Capítulo XIV
Al regresar al depósito de cadáveres de la abadía, no había rastro del hermano Bardán. Sólo estaba el cuerpo del hermano Daig, envuelto en la mortaja sobre la mesa. Tampoco había rastro del cuerpo del guerrero. Salieron de la botica y se encontraron con sor Scothnat, bastante pálida y agitada por los acontecimientos de la víspera.
Fidelma le preguntó si sabía por dónde andaba el hermano Bardán y, si bien dijo que no lo sabía, sugirió que tal vez había ido a ver a Nion, el herrero. Añadió que el hermano Daig sería inhumado en el camposanto de la abadía aquella tarde al ponerse el sol, según la costumbre, y cantarían un réquiem llamado écnairc ante su sepultura.
—¿Y ahora qué? —preguntó Eadulf, siguiendo a Fidelma de nuevo hacia las puertas de la abadía.
—Vamos en busca del hermano Bardán.
Al cruzar la plaza hacia el pueblo, Fidelma vio a varios guerreros de Finguine, descansando después de los esfuerzos en torno a una hoguera, cerca del tejo. Pasaron por las ruinas humeantes de lo que fuera la fragua de Nion y miraron a ambos lados de la calle principal.
Había mucha más actividad de la que habían visto algo más temprano aquella misma mañana. Oyeron bullicio no muy lejos de allí. Al girar la esquina de un edificio vieron de dónde procedía. Al parecer, algunos hombres de Finguine estaban ayudando a los supervivientes a cavar una fosa grande en un campo, tras unos edificios que antes ya se utilizaban como cementerio. A un lado yacían los cuerpos amortajados, listos para recibir sepultura. Un reducido grupo de mujeres permaneció de pie junto a los cuerpos, entre grandes lamentaciones y dando palmadas al modo tradicional para expresar su dolor.
Entre las ruinas de los edificios destruidos había hombres, mujeres y niños retirando escombros. Aparte de la actividad frenética, muy poco había cambiado la escena con respecto a unas horas antes.
—No veo al hermano Bardán por ningún lado —observó Eadulf.
—No tiene que andar muy lejos —le aseguró Fidelma al dejar atrás la fragua de Nion y mirar al final de la calle, hacia la estructura tiznada de lo que un día fuera la posada de Cred—. Vamos hasta el final de la calle; parece que allí hay un grupo de gente.
Al acercarse un poco, advirtieron que el grupo de gente se estaba cerrando en derredor de una figura montada que acababa de llegar al final de la calle. Fue entonces cuando repararon en que el bullicio era en realidad gritos y chillidos de rabia e insultos. Al fijarse mejor, sorprendidos, vieron que las personas que más destacaban del grupo trataron de golpear y arañar al hombre, hasta hacerle caer del asno que montaba. El hombre soltó un grito estridente, agitando las manos en el aire a la desesperada, antes de desaparecer bajo el gentío que lo rodeaba.
Fidelma echó a correr hacia ellos, alarmada. Entonces, de un edificio de la calle aparecieron Finguine y dos de sus hombres. Fidelma vio detrás de ellos al hermano Bardán, pero en ese momento ella debía atender algo mucho más urgente.
—¿Qué sucede? —le gritó Finguine al verla correr, seguida de Eadulf.
—¡Traed a vuestros hombres, deprisa! —le pidió ella sin volverse.
Llegaron hasta el grupo, que seguía increpando a la figura acorralada. El hombre había conseguido ponerse en pie, pero le zarandeaban, golpeaban y maltrataban. Tenía la cara ensangrentada.
—¡Deteneos! ¡Deteneos, he dicho! —exhortaba Fidelma al abrirse paso entre ellos.
Finguine y sus hombres los alcanzaron y siguieron su ejemplo sin preguntar nada, separando a la gente y gritándoles que se apartaran para llegar hasta la víctima. Al reconocer la figura del príncipe de Cnoc Áine y a dos de sus guerreros, la turba tuvo un momento de vacilación y luego todos retrocedieron unos pasos.
Fidelma logró llegar hasta la delgada figura del importunado. Éste era de complexión menuda y pelo canoso. Su atuendo, hecho trizas y manchado de sangre y barro, era de buena calidad. Llevaba una capa ribeteada de piel de zorro, y del cuello le colgaba una cadena de oro de oficio. Tenía una curiosa forma de mover la cabeza a sacudidas, como un ave. Presentaba el cuello escuálido, y una protuberante nuez, que se movía por la agitación del momento. Fidelma no estaba segura de si el hombre le recordaba a un pájaro o un hurón, pues guardaba similitudes con ambas criaturas. Aquella idea le pasó por la cabeza en una fracción de segundo antes de recordar la brutalidad con que lo habían abordado.
