II

Unas semanas más tarde entraba con firme paso en su propia casa y entregaba su sombrero, su bastón y sus guantes a Enderby, el mayordomo.

—Ya estoy aquí, Enderby —dijo con su acostumbrado y brusco tono de voz.

—Señor, espero que haya tenido un buen viaje —contestó Enderby haciendo una ligera reverencia.

—Excelente —masculló MacArd, y volviéndose a David, que se encontraba tras él, añadió—: Bien, hijo.

—¿Qué quieres, papá? —preguntó David. El muchacho conocía bien a su padre y sabía que la gris y erguida cabeza y los azules ojos, llenos de resolución, significaban sencillamente que no se debía mencionar para nada a la madre. La casa estaba vacía a despecho de la tibieza de su ambiente y de las muchas flores, magníficamente arregladas. El joven sintió una gran ternura hacia su padre.

—¿Cuáles son tus planes? —preguntó MacArd.

—No tengo ninguno por ahora, papá —repuso David con su tranquila manera de hablar—. Creo que me iré a mis habitaciones a descansar, a menos que quieras que haga algo.

—En este momento no —contestó su padre—. Si no opones ningún reparo, me iré a la oficina ahora mismo, aunque estaré en casa a la hora de cenar.

—Sí, papá —dijo de nuevo David.

Era aún temprano. Se habían desayunado en el barco y no existía nada que deseara tanto David, en aquel momento como permanecer solo para reflexionar. Necesitaba, por encima de todo, alejarse de su padre, de su dominante y opresora presencia, que David sabía era también profundo amor. Había compartido el peso de éste con su madre durante todos los años de su vida, y ella le enseñó a valorar a su padre y también a saber que era inmodificable. David había podido soportar este conocimiento mientras la tuvo a su lado con su alegría, su buen humor y su vitalidad. El talento que ella tenía para fundirse en él y en su padre, haciendo que vivieran por separado, pero, al mismo tiempo manteniéndolos unidos, había formado la atmósfera de aquella inmensa casa. Ahora que ella se había marchado para siempre, David estaba resuelto a seguir haciendo lo mismo que había hecho en vida de su madre. Pero, sin embargo, debía gozar de cierta independencia. Este deseo nacía de la herencia de su padre, que se había filtrado en él a través de la sangre de su madre. También estaba determinado a encontrar por sí solo la vida que anhelaba y a vivirla, por entero.

—¿Quiere el señor que le sirva el almuerzo en su salón? —preguntó Enderby en tono ligeramente elevado.

—Lo siento, Enderby. Sí, haga el favor. Pasaré el día en mis habitaciones hasta que venga mi padre. Deseo revelar yo mismo mis fotografías. Hice muchas en la India.

—Muy bien, señor —repuso Enderby, para quien no existía la India.

Enderby se marchó y David empezó a subir la amplia escalera de mármol. Había un ascensor en el extremo del vestíbulo, pero a él le gustaba subir los escalones. Su madre los había bajado a menudo cuando él se encontraba abajo, y había levantado la cabeza para verla descender, bella y elegantemente vestida, dispuesta a asistir al teatro o a una cena. De niño corría siempre para verla bajar, con la cola de su vestido arrastrando tras ella, con sus brazos desnudos, salvo las joyas que llevaba puestas.

Las habitaciones de David estaban en el segundo piso, en el ala este, y un ancho corredor alfombrado conducía hasta la puerta. Un profundo silencio reinaba en la casa, cosa que produjo una dolorosa impresión en el joven, pues cuando su madre vivía, la casa estaba siempre llena de agradables sonidos. Música por todas partes; el piano o la agradable voz de ella, una voz casi brillante, y si no había música, sonidos producidos por seres vivos: las amigas de su madre o los aullidos de sus perros favoritos.

Al fin entró en las habitaciones que conocía tan bien. Todas las puertas estaban abiertas. Su dormitorio, la habitación de vestirse, el cuarto de baño, el salón donde se encontraba, y más allá, su despacho y biblioteca. Los colores eran granate y crema. Su madre los había elegido cuando él todavía estaba en el colegio, y ahora las habitaciones parecían nuevas y, al mismo tiempo, familiares.

David se sentó en su sillón favorito e inclinándose hacia atrás cerró los ojos.

La India le había producido una honda impresión, o quizá no fuera la India, sino Darya. Se sintió atraído ya hacia el esbelto hindú cuando se encontraron en Londres. Pero entonces no tuvo tiempo ni ocasión de hablar con él. Darya se había mostrado muy reservado en aquella ocasión, incluso cínico o, por lo menos, peligrosamente irónico. Lo miraba todo con sus oscuros, vivos y misteriosos ojos, como si tuviera el donde verlo todo, pero guardaba silencio, David hubiera querido que Darya tomase el mismo barco que ellos rumbo a Bombay, pues entonces hubiera podido satisfacer su curiosidad sobre un hombre que le atraía de tal modo y que, sin embargo, parecía encontrarse más allá de toda posible comprensión. Pero Darya tenía reservado pasaje en un barco francés, que debía partir unos días más tarde, y no parecía dispuesto a cambiar de planes.

—Yo nunca viajo en barcos ingleses —se limitó a responder.

No obstante, allí en el «Claridge» donde ocupaba la mejor serie de habitaciones, no demostraba sentir aversión alguna hacia los ingleses.

Durante todos los días pasados en Bombay y cuando se quedó solo en Agrá, donde se detuvieron antes de llegar a Poona, David no había dejado de pensar en Darya. Le escribió antes de salir de Bombay, recordándole que habían convenido verse, y Darya contestó amablemente que estaba en su casa y que esperaba que pasase por lo menos una tarde con él.

Y aquella tarde David experimentó de una manera que le era imposible explicar el primer consuelo, la primera sensación de apaciguamiento desde la muerte de su madre. Hasta entonces no había hecho otra cosa que seguir a su padre, intentando serle agradable, como su madre hubiera dicho. Pero le había sido imposible pensar, ni siquiera sobre lo que estaba viendo. Llegó a sospechar que su mutismo había puesto en cuidado a su padre o que quizá le considerara un engorro. Pero Darya había elevado su corazón y despejado su espíritu, aunque no sabría decir con qué medios, pues apenas si recordaba nada de lo dicho por Darya durante la entrevista. El joven hindú no le ofreció otro agasajo que algunas tortas y leche con miel, que trajeron los criados. Tampoco apareció nadie de la familia de Darya. Pasearon por la bella mansión y por los floridos jardines mientras Darya le mostraba una cosa tras otra: la talla de marfil colocada en una pared de piedra, las celosías de mármol trasladadas de un antiguo palacio. En las palabras del hindú no había el menor orgullo o vanidad, pues no mencionó nada más que unos cuantos de los muchos y bellos objetos que había en la casa. Enseñó a David sólo aquellas cosas que más apreciaba, compartiendo con él el placer que le procuraban. Los lotos que florecían en el gran estanque central del jardín, con sus pétalos de color de rosa abiertos hacia el sol, habían impulsado a Darya a sugerir que se sentaran en un banco para admirarlos.

