1

Peppy

¿Ha cambiado algo?

Hago esta pregunta reconociendo que en la superficie (que no debe despreciarse, puesto que también vivo en ella) no hay comparación entre el hombre de treinta y cuatro años que hoy es capaz de hacer frente a sus desventuras sin derrumbarse y el muchacho de veintinueve que, en el verano de 1962, al menos fugazmente, pensó en suicidarse. Durante la tarde de junio en que pisé por primera vez el consultorio del doctor Spielvogel, no creo que haya transcurrido ni un minuto antes de que yo haya abandonado del todo la farsa de ser «una personalidad integrada» para echarme a llorar con la cara entre las manos, lamentando la pérdida de mis fuerzas y mi confianza en mí mismo y en mi futuro. Estaba entonces, y milagrosamente no lo estoy ya, casado con una mujer a quien detestaba, pero de la cual no podía separarme, subyugado como me sentía no sólo por su variada gama profesional de recursos de extorsión moral (por aquella mezcla de elementos espeluznantes y trillados que hacía que nuestra vida en común recordase un culebrón televisivo o una novela por entregas de las del National Enquirer), sino por mi propia tendencia infantil a aceptarla. Dos meses antes me había enterado de la ingeniosa estratagema mediante la cual había conseguido que me casase con ella tres años atrás. Y en lugar de servirme como un arma gracias a la cual poder, al fin, abrir con gran esfuerzo las puertas de nuestro manicomio, lo que ella me confesó (en plena tentativa semestral de suicidio) me había despojado, al parecer, de las pocas defensas e ilusiones que me quedaban. Mi mortificación era completa. Ni quedarme ni irme significaban ya nada para mí.

Ese mes de junio llegué al este desde Wisconsin, pretendidamente para participar como profesor en un seminario bisemanal sobre técnicas narrativas en el Brooklyn College. Tenía menos voluntad que un zombie, a excepción, como pude descubrir, de la voluntad de acabar con mi vida. Mientras esperaba el próximo tren en la estación del metro, de pronto juzgué conveniente poner todas mis energías en aferrar con una mano la cadena que sujetaba una vieja balanza automática a un poste de hierro que había a mi lado. Hasta que el tren pasó y se perdió de vista, apreté esa cadena con todas mis fuerzas. «Estoy tambaleándome al borde de un precipicio —me dije—. Un helicóptero me rescata de las olas. ¡Aférrate!». Enseguida escudriñé las vías para asegurarme de que de hecho había conseguido dominar aquel impulso —del todo inusitado en Peter Tarnopol— de transformarse en un cadáver destrozado. Azorado, aterrorizado, tuve, como se suele decir, que reírme de mí mismo. «¿Suicidarte? ¿Estás bromeando? Ni siquiera eres capaz de salir por la puerta». Todavía no sé a qué distancia estuve ese día de cruzar la plataforma y, en lugar de enfrentarme de cabeza con mi mujer, enfrentarme con aquel tren. Quizá lo que sucedía era que no necesitaba realmente asirme a nada, quizá aquello no fue más que un gesto infantil. En fin, podría deber mi salvación al hecho de que, al oír cada vez más cercano un estrépito que me ofrecía el anhelado olvido, por fortuna mi mano derecha encontró algo de increíble solidez a lo que aferrarse.

En el aula magna del Brooklyn College había más de cien estudiantes para la clase inaugural. Cada miembro del cuerpo docente debía hablar durante quince minutos sobre «el arte de la novela». Me llegó el turno, me puse de pie… y no pude hablar. Estaba clavado ante el atril, con mis apuntes delante, con mi auditorio ante mí y sin aire en los pulmones ni saliva en la boca. Creo recordar haber tenido la sensación de que el auditorio comenzaba a zumbar. Y lo único que yo quería era irme a dormir. No sé por qué no cerré los ojos para hacerlo. Tampoco estaba del todo allí. No había más que el latido de mi corazón, sólo ese sonido como de tambor. Por fin me di la vuelta y bajé del estrado… y perdí el empleo. Una vez en Wisconsin, después de un fin de semana de discutir con mi mujer (que sostenía, frente a mis rotundas objeciones, que había conversado demasiado tiempo con una bonita estudiante graduada durante una fiesta, el viernes por la noche: largas disquisiciones sobre la relatividad del tiempo), ella se había presentado a la puerta de la clase donde yo dictaba mi semanario de narrativa para no licenciados, de siete a nueve, los lunes por la noche. Nuestra discusión había terminado durante el desayuno, esa misma mañana, con las garras de Maureen arañándome las manos. Desde entonces no había vuelto al apartamento. «¡Es una emergencia!», me informó Maureen, dirigiéndose a la clase al mismo tiempo. Los diez estudiantes del Medio Oeste se quedaron mirándola, de pie en el umbral en una actitud tan decidida, y luego se fijaron en mis manos significativamente pintadas de mercromina. «Ha sido el gato», les había explicado yo antes, con una sonrisa condescendiente hacia la imaginaria bestia. Me lancé hacia el pasillo antes de que Maureen tuviese tiempo de añadir nada más. Allí, mi soberana me espetó el manifiesto del día:

—¡Es mejor que vengas a casa esta noche, Peter! ¡Es mejor que no te vayas a algún sitio con una de esas rubias!

(Era el semestre anterior a aquél en que hice exactamente eso).

—¡Vete de aquí! —susurré—. ¡Vete, Maureen, antes de que te tire por esas escaleras! ¡Vete, antes de que te mate!

Mi tono debió de impresionarla, porque se agarró a la barandilla y dio un paso atrás. Volví al aula para caer en la cuenta de que, en mi apuro por enfrentarme a Maureen y conseguir que se marchara, había dejado la puerta abierta. Una alta y tímida chica del campo que venía de Appleton y no había pronunciado más de una frase en todo el semestre, se había quedado mirando fijamente a Maureen, en el pasillo, detrás de mí; el resto de la clase miraba fijamente las páginas de Muerte en Venecia, libro apasionante donde los haya.

—Muy bien —dijo la voz temblorosa al entrar en el aula (un brazo se había extendido de forma violenta para cerrarle la puerta en las narices a Maureen, pero no estoy seguro de que fuera el mío)—, ¿por qué envía Mann a Aschenbach a Venecia, y no a París, a Roma, o a Chicago?

