XIV

No consigo comprenderte —dijo David.

—No esperaba que lo consiguieras —replicó Ted.

Era de noche y estaban cenando en la bien ordenada casa. David parecía exhausto. El calor había apretado de un modo increíble durante el día y los monzones se presentarían de un momento a otro, probablemente antes de medianoche. Mientras tanto, el aire era fétido. Ninguno de los dos pudo comer ni tampoco lo intentaron. El lánguido criado quitó los platos y trajo el café.

—¿Significa esa decisión que has abandonado la idea de casarte? —preguntó David a su hijo.

—No, no la he abandonado, si Agnes está dispuesta a venirse al pueblo conmigo.

—Espero que no serás tan desconsiderado como para pedirle una cosa semejante —replicó su padre con acento grave.

Ted sonrió. A pesar del calor, había logrado mantenerse singularmente alegre durante todo el día. Se dedicó a empaquetar algunas de sus cosas, una muda, unos cuantos libros, un equipo de cocina, una cama de campaña y un mosquitero. Cuando llegara a Vhai se construiría una casa con paredes de barro y techo de bálago. No había motivos para dilatar la partida, puesto que el año escolar estaba tocando a su fin.

—¿No te parece a ti también risible la idea? —preguntó su padre con acento seco.

El humor entre distintas generaciones es imposible. David recordó los chistes que su padre solía decir y reír y que a él le parecían infantiles y muy poco graciosos.

—Nada de eso —repuso Ted alegremente—. Supongo que Poona le parecería también extraña a mi madre cuando vino a vivir aquí.

—No era lo mismo —se apresuró a contestar su padre. Pero no explicó en qué consistía la diferenciad. En lugar de hacerlo, se sintió inspirado por una repentina y excelente idea. ¿Por qué no escribir a Agnes Linlay pidiéndole que prestase un poco de sentido común a aquel hijo suyo tan loco? Que hubiera un secreto entre ambos, que pudiera decirle de una forma delicada lo feliz que se sentiría si ella llegaba a ser su nuera. Podía hacer justicia a su hijo en varios sentidos y más tarde sugerir que, aunque Ted era en extremo joven y se beneficiarla enormemente de tener una esposa sensata y juiciosa, él estaba, sin embargo, en condiciones de prometer que ella jamás se arrepentiría de su elección si se conseguía que Ted abandonase su absurda decisión de irse a vivir a un pueblo hindú, acto que debía ser evitado por su familia y por sus amigos. Existían ambientes mejores para que un hombre blanco viviera en la India, y ella, sobre todas las jóvenes, sabía esto y debía ayudarle a salvar a Ted de la locura.

—Saldré dentro de un día o dos —dijo Ted alegremente.

—Me sorprende que hayas permitido que Jehar influyera en ti.

—No ha sido sólo Jehar —repuso Ted—. A Darya le corresponde una buena parte de ello. Además, otra parte es mi propio deseo, el deseo de abandonar todo lo que tú y mi abuelo me habéis dado, aunque os estoy agradecido a los dos y siempre lo estaré. Pero deseo ser sólo yo durante algún tiempo, no un MacArd.

David no replicó. Aquella mañana estaba preocupado por los recuerdos de su propia juventud y no podía hablar sin recordar las palabras de su padre, pronunciadas hacía veinticinco años.

Debía tener confianza en Agnes Linlay.

La comida fue interrumpida por un rumor que se oyó en la veranda y el anuncio de que Fordham sahib y memsahib estaban esperando.

—Diles que entren —dijo David al criado.

No entraron dos personas sino tres. La tercera era una muchacha con un rostro tan fresco como un pensamiento. Grandes y suaves ojos de color castaño y espesas y suaves pestañas negras, una boca roja y llena y una barbilla puntiaguda combinaban los efectos de aquella sencilla flor. La joven era extremadamente bonita y parecía una niña. La señora Fordham la presentó a los MacArd con verdadero orgullo.