—Cuando el sol empieza a hundirse —había dicho el joven hindú—, verá usted que los pétalos tiemblan, y si tiene usted paciencia verá también cerrarse la flor. Ahora no las ve usted moverse, pero pronto empezarán a cerrarse sobre sus doradas yemas.

Y mientras permanecían sentados en aquel bello jardín, donde parecían encontrarse solos, aunque Darya le había dicho que sus dos hermanos vivían también allí, con sus esposas e hijos, y que su hermana casada estaba visitando a sus padres acompañada de sus hijos, Darya formuló una pregunta que hubiera podido parecer extraña de no encontrarse en la India y no haberla formulado un hindú.

—David, ¿cuál es su religión?

Tal fue la pregunta de Darya, y el joven la formuló del mismo modo que podía preguntar sobre un antepasado, una nacionalidad, una raza o un destino.

David titubeó un instante.

—Soy cristiano —dijo al fin.

—No conozco nada del cristianismo —murmuró Darya casi con indiferencia.

El joven se agachó y arrancó una pequeña flor purpúrea que crecía entre las losas de mármol de la terraza que rodeaba el estanque. Vestía un traje hindú, y esto, según reflexionó David, le hacía parecer menos extranjero que cuando en el hotel londinense vestía como un inglés. Su túnica de seda blanca, qué dejaba al descubierto sus brazos y piernas, producía un efecto de sencillez; calzaba sandalias en lugar de zapatos de cuero.

—Sé muy poco de mi religión —confesó honradamente David—. Pero mi madre creía en Dios y en la virtud de la oración, y supongo que me enseñó a mí a creer.

Darya le interrumpió. En Londres había hablado como un inglés, pero en su casa, aunque pronunciaba correctamente este idioma, hablaba como un hindú, apagando las consonantes y redondeando las vocales.

—¿Su religión no constituye una parte de la vida de ustedes?

—En cierto sentido sí —repuso David.

Trataba de ser completamente sincero con Darya. Sentía un verdadero deseo de amistad, una peculiar amistad en la que pudieran hablarse el uno al otro con el corazón en la mano, precisamente porque eran extraños el uno al otro. No podía hablar de aquella forma a los que había conocido siempre, a los que conocían a su familia y, en especial, a su padre. Para Darya el apellido MacArd no parecía significar absolutamente nada, pues tomaba la riqueza como cosa natural. Era muy problemático que toda la fortuna del padre de David pudiera igualar a la riqueza que Darya heredaría.

—¿En qué sentido lo es? —inquirió Darya—. Cuénteme más, David. Porque yo deseo conocerle a usted, y conocer la religión de un hombre es el mejor modo de conocerle a él.

—Temo que eso no sea cierto conmigo… o con la mayoría de nosotros —repuso David un tanto sorprendido—. Quizás entendamos por religión cosas distintas.

—Explíquese —pidió Darya con acento imperioso.

Poseía una hermosa cabeza con cabello oscuro ondulado suavemente que llevaba bastante corto y un bello rostro de forma oval. Sus anchos ojos castaño oscuro permanecían fijos en el rostro de David, a quien le era imposible resistir la fuerza magnética que emanaba de ellos.

—En nosotros —murmuró David— la religión tiene que ser expresada mediante obras prácticas. Creo que nos sería imposible soportar o permitir la pobreza que existe en su país, Darya. Intentaríamos hacer algo para remediarlo, y eso sería una parte de nuestro espíritu religioso.

—¿Y qué más? —preguntó Darya sin pestañear.

—¿Qué más? Bien. Están las iglesias, su culto y todo lo demás.

—Pero ¿qué me dice usted sobre el alma? —inquirió ahora Darya con acento apremiante—. ¿Qué me dice sobre el espíritu, el corazón, sobre la comunión con Dios? Para usted ¿qué significa?

—He ido a la iglesia con mis padres. Tomo la comunión, ¿comprende usted? Y cuando era pequeño acostumbraba a rezar. Desde la muerte de mi madre he pensado en estas cosas más que antes. Creo en Dios. De no ser por la religión, no dispongo de ninguna explicación para el universo.

Era cierto que se podía ver cómo se cerraban los lotos. David observó que las grandes flores elevaban sus pétalos lentamente del agua con un movimiento imperceptible pero evidente, a medida que el sol desaparecía detrás de las tapias del jardín, y volviendo la cabeza contemplaba el maravilloso rostro de Darya, un rostro tan juvenil y que irradiaba tanta confianza y tranquilidad.

—¿Irá usted a Benarés? —preguntó Darya.

—No lo sé. Desde que murió mi madre es imposible predecir lo que hará mi padre. Todavía no nos hemos acostumbrado a estar solos.

—Leí el caso en Londres y he aquí por qué sentí simpatía hacia usted en cuanto nos conocimos. Pero ella no está muerta, ella ha nacido de nuevo.

—También para nosotros los muertos viven —contestó David.

—Y no deben ustedes sentir pena por ella. Incluso pueden encontrarse y debían estar preparados.

—Hablaba usted de Benarés —recordó David.

No le atraía demasiado la idea de que su madre continuara viviendo antes de la resurrección, pues suponía que era esto lo que Darya insinuaba.

—¡Ah, sí! —exclamó Darya—. Lo decía porque allí podría usted darse perfecta cuenta de lo que es nuestra religión. ¡Oh! Es una ciudad infecta, ¿comprende? Pero debe usted tener presente que es tan vieja como Egipto, que ya era grande cuando Roma fue fundada, y que toda la India espera ir allí, tanto budistas como brahmanes, para morir junto al Ganges. Dudo que ninguna ciudad Occidental pudiera ser limpia si durante miles de años millones de personas hubieran ido a morir en ella. Es una ciudad repulsiva, lo reconozco, toda llena de mendigos y faquires. Pero también está atestada de peregrinos que buscan a Dios con anhelo, con todo su corazón y con todas sus ansias. Es un lugar donde los ricos construyen palacios, donde existen amplias calles y costosos trajes. Esta seda de mi túnica fue hecha allí. Benarés es famoso por sus tapices de plata y oro. En las viejas y estrechas calles hay mendigos, perros callejeros, niños desnudos, mujeres desgreñadas, vendedores de baratijas, perezosas vacas, toros sagrados y leprosos. Las heces de la India, si quiere usted. Pero la gente sigue yendo allí, impulsada por la necesidad que siente de Dios. Prométame que no irá a Benarés hasta que no pueda usted comprender ciertas cosas, David. Deseo que comprenda usted a la ludia, y es allí donde usted lo conseguirá, o bien no lo conseguirá de ningún modo. Y siento que me es necesaria su comprensión.

—Prometo no ir sin usted —repuso David.

El aire de la noche, los grandes lotos que cerraban sus pétalos, la densa fragancia que fluía de ellos en la oscuridad y el mágico y silencioso jardín, formaban en torno a David una atmósfera no respirada antes. Jamás se había sentido tan próximo a un ser humano como ahora lo estaba de Darya, ni siquiera de su madre, pues Darya era hombre y joven, de su misma edad, y la vida estaba ante ambos, una vida distinta para cada uno en aquellos mundos distintos en que habían nacido, y, sin embargo, su necesidad era idéntica.

