar a Muirgel. —Sus ojos brillaban, su mirada era desafiante—. ¿Sabéis? Creo que Guss la mató porque no respondía a sus insinuaciones.

Fidelma se sentó en la única silla del camarote.

—¿Acosar? Interesante palabra.

—¿Cómo lo llamaríais si no, cuando una persona intenta imponer sus atenciones a otra? —inquirió sor Crella.

—¿Así que creéis que el hermano Guss imponía sus atenciones a sor Muirgel y que ella no le correspondía?

—Por supuesto. Era un lunático… lo mismo que el hermano Bairne. Muirgel no quería nada con él. De eso estoy segura.

—¿Y cómo puedes estarlo tanto?

—Porque Muirgel era mi amiga. Ya os lo dije: entre nosotras no había secretos.

—Y aun así Muirgel no os contó que temía por su vida y que iba a esconderse en el barco, ¿no? Si entre Muirgel y Guss no había nada, ¿por qué la ayudó a esconderse… incluso de vos?

Crella miraba a Fidelma con furia.

—Guss ha estado contando embustes sobre Muirgel.

—Entonces, ¿cómo se explica que Muirgel recurriera a Guss cuando se sintió amenazada? —insistió Fidelma—. ¿Que fuera Guss quien la ayudara a esconderla los dos últimos días?

—Ese mancebo granujiento iba diciendo por ahí que era amante de Muirgel. Y yo puse en entredicho la séptima unión.

De pronto Crella se agachó e introdujo un brazo bajo la litera, de donde sacó un cuchillo largo y fino con un movimiento continuo. Se levantó y lo empuñó ante sí. Fidelma reaccionó deprisa poniéndose en pie, dispuesta a defenderse del ataque. Pero sor Crella sencillamente se quedó mirando el cuchillo. Luego lo ofreció a Fidelma por la empuñadura.

—Tomad.

Fidelma estaba atónita.

—¡Vamos! —le gritó sor Crella—. ¡Cogedlo! Ya veréis que aún tiene sangre seca.

—¿Qué es esto?

—El cuchillo con el que seguramente mataron a mi pobre amiga, ¿qué si no?

Fidelma tomó el cuchillo con cuidado. Era cierto que en la hoja había restos de sangre seca, aunque no podía saber si ésa era el arma del asesino. Como tampoco podía demostrar que no lo fuera. Era un cuchillo de cortar carne.

—¿Qué os hace pensar que con esto mataron a vuestra prima? —inquirió planteando la pregunta con tiento—. ¿Cómo ha llegado a vuestras manos?

—El hermano Guss lo metió en mi camarote —respondió Crella tragando saliva—. Yo había salido a desayunar. Luego llegasteis vos y nos comunicasteis que Muirgel había muerto. De regreso a mi camarote me encontré con Guss en el pasillo; no me gustó nada el modo en que me miraba. Se rozó conmigo al pasar y subió a la cubierta. Yo me dirigí a mi camarote, y allí encontré el cuchillo.

Fidelma miró al suelo bajo la litera; desde allí no veía nada.

—¿Dónde estaba? —preguntó.

—Debajo de la litera.

—¿Y cómo lo visteis?

—Por casualidad.

—¡La casualidad no permite ver a través de objetos sólidos! No lo podríais haber visto desde ningún ángulo de esta sala a menos que os hubierais arrodillado a mirar bajo la cama.

Crella no se inmutó.

—Volví con una manzana en la mano. Al abrir la puerta, se me cayó. Al agacharme a cogerla, vi el cuchillo.

—Pero no visteis a Guss meterlo ahí, ¿no? Vuestra versión no explica por qué pensáis que Guss era el culpable.

—Porque estábamos todos desayunando… a excepción de una persona. El hermano Guss no estaba con nosotros. Vos dijisteis que estaba en su camarote, pero yo le vi fuera de su camarote. Guss ha tratado de implicarme en el asesinato de Muirgel. Le dijo a todo el mundo que yo era la asesina —se quejó frunciendo el ceño—. Seguramente a vos también.

—¿Quién os dijo que había dicho a todo el mundo que erais la asesina? —quiso saber Fidelma.

Crella vaciló.

—El hermano Cian. Guss se lo dijo a él; me lo contó Cian.

—¿Y cómo reaccionasteis? Habíais hallado el cuchillo y Cian os dijo que Guss os acusaba. ¿Qué hicisteis luego?

—Me enfadé tanto, que subí a cubierta hecha una furia para hacer frente a Guss.

—Pero dejasteis el cuchillo en el camarote.

—¿Cómo lo sabéis?

—Porque no lo llevabais en la mano cuando estabais en la cubierta, y acabáis de sacarlo de debajo de la litera.