Al ver que no estaba maltrecho, miró a la gente con desafío y alzó una mano para hacerles callar, pero siguieron rodeándole sin dejar de proferir toda clase de injurias. En sus rostros se reflejaban el odio y la rabia, así como el miedo.
—¿Qué significa esto? —La potente voz de Finguine logró acallar la algarabía.
—¡Es un Uí Fidgente! —exclamó un hombre—. ¡Miradle! ¡Viene a regodearse de la muerte y destrucción que nos han traído los suyos!
Fidelma miró a la cara, menuda y pálida, salpicada de sangre, que reflejaba una mezcla de cólera y terror.
—¿Quién sois? —le preguntó—. ¿Sois de los Uí Fidgente?
El hombrecillo se irguió, aunque apenas le llegaba al hombro a Fidelma.
—Soy… —empezó a decir, pero la multitud lo interrumpió con un abucheo iracundo al interpretar lo dicho como una confirmación.
—¡Esperad! —les espetó Fidelma—. Dejad hablar a este hombre. Además, como veis, no es un guerrero. Guerreros son los que os atacaron anoche, y no forasteros en burro. Así que, explicaos, buen hombre: decidnos quién sois y qué os trae por aquí.
Sin salir de su turbación, el hombrecillo decidió dirigirse a Fidelma.
—Es cierto que soy de los Uí Fidgente, pero no soy guerrero. ¿Qué ha dicho este hombre? ¿Que anoche os atacaron guerreros Uí Fidgente? No puedo creerlo.
—Como bien ha dicho el príncipe de Cnoc Áine —señaló Fidelma con delicadeza—, anoche fuimos atacados.
El hombre hizo ademán de hablar, pero otros gritos de venganza lo sofocaron.
Nion, el herrero, se había abierto paso a empujones, apoyándose a duras penas en un palo.
—¿Lo veis? Reconoce que es un Uí Fidgente. Matémosle.
El hombrecillo se puso más nervioso y avanzó la barbilla, superando la rabia al miedo.
—¿Qué clase de hospitalidad ofrecéis a un inocente caminante? ¿Acaso en estas tierras ya no se respeta la ley?
—¡La ley! —exclamó Nion con desprecio, y señaló con la mano los edificios humeantes—. ¿Acaso respetan alguna ley los Uí Fidgente, que esto hicieron? Venid y contad los cuerpos del cementerio, y decidnos cómo vosotros, los Uí Fidgente, contempláis la ley.
El hombrecillo era todo estupor.
—Yo no sé nada de esto. Es más, exigiría pruebas de tales acusaciones.
—¿Pruebas, queréis? —gritó otro hombre, apoyando a Nion—. Una soga y un árbol, esa prueba os daremos.
Finguine se había llevado la mano a la espada.
—Nadie hará daño a este hombre. La ley todavía gobierna el territorio del príncipe de Cnoc Áine.
Fidelma lanzó una mirada de agradecimiento a su primo.
—Volved a vuestros quehaceres —ordenó—. Este hombre está bajo la custodia del príncipe de Cnoc Áine, y si tiene alguna responsabilidad por lo que os ha sucedido, será llevado ante los tribunales.
Hubo un murmullo furioso, pero con la presencia de Finguine y sus hombres, todos ellos espada en mano, la turba empezó a dispersarse a su pesar.
El hombrecillo se estaba limpiando la sangre de un arañazo en la mejilla. Volvía a recobrar el valor, y su pálida tez se tiñó con el rubor de la furia.
—¡Animales! Jamás se me había recibido de este modo. Me debéis una indemnización, si es que sois el príncipe de Cnoc Áine.
La última frase iba dirigida a Finguine, que estaba enfundando la espada.
—Yo soy Finguine —afirmó sin más—. ¿Quién sois vos?
—Soy Solam de los Uí Fidgente.
Fidelma abrió ligeramente los ojos.
—¿Sois Solam el dálaigh?
El hombrecillo esbozó una sonrisa.
—Exactamente, sor…
—Fidelma; soy Fidelma de Cashel.
Solam disimuló bien su sorpresa.
—¡Ah! —exclamó de un modo que podía interpretarse de muchas maneras—. Debí haber sabido que estaríais aquí, Fidelma.
