Capítulo VII
Fidelma se había levantado, lavado y vestido, y estaba dando los últimos toques con el cepillo cuando llamaron a la puerta del camarote.
Era el oficial de cubierta bretón, Gurvan.
—Disculpadme, señora.
Fidelma suspiró para sí al oír el tratamiento. Era indiscutible ya que el barco entero se había enterado de que era hermana del rey de Muman. Gurvan pasó por alto su gesto de irritación y prosiguió:
—Quería comprobar que os habíais recuperado tras la tormenta y que todo está en orden.
—Gracias, estoy bien —asintió Fidelma, y luego vaciló.
Recordaba vagamente que alguien la había despertado poco antes del alba, al amainar la tormenta. Tenía la vaga sensación de que alguien había abierto la puerta del camarote, se había asomado y la había cerrado otra vez. El agotamiento le había impedido abrir los ojos siquiera y se había vuelto a dormir en el acto.
—¿Habéis entrado antes? —preguntó al muchacho.
—Yo no, señora —aseguró el oficial—. Los demás no tardarán en desayunar; lo digo por si queréis uniros a ellos —la invitó y, tras hacer amago de irse, se volvió hacia ella para añadir—: Espero no haber pecado de malos modales al ordenaros que volvierais a vuestro camarote durante la tempestad.
De modo que Gurvan era quien se hallaba al otro lado de la puerta cuando el momento de pánico la empujó a subir a cubierta.
—En absoluto. Yo soy quien no debiera haber intentado salir a cubierta; pero es que estaba preocupada.
Gurvan le sonrió con timidez, tocándose la frente.
—Servirán el desayuno en un momento, señora —repitió.
Fidelma pensó que debía de haberse dormido.
—Muy bien. Ahora iré.
El oficial de cubierta se retiró. Fidelma lo oyó entrar en el camarote de enfrente y cerrar luego la puerta.
Al salir del camarote, Fidelma se maravilló ante lo que vieron sus ojos. Era como si se hubieran adentrado en una nube, pues una espesa niebla envolvía el Barnacla Cariblanca. Apenas si podía distinguir la parte superior del mástil, y mucho menos la popa. Había visto algo parecido otras veces, pero normalmente en lo alto de una montaña, cuando tales nieblas descendían repentinamente. Siempre era preferible detenerse y esperar a que se disiparan a menos que uno conociera la ruta más segura por la que descender.
Reinaba un silencio extraño y resonante, y el suave soplo del mar acariciaba toda la embarcación. La bruma formaba remolinos y volutas como el humo de una hoguera. Sin embargo no se disipaba, lo cual le pareció extraño. Sentía la necesidad incontrolable de dispersar aquella niebla, pues se movía con facilidad al pasar la mano.
De pronto Gurvan volvió a salir del camarote.
—Es bruma —explicó innecesariamente—. Ha aparecido después de la tormenta. Creo que tiene algo que ver con las aguas cálidas de esta zona y el frío de la tempestad. No hay nada que temer.
—No tengo miedo —le aseguró Fidelma—. Ya he visto esta niebla en otras ocasiones. Sencillamente me ha sorprendido, tras la tormenta de anoche.
—El sol no tardará en disiparla al subir y calentar el aire.
Gurvan se volvió a decir algo a un par de marineros, a los que apenas se vislumbraba en medio de aquella atmósfera misteriosa. Estaban sentados de piernas cruzadas en la cubierta, cosiendo al parecer unas piezas de lona.
Fidelma se abrió paso entre la niebla de la cubierta para dirigirse a la popa del barco. Le sorprendía que, tras el tiempo fortunoso de la noche anterior, soplara contra sus mejillas un viento suave que hacía flamear con languidez la vela mayor, como si fuera un aleteo que resonara en el silencio. El barco estaba quieto, lo cual indicaba que, bajo el manto de niebla, el mar estaba plano y tranquilo. En la penumbra, no observó daños causados por la tormenta. Todo parecía limpio y en orden.
Como apenas era capaz de ver unos pocos metros por delante y caminaba deprisa, Fidelma chocó contra una figura envuelta en un hábito con el capuchón sobre la cabeza. La figura murmuró con el topetazo.
