3
¿ME QUEDARÉ ZOMBI?
De manera que, recién llegado a su casa, procedente de la tumba de mi madre, me metí en el cuarto de baño y, sin perder de vista su cuenco de afeitar, me puse a ensayar por quincuagésima vez lo que iba a decirle. Luego volví al salón y lo vi derrengado en un rincón del sofá, aguardando el veredicto. Lil esperaba en la otra esquina del sofá.
—¿Quieres que salga, Philip? —me preguntó.
—Desde luego que no.
—Herman —le dijo a él—, ¿quieres que me quede?
Pero mi padre ni siquiera la oyó. Y a partir de ese momento Lil se quedó tan callada que igual podría no haber estado allí.
—Bueno —dijo él, muy lentamente, en tono lúgubre—, ¿cuáles son las tristes nuevas?
Me senté en una silla, frente a él, con el corazón saliéndoseme del pecho, como si hubiera sido yo quien estaba a punto de que le contaran algo horrible.
—Tienes un problema grave —comencé—, pero hay tratamiento. Tienes un tumor en la cabeza. El doctor Meyerson dice que, dado el emplazamiento, la probabilidad de que sea benigno es del noventa y cinco por ciento.
Había pensado ser igual de franco que el doctor Meyerson y describir la situación con detalle, pero no fui capaz. Mi padre ya tenía suficiente con la mera existencia del tumor. Aún no había acusado el golpe, seguía ahí sentado, sin expresión en la cara, esperando que yo siguiese adelante.
—Está afectando el nervio facial, y de ahí la parálisis.
Meyerson me había comunicado que estaba envolviendo el nervio facial, pero eso tampoco pude decírselo. Mi modo de evadirme me hizo recordar el suyo durante la noche en que murió mi madre. A las doce, hora de Londres, me dijo que mi madre había sufrido un grave ataque al corazón y que más valía que lo arreglase todo para venir a casa, porque no era seguro que sobreviviese. «Las perspectivas no son buenas, Phil», me dijo. Pero, una hora más tarde, cuando lo llamé yo para comunicarle mi plan de viaje de la mañana siguiente, se echó a llorar y me reveló que había muerto en el restaurante, mientras cenaban, hacía ya unas horas.
—No es parálisis de Bell —dijo.
—Es un tumor. Pero no maligno, y es operable. El médico puede operarlo, si nos parece lo más adecuado. El doctor Meyerson quiere hablar contigo de la operación. Creo que será buena idea volver a hablar con él, ahora que sabemos lo que ocurre. Creo que debemos reunimos todos en su consulta y ver si la operación es factible. En última instancia, la decisión es tuya.
Añadí, sin fuerza:
—Meyerson dice que es una operación de rutina.
El médico, en efecto, había empleado tal expresión, cuando terminábamos de hablar por teléfono, la noche antes; y yo había pensado: «Sí, claro, de rutina para ti».
—¿Se me pondrá bien la cara si me opero?
—No. Sólo servirá para que no haya más deterioro.
—O sea que voy a quedarme así.
—Me temo que sí —dije yo. No me habían hecho falta ni dos minutos para aprender a hablar como un cirujano.
—Ya veo —dijo él, y a continuación cayó en el silencio, y a continuación se le vio perdido, solo y perdido, y no me habría sorprendido si se hubiera muerto en aquel mismo instante. Sus ojos miraban a ninguna parte, a la nada, como los de una persona a quien acaban de pegar un tiro. Estuvo así, ausente, durante un minuto. Luego, una vez absorbido el golpe, se reincorporó al lugar del combate, para valorar el alcance de sus pérdidas:
—¿Y el oído?
—Lo dañado por el tumor no puede recuperarse. La operación, tal como yo la entiendo, no hará otra cosa que impedir que el proceso siga adelante.
A no ser que sirviera precisamente para lo contrario… Pero en eso no entré. Dejaría que el doctor Meyerson le hiciera ver los riesgos y también que le detallase el tamaño del tumor y el recubrimiento del nervio facial.
—¿Volverá a crecer? —preguntó él.
—No lo sé. No creo, pero tendrás que preguntarle al médico. Prepararemos una lista de todo lo que quieres saber. Pones por escrito las preguntas, te las llevas a la consulta y allí se las haces todas al médico.
—¿Me quedaré zombi?
—No creo que Meyerson nos propusiera la operación si pensara que ése puede ser el resultado –pero ¿acaso estaba excluida la posibilidad? Dentro de ese quince por ciento de pacientes que, según reconocía el propio Meyerson, quedaban peor después de pasar por el quirófano, ¿no los habría que se quedaban como zombis, o algo bastante parecido a lo que mi padre entendía por zombi?
—¿Dónde lo tengo? —me preguntó.
—Delante del tallo cerebral. En la base del cráneo. El médico te lo indicará exactamente. Tienes que apuntar en un papel las dudas que tengas, para repasarlas todas en la consulta, el lunes que viene. Le he pedido cita para el lunes, así nos vemos todos y hablamos a fondo de la cuestión.
Y lo que a él se le ocurrió fue sonreír: una media sonrisa sardónica, en realidad, la sonrisa de quien está al corriente de todo y tiene roto el corazón y está pensando: «Claro, por supuesto».
Se puso la mano en la base del cráneo y, en vista de que no notaba nada raro, volvió a sonreír:
—Bueno, cada cual abandona este mundo a su manera.
—Y —repliqué yo— cada cual lo vive a su manera. A cada persona le toca una lucha diferente, una lucha que jamás termina. Va a ser una prueba muy dura, pero si a todos nos parece que la intervención quirúrgica es lo más adecuado, dentro de dos meses estaremos aquí sentados, charlando, y tú ya no tendrás esa cosa dentro, presionándote el nervio.
Me resultaba espantoso no ser capaz de creer mis propias palabras, pero no sabía qué otra cosa decir. Pensé: «Dentro de dos meses estará en una clínica para convalecientes y apenas podrá llevarse la cuchara a la boca para comerse los cereales que le pongan. Dentro de dos meses será un zombi en lo alto de una cama, lo alimentarán por vía intravenosa, conmigo sentado al lado, como él se sentó antes al lado de su padre. Dentro de dos meses estará en el cementerio al que fui a parar esta mañana».
Entretanto, él había ido al cuarto de baño y, al volver, tratando de ocultarse con la mano la mancha de orina que se había hecho en la pernera del pantalón, se puso a hablar de su apendicetomía de 1944, cuando, contra todo pronóstico, logró sobrevivir a un terrible episodio de peritonitis. Se estaba acordando de cómo yo, también, sobreviví a una rotura de apéndice y una peritonitis en 1968. Luego se remontó a 1942, para recordar mi operación de hernia de cuando tenía nueve años: fue él quien me llevó al médico de cabecera, porque me había estado quejando de muchos dolores durante un paseo dominical en coche, con toda la familia. Era la segunda vez en un mes que teníamos que ir al médico por una molestia mía.
—Le dije al médico, insistiendo mucho: «Este chico no es ningún quejica, de modo que tiene que pasarle algo». Y el medico nos dijo que no, que no le pasaba nada, pero yo insistí e insistí, hasta que al final descubrieron que tenía razón. Le dije al doctor Ira, que en paz descanse… ¿Te acuerdas de nuestro médico, Ira Flax?
—Claro que me acuerdo. Me caía muy bien.
—Pues le dije: «Ira, éste es un chico juguetón, que anda siempre corriendo para arriba y para abajo, y jugando a la pelota, y si le pasa algo quiero que lo curéis».
Nunca me olvidaré de él, la noche en que tú naciste, bajando las escaleras del hospital Beth Israel. Eran las tres de la madrugada. La escalera principal del hospital. Ira iba con su bata blanca. Yo le dije: «¿Qué es, Ira, una Phyllis o un Philip?». Y él me dijo: «Un Philip, Herman. Otro niño». Nunca me olvidaré. Y mi hermano Charlie muriéndoseme en los brazos. Un chico tan guapo, tan lleno de fuerza, cuatro hijos, y murió en mis brazos, el hermano mayor que yo adoraba. Y Milton, mi hermano Milton. ¿Te acuerdas de Milton?
—No —dije yo—. Milton murió el año antes de que yo naciera. Por él me pusisteis el segundo nombre.
—Milton… —dijo él—. Diecinueve años, magnífico estudiante, el que nos iluminaba a todos con su resplandor, ya en el último curso del college de Ingenieros de Newark…
Y así sucesivamente, recordando las enfermedades, las operaciones, las fiebres, las transfusiones, los comas, las vigilias, las muertes, los entierros… Su mente, como de costumbre, intentaba arrancarlo del penosísimo aislamiento de un hombre al borde del olvido, poniendo en conexión el tumor cerebral con una historia de mayor alcance, colocando su padecimiento en un contexto donde él ya no era una persona sola con una aflicción horrible y peculiarmente propia, sino el miembro de un clan cuyos males se sabía de memoria y aceptaba y no tenía más remedio que compartir con todos.
Así, habiendo domeñado su terror, consiguió almorzar; y aquella noche, según puso en mi conocimiento a la mañana siguiente, por teléfono, durmió seis horas seguidas antes de despertarse, cubierto de sudor, a las cinco de la madrugada.
No tuve yo tanta suerte, incapaz de descubrir ningún contexto que contribuyera a empequeñecer mis malos presentimientos. La idea de que se viera obligado a pasar por semejante operación, a los ochenta y seis años, me resultaba insoportable. Incluso en el supuesto de que saliera con éxito del quirófano, la perspectiva del proceso de recuperación… Y si algo salía mal durante la operación… No logré dormir seis minutos seguidos y, a primera hora de la mañana siguiente, tras haberme pasado varias horas incorporado en la cama, tratando de leer, llamé por teléfono a mi amigo C. H. Huvelle, quien, hasta dejar la consulta, unos años antes, me había ayudado a sobrellevar ciertas dolencias físicas, en su condición de médico de cabecera. Le hablé del tumor cerebral y de la operación quirúrgica que nos proponían.
—Mira —me dijo, tras haberme escuchado—, la cosa puede resumirse así. Si muere en la mesa de operaciones… Bueno, habrá muerto a los ochenta y seis años, que no es la peor edad para morir. Si sobrevive y la operación es un éxito, lo cual, según te dice el médico, ocurre el setenta y cinco por ciento de las veces, pues también muy bien. Lo único malo que puede resultar, según yo lo veo, es que se produzca un nuevo déficit neurológico como consecuencia de la operación. No es lo más probable, pero es posible, y tienes que tenerlo en cuenta.
—También tengo que tener en cuenta lo que pueda ocurrir si no hacemos nada. El neurocirujano me asegura que puede empeorar a muy corto plazo. Supongo que se refiere a lo mismo que tú cuando hablas de déficit neurológico.
—A eso se refiere, sí. Hay muchas cosas que pueden salir mal.
—Entonces —dije yo—, el resultado puede ser horrible lo miremos desde el lado que lo miremos. La operación puede poner en marcha un tipo de desastre y la no operación, otro tipo de desastre.
—Pero de la operación —dijo él— hay más probabilidades de que resulte algo que, en última instancia, pueda considerarse una evitación del desastre total.