—Nuestra hija Ruthie, señor MacArd. Y éste es el joven señor MacArd, Ruthie. Perdónenos, pero no podíamos esperarle.

—¿Ha venido por fin? —preguntó David ensayando una sonrisa.

Había olvidado, y supuso que lo mismo le sucedía a Ted, que Ruthie estaba para llegar.

—¡Oh, sí! Y hemos tenido mucha suerte de que llegara antes de los monzones, pues es difícil viajar en medio de las lluvias, que están próximas.

—Fui a Bombay a buscarla —dijo el señor Fordham, mirando a Ruthie, los ojos brillándole detrás de sus lentes con montura de acero—. ¿No es verdad que es muy bonita? —añadió con expresión picaresca.

—¡Papá! —exclamó Ruthie dejando oír su dulce, aguda y juvenil voz.

—Papá sigue siendo el mismo de siempre, querida —repuso la señora Fordham con ternura.

—¡Es espantoso! —exclamó Ruthie dirigiéndose a todos.

La joven entreabrió sus rojos labios y se echó a reír, dejando ver sus brillantes y blancos dientes. Procedía con gran naturalidad y su grueso y juvenil cuerpo parecía relajado e incluso indolente. La muchacha vestía un traje de color de rosa con manga corta, y la señora Fordham creyó necesario disculparse.

—Ruthie, tus mangas son un poco cortas, ¿no es verdad? No son apropiadas para una familia de misioneros. Tenemos que dar ejemplo.

—¿Lo son? —preguntó Ruthie inocentemente.

Todos posaron la mirada en los suaves y bonitos brazos de Ruthie y Ted miró a la joven francamente a la cara. Era sorprendente el contraste que existía entre la niña que recordaba y la muchacha que ahora tenía ante él. Aquella niña con la cara y los ojos redondos, que le habían molestado tanto desde que empezó a andar, y a quien él evitaba todo cuanto le era posible, se había transformado en una fresca flor. Un poco estúpida quizá, pero de suave y dulce carácter, según se podía ver. Su abuelo le había dicho una vez: «Cásate con una mujer que tenga buen carácter, Ted. Tu abuela tenía un carácter muy dulce, y eso es lo más importante que una mujer puede tener. He conocido a hombres que fracasaron por culpa del carácter de sus esposas».

Cuando los visitantes se hubieron sentado, Ted preguntó a su padre:

—¿Puedo hablar a los señores Fordham?

—Con una condición —replicó David—. Que añadas que yo no apruebo lo que piensas hacer.

—¿Qué ocurre? —preguntó la señora Fordham, que no podía dominar su curiosidad.

—Pienso irme a vivir a un pueblo —repuso Ted.

—¿Con todas las consecuencias? —preguntó la señora Fordham.

—Sí, creo que sí.

—Mamá quiere decir si para siempre —añadió Ruthie echándose a reír.

—No lo sé aún —contestó Ted.

—¡Qué raro! —exclamó la señora Fordham—. Dejar esta hermosa casa y a tu padre… ¿Y eso por qué?

—Me atrevo a pronosticar que al final del verano le veremos regresar con nosotros —afirmó el señor Fordham.

—No lo sé —contestó Ted de nuevo.

—Muchos jóvenes creen que van a hacer algo nuevo —añadió el señor Fordham a continuación—. Recuerdo que cuando yo era joven alimentaba también estas ideas. Pero un pueblo tiene que ser muy incómodo.

Se interrumpió y todos le miraron.

—Y no sé lo que las autoridades pensarán de todo esto —prosiguió contestando a las miradas fijas en él—. Pueden interpretarlo como que se pone al lado de los revolucionarios, ¿comprenden ustedes?

—Yo explicaré personalmente el asunto al virrey —repuso David.

—En ese caso… —y el señor Fordham se detuvo.

—Creo que sería divertido —aseguró Ruthie—. A mí siempre me gustan los hindúes que viven en el campo. La quieren a una y no son tan orgullosos como los hindúes educados. En el colegio había una muchacha hindú, una de las hijas menores de un príncipe de la India. Pero no me hablaba. Tenía a menos tratarse con la hija de unos misioneros.