—¿Y puedo saber qué hacéis vos aquí? —exigió Finguine a su vez.
El hombrecillo frunció los labios y señaló a Fidelma.
—Ella lo sabe.
—Sin duda, va de camino a Cashel para la vista —respondió Fidelma—. El príncipe Donennach de los Uí Fidgente dijo que mandaría llamar a Solam para que lo representara ante los brehons de Cashel, Fearna y los Uí Fidgente.
Eadulf había cogido las riendas del asno del dálaigh y lo llevaba de éstas.
—Preciso darme un baño y recuperarme de semejante acogida —anunció Solam, rabioso—. ¿No hay posada en este pueblo?
—Vuestros amigos la han quemado y han matado a la posadera —le soltó con desdén uno de los hombres de Finguine.
Los ojos del dálaigh centellearon al decir:
—Guardaros de seguir acusando a los Uí Fidgente. ¡También he oído que estamos bajo sospecha por haber intentado matar al rey de Muman!
Fidelma lo miró con igual gravedad y luego dijo:
—Estos edificios no se incendiaron de forma espontánea, Solam. El gran tejo, símbolo de nuestra tierra, no se derribó solo. Como aquellos a cuyos cuerpos se dará una sepultura conjunta tampoco se suicidaron. ¿Queréis ir a mirarlos con detenimiento?
Solam hizo una mueca de repugnancia.
—Los Uí Fidgente no son responsables de las acciones de bandidos y renegados. ¿Qué pruebas tenéis para acusarnos de estos actos?
Finguine fue quien respondió.
—Acompañadme —le ordenó en un tono grave, sin dar otra posibilidad a Solam.
Finguine se dirigió hacia la tumba recién excavada, donde las mujeres todavía lloraban y daban palmas para manifestar la pena. Algunos guerreros todavía estaban cavando una tumba. Interrumpieron la tarea cuando Finguine llegó con el abogado de los Uí Fidgente, que tiraba del burro con un guerrero a cada lado. Fidelma y Eadulf iban detrás.
Finguine se acercó a uno de los cuerpos, algo apartado de los demás y que, en vez de estar envuelto con la mortaja habitual, lo tapaba una gualdrapa vieja. El príncipe apartó un extremo de ésta con la punta de la espada sin dejar de mirar a Solam.
Bajo la gualdrapa yacía el cadáver del atacante al que habían matado.
—¿Lo reconocéis?
Solam examinó el cuerpo con detenimiento y luego movió la cabeza para indicar que no sabía quién era.
—Bien decís la verdad, o bien sois un buen mentiroso —observó Finguine sin contemplaciones.
Volvió a tapar la cara del muerto con la punta de la espada.
—Os aconsejaría que prosiguierais el viaje a Cashel de inmediato —añadió.
Solam estaba demostrando ser un hombrecillo vehemente e impulsivo, y su carácter irascible se reflejaba en su irritación. No obstante, además parecía ser tozudo.
—¡Es absurdo! Entro en este pueblo y me atacan, me injurian, me acusan injustamente y luego, cuando requiero hospitalidad (que además me corresponde por derecho) me piden que prosiga mi camino. Desde luego, me estáis dando buenos argumentos para mi defensa en Cashel.
Fidelma decidió intervenir.
—Sin la existencia de pruebas que demuestren la implicación de los Uí Fidgente en el ataque, primo, Solam tiene razón —se aventuró a decir—. No podemos demostrar quiénes nos atacaron. Por tanto, Solam tiene derecho a pedir y recibir hospitalidad y a descansar aquí de camino a Cashel.
Solam levantó el mentón con desafío.
—Me alegra ver que en estas tierras todavía hay alguien con sentido común —observó con mordacidad.
El primo de Fidelma expresó su renuencia, soltando un bufido largo y suspicaz.
—Muy bien. Solam puede pedir hospitalidad, pero dado que los atacantes destruyeron la única posada del pueblo, no se me ocurre dónde puede recibirla.
—En la abadía, claro está —afirmó Solam.
—No sois clérigo.
—No importa. Cualquiera puede acogerse a las normas de hospitalidad —intervino Fidelma—. Id a la abadía, Solam, y recibiréis amparo.
Solam sonrió con cierta suficiencia y se dirigió a la abadía. Luego frunció el ceño y se volvió hacia ellos: las circunstancias le hicieron moderar su obstinación.
—No esperaréis que vuelva a pasar por el pueblo sin protección, ¿no? —preguntó casi de mala manera.