—Sí, lo dejé aquí.

—Es extraño, pues, que no os llevarais el arma para hacer frente a Guss.

—No lo sé. Sólo quise advertirle de que yo sabía la verdad de esas falsas relaciones sexuales secretas con Muirgel. ¡Yo sólo quería advertirle de que no se saldría con la suya!

—Y no se salió, ¿verdad? Lo asustasteis tanto, que al apartarse de vos cayó al agua. —Sor Crella empezó a quejarse, pero Fidelma se empeñó en seguir hablando—. Era un asesino despiadado, ese hermano Guss, que no sólo mataba sino además colocaba las pruebas del delito en lugares que incriminaran a otros… y aun así, cuando una mujer le plantó cara delante de todo el mundo, se asustó tanto, ¡que él mismo se cayó por la borda!

Sor Crella percibió el sarcasmo en su voz.

—¡Él puso el cuchillo ahí y me acusó!

—Por desgracia, ya no podemos interrogar a Guss —observó Fidelma con frialdad—. Con su muerte parece que todo queda convenientemente resuelto.

Crella la miró con recelo.

—No sé qué insinuáis.

—Decidme, ¿cómo estáis tan segura de que Muirgel no tenía una relación con Guss? Aún no lo he entendido.

Crella adelantó el mentón.

—¿No me creéis?

—¿Mantenía Muirgel muchas relaciones?

—Las dos sabemos muy bien qué es ser una mujer en edad de merecer. Las dos hemos tenido nuestros propios amoríos.

—¿Así que ella siempre os contaba con quién pasaba las noches?

Crella la miró, sonriendo a la defensiva.

—Claro que sí.

—¿Cuándo fue la última vez que os habló de un asunto amoroso?

—Ya os lo dije el otro día. Estaba con Cian. De hecho, yo misma estuve en amores con Cian antes de cansarme de él.

—¿No será más bien que Cian os dejó por Muirgel?

El rostro de Crella se encendió.

—A mí nadie me deja.

—¿Verdad que eso despertó celos e ira en vos?

—¡No los suficientes para matarla! No seáis ridícula. A menudo intercambiábamos amantes. Éramos amigas íntimas además de primas, no lo olvidéis.

—¿Y creéis que aún mantenía su relación con Cian y no con Guss?

—Con Guss no, pero creo que tuvo una discusión con Cian antes de partir de Moville.

—¿Qué os hace estar tan segura de que no tenía nada con Guss? Sobre todo por la consabida postura libertina de Muirgel ante la vida.

—Porque me lo habría contado —insistía en afirmar Crella—. Guss era la última persona con quien habría tenido amores. Era un hombre demasiado serio. A mí me parece evidente que, cuando Guss se enamoró perdidamente de Muirgel y ella lo rechazó, planeó su muerte y luego la mató.

—¿Y cómo explicáis que Muirgel se escondiera en el barco durante un par de días con la intención de hacer creer a los demás que había caído por la borda?

—Tal vez lo hizo para huir de las atenciones de Guss.

—Entonces, ¿por qué no os hizo partícipe de su secreto? Disculpad, Crella, pero los hechos apuntan a que Guss era, de hecho, su amante. Pero hay otra cuestión: ¿cómo explicáis lo de sor Canair?

Fidelma miró fijamente a los ojos de Crella para observar su reacción.

Un atisbo de perplejidad asomó a su rostro.

—¿Sor Canair? ¿Qué sucede con ella?

—¿Afirmáis que Guss también la mató?

La perplejidad de su gesto se agravó y no era fingida.

—¿Qué os hace pensar que hayan matado a sor Canair? Si ni siquiera conocíais nuestro grupo hasta después de zarpar, ¿por qué ibais a saber algo de sor Canair?

Fidelma se la quedó mirando y le dirigió una sonrisa.

—Por nada —dijo quitándole importancia—. Por nada en absoluto.

Dio media vuelta y salió del camarote con el cuchillo en la mano.

O bien sor Crella decía la verdad o… Fidelma movió la cabeza. Era el caso más frustrante con que se había encontrado. Si sor Crella decía la verdad, Guss era un embustero excepcional. Si el hermano Guss había dicho la verdad, Crella debía de estar mintiendo. ¿Quién había dicho la verdad? ¿Quién mentía? Le habían enseñado que la verdad era poderosa y prevalecería. Pero era incapaz de atisbarla siquiera en aquel asunto.

No serviría de nada relatar a Crella la historia que le había contado Guss, porque sencillamente la negaría si ella era culpable, y sin más pruebas, no conduciría a ninguna parte. Fidelma tenía la impresión de haber ido a parar a un callejón sin salida.