—Pero es que no quiero que pase por esa operación así por las buenas. A los cuarenta ya sería una hazaña recuperarse de ella, de modo que a los ochenta y seis no cabe ni pensarlo. ¿Es así?
—Mira, Philip, busca una segunda opinión y luego, si quieres, vuelve a llamarme y lo hablamos un poco más. Pero ten en cuenta, primero, que no tienes modo de impedir que tu padre muera alguna vez, y tampoco de impedir que sufra. He visto a cientos de personas pasar por esto mismo con sus padres. Tú te lo ahorraste con tu madre, y ella también se lo ahorró. Con tu padre no parece que vaya a resultar tan fácil.
A eso de la diez, tras haber intentado dar un paseo por Central Park y obligarme a pensar en otras cosas, volví a telefonear a mi padre, por segunda vez en la mañana. «Zombi» –palabra que no creía haber vuelto a oír desde los tiempos en que mi hermano y yo, de niños, íbamos a ver películas de terror en el cine Rex de Irvington– seguía evocándome los más espantosos panoramas clínicos, y cuando volví al hotel, tan desconcertado como cuando salí de él camino del parque, lo llamé por teléfono para preguntarle si le apetecía dar una vuelta en coche. Imaginándolo en casa, sentado en un rincón del sofá, con la radio apagada y las persianas bajadas, no tenía sentido que yo anduviese dando vueltas por Nueva York, ni que almorzase con algún amigo, ni que me metiese en algún cine, para olvidar durante unas horas a mi padre y su tumor masivo, los dos juntos, en Elizabeth, haciéndose compañía.
No, no quería dar una vuelta en coche.
Pero si hacía un día estupendo de primavera. Podíamos ir a las montañas Orange. Podíamos comer en Grunings.
No, estaba mejor en casa.
Le dije que iría a que diésemos un paseo andando.
No, no quería dar un paseo.
Le dije que iba a comprar salmón ahumado y bagels[2] y que me acercaría a Elizabeth y que así comíamos los tres juntos, Lil, él y yo, en su casa. ¿Andaba por ahí Lil?
Está en el piso de arriba.
Pues dile que baje y comemos juntos.
No hacía falta.
«Puede que a ti no», pensé, «pero a mí sí». De modo que seguí adelante y compré salmón y bagels y queso cremoso en una tienda de la Sexta Avenida, y me metí en el coche y puse rumbo a Jersey.
Esta vez, al tomar el desvío, me concentré en lo que hacía, no fuera a equivocarme y acabar otra vez camino del cementerio. No iba a sacar nada en limpio adquiriendo semejante hábito, aunque tampoco lamentaba mi equivocación del día anterior. No alcanzaba a explicarme en qué aspecto me podía haber beneficiado –no me había servido ni de confortación ni de consuelo; en todo caso, me había confirmado en mi noción del destino–, pero ello no me impedía alegrarme de haber ido a parar allí. Me pregunté si mi satisfacción no procedería del hecho de que aquella visita al cementerio resultaba correcta desde el punto de vista narrativo: paradójicamente, cabía percibirla como algo no enteramente fruto del azar, no impredecible; y así, al menos, me proporcionaba una especie de extraño alivio ante el impacto de todo lo espantosamente imprevisto.
Al llegar lo encontré como me lo había imaginado, sentado a solas en el sofá, con un aspecto lamentable. Las persianas estaban bajadas, la radio no emitía música, y daba la impresión de que ni siquiera se había molestado en pedirle prestado el periódico de ayer a alguno de sus vecinos más dispendiosos. Mientras desenvolvía las cosas de comer, me dijo que no tenía hambre; cuando le sugerí que en vez de comer en seguida podíamos salir a dar una vuelta, hizo un ruido para indicar que no le apetecía.
—¿Dónde está Lil? —le pregunté, encendiendo una luz, cuando no eran más que las once de la mañana.
—En el piso de arriba.
—¿No quieres verla?
Se encogió de hombros: le daba igual verla que no verla.
Pensé que ojalá no se hubiera peleado, aunque habría sido muy propio de él, incluso en este momento de máxima necesidad, ponerse a trabajar, lo primero de todo, en uno o más de los fallos de Lil cuya supresión se había puesto por meta. Comía demasiado y estaba un poco gorda; era una agarrada y no soltaba un cuarto; se pasaba horas hablando por teléfono con una hermana suya que él no soportaba; siempre andaba con prisas: que si a un baratillo a comprar porquerías, que si a otro baratillo a comprar otras porquerías; arriesgaba estúpidamente el dinero que él le recomendaba invertir en certificados de depósito; no conducía el coche a satisfacción de él… La lista era larga, puede que interminable, aunque, claro, al principio de la relación le ocurrió lo que nos ocurre a todos. En el 82 y el 83, durante su segundo y tercer invierno de viudez en Florida, cuando ella aún seguía en su puesto de trabajo de Nueva Jersey, mi padre le escribía a diario, más que ninguna otra cosa, una miscelánea de pequeños boletines de noticias relativas a sus horas de vigilia, compuestos en fragmentos que iban cubriendo el transcurso del día. Eran cartas de un romanticismo desvergonzado, brioso, juguetón; descaradamente amorosas, tímidamente sexuales, embellecidas a veces con ripios optimistas (tanto plagiados como de cosecha propia) y adornado con dibujos de palotes de él y ella cogidos de la mano, abrazándose y besándose, o tendidos juntos en la cama; cartas que empezaban «Mi dulce Lilums» y «Hola, pequeña» y «Mi querida, queridísima Lil…». Una «corriente continua» —como él mismo describe en una ocasión esta correspondencia, medio en serio, medio en broma, pero con cierto orgullo— «de predicación, filo… filosofía, poemas y arte». Y ternura. «Espero», escribe, «que el invierno no sea duro, por favor, ten cuidado al ir y venir del trabajo…». «Otro día monótono, sin ti…». «Ahí va mi mano, para apretarte con verdadera fuerza». «Pensando en ti todo el día…». «Vi la sonrisa de tu cara bonita, cuando te llamé, también la dicha en tu voz, y, bueno, he de confesar que yo también sonreí». «Lo que alguien canta en la radio es “Are you lonesome tonight[3]” ¿Lo estás tú? Yo sí…». En un solo sobre normal le metía fotocopias de las primeras páginas de las partituras de Love Somebody, Love Makes the World Go ’Round, Love Is a Many-Splendored Thing, L-O-V-E y Where Do I Begin, de la película Love Story. Le contaba todos los días, con todo detalle, lo que había comido, a qué hora había ido a la piscina y cuánto tiempo estuvo nadando, por dónde había paseado y hasta dónde, con quién había jugado a las cartas y con quién había hecho de mirón, cuántos días le faltaban exactamente para volver a verla, incluso la ropa que llevaba puesta. «Todo vestido de blanco, zapatos, calcetines, pantalones y camisa. En cuanto a la chaqueta, vamos a ver. O la roja y blanca que tú dices que no te gusta, o la blanca y negra. Ya ves, cariño, no te tengo aquí para ayudarme a elegir, de modo que tendré que tomar yo mismo tan trascendental decisión. Me las probé las dos y la que mejor me queda es la roja y blanca. Pero opté por la otra, porque voy a estar la mayor parte del tiempo sentado, y ésta es más ligera, de modo que ya está…». Varias veces por semana le imploraba que lo creyese (ella, al parecer, no lo creía), que esas viudas acomodadas y encantadoras que había conocido durante su primer invierno en Florida ahora ya no pasaban de amigas platónicas, y que rara vez las veía (en lo cual sólo mínimamente se apartaba de la verdad); que era ella, y sólo ella, su «hermosa dama». Y también la mantenía al corriente de su lucha diaria por ensancharle los horizontes a Bill Weber. «Bill es un judío de esos de carne con patatas, y nada más, no consigo ni llevarlo a un chino…». «Por fin conseguí convencer a Bill de que fuéramos a comer a un chino…». En aquella época no había absolutamente nada que no le apeteciera contarle a ella. En aquella época era perfecta: hasta sus defectos eran bonitos. Sí, en aquella época, sus proporciones físicas venían caracterizadas en términos mucho más halagüeños de los que ahora habría utilizado para describirlas.
—Es como del pintor ese —me dijo un día—, ¿sabes a quién me refiero?
Yo aún no había visto a Lil, pero me arriesgué:
—¿Rubens?
—¡Ése! —dijo él.
—Bueno, las zaftig[4], también tienen su encanto —le dije.
—Philip —me dijo él—: estoy haciendo cosas que no hacía desde la adolescencia.
—Ojalá tengamos todos la misma suerte —le dije yo.
Pero lo que marcaba el destino de Lil no era tanto su peso como su docilidad, una paciencia bovina (o propia de alguien que tiene madera de santo, si entiendo bien la expresión) para tolerar que le estuvieran echando en cara y recordando constantemente sus defectos. Había, desde luego, momentos en que tanta crítica resultaba excesiva incluso para ella: entonces le sobrevenía, cogiendo a mi padre por sorpresa, un breve estallido de cólera, muy amargo, y se retiraba al piso de arriba y se pasaba un día sin volver, o incluso dos. En tales ocasiones, mi padre, diciéndose «al diablo con ella, tengo cientos de mujeres, no la necesito», agarraba el teléfono y llamaba a alguna viuda de las de Bal Harbour. Más arriba, en el Plaza de la Federación Judía, también estaba Isabel Berkowitz, que de vez en cuando venía a hacerle una visita, mientras Lil andaba en uno de los viajes turísticos que hacía dos veces al año con su hermana, con quien hablaba por teléfono todas las semanas (y cada vez que mi padre y ella se peleaban). Pero el hecho era que esas mujeres a quienes acudía mi padre eran más ricas y más refinadas que Lil: mujeres habituadas, como viudas que eran de muy exitosos hombres de negocios, a vivir con más desahogo del que Lil pudo permitirse nunca, y capaces de inspirar en mi padre una admiración social más acentuada. En pocas palabras: señoras menos maleables que la mujer por quien él se había decidido; señoras que no necesariamente le habrían tolerado que les estuviese corrigiendo los defectos cien veces al día.
Lil, hasta que se jubiló –lo cual hizo porque mi padre logró convencerla, no porque pensara que fuese lo mejor para ella–, trabajó en las oficinas de una casa de suministros para automóvil cuyo propietario resultó ser un amigo mío de juventud, Lenny Lonof, que vivía en la casa de enfrente de la mía cuando ambos íbamos a la escuela primaria. Poco después de la muerte de su marido –y un año después de la muerte de mi madre–, Lil se mudó al edificio de apartamentos donde residía mi padre y allí vivía con uno de sus dos hijastros, Kenny, cuya sagacidad financiera no estaba a la altura de las exigencias de mi padre. A éste no sólo no le parecía bien el modo en que Kenny llevaba sus asuntos, sino que tampoco tenía en gran aprecio la gestión de Lenny Lonof al frente de la casa de suministros para automóvil. Cuando se lo dijo a Lil, ella, en lugar de contestar que mi padre no sabía de qué estaba hablando y que maldita la falta que le hacía su opinión, se quedó sentada, escuchándolo, sin contestarle; y, a mi modo de ver, esta mansedumbre contribuyó más a seducirlo que la rubensiana amplitud que mi padre pronto empezó a considerar consecuencia de que Lil siguiera comiendo demasiado, haciendo caso omiso de sus incansables regañinas, cada vez que se sentaban a la mesa, con cada plato, con cada porción que se llevaba a la boca. Comer constituía su única revancha, y, como el tumor, era algo que mi padre no podía detener, por mucho que se empeñara.
