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PELEABAN PORQUE LO SUYO ERA PELEAR Y PELEABAN PORQUE ERAN JUDÍOS
Casi un año entero había transcurrido cuando, sin previo aviso, empezó a perder el equilibrio. Antes le habían quitado la catarata –devolviéndole prácticamente la visión plena del ojo izquierdo–, y Lil y él habían pasado sus habituales cuatro meses en Florida. En diciembre, incluso asistieron a la boda en Palm Beach a que Sandy Kuvin había invitado a mi padre la primavera pasada, cuando el neurocirujano acababa de comunicarme que, a no ser que consintiéramos en la operación, podía producirse un grave empeoramiento con relativa rapidez haciéndome pensar que mi padre nunca volvería a ver Florida.
A finales de marzo, cuando volvió a Elizabeth y yo estaba allí para recibirlo, me di cuenta de que su situación se había deteriorado considerablemente desde la última vez que lo había visto, hacía un mes, cuando fui a hacerles una visita a Florida. Había empezado a dolerle la cabeza casi todos los días, la parálisis facial parecía haber empeorado, llevando su expresión oral al borde de la ininteligibilidad, y le había sobrevenido una alarmante inestabilidad en posición vertical. Una noche, ya tarde, unas semanas después de su regreso a Elizabeth, salió de la cama para ir al cuarto de baño, perdió el equilibrio (o tuyo un desmayo) y se cayó. Permaneció unos diez minutos en el suelo del cuarto de baño, hasta que Lil, oyendo sus gritos, se despertó. Sólo fueron unos cuantos moratones en el flanco, pero mi padre resultó enormemente dañado en su moral.
Más o menos por aquellos días, un amigo me habló de una forma de última voluntad, un documento legal que –repito sus palabras– capacita a una persona para declarar de antemano que, en caso de incapacidad física o mental extrema, sin posibilidad razonable de recuperación, no quiere que se le prolongue la vida por medios artificiales. El signatario capacita a otra persona para tomar las decisiones clínicas pertinentes, en caso de que el sujeto no se halle en condiciones de resolver por sí mismo. Llamé a mi abogada para preguntarle si este tipo de testamento vital era válido en Nueva Jersey, y ante su respuesta afirmativa, le pedí que procediera a redactar dos documentos de ese tipo, uno para mi padre y otro para mí.
A la semana siguiente me desplacé en coche a Nueva Jersey para cenar con mi padre, con Lil y con Ingrid, que volvía a ocuparse de la casa, tras los cuatro meses en Florida –había empezado en julio del año anterior, inmediatamente después de que le quitaran la catarata a mi padre. Llevé conmigo mi testamento vital, firmado y autenticado aquella misma tarde, en una cafetería, y también el que había redactado mi abogada para que lo firmase mi padre, asignando la capacidad de decisión clínica –en caso de incapacidad por su parte– a mi hermano y a mí. Iba con la esperanza de que al ver mi testamento no le pareciera nada extraordinario firmar el suyo, que viera en ello un caso de puro sentido común, algo que todo adulto debe hacer, sin miramiento de su edad ni de la condición física en que se encuentre.
Pero al llegar me di cuenta de lo deprimido que seguía, por la caída en el cuarto de baño, y hablarle del testamento vital me resultó aún más difícil de lo que me había resultado, el año anterior, hablarle del tumor. De hecho, no pude. Ingrid había preparado, para cenar, un pavo de buenas dimensiones, yo había traído vino, y nos alargamos en la sobremesa, durante la cual, en lugar de explicarle en qué consistía el testamento vital, y por qué pretendía yo que lo firmara, traté, como mejor pude, de apartarle de la cabeza la idea de la muerte, hablándole de un libro que acababa de leer. Lo había encontrado en una tienda especializada en judaísmo, en Broadway Alto, mientras daba un paseo por allí, unos días antes. Se llamaba The Jewish Boxers’ Hall of Fame[7]: viejas fotos de archivo y treinta y nueve capítulos dedicados a las biografías de otros tantos boxeadores, muchos de ellos campeones del mundo, o aspirantes al título, cuyo período de actividad coincidió con la juventud de mi padre. De pequeños nos llevaba a mi hermano y a mí a las veladas del Laurel Garden de Newark, los jueves, y aunque yo, luego, perdí todo interés por el deporte pugilístico, mi padre seguía disfrutando enormemente viendo las peleas por televisión. Le pregunté que cuántos púgiles judíos de los viejos tiempos era capaz de nombrar.
—Bueno… —dijo. Teníamos a Abe Attell.
—Exacto —le dije. Tú eras un niño pequeño cuando Attell ganó el campeonato de los pesos pluma.
—¿Un niño pequeño? Pues juraría que lo vi pelear. También teníamos, ¿cómo se llamaba?, el gigantón… Levinsky: Battling Levinsky. Fue campeón, ¿no?
—De los semipesados.
—Benny Leonard, por supuesto. Ruby Goldstein. Acabó de árbitro.
—Leonard también. Murió mientras arbitraba un combate en el pabellón de St. Nick. ¿Te acuerdas de eso?
—No, de eso no. Pero teníamos a Lew Tendler. Al final montó un restaurante. En Filadelfia, alguna vez estuve. Especialidad en carnes. Eran unos tipos terroríficos. Chicos pobres, como los negros, que salían adelante boxeando. Casi todos ellos despilfarraron las ganancias y murieron en la pobreza. Creo que el único que hizo dinero fue éste, Tendler. Recuerdo con todo detalle la época de Tendler, de Attell, de Leonard. Barney Ross. Era un boxeador sensacional. Vi una pelea suya en Newark. Teníamos a Bummy Davis, que también era judío. Slapsie Maxie Rosenbloom. Sí, claro que los recuerdo a todos.
—¿Sabes —proseguí— que Slapsie Maxie se enfrentó a otro judío con el título de los semipesados en juego?
Acababa de enterarme, la noche anterior, leyendo por encima uno de los apéndices del Hall of Fame, el titulado «Judíos que se enfrentaron a otros judíos con el título mundial en juego». La lista, más larga de lo que yo habría imaginado, venía inmediatamente antes de otro apéndice, «Los 10 boxeadores judíos estadounidenses más importantes de todos los tiempos, según Lester Bromberg».
—La pelea fue con Abie Bain —añadí.
—Sí, claro. Abie Bain —dijo mi padre. Era un majareta de Jersey, Newark o Hillside, por ahí. Un vagabundo. Todos eran unos vagabundos. Ya sabes: eran pequeños, se hacían mayores, la vida era muy dura, los barrios bajos, sin dinero, y siempre había alguien con quien pelear. Un oponente era la religión cristiana. Peleaban en dos frentes a la vez. Peleaban porque lo suyo era pelear y peleaban porque eran judíos. Subían dos al ring, un italiano y un judío, un irlandés y un judío, y pegaban como querían pegar, a hacer daño. El odio siempre tenía algo que decir en el asunto. Para demostrar quién era superior.
Por estos derroteros, la memoria lo llevó a acordarse de un amigo de la infancia, un tal Charlie Raskus, que, tras dejar el barrio, fue sicario de Longie Zwillman, el cerebro de la mafia de Newark.
—Charlie no fue bueno ni de niño —dijo mi padre.
—¿Y cómo así? —le pregunté yo.
—Ató a la maestra a la mesa, en primaria.
—Anda allá.
—Te lo digo yo. Lo expulsaron, y luego lo metieron en un colegio sin calificación, y acabó matando gente por encargo de Longie. Eran una pandilla muy mala, Charlie y sus amigos. Chicos judíos, todos ellos, del Third Ward. Los polacos mataban a los judíos barbudos, digo en el Third Ward, no sólo en Europa, y los chicos judíos organizaron una banda… Tenía nombre, pero ahora mismo no me acuerdo… Y mataban polacos. Quiero decir que los mataban personalmente. Mala gente. Mi padre los llamaba «vagabundos yiddishche».
—¿Qué ha sido de Charlie Raskus?