—Lo lamento mucho, hermana —se disculpó Fidelma al ver que era una de las monjas.
Le resultó familiar, pero para su sorpresa, la figura mantuvo el rostro apartado, musitó algo incomprensible y desapareció entre la niebla. Fidelma quedó boquiabierta ante semejante falta de educación, y se preguntó cuál de todas era incapaz de responder a una disculpa cortés.
El capitán Murchad hizo aparición delante de ella. Descendía por los escalones de madera de la cubierta de popa a la principal. Al reconocerla, el capitán levantó la mano a modo de saludo.
—Una mañana curiosa, señora —le dijo al acercarse a ella, que reparó en que parecía irritado—. ¿Habéis visto cosa semejante alguna vez?
—Alguna que otra vez en las montañas —asintió ella.
—Claro, en las montañas —afirmó Murchad—. Pero no tardará en escampar. El sol ascenderá, y el calor disipará la bruma. —No parecía tener intención de bajar a entrecubiertas—. ¿Cómo ha encajado la malina? —preguntó de pronto.
—¿La malina? —repitió Fidelma, y al instante recordó que así llamaban los marineros a las tempestades—. Al final me he quedado dormida, pero más por agotamiento que por otra cosa.
Murchad soltó un largo suspiro.
—Ha sido una malina de cuidado. Me ha desviado medio día o más del rumbo. Nos ha empujado hacia el sureste, mucho más hacia el este de lo que pretendía. —Parecía preocupado y nada contento.
—¿Supone eso un problema? —se interesó Fidelma—. Seguro que a nadie le importará viajar un día más a bordo.
—No es eso…
La duda del capitán, así como su renuencia a descender a entrecubiertas para reunirse con el resto desconcertó a Fidelma.
—Entonces, ¿dónde está el problema, Murchad? —insistió.
—Me temo… que hemos perdido un pasajero.
Fidelma lo miró sin comprender del todo.
—¿Que hemos perdido un pasajero? ¿Os referís a uno de los peregrinos? Pero ¿qué queréis decir con «perdido»?
—Por la borda —explicó lacónicamente.
Fidelma quedó impresionada.
Tras unos instantes sin decir nada, Murchad añadió:
—Hicisteis bien en quedaros en el camarote durante la tempestad, señora. Los pasajeros no pueden subir a cubierta con semejante braveza. Tendré que imponerlo como norma para que se cumpla. Jamás había perdido a nadie por la borda en mi vida.
—¿Quién ha sido el desafortunado? —preguntó Fidelma sin aliento—. ¿Cómo ha sucedido?
Murchad encogió y dejó caer los hombros para expresar desconocimiento.
—¿Cómo? No lo sé. Nadie ha visto nada.
—¿Y cómo sabéis que alguien cayó al agua?
—Lo ha sugerido el hermano Cian.
Fidelma frunció el ceño.
—¿Y que tiene él que ver con esto?
—Ha venido a verme al poco de amanecer. Por lo visto se considera el responsable de los peregrinos a bordo de este barco… se presta a ser su portavoz.
Fidelma mostró su discrepancia con un resoplido y dijo luego con severidad:
—Os aseguro que carece de autoridad alguna para hablar por mí.
Murchad siguió su relato sin atender a la queja.
—Tras la tormenta, pensó que le correspondía comprobar que todo el mundo estaba bien. Incluso fue a vuestro camarote.
—No, al mío no vino.
—Con vuestro permiso, señora —requirió Murchad—, él me ha dicho que se asomó a vuestro camarote, pero vio que dormíais.
¡De modo que aquello la había despertado!: una puerta cerrándose con suavidad. La enfureció que Cian, de entre todos, hubiera entrado en su camarote mientras dormía, y se sintió ultrajada por ello.
—Proseguid —dijo, decidida a asegurarse de que no se le volviera a permitir el acceso a su camarote.
—Bueno, resulta que el hermano Cian no encontraba por ninguna parte a un miembro del grupo. Tampoco estaba en su camarote. Al acudir a mí y contarme lo que se temía, he ordenado a Gurvan una búsqueda rigurosa en todo el barco. Pero no ha encontrado nada. Acabo de ordenar una segunda búsqueda.