Nunca fue capaz de comprender que una capacidad de renuncia y de férrea autodisciplina como la que él poseía era algo absolutamente extraordinario, que no estaba al alcance de todo el mundo. Se figuraba él que si un hombre con todas sus carencias y limitaciones podía hacerlo, todos los demás también podían. Lo único que se necesitaba era fuerza de voluntad –como si la fuerza de voluntad creciera en las ramas de los árboles. Él consideraba inquebrantables sus deberes para con las personas que tenía bajo su responsabilidad, y ello lo llevaba a reaccionar ante lo que percibía como defectos de tales personas del mismo modo visceral en que atendía lo que consideraba –no necesariamente equivocándose– sus necesidades. Y porque la suya era una personalidad imperiosa, y porque muy en lo hondo de su ser había también una prehistórica veta de ignorancia total, ni siquiera se daba cuenta de lo inútiles, enloquecedoras e incluso, en ocasiones, crueles que podían resultar sus continuas admoniciones. Como él mismo habría dicho, se puede conducir un caballo al abrevadero y hacer que beba: basta con ponerse lo suficientemente pesado. (Él empleaba «hock», un verbo tomado del yiddish que, en este contexto, significa dar la lata, doblegarle la voluntad a alguien, dejarlo aturdido a base de advertencias y órdenes y quejas; en pocas palabras: usar las palabras a modo de barrena para abrirle a uno un agujero en la cabeza).
En diciembre, hallándose ya en West Palm Beach con Lil, mi padre le escribió a mi hermano una carta de dos folios de bloc, escritos por ambas caras con su laboriosa letra. Sandy le había recomendado, en nombre de la paz doméstica, que cuando estuvieran solos en Florida intentara ser un poco menos crítico con Lil, sobre todo en lo tocante a la comida. De paso, Sandy le había dicho también que no se empeñara tanto con Jonathan, su hijo pequeño, que en aquel momento empezaba a ganar el primer dinero de su vida, como vendedor de Kodak, y a quien mi padre llamaba y escribía todas las semanas, aconsejándole, con su habitual implacabilidad, que ahorrase mucho y gastara muy poco.
Querido Sandy
Creo que hay (entre las personas) dos tipos de Filosofía. Hay quienes se preocupan y hay quienes no se preocupan, hay quienes hacen las cosas y quienes lo dejan todo para más adelante y jamás hacen nada, ni ayudan a nadie.
Erais vosotros muy jóvenes. No me encontraba bien aquel día, cuando llegué a casa del trabajo. Mamá hizo la cena. Yo no me senté a comer, lo que hice fue quedarme en el salón. No había pasado una hora cuando ya estaba en casa el doctor Weiss, porque lo llamó mamá. Éste era el panorama. Me preguntó que qué me pasaba. Le dije que tenía un dolor en la zona del corazón, me estuvo examinando y al final me dijo que no me detectaba nada malo. A continuación me preguntó que si hacía algo en exceso. Le dije que lo único que podía ser era que fumaba mucho. Me dijo que por qué no lo reducía a tres cigarrillos al día, en vez de 24. Yo le dije que mejor ninguno y antes de una semana se me había quitado el dolor y había dejado completamente el tabaco. Mamá se preocupó, el doctor Weiss me aconsejó, yo escuché. Hay muchos consejeros en este mundo, también personas que se preocupan y que hacen cosas, personas que escuchan. Muchas veces, así se salva alguna vida, y también hay personas demasiado blandas, que fuman demasiado y beben demasiado y toman drogas, y comen de un modo compulsivo. Dependiendo de cada caso, todo ello puede dar lugar a enfermedades, cuando no algo peor.
Querías una casa. Yo me eché a la calle y te conseguí el dinero para comprarla. ¿Por qué? Porque me importaba. Phil tuvo que operarse la hernia, yo lo llevé al médico, y lo operaron. Lo mismo con mamá, con todo lo que tuvo que padecer durante 27 años. Porque me preocupo y porque soy de los que hacen las cosas. Supongo que también sus padres se preocuparían, pero yo sentí el dolor de ambos, y me ocupé del asunto, no lo dejé para más tarde. Se lo digo a Jon y le doy la paliza. Utilizó toda clase de frases hechas, como no hay como un tonto para gastarse el dinero en tonterías (lo que no has gastado, eso tienes ganado) (algún día tendrás algún viejo dependiendo de ti), y cuando me pregunta qué viejo, le digo tú mismo), etc. Y no se lo digo sólo una vez, se lo digo todo el tiempo, le doy la paliza continuamente. ¿Por qué? Porque se olvida, como los bebedores compulsivos, como los drogadictos. ¿Por qué sigo dando la paliza? Me doy cuenta de que es un latazo terrible, pero a las personas por quienes me preocupo siempre trato de curarlas, aunque se opongan o no quieran diciplinarse (disciplinarse) incluido yo. Yo sostengo muchas batallas con mi conciencia, pero combato mis ideas equivocadas. Me preocupo por la gente, a mi manera.
Perdona la letra y las faltas que haya. Nunca fui muy bueno escribiendo, pero ahora es peor, ahora, encima, no veo bien.
El Latazo, mal llamado,
porque debería ser El Cuidador.
Con cariño,
Papá.
Nunca dejaré de dar la lata y preocuparme.
Así soy yo con las personas a quienes tengo cariño.
—¿Os habéis peleado Lil y tú? —le pregunté al entrar, viéndolo solo.
—Da lo mismo, porque nunca está. Siempre anda de un sitio para otro. Cuando se puso enferma, bien que la cuidé, puse los cinco sentidos en ocuparme de ella. Al diablo con ella. Que se vaya. Yo estoy muy bien solo, no necesito a nadie.
—No tengo por qué meterme —dije yo—, pero ¿crees que es éste el mejor momento para una pelea?
—¡Yo no me estoy peleando con nadie! —me contestó—. Yo nunca discuto. Si le digo lo que le digo, es por su propio bien. Si no quiere escucharme, allá ella.
—Mira, ponte un jersey y los zapatos de andar, mientras yo llamo a Lil, a ver si le apetece que demos una vuelta los tres juntos. Hace un día estupendo y no puedes quedarte ahí sentado, dentro de casa, con las persianas bajadas.
—Estoy estupendamente así.
Entonces le dije una frase que nunca en mi vida le había dicho:
—Haz lo que te estoy diciendo. Ponte un jersey y los zapatos de andar.
Y la frase funcionó. Yo tengo cincuenta y cinco años, él tiene casi ochenta y siete, y estamos en 1988: «Haz lo que te estoy diciendo», le digo; y lo hace. Es el fin de una era, el comienzo de otra.
Mientras él iba al vestidor y se ponía un jersey de color rojo brillante y las Adidas blancas, yo llamé por teléfono a Lil y le pregunté si se venía a dar una vuelta con nosotros.
—¿Tu padre va a salir a dar una vuelta? —dijo—. ¿De verdad?
—De verdad. Vente con nosotros.
—Yo le digo que salgamos a dar una vuelta, que le sentará bien, y se me tira al cuello. No es por criticar, Philip, pero te estoy diciendo la verdad. Eres el único a quien escucha.
Me reí:
—Y a lo mejor tampoco a mí me sigue escuchando durante mucho tiempo.
—Ahora bajo —dijo ella.
Recorrimos cuatro manzanas, hasta el bazar, pasados los viejos y los nuevos edificios de pisos que se alzaban en el espacio antes ocupado por las últimas y opulentas casas victorianas de Elizabeth. Era el mismo recorrido que resultó excesivo para mi madre, en el día de su muerte. Lil y yo íbamos sujetando a mi padre, cada uno por un brazo, porque el hecho de caminar se había convertido para él en una actividad muy poco segura, dado lo mal que veía. Unos pocos meses antes, aún esperaba pacientemente a que madurara la catarata de su ojo derecho, para que pudieran quitársela. Ahora, en lugar de tener por delante una operación de escasa importancia que le devolviera la visión y, con ella –así lo esperaba él, plenamente confiado–, su robusta independencia, lo que le esperaba era una operación de cráneo que bien podía matarlo.
Mientras caminábamos, empezó con sus recuerdos, de un modo un tanto aleatorio.
—Ya no tengo memoria —nos explicó.
Pero no era exactamente así. El encadenamiento parecía fruto del azar, con frecuencia, y el enfoque resultaba borroso, a veces; pero es que, en general, la lógica de sus recuerdos nunca era fácil de captar, ni siquiera en sus mejores momentos. No le costaba ningún trabajo, desde luego, recordar el nombre de personas que llevaban veinte, treinta y hasta cuarenta años muertas, ni dónde vivían, ni con quién estaban emparentadas, ni qué le habían dicho o qué les había dicho él a ellas en ocasiones no necesariamente dignas de recordación.
Por parte de mi abuela paterna pertenecíamos a un vasto entramado familiar que, en 1939, a comienzos de la segunda guerra europea, acabó adoptando la forma de asociación familiar. Durante mi infancia y adolescencia, integraban la asociación unas ochenta familias de la zona de Newark y otras setenta de la zona de Boston. Se celebraban reuniones anuales y excursiones veraniegas; se publicaba una revista trimestral, había himno, sello y papel de escribir de la familia; todos los años, cada miembro de la familia recibía un elenco con los nombres y direcciones de todo el mundo; había un Fondo de Atención para enfermos y convalecientes, y un Fondo de Enseñanza para contribuir a la formación de los hijos en la universidad. En 1943, Herman Roth fue el quinto miembro familiar, segundo de sus hermanos, que salió elegido presidente. Su vicepresidente primero fue Harold Chaban of Roxbury, de Massachusetts. El tal Harold Chaban era hijo de Max Chaban e Ida Flaschner, y sobrino de Sam Flaschner, pionero de la familia en Estados Unidos. Su vicepresidente segundo era Herman Goldstein, residente en Nueva York. A Goldstein, sombrerero, igual que a Sender Roth, le gustaba jugar a las cartas con Liebowitz, y estaba casado con Berta, la sobrina que antes vivió con la familia en la calle Rutgers, cuando llegó con su hermana Celia, procedente de Europa, en 1913. La tesorera adjunta era su mujer, Bess —mi madre—, cuya secretaria era mi cuñada Byrdine, la mujer de Bernie; su historiadora adjunta era su hermana menor, Metty… todo esto nos contaba a Lil y a mí mientras dábamos media vuelta y emprendíamos el camino de vuelta a la calle North Broad.
—En aquellos tiempos —decía—, nuestra asociación familiar era una de las más extendidas y más fuertes de su tipo en Estados Unidos.