—Muerto. Murió. De muerte natural. Tampoco era tan viejo. También los hijos de puta la cascan —dijo mi padre. Es casi lo único bueno que puede afirmarse de la muerte, que también se lleva por delante a los hijos de puta.
A eso de las diez y media, cuando ya nos habíamos enterado de cómo habían quedado los Mets, y mi padre parecía, al menos de momento, un tanto distraído de sus penas, agarré los dos testamentos vitales, el suyo y el mío, que había traído con cierta prosopopeya, metidos en una cosa que ya no uso nunca –un viejo portafolios–, y me volví con ellos a Nueva York, pensando que quizá fuera un error obligarlo a encarar la más amarga de todas las posibilidades. «Ya vale», pensé, y me fui a casa, donde, en vista de que no lograba dormir, me pasé la noche estudiando el Apéndice V, en que se contenía la tabla de combates ganados y perdidos de unos cincuenta púgiles judíos, todos ellos campeones del mundo o aspirantes al título, incluido nuestro paisano de Jersey, Abie Bain, que ganó cuarenta y ocho peleas –treinta y una por fuera de combate–, perdió once y, curiosamente, según el libro, hizo treinta y un nulos.
Y, sin embargo, a primera hora de la mañana siguiente, para no darle tiempo de que la preocupación lo hiciera derrumbarse, llamé a mi padre y le endilgué mi perorata: le conté que mi abogada acababa de indicarme la conveniencia de que tuviera dispuesto un testamento vital, que me había explicado cómo funcionaba el asunto, que a mí me había parecido una buena idea y que le había pedido, ya que iba a hacer el mío, que hiciera también uno para él. Le dije: «Te voy a leer el mío. Escucha». Y, por supuesto, su reacción no fue en absoluto la que yo había temido.
¿Cómo pudo olvidárseme? Estaba hablándole a alguien que se había pasado la vida tratando con otras personas precisamente de eso, de la cuestión en que menos quiere uno pensar. Cuando era pequeño y me llevaba consigo a la oficina, los sábados por la mañana, me decía: «Vender un seguro de vida es la cosa más difícil del mundo. ¿Sabes por qué? Porque tu cliente sólo puede salir ganando si se muere». Mi padre era un hombre con larga y profunda experiencia en este tipo de contratos relativos a la muerte, estaba muchísimo más avezado a ellos que yo; y mientras le iba leyendo el texto por teléfono, me contestaba con tanta naturalidad como si le hubiera estado leyendo la letra pequeña de una póliza de seguros.
—«Medios para la prolongación artificial de la vida que rechazo explícitamente —le leía—: a) La reactivación eléctrica o mecánica de mi corazón cuando haya dejado de latir».
—Ajá —dijo él.
—«b) La alimentación por intubación nasogástrica», que lo alimentan a uno por la nariz, «en caso de hallarme paralizado o incapaz de alimentarme por la boca».
—Ajá, sí.
—«c) La respiración asistida cuando ya no pueda respirar por mis propios medios».
—Ajá.
Seguí hasta el párrafo por el que mi hermano y yo quedábamos autorizados para tomar las decisiones médicas pertinentes, en caso de que él ya no pudiera tomarlas. Luego le dije:
—¿Qué? ¿Qué te parece?
—Mándamelo y te lo firmo.
Y eso fue todo. Ahora, en lugar de sentirme hijo de agente de seguros, me sentía yo agente de seguros, como si acabara de venderle una póliza a un cliente que sólo muriéndose podía salir ganando.
Cuando, semanas más tarde, un viernes de mayo, fuimos Claire y yo a cenar a casa de mi padre, la atracción principal era, o así me lo parecía a mí, la maravillosa bullabesa de Ingrid, plato que mi padre era perfectamente capaz de comerse, pero perfectamente incapaz de pronunciar. Por salir del paso, decía ballaboosteh, una aproximación funcional y más o menos ingeniosa, porque viene a ser una manera encomiástica de denominar al «ama de casa», a la persona que lleva la casa, y parecía vehicular tanto la cordialidad del plato que Ingrid nos servía como el balsámico papel de organizadora que en muy poco tiempo había conseguido en la casa.
A pesar de que ahora tenía que ir apoyándose en las paredes, para no perder el equilibrio, cuando iba de una habitación a otra –y andando con unos pasitos diminutos, para no caerse–, la presencia de Ingrid había aliviado considerablemente su sensación de vulnerabilidad, y ello, en contra de lo que habría cabido esperar (en contra de lo que yo, ingenuamente, había esperado), le permitió redoblar sus críticas de Lil. Nunca creí que fuera a ser capaz de descubrir aún más fallos en su comportamiento, pero el caso es que para las imperfecciones de Lil poseía una visión verdaderamente microscópica, aun con un solo ojo.
—No sabe ni comprar un melón —me dijo por teléfono una mañana, muy disgustado; y como se daba la circunstancia de que ya estaba harto de oírle hablar de las cosas que Lil era incapaz de hacer, le contesté:
—Mira, los melones son dificilísimos de comprar. Quizá lo más difícil de comprar que hay, si te paras a pensarlo. No pasa como con las manzanas, no hay modo de saber lo que tienen por dentro. A mí me cuesta menos trabajo comprar un coche que un melón. Una casa, que un melón. Si una de cada diez veces salgo de la tienda con un buen melón en las manos, me doy con un canto en los dientes. Lo huelo de cerca y de menos cerca, lo aprieto por las dos puntas con el dedo gordo, agarro otro, lo huelo, lo aprieto por las puntas… Así hasta ocho o diez melones, antes de decidirme por uno de ellos, y luego me lo llevo a casa y lo abro para la cena y resulta que no sabe a nada y que está duro como una piedra. Qué quieres que te diga: todos nos equivocamos con los melones. El ser humano no está hecho para comprar melones… Hazme un favor, Herm, deja de darle la lata a la pobre mujer, porque no es ella la única que compra melones asquerosos: es un fallo humano. La estás acosando por algo que ni siquiera una de cada cien personas hace bien, y eso por casualidad, la mitad de las veces, para colmo.
—Bueno —dijo, desconcertado ante la seriedad de mi tono—, el melón es lo de menos…
Pero, por el momento, cesó en sus lamentaciones sobre Lil.
Aquel viernes noche en que cenamos con mi padre, con Lil, con Ingrid, con Seth y con Ruth en Elizabeth, el tema principal de conversación no resultó ser la bullabesa, sino un invitado cuya presencia no conocía yo de antemano. Nuestro huésped, al tomar asiento, me comentó, sorprendentemente, que él ya había cenado antes en casa, con su mujer. Daba la impresión de que había sido invitado, como los bardos medievales o los cómicos ambulantes, para que nos contara su historia mientras cenábamos; y a mí más que a nadie.
Era Walter Herrmann, sobreviviente de dos campos de concentración, que desembarcó en Newark en 1947, hablando sólo alemán. Llegó de Auschwitz, a los veintidós años, con algo de dinero que había conseguido de una forma u otra, y compró, con un socio, una tienda de ultramarinos de la Avenida Chancelor, situada muy cerca de mi instituto. De ahí pasó a comprar el edificio entero, luego el edificio de al lado, y así sucesivamente, para acabar vendiendo todas sus propiedades de Newark a mediados de los cincuenta –justo antes de que empezara a desfondarse el mercado inmobiliario– y pasarse al negocio de las pieles –que era a lo que se dedicaba su familia en Alemania, antes de la guerra–, en el que se hizo rico. Mi padre lo conocía de la YMHA de Elizabeth: allí solían echar sus partidas de naipes, cuando mi padre aún estaba en condiciones de conducir su coche y visitaba la YMHA tres o cuatro veces por semana. Aquella noche lo había invitado para que pudiera hablar conmigo, porque Walter estaba escribiendo un libro sobre su experiencia bélica. No era la primera vez que mi padre ponía en contacto conmigo a un aspirante a escritor. Y tampoco es que me hiciera mucho caso cuando le explicaba que no había absolutamente nada que yo pudiera hacer por una persona cuya obra tratara, pongamos por caso, de hipotecas o fondos de inversión. En tales ocasiones, lo que hacía era pedirme que le diera el teléfono de trabajo de mis amigos editores, Aaron Asher o David Rieff, para hablar directamente con ellos, puenteándome. Unos años atrás, mi padre le había enviado a Aaron un manuscrito de un amigo suyo, algo sobre el negocio inmobiliario, y el libro acabó publicándose con éxito en Harper & Row, donde trabajaba Aaron por aquel entonces. Mi padre cobró comisión por haber propuesto el libro, y Aaron nos invitó a comer, a él y a mí, en un restaurante de Manhattan. Después de eso ya no hubo modo de pararlo, si es que alguna vez existió semejante posibilidad.