A David le hubiera gustado poder hablar a fondo del cristianismo, pero le fue imposible. No lo conocía bastante. Todo lo que sabía, habíalo aprendido de otros, y no tenía nada suyo que dar. Darya tal vez sintiera lo mismo. Trataba de darle a él, a un norteamericano, toda la riqueza que, a su parecer, poseía la religión hindú.

—Nuestra religión —dijo de pronto Darya— no surge de ningún manantial. Sus ríos se han filtrado en otras muchas religiones y es lo bastante grande para comprenderlas a todas. No obstante, ha destilado algo único e individual. Algún día podré explicárselo a usted; ahora me es imposible.

Ambos jóvenes se pusieron de pie al mismo tiempo, pues la oscuridad se tornó de pronto fresca.

—Las flores de loto se han cerrado, tal como había dicho usted. Es un espectáculo que yo nunca había visto —murmuró David.

—Lo verá usted a menudo —contestó Darya—. Vendrá usted una y otra vez a la India.

—Y usted irá a Norteamérica —replicó David con Juvenil cordialidad—, y cuando lo haga debe usted visitarme.

—Si voy, le visitaré, y mientras tanto nos cartearemos.

Era una promesa. Los dos jóvenes anduvieron uno al lado del otro, y David sintió que Darya le cogía la mano, no muy fuerte, ni siquiera cordialmente, sino con delicadeza, amablemente, como una prueba de amistad. En los Estados Unidos hubiera parecido un ademán extraño, incluso repulsivo. Pero allí no lo parecía así. A menudo había visto jóvenes hindúes cogidos de la mano. Parecía más bien un acto de hermandad. Aquel joven hindú le aceptaba como hermano y él no había tenido ningún hermano. Su corazón se estremeció, pero no supo qué responder, y cuando llegaron a la puerta exterior continuaba sin saber qué decir. Mientras el portero esperaba con la puerta abierta, se volvió hacia Darya y apoyó su mano libre sobre las manos cogidas.

—Nunca te olvidaré —dijo.

—Ni yo a ti —se apresuró a responder Darya.

Tenían proyectado volverse a ver, pero no ocurrió así ni tampoco realizó la visita a Benarés. En lugar de ello, su padre decidió de pronto dejar la India. Hacía mucho tiempo que su madre le había enseñado que no debía contradecir a su padre cuando se presentaban aquellos momentos.

—Tu padre es una especie de genio y tú no lo eres. Debemos ser humildes, Davie.

Tal era lo que su madre acostumbraba a decir y David había aprendido a permanecer tranquilo, a no formular preguntas, ni siquiera a insistir en dar las buenas noches cuando se iba a la cama, ni los buenos días cuando su padre se marchaba a su oficina. Por lo menos, durante una temporada, hasta que la tremenda energía de su padre no estallara en una nueva creación. De este modo, los ferrocarriles MacArd habían llegado a fusionarse con las grandes industrias del petróleo y del acero, minas de carbón y metales, barcos y puentes, dando origen a la construcción de inmensos talleres industriales y edificios destinados a oficinas.

Pero… ¿no había acabado todavía esto? El joven se preguntó dónde les llevaría ahora la poderosa imaginación de su padre. David suspiró, desamparado ante aquella poderosa dínamo, y luego colocó en el atril que tenía cerca de su sillón un pequeño libro forrado de cuero. Era el Nuevo Testamento, que su madre tenía siempre sobre la mesilla de noche. Cuando el joven vio por última vez a su madre, ésta yacía, muerta, en el lecho. Pero a él no le permitieron permanecer en la habitación. Gente extraña andaba de puntillas de aquí para allá, esperando a que él saliera para empezar su trabajo. El joven se marchaba ya triste y desconsolado, cuando, viendo el librito, se apresuró a cogerlo, y ya en su habitación intentó leerlo, pero le fue imposible, y entonces lo colocó en un estante de su biblioteca.

Ahora lo tomó de nuevo, y aunque hacía tiempo que no lo habían tocado las manos de su madre, parecía conservar el recuerdo de ellas. David cogió el libro y sus ojos se posaron en un pasaje marcado por su madre, que tenía la costumbre de señalar los párrafos que le parecían interesantes, en especial, en el Nuevo Testamento. «Hasta que un hombre no nace de nuevo, no puede ver él Reino de Dios».

El joven leyó las palabras lentamente. Renacer: la palabra que Darya había empleado. Pero ¿qué significaban no sólo en la India, sino allí y en relación a él?

MacArd se encontraba de nuevo en su despacho. Allí estaba acostumbrado a vivir sin Leila, y se entregó al estudio de los asuntos acumulados durante su ausencia, los grandes asuntos que nadie más que él podía resolver. Había enseñado a sus subordinados que a él sólo le llevaran lo importante y fundamental, y los hombres de MacArd le conocían demasiado bien para atreverse a presentarle un problema de escasa monta sin resolver. Quería siempre que le presentaran los problemas con las soluciones, para que él pudiera aprobarlas o desaprobarlas.

—Pago a los hombres para que me resuelvan los problemas, no para que me los presenten —era su frase favorita.

En todas las oficinas del inmenso edificio de MacArd había placas en las que se podía leer en letras grandes la siguiente sentencia: Todos los problemas tienen una solución. Encuéntrela usted. Y los empleados eran admitidos a condición de que tomaran en serio aquel slogan. MacArd no permitía ironías, burlas, ni siquiera el más pequeño chiste sobré aquella sentencia. Un joven que una vez se permitió hacer una parodia de la misma fue despedido en el acto.

—«Hay un tiempo para reír y un tiempo para llorar» —dijo con voz tonante.

Conocía la Biblia y le gustaba hablar en lenguaje bíblico. Le gustaba pensar, y también decir algunas veces que había recibido la bendición del oro y de las posesiones; de miles de acres de terreno en el Oeste, donde existían minas de oro y plata; de redes de ferrocarriles; de barcos mercantes que surcaban todos los mares; de compartimientos abovedados en varios Bancos, donde esconder su tesoro de acciones y bonos pertenecientes a infinitas industrias. Los hombres que servían a MacArd eran millares, hombres a quienes nunca veía el rostro, hombres que pasaban su vida metidos en galerías abiertas bajo tierra, que conducían sus grandes locomotoras, que maniobraban las máquinas de sus fábricas, que gobernaban sus barcos, que realizaban los intrincados trabajos de contar y acumular las cifras que le presentaban diariamente para que supiera lo rico que era. Pasaba los días en su gran despacho, que daba al puerto y desde donde se veía la estatua de la Libertad, una habitación tan grande como una casa, decorada con alfombras y colgaduras de terciopelo y amueblada con grandes sillones y mesas de caoba. Su mesa de despacho era su fortaleza.