Era el mismo tono que en otros tiempos utilizaba conmigo, durante mi adolescencia, para comunicarme que la Metropolitan Life era una de «las mayores instituciones financieras del mundo». Puede que fuéramos gente corriente, pero nuestras afiliaciones no carecían de grandeza.
De pronto, sin motivo aparente, se le ocurrió decir:
—Antes no había más que judíos en esta zona de Elizabeth, cuando mamá y yo nos vinimos de Newark. No cuando ella vivía aquí, de pequeña, desde luego. Eran sobre todo irlandeses. Todos católicos. Ahora ya no. Hispanos, coreanos, chinos, negros. El rostro de Estados Unidos está cambiando sin parar.
—Eso es verdad —dije yo. Un amigo mío le llama la Quinta Avenida del Tercer Mundo a la calle Catorce de Manhattan.
—Cuando mi padre puso en venta la casa de la calle Rutgers —siguió él—, fue una familia italiana quien se la compró.
—¿Sí? ¿Cuánto le dieron? ¿En qué año fue?
—Yo nací en 1901, nos mudamos a la calle Rutgers en 1902, allí vivimos catorce años, luego tuvo que ser en 1916. Seis mil dólares le dieron. Los italianos le pagaron en monedas de cinco, de diez y de veinticinco centavos. Costó una semana contarlas.
Cuando nos acercábamos a la Avenida Salem, señaló el edificio de la esquina:
—Ahí es donde vivía Millie.
Eso lo sabía yo, por supuesto: ella y su marido, Joe Komisar, y mi prima Ann, se instalaron allí hacía muchos años, estando yo en el college. Millie era una de las dos hermanas pequeñas de mi madre; sólo hacía unos meses de su fallecimiento, a los setenta y ocho años, y mi padre, señalándonos su casa, no nos indicaba el sitio en que vivió, sino el sitio en que ella, que ya no vivía, había dejado de vivir. Su marido y ella yacían en el cementerio a un lado de mi madre, y al otro lado estaba la sepultura propiedad de mi padre. Allí era donde Millie vivía ahora.
—Mi padre —siguió él, cuando nos acercábamos al bazar hasta el que llegó mi madre en el último paseo largo de su vida—, mi padre le tuvo que pegar a Ed, mi hermano mayor, para evitar que se casara con una mujer mundana. Le tuvo que pegar.
Mi tío Ed fue un muchachote de muy poca correa, que me llevaba al fútbol cuando yo era pequeño. Sus manazas, su nariz partida y su carácter áspero y discutidor me tenían encandilado durante un par de horas, y me hacían apreciarlo mucho, pero, al final de nuestras salidas en común, siempre acababa alegrándome de que fuese padre de mi prima Florence, y no mío.
—Eso nunca me lo habías contado —dije. ¿El abuelo llegó a pegarle?
—No tuvo más remedio. Lo salvó. Lo salvó de aquella mujer.
—¿Qué edad tenía Ed entonces?
—Veintitrés.
Me había contado esa historia por primera vez cuando yo tenía dieciséis años y estaba en el último curso del instituto. No recuerdo por qué la contó, pero fue durante la coña, al final, y yo pegué un salto y me levanté de la mesa, lleno de rabia; salía disparado del comedor cuando lo oí terminar: «Es una disciplina de la que ya no hay». Mi madre acudió a mi dormitorio e intentó convencerme de que volviera y me tomase el postre; me rogó que perdonara a mi padre por lo que fuese que hubiera dicho y que tanto me había ofendido. «Por favor, cariño, hazlo por mí. Tu padre no tiene instrucción…». Pero yo, sin dar mi brazo a torcer, me negué a meterle la cuchara a un plato de gelatina mientras tenía sentada delante a una persona para quien el hecho de quitarle a golpes el amor por una mujer a un hombre de veintitrés años –aunque este hombre fuera un cabezota como mi tío Ed– constituía un encomiable acto de disciplina.
Sin duda que mi padre había tenido en el olvido aquel incidente, igual que yo, hasta aquel momento de treinta y nueve años después en que, por alguna oscura razón, decidió volverme a contar la historia.
Pero ahora no me enfurecí con el narrador. Al contrario: fui yo quien dije, esta vez, con mucha filosofía:
—Es una disciplina de la que ya no hay.
—No. Mi hermano Bernie, descanse en paz, ¿sabes lo que me contestó cuando le dije que no se casara con Byrdine Bloch? Por supuesto que el tiempo me dio la razón, porque después de veinte años de matrimonio, con unos hijos preciosos que tenían, se vio metido en aquel divorcio tan espantoso y se quedó sin familia. Pero cuando yo lo puse sobre aviso, en lo tocante a Byrdine, cuando le dije «Esa chica parece lo suficientemente vieja como para ser tu madre. ¿Es eso lo que verdaderamente quieres?», ¿sabes lo que me contestó, a mí, a su hermano mayor, que lo único que quería era advertirle? Me dijo «ocúpate de tus propios asuntos». Estuvimos meses sin hablarnos.
—¿Cuándo fue eso? —le pregunté.
—¿Eso?… Debió de ser… En 1927. Mamá y yo nos casamos en febrero, y Bernie se casó con Byrdine en julio.
—No sabía yo que os hubierais casado el mismo año.
Volvíamos ahora por donde habíamos subido. Mi padre calló un momento. Luego, como si hubiera descubierto la solución de algún problema inextricable, tras largo y penoso esfuerzo, empezó a decir: «Sí… Sí…».
—Sí, ¿qué? —le pregunté yo.
—Llevo muchos años viviendo.
—Tú has trabajado en los seguros y ya conoces las estadísticas. Según los gráficos actuariales, has alcanzado una edad muy elevada.
—¿Dónde está el tumor? —me preguntó, por segunda vez en lo que llevábamos de día.
—Delante del tallo cerebral. En la base del cráneo.
—¿Has visto las imágenes?
No quería llevarlo a pensar que hubieran estado pasando demasiadas cosas sin él saberlas, de modo que le mentí:
—No. Tampoco sabría interpretarlas, si me las enseñaran. Pero, mira, puede operarse. Eso es lo que tienes que recordar.
Pero eso era precisamente lo que no podía olvidar, lo que más miedo le daba.
—Si entre todos decidimos que es eso lo que hay que hacer —proseguí—, entonces el médico se pondrá al asunto y te lo quitará. Y, tras una breve convalecencia, volverás a ser tú mismo.
—No estaría nada mal disponer de unos cuantos años más.
—Vas a tenerlos —le dije.
El domingo siguiente, por la mañana, cogí el coche y volví a hacerle una visita: tenía preparado, para que me lo llevase, un juego de vasos de jerez, envueltos individualmente en sendas páginas del dominical del Star-Ledger de la semana pasada, y todos ellos metidos con calzador en una caja de zapatos. Me dijo que nunca los utilizaba, que no le hacían falta, que le apetecía que Claire y yo disfrutáramos de ellos en el campo.
Desde la muerte de mi madre, cada vez que venía a Connecticut a pasar una temporada con nosotros nos traía algo en una bolsa de papel o de la compra o en una maletita normal y corriente que llevaba a su lado durante las tres horas que tardaba en traerlo el conductor local que, por encargo nuestro, lo recogía en Elizabeth. Dejando aparte los vasos de jerez, por lo general eran regalos que les había hecho yo a mi madre y a él, o que les habíamos hecho Claire y yo, y que ahora, años más tarde, nos iba devolviendo, como si sólo se los hubiéramos dejado en préstamo, o a título de depósito. «Ahí van las servilletas». «¿Qué servilletas?». «Las de Irlanda». ¿Irlanda? Eso había sido en 1960, el año de mi beca Guggenheim. Mi mujer de entonces y yo hicimos un alto en Irlanda, de camino a casa, para darnos una vuelta por el Dublín de James Joyce. «También va un mantel», añadía «de España». 1971. La Barcelona de Gaudí. O: «Ahí van los salvamanteles. Creo que mamá no llegó a utilizarlos ni dos veces. Los tenía como algo especial, sólo para las visitas». «Ahí van los cuchillos para cortar carne». Y «ahí va el jarrón» y «ahí van las jarras de café». Al principio, cuando yo aún me resistía, explicándole «Pero si son tuyos, son regalos que te hicimos», él replicaba, sin pasársele siquiera por la cabeza que pudiera haber una brizna de insulto en su descarga de objetos: «Y ¿para qué diablos los quiero yo? Mira qué reloj. Un reloj precioso, regalo de alguien. Debió de costar una fortuna. ¿De qué me sirve a mí?».
El reloj había costado unos doscientos dólares, en la Hungría de 1973. Se lo había regalado yo a mi madre: un relojito de porcelana, de un diseño floral que a ella le gustaba mucho, que compré en un anticuario de Budapest, cuando iba de regreso a casa, en primavera, tras haber estado en Praga visitando a unos amigos. Pero lo acepté sin decir nada. Poco a poco, fui recogiéndolo todo, sin que dejara de sorprenderme, en cada ocasión, la poca relevancia que para él tenía el valor sentimental –y material, también– de unas cosas que le habían entregado las personas a quienes él más quería, como muestra de su afecto. Resultaba extraño, me decía yo, descubrir esta laguna concreta en un hombre para quien, al mismo tiempo, las obligaciones familiares constituían una tiranía emocional; o quizá no hubiera de qué extrañarse: ¿cómo podían esos objetos, meras representaciones, llevar dentro, para él, la todopoderosa fuerza de los vínculos familiares? Cosa por cosa, lo fui recogiendo todo, como un encargado del departamento de devoluciones de unos grandes almacenes de primera clase a quien han dado instrucciones de no rechistar, pero preguntándome si lo que él pensaba, en realidad, mientras envolvía los regalos en periódicos viejos y los metía en cajas de todo tipo, era que así no tendríamos tantas posesiones suyas de que ocuparnos después del entierro. Mi padre podía ser despiadadamente realista, pero yo también podía serlo, en no poca medida, porque no en balde era su hijo.
Esta vez, en lugar de aceptar en silencio los bienes que me devolvía, le recordé que aún estaba de paso en un hotel de Nueva York y que ignoraba cuándo volvería a Connecticut, de modo que me vendría mejor que él guardara los vasos.
—Cógelos —insistió. Quiero librarme de ellos.
—Papá —le dije, mientras colocaba la caja de zapatos en la estantería donde supuse que habrían permanecido los vasos durante todos estos años—, estos vasos son la menor de tus preocupaciones.
Pero es que recorriendo la casa en busca de qué desembarazarse la próxima vez, encontrando los vasos, envolviéndolos en papel de periódico, encontrando la caja de zapatos, había logrado, por un momento, que aquel día tuviera una finalidad, había obtenido un poco de alivio para todas aquellas brutales frustraciones. Ahora, lo único que le quedaba era volver a tener miedo. De pronto, lamenté no haberlo dejado que se saliera con la suya, no haberme limitado a aceptar los malditos vasos y llevármelos al hotel. Pero yo también estaba empezando a agotarme.
—He sido así toda mi vida —dijo él, dejándose caer, con mucha pena, en su sitio del sofá.
—Así, ¿cómo?
—Impulsivo.