Mientras tomábamos una copa en el cuarto de estar, antes de la cena, –Walter se había presentado con una botella de champán– recordé que mi padre me había hablado de este amigo suyo unas semanas antes, cuando le conté por teléfono que en mi clase de literatura de Hunter acabábamos de leer un libro sobre Auschwitz –el This Way for the Gas, Ladies and Gentlemen[8] de Tadeusz Borowski– y otro sobre Treblinka –el Into That Darkness[9] de Gitta Sereny. Mi actividad profesoral, a lo largo de los años, siempre le había resultado un tanto confusa, y de vez en cuando me preguntaba qué era exactamente lo que enseñaba en mis clases, y yo trataba de explicárselo. Cuando le hablé de esos dos libros ambientados en campos de concentración, me dijo:
—Hay un amigo mío de la YMHA que estuvo en Auschwitz. Y está escribiendo un libro sobre el tema. Un tío estupendo.
—Ah, ¿sí?
—Quizá le puedas echar una mano.
—Bastante tengo con sacar adelante mis propios libros.
—Pero podrías enseñarle algún truco de la profesión.
—No, papá, no puedo. No existen los trucos.
—¿Y Aaron Asher?
—¿Qué pasa con Aaron Asher?
—¿Ha vuelto a cambiar de trabajo? ¿Sigue en el mismo sitio?
—¿En Grove? Sí, allí sigue.
—Vuelve a darme su número, anda.
—¿Tu amigo ha terminado ya el libro?
—Acabo de decirte que está escribiéndolo.
—Entonces, ¿por qué no esperas a que lo termine, y entonces llamas a Aaron?
Esto fue lo último que supe de Walter y su libro hasta que hizo aparición en la cena de la bullabesa. Y, ahora, mi padre le estaba diciendo:
—Enséñale tu número, Walter. Enséñaselo.
En ese momento ya estábamos a la mesa, y, como Ingrid se había sentado entre mi padre y Walter (que había agarrado una silla y se había situado justo en frente de mí), y estaba detallándoles a Claire y Ruth, de lado a lado de la mesa, los ingredientes de su sopa, mi padre no tuvo más remedio que hablar por encima de tal conversación:
—¡Enséñale tu número, Walter! —volvió a pedirle a su amigo.
Hacía una noche bastante templada, y Walter llevaba una camisa de manga corta —se había quitado la ligera chaqueta deportiva y la había colocado en el respaldo de su silla—, de manera que sólo tuvo que girar un poco la muñeca para mostrarme los números de su antebrazo. Mientras lo hacía, le dijo a mi padre:
—No será la primera vez que ve algo así.
Cierto. Los padres de mi cuñada eran sobrevivientes del Holocausto, en Israel había conocido a otros sobrevivientes, no era raro encontrarse gente con números de campo de concentración en el brazo, andando por Nueva York. También había estado, el año anterior, por lo menos con una docena de sobrevivientes, durante las semanas que pasé en Jerusalén asistiendo al juicio de John Demjanjuk, el guardia de Treblinka al que llamaban Iván el Terrible. Quizá el sobreviviente que más impresión me produjo fuera el escritor italiano Primo Levi. En 1986 me desplacé a Turín para hacerle una larga entrevista, por encargo del New York Times, y en los cuatro días que pasamos juntos llegamos a hacernos amigos íntimos, de un modo inexplicable; tan íntimos, que llegado el momento de despedirnos, Primo me dijo: «No sé quién de los dos es el hermano menor y quién el mayor». Y luego nos dimos un emocionadísimo abrazo, como si no fuéramos a vernos nunca más. Y así ocurrió, en efecto, no volvimos a vernos. Hablamos largo y tendido sobre Auschwitz, sobre los doce meses que allí pasó siendo un muchacho y los dos graves libros que él tenía escritos sobre los campos, y todo ello vino a constituir el verdadero meollo de la entrevista. Ésta se publicó en la sección de libros del Times dominical seis meses antes de que Primo se suicidara arrojándose por el hueco de la escalera de su casa de Turín –la misma escalera cuyos cinco pisos había subido yo con tanto entusiasmo todos y cada uno de los días en que fui a visitarlo para la entrevista–. Me pregunté si Primo Levy y Walter Herrmann habrían coincidido en Auschwitz. Habrían tenido ambos la misma edad, más o menos, y habrían podido entenderse en alemán, pensando que así mejorarían sus posibilidades de supervivencia. Primo trabajó duramente, en Auschwitz, para aprender la lengua de la Raza Superior. ¿Cómo explicaba Walter su supervivencia? ¿Qué había aprendido? Aunque el libro fuera una obra de aficionado, escrita con simpleza, en eso esperaba yo que consistiera.
Walter tenía en el regazo un sobre de papel Manila con todo el aspecto de contener un manuscrito. Se pasó la cena hablándome al oído, sobre su niñez burguesa en Berlín, las clases de baile, los estudios latinos, su madre –que salió viva de la guerra por verdadero milagro– y su padre –a quien mataron los nazis–; se refirió a sus lecturas juveniles –«Heine», dijo, besándose las yemas de los dedos para manifestar su aprecio– y me hizo saber lo mucho que le habían gustado las obras de Franz Werfel. Luego me contó que había conseguido mantenerse oculto en Berlín durante varios años, hasta que lo descubrieron los nazis y los enviaron primero a Belsen y luego a Auschwitz, cuando sólo faltaban unos meses para el final de la guerra.
—¿En Berlín? —le pregunté. ¿Cómo podía uno mantenerse oculto en Berlín?
—Mujeres. Con mujeres. Yo era el único hombre que quedaba en Berlín. Tenía dieciocho, diecinueve años. Todos los alemanes estaban sirviendo en el ejército, y todos los judíos se habían marchado. Me escondían las mujeres –sonrió con picardía. Mi libro no es como lo que escribe Elie Wiesel, o Samuel Pisar. Elie Wiesel, para mí, es un genio. Yo no sería capaz de escribir nada tan trágico. Hasta que me metieron en los campos de concentración, la verdad es que viví una guerra feliz.
Walter abrió el sobre que tenía en el regazo y lo que de él extrajo no fue el manuscrito de su libro –todavía no–, sino algo parecido a una credencial que le confería autoridad para escribirlo. Colocó sobre el mantel de lino, junto a mi plato de bullabesa, un trocito de algo muy semejante al pergamino descolorido. Era una cédula de identidad, muy usada, muy doblada y vuelta a doblar, que los alemanes le proporcionaron a finales de los años treinta. Vi que, como hicieron con todos los varones judíos durante el Tercer Reich, las autoridades arias le habían atribuido como segundo nombre el de «Israel». En una esquina del documento se veía la foto de un chico de menos de veinte años, delgado, con los labios gruesos, de piel oscura, con un aspecto vagamente tártaro, y que, desde luego, no era ningún adonis. Aún existía un parecido entre la foto y el hombre que se sentaba a mi derecha, a pesar del medio siglo transcurrido. La diferencia era que en este momento, entre los sesenta y los setenta años, Walter no parecía menos seguro de sí mismo que cualquier otro rico y respetable hombre de negocios de Jersey, en tanto que el muchacho de la foto, por la pinta, más bien habría preferido quedarse en un rincón, leyendo a Franz Werfel, en lugar de verse convertido en el único varón que quedaba en Berlín.