En este punto, la chica de Appleton se deshizo en lágrimas, y los otros, por lo general bastante menos entusiastas, comenzaron a responder a la pregunta todos a la vez… Olvidé hasta el último detalle de la escena cuando me encontré anhelando dormir ante mi expectante auditorio del Brooklyn College, pero esto explica, creo, la visión que había tenido al subir al estrado para leer lo que había preparado: vi a Maureen proyectada como una bala a través de la puerta, al fondo de la sala de conferencias, y gritando a voz en cuello alguna recién elucubrada revelación referente a mí. En efecto, aquel auditorio de estudiantes me veía como una figura literaria en ciernes, un novelista nuevo que había que conocer y por cuyas ideas valía la pena pagar. Maureen les revelaría (completamente gratis) que yo no era ni mucho menos tal y como me presentaba. A mis palabras, insignificantes o no, pronunciadas desde ese estrado, ella replicaría: «¡Mentiras! ¡Mentiras asquerosas, interesadas!». Yo podría citar a Conrad, Flaubert, Henry James. Ella vociferaría aún más alto: «¡Hipócrita!». Sin embargo, no pronuncié ni una sola palabra, y al huir del estrado di la imagen de lo que realmente era: un ser aterrorizado; yo ya no era nada más que mis miedos.

Por entonces, mi obra literaria estaba completamente a merced de nuestro caos marital. Cinco o seis horas al día, siete días a la semana, iba a mi oficina de la universidad y ponía papel en mi máquina de escribir. Lo que surgía era o bien tan transparente como el texto de un aficionado —como si hubiese estado redactando un pagaré o las instrucciones para un envase de detergente, en cuanto a imaginación se refiere—, o bien tan inconexo y opaco que al releerlo era yo quien no comprendía nada. Con el manuscrito en la mano, me arrastraba por la pequeña habitación como una angustiada figura sacada de Los burgueses de Calais, de Rodin, gritando: «¿Dónde estaba yo cuando fue escrito esto?». Y lo preguntaba porque no lo sabía.

Los kilos y kilos de páginas que acumulé durante mi matrimonio tenían como tema ese mismo matrimonio y constituían gran parte del esfuerzo diario por comprender cómo había caído en aquella trampa y por qué no podía salir de ella. En aquellos tres años había probado al menos cien modos diferentes de dilucidar tal misterio. Cada dos semanas, el curso entero de la novela cambiaba en medio de una frase, y a lo largo del mismo mes la superficie de mi mesa desaparecía bajo docenas de variantes —todas igual de poco satisfactorias— del capítulo concreto que me traía de cabeza en aquel momento. Regularmente, tomaba todas esas páginas —y «tomar» es un verbo algo suave— para condenarlas a una gran caja de cartón que iba llenándose con mis falsos comienzos, arrinconada sobre el suelo de mi armario. Luego empezaba todo de nuevo, a menudo con la misma primera frase del libro. Luchaba por lograr una descripción. (Y, lamentablemente, sigo haciéndolo). Pero de una versión a la siguiente no sucedía nada significativo: los escenarios cambiaban, los personajes secundarios (padres, viejos amores, amigos reconfortadores, enemigos y aliados) iban y venían. Con la misma esperanza de éxito que alguien que intentase fundir un casquete polar con su propio y tibio aliento, trataba de dar rienda suelta al curso de la imaginación cambiando el color de los ojos de ella o el de mi propio pelo. Naturalmente, lo más razonable habría sido vencer la obsesión para siempre, pero precisamente porque estaba obsesionado era tan incapaz de dejar de escribir sobre el asunto como de alterarlo o comprenderlo.

Así que, desesperanzado en cuanto a mi trabajo y desgraciado en mi matrimonio, con todos los éxitos concretos de la época de mis veinte y picó años completamente esfumados, hice mutis, demasiado confuso para sentir ni siquiera vergüenza, y me encaminé como un sonámbulo hacia la estación del metro. Por fortuna, había un tren donde estaban entrando pasajeros; yo también entré en él —en lugar de dejar que me pasase por encima—, y en poco menos de una hora me depositó en la estación del campus de la Universidad de Columbia, a pocos pasos del apartamento de mi hermano Morris.

Mi sobrino Abner, sorprendido y contento de verme en Nueva York, me ofreció una botella de soda y la mitad de un sándwich de salami.

—Estoy resfriado —me explicó cuando le pregunté, con la voz quebrada, por qué no estaba en clase. Me enseñó lo que estaba leyendo mientras almorzaba, El hombre invisible—. ¿Es verdad que conoces a Ralph Ellison, tío Peppy?

—Hablé con él una vez —repuse, y de pronto me encontré llorando, o ladrando. Las lágrimas fluían de mis ojos, pero los ruidos que brotaban de mi interior aún eran toda una novedad para mí.

—Tío Peppy, ¿qué te pasa?

—Ve a buscar a tu padre.

—Está dando clase.

—Ve a buscarlo, Abbie.

Así que llamó a la universidad.

—Es una emergencia. ¡Su hermano se encuentra muy mal!

Y Morris estuvo fuera de su clase y en casa en unos minutos. Para entonces yo me había metido en el cuarto de baño. Moe entró sin llamar, y de inmediato, a pesar de sus noventa kilos, se arrodilló en aquel diminuto espacio con suelo de baldosas, junto al inodoro, donde yo estaba sentado con un violento ataque de diarrea, sudando y temblando a la vez, como si me hubiesen embalado en hielo. Cada pocos minutos mi cabeza se inclinaba hacia un lado y yo vomitaba en dirección al retrete. Morris mantenía su sólido cuerpo contra mis piernas y sostenía mis manos sin fuerza entre las suyas, y con su mejilla áspera y curtida enjugaba el sudor de mi frente.

—Oh, Peppy, Peppy —se lamentaba, llamándome, por primera vez en años, por el nombre de mi infancia, mientras me besaba en la cara—. Ánimo, Peppy, estoy aquí, contigo.

Unas palabras sobre mi hermano y mi hermana, personas muy diferentes a mí.