No estaba yo acostumbrado a eso, semejantes autocríticas, y me quedé dudando de si aquello sería una novedad tan maravillosa. A los ochenta y seis años, con un tumor en la cabeza, era mejor que continuase llevando, a ambos lados de la brida, las anteojeras que le habían permitido seguir tirando de su carga, siempre hacia delante, toda su vida.
—Yo no me haría mala sangre por eso —le dije. No eres sólo impulsivo. También eres cauteloso y prudente. Vas de un extremo a otro. Como todo el mundo.
Pero algo lo estaba corroyendo por dentro y le impedía aceptar mi consuelo.
—¿Qué estás pensando? —le pregunté.
—He regalado mis tefelines. Me deshice de ellos.
—¿Por qué?
—Estaban ahí, en un cajón.
Los tefelines son dos cajitas de cuero que contienen ciertos pasajes de la Biblia y que los judíos ortodoxos llevan atadas, una a la frente y la otra al brazo izquierdo, durante los rezos matinales de los días de culto[5]. Pero cuando mi padre era empleado de una compañía de seguros, sobrecargado de trabajo, el hecho de ser judío, para él, no tenía mucho que ver con el culto ordinario, y, como casi todos los miembros de la primera generación de padres norteamericanos de nuestro barrio, sólo ponía los pies en la sinagoga con ocasión de las fiestas mayores y, si era menester, para asistir a alguna ceremonia fúnebre. Y en casa no había en realidad ningún ritual que él observara. Desde su jubilación, sin embargo, y sobre todo en el último decenio de la vida de mi madre, ambos empezaron a asistir juntos a las ceremonias, más que nada los viernes por la noche, y aunque no llegaba tan lejos como a ponerse los tefelines por la mañana, su judaísmo se había centrado en la sinagoga y el culto y el rabino, con más claridad que en cualquier momento de mi niñez.
La sinagoga se hallaba a unos cien metros, cuesta abajo, en una pequeña bocacalle de North Broad, en una casa antigua que tenía alquilada la pequeña congregación de ancianos y lugareños, cubriendo con gran esfuerzo los costes de mantenimiento. Para sorpresa mía –y quizá porque no podían permitirse a ningún otro– el cantor ni siquiera era un judío, sino un búlgaro que trabajaba en una casa de subastas de Nueva York durante la semana y para este pequeño cónclave de judíos de Elizabeth cuando llegaba el Sabbath. Una vez concluida la ceremonia, a veces los deleitaba con canciones de Yentl y de El violinista en el tejado. A mi padre le gustaba mucho la voz profunda que poseía el búlgaro, y tenía a éste por amigo; también tenía en gran estima al alumno de la yesibá que se trasladaba todos los fines de semana desde Nueva York, para presidir las ceremonias: un chico de veintitrés años a quien mi padre llamaba «rabino» con mucho respeto, dirigiéndose a él como si hubiera sido una especie de sabio.
Aunque humildes en sus manifestaciones, estas ansias de religión formal que le entraron a la vejez tenían su inspiración en algo muy alejado de la hipocresía y del decoro convencional; de hecho, la confortación que parecía derivársele de la regular asistencia a la sinagoga –la sensación de unidad que ello confería a su larga vida, y la comunión con su padre y con su madre que en el recinto sagrado, según me dijo, llegaba a sentir– hacía que su «desembarazarse» de los tefelines constituyera uno de los casos más enigmáticos en su costumbre –ya tan larga como su propia vida– de ceder, en lugar de guardarlos, los tesoros del pasado. Dado que la fe judía parecía proporcionarle, ahora, un vínculo sentimental entre el aislamiento de la vejez y esa vida de lucha, tan compartida con otras personas, que ya se le había quedado atrás para siempre, yo lo que habría imaginado es que los tefelines, en vez de provocar que se deshiciera de ellos, podían dar lugar a que descubriera, sólo con mirarlos, una parte de su fuerza como fetiches.
Pero ponerme a imaginar a aquel anciano acariciando, meditativo, esos tefelines a los que llevaba tanto tiempo sin hacer ningún caso, era un exceso de kitsch sentimental por mi parte, una escena como sacada de una parodia judía de Fresas salvajes. El modo en que mi padre se deshizo de sus tefelines pone de manifiesto una imaginación mucho más osada y misteriosa, inspirada en un símbolo mitológico personalizado, tan extravagante como de Beckett o Gógol.
—¿A quién le has dado los tefelines? —le pregunté.
—¿A quién? A nadie.
—¿Los has tirado a la basura?
—No, claro que no los he tirado a la basura.
—¿Los has entregado en la sinagoga?
Tampoco es que yo supiera qué se hacía con los tefelines cuando uno dejaba de quererlos o de necesitarlos, pero daba por supuesto que tenía que haber algún procedimiento religioso para desecharlos, bajo supervisión de la sinagoga.
—¿Conoces la YMHA? —me preguntó.
—Claro.
—Tres o cuatro veces a la semana, cuando aún podía conducir, me acercaba por allí a nadar un rato, a hacer de mirón mientras la gente jugaba a las cartas…
—¿Y?
—Bueno, pues ahí fui. A la YMHA… Llevaba los tefelines en una bolsa de papel. El vestuario estaba vacío. Los dejé en una taquilla…
El titubeo con que me reveló los detalles, el desconcierto que él mismo parecía sentir al recordar ahora el original sistema que se le había ocurrido para desembarazarse de los tefelines, me hicieron esperar un poco antes de seguir preguntándole.
—Lo que me gustaría saber —dije al fin— es por qué no acudiste al rabino y que él los recogiera de tus manos.
Se encogió de hombros, y entonces lo comprendí: no había querido que el rabino supiera lo que tenía en mente, por miedo a lo que aquel joven de veintitrés años, a quien él tanto respetaba, pudiera pensar de un judío dispuesto a tirar por ahí sus tefelines. ¿O también en este punto me equivocaba? Bien podía ser que en ningún momento hubiera pensado en el rabino; bien podía ser que se le hubiera presentado, como una súbita revelación, el conocimiento de que en aquel lugar secreto en que los judíos permanecían desnudos, sin avergonzarse unos de otros, le era posible dejar sus tefelines para que allí descansaran, libres de todo riesgo; la noción de que el sitio donde sus tefelines no sufrirían daño alguno, donde nadie los profanaría ni los sometería a mancilla, donde incluso podía ser que les restituyeran la santidad, era entre aquellas barrigas y aquellos testículos judíos, tan familiares. Quizá lo que su acción significaba no era que le diese vergüenza comparecer ante el joven educando de rabino, quizá fuera una especie de declaración por su parte de que el vestuario de hombres de la YMHA se hallaba, con respecto al corazón del judaísmo a que él se había atenido su vida, más cerca que el despacho del rabino en la sinagoga, de modo que nada podría haber resultado más artificioso que acudir con los tefelines al rabino, ni aunque éste hubiera tenido cien años y una barba hasta los pies. Sí, el vestuario de la YMHA, donde se desnudaban, donde sudaban («schvitz», en yiddish), donde expandían su mal olor, donde –hombres entre hombres, sabiéndose de memoria cada rincón y cada ranura de sus cuerpos gastados y deformes– alternaban contándose chistes verdes y donde, antaño, habían cerrado sus acuerdos comerciales… Ése era su templo, y allí era donde seguían siendo judíos.
No le pregunté por qué no me los había dado a mí. No le pregunté por qué, en lugar de devolverme todas esas servilletas y todos esos manteles y salvamanteles, no me había dado los tefelines. No los habría utilizado para rezar, pero sí que los habría tratado con especial deferencia, sobre todo después de su muerte. Pero ¿cómo iba él a saber eso? Seguramente pensó que me habría mofado de él ante la mera idea de que me pasase sus tefelines… Y cuarenta años atrás habría tenido razón.
No le pregunté, porque me di cuenta de que hacerlo equivalía a volvernos a situar, ambos, en el mismo escenario cursi del que no parezco capaz de liberarme. No habría resultado fácil predecirlo, pero, en lo tocante a sus tefelines, era mi imaginación la que se precipitaba una y otra vez hacia lo más predecible y sensiblero, mientras él se sostenía en la integridad de un talento auténticamente anómalo, impulsado por el sentimiento elemental que puede prestar intensidad de rito incluso a los actos más bobalicones.
—Bueno —le dije, cuando tuve claro que ya no iba a contarme nada más—, alguno de tus amigos de la YMHA se habrá llevado una buena sorpresa al volver de la piscina. Lo habrá tomado por un milagro. Él había dejado sus zapatillas de ducha al fondo de la taquilla y las encuentra convertidas en tefelines por arte de birlibirloque. Una prueba no sólo de la existencia de Dios, sino de su infinita munificencia…
Ni siquiera sonrió ante lo que acababa de decirle, quizá porque no lo entendiera, quizá porque lo entendiera demasiado bien.
—No —replicó, muy serio—, la taquilla estaba vacía.
—¿Cuándo lo hiciste?
—En noviembre. Un par de días antes de que nos marcháramos a Florida.
De modo que… Lo más probable es que su idea fuera ésta: «Si muero en Florida, si no regreso… No, no, los tefelines no deben acabar en la basura».
—Luego, el 30 de noviembre cogimos el avión y nos fuimos a West Palm. Llevé mis maletas desde la recogida de equipajes a la parada de taxis. Figúrate si me encontraría bien. Y a la mañana siguiente, mi primera mañana en Florida, me desperté y esto había ocurrido mientras dormía.
Una vez más se subía la mejilla con la punta de los dedos, a ver si se le quedaba en su sitio.
—Me miro al espejo, me miro la cara y comprendo que mi vida ya nunca será la misma. Ven aquí —dijo—, vamos al dormitorio.
Lo seguí por el pasillo adelante, desde el salón, pasando junto a las fotos ampliadas de los hijos de mi hermano, tomadas unos veinticinco años atrás, cuando eran pequeños e iban de vacaciones a Fire Island. Por qué no se le había ocurrido darles los tefelines a Seth o a Jonathan era más fácil de comprender que por qué no se le había ocurrido dármelos a mí. Mis sobrinos, educados en los valores seculares, sin conocimiento del judaísmo, sólo de nombre eran judíos; mi padre —igual que mi madre– los adoraba, se preocupaba por ellos, los alababa, era muy pródigo dándoles dinero –y más consejos de los que a ellos les apetecía oír–; pero no iba a engañarse hasta el extremo de pensar que los chicos fueran a saber qué eran los tefelines, y menos aún que pudieran sentir el más leve deseo de poseerlos.
En lo que respecta a mi hermano, mi padre seguramente lo supuso tan poco receptivo como yo a un legado semejante; a mí, en cambio, me parece que a Sandy le habría causado impresión un recuerdo así, no por su significado religioso, sino en su calidad de sólida pieza de nuestro pasado, de algo que él, lo mismo que yo, recuerda haber visto durante años y años, guardado con toda pulcritud en una bolsa de terciopelo, en un cajón de la estantería del comedor, en el piso donde transcurrió nuestra niñez. Pero esto no cabía esperar que lo comprendiera nuestro padre, precisamente por ser nuestro padre. Él, como todos nosotros, lo único que comprendía era lo que comprendía; eso sí: muy extremadamente.