Nadie contestó, y el señor Fordham dijo con expresión piadosa:

—Espero que la hayas perdonado, querida.

—Dejé que ella siguiera su camino y yo seguí el mío —repuso Ruthie.

—Tendrías que haber rogado por ella —añadió a su vez la señora Fordham.

—Pues no lo hice, mamá —replicó Ruthie.

Ted se echó a reír, sintiendo una súbita simpatía por la muchacha, aunque sin admirarla en lo más mínimo. Había crecido abandonada a sí misma como muchos hijos de misioneros, al cuidado de ayahs lo mismo que él. Al joven se le ocurrió la idea de que tal vez había pensado en un pueblo como en una escapatoria, un lugar donde no habría demandas de ninguna clase y en donde, como Ruthie había dicho, sería apreciado y la gente sentiría gratitud. La gratitud era un hábito semejante a una droga, y él había conocido a hombres blancos que necesitaban cada vez mayores dosis de ella a fin de sentirse satisfechos de sí mismos, hasta que llegaban a aparecer ridículos y pomposos.

—Debemos irnos a casa —dijo de pronto el señor Fordham—. Los caballeros tienen que acabar de cenar.

—¡Atiendan! —exclamó Ruthie de pronto. Sus ojos se habían agrandado mientras escuchaba y todos los demás prestaron oído. A lo lejos se oía el aullido del viento que se acercaba. Luego percibieron el ruido de la lluvia que se precipitaba del purpúreo cielo. El monzón había llegado.

—¡Corramos! —gritó el señor Fordham a su esposa y a su hija.

Los tres salieron por la abierta puerta y Ted permaneció observándoles. El señor Fordham marchaba delante corriendo. Su esposa se echó la falda por la cabeza, dejando que su blanca enagua flotara al aire, y corrió detrás de él. Pero Ruthie no se daba la menor prisa. La muchacha andaba lentamente, con la cabeza erguida para que cayera sobre el rostro toda la fuerza de la lluvia. También levantaba hacia lo alto sus gordezuelas y pequeñas manos. El viento jugaba con los rizos de su cabello y tiraba del moño que llevaba en la nuca, hasta que se lo deshizo. El cabello cayó sobre su espalda mientras que el agua corría por sus mejillas. La muchacha no demostraba sentir el menor miedo, y también esto le gustó a Ted.

Admiro a Ted —escribía unas semanas después Agnes Linlay con su recta y ancha letra—, pero al mismo tiempo me doy perfecta cuenta de lo imposible que me seria a mi hacer nada de lo que él está haciendo. Créame, doctor MacArd, me siento honrada por la confianza que demuestra usted sentir en mí, pero Ted y yo no llegamos a ningún acuerdo. Puedo afirmar, por el contrario, que llegamos a un desacuerdo y que nos separamos disgustados. Yo he sido educada como una muchacha inglesa se educa en la India, y no me es posible librarme de mis sentimientos de responsabilidad. Temo que sólo pueda esperar a que Ted recobre el sentido común por sí mismo. Mientras tanto, entre nosotros no hay ningún acuerdo, y si él me escribe y me dice lo que desea hacer, yo le expondré a mi vez mi punto de vista.

«Una digna joven», pensó David. Era exactamente la clase de muchacha que le hubiera gustado para nuera, y exactamente la mujer que Ted necesitaba como esposa. David le envió una carta redactada con el mayor cuidado y escrita con su fina y apretada letra, expresando la esperanza de que algún día pudieran entrevistarse para hablar sobre Ted. En tanto llegaba este momento, él estimaría mucho lo que ella pudiera hacer exponiendo su punto de vista a Ted, su único y querido hijo. En cuanto a él, valoraba en su justo valor todo cuanto el Imperio británico estaba haciendo para colocar al pueblo de la India en situación de que pudiera ser independiente y ocupara un puesto entre la familia de las naciones modernas. También deploraba la ingratitud de los jóvenes intelectuales y de sus jefes, entre los cuales, y sentía verdadera tristeza al mencionarlo, se encontraban hindúes a quienes consideraba antiguos amigos.