Soy el menor de los tres, y siempre, hasta hoy, he sido el «bebé» a los ojos de todos. Joan, la mediana, me lleva cinco años y ha vivido la mayor parte de su vida adulta en California con su marido Alvin, promotor inmobiliario, y con sus cuatro guapos hijos. Morris dice de nuestra hermana: «Parece que nació en un Boeing en lugar de encima de una tienda del Bronx». Alvin Rosen, mi cuñado, mide un metro ochenta y cinco y es de una apostura que intimida, en especial ahora que sus rizos están plateados («Papá sospecha que se los tiñe de ese color», me dijo una vez Abner, disgustado) y que el rostro ha empezado a arrugársele como el de un vaquero. A juzgar por las evidencias, parece sentirse muy integrado en su vida de californiano con yate, esquiador y magnate inmobiliario, además de completamente satisfecho con su mujer y sus hijos. Con mi esbelta y elegante hermana viaja todos los años a lugares relativamente poco frecuentados por el turista común (o bien a lugares que comienzan a ser «descubiertos»). Hace muy poco, mis padres recibieron correo de su nieta, Melissa Rosen, la hija de diez años de Joannie, con sellos de África (había una fotografía de un safari con la familia) y de Brasil (la familia y algunos amigos hicieron un viaje de una semana por el Amazonas en un pequeño barco, y un famoso naturalista de la Universidad de Stanford les sirvió de guía). Todos los años abren de par en par las puertas de su casa para ofrecer un baile de disfraces a beneficio de Bridges, la revista literaria de la Costa Oeste en cuya contraportada aparece Joan como uno de los doce asesores editoriales. A menudo se recurre a ellos para que salven la revista de sus dificultades financieras mediante una oportuna donación de la Fundación Joan y Alvin Rosen. Son, además, generosos donantes de los hospitales y bibliotecas de la Bay Area, y se encuentran entre los organizadores más activos de la campaña anual de recolección de fondos para los trabajadores emigrantes de California. («Capitalistas en busca de una conciencia —dice Morris—. Aristócratas con traje de faena. Fragonard los hubiese pintado»). Y son buenos padres, a juzgar por lo bien que crecen y lo guapos que son sus hijos. Referirse lacónicamente a ellos, como tiende a hacerlo Morris, como vacuos y frívolos sería más fácil si su búsqueda de las comodidades, el lujo, la belleza y la elegancia (señalemos que cuentan con una actriz de activa militancia política entre sus amistades) no se llevara a cabo con tanta franqueza y entusiasmo, como si hubiesen descubierto la razón de su existencia. Después de todo, mi hermana no fue siempre tan amante de las diversiones, ni tan atractiva, ni tan diestra en el arte de disfrutar de la vida. En 1945, como primera de la promoción de ese año en el instituto Yonkers, era una «tragalibros» velluda, flaca y de nariz ganchuda, cuyas inteligencia y cetrina fealdad la habían convertido en la chica menos popular de su clase. La opinión unánime entonces era que tendría suerte si conseguía encontrar marido, y no digamos ya un marido tan rico, alto y distinguido como el mismísimo Lincoln, graduado en administración de empresas por Wharton, sino incluso alguien como Alvin Rosen, a quien se llevó de la Universidad de Pensilvania junto con una licenciatura en letras. El hecho es que lo pescó, aunque, sin duda, tuvo que esforzarse a fondo para conseguirlo. La electrólisis para el labio superior y por toda la mandíbula inferior, la cirugía estética de la nariz y el mentón, y los diversos polvos y cosméticos disponibles en las tiendas la han transformado en alguien del tipo delgado y sensual, y semita, por supuesto, pero que recuerda más bien a la hija de un sah que a la de un tendero. En San Francisco conduce su Morgan disfrazada de gaucho de la Pampa un día y de campesina búlgara el siguiente. Así ha logrado en su edad madura algo más que simple popularidad, según reza la página de sociedad del diario de San Francisco (que la pequeña Melissa envía también a mi madre), puesto que Joan es la más osada e innovadora de las mujeres de nuestro ambiente en materia de buen gusto. Su fotografía con Alvin (con esmoquin de terciopelo) enganchado a uno de sus brazos desnudos mientras el director de la Sinfónica de San Francisco la toma del otro brazo, con las palabras escritas por Melissa, «Mami en una fiesta», resulta simplemente impresionante, sobre todo para quien aún recuerde la fotografía del glamuroso baile celebrado en el Billy Rose’s Diamond Horseshoe de Nueva York: allí Joan aparece sentada, pura nariz y clavículas, perdida dentro de un vestido de tafetán sin hombros dentro del cual parece naufragar a ojos vistas. Su cabeza, con su pelo áspero y oscuro, más tarde estirado y lustrado de manera que hoy brilla como el de un caballo de carreras, se ve irónicamente enmarcada por las piernas de amazona de la corista que está en el escenario, detrás de ella. Puedo recordar que sentado a su mesa junto a la pista estaba el muchacho que la acompañaba, el regordete y tímido hijo del carnicero; confuso, miraba el interior de su vaso, lleno de Tom Collins… Y esta mujer es hoy la más atractiva y popular de una de las ciudades más elegantes de Estados Unidos. Me deja asombrado que esté en tan buenas relaciones con los placeres, que tenga tanto éxito cuando los satisface, que obtenga tanta fuerza y tanta confianza de su belleza física, de los lugares a donde viaja, y de lo que come y de con quién… En fin, todo esto no es de desdeñar, o al menos así lo ve su hermano desde los muros de su celda de ermitaño.

Joan me escribió hace poco invitándome a abandonar Quahsay e ir a California para quedarme con ella y su familia tanto tiempo como quisiera:

No te molestaremos con nuestras costumbres rústicas, si quieres quedarte simplemente tumbado junto a la piscina sacando brillo a tu halo. Si lo prefieres, haremos todo lo posible por impedirte que lo pases más o menos bien. Aunque sé por fuentes seguras del Este que tú mismo estás bastante dotado en este sentido. Mi querido Aliosha, entre 1939, cuando te enseñé a escribir correctamente «antidesestablecimiento», y ahora has cambiado. O tal vez no… Puede que lo que entonces te dejó tan extasiado ante la ortografía de esa palabra fuera su dificultad. De verdad, Pep, si tu apetencia por lo desagradable disminuyera en algún momento, aquí me tienes, y ésta es tu casa. Tu hermana caída, J.

Para que quede consignada, mi respuesta:

Querida Joan:

Lo que es desagradable no es estar donde estoy ni vivir como vivo en la actualidad. Éste es el mejor lugar para mí, y probablemente lo será durante algún tiempo. Puedo quedarme durante un plazo indefinido, desde luego, pero hay formas de vida parecidas a ésta. Cuando vivíamos con Maureen en New Milford, y yo tenía esa pequeña cabaña en el bosque detrás de la casa, con un cerrojo en la puerta que podía echar, me sentí feliz durante horas. No he cambiado mucho desde 1939. Todavía me gusta más que ninguna otra cosa sentarme solo en una habitación tratando de escribir a mano, en un papel y con un lápiz. Cuando llegué a Nueva York en 1962, y mi vida personal era una ruina, solía soñar en voz alta, en el consultorio de mi analista, con volver a ser el universitario triunfador y confiado que había sido a los veinte años. Ahora encuentro muy atrayente la idea de retroceder todavía más allá de esa edad. Aquí, a veces imagino que tengo diez años y que me trato a mí mismo como corresponde a esa edad. Para empezar el día, tomo un bol de cereales en el comedor, como hacía todas las mañanas en la cocina de casa. Luego vengo aquí, a mi cabaña, más o menos a la misma hora en que solía ir a la escuela. A las nueve menos cuarto estoy en pleno trabajo, a la hora en que siempre se oía el «timbre». En lugar de estudiar aritmética, sociales, etcétera, escribo a máquina hasta el mediodía. (Exactamente como el ídolo de mi infancia, Ernie Pyle, y la verdad es que podría haber llegado a ser corresponsal de guerra como soñaba en 1943, salvo que las batallas de la línea del frente sobre las cuales yo informo no son las que imaginaba por aquel entonces). Mi almuerzo viene en un recipiente preparado en la cafetería, e incluye bocadillo, palitos de zanahoria cruda, una galletita de avena, una manzana y un termo lleno de leche; más que suficiente para un chaval que está creciendo. Después de almorzar vuelvo a escribir hasta las tres y media, hora en que sonaba el último «timbre» de la escuela. Pongo en orden mi mesa y vuelvo a la cafetería con el recipiente vacío de mi almuerzo, donde están preparando la sopa para la noche. El perfume del eneldo, el aroma predilecto de mamá. Manchester queda a cinco kilómetros de aquí, por un camino rural que serpentea entre las colinas. A la entrada de la ciudad hay un liceo femenino y las chicas están allí cuando yo llego. Las veo dentro de la lavandería y en la oficina de correos, y comprando champú en la farmacia, y todo me recuerda al patio «después de la escuela», lleno de chicas con largos cabellos que un niño de diez años sólo podía admirar desde lejos, lleno de curiosidad. Las admiro desde lejos, y lleno de curiosidad, en la pequeña cafetería local, donde suelo tomar café. Uno de los profesores de lengua inglesa del liceo me pidió que hablase a sus alumnas sobre técnicas narrativas. No quise hacerlo. No quiero que me resulten más accesibles que cuando yo estaba en quinto curso. Después de mi café, camino hasta la biblioteca municipal, y me siento unos minutos a hojear las revistas y a contemplar a los escolares sentados a las largas mesas, copiando sus resúmenes de libros de las cubiertas. Luego salgo, y por lo general alguien me recoge y me lleva hasta la colonia. No me siento menos confiado e inocente que cuando a mis diez años saltaba del autobús y le decía al conductor: «Gracias por haberme traído. ¡Hasta pronto!».