Se me había hecho imposible entrar en el dormitorio de mi padre sin recordar la noche inmediatamente posterior a la muerte de mi madre –recién llegado de Londres, aquella misma tarde–, cuando dormí con él en la cama de matrimonio. Sandy y Helen se fueron a dormir a una casa que tienen en los alrededores de Englewood Cliffs, en la que seguían viviendo Seth y Jon, ya jóvenes trabajadores, pero que Sandy tenía intención de vender pronto, porque su trabajo había vuelto a situarlo en Chicago.
En mayo de 1981, a los setenta y nueve años, mi padre gozaba de una salud excelente y de un vigor impresionante, pero veinticuatro horas después de la muerte de su mujer en aquella marisquería su aspecto era tan malo como el que presentaba ahora, desfigurado por el tumor. Aquella noche que pasamos juntos, antes de irnos a la cama, le di 5 miligramos de Valium y un vaso de leche tibia para bajar la tableta. No le gustaban nada los tranquilizantes ni las pastillas para dormir y criticaba con toda vehemencia a cualquiera que confiase en unos u otras –en vez de apelar a la fuerza de voluntad, como él hacía–; pero, a partir de aquella noche, y durante varias semanas, estuvo aceptando el Valium, sin rechistar, cuando yo le decía que le vendría bien para dormir (aunque luego, tal vez para apaciguarse la conciencia, solía decir que lo que había tomado era Dramamine). Hicimos turno para el cuarto de baño y luego, cada cual con su pijama, nos tendimos uno al lado del otro en la cama en que sólo dos noches antes había él dormido con mi madre, y que era la única de la casa. Tras apagar la luz, extendí el brazo y le cogí la mano, como le coge uno la mano a un niño a quien da miedo la oscuridad. Estuvo sollozando durante un par de minutos. Luego me llegó la respiración pesada e irregular de quien duerme muy profundamente, y me di la vuelta en la cama para descansar un poco yo también.
Media hora más tarde, a falta de Valium, seguía con los ojos abiertos de par en par cuando sonó el teléfono que había en la mesilla de noche de mi lado. Lo agarré rápidamente, para que no alterara el sueño de mi padre, y oí que alguien se reía a carcajadas al otro lado del hilo.
—¿Quién es? —pregunté, pero sólo me respondieron unas risotadas aún más enloquecidas. Colgué, preguntándome si habría sido una mala casualidad, alguien que se hubiera equivocado al marcar, o, por el contrario, una llamada intencionada, obra de algún demonio devorador de cadáveres que se dedicara a seguir las necrológicas de la prensa local (donde aquella misma mañana se había comunicado la muerte de mi madre) para luego llamar por la noche a la familia del difunto y divertirse un rato. Cuando, apenas transcurrido un minuto, volvió a sonar el teléfono –el reloj luminoso de la radio sólo señalaba las once y veinte–, supe que no se trataba de un inocente número equivocado. Ahí estaba otra vez la depravada risa de alguien que acaba de obtener un triunfo sobre su enemigo, el jubiloso sadismo de un vengador victorioso.
Puse a un lado el auricular, salí de la cama y corrí a la extensión del salón, para descolgar también allí antes de que el teléfono sonara por tercera vez. Así dejé ambos aparatos hasta eso de las seis de la mañana, que fue cuando me levanté y volví al salón a colocar el auricular en su sitio, para que a mi padre no se le ocurriera preguntarme nada. Estaba en el cuarto de baño, a eso de las siete, cuando volvió a sonar. Contestó mi padre. Yo salí y le pregunté que quién había llamado a esas horas, y él me contestó: «Nadie»; pero estaba perfectamente claro lo que había ocurrido.
—¿Quién era? —insistí; y esta vez me describió la risa que acababa de oír.
—Algún majareta —dije yo, absteniéndome de mencionar las llamadas de por la noche.
—Es Wilkins —replicó él.
—Y ¿quién es Wilkins?
—El de enfrente.
—¿Cómo sabes que es él?
—Lo sé, y ya está.
—¿Qué tiene contra ti? —le pregunté.
—Es un perro fascista. De los que odian de verdad a los judíos. Vive solo. No tiene un amigo en el mundo. Sólo un chucho. Lo único que le gusta es el pistolero Reagan y la muñeca Nancy y ese asqueroso perro. Nos llena la lavandería de pegatinas del pistolero Reagan. Nuestra lavandería. No pregunta: se viene para acá y las pone.
—Y tú le dijiste que no las pusiera.
—Las veo y, claro, le digo que no las ponga. Y al día siguiente pone más. Cuando las vi, las arranqué todas. Lo llamé por teléfono. Le dije que la lavandería no estaba para eso. Estaba para que la gente lavara su ropa en paz, y no para hacer propaganda política.
—¿Qué más le dijiste?
—Le dije lo que pensaba del pistolero Reagan. Le dije, por si no se había enterado, lo que habían tenido que sufrir los judíos durante estos últimos dos mil años.
—¿Estás seguro de que es él?
—Es Wilkins, sin duda alguna. Se va a enterar —dijo, casi para sí mismo—. Se va a enterar el muy hijo de puta.
—No te molestes, papá. Por lo que dices, ya está pagándolo. ¿Tú sabes qué castigo es para un hombre el hecho de reírse del padecimiento ajeno? Olvídalo. Y empieza a arreglarte, que tenemos un día enorme por delante.
Enterramos a mi madre a las doce del mediodía, mi padre empezó a vaciar el armario del dormitorio y la cómoda a eso de la una, y a las diez y media ya estábamos de regreso en la cama de matrimonio. Y a las once y media, mientras mi padre dormía y yo tampoco esta vez conseguía pegar un ojo, dándole vueltas a qué iba a ser de él y queriendo imaginar dónde podía estar mi madre, volvió a sonar el teléfono. Las carcajadas se pusieron en marcha nada más descolgar. Permanecí largo rato escuchándolas, con el auricular pegado al oído. Y luego, sin que el hombre hubiera dejado de reír ni colgado el teléfono, dije con mucha suavidad apantanando el auricular con la mano, para no despertar a mi padre:
—Wilkins: si vuelves a hacer esto una sola vez más, una sola, me voy a plantar delante de tu puerta con un hacha en la mano. Tengo un hacha muy grande, Wilkins, y sé dónde vives. Te echaré la puerta abajo con el hacha y me meteré en tu casa y te partiré en dos como si fueras un tronco para leña. ¿Tienes un perro, por casualidad? Pues voy a hacer salchichas con él. Lo único que necesito es el hacha. Luego te meteré las salchichas por el culo arriba y por la garganta abajo, hasta que tu persona se confunda con la del chucho. Llama a mi padre una sola vez más, de día o de noche, una sola vez, y cuando haya terminado contigo, loco asqueroso, psicópata necrófago, majareta de mierda, cuando haya acabado contigo…
Mi corazón bombeaba sangre como para diez cuerpos como el mío, y tenía el pijama empapado de un sudor como de quien ha pasado una noche entera con malaria; y, al otro lado, la línea estaba muerta.
En el dormitorio –cuyos muebles de caoba ya no resplandecían de puro limpios, como cuando era mi madre quien se ocupaba de la casa, y en cuya superficie, ahora cubierta de polvo, se podía escribir con el dedo–, mi padre me enseñó, en el centro del cajón alto de la cómoda, la pequeña caja metálica donde guardaba su testamento, su póliza de seguros y sus libretas de ahorro.
—Todos mis papeles —dijo. Y aquí tienes la llave de la caja de seguridad que tengo en el banco.
—De acuerdo —dije.
—Hice lo que me dijiste —prosiguió. He puesto a Sandy en todas mis cuentas de ahorro.
Sacó las libretas –tenía cuatro– y me mostró el sitio en que ahora aparecía el nombre de mi hermano, debajo del suyo, como titular conjunto de la cuenta. Hojeando las libretas, comprobé que sus ahorros ascendían a unos cincuenta mil dólares; los certificados de depósito y los bonos municipales sumaban otros treinta mil. Todo ello sería para mi hermano.
—Los diez mil dólares de la póliza de seguros son para ti —dijo. No se me ha olvidado lo que me dijiste, pero eso tenía que hacerlo. No iba a dejarte sin nada.
—Muy bien —dije.
En cierta ocasión, estando yo en su casa de Florida, de visita, dos o tres años después de la muerte de mi madre, surgió en la conversación el tema de su testamento, y le pedí que le dejara todo su dinero a Sandy, para que él lo repartiese con sus dos hijos como mejor le pareciera. Le dije que a mí no me hacía falta el dinero y que para Seth y Jonathan, en cambio, podía ser de vital importancia lo que les tocara, tanto si era la mitad como si era un tercio del total. Lo dije de veras, y lo confirmé en una carta que más tarde le envié a mi padre, y no había vuelto a pensar en el asunto.
Pero, ahora que su muerte ya no era una posibilidad remota, ni mucho menos, oírle decir que había seguido adelante y que, apoyándose en mi propia petición, prácticamente me había eliminado de su herencia, había provocado en mí una reacción inesperada: me sentí repudiado, y el hecho de que mi eliminación del testamento fuera consecuencia de una decisión mía no contribuía en nada a suprimirme la sensación de haber sido apartado de su seno. Mi gesto había sido muy generoso, aunque supongo que también podía enmarcarse en las afirmaciones de igualdad y confianza en mí mismo que llevaba haciéndole a mi padre desde la más temprana adolescencia. También había que admitir que fue un intento mío de situarme en un plano moral superior con respecto al resto de la familia, de definirme, a los cincuenta años cumplidos –igual que llevaba haciendo desde mis tiempos del college y de posgrado y de joven escritor–, como un hijo para quien las consideraciones materiales no representaban gran cosa… Y ahora me sentía machacado por haberlo hecho: ingenuo, tonto y machacado.
Para mi propia consternación, ahí, junto a mi padre y su última voluntad y testamento, me di cuenta de que quería mi parte de aquel excedente financiero que, contra todo pronóstico, había ido acumulando ese personaje firme y contumaz que tenía por padre. Quería el dinero porque era suyo y yo era su hijo, y tenía derecho a mi parte, y lo quería porque era, si no un auténtico trozo de su trabajador pellejo, sí algo parecido a la representación física de todo lo que había superado o de todas las cosas a las que había sobrevivido. Era lo que tenía que darme, era lo que había querido darme, era lo que me correspondía por costumbre y tradición, y ¿por qué diablos no me callé la boca y dejé que las cosas siguieran su curso natural?
¿No creía merecerlo? ¿Consideraba que mi hermano y sus hijos eran más dignos herederos que yo, quizá porque mi hermano, por haberle dado nietos, poseía más legitimidad, en cuanto heredero de un padre, que el hijo sin descendencia? ¿Era yo un hermano menor que de pronto se había vuelto incapaz de reivindicar sus derechos contra la primogenitura de quien llegó antes que él? ¿O, por el contrario, era yo un hermano menor convencido de que ya le había usurpado bastantes prerrogativas al primogénito? ¿De dónde había salido ese impulso de renunciar a mis derechos hereditarios, y cómo era que se había impuesto con tanta facilidad a las expectativas que, ahora me daba cuenta, a última hora, un hijo está autorizado a tener?