MacArd no contaba a la joven que se sentía muy solo desde la marcha de su hijo, porque Ted se había marchado al fin. El joven permaneció en la misión un día o dos después de la llegada de los monzones, y al cabo, bajo la lluvia torrencial, emprendió el camino hacia el norte, en dirección a Vhai. Al llegar al pueblo, según su primera carta, se encontró con que todo el campo estaba convertido en un lago donde se reflejaban las nubes cuando el sol surgía. Pero el pueblo estaba situado en una pequeña y chata montaña, y las calles no estaban demasiado llenas de barro. Había encontrado una pequeña casa donde se instaló. Hasta entonces no había sido capaz de hacer nada, excepto dejar que los pueblerinos le contemplasen a su sabor, cosa que podían hacer porque era imposible trabajar mientras siguiera lloviendo. Ted se alegraba de haber aprendido su lenguaje, pues podía cambiar chanzas con ellos, y nada les había parecido más gracioso, aunque también les gustó la idea de que hubiera ido a Vhai con ánimo de enseñarles. Todo el pueblo era un haz de casas con paredes de tierra, y en aquel puñado de minúsculos hogares existía toda suerte de pequeñas industrias: hilaturas y tejedores, alfarería, carpintero y un molino. La gente se hallaba al borde de la inanición, pero se sentía satisfecha ante la generosidad de la lluvia. En el pueblo había incluso un pequeño templo a Ganesh, el pequeño y obeso dios con cabeza de elefante a quien el pueblo quería porque era inocente e intentaba hacer por ellos todo cuanto podía.

Ted era feliz. Tenía libertad, gozaba de una alegría infinita y vivía intensamente todas las horas del día. Las lluvias cesarían a su debido tiempo y el lago se secaría, transformándose en campos de arroz, de mostaza y de guisantes. «Tardaré bastante en ir a Poona», escribía a su padre. Estaba aprendiendo mucho y la gente no le tenía ya el menor miedo.

No escribió a Agnes durante muchos meses. No lo hizo hasta que llegaron los vientos fríos del Himalaya y estuvo establecido definitivamente en la casa de barro y la rutina de sus días quedó fijada de una manera clara. Se levantaba muy temprano y durante dos horas enseñaba en la escuela a todos los habitantes de Vhai que deseaban aprender a leer y a escribir. Luego sus discípulos se iban a trabajar y él se dirigía a un pequeño dispensario que había instalado en un extremo de su choza, y allí atendía a los enfermos que venían de los alrededores. Curaba a algunos, convencía a otros a quienes no podía curar para que fuesen al más cercano hospital, y, por último, procuraba consolar a los que habían ido al pueblo a morir. La tarde la pasaba administrando justicia en las pequeñas desavenencias que se producían en Vhai. De este modo, con pacientes charlas y tímidos consejos pasaba el día y llegaba la noche. Era una rutina sencilla, y realizaba mucho menos de lo que pensaba llevar a cabo en el futuro, pero se hallaba ya establecido, y ahora al fin pudo escribir a Agnes:

Ni tú ni yo tuvimos oportunidad de conocer a esta gente cuando crecíamos. Desearía poder compartir contigo todo lo que ocurre diariamente aquí, en Vhai, las extraordinarias tristes, enternecedoras historias de la vida de cada día en este pueblo. Residían mucho más excitantes que la vida que vivíamos entre las paredes de nuestros hogares. Aquí en la calle del pueblo, y en los pequeños jardines que hay detrás de cada casa, rodeados de una pequeña pared de tierra para gozar de un poco de aislamiento, he conocido la vida humana en toda su plenitud. Mi encanto… —Y éstas fueron sus únicas palabras de amor.

Dos palabras de la carta que movieron a la joven a escribirle inmediatamente.