Duermo en una habitación del segundo piso de la gran casa rural que alberga a los huéspedes. En la planta baja están la cocina, el comedor y la sala, con revistas, tocadiscos y piano. En una galería cubierta hay una mesa de ping-pong, y eso es todo. Al finalizar la tarde, en calzoncillos en el suelo de mi cuarto, hago media hora de calistenia. En los últimos seis meses, gracias al ejercicio y a mi escaso apetito, me he vuelto casi tan flaco como cuando tú fingías tocar el xilófono en mis costillas. Después de la «gimnasia», me afeito y me doy una ducha. Las ramas de un gran cedro rozan mis ventanas: es el único sonido que oigo mientras me afeito, aparte del agua que corre por el lavabo. No hay un solo ruido que no pueda interpretar. Todas las noches trato de afeitarme «a la perfección», como lo haría un niño de diez años. Me concentro: agua caliente, jabón, afeito en la dirección de la barba, afeito en la dirección contraria, agua caliente, agua fría, supervisión detenida de todas las superficies… perfecto. A las seis me preparo un cóctel de vodka y martini, que bebo a pequeños sorbos mientras escucho las noticias con mi radio portátil. (Estoy tendido en mi cama, con mi bata, el rostro terso como el marfil, las axilas con desodorante, los pies con talco, el pelo peinado, limpio como los recién casados de los manuales matrimoniales). Desde luego, a los diez años no tenía el hábito de beber, pero me recuerda a mi padre cuando regresaba de la tienda con su dolor de cabeza y los ingresos del día. Con una expresión en la cara que hacía pensar que el vaso contenía trementina, se bebía de un trago un poco de whisky y luego escuchaba desde «su» sillón Lyle Van and the News. Aquí se cena a las seis y media, en compañía de los aproximadamente quince huéspedes que hay en ese momento, casi todos novelistas y poetas, unos pocos pintores, y un compositor.

La conversación suele ser agradable, irritante o aburrida. En conjunto, no resulta menos pesado cenar en familia noche tras noche. Aunque la familia que me viene a la mente no se parece tanto a la de uno como a la que Chéjov reunió en El tío Vania. Hace poco ha llegado aquí una joven poetisa obsesionada por la astrología. Cada vez que se pone a hablar sin parar sobre el horóscopo de alguien, siento ganas de levantarme de un salto, empuñar una pistola y saltarle la tapa de los sesos. Pero como ninguno de nosotros está conectado por lazos de sangre, parentesco político ni deseos (dentro de lo que puedo advertir), la tolerancia es la regla general. Después de la cena nos trasladamos sin prisa a la sala, a charlar y a pasarle la mano por el lomo al perro de aquí. El compositor toca nocturnos de Chopin, el diario Times de Nueva York pasa de mano en mano… Lo normal es que en menos de una hora nos hayamos retirado sin decir ni una palabra. Me parece que, a excepción de sólo cinco residentes, todos los que estamos aquí somos fugitivos que se ocultan, o bien estamos recuperándonos de malos matrimonios, divorcios, malas experiencias amorosas… He oído fragmentos de conversaciones provenientes de la cabina telefónica, junto a la cocina, que probarían estos rumores. Dos profesores y poetas treintañeros que acaban de deshacerse de sus mujeres, hijos y bienes materiales (a cambio de admiradores entre los estudiantes) han trabado relación y comparan lo que escriben sobre el tormento de renunciar a sus hijos e hijas. Los fines de semana, cuando sus deslumbrantes alumnas vienen a visitarlos, desaparecen bajo las sábanas de la cama del motel más próximo durante períodos de cuarenta y ocho horas. Hace pocos días que he vuelto a jugar al ping-pong después de veinte años, y después de la cena jugué dos o tres encarnizadas partidas con una mujer de Idaho que tiene algo más de cincuenta años y se ha casado cinco veces. Una noche de la semana pasada (sólo diez días después de su llegada), se bebió todo lo que encontró a mano, incluido el extracto de vainilla de la despensa, y a la mañana siguiente tuvieron que llevársela en la camioneta del dueño de la empresa fúnebre, que dirige la sede local de Alcohólicos Anónimos. Todos abandonamos nuestras máquinas de escribir para verla alejarse y decirle adiós con la mano, cargados de melancolía.

—Oh, no se preocupen —nos gritó desde la ventanilla del vehículo—. Si no fuera por mis errores, todavía estaría sentada en el porche de mi casa de Idaho.

Esta mujer era el único «personaje» y, sin ninguna duda, la personalidad más vigorosa y valiente de todos los supervivientes. Una noche, seis de nosotros fuimos a Manchester para tomar unas cervezas, y nos habló sobre sus primeros dos matrimonios. Cuando terminó, la astróloga quería saber cuál era su signo, mientras los demás nos preguntábamos cómo lo había superado.

—¿Por qué diablos sigues casándote, Mary? —le pregunté.

Me acarició el mentón y repuso:

—Porque no quiero marchitarme hasta morir.