Mientras vivió su esposa, ésta había constituido el único incentivo de su vida. Cuando él regresaba a su hogar al llegar la noche, ella le recibía con dulce alegría y su suave humor irónico. Era una mujer que le amaba y no le tenía miedo. Él no lo ignoraba, y le gustaba saber que ella era la única persona que no andaba pisando con miedo delante de él. Además, ante ella él no podía asumir su aire de conquistador, pues nunca la había conquistado del todo. Su esposa había conservado siempre cierta independencia, refugiándose en la obstinación y negándose a aceptar toda lógica cuando elegía la parte emotiva de la cuestión que se debatía entre ellos.

—Pero esto es por qué —empezaba a decir el marido.

Pero ella no le dejaba proseguir.

—¡Oh! Porque… porque… No me importan tus porqués —respondía ella.

Y al cabo de varios años de terca insistencia, MacArd había acabado por rendirse. Ella se dio cuenta, y entonces sus relaciones fueron más dulces y profundas que nunca y él se enamoró de nuevo de su esposa. MacArd era un hombre apasionado y fiel, un verdadero hombre secretamente romántico en el fondo de su corazón, y su mujer, que lo sabía, le tenía cogido por el corazón.

Hubo momentos, al regreso del viaje a la India, en que MacArd echó mucho de menos a su esposa, y en mitad de un intenso día de trabajo, olvidando la urgencia de todo lo que tenía que hacer aún, se detenía durante diez minutos o durante una hora para batallar desesperadamente contra su soledad. Mientras ella vivió, podía olvidarla durante todo el día, pero ahora que estaba muerta su espíritu parecía revolotear por aquella habitación que ella había visitado contadas veces.

—Me disgusta tu castillo —le decía—. Te sientas aquí como un rey en su trono. ¡El rey David, el rey David! Pero te participo que yo no soy súbdito tuyo.

Ahora casi podía oírla reír. Aquella mañana, ya cerca del mediodía, hubiera jurado que oía el eco de la risa de su mujer, y MacArd elevó vivamente la cabeza. Estaba solo, examinando una oferta para la compra de unas minas en América del Sur, y en el silencio de la gran habitación percibió la distante risa de su esposa. Leila no se encontraba allí, naturalmente, ni siquiera se hallaba su espíritu, aunque ¿quién podía asegurarlo? A MacArd le había repugnado siempre el afán que sienten los hombres por encontrar medios para hablar con los espíritus. Pese a ello, había acabado por creer que ella vivía de algún modo, si bien se hallaba separada de él por un muro impenetrable. ¿Quién podía decir cuál era el espesor de ese muro?

Desde aquel día, en el hotel de Bombay en que le hicieron recordar, o recordó él espontáneamente, la estrecha puerta judaica llamada «El Ojo de la Aguja», a través de la cual no podía pasar un camello, de la misma manera que un rico no podía entrar en el Reino de los Cielos, desde aquel día no se había sentido ni una sola vez cerca de Leila. Intentó imaginarse lo que ella desearía que él hiciera. Pero Leila estaba muy distante de él, que había acabado por salir de la India sin dar fin a su viaje. Pero ahora, allí, en mitad de su jornada de trabajo, se sintió de nuevo próximo a ella.

MacArd permanecía tenso, con los puños crispados sobre la mesa, sugestionado por la idea de que ella podía estar más cerca de él de lo que imaginaba, y el sudor empezó a brotar por todos los poros de su piel. No la vio, pero sintió su presencia durante un instante. Claro que no pudo persuadirse de que fuera algo distinto del deseo que sentía en su corazón. Entonces su sudor se enfrió, se aflojaron sus músculos e inclinó la cabeza sobre sus cruzados brazos. Impulsado por la decepción, le vinieron deseos de rezar.

—Dios mío —murmuró en voz alta—, Dios mío, muéstrame lo que ella desea. ¿Qué es lo que tengo que hacer?

Esperó en silencio, pero no oyó ninguna voz que le respondiera. En cambio, percibió la suya propia, que continuaba lo que parecía una plegaría.

—Ya sabes que todo lo que tengo es Tuyo.

Tales fueron las palabras que MacArd tartamudeó, las palabras que brotaron de sus labios por sí solas, como si alguien hablara a través de sus labios, alguien sin voz que utilizara la suya.

Fue una extraña experiencia que terminó muy pronto, y MacArd volvió a su ser antiguo casi en el acto. Sin embargo, se sintió profundamente cambiado. Estaba muy trastornado, pues tenía la plena seguridad de que en aquello había intervenido algo más que su imaginación, aunque se hubiera avergonzado de confesarlo. Si en aquel momento una puerta se hubiese abierto para dejar pasar a uno de sus empleados, MacArd le hubiese recibido con más brusquedad que de ordinario. ¿Se las habría arreglado Leila si no para romper el muro, por lo menos para hacerle pronunciar las palabras que habían brotado de sus labios? ¿Deseaba ella hacerle saber que si debían continuar unidos más allá del muro él tenía que hacer cosas que no había hecho aún, dar un buen empleo a sus riquezas? Allí estaba la oportunidad. Él era un hombre práctico, pero como todos los hombres increíblemente afortunados que acostumbran a realizar sus propios milagros, imaginaba cosas más allá de toda posibilidad, cosas producto de su poderosa imaginación que tal vez pudieran convertirse en realidades. Mucho de lo que antes sólo fueron simples fantasías, más tarde habíanse convertido en palpables realidades. ¿Por qué no iba a poder serlo todo lo demás?

—Todo lo que yo poseo es Tuyo.

El eco repitió las palabras y después de un instante MacArd tocó el timbre de la mesa. Instantes después apareció un hombre de mediana edad que era su secretario. Jamás había tenido una mujer en sus oficinas ni creía que las mujeres pudieran dar resultado en los negocios, y ahora, con mayor motivo, no deseaba ninguna mujer alrededor.

—Thomas, pregunte usted si el doctor Barton está en su casa y dígale si quiere almorzar conmigo a la una.

—Sí, señor —contestó el hombre.

El secretario desapareció, volviendo pocos minutos después, no notando ningún cambio en la canosa figura que había detrás de la mesa.

—El doctor Barton ha contestado que se sentirá encantado de almorzar con usted, señor MacArd. ¿Preparo el comedor pequeño?

—Sí —repuso MacArd.

Cuando estaba solo solían llevarle una bandeja procedente de la cocina que había en el piso superior, y si tenía una conferencia de negocios, ordenaba que le preparasen el almuerzo en el comedor, pero había también una pequeña habitación rodeada de cristales en lo alto de la casa, desde donde se podía contemplar el río y el mar, que se extendía más allá. Sólo sus asociados íntimos comían con él allí y algunas veces Leila le acompañaba a cenar en los días en que él no podía dejar de noche la oficina. Comían y bebían juntos, y luego, durante algunos minutos, antes de que él regresara a su despacho y ella se fuera a casa, MacArd apagaba las luces para que Leila pudiera admirar la centelleante ciudad que se extendía a sus pies.

—Todo es tuyo, mi encanto, mi reina —acostumbraba a decir—. Tuyo si lo quieres, para que juegues o para que te hagas un collar o un adorno de cabeza.