Aquello explicaba, pues, la curiosa visita de Gurvan a su camarote momentos antes. Como si hubieran invocado su presencia, Gurvan apareció por la cubierta, bamboleándose.
Murchad lo miró con ojos preocupados, y el oficial respondió negando con la cabeza a la pregunta que el capitán no había pronunciado.
—De proa a popa, patrón. Ni rastro. —Gurvan era hombre de pocas palabras.
Murchad miró a Fidelma con congoja.
—Era la última oportunidad de encontrarla.
Tenía la esperanza de que el miedo la hubiera llevado a buscar algún hueco en el barco para esconderse.
Fidelma sintió cierto abatimiento. No era un principio auspicioso para un peregrinaje. La primera noche fuera de Ardmore, y perdían un peregrino.
—¿De quien se trata? —preguntó—. ¿Quién es la persona que falta?
—Es sor Muirgel. Mejor será que bajemos: los demás están tomando el desayuno. Más vale que dé la triste noticia a sus compañeros. No quiero perder más pasajeros en esta travesía.
Dejó a Gurvan al mando del barco mientras él estuviera abajo. Afectada, Fidelma siguió al capitán por la escalera de cámara.
El día anterior, sor Muirgel apenas podía levantar la cabeza de la litera de tan mareada que estaba. La idea de que, en medio de aquella tempestad tremebunda, la joven y pálida monja hubiera sido capaz de salir de su camarote, subir a cubierta sin que nadie la viera y caer al mar, era sumamente asombrosa.
En el camarote del comedor de oficiales, el joven Wenbrit servía una comida compuesta de pan, fiambre y fruta a los peregrinos congregados. Fidelma advirtió al momento que el hermano Bairne se había unido al grupo en esta ocasión. Dadas las circunstancias, murmuraron un saludo poco caluroso cuando Fidelma se sentó a la mesa y Murchad fue a ocupar la cabecera. Era indudable que todos ya estaban al corriente de la desaparición de sor Muirgel. Cian fue el primero en pedir noticias a Murchad.
—Me temo que tengo muy malas nuevas que comunicaros —empezó diciendo el capitán—. Puedo confirmar que sor Muirgel no está a bordo. Se ha realizado una búsqueda minuciosa por toda la embarcación. La única explicación que queda es que una ola se la llevó por la borda durante la tormenta de anoche.
Se impuso un silencio desalentador entre los comensales. Entonces, una de las religiosas —a Fidelma le pareció que fue sor Crella, la hermana de rostro ancho— emitió un sonido parecido al de un sollozo contenido.
—Jamás había perdido a un pasajero —siguió diciendo Murchad con gravedad—. Y no pienso perder otro. Por consiguiente, me veo obligado a repetiros que deberéis permanecer en vuestros respectivos camarotes, o entre cubiertas, si vuelve a haber temporal. De darse el caso, sólo se os permitirá subir a cubierta bajo mis órdenes expresas. Por supuesto, mientras haga bonanza, podréis subir a cubierta, pero sólo cuando alguno de mis hombres pueda vigilaros.
Con gesto de contrariedad, Adamrae, el hermano pelirrojo, protestó:
—Somos adultos, capitán, no niños. Hemos pagado el pasaje, y no esperamos que nadie nos tenga encerrados como si fuéramos… delincuentes —dijo tras hacer una pausa para dar con la palabra adecuada.
Cian movía la cabeza en señal de asentimiento.
—El hermano Adamrae tiene cierta razón, capitán.
—Ninguno de vosotros sois navegantes preparados —objetó Murchad con brusquedad—. La cubierta de un barco puede ser peligrosa con mal tiempo si no se sabe cómo actuar.
Cian enrojeció, molesto.
—No todos hemos pasado la vida enclaustrados entre las paredes de una abadía. Yo fui guerrero y…
El adusto hermano Tola levantó la voz para interrumpirlo, entrando así en el debate:
—Sólo porque una necia que, a decir de todos, estaba demasiado mareada para saber qué se hacía, subiera a cubierta cuando no tocaba y cayera luego al agua no significa que todos tengamos que pagarlo.