Ted, no puedo permitir que me llames «mi encanto». No sé cómo decírtelo. Pero he de hacerlo, sin embargo. He prometido a tu padre casarme con él.

A Vhai no llegaban noticias ni habladurías del mundo exterior, y las cartas de su padre no le habían proporcionado ninguna luz sobre la cuestión. Ted comprendió que una profunda reserva, o quizá cierta delicadeza, había hecho que fuera Agnes la que hablase primero. Si él hubiese seguido viviendo con ellos, hubiera podido observar cómo crecía la extraña y desigual amistad entre Agnes y su padre. Pero no había visto nada. Su alegre vida en el pueblo y la alegría que experimentaba le habían aislado de todo por un tiempo, librándole incluso de la necesidad de amar, por lo que no había escrito más pronto a Agnes. Ted tuvo que deducir lo sucedido por la carta de Agnes y por la que no tardó en recibir de su padre, y de este modo descubrió que había sido él quien los unió. Habían cambiado entré ellos alguna correspondencia acerca de él, y en el mes de setiembre su padre fue a Calcuta para visitar a la joven, muy preocupado por los nuevos sentimientos de su hijo. Para su padre era palpable qué él se hallaba sumido en la mayor desgracia.

Jamás pensé en colocar otra mujer en el lugar de tu madre, me sentí muy solo cuando tú me abandonaste y en mi soledad se desarrolló una excelente amistad entre la señorita Linlay y yo.

Tal era la escueta explicación de su padre.

Ted no asistió a la boda, y el viaje de bodas, que tenía que haber sido a China y el Japón, hubo de cambiarse por otro a Nueva York. El viejo, que no había tenido voz ni voto en nada y que era su padre y abuelo, se estaba muriendo.

David y su joven esposa llegaron a Nueva York en un bello y brillante día, mientras la ciudad gozaba de su más luminosa belleza. Del mar venía un fuerte aire y el cielo estaba completamente despejado. David era tan feliz como jamás había soñado serlo de nuevo. La rubia inglesa que se encontraba a su lado era a la vez esposa e hija. La había conquistado para sí, y el orgullo y la complacencia llenaban su corazón. La amaba no como había amado a Olivia, sino con ternura constante y pasión de vez en cuando. David se había sentido bastante preocupado antes de la boda. Los largos años de soledad podían haberle tornado tímido. La joven poseía un gran tacto y una exquisita educación, una delicadeza a la vez comprensiva y complaciente, y no se produjo la menor confusión entre ellos. Cuando fue consumado el matrimonio, desapareció el último asomo de soledad del alma de David y con ello la pequeña sensación de culpabilidad en relación a su hijo. Aunque la joven decía que jamás se hubiera casado con un hombre tan joven como Ted, aunque sostenía que le amaba. David se sintió culpable hasta el momento en que ella fue por completo suya.

David condujo al viejo hogar a su esposa, instalándola en las habitaciones que habían sido de su madre, y se sintió llenó de orgullo al ver que Agnes se sentía como en su casa.

—Podía pasar por una vieja casa de Londres —dijo la joven mientras iba de acá para allá examinándolo todo.

El tafetán francés y los rasos elegidos por la madre de David no se habían descolorido ni picado.

—Estos géneros son muy finos —añadió Agnes—. Me gustan mucho las cosas antiguas.

David la abrazó tiernamente y como ella se mostraba tan tímida con él, la apretó más cordialmente contra su corazón. No era necesario mantenerse en guardia. Su vida se desarrollaba ahora de una manera agradable. ¡Dios era bueno!

—Ve con tu padre ahora, querido —dijo Agnes—. Yo esperaré.

El viejo MacArd no reconoció a su hijo. David; permaneció junto a la maciza cama contemplado la larga figura, que ahora parecía un esqueleto, los grises ojos estaban abiertos, pero no veían nada, y todos los esfuerzos del anciano se concentraban en conseguir un poco de vida en cada aspiración que hacía, para quedar casi sin ella cuando respiraba.