El cabello negro que en la fotografía estrechaba su frente y que, a juzgar por las apariencias, se peinaba en tupé, se le cayó una semana después de la guerra; lo perdió de la noche a la mañana, me contó, como consecuencia de un tifus que casi le cuesta la vida, tras haber sido liberado del campo de concentración. Este relato de sí mismo, que nos contó cuando apenas hacía un par de minutos que nos lo había presentado mi padre, fue para mí la primera indicación de que Walter no era uno de esos sobrevivientes que prefieren mantener sus recuerdos por debajo de la superficie.
Aún le quedaba otra credencial por exhibir antes de pasar al manuscrito. Era, según me explicó, el envoltorio exterior de un paquete de cigarrillos, a cuyo dorso había escrito una diminuta carta para su madre, estando en Auschwitz. Ella estaba en Alemania, escondida en alguna parte, y no debió de ser nada fácil que le llegara la carta. Pero el caso fue que, evidentemente, le llegó, que la conservó y que se la trajo consigo a Estados Unidos, porque aquí teníamos, en Nueva Jersey, en el año de 1989, lo que bien podrían haber sido las últimas palabras de su hijo en 1944.
—Pásalo, que lo veamos todos —me dijo mi padre; de modo que la tarjeta de identidad emitida por el Tercer Reich a nombre de Walter, junto con la carta a su madre, pasó de mis manos a las de Claire, y de las de Claire a las de Seth y Ruth, nacidos, respectivamente, en 1957 y 1961, a quienes, al parecer, ambos documentos se les antojaban tan desconcertantes como aquel extraño charlatán con un número en el brazo. Cuando le llegaron a Lil, ésta hizo un comentario sobre la foto:
—Pareces el típico chico de yesibá, Walter –y se los pasó a mi padre.
—Yo ya los vi en la YMHA –y se los pasó a la muy práctica Ingrid, que examinó ambas cosas de modo neutral, como si hubieran sido documentos de identidad que alguien le presentara para que aceptase un cheque. Al final, los documentos volvieron a manos de su dueño, que los guardó otra vez en el sobre, para extraer a continuación, en vez de las páginas del manuscrito, como habría cabido esperar, unas cuantas fotografías de sus nietos, hechas en formato Polaroid durante una fiesta de cumpleaños. También éstas hicieron la ronda de la mesa, al cabo de la cual, por fin, Walter vio llegado el momento de sacar del sobre una carpeta de plástico transparente en la que venía una muestra de seis o siete folios de su libro, que me tendió.
—Trabajo con Macintosh —me dijo. ¿Y tú?
—Yo sigo con la máquina de escribir —le contesté.
Para mí estaba claro que a Claire no le resultaba precisamente encantadora la personalidad de Walter –durante el camino de regreso a casa, en el coche, le pregunté qué le había parecido, y me contestó que era un exhibicionista morboso–, pero, de todos los comensales, ella era la única que había seguido mi conversación con él. Mi padre, en plan maestro de ceremonias, empeñado en hablar con todo el mundo al mismo tiempo, se había limitado a sintonizar con nosotros de vez en cuando, y a los demás les importaba tan poco Walter como a Walter le importaban ellos. Tampoco yo sabía qué pensar, si era así de resuelto con todo el mundo, en lo tocante a su pasado en Auschwitz, o si lo que a Claire le pareció exhibicionismo morboso no era, en fin de cuentas, sino consecuencia de que mi padre le hubiera prometido ayuda de su hijo el escritor, el que proponía a sus alumnos que leyesen libros sobre los campos de concentración.
—Lo escribí primero en alemán –explicó, mientras yo sacaba los folios de la carpeta–, y yo mismo lo he traducido al inglés. Pero mi alemán no es muy bueno, y mi inglés, cuando escribo, tampoco va muy allá. Pienso dárselo a mi hija para que lo adecente.
Luego, en voz más baja, sólo para mí, añadió:
—No sé qué le parecerá esto a mi hija. Ella no sabe cómo me las apañé para sobrevivir en Berlín. Los hijos nunca conciben estas cosas de los padres. Está casada, desde luego, pero, claro, no dejo de ser su padre…
Esto es lo que leí:
Mi miembro había vuelto a adquirir un tamaño descomunal, y acabábamos de empezar… Mi fontana vertió de nuevo su elixir en su delicioso cuenco… Sus labios se cernían sobre mi inflamada verga… Házmelo otra vez, me dijo, otra vez, amado mío… Cayó su vestido, dejándome admirar unas tetas aún más espléndidas que las de Barbara, aún mayores que las Helen… Me corrí… Se corrió ella… Fue el delirio.
Y mientras, venga morir judíos en el Holocausto, pensé yo.
—Bueno, Phil, ¿qué te parece? –me preguntó mi padre. Todos los allí presentes me miraban, pero ninguno con la seriedad de Walter.
—No he terminado —dije.
Tenía esa hambre de varón que sólo una mujer de treinta y cinco años, en tiempos de guerra, puede tener. Me sumergió en su bañera. Mientras se iba vaciando el agua, me eché hacia atrás. Como tomándolo por un festín de diez manjares, se arrojó sobre mi pene. Hijito, me decía, hijito. Nunca antes me habían devorado así. Sólo Katrina le había andado cerca. Pero míralo, me decía, mira qué cosa tan maravillosa. Me corrí otra vez. Se corrió ella otra vez. Me volví a correr.
Y así sucesivamente.
Cuando hube leído todos los folios, se los devolví a su dueño sin comentario.
—Es sólo una muestra —dijo Walter.
—Porque hay más.
—Mucho más. ¿Crees que alguien me lo publicaría?
—Tú primero termínalo, y luego piensa en publicarlo.
—Ya lo he terminado. Lo único que falta es que mi hija me corrija el inglés.
—¿Qué me dices de Asher? –me preguntó mi padre.
Me encogí de hombros. A Walter, por supuesto, ni se le había pasado por la cabeza enseñarle esos folios a mi padre, ni al otro se le había ocurrido pedírselos. Lo único que pretendía mi padre era ayudar a un judío víctima de Hitler, y compañero de la YMCA.
Me di cuenta de que había irritado –y desconcertado también– a mi padre con el encogimiento de hombros. ¿Me interesaban o no me interesaban los libros sobre el Holocausto?
—Dámelo a mí, Walter —dijo. Ya me ocuparé yo de Aaron Asher. ¿Qué me dices de David Rieff?— añadió, dirigiéndose a mí.
—Sí —dije yo—, siempre se puede recurrir a David.
—¿Tengo su número de teléfono? —me preguntó. ¿Sigue siendo el mismo?
—Sigue siendo el mismo.
—Vale, sí, pero ¿qué te ha parecido? –volvió a preguntar, sin molestarse ya en ocultar su irritación.
Utilicé ambas manos para hacer un gesto que nada quería decir, pero que acompañé de una sonrisa agradable.
—Tu hijo no es de los que se comprometen —dijo Walter, con amabilidad, a mi padre.
—Sí —masculló él, muy disgustado; y la emprendió de nuevo con su bullabesa.
Un par de días más tarde, por teléfono, mi padre me dijo:
—Voy a mandarte una cosa por correo. Walter estuvo aquí esta tarde. Tiene algo para ti.
—Papá, por favor, no quiero ni una sola página más de ese libro.
—Es el abrigo de que te habló. Me trajo una foto, con información. Quiere que te lo mande todo por correo.
Tras los postres, Walter nos había comunicado a Claire y a mí que tenía el abrigo perfecto para una estrella de cine:
—Es de la colección de invierno de este año. Tan especial, que sólo unas pocas mujeres del mundo podrían lucirlo. Marta cebellina, hasta los pies. La marta cebellina más suave y más ligera que en vuestra vida hayáis visto. Y un cuello espléndido, de armiño de verano. Yo mismo se lo puedo arreglar a la señora Bloom, y quedará de maravilla.
Y siguió informándonos: el precio andaría, sin duda alguna, por encima de los cien mil dólares, pero él hablaría con su hermano, y nos harían una oferta interesante.