Fidelma miró a Finguine. No le hizo falta decir nada para que su primo leyera en su expresión lo que ella esperaba.
El príncipe de Cnoc Áine apuntó con el dedo a uno de los guerreros.
—Escoltad al dálaigh hasta las puertas de la abadía y luego volved aquí conmigo.
El hombre torció el gesto, pero al ver el del príncipe, se encogió de hombros.
Cuando Solam se hubo marchado, Finguine movió la cabeza advirtiendo a Fidelma:
—Espero que sepáis lo que estáis haciendo. Cuanto más tiempo pase este hombre aquí, mayor peligro correrá. Son muchos los que han perdido a familiares en el ataque.
—Pero ¿y si los Uí Fidgente no son los responsables? —planteó Fidelma.
—¿De verdad creéis que Solam ha llegado esta mañana por casualidad?
—No tenemos motivos para pensar lo contrario… por el momento —respondió.
—Yo creo que sí —comentó Finguine—. ¿Por qué iba a pasar por Imleach alguien que se dirige a Cashel, procedente del país de los Uí Fidgente? Queda demasiado hacia el sur del camino que va de su tierra a Cashel.
Fidelma le sonrió y dijo:
—Eso ya lo he tenido en cuenta. Pero la astucia es superior a la fuerza. Si Solam está aquí para perpetrar algún acto de traición, observémosle y veamos adónde nos conduce. De este modo quizá podamos colocar un cepo para cazar al lobo.
—Más vale tener al lobo por las orejas, que dejarlo suelto entre las ovejas —dijo a su vez Finguine.
—No lo dejaremos suelto; atadlo con una cuerda larga y sabréis adónde quiere ir. No os preocupéis; yo tampoco creo que su llegada sea casual.
Finguine abrió la boca para hablar, pero Fidelma ya se alejaba.
Perplejo, Eadulf avivó el paso tras ella.
—No puedo sacar nada en claro. Si los Uí Fidgente fueron los atacantes de anoche, ¿para qué iba a querer este tal Solam venir aquí por la mañana?
—La especulación sin conocimiento es baldía —respondió Fidelma sin más.
Regresamos a la calle principal.
—Bueno, ¿dónde hemos visto al hermano Bardán?
Eadulf se reprendió a sí mismo en silencio. Con la confusión causada por la llegada de Solam, había olvidado la razón por la que habían ido hasta el pueblo.
—No le he visto —respondió.
Fidelma movió la cabeza para amonestarlo burlonamente.
—Cuando mi primo y sus dos hombres han salido de una casa, ¿no habéis visto que el hermano Bardán iba detrás?
Eadulf movió la cabeza a modo de disculpa.
—¿No le habéis visto? —insistió Fidelma.
—Sólo me he fijado en la casa de donde ha salido vuestro primo. Ésa de ahí, al otro lado de la calle.
Cruzaron en aquella dirección. Era una casa de una sola planta. El tejado de paja estaba intacto, aunque los edificios adyacentes no habían corrido la misma suerte: la paja de una estaba chamuscada y la de la otra, totalmente quemada. Pero la de en medio había tenido suerte.
Fidelma llamó a la puerta. Al principio no obtuvo respuesta, pero luego oyeron unos pasos arrastrados.
La puerta se abrió y apareció Nion, el herrero y bó-aire del pueblo. Aún iba con la capa larga sujeta con el broche solar de plata y granates. Miró extrañado a Fidelma.
—¿Qué puedo hacer por vos, señora?
La pierna vendada le obligaba a descansar el cuerpo con torpeza contra la jamba de la puerta, apoyándose en ella con una mano.
Fidelma le sonrió amablemente.
—Podéis sentaros para no tener que apoyar peso sobre la pierna herida, Nion. Luego hablaremos.
Aunque reacio, Nion se vio obligado a entrar en la casa a petición de Fidelma. Eadulf los siguió adentro, cerrando la puerta al pasar. Nion se acercó cojeando a un taburete para sentarse y miró a Fidelma con desconcierto.
—¿Es vuestra casa? —le preguntó, mirando a su alrededor.
En el interior había una única sala con un gran fuego al fondo. Una escalera conducía a un desván, donde estaban los dormitorios.
—Sí. La forja es mi lugar de trabajo.
—Creía que dormíais en la parte de atrás de la forja —observó Eadulf con suspicacia.
—Dije que estaba durmiendo en la forja cuando empezó el asalto. Últimamente estoy trabajando hasta tarde; a veces lo hago. Esta casa me corresponde como bó-aire.
