Capítulo II
La religiosa se detuvo en el último peldaño antes de subir al pasadizo que bordeaba las almenas de la fortaleza. Miró al cielo con desaprobación. Sus rasgos jóvenes y hermosos, con unos rebeldes mechones pelirrojos que le acariciaban la frente, y unos brillantes ojos azules que reflejaban el cielo plomizo, adoptaron una expresión de censura ante la contemplación del mal tiempo que enturbiaba la mañana. Luego, encogiéndose de hombros ligeramente, subió el último peldaño hasta el pasadizo de piedra que circundaba el interior de las imponentes murallas de la fortaleza que protegía el palacio de los reyes de Muman, el reino más grande de Éireann, en el extremo suroeste del país.
Cashel se erigía de un modo casi amenazador a unos sesenta metros sobre una colosal montaña de piedra caliza que dominaba las llanuras de las inmediaciones. La única vía de acceso era un camino escarpado que partía de una población con mercado que había prosperado al amparo de la fortaleza. Además del palacio de los reyes de Muman, en la roca de la montaña se habían construido otros muchos edificios. Entre éstos se contaba una gran iglesia, la cathedra o sede del obispo de Cashel. Era un elevado edificio circular —forma en que se construían muchas iglesias de aquellos días— con pasillos comunicados que daban al palacio. Había un complejo de cuadras, edificios anexos, hostales para alojar a posibles visitantes y dependencias para la escolta del rey, así como un claustro monástico para los religiosos que oficiaban en la catedral.
Sor Fidelma se movía con una agilidad juvenil que parecía impropia de su vocación. El hábito religioso que vestía no ocultaba su silueta alta y bien proporcionada. Se acercó con naturalidad a las almenas y se apoyó para seguir contemplando el cielo. Sintió un ligero estremecimiento al paso de una ráfaga de aire frío entre los edificios. Se apreciaba que durante la noche había llovido, pues el aire estaba cargado de humedad y un tenue brillo plateado asomaba en el horizonte de los campos más oscuros, donde la luz del alba destellaba sobre las perlas del agua de lluvia.
Hacía un tiempo extraño. El día de San Mateo, que anunciaba el equinoccio de otoño con las primeras heladas matutinas y un descenso brusco de las temperaturas, aún no había llegado. No hacía el buen tiempo característico de aquel mes durante el día. Una capa gris y uniforme de nubes cubría el cielo y apenas se percibía cierta claridad cada vez que el sol la atravesaba. Era un cielo agitado. Los densos nubarrones se extendían tras los picos de las montañas hacia el suroeste, al fondo del valle donde el río Suir serpenteaba como una gruesa franja azulada de norte a sur.
Fidelma apartó la vista del cielo, atisbó entonces a un anciano que estaba de pie no muy lejos de allí, que al parecer también reflexionaba sobre el cielo de aquella mañana. Fue hacia donde estaba para saludarle con una sonrisa.
—¡Hermano Conchobar! Parecéis abrumado —exclamó con alegría, pues Fidelma nunca permitía que el tiempo afectara a su estado de ánimo.
El viejo clérigo volvió su rostro alargado e hizo una mueca de descontento.
—Así es. Hoy no es un día propicio.
—Es un día frío, eso sí, hermano —coincidió ella—. Quizá se despeje, ya que sopla un viento de suroeste, aunque resulta frío.
El viejo movió la cabeza a ambos lados, sin dejarse contagiar por el tono jubiloso de Fidelma.
—No son las nubes lo que me dice que hoy debiéramos estar ojo avizor.
—¿Habéis consultado el mapa celeste, Conchobar? —le reprendió Fidelma, pues sabía que el hermano Conchobar, además de ser el médico de Cashel, cuya botica se había construido a la sombra de la capilla real, era experto en hacer especulaciones a partir de la observación de las estrellas y pasaba muchas horas solo, contemplando los cielos; de hecho, la medicina y la astrología eran disciplinas que a menudo iban a la par en el arte de las ciencias médicas.
—¿Acaso no consulto el mapa todos los días? —se quejó el anciano, sin salir de su pesadumbre.