Sor Crella soltó una exclamación con enfado. Se puso en pie de un salto e, inclinada sobre la mesa, exigió:
—¡Retirad esas palabras, hermano Tola! Muirgel era hija de la nobleza, ante la cual, de no haber llevado vos ese hábito marrón y artesanal, habríais tenido que arrodillaros. Muirgel era mi prima. ¿Cómo osáis insultarla? —preguntó en un tono que había subido hasta el histerismo.
Sor Ainder, alta e imponente, se levantó sin esfuerzo aparente, apartó a Crella de la mesa y la llevó con ella hacia la zona de los camarotes, emitiendo sonidos extraños, como una madre que reconforta a su hija.
El hermano Tola permaneció en su lugar, incómodo por la reacción que había provocado.
—Sólo intentaba decir, como el hermano Adamrae, que hemos pagado un dinero por el pasaje. ¿Y si nos negamos a obedecer esa orden?
—El capitán tendrá derecho a encerraros —respondió Fidelma en un tono bajo, pero que penetró el murmullo suscitado por las palabras de Tola, hasta que decayó en un silencio sepulcral mientras todos se volvían hacia ella.
El hermano Tola la miraba con un gesto ceñudo, claramente indignado por lo que él consideró una impertinencia.
—No me digáis… ¿y con qué derecho? —quiso saber—. ¿Y cómo lo sabéis?
Fidelma miró a Murchad, como si no hubiera oído las preguntas.
—¿Sois el dueño de este barco, Murchad?
El capitán respondió asintiendo con un golpe seco de cabeza, aunque parecía desconcertado por la pregunta.
—¿Y en qué puerto estáis matriculado?
—Ardmore.
—Por tanto, a efectos prácticos, la embarcación está sujeta a las leyes de Éireann.
—Supongo —asintió Murchad sin convencimiento, pues no sabía adónde quería ir a parar su pasajera.
—En tal caso, ahí está la respuesta a la pregunta del hermano Tola —explicó sin molestarse en mirar a éste.
El hermano Tola no quedó satisfecho.
—No, eso no es una respuesta.
Sólo entonces lo miró Fidelma, y con cara de pocos amigos.
—Sí, sí lo es. La Muirbretha, la legislación marítima, es aplicable en este caso.
El hermano Tola estaba atónito, y sus facciones empezaron a formar una sonrisa condescendiente.
—¿Y qué sabréis vos de tal legislación?
Fidelma suspiró y abrió la boca para responder, pero Cian se le adelantó.
—Porque es dálaigh, abogada de los tribunales. Porque tiene el título de anruth —respondió con cierta mordacidad en el tono.
Todos sabían que el título de anruth era solamente un grado inferior al título superior que podían otorgar las universidades eclesiásticas y seculares.
Durante el instante de silencio que siguió a la aclaración de Cian, sor Ainder regresó al comedor.
—Crella está descansando —anunció, ajena al nuevo momento de tensión—. No hay que olvidar que era amiga íntima y pariente de sor Muirgel. Su muerte la ha afectado mucho. No es necesario hacer comentarios desconsiderados en semejantes circunstancias, hermano Tola.
El hermano Tola puso mala cara y preguntó a Cian:
—¿Qué decíais sobre esta mujer?
—Fidelma de Cashel es abogada de los tribunales, y su reputación se ha extendido a Tara y la corte del rey supremo.
—¿Es eso cierto? —exigió Tola sin quedar convencido.
—Así es —intervino Murchad para confirmarlo—. También es hermana del rey de Muman.
La sangre se agolpó en las mejillas de Tola, que agachó la cabeza para ocultar su turbación, fingiendo examinar la mesa.
Fidelma habría preferido que su rango hubiera quedado al margen del asunto. Miró a todos con un gesto de incomodidad.
—Lo único que digo es que bajo la Muirbretha, la legislación marítima, en su barco Murchad tiene las mismas potestades que un rey. De hecho, tiene incluso más poder, pues, al igual que un rey, también goza de la autoridad de un jefe brehon. En otras palabras, es el gobernante de todos los que vayan en su barco. De todos. Creo que he explicado con claridad la situación. ¿O tenéis más dudas, hermano Tola?
El alto religioso levantó la vista para mirarla con irritación.
—No, no tengo más dudas —respondió con frialdad.