Eadulf no pudo evitar señalar algunos aspectos de su respuesta.
—Cierto, cierto. Y, dado que esto está intacto cuando han destruido la forja, sin duda sois afortunado por tener dos casas y no padecer la indignidad de no tener dónde dormir mientras reconstruyen la forja.
Nion hizo una seña cortante con la mano.
—No habéis venido para felicitarme por mi casa, señora. ¿Por qué estáis aquí?
—Antes, al pasar por aquí, no he podido evitar ver a mi primo y sus guerreros.
—Claro —respondió de inmediato—. Vuestro primo acudió a mí para consultarme algo. Al fin y al cabo, yo soy el bó-aire.
—Tenéis toda la razón —dijo Fidelma, e hizo una breve pausa—. ¿Y a qué ha venido el hermano Bardán? Tenía que consultaros algo… como bó-aire, ¿verdad?
Nion ni siquiera pestañeó ante la firmeza de su tono.
—Claro —afirmó.
—Ya veo. Supongo que no puedo preguntaros sobre el motivo de su visita por una cuestión de confidencialidad.
—No —respondió Nion, moviendo la cabeza—. Aunque no veo qué interés puede tener. Bardán ha venido a preguntarme si ya podía enterrar el cuerpo del guerrero que mataron anoche. Le he dado permiso para que lo entierre cerca de las tumbas de los nuestros. Sólo eso.
Parecía una respuesta plausible, pero algo inquietaba a Fidelma.
—¿Dónde está el hermano Bardán ahora?
Nion extendió una mano mostrando la sala, invitándola a buscarlo.
—No tengo ni idea. El hermano Bardán se ha marchado cuando ese abogado ladino de los Uí Fidgente ha llegado para ver el daño que han causado los suyos.
—No habréis visto en qué dirección iba el hermano Bardán al salir de vuestra casa —insistió Fidelma.
—No. Si os acordáis, yo os he seguido para ver a qué se debía el alboroto.
—Habéis sido uno de los últimos en llegar —observó Eadulf, sin disimular la crispación que le causaban las evasivas del herrero.
Nion señaló a la pierna herida, diciendo con sarcasmo:
—No es que pueda correr precisamente.
Eadulf enrojeció.
—Mi compañero no pretendía ser insensible —dijo Fidelma, sonriendo para excusarlo—. Aun así, ¿no tenéis una ligera idea de adónde puede haber ido el hermano Bardán?
—No. Puede que esté en el cementerio…
—Venimos de allí —dijo Eadulf.
—Entonces probad en la abadía.
Fidelma se volvió hacia la puerta y luego se detuvo para mirar de cara al herrero.
—Mientras Solam esté aquí, tratadle con el respeto que merece cualquier dálaigh que se halle de visita. No tenemos ninguna prueba de que no sea quien es. Si sufre algún daño, el culpable responderá ante la ley.
Como Nion no dijo nada, Fidelma levantó el cerrojo y Eadulf la siguió a la calle. Una vez fuera se detuvieron y Eadulf le reprochó:
—Le hablabais como si sospecharais de él.
—Ah, ¿sí? —comentó sin más.
Regresaron en silencio a la abadía. Eadulf no dijo nada porque le pareció que Fidelma estaba sumida en sus pensamientos, por lo que era preferible no interrumpirla.
Cuando llegaron a la abadía era mediodía y las campanas tocaban el ángelus.
Fidelma y Eadulf no se dijeron nada al entrar en la capilla. Fue una decisión tácita e individual la de unirse a los demás. Dirigía la salmodia el abad Ségdae, que parecía haber recuperado el ánimo. Su voz destacaba por encima de las de la congregación.
—Oculi omnium in te aspiciunt et in te sperant!
Aquellas palabras se clavaron en la mente de Fidelma. Bajó la cabeza y tradujo para sí: «Los ojos de todas las cosas te contemplan y tienen esperanza en ti». Era como si Ségdae le recordara sus responsabilidades. Sin embargo, por primera vez en su vida estaba sumamente confusa. Hasta entonces, en todas las investigaciones que había emprendido, sólo había un camino que seguir. Ahora veía varios caminos y varios misterios que no tenían por qué estar relacionados, o eso podía parecer. Pero ¿lo estaban en realidad? Ni siquiera estaba segura.