MacArd no había vuelto a utilizar aquella pequeña habitación desde la muerte de su esposa. Cuando Thomas salió, MacArd dejó la pluma e hizo girar su sillón para enfrentarse con el ancho ventanal que tenía delante. Allí, mirando por encima de los tejados que se recortaban contra el suave cielo azul, MacArd reflexionó sobre lo que podía costarle convertir en realidad todo el significado de las palabras que una hora antes habían proferido sus labios.

El doctor Barton escuchó con el mayor respeto a su feligrés más rico. Pero no era ningún cobarde y hubiera dicho la verdad con toda franqueza incluso al gran MacArd. Por suerte, no fue necesario cumplir semejante deber. MacArd era un hombre de una rígida respetabilidad, sin gracia quizá, pero bueno, y si corrían rumores de que en los negocios procedía sin la menor compasión, el doctor Barton suponía que los hombres tenían que ser así para triunfar. César poseía cualidades que nada tenían que ver con las de Cristo, pero que, sin embargo, eran por completo adecuadas a César.

—Es una soberbia idea, señor MacArd —dijo el doctor Barton con profunda emoción.

Al sacerdote le había satisfecho el almuerzo, pero tuvo que hacer un esfuerzo para dominar su apetito, pues todos los platos que le sirvieron estaban preparados con gran arte. MacArd comía con descuidada rapidez, ya que estaba acostumbrado a tal clase de manjares. Pero se trataba de un festín incluso para un sacerdote tan bien relacionado como el doctor Barton. Éste sabía bien que la glotonería es un vicio y luchaba de continuo para evitarlo. Un ministro del Señor, un sacerdote voluptuoso, era repulsivo aunque lo que hiciera no significara pecado. La glotonería era también un vicio sensual.

—¿Le gusta a usted la idea? —preguntó MacArd—. ¿Comprende su necesidad?

—Es una idea digna de su genio —contestó el doctor Barton.

—Es el fruto de mi viaje a la India —murmuró MacArd—. Los hindúes necesitan nuestra religión, un credo que haga de ellos hombres en lugar de animales supinos, y la respuesta es el cristianismo, Barton, un credo vital y misionero que destruirá sus ídolos, limpiará sus nauseabundos templos y les proveerá de energía. He mencionado la India, pero debiera haber dicho el mundo entero, Quiero crear un centro cultural donde se proporcione una viril enseñanza y del que salgan hombres que puedan ir a todo el mundo con un evangelio de fe y de obras. Lo haré en memoria de mi amada esposa. Deseo que se llame «Escuela de Teología de Leila MacArd». Deseo que su nivel cultural sea el más elevado y los hombres los mejores. Deseo que usted me ayude a encontrar el lugar más adecuado para establecer esta fundación y que también me proporcione los mejores hombres del país para que cuiden de la enseñanza, para que cuando un hombre diga que está graduado en MacArd eso signifique que se trata de un hombre con técnica y habilidad completa, perfectamente preparado en el Evangelio de Cristo.

Un camarero entró sin hacer el menor ruido para retirar los platos, y el mayordomo sirvió los postres; un helado de crema, pastelillos y café caliente. MacArd apartó su plato.

—Tráigame tarta de manzana y queso —ordenó.

—Sí, señor —contestó el mayordomo.

El mayordomo se llevó el plato, regresando con un trozo de tarta de manzana mientras el camarero presentaba una bandeja donde había varias clases de queso.

MacArd eligió un fuerte queso noruego y siguió hablando con rapidez.

—Primero buscaremos el lugar, luego los arquitectos diseñarán los edificios, que serán los más bellos posibles.

El doctor Barton pareció perplejo.

—¿Ha pensado usted ya en alguna cifra, señor MacArd?

—No pienso en ninguna cifra —replicó MacArd—. Pienso sólo en los resultados.

—¡Admirable! —murmuró el doctor Barton—. Es muy posible que el mundo cambie como resultado de lo que usted se propone realizar.

El doctor Barton tomó con expresión pensativa su helado y luego se comió un pastelillo. No quería pensar en sí mismo e hizo todo lo posible para evitarlo. Pero era bastante probable que el señor MacArd le ofreciera la primera presidencia de la Escuela MacArd de Teología. Ésta sería erigida, naturalmente, en memoria de la señora MacArd, pero inevitablemente terminaría siendo la Escuela MacArd a secas. La señora MacArd hubiera sido la primera en reconocer esta necesidad. Recordaba a la esbelta y alta dama, siempre afable y cariñosa, pero que producía cierta perplejidad, pues a menudo parecía próxima a echarse a reír. A veces, cuando él se hallaba predicando con toda su sinceridad y entusiasmo, había mirado por casualidad a la señora MacArd, que se encontraba en el banco de los MacArd, situado en el centro de la primera fila, y había sorprendido sus ojos fijos en él, unos ojos en los que parecía brillar la risa. Al fin el sacerdote acabó por no mirarla en la iglesia.

MacArd dio unos golpecitos en el mantel con sus largos dedos. Pequeños mechones de vello rojo brillaban entre sus nudillos.

—Bien —exclamó con acento vivo—. Creo que eso es todo, Barton. Ya tiene usted trabajo. Puede usted pedir toda la ayuda que quiera aquí en las oficinas, empleados o lo que necesite.

—Gracias —repuso el doctor Barton—. Prefiero hacer algunas investigaciones preliminares por mí mismo, si a usted no le importa. No debemos duplicar instituciones ya existentes.

—No existe ninguna institución como la que yo proyecto —repuso MacArd con ímpetu—. Se trata de algo único, de algo grande, de un centro de formación de vocaciones misioneras. Los hombres de MacArd sabrán que su deber es ir por todo el mundo y no quedarse en este país ocupando un confortable púlpito.

El doctor Barton trató de mostrarse humorista.

—Supongo que no lo dirá usted por mí.

—De ningún modo. Nuestras iglesias tienen que estar ocupadas. Además, usted no es un joven. Es a los jóvenes a quienes debemos empujar hacia lo que yo tengo en la imaginación.

El doctor Barton pareció aliviado. Consciente de la impaciencia que gravitaba en la atmósfera, se puso en pie.

—Sabrá usted de mí dentro de pocos días —dijo.

Resultaba una agradable y rotunda figura, y cambiando un cordial apretón de manos con su feligrés más importante, se marchó.

El verano extendía sobre la ciudad una nube de calor. Las grandes mansiones que se alzaban a lo largo de la Avenue estaban cerradas y sus habitantes se habían marchado a BarHarbor, a Newport y a las costas de Nueva Inglaterra. En años anteriores, David había ido en compañía de su madre a una tranquila playa de Maine orientada hacia el sur, debido a la curva que hacía la playa. Aquel año, el joven se quedó en la ciudad, desayunándose cada mañana en compañía de su padre y esperándole para cenar las noches en que éste comparecía a tiempo. El joven sabía que su padre se aburría con él cuando estaba absorto en su trabajo, así que procuraba mostrarse alegre y simpático, presto a escuchar con el mayor agrado todo lo que dijera. Pero no se le ocurría hacer compartir a su padre sus propios sentimientos y pensamientos, no sólo porque jamás lo había hecho así, sino porque en realidad no tenía mucho que compartir. El joven no era desgraciado. La falta de la madre le había impulsado hacia una soñadora melancolía, y pasaba los días gozando de una constante paz que él sabía era sólo un intervalo. No tardaría en llegar el tiempo en que tendría que resolver su destino. Sólo una cosa sabía, y ésta era que no Iría a las oficinas de su padre. Pero tampoco se esperaba esto de él. Su madre se había dado perfecta cuenta muy pronto de que su hijo no se parecía al padre y que no podía esperarse de él que siguiera los pasos de su progenitor.