Pero ya me había pasado lo mismo varias veces en mi vida: me había negado a que lo convencional regulase mi conducta, para luego enterarme, cuando ya había seguido mi propio camino, de que mis ideas fundamentales eran a veces más convencionales que mi sentido del imperativo moral inquebrantable.
Aquella tarde dimos un paseo, durante el cual conduje a mi padre, muy lentamente, hasta hacerle dar dos vueltas a la manzana, pero no fui capaz de decirle –a pesar de lo mucho que me apetecía hacerlo y de lo bien que me habría venido el baño de humildad inherente al reconocimiento de mi error– que me habría parecido muy bien que me reasignara la parte de sus bienes que en principio me tuviera atribuida en su testamento. Primero, porque ya hacía muchos años que mi hermano, cuando tuvo que dar su firma para hacerse titular indistinto de las cuentas de ahorro de mi padre, se había enterado de los cambios, y no valía la pena, por treinta o cuarenta mil dólares, poner las bases para que se produjera una riña familiar o la erupción de sentimientos emponzoñados que, lamentablemente, suele asociarse a los retoques de última hora en el reparto de una herencia. Y estaba también mi orgullo: la soberbia, si ustedes prefieren llamarlo así. En pocas palabras: por algo no muy distinto de lo que seguramente contribuyó a que le pidiese que les dejara la herencia a los demás, ahora me resultaba imposible desdecirme.
Hasta ahí llega lo de aprender de los propios errores. «Vamos a dejarlo», me dije. «Casi vale la pena el precio que pago por saborear, una vez más, mi propio estilo automático de alta estupidez».
Ya era demasiado tarde –o, para mí, demasiado complicado– para reivindicar mi parte original del dinero, pero tenía muy claro qué era lo que quería a cambio. Y, no obstante, enseguida descubrí que no me resultaba posible pedir eso. No directamente, al menos. Irreductible independencia, la mía. Hasta el final. ¡El hijo en perpetua persecución de su autonomía! No necesito nada.
—Oye, ¿y el cuenco de afeitar del abuelo? —le dije. Lo he estado buscando por el cuarto de baño. ¿Dónde estaba su barbería? ¿Te acuerdas?
—Claro que me acuerdo. En la calle Bank. Más abajo de Wallace Place, donde estaba el Hospital Alemán, en la esquina de la plaza Wallace y la calle Bank. Había una barbería en la calle Bank. Era allí donde íbamos cuando yo era pequeño. Me cortaban el pelo mientras mi padre se afeitaba. El cuenco lleva grabado «S. Roth» y otra cosa, como se llame, la fecha. Se lo guardaban en la barbería.
—¿Cómo llegó a tus manos?
—¿Cómo llegó a mis manos? Es una buena pregunta. A ver si me acuerdo. No creo que lo cogiera yo de la barbería. No. No fui yo. Se lo cogí a mi hermano Ed. Sí. Cuando nos mudamos de la calle Rutgers, mi padre se lo llevó consigo a la calle Hunterdon y lo depositó en la barbería de la Avenida Johnson y la Avenida Avon, de donde se lo llevó Ed cuando murió papá; y yo se lo cogí a él. Creo que es lo único que me han dejado nunca en herencia. Y ni siquiera me lo había dejado a mí. Lo cogí yo.
—Querías tenerlo.
—Quería tenerlo, sí —me dijo, riéndose—: desde pequeño quería tenerlo.
—¿Quieres que te diga una cosa? A mí me pasa lo mismo.
Me sonrió con la mitad de la boca que aún podía mover.
—¿Te acuerdas —me preguntó—, cuando mamá y yo fuimos a veros a Roma, que me llevaste a que me afeitaran?
—Exacto. En la Via Giulia, en una barbería muy pequeñita. Puede que para mí ese momento fuera lo mejor de todo el año —dije, recordando las batallas maritales que se desencadenaban a diario en el pequeño apartamento, casi esquina a Via Giulia, en Via di Sant’ Eligio, que desdichadamente compartí con una desdichada esposa, cuando ambos vivíamos en Italia con los tres mil doscientos dólares de mi Guggenheim.
—Bajaba a la calle a afeitarme, por las tardes, cuando terminaba de escribir. Era mi gran lujo. El barbero se llamaba Guglielmo. Se pasaba todo el rato hablando de Caryl Chessman, no quería ninguna otra conversación. Estaba muy orgulloso de su inglés. Cada vez que entraba yo, «Feliz cumpleaños, Maestro, cuatro de julio». Toallas calientes, una gran brocha de afeitar, navaja barbera, y luego me dejaba tonto a bofetadas para aplicarme la loción de hamamélide. Todo por el equivalente de sesenta centavos de dólar. En 1960 —dije. Por aquel entonces tú tendrías un par de años más de los que yo tengo ahora.
—Yo era con Bill Eisenstadt, en paz descanse, con quien me afeitaba. ¿Te acuerdas de Bill?
—Claro que sí: Bill y Lil y su hijo Howie.
—La barbería de Clinton Place, a la vuelta de la esquina del instituto. Veinticinco centavos costaba. Ese Bill, se las pintaba solo para encontrar quién lo afeitara a uno en Newark por veinticinco centavos.
De la evocación de Bill Eisenstadt pasó a la de Abe Bloch y Max Feld y Sam Kaye y J. M. Cohen, todos ellos figuras varoniles totémicas de mi primera niñez, que trabajaban con él en la compañía de seguros Metropolitan, que venían a casa los viernes por la noche y se instalaban en la cocina a jugar al pinacle; compañeros, con sus mujeres e hijos, de las excursiones del Memorial Day, cuando íbamos a la reserva de South Mountain… Los veteranos de infantería con quienes mi padre hacía la recolecta, puerta por puerta, entre la ignorante gente de color de Newark: volvía con la ropa oliendo a cocina barata.
—Había familias de color —me contó ahora— que seguían pagando las primas veinte y treinta años después de la muerte del asegurado. Tres centavos a la semana. Eso era lo que nosotros recaudábamos.
—¿Cómo era que seguían pagando?
—Porque no le habían dicho nada al agente. Se moría alguien, y ellos no lo contaban. Se les presentaba en casa el empleado de la compañía de seguros, y ellos pagaban.
—Sorprendente —dije yo, aunque no era, ni por asomo, la primera vez que me contaba esas historias de las noches espeluznantes en que iba por ahí cobrándoles, cuatro perras a los pobres más pobres de Newark, historias de sus treinta y ocho años en la Metropolitan, con Bill, con Abe, con Sam y con J. M. Cohen, quienes, según me había recordado él en repetidas ocasiones, llevaban todos muchos años muertos.
Y de los pocos amigos vivos tampoco había mucho bueno que contar.
—Louie Chesler está en el hospital, orinando sangre. Ida Singer se ha quedado prácticamente ciega. Milton Singer no puede andar: está en una silla de ruedas. Turro, ¿te acuerdas de Dick Turro?, el pobre hombre tiene cáncer. Bill Weber ni siquiera me reconoce cuando lo llamo por teléfono. «¿Herman? ¿Qué Herman? No conozco ningún Herman». Ahora vive con Frankie, pero Frankie dice que lo van a tener que meter en un asilo.
Así conseguía no concentrarse enteramente en el tumor, hablando de los viejos muertos y moribundos y de unos cuantos amigos a quienes más les habría valido estar muertos.
Al día siguiente volví en coche a Elizabeth para recoger a mi padre y llevarlo a Newark, al University Hospital de la Avenida Springfield. Tenía cita con el doctor Meyerson, neurocirujano, para tratar de la operación. Lil y mi padre entraron en inmediato desacuerdo cuando les pregunté cuál era el mejor camino para llegar a la consulta de Meyerson. Resultó que Lil se estaba refiriendo al mejor camino para llegar a la consulta que Meyerson tenía en Millburn, adonde había acompañado a mi padre la primera vez, y él explicaba cómo llegar a la consulta de Meyerson en el hospital, que era donde tenía esta segunda cita, de lo cual Lil no estaba al corriente. Una vez resuelto el malentendido, mi padre se las apañó para mantener viva la discusión durante un buen rato más, mientras íbamos en el coche.
No se tranquilizó hasta que no dejé la Avenida Elizabeth para dirigirme a la calle Bergen, y empezamos a recorrer las calles más desoladas de la zona negra de Newark. Lo que en mi niñez había sido un barrio comercial casi todo él judío, de clase media baja y lleno de vida, ahora estaba casi enteramente derruido o cegado con tablones o echado abajo de mala manera. Los únicos seres vivos a la vista parecían ser desempleados negros –o, en todo caso, negros congregados en las esquinas, sin nada mejor que hacer, en apariencia. No era un panorama como para aliviarles la congoja a tres personas que acudían a la consulta de un neurocirujano; y, sin embargo, durante el resto del camino mi padre no se volvió a acordar del encuentro que lo aguardaba, sino que se puso a rememorar, a su modo, como por casualidad, quién vivía dónde cuando él era un muchacho, durante la primera guerra mundial, cuando en estas mismas calles los inmigrantes judíos hacían lo que podían para sobrevivir y prosperar.
—Ahí vivía el señor Tibor. Era húngaro, supongo. Me hizo un traje de cumpleaños y le salieron cortos los pantalones. Y no pude asistir a mi graduación.
—¿Porque te quedaban cortos los pantalones?
—Era un traje que no valía para nada. Ahí es donde vivía la familia de Al Schorr. Dios mío, todavía está en pie. ¿Te acuerdas de Al?
—Claro. ¿Cómo iba a olvidarme de Al, con la voz que tenía?
—Sí, bueno, toda su vida tuvo esa voz resquebrajada. Así, rasposa y profunda. Ya la tenía de pequeño. A Al lo expulsaron de su clase. De modo que se vino a la mía y lo nombré tesorero. El presidente era yo. El día de la graduación nos sobraba un poco de dinero, así que nos fuimos al centro a gastarlo.
—Ya —dije yo. Dinero que sobraba.
Cuando se metían en un banco, con máscaras y pistolas, eso era lo que le decían al cajero: «Perdone, ¿tiene usted algún dinero que le sobre?».
Mis palabras tuvieron el efecto de añadir algo así como un milivatio de luz a su congoja.
—Bueno —dijo—, lo cierto es que Al era un gran chico. No lo hizo a punta de pistola. Lo hizo riéndose. Todo lo hacía riéndose. Trabajó conmigo hasta que tuvimos que despedirlo. Lo metí en los seguros. Todos los trabajos que tuvo Al, fui yo quien se los conseguí. Pero tenía los dedos muy largos. Y un día me dijo: «Oye, que me andan detrás, Herman, que me anda detrás la policía». Y yo le contesté: «Mira, toma cinco dólares y vete a los baños de vapor de Nueva York». Y le di cinco dólares y se fue a Nueva York. Y al volver le repuso el dinero a la compañía y yo le encontré trabajo donde Louie Chesler. Vendía. Se lo advertí, que si se le ocurría robarle a Louie, le pegaba un tiro. Trabajó para los Shuberts de Newark. En el cine. La gente partía las entradas en dos y las tiraba al suelo, y él las recogía y las juntaba y las metía en una caja y se quedaba con el dinero. Tuvo que pagar su madre. No sé, dos o tres mil dólares. Su profesora lo echó de la clase, fue así como nos hicimos amigos. El primer día, en octavo, se quedó mirando el aula… ¿Sabes lo que es una pishka? —me preguntó de pronto, cortando el relato.