Apenas prestó atención al resto del oficio, hasta que cantaron el último salmo y la congregación, arrastrando los pies, empezó a pasar al refectorio para el etar-suth, o comida principal del día. Como era costumbre, todos se quitaron zapatos y sandalias para entrar. Ella casi ni se dio cuenta de haberse descalzado, haber entrado y haberse sentado a una de las largas mesas de madera. No estuvo pendiente cuando el abad dio las gracias en latín, tras lo cual se desató un suave murmullo en el momento de empezar a comer la comunidad.
La mayoría de las comidas de mediodía solían estar constituidas de una dieta ligera a base de pan, queso y fruta, acompañada de agua o cerveza, según el gusto de cada cual. Fidelma comía de forma mecánica, sin dejar de preocuparse por los asuntos que la perturbaban.
En un momento dado, se dio cuenta de que alguien le estaba hablando.
Levantó la cabeza y vio al administrador de la abadía, el hermano Madagan, que todavía llevaba la cabeza vendada y estaba algo pálido, aunque de buen humor. Entonces Fidelma advirtió que el refectorio estaba casi vacío, salvo por unos pocos, entre los cuales se hallaba Eadulf, sentado a su lado a la espera de que saliera de su ensimismamiento. El hermano Madagan se sentó en un banco delante de ella.
—Quería daros las gracias a vos y al hermano Eadulf por no haberme dejado fuera durante el asalto —dijo el hermano Madagan—. No recuerdo gran cosa entre el momento del golpe y el momento en que me arrastrasteis al patio de la abadía, pero el hermano Tomar me lo ha contado. Me ha dicho que esa pobre descarriada, Cred, fue abatida y que mataron al pobre hermano Daig. Y vosotros dos arriesgasteis la vida para salvarme.
—¿Cómo está la herida, hermano, mejor? —preguntó Fidelma con cierto desdén.
A pesar del esfuerzo que hacía el administrador por ser amable, no se hacía querer. A Fidelma seguía sin gustarle. Tenía la mirada fría, y Fidelma veía cierta falta de piedad en ellos.
—Y gracias —reconoció el hermano Madagan—. Por suerte, el guerrero me atizó con la parte plana del filo. La cabeza no dejaba de palpitarme como el martillo de un herrero contra el yunque. Tengo un chichón como una bola de camán.
La bola de camán, llamada liathróid, medía algo más de diez centímetros de diámetro; estaba hecha de algún material ligero y elástico, como hilo de lana, que se enrollaba en varias capas y se cubría con cuero. Se empleaba para jugar al hurley.
—Os dábamos por muerto —dijo Eadulf.
—No es tan fácil que ganen los impíos —entonó el hermano Madagan piadosamente, aunque en su voz se percibía una fría nota de odio.
—Aunque han causado muerte y destrucción —señaló Fidelma.
—Eso me ha dicho sor Scothnat —dijo Madagan con una mirada gélida—. Ay, no debí pretender frenar al guerrero alegando que esto es un santuario religioso. Era imposible que entendiera el término. Sólo entendía la lengua del acero.
—¿Habéis dicho que empezasteis a volver en sí cuando os arrastramos a este lado de las puertas? —preguntó Fidelma.
—Así es. Aunque lo recuerdo vagamente, y creo que estaba más inconsciente que despierto. Recuerdo el alivio que sentí al oír el golpe de las puertas al cerrar. Sor Scothnat me ha dicho que entonces fue cuando llegó vuestro primo, el príncipe de Cnoc Áine, y ahuyentó a los atacantes.
Fidelma pareció detenerse a pensar un momento.
—¿Recordáis el momento en que os llevaron a vuestra celda? —le preguntó.
Madagan afirmó levemente con la cabeza. Hizo un gesto de dolor, como si el movimiento le hubiera dado una punzada en la herida.
—¿Recordáis algo de lo que pasó antes?
El administrador reflexionó unos instantes y luego preguntó:
—¿Como por ejemplo?
—Decís que recordáis el momento en que se os arrastró al patio.
—Así es. Recuerdo el lamento de algunos hermanos por el joven Daig. Y es que sólo tenía diecisiete años.
—Cerca, en el suelo, atado, también estaba el guerrero capturado.
El hermano Madagan parpadeó varias veces con la mirada encendida.
—Sor Scothnat me ha dicho que lo habían capturado vivo. Si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, me habría levantado y lo habría matado yo mismo —dijo sin poder ocultar la intensidad en el tono, pero luego vaciló un instante y se calmó—. ¿Me censuráis por pensarlo? ¿Acaso un hermano de la Fe no debe expresar sentimientos naturales como el odio y la rabia? Pero es que el hermano Daig era un alma tan bondadosa; jamás habría hecho daño a nadie. Su alma no albergaba violencia ninguna, y aquel animal lo mató. Yo no rezaré por su alma, sor Fidelma.