Pero ahora se ha ido —juraría que para casarse con el hombre de las pompas fúnebres—, y salvo por los gritos ahogados que llegan de la cabina telefónica durante la noche, todo está tan tranquilo aquí como en las inmediaciones de un hospital. Perfecto para hacer los deberes. Después de la comida y el Times, vuelvo caminando a mi estudio, una de las veinte cabañas desperdigadas a lo largo del tortuoso camino de tierra que atraviesa las cien hectáreas de campo abierto y bosques de coníferas. En la cabaña hay una mesa, una cama estrecha, una estufa negra de hierro, un par de sillas con respaldo vertical pintadas de amarillo, un anaquel para libros pintado de blanco y una tambaleante mesa de mimbre donde hago mi comida del mediodía. Durante esas horas leo lo que he escrito. Tratar de leer otras cosas es inútil, pues mi mente vuelve a mis propias páginas. Pienso en ellas, o no pienso en nada.

Para regresar caminando a la casa principal, a medianoche, tengo sólo una linterna que me ayude a orientarme por el sendero que se abre entre los árboles. A solas bajo ese cielo renegrido, no tengo más valor a los treinta y cuatro años que cuando era niño, y estoy tentado de echarme a correr. En vez de eso, invariablemente apago la linterna y permanezco inmóvil allí, en el bosque a medianoche, hasta que el miedo desaparece, o bien llego a un punto intermedio entre yo y el miedo. ¿Qué me asusta? A los diez años, sólo el olvido. Al volver a casa de las reuniones de los boy scouts, solía pasar por delante de las casas «embrujadas» de la época victoriana de la avenida Hawthorne recordándome mí mismo: «Los fantasmas no existen, los muertos están muertos»; sin duda, este último pensamiento era el más aterrador de los dos. Hoy es pensar que los muertos no están muertos lo que hace que se me aflojen las rodillas. Pienso: «¡El funeral fue otra trampa! ¡Está viva! ¡De una forma u otra, reaparecerá!». En el pueblo, al atardecer, a veces imagino que miraré hacia la lavandería y la veré llenando una lavadora con prendas sucias que van sacando de una bolsa. En el pequeño bar que frecuento para tomar café, me quedo a veces sentado a la barra, pensando que Maureen entrará por la puerta como si hubiese sido catapultada, señalándome con el dedo:

—¿Qué haces aquí? ¡Me has dicho que nos encontraríamos en el banco a las cuatro!

—¿A las cuatro? ¿A ti?

Y ya estamos otra vez con lo mismo.

—¡Estás muerta —le digo—, no puedes encontrarte con nadie en ningún banco si estás muerta!

Pero como habrás observado, todavía hoy sigo manteniendo la distancia con las estudiantes jóvenes y guapas que entran a comprar champú para lavarse su largo cabello. ¿A quién se le puede ocurrir acusar a un niño de diez años de ser un reconocido seductor de jóvenes universitarias? Y, ya que hablamos de ello, ¿quién ha oído hablar alguna vez de una querellante que no es más que cenizas? Me recuerdo a mí mismo que está muerta, que todo aquello ya ha pasado. Pero ¿cómo puede ser? Desafía toda credulidad. Si en una novela realista el héroe se salvara gracias a algo tan fortuito como la muerte repentina de su peor enemigo, ¿qué lector inteligente sería capaz de contener una incredulidad al menos temporal? «Demasiado fácil —murmuraría—, y además fantástico». Cumplimiento de deseos mediante la ficción, la ficción al servicio de los propios sueños. No es como la Vida Real. Y yo estaría de acuerdo. La muerte de Maureen no fue como la Vida Real. Esas cosas sencillamente no suceden, salvo cuando suceden. (Y a medida que pasa el tiempo y envejezco, descubro que suceden cada vez con más frecuencia).

Envío con este texto dos xerocopias de dos cuentos que he escrito aquí, ambos más o menos sobre el mismo tema. Te darán una idea de por qué estoy aquí y qué estoy haciendo. Hasta ahora nadie los ha leído, salvo mi editor. Hizo algunos comentarios elogiosos sobre los dos relatos, pero, como es natural, lo que le gustaría ver es la novela para la cual la editorial me dio un anticipo de veinte mil dólares cuando era un niño prodigio. Sé bien cuánto le gustaría verla terminada, puesto que, mostrando una gran discreción y buena disposición, siempre se ha abstenido de mencionarla. Sin embargo, se delató al preguntarme si «En busca del desastre» (uno de los dos cuentos que le envié) se vería tal vez ampliado en una obra más extensa, ambientada en Italia, sobre un Zuckerman cargado de remordimientos y su bella hijastra: se trata de las típicas reflexiones posfreudianas sobre motivos inspirados en Anna Karenina y Muerte en Venecia. «¿Es esto lo que piensa usted hacer, o continuará escribiendo variaciones sobre Zuckerman hasta haber construido una especie de fuga completa en el género de la ficción?». «Sí, esas ideas son muy buenas —tuve que decirle al hombre, que estaba allí con mi cheque en la mano—, pero lo que estoy haciendo podría describirse más bien como un modo de intentar abrirme camino a puñetazos desde el interior de una bolsa de papel». «En busca del desastre» es una meditación poscataclísmica imaginaria sobre mi matrimonio, ni más ni menos. Y si la mitología personal de Maureen fuese la verdad biográfica, ¿qué? Supongamos que es así, y supongamos aún mucho más. Desde un punto de vista spielvogeliano, puede leerse incluso como una leyenda compuesta a petición y por influencia del superego, como mis aventuras vistas por sus ojos. Del mismo modo, «Candor juvenil» sería un idilio cómico en homenaje a un ello pánico y aún impune. Al ego le queda adelantarse y presentar a su vez su defensa, a fin de que todos los participantes en el complot para robarme la vida tengan su día de gloria ante la justicia. Ahora, mientras abrigo esta idea, caigo en la cuenta de que la narración no ficticia en la cual estoy trabajando en este momento podría interpretarse exactamente así: el «yo» que acepta su papel como cabecilla del complot. Si es este el caso, una vez que se haya escuchado a todos los testigos y se haya dictado una rápida sentencia, se enviará a los conspiradores a las instituciones correccionales apropiadas. Me ofreces tu piscina. El guarda penitenciario Spielvogel, mi expsicoanalista (cuyo trabajo estoy haciendo, como ves, además del mío propio), sugeriría que el trío de bandidos le fuesen confiados a él para ser tratados en su elegante cárcel de la confluencia entre la Ochenta y nueve y Park Avenue. Al demandante en este juicio no le importa en realidad dónde tendrá lugar, ni cómo, siempre que los condenados aprendan bien la lección y NO VUELVAN A HACERLO NUNCA. Lo cual no es muy probable, puesto que estamos ante un trío bastante traicionero, y el hecho de que se les haya confiado mi bienestar es para mí la fuente de una preocupación constante y profunda. Hecho ya un circuito completo junto a ellos, preferiría confiar mi destino a los hermanos Marx o a los Tres Chiflados; payasos, sí, pero que al menos se quieren entre ellos. P. D.: No interpretes de un modo personal al hermano de «Candor juvenil» ni a la hermana de «En busca del desastre». Son hermanos imaginarios que sirven a los designios de la ficción. Si alguna vez me sentí superior a ti y tu manera de vivir, ya no es así. Además, es a ti a quien debo mi carrera literaria. Una tarde, durante un paseo, mientras trataba de imaginar cómo me inicié en este tipo de trabajo, me acordé de nosotros —yo tenía seis años y tú, once— esperando en el asiento de atrás del coche a que papá y mamá terminaran sus compras del sábado por la noche. Todo el tiempo usabas una palabra que me pareció lo más cómico que había oído nunca, y cuando viste cuánto me divertía, seguiste repitiéndola aunque yo te suplicaba, desde el suelo del automóvil, donde me revolcaba de risa, que no la dijeras más. Creo que la palabra era «melón», usada como sinónimo de cabeza. Fuiste implacable: no sé cómo te las ingeniaste para meterla en cada frase que pronunciabas. Al final, mojé los pantalones por la risa. Cuando volvieron papá y mamá, yo estaba indignado contigo y llorando. «Ha sido culpa de Joannie», exclamé, después de lo cual papá me informó de que era humanamente imposible que una persona se orinase en los pantalones de otra. Pero él sabía muy poco del poder del arte.