—Así lo recuerdo yo desde que era niña —afirmó ella con gravedad.
—De hecho, una vez intenté enseñaros el arte de trazar el mapa celeste —suspiró el anciano—. Habríais sido una excelente intérprete de los signos.
Fidelma hizo una mueca y objetó con cariño:
—Lo dudo, Conchobar.
—Creedme. ¿Acaso no fui yo aprendiz de Mo Chuaróc mac Neth Sémon, el gran astrólogo que Cashel jamás ha concebido?
—Tal habéis dicho en varias ocasiones, Conchobar. Decidme, pues, ¿por qué este día no es propicio?
—Temo que el mal nos acecha, Fidelma de Cashel.
El anciano nunca se dirigía a ella por su apelativo religioso, sino por el nombre que la designaba como hija y hermana de reyes.
—¿Sois capaz de reconocer el mal, Conchobar? —inquirió Fidelma con súbito interés.
Pese a que no concedía mucho crédito a la astrología por tratarse de una ciencia que al parecer sólo se basaba en la capacidad de un individuo, aceptaba que los más sabios de antigüedad secular, y las familias que podían permitírselo, solicitaran una carta astral del momento de nacer de su hijo, llamada nemindithib u horóscopo.
—Ay, pero no puedo precisar. ¿Sabéis qué posición ocupa hoy la Luna?
En una sociedad tan ligada a la naturaleza, la persona que no supiera en qué posición estaba la luna era una ignorante o una necia absoluta.
—La luna aparece pálida, Conchobar. Se encuentra en la casa celeste de Capricornio.
—Así es, ya que la Luna está en cuadratura con Mercurio, en conjunción con Saturno y en sextil con Júpiter. ¿Y dónde está el Sol?
—Muy fácil: el Sol se halla en la casa celeste de Virgo.
—Y está opuesto por el nódulo norte de la Luna. El Sol está en cuadratura con Marte. Y así como Saturno se halla en conjunción con la Luna en Capricornio, se encuentra en cuadratura con Mercurio. Y así como Júpiter está en conjunción con el medio cielo, Júpiter está en cuadratura con Venus.
—Pero ¿qué significa todo ello? —preguntó Fidelma, intrigada, tratando de seguirle con lo poco que sabía del arte astrológico.
—Significa que este día no traerá nada bueno.
—¿A quién?
—¿Ha salido ya del castillo vuestro hermano Colgú?
—¿Mi hermano? —se extrañó Fidelma—. Ha partido antes del alba para encontrarse con el príncipe de los Uí Fidgente en el Pozo de Ara según acordaron, para escoltarle hasta aquí. ¿Intuís que mi hermano está en peligro? —preguntó con inquietud.
—No sabría deciros —contestó abriendo los brazos en señal de duda—. No estoy seguro. Quizás el peligro lo corra vuestro hermano, aunque si es así y sufre algún daño, sea quien fuere el autor no conseguirá aquello que se propone. Es cuanto puedo decir.
Fidelma lo amonestó:
—Decís demasiado o muy poco, hermano. No está bien causar inquietud a una persona y luego no decirle lo que pueda ahuyentar tal desazón.
—Ah, Fidelma, ¿acaso no dice el proverbio que una boca cerrada es más melodiosa? Más fácil resulta para mí no decir nada y que las estrellas sigan su curso, que tratar de arrancar los secretos que entrañan.
—Me habéis desconcertado, hermano Conchobar. Ahora estaré intranquila hasta que no haya regresado mi hermano.
—Lamento haberos causado tal preocupación, Fidelma de Cashel. Espero haberme equivocado.
—El tiempo dirá, hermano.
—El tiempo todo lo revela —asintió Conchobar en voz baja, citando un antiguo proverbio.