Se hizo un breve silencio.
—No os pediré que lo hagáis —dijo Fidelma con gravedad—. Lo que os pido es que tratéis de recordar, hermano Madagan. ¿Os acordáis del momento en que se os llevó a vuestra habitación?
El hermano Madagan se frotó la barbilla.
—Vagamente. El boticario vino a examinarnos a los dos, creo. Se inclinó sobre mí. Yo todavía estaba recobrando la conciencia. Vio que había recibido un golpe en la cabeza y que no era una herida abierta, y pidió a dos hermanos jóvenes que me acompañaran a mi aposento y me limpiaran y vendaran la cabeza.
—¿El boticario? —preguntó Eadulf, inclinándose con interés sobre la mesa.
—El hermano Bardán. No tenemos otro boticario.
—¿Qué ocurrió después?
—Me llevaron a mi celda, como les ordenó.
—¿Examinó a los demás antes que a vos? ¿U os examinó antes que a nadie? —preguntó Fidelma.
—Según recuerdo… no olvidéis que estaba medio inconsciente… creo que primero examinó al hermano Daig. Estaba muy afectado por su muerte. Eran muy amigos. Hasta que el hermano Tomar no le dijo que debía mirar por los vivos, no me examinó. Mientras lo hacía, otros dos hermanos retiraban el cuerpo de Cred, y otros dos, el del hermano Daig —dijo, haciendo una mueca—. Creo que lo último que recuerdo es haber oído al mercader quejándose y discutiendo con el hermano Bardán.
—¿El mercader? ¿Samradán? —preguntó Fidelma al instante—. ¿Se hallaba en el patio en ese momento? Se suponía que estaba en el sótano de la capilla, escondido con las mujeres del monasterio.
—No. Recuerdo con toda claridad que estaba en el patio y que discutía con el hermano Bardán. Le estaba exigiendo algo. Creo que le exigía protección. Ahora me acuerdo: el hermano Bardán le gritaba que debía arreglárselas solo porque había muertos y moribundos. Me temo que el mercader es un hombre demasiado egoísta.
—¿Que se las arreglara, porque había muertos y moribundos? ¿Eso dijo Bardán?
—Sí, eso dijo. Me habéis refrescado la memoria, Fidelma.
—¿Vos fuisteis el último en ser retirado del patio?
—A excepción del atacante —afirmó el hermano Madagan.
—Bueno, me alegra saber que os estáis recuperando, hermano Madagan —dijo Fidelma, poniéndose de pie, a lo cual el hermano Madagan siguió su ejemplo con vacilación.
—Sor Scothnat dice que el ataque fue perpetrado por los Uí Fidgente. ¿Es cierto?
—No lo sabemos todavía —puntualizó Fidelma—. Por el momento, la sospecha recae sobre ellos.
El hermano Madagan suspiró.
—Debemos sospechar de nuestros enemigos. Es nuestra única defensa contra la traición.
—La suspicacia engendra suspicacia, hermano Madagan —discrepó Fidelma—. Si permitís que la suspicacia se adueñe de vuestro corazón, no habrá cabida para la confianza.
—Quizá tengáis razón —dijo el hermano Madagan—. Sin embargo, podemos confiar en Dios…, pero debemos atar bien a nuestro caballo de noche. Sólo lo pregunto porque acaba de llegar un Uí Fidgente, y no me gusta nada. Dice ser un dálaigh.
—Ya lo sé. Es lo que dice ser, hermano Madagan. Se llama Solam y está de paso hacia Cashel para representar al príncipe ante los brehons. Yo represento a la parte contraria.
—¿Ah, sí? —Se sorprendió el hermano Madagan, que hizo asomo de decir algo más, pero se limitó a sonreír y a marcharse casi bruscamente.
Eadulf miró a Fidelma para comentarle:
—El hermano Bardán y Samradán estaban en el patio con el guerrero. Yo apostaría a que fue el hermano Bardán. Creo que es el principal sospechoso. Queda claro que lo movió la venganza por su amigo, el hermano Daig.
Fidelma consideró la posibilidad.
—Tal vez —dijo—. Pero tengo una duda. Podría ser que mataran al guerrero para evitar que revelara quién le había enviado a él y a sus compañeros. Además, no olvidéis que ha desaparecido el contenido de la alforja del guerrero que está en las cuadras. ¿Para qué querría el hermano Bardán el contenido de la alforja si mató por venganza al guerrero?