—David hará algo muy diferente que tú, rey David —solía decir Leila.

El nombre que su madre empleaba para designar a su padre; le iba a éste muy bien. Pero al mismo tiempo Leila había enseñado a su hijo que, aunque fuera un autócrata, su padre tenía siempre el corazón abierto al romanticismo.

—Es el romanticismo lo que hace que tu padre desee conquistar el mundo —había dicho su madre a David una vez—. Hace mucho tiempo yo intenté detenerle. Ya teníamos bastante dinero, mucho más de lo que podíamos gastar en toda nuestra vida, pero entonces comprendí que no era más dinero lo que deseaba, sino la realización de más grandes sueños. Cada sueño suyo, al hacerse realidad, da lugar a otro todavía más grande. El mundo es su teatro, y él es el escritor de la obra, decorador, el productor, el director y el protagonista.

Su madre estuvo riendo aquel día a más no poder, hasta que de pronto se puso súbitamente grave.

—Y nunca olvides, David, que él es realmente un rey, un hombre entre los hombres. Tu padre no llevará jamás a cabo una hazaña de pequeña monta o mezquina. Puede ser cruel, pero lo es en grande. Sin embargo, si ve de cerca a los seres humanos con los que es cruel, detiene todo para rescatarlos e incluso se sacrifica él mismo. Éste, es asunto mío. Sólo que no siempre los encuentro.

La madre de David había tomado para sí la tarea de hacer del padre un ser humano, y ahora, durante aquellos largos y tranquilos días, el joven se preguntaba a veces si no sería misión de él hacer que su padre se diera cuenta de la existencia de los hombres, de los hombres medios, de los hombrecillos, sobre los que estaba colocado tan alto que rara vez se agachaba para mirarlos. Sin embargo, él los había visto con toda claridad en la India, no como individuos, sino formando una masa, rodeados de la mayor miseria y muriéndose de hambre, sintiendo verdadera ira ante el espectáculo de su miseria.

—¿Qué haces, David? —le preguntó su padre de sopetón una mañana, durante el desayuno.

—Nada —contestó David—. Pero espero que, transcurridos unos meses, sabré lo que deseo hacer. Será algo, naturalmente.

—¿Quieres ir a Maine? —preguntó su padre.

—No, gracias —contestó David—. Prefiero estar aquí contigo.

MacArd no contestó a su hijo. Aquellas palabras le proporcionaban un consuelo, y la presencia de su hijo le hacía sentirse bien en su hogar. Pero no debía ocultar nada a David. No le había dicho una palabra sobre su gran proyecto y ahora sentía tentaciones de hablarle de él. David podía pensar que era absurdo. Uno no sabe nunca cómo sienten los jóvenes y en las instituciones de enseñanza media existía una gran cantidad de ateísmo. Jamás le había hecho la menor pregunta a David sobre sus creencias religiosas.

—Podrías ayudar al doctor Barton en una tarea que le he encomendado —dijo MacArd.

—¿De qué se trata? —preguntó David con indiferencia. Sentía cierta simpatía por el sacerdote de la familia, aunque este sentimiento no era muy profundo. Se trataba de un componente más del séquito familiar, lo mismo que el médico o el dentista, uno que representaba algo más que Enderby, naturalmente, pero a David no le había gustado la oración fúnebre que el doctor Barton pronunció durante el entierro de su madre. Barton no había comprendido a su madre ni sabía apreciar su profundo encanto.

—Estoy planeando la construcción de una gran fundación en memoria de tu madre —continuó MacArd—. Se trata de una escuela de teología, de una institución para la preparación de misioneros prácticos. Barton está buscando un lugar a propósito y emplearemos a los mejores arquitectos. Le he dicho que puede utilizar hombres de mis oficinas si los necesita. Pero ahora se me ocurre que a ti te puede gustar ayudarle. De esta manera tú y yo podríamos trabajar juntos. Yo apreciaré mucho tu colaboración.

David se sentía demasiado sorprendido en aquel instante para poder hablar. ¿Un seminario teológico con fines misionales? No estaba muy seguro de que su madre hubiese elegido tal tipo de fundación para honrar la memoria de alguien. Pero al mismo tiempo se dijo que no hubiera elegido ninguno para honrar su propia memoria. Su madre poseía una apacible humildad, otorgaba sus bienes alegre y constantemente y despreciaba lo monumental por considerarlo demasiado pomposo. Pero, al mismo tiempo, David comprendió que si su padre hubiera deseado hacerle a ella un regalo, el regalo de un monumento, su madre lo hubiera aceptada con tierna y delicada amabilidad. «¡Qué fascinador!», hubiese exclamado. A David le pareció estar oyéndoselo decir de nuevo, tal como una vez lo había dicho cuando su padre le regaló un espléndido y espectacular collar de diamantes cuadrados procedentes de sus minas del Sur de África.

—¿Por qué una escuela de teología? —preguntó el joven.

MacArd acogió de buena gana la tarea de dar explicaciones a su hijo.

—Se me ocurrió en la India. Allí pude darme cuenta del enorme contraste que existe entre los ingleses y los hindúes, o entre nosotros y esos desgraciados indígenas. Debe de haber alguna razón que explique por qué el mundo occidental ha conseguido la riqueza y el poder. Llámalo un don de Dios, si quieres emplear términos religiosos, que pueden ser tan verdaderos cómo cualesquiera otros. Pero el hecho es que aquella gente vive oprimida por una religión falsa y supersticiosa, cuando nuestra religión nos ha hecho a nosotros hombres libres. Hemos vencido a nuestros tiranos y hemos sido inspirados por nuestra fe. Seguramente los hombres no son tan diferentes entre sí como para que no pueda suceder con unos lo que antes ha sucedido con otros. Si es así, y yo creo que lo es, mi deber de cristiano es compartir con todo el mundo lo que yo poseo, y estoy convencido de que tu madre se mostraría de acuerdo conmigo si hubiese estado con nosotros en la India. Ésta es la lógica conclusión. El único camino para poner en marcha una gran idea es preparar adecuadamente a los hombres necesarios para que la lleven a efecto. Me propongo hacer esto en la escuela MacArd de teología.

—Comprendo —repuso David.

Había escuchado con toda atención, y su rápida inteligencia, acostumbrada a las concisas frases de su padre, comprendió y enriqueció cada palabra. El joven creyó que iba a experimentar cierta repugnancia ante aquella idea, pero no fue así. A despecho de la inconsciente arrogancia que vibraba en la voz del padre, las palabras en sí mismas no poseían arrogancia alguna. Por lo visto su padre no despreciaba a aquel pueblo de piel oscura y sin esperanza afincado en una tierra estéril. Al contrario, había sentido el impulso de dar a aquella gente desheredada por la fortuna lo que él poseía.