Inmediata respuesta de Joan:

Te agradezco tu larga carta y los dos cuentos, tres ingeniosos textos que surgen del mismo pozo que es tu cabeza. Cuando aquella mujer te hizo lo que te hizo, la verdad es que lo hizo a conciencia. No hay límite para tu conciencia culpable. ¿No hay ninguna otra fuente de inspiración para tu arte? Aquí van unas cuantas observaciones sobre la literatura y la vida. 1. No tienes por qué esconderte en el bosque como un fugitivo de la justicia. 2. Tú no la mataste, bajo ningún concepto, forma ni circunstancia. A menos que haya algo que yo ignore. 3. Haberle pedido a una chica guapa que tuviese relaciones sexuales con un pepino en tu presencia no tiene ninguna importancia, moralmente hablando. Todos tenemos nuestros caprichos. Seguramente le alegraste el día (si fuiste tú). Lo relatas en la historia de tus días de «Candor juvenil» con toda la fanfarronería de un chico travieso que sabe que ha hecho mal y ahora espera su castigo conteniendo el aliento. Algo equivocado, Peppy, es un picahielos, no una cucurbitácea; algo equivocado es por la fuerza, o con niños. 4. En realidad no apruebas mi manera de vivir, y menos aún si la comparas con la de Morris; pero, como se suele decir, es problema tuyo, colega. (Y problema del hermano Moe. Y de otros. Anécdota ilustrativa: Hace unas seis semanas, el suplemento dominical acababa de publicar una nota con fotografías en color de nuestro nuevo chalet para esquiar en Squaw Valley; a medianoche, recibí una llamada telefónica de una misteriosa admiradora. Una dama. «¿Joan Rosen?» «Sí». «Voy a contarle a todo el mundo lo que es usted». «¿Sí? ¿Qué soy?». «Una judía del Bronx. ¿Por qué tratas de ocultarlo, Joan? Si lo llevas escrito en todo tu ser, perra farsante»). Así que no acepto a ninguno de esos dos hermanos ficticios como míos. Yo sé que no puedes escribir sobre mí. No puedes lograr que la felicidad suene como algo real. Y un matrimonio feliz entre dos personas que trabajan es algo tan afín a tu talento y a tus intereses como podría serlo el tema del espacio exterior. Sabes que admiro tu obra (y me gustan los dos cuentos, cuando logro olvidar por un instante lo que revelan de tu estado de ánimo), pero el hecho es que serías incapaz de crear una Kitty y un Levin aunque tu vida dependiera de ello. Tu imaginación (guiada por tu vida) se mueve en la dirección opuesta. 5. Comentario al margen («En busca del desastre»): Nunca he oído hablar de nadie que se hubiese suicidado con un abrelatas. Horriblemente sangriento e increíblemente arbitrario, a menos que se me haya escapado algo. 6. Sólo por curiosidad: ¿Maureen fue seducida por su padre? Nunca he tenido la impresión de que fuese alguien con un trauma así. 7. Después de la «narración no ficticia» sobre el tema, ¿qué? ¿Una saga en dísticos decasílabos? Sugerencia: ¿por qué no ciegas ese pozo y buscas inspiración en otro lugar? Hazte un favor (si estas palabras significan algo para ti), y OLVÍDALO. Sigue tu camino. ¡Ven a California, hombre! P. D.: los dos comentarios que te adjunto son para que te sirvan de estímulo (y deben ser tomados en conjunto, como sucede en tu estilo narrativo: si quieres ver infortunio, observa cómo funciona ese matrimonio). La primera me fue dirigida por Lane Coutell, de veinticuatro años, nuevo editor adjunto de Bridges (apuesto y soberbio, y en cierto modo, en este momento, más brillante de lo que sería indispensable). Tanto él como su revista, a pesar de ciertas reservas, darían cualquier cosa (salvo dinero, por supuesto, pues no lo tienen) por publicarlos, aunque dejó aclarado que para ello necesitaría comunicarse personalmente contigo. Lo que yo quise saber fue cómo reaccionaría una persona inteligente que no conociese tu verdadera historia al conocer tus reacciones respecto a ella tal como las presentas. La segunda nota es de Frances Coutell, su esposa, que en este momento se encarga de la parte administrativa de Bridges. Es una belleza delicada, insípida, de veintitrés años, llena de aspiraciones espirituales, además de una masoquista romántica que, como ya habrás adivinado, se ha enamorado de ti sin conocerte, y ello a pesar de que no le caes nada simpático. La literatura produce efectos diferentes en las diferentes personas, lo mismo que el matrimonio.