Eadulf soltó un quejido, pues se había olvidado del motivo principal por el que habían ido en busca del hermano en cuestión.
—Más vale que encontremos al hermano Bardán —dijo—. No le he visto ni en la misa ni en la comida.
Le sorprendió oír a Fidelma decir:
—Por el momento no hace falta interrogarle. Ya sabemos dónde estaba cuando apuñalaron al guerrero. Sabemos que tenía el tiempo y la ocasión. Pero no me acaba de encajar con todo lo que ha sucedido hasta ahora. ¿Estáis seguro de no haber visto al hermano Bardán en el refectorio?
—No, no le he visto.
—No debemos quitarle el ojo de encima, pero sin alarmarlo.
—Nadie ha dicho ni media palabra sobre el hallazgo de los restos del carrero de Samradán —añadió Eadulf con un escalofrío involuntario.
Fidelma arrugó la nariz con un gesto de repelús.
—A veces nunca se encuentra a la gente atacada por lobos. Rezaré por el reposo de esa pobre alma.
Entraron en el claustro. Se disponían a cruzar el patio hacia la casa de huéspedes, cuando Eadulf tiró de Fidelma para ocultarse en la penumbra.
Abrió la boca para quejarse, pero Eadulf se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio. Éste señaló con la cabeza el pasillo enclaustrado al otro lado del patio, hacia donde ella miró.
Allí estaba la figura menuda y pálida de Solam, el dálaigh de los Uí Fidgente. Hablaba animadamente haciendo aspavientos. Parecía entusiasmado. Fidelma no veía bien con quién hablaba, ya que el interlocutor estaba detrás de una de las columnas del claustro. Indudablemente, se trataba de un clérigo por lo único que alcanzaban a ver, la silueta de alguien con un hábito.
—Nuestro querido jurista parece algo agitado —murmuró Eadulf.
—¿Por qué será? —se preguntó Fidelma—. ¿Podemos acercarnos sin que nos vean?
—No creo.
—Probémoslo.
Empezaron a caminar despacio y en sigilo por un lado de la galería que rodeaba el patio, antes de girar en la siguiente. Desde allí oían la voz de Solam, pero no percibían qué decía.
Entonces calló, como si hubiera interrumpido su discurso.
—Creo que nos han visto —susurró Eadulf.
—Caminad como si no les hubierais visto —propuso Fidelma a media voz, y aceleró un poco el paso.
Cuando llegaron al pasillo donde estaban aquéllos, las dos figuras se habían desvanecido. Solam sólo podía haber entrado por una de las puertas laterales que daban a la casa de huéspedes. En cuanto al otro, oían el golpeteo del cuero de las sandalias contra las losas, al paso apresurado del que las llevaba. Eadulf se adelantó a toda prisa y se asomó por los arcos de piedra para mirar al otro lado del patio. Oyeron el golpe de una puerta al cerrarse.
En aquel momento, el abad Ségdae apareció por otra puerta. Se detuvo al ver a Eadulf allí de pie, resollando por la repentina carrera.
—He oído un portazo —dijo el abad con desaprobación.
Eadulf lo miró con un rostro falto de expresión y explicó:
—Sí. Creo que un hermano ha salido con prisas del patio por el fondo.
—Qué vergüenza. Aunque haya prisa, un miembro de la abadía sabe que no se deben dar portazos que perturben la paz de Dios en este santo lugar.
Fidelma se acercó a ellos al oír el comentario del abad.
—En ocasiones, el deseo de cumplir cuanto antes un propósito nos hace olvidar las convenciones, Ségdae —susurró.
—Si descubro al culpable, le impondré la sanción necesaria para que recuerde la lección —musitó el abad con enfado, y se marchó a grandes zancadas.
Fidelma se volvió hacia Eadulf, pensativa.
—Ahora que recuerdo… ¿No fue el hermano Daig quien dijo que lo había despertado un portazo en plena noche? No creía habitual que un miembro de la comunidad dé portazos. Quizá se trate de la misma persona en ambos casos. Lástima que no sepamos quién es.
Eadulf sonrió con presunción.
—Creo que sí… Creo que sí sabemos quién es.
Fidelma casi tragó saliva por la sorpresa.
—¿Habéis reconocido a la persona? ¡Decidme, entonces! ¿De quién se trata? —exclamó con un grito contenido.
—Se ha vuelto un poco al cerrar la puerta, donde la luz del otro lado le daba de lleno. Era el hermano Bardán.