Inclinó la cabeza en señal de despedida y, con la espalda encorvada, dio media vuelta para dirigirse pausadamente a las almenas, apoyado en un grueso cayado de endrino. Fidelma no apartó la vista de él, sin poder apaciguar la desazón que la embargaba. Conocía al hermano Conchobar desde que naciera, desde hacía treinta años. De hecho, él había ayudado en el parto. Era como si hubiera vivido en el vetusto palacio de Cashel desde tiempos inmemoriales. Había servido a su padre, el rey Failbe Fland mac Aedo, a quien Fidelma no recordaba bien, pues murió el año en que ella nació. Conchobar también había servido a sus tres primos, los cuales sucedieron a su padre en el trono respectivamente. Ahora servía a su hermano, Colgú, proclamado rey de Muman hacía tan sólo un año. El hermano Conchobar estaba considerado un sabio del estudio de los cielos y la elaboración de mapas de las estrellas y los cursos que seguían.
Fidelma conocía bien a Conchobar, lo suficiente para saber que no había que tomar sus pronósticos a la ligera.
Miró al cielo melancólico y se estremeció antes de bajar de las almenas para dirigirse a uno de los tantos patios del gran complejo palaciego que se alzaba sobre la montaña de piedra caliza. Aquí y allá había patios muy pequeños y jardines más pequeños todavía. El conjunto de edificios estaba rodeado por una elevada muralla defensiva.
Mientras Fidelma cruzaba el patio empedrado hacia la entrada de la capilla real, el sonido de niños jugando la hizo mirar arriba. Sonrió al ver a unos chiquillos que usaban la pared de la capilla para jugar al rothchless, la «hazaña de la rueda». A su hermano Colgú solía encantarle ese juego cuando eran pequeños, ya que siempre ganaba. Para jugar hacía falta tener fuerza en un brazo, porque consistía en lanzar un pesado disco circular contra una pared. Ganaba quien conseguía lanzarlo más alto. Según la antigua leyenda, el célebre guerrero Cúchullain lanzó un disco tan alto, que sorteó la pared y el tejado del edificio.
Uno de los niños soltó un grito de júbilo al obtener una buena marca con el disco. Un hostalero que pasaba por allí se acercó a reprenderles.
—Grato es el sonido de una boca cerrada —dijo para reñirles, moviendo el índice.
Citó casi el mismo proverbio que había pronunciado el hermano Conchobar hacía un momento.
El sirviente se dio la vuelta y, al ver a Fidelma, saludó. A espaldas de aquél, los niños se pusieron a hacer muecas, pero ella fingió no haberse dado cuenta.
—Ah, mi señora Fidelma, estos críos… —suspiró el anciano sirviente, dirigiéndose a ella con el respeto propio de su condición real, como hacían todos los de Cashel—. Ciertamente, mi señora, el ruido que hacen rompe la tranquilidad de esta hora del día.
—Pero si sólo son niños jugando, Oslóir —objetó, seria.
A Fidelma le gustaba conocer por su nombre a todos los sirvientes del palacio de su hermano.
—Una vez —añadió—, un gran filósofo griego dijo: «Jugad para ser un día personas serias y respetables». Así que dejad que jueguen ahora que son jóvenes. Les quedan muchos años en que habrán de entregarse a la discreción.
—¿No creéis que el silencio es el estado ideal? —protestó el hostalero.
—Depende. Demasiado silencio puede causar padecimiento. Todo puede ser excesivo, hasta la miel.
Sonriendo a los niños, se encaminó hacia las puertas de la capilla real. Cuando se disponía a subir las escaleras, una de ellas se abrió de golpe y apareció un joven monje vestido con un sencillo hábito de lana. Era fornido y tenía abundante cabello rizado, que llevaba cortado en forma de corona spina, la tonsura circular de san Pedro de Roma. Sus ojos marrón oscuro tenían un brillo acuoso, en un rostro de rasgos afables y en cierto modo bellos.
—¡Eadulf! —lo saludó Fidelma—. Ahora mismo iba a buscaros.
El hermano Eadulf de Seaxmund’s Ham, del reino de los South Folk, había sido enviado allí como emisario del rey de Cashel, en nombre de otro dignatario, el mismísimo Teodoro, arzobispo de Canterbury. En cuanto la vio la saludó con una mueca.
—Esperaba veros en la misa de esta mañana, Fidelma.
Ella lo miró con una sonrisa, una de sus raras sonrisas pícaras.
—¿Percibo cierta censura en vuestra voz? —le preguntó.