Fidelma se volvió hacia Murchad.
—Quedad tranquilo, pues vuestras normas se obedecerán estrictamente y todos los presentes están al corriente de que la desobediencia conllevará un castigo.
Murchad sonrió en muestra de reconocimiento, si bien con cierto nerviosismo.
—Mi único propósito es proteger vuestras vidas. El… accidente de sor Muirgel nunca debería haber ocurrido.
Se disponía a salir del comedor, cuando la joven sor Gormán lo retuvo.
—¿Podemos… nos permite oficiar un funeral sencillo para el reposo del alma de sor Muirgel, capitán?
Murchad pareció violentarse un momento.
—Es nuestro deber cristiano —recalcó sor Ainder para apoyarla.
—Cómo no —murmuró el capitán—. Podéis oficiar el funeral a mediodía, cuando la bruma se haya disipado.
—Gracias, capitán.
Murchad los dejó cuando Wenbrit empezaba a repartir aguamiel y agua. Comieron en absoluto silencio, y Fidelma agradeció volver a la cubierta. La niebla seguía siendo espesa y humeante, y al mediodía aún no se había levantado.
* * *
El funeral fue sencillo. Todos se reunieron en la cubierta principal, salvo Gurvan y otro marinero por tener que controlar la espadilla, y un vigía al que no se veía por estar encaramado en el palo mayor, envuelto en niebla, y cuya labor consistía en detectar algún claro por donde el cielo empezara a escampar. Ya hacía rato que Murchad había arriado velas y echado las anclas para evitar que la corriente arrastrara al barco hacia algún peligro. Pero Fidelma notaba que el navío se desplazaba pese a estar anclado, y Murchad miraba de acá para allá con inquietud, alerta a un posible contratiempo.
Formaban un grupo peculiar allí, de pie, rodeados por la bruma como espectros en un escenario de ultratumba. Lo sorprendente fue que el hermano Tola se encargara de leer las oraciones para el descanso del alma de sor Muirgel. Su voz retumbaba como si estuviera en el interior de un sepulcro. Concluida la oración, entonó unos versículos del Libro de Jeremías que Fidelma reconoció, si bien se extrañó de que hubiera escogido aquéllos en concreto:
Porque nos echan de la tierra, nos
arrojan de nuestras moradas.
Porque, oíd, mujeres, la palabra
de Yaveh,
y perciban de vuestros oídos la palabra
de su boca,
para que enseñéis a vuestras hijas
a lamentarse
y enseñen unas a otras endechas.
Pues la muerte ha subido por nuestras
ventanas
y penetró en nuestras moradas,
acabó con los niños en las calles…
Fidelma miró con cierta perplejidad al adusto monje pues, a su juicio, las severas cadencias que empleaba no eran adecuadas para oficiar una ceremonia por el reposo de un alma. Miró a los demás dolientes y vio, a pesar de la niebla, que a sor Gormán le brillaban los ojos y asentía con la cabeza al ritmo del recitado. A su lado estaba Cian con expresión de absoluto aburrimiento. Los demás parecían impasibles, acaso arrobados por el tenor de las declamaciones religiosas.
Los cadáveres de los hombres yacen
como estiércol sobre el campo…
De pronto, el hermano Bairne carraspeó ruidosamente. Lo hizo con intención de interrumpir, y lo consiguió.
—Yo también querría recitar unas palabras del Libro Sagrado para el descanso del alma de nuestra difunta hermana —anunció, haciendo callar al hermano Tola—. Creo que yo la conocía tan bien como el resto de cuantos hoy nos hemos reunido.
Nadie lo contradijo.
Empezó a declamar, y Fidelma vio que lo hacía mirando al frente con seriedad, como si dirigiera las palabras a alguien. En concreto, miraba al lado opuesto del círculo. Desde su posición y, a causa del espesor de la niebla, no veía muy bien a quién observaba en concreto el hermano Bairne. ¿Sería sor Crella, que tenía los ojos bajos? ¿O acaso Cian, que seguía con la vista hacia arriba, aburrido? Por otra parte, junto a éste estaba la joven sor Gormán. Era difícil saber a quién dirigía el hermano Bairne la mirada.