—Son tan especiales, estas pieles –añadió–, que sólo se han hecho dos abrigos semejantes.
—Pues para mí los dos —le dije yo.
—Me temo que ya sólo nos queda uno —replicó Walter.
Ese forzado entusiasmo por regalarnos, a precio de saldo, un abrigo largo de armiño de verano y marta cebellina, del que sólo quedaba un ejemplar en el mundo, y que era justamente lo que nos estaba haciendo falta, me hizo pensar en el capítulo de Survival in Auschwitz[10], de Primo Levy, en que se describen los trapicheos y el trueque de cosas entre los prisioneros, prohibidos por los guardianes: una ración de pan venía a ser la unidad de intercambio más aceptada, pero –en el rincón más alejado de los puestos de vigilancia de las SS– se negociaba con todo, todo el tiempo, desde un jirón de camisa a un diente de oro que aún seguía en la boca de su dueño. Nada impedía que Walter, en su juventud, hubiera formado parte del más osado grupo de mercaderes de Auschwitz; pero también era posible que su celo capitalista le hubiera venido más tarde, ya en Estados Unidos. Le dije a mi padre:
—Tu amigo no se desanima con facilidad.
—¿Sabes que ha estado cuarenta y cinco veces en Israel?
—Y ¿qué les vende? —le pregunté.
—Qué listo eres.
—No más que Walter, si no te molesta que lo diga. Es un judío la mar de pícaro. Gracias a Dios, la picaresca judía también sobrevivió a los campos de concentración. A ver si adivinas de qué va su libro.
—Voy a mandarte la foto del abrigo.
—Quédatela tú y cómprale el abrigo a Lil. Te digo que a ver si adivinas de qué va el libro.
—Bueno, pues de su encarcelamiento.
—No, no —dije yo.
—¿Es sobre su época en Alemania?
—Es pornográfico. ¿Lo sabías?
—Yo no sé nada. No he leído ni una página.
—Va todo de follar. En cada párrafo. A su lado, lo mío es gazmoñería.
—¿Sí? No me digas —por el momento, se le notaba un poco desconcertado.
—Por eso no dije nada cuando me preguntaste. Estaba yo tan tranquilo, cenando con todos vosotros, y el tío me pone eso en las manos: pornografía pura.
Me había echado a reír, y mi padre unió sus carcajadas a las mías.
—No hace ni media hora que se ha marchado —dijo.
—Bueno, pues eso, que ésta me la chupó, que a esta otra me la tiré, que tenía la polla más grande de toda la Alemania nazi.
Seguíamos riendo cuando mi padre dijo:
—Lo mismo es un best seller, como tu Portnoy.
—Por supuesto. Un best seller pornográfico sobre el Holocausto.
—Eso.
—Sería el primero —dije yo.
—Se lo va a corregir la hija —dijo mi padre.
—Pues menuda sorpresa le espera.
Seguía riéndose un poco cuando dijo:
—Hoy me he comprado un bastón.
—¿Qué clase de bastón?
—Sandy quería que me lo comprase. Con cuatro puntos de apoyo.
—Y ¿lo has probado ya?
—Sí. No me gusta, porque se acostumbra uno en seguida. No quiero depender de él.
—¿La has utilizado en tu paseo de hoy? ¿Te sirvió de algo?
—Sí, claro. Me sirvió. No tengo que ir agarrándome de Abe. Porque es que él también está empezando a flaquear.
—Y vosotros dos, ¿de qué habláis durante esos paseos?
—De los viejos tiempos. De los cómicos de entonces. Los hermanos Howard. Lou Holtz. Cantor. Benny.
Y cantamos. Abe se pone muy contento. ¿Te acuerdas tú de Lou Holtz? Decía: «¿Estabas tú ahí, Chollie?», con un tremendo acento yiddish.
—¿Era él quien decía eso? Muchas veces me lo he preguntado. Me paso el día diciéndoselo a Claire, pero nunca sé de qué cómico se trataba. Era de antes de mis tiempos, Lou Holtz. «¿Estabas tú ahí, Chollie?».
—Pues eso. También hablamos de Harry Lauder. Luego le canto una canción sobre Harry Lauder, y Abe la canta conmigo. Así damos el paseo, cada día. A Abe le encantaba Harry Lauder, el cómico escocés. Yo lo veía de vez en cuando, cuando iba al Palace de Newark. Salía y cantaba esa canción. Tendría que recordarla ahora, pero no. Salía con un cayado y cantaba esa canción escocesa, que a Abe lo vuelve loco. Siempre la canta. Era un humor la mar de sano.
—Bueno, pues ahí tienes, en eso se distinguen el Viejo Berlín y el Viejo Newark.
—Sí. Pobre Walter.
—Pues que no te dé tanta pena Walter. Él solo se las apaña muy bien. Y no lo pasó nada mal, en sus tiempos.
—Ya. ¿Y tú te lo crees? ¿Te crees todo lo que cuenta?
—¿Tú no?
—Vete a saber. Igual es sólo un libro.
Teníamos previsto, la familia, celebrar su cumpleaños en Connecticut, como llevábamos haciendo todos los meses de agosto desde la muerte de mi madre, ocho años antes; pero hubo que cancelarlo, ya iniciado el verano, porque su estado de salud empeoró aún más. Incluso con el bastón de cuatro apoyos, ya resultaba extremadamente peligroso que intentara moverse por su cuenta, y ello sin salir de su casa –no digamos si pretendía dar un paseo. Los cánticos con Abe, cogidos del bracete, tocaron de pronto a su fin; y luego, empezó a tener problemas intermitentes para tragar, porque le sobrevenía una tos muy fuerte, y se atragantaba, sobre todo cuando intentaba tragar algo líquido. Él asoció estas dificultades con un resfriado que no acababa de quitársele, pero el caso era que el tumor ya había empezado a interferir con la parte del cerebro que controla los mecanismos de deglución.
Mi padre no estaba preparado para todo aquello, pero yo sí, porque el doctor Benjamín me había advertido, con algo más de un año de antelación, cuando dije que no, en el hospital, a la operación quirúrgica, que, seguramente, lo primero que se vería afectado sería el mecanismo de deglución. Me puse en contacto con el doctor Wasserman para preguntarle si había algo que pudiera hacerse por mi padre. Unas cuantas pruebas confirmaron que había empezado a aspirar lo que comía y que corría el riesgo de contraer una pulmonía bronquial si algo de comida o de líquido iba a parar a sus pulmones, pasando por la tráquea.
—Sería mejor que no comiera –me sugirió Harold Wasserman. Cuando, sorprendido ante sus palabras, le pregunté qué quería decir con eso, me explicó que el peligro de neumonía podía evitarse insertándole un tubo en el estómago y alimentándolo por esa vía. El procedimiento se llamaba gastrostomía.
—Y ¿qué hace con la saliva? —le pregunté.
—Escupirla —me dijo él. También se puede extraer con una máquina.
Ahora, pensé, nos toca pagar las consecuencias de haber decidido no operar.
—La cosa empieza a ponerse horrible —le dije a mi hermano. Y nos pasamos las dos semanas siguientes dejando que mi padre se despachara a gusto, echándole la culpa de sus nuevas dificultades al resfriado que tenía. Hasta que la dificultad se hiciera mucho más grave –algo que no tardaría en suceder, según nos habían avisado–, no íbamos a contribuir a que se deprimiera todavía más explicándole el verdadero origen del problema. Él, por su parte, parecía darse cuenta de que aquello era grave, porque, cuando le pregunté por teléfono si ya comía mejor, empezó negándome que nunca hubiera existido semejante dificultad: «lo único que pasa es que no puedo beber cosas dulces», «sólo ocurre cuando la comida está demasiado caliente», etcétera.
—Tengo flemas —decía— por culpa del resfriado. No voy a dejar que me operen de la garganta.
—Nadie pretende que te operes. Pero sí que pareces tener un pequeño problema de deglución.