—Me gustaría pensar en todo lo que me has dicho —murmuró David—. Es interesante y comprendo que puede resultar de un gran valor.

—Es de un gran valor —repuso el padre con énfasis—. Trato de hacer que la fundación MacArd sea el centro más importante del mundo, para la propagación de un cristianismo práctico y progresivo que pueda hacer cambiar la faz del mundo.

MacArd se puso en pie. No necesitaba ninguna respuesta y era ya hora de irse a su oficina.

—Hasta la vista, hijo —dijo con su cordial manera—. Piensa en ello y trabaja conmigo si puedes. Significará mucho para mí.

David no contestó, pero en sus labios apareció la sonrisa de su madre, y MacArd, que vio aquella sonrisa, sintió la antigua punzada en su corazón. Leila le había dejado mucho al morir. Sin embargo, no era suficiente, pues ella se había ido para siempre. Él debía vivir y conducirse alimentado por la esperanza de que se encontraría con ella de nuevo en alguna eternidad, si es que tal esperanza tenía posibilidades de realizarse, como ahora creía firmemente. Sí, debía creerlo así. MacArd intentó corresponder a la sonrisa de su hijo, levantó su mano para hacer un saludo y se marchó.

David se sirvió una segunda taza de café. Su madre había convertido en una costumbre el que la familia se quedara sola durante las comidas, y Enderby no entró más aquel día luego de haber servido el tocino, los huevos, los panecillos, las tostadas y el café. A menos que alguien tocara al timbre, el mayordomo no volvería a entrar hasta que estuviera seguro de que nadie quedaba en la mesa. David se bebió el café mientras contemplaba con expresión meditabunda el bien cuidado jardín sobre el que se abrían los ventanales del comedor. Las flores estallaban en los macizos, y, en el fondo, la estatua de mármol italiano que representaba una esbelta mujer, arrojaba agua en un estanque desde el cántaro que tenía en el hombro. La mirada de David quedó prendida de aquella figura. A su madre le gustaba mucho, pues era un símbolo, según le dijo una vez que estaban sentados juntos ante aquella misma mesa, del agua de la vida que fluye de un manantial eterno. En cierta ocasión en que recorrían las montañas del norte de la ciudad, habían llegado a un enorme lago, uno de los depósitos que suministraban agua a la ciudad, y su madre le había dicho:

—El agua de nuestra fuente procede de aquí, y aquí se reúnen todas las aguas de esas montañas y valles.

David recordó el aspecto que ofrecía su madre aquel día de verano, con su guardapolvo y su veló, el rostro resplandeciente y sus ojos oscuros y brillantes, sintió de nuevo el simbolismo de sus palabras. ¿Existía, sin duda alguna, un manantial eterno para el hombre, una verdadera razón del pequeño tejido de los años? Había franqueado ya la primera fase de dolor, vivido el mal momento de la vuelta, y su melancolía se expresaba ahora en vagas y pensativas preguntas para las que no encontraba respuesta. Vivía solitario y empezaba a desear la compañía de otros seres que fueran como él en la actualidad y no como acostumbrara a ser en el colegio. Le era imposible volver a las niñerías del pasado, a los deportes, juegos y lecciones rutinarias. Debía entregarse mucho más profundamente al estudio. Pero ¿dónde y cómo empezar? David dio vueltas en su cabeza al proyecto imaginado por su padre. Durante un momento le pareció descabellado y dudó mucho que su padre comprendiera del todo lo que había concebido. Una escuela de religión podía rebasar los límites de la teología. Si un grupo de espíritus estudiosos e inquisitivos se reunían en semejante centro, ¿quién sabía lo que entre todos podrían llegar a descubrir? Dejó que su mente siguiera haciendo cébalas sobre la escuela, desarrollando un cuadro muy distinto del que su padre había imaginado, un lugar que cumpliera una misión más profunda, que proveyera de una energía aún no puesta en movimiento, que estableciera un enlace entre el hombre y Dios tal como jamás había sido establecido. Cuando el joven se enfrentó con su primera pregunta le pareció que oía el grito de su madre, que llegaba hasta él atravesando el espacio que ahora existía entre ella y él. Ella, que jamás había leído nada sobre teología ni se preocupaba de escuchar los razonamientos de los lógicos, aceptaba la existencia de Dios como la más sencilla explicación de la creación y de la belleza. ¿De dónde podía venir la tierra y su florecimiento sino de Él?

David terminó de beberse su café y se acercó al teléfono para llamar al doctor Barton.

—Aquí David MacArd, doctor Barton.

—¡Oh, sí, David! ¿Qué puedo hacer por usted?

—Mi padre acaba de hablarme de su gran idea, y ha sugerido que podría serle útil a usted.

—Sí, ciertamente. —La voz del sacerdote adquirió un convencional tono—. Justamente he estado viendo algunos lugares. Es lo primero que se ha de hacer, ¿no es así? El lugar es lo importante. Reposo, aislamiento, y que, sin embargo, no se encuentre lejos de las estaciones de ferrocarril. Lo práctico combinado con lo espiritual, ¿verdad, David? Venga a mi despacho, querido muchacho. Me encontrará sumido en un mar de confusiones, y me gustará mucho tener cerca un oído atento.

—Perfectamente. Estaré ahí dentro de un momento.

David colgó y subió lentamente la amplia escalera. La casa seguía siendo como una tumba, y se alegró de tener que salir de ella en una mañana soleada como aquélla.

La atmósfera del despacho del doctor Barton era tibia y ligeramente fragante, como si hubieran encendido fuego y echado en él unas gotas de incienso, apagándolo más tarde. El mortecino olor de los viejos libros encuadernados en piel y el olor ligeramente ácido de la tinta de imprenta se mezclaba al perfume que exhalaba un inmenso ramo de flores que había sobre una mesa bajo la ventana.

—La contribución de mi esposa a un día de trabajo —dijo el doctor Barton cuando los ojos de David repararon en las rosas.

—Me recuerdan a mi madre —repuso.

—¡Ah!, la recordamos —exclamó el doctor Barton con emoción casi untuosa—. Pero no sirve de nada pensar en el pasado, querido muchacho.

—Ella no pertenece al pasado —murmuró David.

—¡Oh, no! Claro que no —se apresuró a responder el doctor Barton—. ¿Empezamos, David? No es que le quiera dar prisa, y si usted deseaba hablar antes un poco de su querida madre…

—No, todo ha sido debido a las rosas —repuso David.

El joven arrastró su silla hasta la mesa de despacho y cogió las hojas de papel que el doctor Barton había colocado sobre ella.

—Se dará usted cuenta —dijo el pastor— de que no tengo nada definitivo. Existe un terreno magnífico en la parte noroeste de la ciudad. Sé puede obtener por diez mil dólares. Hay buenos edificios en él. ¿Qué diría usted de hacer una visita a esos terrenos para verlos? Entonces podría usted corroborar lo que yo pienso decirle a su padre el viernes al mediodía, pues ha tenido la amabilidad de invitarme a que almuerce con él de nuevo. Le haré un informe de lo que he hecho hasta ahora, por así decirlo, y no quiero contraer solo tan gran responsabilidad.