Y no castigaré las fornicaciones
de vuestras hijas,
ni los adulterios de vuestras nueras,
porque ellos mismos se van aparte
con rameras,
y con las hieródulas ofrecen sacrificios,
y el pueblo, por no entender, perecerá.
Sor Crella levantó la cabeza bruscamente.
—¿Qué tienen que ver estas palabras con sor Muirgel? —exigió en tono amenazador—. ¡Tú no la conocías en absoluto! ¡Te concomían los celos! —Se volvió hacia sor Ainder, que parecía indignada por la interrupción—. Acabad con esta farsa. Proclamad una bendición y terminemos de una vez.
Abochornados, los tripulantes que habían asistido a la ceremonia se dispersaban con discreción. Fidelma se preguntaba qué pasiones ocultas se estaban removiendo en aquel humilde acto.
Ruborizada, sor Ainder entonó una bendición para salir del paso, y el grupo de religiosos empezó a diseminarse. Sólo el hermano Bairne permaneció en su lugar con la cabeza gacha, rezando en silencio.
Al marcharse, Fidelma se topó con Murchad. Parecía perplejo.
—Un extraño grupo de religiosos, hermana —murmuró.
Fidelma sólo podía darle la razón.
—¿Qué han querido decir con esa última parte sobre rameras y sacrificios? —añadió Murchad—. ¿Aparece de verdad en el Libro Sagrado de los cristianos?
—En Oseas —afirmó Fidelma y puso cara compungida—. Creo que el hermano Bairne citaba los versículos del capítulo cuarto.
Cuantos son ellos, tantos fueron
sus pecados contra mí;
trocaron su gloria por la ignominia.
Se alimentan de los pecados
de mi pueblo
y codician sus iniquidades.
Y lo que el pueblo será,
eso será también del sacerdote.
Murchad la miró, maravillado.
—Muchas veces he querido decir eso mismo sobre algunos religiosos que he conocido.
—Por lo visto Dios lo dijo primero, capitán —respondió Fidelma con solemnidad.
—¿Cómo podéis recordar semejantes cosas, señora?
—¿Cómo recordáis el modo de gobernar el barco, conocer los vientos y las mareas, así como las señales para evitar que el Barnacla Cariblanca no se exponga al peligro? No tiene ningún misterio. Todos tenemos memoria para memorizar cosas. Lo importante es cómo utilizamos nuestros conocimientos.
Dicho esto, se dirigió hacia la escalera de cámara para bajar al comedor en busca de agua. En la entrada estaba Wenbrit, que no había subido a cubierta para el funeral. Se fijó en lo pálido que estaba su rostro y en el aspecto exhausto del muchacho. Parecía alegrarse de verla.
—Señora, tengo que… —Se interrumpió con brusquedad y alzó la vista parar mirar arriba y a la espalda de ella.
Fidelma frunció el ceño.
—¿De qué se trata, Wenbrit?
—Esto… —dijo, distraído—. Sólo quería recordaros que no tardaremos en servir la comida.
El chico avanzó para dirigirse a los camarotes, chocó con ella al pasar y añadió bajando la voz de modo que apenas si pudo oírlo:
—Os espero en el camarote donde se alojaba la monja fallecida. Lo más pronto que podáis.
Alguien tosió sobre Fidelma; levantó la cabeza y vio que Cian la había seguido hasta la escalera. Estaba de pie, unos escalones por encima de ella.
—Debo hablar seriamente contigo, Fidelma. —Aún tenía aquella sonrisa confiada—. Al final no terminamos la conversación de ayer.
Fidelma le dio la espalda para esconder su rabia. Era evidente que a Wenbrit le apremiaba hablar con ella, pero no en presencia de Cian.
—Tengo cosas que hacer —respondió, cortante.
A Cian no pareció molestarle su actitud.
—¿No tendrás miedo de hablar conmigo?
Lo miró sin disimular su inquina. No había modo de evitar su presencia. No podía seguir dándole excusas. Sabía que tarde o temprano tendrían que hablar. Y quizás era mejor hacerlo cuanto antes, pues todavía quedaban muchos días de travesía por delante. Deseó que lo que Wenbrit tenía que decirle pudiera esperar. Los recuerdos acudieron a su mente.