—No tengo ningún problema. Estoy bien.
Era verano, y yo salía todas las mañanas, con la fresca, a hacerme cuatro millas a paso rápido por las colinas de Connecticut. Luego, a última hora de la tarde, tras una jornada completa de trabajo en la novela que acababa de terminar, me pasaba media hora nadando en la piscina. A pesar de lo preocupado que me tenía mi padre, hacía años que no me sentía tan bien; y el hecho de que la revisión de Engaño, la nueva novela, estuviese tocando a su fin, me aportaba también ese dulce alivio que siempre nos viene al terminar un libro. Pero, a principios de agosto, durante mi sesión vespertina de natación, vino a ocurrir algo inesperado, sólo que no a mi padre, esta vez, sino a mí: tras haber cubierto fácilmente el primer largo, sentí un desgarrado dolor de cabeza, el corazón me empezó a latir furiosamente y apenas lograba recuperar el aliento. Aferrado al borde de la piscina, me dije: «es la ansiedad. ¿Por qué estás tan angustiado?», la típica pregunta que una persona que pasa por un mal momento físico nunca habría cometido la tontería de preguntarse, antes del advenimiento de los psicosomatistas. Lo que le esperaba a mi padre había hecho algo más que debilitarme la moral: me estaba sintiendo tan terriblemente mal porque todos esos meses de padecimientos por culpa del tumor cerebral iban a hallar culminación, ahora, en que mi padre tuviera que alimentarse, ya para siempre, mediante un tubo insertado en el estómago.
Mi diagnóstico no era correcto. Me sentía tan terriblemente mal, tras un solo largo de piscina, porque, en el transcurso de mis cincuenta y seis años, prácticamente todas mis arterias principales se habían ido ocluyendo, hasta el ochenta o cien por ciento, y ahora me encontraba al borde de un tremendo ataque al corazón. Transcurridas veinticuatro horas desde el momento en que salí como pude de la piscina, jadeante, un urgente bypass quíntuple me salvó de un ataque al corazón –y de preceder a mi padre en la tumba–, evitando además que mi padre tuviera que asistir a mi entierro.
A las dos de la madrugada previa a la operación, mientras el cuadro empeoraba de modo alarmante y media docena de internos, residentes y enfermeras se afanaban en torno a los instrumentos que monitorizaban mi estado, enviaron recado a mi cirujano preguntándole si no preferiría modificar sus planes y meterme inmediatamente en el quirófano. Me di cuenta de que nunca había estado tan unido a mi padre como en aquel momento; ni siquiera en el college, cuando metía de tapadillo en mis clases a aquel homúnculo intelectual de cuyo crecimiento me sentía tan responsable como del mío propio, llegaron nuestras vidas a estar tan… no digamos identificadas, pero sí engranadas, hasta alcanzar un espeluznante grado de permutabilidad. Desamparado, en mitad de aquel pequeño barullo médico, la conmoción me hizo percibir de un modo muy claro la condición de enfrentamiento a lo inevitable en que transcurrían ahora todos y cada uno de los segundos de su vida.
La diferencia, claro, estuvo en que después de la operación yo me sentí renacido –y, al mismo tiempo, como si hubiera dado a luz. Mi corazón, que, al parecer, llevaba cierto número de años, antes de pasar por el quirófano, funcionando con un veinte por ciento del suministro normal de sangre, disponía ahora de toda la sangre que quería, en abundancia. Sonreía para mí mismo, en la cama del hospital, por las noches, imaginando que mi corazón era un niño pequeño, mamando la sangre que ahora le llegaba, sin obstáculos, por las arterias que el médico acababa de implantarme, extrayéndomelas de una pierna. Algo parecido tenía que ser, pensaba, la emoción que se siente dándole el pecho a un hijo: aquellos latidos estridentes, atamborados, que daba mi corazón tras haber pasado por el quirófano, no a era a mí a quien pertenecían, sino a él. En un susurro, para que no me oyese la enfermera de noche, le decía a aquel niñito: «Mama, sí, sigue mamando, es todo tuyo, todo, todo». Y nunca en mi vida me he sentido más feliz.
No sé hasta qué punto esta fantasía recurrente, con todo su acompañamiento de letanías, era consecuencia de la euforia de haber salvado la vida, o efecto secundario, bastante duradero, de haber permanecido cinco horas bajo los efectos de la anestesia; pero el caso es que durante las primeras noches, cuando aún me resultaba imposible conciliar el sueño, por el dolor en el pecho, la idea de estar dándole de mamar a mi recién nacido corazón me proporcionó horas de intensísimo placer, sesiones en las que no necesitaba recurrir a la imaginación para sentirme partícipe, andróginamente, del más delirante gozo maternal. Me doy cuenta ahora, volviendo los ojos atrás, de que en las exuberantes ensoñaciones de aquellas primeras noches posoperatorias me acerqué tanto a convertirme en un doble de mi propia madre, alimentándome, como, durante las horas angustiosas e inciertas que precedieron a la colocación del bypass, estuve cerca de sentirme traspasado a mi doliente padre, intercambiable con él –incluso como revezo suyo en el sacrificio–, mientras él se atragantaba de mortalidad en la mesa del comedor. Nunca fui, en aquella cama, un solitario paciente de episodio cardiaco: éramos cuatro en familia.
Confiaba en poder ocultar lo sucedido a mi padre, al menos hasta que me hubiese recuperado por completo –o no tener que decírselo nunca, si podía ser–; pero no. La noche del jueves anterior a la operación –unas pocas horas antes de empeorar– lo llamé desde mi cama de la unidad coronaria y, haciendo como que estaba en Connecticut, le dije que acababan de pedirme, en el último minuto, que sustituyera en una conferencia literaria a un escritor que se había puesto enfermo, que estaría en New Haven todo el fin de semana y que seguramente no podría llamarlo hasta mi regreso, el domingo por la noche.
—¿Cuánto te pagan? —me preguntó él.
—Diez mil dólares —le dije, sacándome de la manga una cantidad algo exagerada, pero que seguramente le proporcionaría satisfacción y lo distraería de seguir haciéndome preguntas. Acerté, porque a continuación se limitó a decirme:
—Muy bien –aunque dando a entender, por el tono, que eso era lo menos que yo me merecía. Unas sesenta horas después de la operación, el domingo por la noche, volví a llamarlo. Le expliqué que tenía la voz tan débil porque me había pasado hablando todo el fin de semana de la conferencia.
—¿Te han pagado?
—Figúrate. En billetes de a uno. Me los trajeron en carretilla.
—Bueno —dijo, riéndose—, pues ha sido un fin de semana la mar de rentable.
Durante los días siguientes seguí convenciéndolo, todas las mañanas, por teléfono, de que estaba llevando mi vida habitual, hasta que… Una tarde me llamaron de la oficina de relaciones públicas del hospital para comunicarme que acababan de telefonear del News y del Post, pidiendo detalles sobre mí. La encargada de relaciones públicas me aseguró que no les había proporcionado información alguna, pero, al mismo tiempo, me pidió que me hiciera a la idea de que a la mañana siguiente saldría algo en los periódicos, casi con toda seguridad. Por miedo a lo que pudiera ocurrirle a mi padre, en su delicada y vulnerable condición, si ahora, de pronto, se enteraba de todo en una columna de sociedad –o por alguien que lo llamara por teléfono para comentárselo, tras haberlo leído en el periódico– concité todas mis fuerzas y lo llamé a Nueva Jersey.
Cuando le dije que acababa de superar con éxito una operación coronaria (por el momento, decidí no mencionar lo del quíntuple bypass), se quedó, al principio, totalmente desorientado.
—Pero, entonces, ¿con quién he hablado yo?
Le expliqué que conmigo, que lo había llamado desde la cama del hospital, como estaba haciendo en ese momento, y le aseguré que me estaba recuperando estupendamente y que, según decía el médico, estaría ya en casa al cabo de una semana.
Entonces, para mi sorpresa, se enfadó:
—¿Te acuerdas de cuando estabas en el college, y hubo que operar a tu madre, y no te lo dijimos? ¿Te acuerdas de lo que dijiste al enterarte?