—Me gustaría ir. ¿Puedo llevarme este mapa?

—No faltaba más —repuso el doctor Barton.

En el fondo, el doctor Barton se alegraba de quedar libre de un muchacho tan triste con el que, a pesar de todo, debía mostrarse cordial, pues era hijo de su bienhechor. ¿Por qué había resuelto MacArd ofrecer su hijo como ayuda? ¿No le bastaba con su juicio práctico? El doctor Barton miró su reloj.

—Hay un tren dentro de tres cuartos de hora, y en él podrá llegar usted allí antes del mediodía. Está solamente a una hora de tren. En la estación puede usted preguntar por los coches de alquiler. No están muy lejos de la estación, y en media hora de calesa habrá llegado usted al sitio. Cerca hay una vieja granja. Pregunte solamente por Miller’s Creek. Para regresar puede tomar un tren que hay a las cinco.

David cogió el mapa y lo estudió un momento. La despedida había sido un poco rápida.

—¿Qué piensa usted del proyecto de mi padre, doctor Barton? —preguntó David después de un momento, que aprovechó para doblar el mapa y guardárselo en el bolsillo.

El sacerdote pareció sorprendido.

—Una idea muy noble —contestó—. Un centro en el que se instruirán nuevos jefes de la Iglesia.

—Mi padre me hizo notar el aspecto práctico que quería darle —dijo David.

—¡Ah, sí! —exclamó el doctor Barton con suave y rápido asentimiento—. Tiene mucha razón. La iglesia militante es misionera. «Id a todo el mundo», y otras cosas por el estilo. Una influencia civilizadora y capaz de elevar a los seres humanos, que enseñe el Evangelio y el Derecho a los hombres, que revele la verdadera fe. Vivimos una edad de expansión, y si nuestro país puede llevar la bandera de Dios, no fracasaremos.

David se echó hacia atrás en el confortable sillón. Sus ojos, de mirada intensa y pensativa, permanecían fijos en el bien afeitado y mejor nutrido rostro del doctor Barton. Era poco acertado y, además, inútil hablar de todo esto cuando aún no tenían un trozo de tierra en que levantar la escuela. Más tarde hablaría él con su padre. El doctor Barton le consideraba como un enemigo en potencia, un enemigo que haría todo lo posible para que el sacerdote no se colocara entre su padre y él.

David se puso en pie.

—Tengo que darme prisa si he de coger ese tren.

El doctor Barton pareció de nuevo inquieto.

—¿Me dará usted el informe directamente a mí, querido muchacho? Soy responsable ante su padre.

—Desde luego —repuso David—. Me doy perfecta cuenta de que lo que se espera es que le ayude.

Cambiaron un apretón de manos y David abandonó el suave aire cerrado del despacho para respirar la frescura del exterior. Era uno de los raros días de la ciudad. El viento, que venía del mar, limpiaba las calles de humo y niebla. El joven echó a andar hacia la estación, llegando con la suficiente antelación para poder comprarse un par de emparedados que le sirvieran de almuerzo en las montañas. El tren iba casi vacío a aquella hora del día y David se sentó junto a una ventanilla. Los barrios y sus sucias calles empezaron a desfilar ante él, que los comparó con las atestadas aceras de Bombay y la polvorienta miseria de los pueblos hindúes. ¿Por qué soñaba su padre con enviar misioneros a China, a la India y a las demás partes del mundo cuando a cinco millas de su propia huerta habitaban paganos y salvajes tan harapientos y desastrados como los que podían encontrarse en cualquier parte del mundo? David conocía la respuesta a aquella pregunta. Si se lo preguntaba, su padre contestaría una vez más, como a menudo había declarado antes, que la ociosidad, el fruto de la pereza, era la única causa de la pobreza en un país rico, y que se presentaba a sí mismo como prueba de su afirmación. ¿No había sido él pobre, hijo de un cura de pueblo, y no se había elevado sin ayuda de nadie hasta lo que era en la actualidad, es decir, de los hombres más ricos de la tierra?

Lo que él había hecho podían hacerlo muchos en cualquier país libre y cristiano.

«¿Podría yo?», se preguntó David. No lo creía, caso de que hubiera nacido en una mísera habitación situada al mismo nivel que la vía férrea. Fue observando una sórdida celda después de otra a medida que el tren avanzaba, y vio niños sucios, mujeres desgreñadas, hombres sin afeitar. Si él hubiese nacido allí, le hubiera sido imposible salir. Aplastado por semejante destino, ¿quién le hubiera libertado? Nadie, porque nadie se dedica a liberar a tal gente.

Alejó de su turbado espíritu un problema que era incapaz de resolver por sí mismo y se sintió complacido cuando las casas de vecindad dejaron paso a calles anchas y soleadas y más tarde a un agradable paisaje. Aquello era bastante más alentador que los campos de la India. En lugar de una tierra seca y estéril, de nubes de polvo flotando bajo el ardiente sol, veía verdes racimos de uva, hierba y árboles, bellas y apacibles granjas, graneros en que se guardaba la cosecha y lugares para que jugaran los niños. ¿Por qué no podía destruir una religión práctica las casas pobres de vecindad? David sabía bien que su padre respondería que las casas de vecindad baratas no podían ser destruidas en modo alguno. Si lo eran, no tendrían que alzarse en su lugar. En cierto modo, Darya y su padre tenían un gran parecido hubiera dicho que las casas pobres de vecindad no tenían importancia. Significaban el destino del hombre. Pero la vida de un hombre es una época de transición, y no había ninguna razón para que una casa pobre no fuera tan conveniente como una gran mansión, pues podía ser el albergue de un santo.

Tampoco haría Darya caso de la consabida réplica: «¡Ah! Pero tú, Darya, vives en una soberbia mansión y te es muy fácil decir que una casa pobre puede ser conveniente. Pero jamás te decidirás a vivir en una casa pobre». A lo que Darya hubiera contestado riendo a su manera: «¡Ah! Pero yo nací en una mansión, y he de vivir donde nací. Si hubiese nacido en una casa pobre ahora viviría allí. No existe diferencia alguna entre una mansión y una casa pobre desde el momento en que vive en comunión con Dios».

Su padre, David lo sabía bien, no soñaba con destruir la pobreza, que era el resultado de lo que él llamaba falta de habilidad. La pobreza era un castigo adecuado a tal falta. Su padre creía que, a través de la verdadera religión, la civilización podría desenvolverse de manera que procurara oportunidades a todos, y entonces los hombres como él se elevarían lo mismo que él se había elevado, y los que no hicieran uso de sus oportunidades serían los que sobraban, la escoria, a menos, naturalmente, que cumplieran su misión de trabajar. «Esto, en pocas palabras —pensó David—, constituye el Evangelio de mi padre».

Y quizá su padre tuviera razón. ¿Quién podía asegurar que no la tenía? Quizá la batalla la ganara siempre el más fuerte, y la carrera el más rápido.