—Cierto, pues una de las principales obligaciones de una religiosa es asistir a la misa matinal del Sabbath.
La Iglesia irlandesa celebraba el Sabbath los sábados.
—En realidad, lo primero que he hecho esta mañana ha sido asistir a laudes —lo contradijo con mordacidad—. Y se han celebrado antes de la primera luz del día, cuando, según se me ha dicho, vos todavía dormíais.
Eadulf enrojeció.
Fidelma se arrepintió enseguida de haberle dicho aquello y extendió el brazo para tocarle la manga.
—Debí haberos avisado. El día de San Ailbe aquí es costumbre asistir a laudes para dar gracias a Dios por su vida. Además, mi hermano tenía que partir de Cashel antes de romper el alba, hacia el Pozo de Ara. Nos hemos levantado temprano.
La explicación no pudo aplacar la vergüenza de Eadulf, que se limitó a acomodar su paso al de Fidelma. Cruzaron el patio hacia la Gran Sala de Cashel.
—¿Por qué es tan importante este día? —quiso saber, algo molesto—. Todos cantan las alabanzas a san Ailbe, aunque debo confesar que no sé nada de su vida ni de su obra.
—No veo por qué un forastero debiera saber nada de él —observó Fidelma—. Es nuestro santo patrón, el santo protector del reino de Muman. Hoy es el día en que la Ley de Ailbe se dio a conocer a nuestro pueblo.
—Comprendo —concedió Eadulf—. Ahora veo por qué es un día tan especial. Decidme, ¿por qué está considerado el protector de Muman y qué es la Ley de Ailbe?
Entraron juntos en el salón real, al otro lado de la Gran Sala del palacio, que a aquellas horas de la mañana estaba casi vacía. Sólo había algún que otro sirviente que iba de un lado a otro con discreción, ya preparando el fuego en la enorme chimenea, ya limpiando, ya barriendo los suelos con escobas de ramas.
—Ailbe era un hombre de Muman, nacido en el noroeste del reino, en el seno de la familia de Crónán, un jefe del pueblo de Cliach.
—¿Era hijo del jefe?
—No. Era hijo de una sirvienta del jefe que había quedado encinta y falleció al dar a luz. Siempre ha habido controversia en cuanto a su filiación paterna. Tanto enfureció al jefe que el nacimiento matase a una criada favorita, que quiso ahogar al niño. Cuentan que se llevaron al infante a salvo de Cliach para abandonarlo en el bosque, pero una vieja loba lo halló y lo crió.
—Ah, he oído muchas historias como ésta —observó Eadulf con cinismo.
—De hecho, tenéis razón. Sólo sabemos que, de adulto, Ailbe salió de Muman y se convirtió a la Nueva Fe en Roma, donde fue bautizado. El obispo de Roma le obsequió con un hermoso crucifijo de plata como símbolo de su función y lo envió de vuelta a Irlanda para convertirse en obispo de los cristianos. Esto sucedió incluso antes de que el santísimo Patricio desembarcara en nuestra costa. Mi antepasado, el primer rey cristiano de Muman, Oenghus mac Nad Froích, fue convertido a la Fe por Ailbe. Y Ailbe y Patricio participaron en la ceremonia bautismal del rey aquí, en la misma Roca de Cashel. Tras el bautizo, el rey Oenghus decretó que a partir de entonces Cashel sería la primacía de Muman y seguiría siendo la capital, y que Ailbe sería el primer pastor del rebaño en el reino.
Se sentaron junto a una ventana de la Gran Sala, cuyas vistas alcanzaban al límite oeste del municipio y ofrecían una perspectiva de las lejanas montañas del suroeste, al otro lado de las llanuras. Eadulf se estiró y se vio obligado a contener un bostezo por si ofendía a Fidelma. Pero su amiga no lo advirtió siquiera, pues tenía la mirada detenida en los rutilantes bosques del lejano valle. Una parte de su mente seguía pensando en la sombría predicción del hermano Conchobar. No sabía si podía afectar a la seguridad de su hermano, Colgú. Todos estaban al corriente de que había ido al Pozo de Ara, un vado del río Ara, para encontrarse con el mayor de los enemigos de los reyes de Cashel. Los príncipes Uí Fidgente habían sido adversarios de su familia desde que ella tenía uso de razón. Cierto que a Colgú le acompañaba la escolta personal; aun así, ¿correría acaso algún peligro? Reparó en que Eadulf le estaba preguntando algo.