—No, no me acuerdo.
—Pues dijiste: «¿Somos una familia, o no somos una familia?». Y dijiste: «Ni se os ocurra volver a “protegerme”». Nos pusiste como trapos.
—Mira, no te ha pasado nada malo por no tener que andar preocupándote mientras yo salía del quirófano.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el quirófano?
Se lo dije, rebajando un par de horas.
—Y, la verdad, no te hacía ninguna falta estar ahí, todo ese tiempo, esperando –proseguí. Bastante tienes con lo tuyo.
—Eso no eres tú quién para decidirlo.
—Pues el caso es que lo decidí, Herm —le dije, riéndome, para aliviar la tensión.
Pero él siguió en serio, en un tono que rayaba en lo amenazador:
—Bueno, pues no vuelvas a hacerlo —me advirtió, como si aún tuviéramos toda la vida por delante.
Noche y día, mientras permanecí en el hospital, y todavía durante las primeras semanas de convalecencia, ya en casa, le enviaba directamente mis plegarias: «No te mueras. No te mueras hasta que me recupere. No te mueras hasta que pueda estar a la altura. No te mueras mientras yo no pueda valerme». A veces, hablando por teléfono desde el hospital, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no decírselo en voz alta. Ahora estoy convencido de que llegó a comprender lo que en silencio le pedía.
—¿Qué tal te encuentras? —le preguntaba.
—¿Yo? –replicaba él. Estupendamente. Le he montado una fiesta a Abe, que acaba de cumplir noventa y cuatro años. Ingrid hizo un rollo de carne de cerdo y patatas con perejil. Estuvieron Seth y Ruth, Rita, Abe, Ingrid, Lil y yo. Lo pasamos muy bien. Abe, Dios lo bendiga, todavía puede comer. Puede andar, puede comer y al día siguiente incluso se acordaba de la fiesta.
Seis semanas más tarde, cuando ya pude desplazarme hasta su casa, me volvió a sorprender, pero esta vez con una actitud de arrepentimiento casi infantil. No fui capaz de imaginar qué era lo que podía tenerlo tan contrito, en parte porque me habían desanimado enormemente los cambios observables en él desde mi última visita. Era como si hubiera transcurrido todo un año, o toda una vida, incluso. La misma persona que le había organizado una fiesta a Abe por su nonagésimo cuarto cumpleaños se había trocado en uno de esos ancianos de edad indiscernible, poco más que un montón de arrugas con el rostro aplastado, con un parche negro en un ojo y ahí sentado, completamente inerte, casi irreconocible, incluso para mí. A juzgar por cómo se le veía apuntalado, en su sitio habitual del sofá, resultaba poco concebible que pudiera moverse de ahí sin que alguien lo levantara. El dedo del pie que se había roto el mes pasado, lastimándose muchísimo –se había vuelto a desmayar en el cuarto de baño–, sólo ahora empezaba a curársele. Más tarde pude comprobar que ni siquiera con ayuda de su flamante bastón cuadrúpedo alcanzaba a desplazarse solo más allá de un pasito.
En la cómoda de enfrente del sofá seguía la ampliación de una foto tomada cincuenta y dos años antes, con una cámara de cajón, en el litoral de Jersey, que mi hermano y yo también teníamos en lugares destacados de nuestras casas, con su correspondiente marco. Estamos todos en traje de baño, un Roth detrás de otro, en escalera, en el jardín de delante del albergue de Bradley Beach donde mi familia alquilaba todos los años, durante un mes, un dormitorio con derecho a cocina. Es agosto de 1937. Tenemos cuatro, nueve y treinta y seis años. Los tres nos empinamos para formar una V, cuya base puntiaguda son mis diminutas sandalias, mientras la anchura de los sólidos hombros de mi padre –entre los cuales está exactamente centrada la resplandeciente carita de elfo de Sandy– conforma los dos impresionantes remates de la letra. Sí, la V de la Victoria aparece por todas partes en la foto: de la Victoria, de Vacaciones, de Verticalidad enhiesta y erguida. ¡Ahí está, el linaje masculino, intacto y feliz, ascendiendo de la cuna a la madurez!
Aunar en una sola imagen la robusta solidez del hombre del retrato con la fragilidad enferma del hombre del sofá era y no era una imposibilidad. Intentar con todas mis fuerzas mentales unir los dos padres y trocarlos en uno fue un esfuerzo desconcertante, por no decir diabólico. Y, sin embargo, de pronto me convencí (o logré convencerme) de que recordaba perfectamente (o lograba convencerme de que recordaba) el momento mismo en que se tomó esa foto, más de medio siglo antes. Incluso pensé (o logré hacerme pensar) que nuestras vidas sólo daban la impresión de haberse filtrado a través del tiempo, pero que todo ocurría simultáneamente, y que tanto me encontraba en Bradley, con mi padre cerniéndose sobre mí, como aquí en Elizabeth, con mi padre casi deshecho a mis pies.
—¿Qué pasa? —le pregunté, cuando me di cuenta de que el mero hecho de verme lo había alterado hasta el borde de las lágrimas. Ya estoy bien, papá. Se me nota. Mírame. Mírame, papá. ¿Qué te pasa?
—Tendría que haber estado allí —me dijo, rompiéndosele la voz, en palabras que apenas llegaban a tales, por los estragos que la parálisis había causado en su boca. ¡Tendría que haber estado allí!— repitió, esta vez con furia.
A mi lado, en el hospital, quería decir.
Murió tres semanas después. Durante una terrible prueba de doce horas, que se inició cuando iban a dar las doce de la noche del día 24 de octubre de 1989 y terminó poco después de las doce de la mañana del día siguiente, estuvo luchando por cada bocanada de aire, en una espantable muestra final de la tenaz obstinación que marcó su vida. Fue algo digno de ver.
A primera hora de la mañana del día de su muerte, cuando llegué a la sala de urgencias del hospital adonde lo habían llevado a toda prisa desde su dormitorio, me recibió un médico de guardia dispuesto a adoptar «medidas extraordinarias» y ponerlo en respiración asistida. Sin eso, ninguna esperanza había, aunque, no hacía falta decirlo –añadió el médico–, la máquina no iba a invertir el desarrollo del tumor, que, al parecer, estaba empezando a afectar la función respiratoria. Me dijo también el médico que, de conformidad con la ley, una vez conectado a la máquina, no podría desconectársele en ningún momento, salvo en el caso de que recuperara su capacidad para respirar sin asistencia. Había que tomar la decisión inmediatamente y, dado que mi hermano estaba en ese momento en el aire, acudiendo desde Chicago, tenía que tomarla yo.
Y yo, que le había explicado a mi padre las provisiones del testamento vital, logrando que lo firmara, no sabía qué hacer. ¿Cómo iba a negarle la máquina, si con ella se ponía fin a su asombrosa batalla por respirar? ¿Cómo iba a tomar yo la decisión de que mi padre fuese apartado de la vida, esa vida que sólo una vez conocemos? Lejos de invocar el testamento vital, estaba a punto de ignorarlo y decir: «¡Haga usted lo que sea, haga usted lo que sea!».
Le pedí al médico que me dejara solo con mi padre, o tan solo como pudiéramos quedarnos en el ajetreo de una sala de urgencias. Mientras lo miraba esforzarse en seguir viviendo, traté de concentrarme en los daños que el tumor ya le había hecho. No era difícil, porque ahí, en la camilla, era como si acabaran de traerlo de una pelea a cien asaltos con Joe Louis. Pensé en los padecimientos que aún le quedarían por pasar, suponiendo que la respiración asistida lograse mantenerlo vivo. Lo vi todo, todo, pero seguí ahí sentado, durante muy largo rato, hasta que me incliné para acercarme a él cuando pude y, con los labios muy cerca de su hundido rostro en ruinas, alcancé finalmente a decirle:
—Voy a tener que dejarte ir, papá.