1

Querida Joan: Como sabes, yo no estuve entre quienes se dejaron conquistar por la célebre primera novela de tu hermano. La encontré demasiado moral, demasiado decorosa y contenida en el aspecto formal, y demasiado grandilocuente e intencionada en la presentación del Serio Problema Moral Judío. Evidentemente, era una novela madura para ser la primera… demasiado evidentemente: era la obra de un estudiante de literatura aprisionado dentro del chaleco de fuerza de la ficción como medio de probar que se tiene razón y de hacer un despliegue de inteligencia. A mi juicio, el libro es en muchos aspectos un resabio de los de la década de los cincuenta. El tema de Abraham e Isaac, lleno de ecos kierkegaardianos, apesta, si me permites la expresión, a esos departamentos de literatura inglesa situados en las estribaciones superiores del Himalaya. Lo que me gusta de los nuevos cuentos, y la razón por la cual representan, a mi juicio, un tremendo progreso con respecto a la novela, es que, a mi modo de ver, son un ataque directo, y en gran parte consciente de sus dos puntas de lanza, contra el autor prematuramente solemne y cargado de elevados principios de Un padre judío. Tal como yo lo entiendo, en «Candor juvenil» el ataque es frontal, directo, y se efectúa a través de la sátira social, y, de forma más notable, mediante lo que yo llamaría una pornografía tierna, muy distinta, digamos, de la pornografía de un Sade o de un Terry Shouthern. Para el autor de esa primera novela tan solemne, una narración como «Candor juvenil» es ni más ni menos que una blasfemia. Debemos ofrecerle una calurosa felicitación por haber triunfado, al menos en este caso, sobre la piedad represiva y el popular angst judíos. «En busca del desastre» es un caso algo más complicado, y, por lo tanto, de menor excelencia en un sentido literario puro. A mí me gustaría interpretarla como un ensayo crítico disimulado, algo que Tarnopol ha escrito sobre su primera novela, tan sobreestimada, y como un comentario y un juicio sobre toda la exhibición de principios que constituye el tema de Un padre judío, una exhibición que es su mayor fallo. Haya sido o no intención de Tarnopol, en el acendrado cariño de Zuckerman hacia Lydia, con su falta de alegría, su falta de sexualidad, sus escrúpulos, sus demenciales motivaciones éticas, veo una especie de alegoría sobre Tarnopol y su musa. En la medida en que esto es exacto, en la medida en que el carácter de Zuckerman encarna y representa la imaginación «moral» mal dirigida y morbosa que dio origen a Un padre judío, es absorbente. En la medida en que Tarnopol vuelve a recurrir a su afición al angst, con todo lo que ello implica de «conmoción» del lector, considero que el relato es retrógrado, sin interés, tedioso. Además, sugiere, en fin, que el aspecto convencional (rabínico) de este autor continúa dominando completamente todo lo que es audaz y peculiar en su talento. Sin embargo, sean cuales sean mis reservas, «En busca del desastre» merece ser publicado, sin ninguna duda, junto con «Candor juvenil», relato que, a mi juicio, es la obra de un Tarnopol completamente nuevo que ha logrado objetivar, sacándolo de su interior, al moralista de elevados principios (y es de esperar que lo haya desterrado a Europa para siempre, para que viva allí su noble tristeza, con todos los demás «centros culturales y lugares de interés literarios»). Es decir, ha comenzado, por fin, a jugar con lo frívolo, lo caprichoso y lo irreverente que hay dentro de sí mismo. Si Sharon Shatzky es la nueva musa de tu hermano y el pepino su varita mágica, cabe esperar, quizá, una obra más valiosa en lugar de más ficción de esa que llamamos «conmovedora». Lane.

2

Joan: Aquí va mi modesto aporte, sólo porque el cuento que más le ha gustado a L. es a mi juicio pretencioso, cruel e indignante, y mucho más por el hecho de ser tan inteligente y conseguido. Es pura basura sádica, y rezo, sí, rezo para que Bridges no lo publique. El Arte es perdurable, pero la vida de una pobre revista literaria es breve, demasiado breve para esto. Me parece odioso lo que hace con esa estudiante de suburbio, y no me refiero a lo que hace Zuckerman (el previsible hijo pródigo especializado en letras), sino a lo que hace el autor, que es simplemente retorcerle el brazo hasta inmovilizarlo y decirle: «Tú no eres mi igual y nunca podrás serlo, ¿comprendes?». ¿Quién se imagina que es, dicho sea de paso? ¿Y por qué habría de querer hacer semejante cosa? ¿Cómo puede el hombre que escribió «En busca del desastre» haber escrito una historia tan desalmada y mezquina como ésa? ¿Y viceversa? Porque la historia más larga es desgarradora, y me parece (en contra del frío análisis de L.) que precisamente por eso es tan eficaz. Me conmovió hasta las lágrimas (aunque, claro está, no lo sometí a cirugía cerebral). Llegué a sentir la admiración más profunda hacia el hombre que había sido capaz de concebir, por no hablar de escribir, una historia así. La mujer, la hija, el marido, son dolorosamente reales (estoy segura porque él me ha dado esta seguridad) y no los olvidaré nunca. Y en ella Zuckerman es totalmente real, comprensivo, interesante, un observador en el que se puede creer, además del centro de la emoción: en fin, todas las cosas que se debe ser. Extrañamente, he sentido simpatía por todos, incluso por los peores. La vida es terrible. Tuya, Franny.

P. D.: Discúlpame por haber dicho que algo escrito por tu hermano es odioso. No lo conozco. Y creo que no quiero conocerlo. Ya tenemos bastantes Jekyll y Hydes por aquí. Tú eres más adulta que yo. Dime una cosa: ¿Qué les ocurre a los hombres? ¿Qué es lo que quieren?

Mi hermano Morris, a quien también enviaron copias de mis últimos cuentos como respuesta a una carta donde se interesaba por mi estado, hizo a su vez unos cortantes comentarios sobre «En busca del desastre», comentarios no muy diferentes a los de Joan.

¿Qué os pasa a vosotros, los escritores judíos? ¿Madeleine Herzog, Deborah Rojack, la guapa castradora de Después de la caída, y luego la apetecible shiksa de Una nueva vida, una kvetchs y, para colmo, sin pechos? Y ahora, para mayor deleite de los rabinos y del público lector, Lydia Zuckerman, la chica cristiana. Sopa de pollo en todas las ollas, una Grushenka en cada garaje. Con todas las Damas morenas entre las cuales elegir, vosotros los luftmenschen las eligen a conciencia. Peppy, ¿por qué sigues malgastando tu talento en ese punto muerto? Déjala a su suerte, por favor. Tengo que dar una charla en la Universidad de Boston a finales de mes, no lejos de donde estás. Si aún sigues en esa montaña, baja y quédate en el Commander conmigo. El tema de mi conferencia es «Racionalidad, planificación y postergación de la satisfacción de los deseos». No te vendría nada mal oírme hablar de los puntos a y b; acerca del c, ¿aceptarías tú, candidato destacado entre los que aspiran al premio máximo de la División de Novelistas Judíos, reconocida por su alto espíritu competitivo, hacer una demostración del tipo cinturón negro sobre dicho punto ante los estudiantes de los cursos de conducta social? ¡Peppy, basta ya de esa mujer!

Allá por 1960, después de una conferencia pública que yo había dictado en Berkeley (mi primera conferencia), Joan y Alvin dieron una fiesta en mi honor en la casa que entonces tenían en Palo Alto, sobre una colina. Maureen y yo acabábamos de regresar a Estados Unidos después de pasar nuestro año en la Academia Norteamericana de Roma, y yo había aceptado un contrato por dos años como «escritor residente» en la Universidad de Wisconsin. En los doce meses anteriores me había convertido, según un artículo aparecido en la sección literaria de la edición dominical del Times, en el «niño prodigio de la literatura norteamericana». Mi primera novela, Un padre judío, me había valido el Premio de Roma de la Academia Norteamericana de Artes y Letras, una beca Guggenheim de tres mil ochocientos dólares y la posterior invitación a dar clases en Wisconsin. No esperaba menos. No era mi buena suerte lo que me sorprendía a los veintisiete años.