—Y entonces, ¿por qué se le llama Ailbe de Imleach y no Ailbe de Cashel? ¿Y qué es la Ley de Ailbe?
Eadulf siempre estaba dispuesto a recopilar cuanta información pudiera recabar sobre el reino de Muman.
Fidelma volvió a mirar a Eadulf, sonriéndole para disculpar su distracción.
—Los reyes de Cashel aceptaron que solamente Ailbe gozara de autoridad eclesiástica en nuestro reino. Y ahora Armagh, que está en el reino de los Uí Néill de Ulaidh, al norte, intenta reivindicar su primacía sobre toda Irlanda. En Muman sostenemos que nuestra primacía es Imleach. Por eso Ailbe es tan importante para nosotros.
—Pero antes habéis dicho que la primacía la ostentaba Cashel —señaló Eadulf, confuso.
—Según dicen, cuando Ailbe se hizo viejo, se le apareció un ángel. Le pidió que fuera hasta Imleach Iubhair, que no queda muy lejos, pues allí se le mostraría el lugar de su resurrección. Era algo simbólico, ya que antaño Imleach fue la capital del reino, antes de que el rey Corc eligiera Cashel en tiempos paganos. El nombre proviene del tejo sagrado, el tótem de nuestro reino.
Eadulf chasqueó la lengua, pues desaprobaba el simbolismo pagano. Pese a ser un cristiano converso, era, al igual que muchos, un ferviente seguidor de la nueva creencia.
—Ailbe salió de Cashel para construir una gran abadía en Imleach —prosiguió Fidelma—. Allí había un antiguo pozo sagrado, que bendijo y convirtió para uso divino. Incluso bendijo el tejo sagrado. Fundada la abadía de Ailbe, floreció una gran comunidad. Cuando Ailbe acabó su obra, entregó el alma a Dios. Sus reliquias se guardan en Imleach, donde fue enterrado. Cuenta la leyenda que…
Fidelma calló, sonrió y se encogió de hombros para disculparse. Si era franca, debía reconocer que en realidad estaba hablando para mantener la mente ocupada y evitar de este modo la preocupación que le asaltaba el pensamiento en cuanto a la seguridad de su hermano en el Pozo de Ara.
—Proseguid —le instó Eadulf, pues le fascinaba la facilidad con que Fidelma recordaba las leyendas de su pueblo, dando vida a dioses y héroes de tiempos lejanos.
Fidelma volvió a mirar al fondo del valle, hacia el camino que conducía al otro lado del río Suir y más allá del valle, donde el camino seguía hasta el Pozo de Ara. No había señal alguna de actividad en el camino. Volvió a concentrar su atención en Eadulf.
—Yo no comparto tal creencia, pero muchos creen con extraordinaria fe que si nos robaran las reliquias de Ailbe nada salvaría a este reino de caer en manos del enemigo. Según antiguas leyendas, se puso el nombre de Ailbe a un perro que guardaba los confines del reino. Hay quien asegura que se llamó al santo así por el mítico perro, de modo que el pueblo ve al santo como la encarnación del perro que siempre protege nuestras fronteras.
La leyenda impresionó mucho a Eadulf a juzgar por su expresión.
—No tenía ni idea de que vuestro pueblo todavía conservara esa clase de creencias —comentó, moviendo ligeramente la cabeza a ambos lados.
Fidelma hizo una mueca irónica.
—Yo no tolero las supersticiones. Pero es tal la convicción del pueblo, que no soportaría ponerla en tela de juicio.
Al levantar la cabeza vio actividad en el lejano bosque limítrofe. Se fijó mejor, y cambió las facciones del rostro con una amplia sonrisa de alivio.
—¡Mirad, Eadulf! Ahí viene Colgú y el príncipe de los Uí Fidgente con él.