Llevaba varias horas inconsciente y no podía oírme, pero yo, conmocionado, asombrado, llorando, estuve repitiéndole la frase una y otra vez, hasta creérmela.
Tras ello, lo único que me quedaba era ir en pos de su camilla, hasta la habitación donde lo pusieron, y sentarme a su lado. Morir cuesta trabajo, y él era un buen trabajador. Morir era horrible, y mi padre se estaba muriendo. Le cogí la mano, que, ella sí, aún conservaba el tacto de su mano; le palpé la frente, que, ella sí, aún conservaba el aspecto de su frente; y le dije todas las cosas que ya no podía recibir. Afortunadamente, nada le dije, aquella mañana, que él no supiera ya de antes.
Aquel mismo día, algo más adelante, en el dormitorio de mi padre, al fondo de un cajón de la cómoda, mi hermano encontró una caja plana con dos cobertores de oración minuciosamente plegados. De éstos no se había deshecho. Éstos no los había escaqueado en una taquilla de la YMHA, ni regalado a alguno de sus sobrinos nietos. El cobertor más antiguo me lo llevé conmigo a casa, y con el otro enterramos a mi padre. Cuando el encargado de pompas fúnebres, en casa, nos pidió que eligiéramos un traje, yo le dije a mi hermano:
—¿Un traje? Como si fuera a la oficina. No, nada de trajes. No tiene sentido.
Dije que había que enterrarlo envuelto en un sudario, pensando que así era como fueron enterrados sus padres, que así era como se enterraba tradicionalmente a los judíos. Pero, mientras lo decía, se me ocurrió que quizá el sudario careciera también de sentido: mi padre no era ortodoxo, ni sus hijos eran religiosos, desde ningún punto de vista; y podía ser que todo ello incidiera en lo pretenciosamente literario, por no decir en una especie de histeria gazmoña. Me di cuenta de hasta qué punto resultaría estrafalario, y poco apropiado a su persona, el hecho de amortajar en un sudario a un hijo de este planeta urbanizado, que trabajaba en una compañía de seguros, como mi padre, a un hombre de una pieza, que vivió permanentemente anclado en la cotidianeidad –aunque ello no me impedía comprender, al mismo tiempo, que ésa era la idea. Pero, como nadie se me opuso, ni yo tuve el valor de decir que lo enterráramos desnudo, utilizamos el sudario de nuestros antepasados para envolver su cuerpo.
Soñé que me hallaba en un embarcadero, con un impreciso grupo de niños sin personas mayores, que quizá aguardaran el momento de ser evacuados, y quizá no. El embarcadero era en Port Newark, pero en el Port Newark de hacía cincuenta años, donde estuve con mi padre y con mi tío Ed, que me llevaron a ver los barcos anclados en la bahía, con la estatua de la Libertad y el Atlántico en la distancia. Nunca dejaba de sorprenderme, cuando era pequeño, el hecho de que Newark fuese una ciudad costera, porque el puerto se encontraba más allá de la marisma, en la parte más alejada del campo de aviación, muy apartada de la vida vecinal. Estar en el puerto y los embarcaderos, con los ojos alzados hacia los barcos o puestos en la bahía, me ponía en contacto momentáneo con una vastedad geográfica que uno no alcanzaba a imaginar mientras jugaba al stoop ball[11] con los demás niños de la panda, en nuestra recoleta y muy familiar calle de dos casas familiares y media.
En el sueño, un buque de tamaño medio, muy acorazado, color gris de combate, una especie de viejo navío de guerra norteamericano, despojado de todo su armamento y totalmente fuera de servicio, derivaba imperceptiblemente hacia la orilla. Yo esperaba que mi padre estuviese en el barco, formando parte de la tripulación, o algo así, pero no había signos de vida a bordo, ni indicios de que nadie estuviese al mando. La callada imagen, que parecía retratar el momento inmediatamente posterior a un desastre, era aterradora y fantasmagórica: una carraca espectral, sin vida a bordo, por culpa de alguna catástrofe, dirigiéndose hacia la costa sin otra guía que la corriente; y nosotros, los niños, en el embarcadero, esperando, o no esperando, que nos evacuaran. Era una atmósfera tan descorazonadora –idéntica– como la que reinaba el día de mis doce años en que, cuando sólo faltaban unas semanas para la Victoria, una hemorragia cerebral acabó con la vida del presidente Roosevelt. Cubierto de negras banderas, el tren que transportaba el féretro de F. D. R. de Washington a Hyde Park pasó con grávida solemnidad por entre la desconsolada multitud que se apiñaba junto a las vías, en el centro de la ciudad, durante los silenciosos segundos de su viaje hacia el norte, consagrando con ello a una ciudad tan de trabajo cotidiano como Newark. En última instancia, el sueño se hizo insoportable y me desperté, sin ánimo, amedrentado, triste –lo cual me dio a entender que no era que mi padre fuese en el barco, sino que el barco era mi padre. Y ser evacuado es, en el sentido fisiológico, exactamente eso: ser expelido, ser expulsado, ser traído al mundo.
Permanecí despierto hasta el alba. La pesadilla me había alterado el sueño, y ello sólo unas horas antes de la mañana de finales de julio en que mi padre iba a pasar por la segunda resonancia magnética del cerebro. El doctor Benjamín encargó las imágenes tras haberle yo pedido a Harold Wasserman que le hiciera una consulta sobre los problemas de deglución que padecía mi padre. Lo llamé por teléfono cuando acababa de regresar a su casa, tras haberse hecho la resonancia; y cuando le pregunté qué tal había ido todo, me contestó:
—Viejos, jóvenes, con pinta de sanos, con pinta de enfermos… Y todos con algo raro dentro.
Haber soñado con la muerte de mi padre en vísperas de su segunda resonancia no tenía nada de extraordinario, ni tampoco el modo en que su cuerpo se encarnaba, dentro del sueño. Seguí en la cama hasta las primeras luces, pensando en cómo se resumía toda la historia de la familia en aquel fragmento onírico de película muda: en él se encapsulaban todos los grandes temas de su vida, todo lo que tenía alguna significación para él y para mí, empezando por el modo en que sus padres, inmigrantes, cruzaron el Atlántico, en la bodega de un barco, pasando por su extenuante esfuerzo por salir adelante, la batalla por imponerse a tantos y tan fuertes impedimentos –el pobre chico que se queda sin verdadera instrucción, el trabajador judío metido en el coloso gentil de una compañía de seguros–, y terminando en su transformación, por culpa del tumor cerebral, en un despojo sin fuerzas.
El buque de guerra difunto, derivando ciegamente hacia la orilla… No era ése un retrato de mi padre, al final de su vida, que, de haber estado plenamente despierta, hubiera trazado nunca mi mente, con su resistencia a la metáfora quejumbrosa y la analogía poetizada. Era más bien el hecho de estar dormido lo que, sabiamente, tenía la bondad de entregarme esa visión tan simple y tan llena de verdad, cristalizando así mi dolor, con cuánto acierto, en la figura de un pequeño evacuado sin padre, en el puerto de Newark, tan aturdido y desamparado como la nación entera se sintió mientras veía pasar el cadáver de su heroico presidente.
Luego, una noche, más o menos seis semanas después, a eso de las cuatro de la madrugada, se me presentó con un sudario de capucha, para reprocharme:
—Debería haber llevado traje. Te equivocaste.
Me desperté en un aullido. Lo único visible bajo el sudario era el disgusto de su rostro muerto. Y sus únicas palabras fueron para reprenderme: lo había enviado a la eternidad con la ropa equivocada.
Por la mañana me di cuenta de que se refería a este libro, que, como corresponde a la falta de decoro propia de mi profesión, estuve escribiendo durante toda su enfermedad y su agonía. El sueño me decía que –ya que no en mis libros ni en mi vida–, al menos en mis sueños yo seguiría siendo para siempre el hijo niño de mi padre, con la conciencia de un hijo niño, y que él seguiría vivo no sólo como padre mío, sino como padre, en permanente juicio de todas mis acciones.
No hay que olvidar nada.