La enfermera, gruesa y pálida, se encontraba junto al lecho.

—No puede durar mucho —suspiró—. ¡Pobre señor! Cualquier día, a cualquier hora. Me alegra que esté usted aquí, doctor MacArd.

—¿Ha preguntado por mí?

—No ha preguntado por nadie, doctor MacArd. Tiene bastante con su esfuerzo para seguir respirando.

—Llámeme si me necesita. No saldré de casa.

—Sí, señor.

Salió de puntillas y regresó a las soleadas habitaciones donde esperaba Agnes.

—No quiero que le veas como está ahora, querida —dijo.

La joven se había recostado en la chaise-longue en que la madre de David solía echarse, con la cubierta de raso subida y un libro en la mano. La joven dejó el libro y David le tomó una mano.

—No puede durar más que unas cuantas horas. Un día o dos a lo sumo. Luego, cuando haya descansado al fin…

—Gracias, querido —repuso Agnes—. Eres muy considerado.

El cuarto día, cuando fue a verle como de costumbre, David oyó la voz de su padre, todavía extrañamente fuerte. David entró y vio que la enfermera estaba sujetando al viejo por los hombros.

—Quédese quieto, señor MacArd. Se va usted a hacer daño.

—¿Qué ocurre? —preguntó David.

—Ha vuelto en sí de pronto —repuso la enfermera.

Echado sobre las almohadas, con los labios secos, MacArd miró a su hijo. La enfermera le había cortado su famosa barba y la puntiaguda barbilla y la enérgica boca, de pálidos labios, producían un efecto desagradable.

—¿Dónde está Olivia? —preguntó.

David se alegró de no haber dejado entrar en la habitación a Agnes.

—Papá, Olivia murió hace años.

—¿Olivia muerta también? ¡Leila! —murmuró el viejo MacArd—. Leila… Leila… Leila…

—¡Chist! —ordenó la enfermera—. Ya se está usted agitando de nuevo.

Las espesas y blancas cejas se enarcaron con cólera senil.

—¡Cállese! —gritó el viejo—. ¡Cállese, mujer!

El esfuerzo fue demasiado para él. Impulsado por la ira se puso rígido súbitamente, alzó su desnuda barbilla y murió.

—Me gustaría vivir aquí —dijo Agnes.

La vieja casa victoriana, aunque rodeada por rascacielos y edificios destinados a oficinas, le recordaba a Londres.

—Ya viviremos algún día —repuso David—. Pero ahora tengo que pensar en mi trabajo.

—Naturalmente —se apresuró a responder Agnes—. Eran tan sólo imaginaciones mías. Seremos felices en la India, aunque yo nunca seré una verdadera esposa de misionero. ¿Lo sabes ya, David?

—Me basta con que seas feliz —contestó David.

Se sentía aliviado al ver que su esposa parecía dispuesta a ser feliz, a despecho del desconcertante descubrimiento que un médico norteamericano había hecho; el descubrimiento de que Agnes no podía tener hijos. David había temido, que a su edad pudiera nacerle un nuevo hijo, posibilidad que le alarmaba y al mismo tiempo hacía que se sintiera avergonzado. Su dignidad podía incluso verse amenazada en la India si su despertar sexual era puesto tan de manifiesto. Entonces Agnes pensó que sería muy conveniente someterse; a un examen médico, ya que se encontraban en una ciudad donde había médicos tan excelentes. Y después de los funerales de su padre, aquellos notables funerales celebrados en la catedral de San Jaime, que se llenó de hombres de cabello blanco y mujeres vestidas con trajes de brocado y raso, ambos supieron que no podrían tener hijos. Los herederos de la fortuna dé los MacArd tenían que nacer de Ted. A David no le importaba. Por el contrario, le alegraba que fuera así. Ted acabaría casándose. Los jóvenes que viven en la India acaban casándose inevitablemente. Una mujer podría arrancar a Ted de aquel pueblo y hacer que recobrase el juicio.