—Claro que lo sé: un cepillo de colecta. ¿De dónde te crees que vengo, de Montana?
—Bueno, pues se quedó mirando a todo el mundo y le dijo a la profesora, con su voz de tinaja: «Si pintan esta aula, echo diez centavos en la pishka». Y la profesora no sabía lo que quería decir pishka y lo expulsó de clase. Y se vino a la mía, y yo supe apreciarlo y lo hice tesorero. El presidente era yo. El colegio de la Décima Tercera Avenida. Dios mío, ahí está mi colegio.
Meyerson, que, según me había asegurado David Krohn, estaba entre los mejores neurocirujanos de Jersey, era un hombre corriente y moliente, rellenito, de cuarenta y pocos años, amable y extremadamente amistoso, así, por las buenas, sin que nada lo obligara a ello. Una vez instalados ante su mesa de despacho, miró hacia donde yo estaba sentado y quiso saber qué preguntas tenía. Yo señalé a mi padre, que estaba muy cabizbajo, situado entre Lil –a quien el médico había llamado «señora Roth»– y la enfermera jefe de Meyerson, que, según se nos explicó, era costumbre que asistiera a las consultas preoperatorias.
—Es mi padre quien tiene preguntas —dije yo. Adelante, papá, pregúntale al doctor Meyerson todo lo que quieras saber.
Le había dicho que apuntara en un papel todas las preguntas sobre la operación que me había estado haciendo en los últimos días. Y, en efecto, las traía escritas a lápiz, con esa letra suya, de indígena primitivo, sin gracia alguna, poniendo casi todos los sustantivos con mayúsculas y sin acertar a escribir correctamente más allá de un par de palabras. Cuando me la enseñó, antes de salir de casa, yo pensé: «Esta lista es para mí. Me conformo con esta lista y el cuenco de afeitar».
Mi padre se sacó del bolsillo el trozo de papel rayado y se lo colocó en el regazo para desdoblarlo.
—Primera —dijo. ¿Cuál es el procedimiento?— miró a Meyerson. Y usted disimule mi ignorancia, doctor.
Meyerson alargó el brazo hacia atrás y, de una estantería con media docena de textos médicos, colocados de cualquier manera en un extremo, cogió una pequeña maqueta de plástico en que se representaban el cráneo y el cerebro. Sosteniéndola en la mano y señalando con un lapicero, nos explicó dónde estaba localizado el tumor y por dónde presionaba el cerebro. Nos mostró, en la pared posterior del cráneo, por dónde podía meterse para extirpar el tumor.
—Lo único que haremos será levantar un poco el cerebro, por aquí, y retirar lo que le ha crecido debajo.
La idea de que le «levantaran» el cerebro a mi padre me dejó estupefacto. No se me había ocurrido que pudiera hacerse eso con un cerebro sin provocar un desastre. Y seguía sin creérmelo.
—¿Qué utilizan para meterse? —preguntó mi padre. ¿General Electric o Black and Decker?
Tenía tal pinta de anciano y se le veía tan derrotado, que me sorprendió aquella aparente muestra de mordacidad y de valentía objetiva.
La respuesta del médico dio prueba de su tranquila objetividad.
—Hay compañías especializadas en utensilios de quirófano.
Mi padre prosiguió con las preguntas que traía preparadas:
—Segunda. ¿Volverá a crecer?
—Puede acabar creciendo otra vez —dijo Meyerson; y ahora le tocó a él ejercer una suave ironía mordaz. Nada nos garantiza que no tengamos que repetir la operación dentro de diez o quince años.
Mi padre recibió la observación con parecido sarcasmo, inclinando una vez la cabeza, muy despacio.
—Tercera —dijo, volviendo a su lista. ¿Será muy doloroso?
—No, no será muy doloroso —le dijo Meyerson. Se sentirá usted muy mal después de la operación. Tendrá mucha fiebre. Quedará muy débil.
La enfermera de Meyerson, una mujer de mediana edad, delgada y vivaracha, vestida de calle, no menos agradable y simpática que su jefe, apoyó su mano en la de mi padre y le dijo:
—Trataremos de que pueda usted incorporarse y sentarse en cinco o seis días.
En respuesta, mi padre se limitó a farfullar: «¡Caray!». Cinco o seis días sin poder separar la espalda de la cama le daban una clara visión del panorama, por si no la tenía ya.
No se detuvo, sin embargo, sino que procedió a plantear la cuarta pregunta:
—¿Cuánto dura la operación?
—Entre ocho y diez horas —le contestó Meyerson.
Logró encajarlo sin pestañear, bastante mejor que yo. Ocho o diez horas, luego cinco o seis días, y ¿cómo quedaría después? Tras una niñez pobre y una formación limitada, tras el fracaso de la zapatería y del negocio de productos congelados, tras toda la lucha por alcanzar un puesto de dirección contra la cuota de judíos establecida en la Metropolitan, tras la muerte prematura de tantos seres queridos —los hermanos Morris, Charlie y Milton, en los veinte y los treinta, su sobrina Jeanette y su sobrino David, ambos muy jóvenes, y su cuñada Ethel, a quien tanto quería, en los cuarenta—, tras todos los temporales que había capeado sin amargura y sin venirse abajo ni desesperarse, ¿no era demasiado pedirle que se sometiese a ocho o diez horas de neurocirugía? ¿Es que no hay límite?
La respuesta era sí, absolutamente sí, sí elevado a la milésima potencia: era demasiado pedirle. A la pregunta «¿Es que no hay límite?», la respuesta es sí.
—La mayor parte del tiempo de quirófano —explicó Meyerson— se invierte en entrar por el cráneo. Luego, todo depende del tipo de tumor que encontremos. En esta zona, el noventa y cinco o noventa y ocho por ciento de los tumores son benignos. En general, no hay mucha sangre. Si la hay, por la naturaleza del tumor, las cosas pueden ir un poco más despacio.
Y pasó a la siguiente, mi estoico padre, a quien yo nunca antes había admirado tanto:
—Quinta. ¿Tendré que aprender a andar de nuevo?
—Sí —dijo Meyerson. Y yo, que ya creía haber captado el panorama, me di cuenta de que ni por lo más remoto había comprendido aún todo lo horrible que era. Sí, probablemente tendrá usted que aprender a andar de nuevo.
Todavía quedaban cinco preguntas en el papel, pero ya hasta mi padre había oído lo suficiente. Metiéndose la lista en el bolsillo, miró directamente al doctor Meyerson y le dijo:
—Estoy en apuros.
—Sí que lo está —admitió Meyerson.
Esta vez atravesamos las ruinas de Newark en silencio. Mi padre no tenía nada más que preguntar, se le habían acabado los recuerdos de la niñez, ni siquiera se le pasaba por la cabeza seguir perfeccionando a Lil: lo único que nos quedaba por pensar a todos, una y otra vez, era el final del diálogo en la consulta de Meyerson. Éste se había manifestado de acuerdo en que a continuación recabáramos una segunda opinión neurológica, pero, dando por supuesto, como hacía él, que el siguiente especialista confirmara su diagnóstico y nosotros decidiéramos seguir adelante con la operación en el University Hospital, nos aconsejó que no lo dejáramos para después y que fijáramos ya una fecha provisional para la intervención quirúrgica en el primer hueco que tuviera en su agenda. Resultó ser el aniversario de la muerte de mi madre, siete años atrás.
Una vez en casa, Lil se metió en la minicocina a preparar sopa Campbell para el almuerzo. Mi padre fue tras ella, en busca de los platos para poner la mesa, y yo me quedé sentado en el salón, tratando de figurarme el modo en que Meyerson levantaría el cerebro de mi padre sin dañarlo. «Tiene que haber maneras», pensé. Aparentemente, Lil estaba utilizando el abrelatas manual atornillado a la pared junto al fregadero, porque oí que mi padre le decía:
—Agarra la lata por la parte de abajo. No estás agarrándola por la parte de abajo.
—Sé abrir una lata de sopa yo sola —dijo ella.
—Pues no la estás sujetando bien.
—Déjame, Herman. Sí la estoy sujetando bien.
—¿Por qué no puedes hacer lo que te pido en el momento en que te lo pido? No la estás sujetando bien. Sostenla por la parte de abajo.
Y yo, en la otra habitación, hice todo lo que pude por no gritar: «Estás al borde de la catástrofe, idiota, ¡déjala que agarre la lata como le dé la puñetera gana!». Aunque también me estaba diciendo: «Por supuesto. Cómo abrir una lata de sopa. ¿En qué otra cosa puede uno pensar en este momento? ¿Qué otra cosa importa? Eso es lo que lo ha mantenido en marcha durante ochenta y seis años y lo seguirá manteniendo, si algo puede seguir manteniéndolo, a partir de ahora. Sujétala por la parte de abajo, Lil. Mi padre sabe lo que dice».
Pero fuerza es reconocer que se excedió considerablemente en lo tocante al modo en que Lil calentaba la sopa —o dejaba de calentarla. Tras haber colocado tres platos encima de la mesa, volvió a la pequeña cocina y se quedó al lado de Lil, vigilando la cacerola. Ella decía que la sopa aún no estaba caliente y él se empeñaba en que tenía que estarlo, porque no se tarda tantísimo en calentar una lata de sopa vegetal. Este intercambio de opiniones se repitió por cuatro veces, hasta que a mi padre se le acabó la paciencia –si es ésa la palabra– y agarró la cazuela, la quitó del fuego y, dejando a Lil con las manos vacías, fue al comedor y sirvió la sopa en los tazones, en los salvamanteles y en la propia mesa.
Puede que su mala vista le impidiera ver el desastre que había organizado.
La sopa estaba fría. Nadie lo dijo. Él, seguramente, ni se dio cuenta.
Cuando íbamos más o menos por la mitad del silencioso almuerzo, mi padre dijo, como quien no quiere la cosa:
—Éste es el último capítulo —pero siguió llevándose cucharadas de sopa a la torcida boca, hasta vaciar su tazón; y, a juzgar por su camisa, cualquiera habría dicho que había estado usando sopa para pintar algo.
Cuando ya me marchaba, de vuelta a Nueva York, se metió en el dormitorio y volvió con un pequeño paquete para mí. Había forzado salvajemente un par de bolsas de papel marrón para acomodar el contenido, y luego las había juntado con trozos de celo de diverso largo, casi todos los cuales se habían retorcido y parecían espirales de ADN. El envoltorio era típico de su modo de hacer, y también reconocí su escritura: había escrito, con rotulador grueso y letras mayúsculas, en el primer pliegue del envoltorio: «De un Padre para un Hijo».
—Toma —me dijo. Llévate esto a casa.
Abajo, en el coche, abrí el paquete y encontré el cuenco de afeitar de mi abuelo.