Joan y Alvin habían invitado a sesenta o setenta personas para que me conocieran. Maureen y yo nos habíamos ido cada uno por su lado poco después de llegar a la fiesta, y cuando volvió a reunirse conmigo yo estaba conversando, con cierta timidez, con una chica muy guapa y seductora que tenía más o menos la misma edad que yo. Debo decir, en este punto, que mi timidez se debía precisamente al temor a la escena de furia celosa que mi proximidad a una mujer sexualmente tan atractiva provocaría sin remedio.

De entrada, Maureen actuó como si yo no estuviese con nadie; me dijo que quería irse, que todos aquellos «farsantes» eran más de lo que podía soportar. Fingí no haber oído el comentario: no sabía qué otra cosa podía hacer. ¿Sacar una espada y cortarle la cabeza? En aquella época no llevaba espada. Sólo una cara pétrea. La hermosa joven, a juzgar por lo pronunciado de su escote, era bastante audaz marcando rumbos en materia de gusto. Mientras yo estaba demasiado incómodo para hacer averiguaciones de carácter personal, aquella chica me preguntaba quién era mi editor. Le dije su nombre, y añadí que además era un buen poeta. «Oh, ¿cómo has podido…?», murmuró Maureen, y de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas, y al instante se volvió y desapareció en un cuarto de baño. En pocos minutos localicé a Joan y le dije que Maureen y yo teníamos que irnos. Habíamos tenido un día muy ajetreado y Maureen no se sentía bien.

—Pep —me dijo Joan—, ¿por qué te haces esto?

—¿Me hago qué? —pregunté.

—Me refiero a ella —repuso mi hermana. Fingí no saber a qué se refería; me limité a mostrarle mi cara de piedra. En el taxi que nos llevaba al hotel, Maureen lloró como un bebé, golpeando una y otra vez con los puños sus rodillas y las mías.

—¿Cómo has podido avergonzarme de ese modo…? ¿Cómo has podido decir eso, cuando yo estaba a tu lado?

—¿Decir, qué?

—¡Lo sabes muy bien, Peter! ¡Decir que Walter es tu editor!

Walter es mi editor.

—¿Y yo? —exclamó Maureen.

—¿Tú?

—¡Yo soy tu editora! ¡Lo sabes muy bien! ¡Sólo que te niegas a admitirlo! Yo leo cada palabra que escribes, Peter. Te hago sugerencias. Corrijo tu ortografía.

—Hablas de errores al escribir a máquina, Maureen.

—¡Pero yo los corrijo! ¡Para que luego una zorra con dinero te ponga las tetas en la cara y te pregunte quién es tu editor y le digas que es Walter! ¿Por qué me infravaloras así…? Oh, ¿por qué has hecho algo así en presencia de esa idiota? ¿Simplemente porque casi se te estaba echando encima con sus grandes tetas? ¡Yo las tengo tan grandes como ella! ¡Tócamelas alguna vez y lo verás!

—Maureen, no volvamos a esto, a esto no.

—¡Sí, volvamos! ¡Otra vez, y otra! ¡Porque tú no cambias!

—¡Pero ella hablaba de mi editor de la editorial!

—¡Yo soy tu editora!

—¡No eres mi editora!

—¡Dirás que tampoco soy tu mujer! ¿Por qué te avergüenzas tanto de mí? ¡Y nada menos que delante de todos esos farsantes! ¡Gente que ni siquiera te miraría si este mes no hubieras aparecido en portada! ¡Oh, qué infantil eres! ¡Qué niño! ¡Egocéntrico sin remedio! ¿Es que siempre desearás ser el centro de todo?

A la mañana siguiente, antes de salir hacia el aeropuerto, Joan llamó por teléfono para despedirse.

—Estamos aquí —me dijo.

—Lo sé.

—Si quieres venir y quedarte…

—Bueno, gracias —le dije en un tono tan formal que parecía que la invitación provenía de un perfecto extraño—, puede que alguna vez acepte.

—Me refiero a ti, Peppy. Sólo a ti. No tienes por qué sufrir así, Peppy. No pruebas nada con ser tan desgraciado, absolutamente nada.

En cuanto colgué, Maureen me dijo:

—La verdad es que podrías conseguir las mujeres más guapas, ¿verdad, Peter…? Con tu hermana haciendo de Celestina… ¡Cómo le gustaría eso…!

—Dime, ¿de qué diablos estás hablando ahora?

—De esa expresión desvalida que hay en tu cara, como si estuvieras pensando: «Ah, si no estuviera atado a esta bruja, cuánto me divertiría acostándome con todas hasta cansarme, con todas esas ingenuas sin seso que charlan sin parar».

—¿Otra vez, Maureen? ¿Otra vez? ¿No puedes dejar de tocar el tema por lo menos durante veinticuatro horas?

—¡Entonces, dime algo sobre esa mujer de anoche, la que quería saber quién era tu editor! Sin duda, estaba muy interesada en ello. Vamos, Peter, sé sincero, ¿no te gustaría acostarte con ella? No podías apartar los ojos de sus tetas.

—Puede que haya reparado en ellas. ¡Puede que sí! Aunque no tanto como tú, Maureen.

—¡Ah, no ejercites tu ingenio sardónico conmigo! ¡Admítelo! Querías acostarte con ella. Te morías por follar con ella.

—Te diré la verdad: estaba casi catatónico a su lado.

—¡Sí, conteniendo esa maldita lujuria! ¡Qué esfuerzo contenerla… con todas, menos conmigo! ¡Admítelo, di la verdad por una vez, si yo no hubiese estado allí, habrías vuelto con ella a este mismo hotel! ¡A esta misma cama! ¡Y a ella al menos le habrías hecho el amor anoche! ¡Que es más de lo que yo puedo decir! Ah, ¿por qué deseas a todas las mujeres de este mundo excepto a tu propia mujer?

Mi familia… En marcado contraste con Joan y Alvin, y sus hijos Mab, Melissa, Kim y Anthony, están mi hermano mayor, Morris, su mujer, Lenore, y los mellizos, Abner y Davey. En casa de éstos la preocupación social predominante no tiene que ver con la acumulación de bienes, sino con los medios por los cuales la sociedad podría facilitar una distribución más equitativa de los mismos. Morris es una autoridad en cuanto a naciones subdesarrolladas. Sus viajes a África y al Caribe se realizan bajo el patrocinio de la Comisión de las Naciones Unidas para la Rehabilitación Económica, uno de los muchos organismos internacionales en los cuales Moe actúa como consultor. Es un hombre que se preocupa por todo, pero (a excepción de su familia) por nada tanto como por la desigualdad social y económica. La hoy célebre «cultura de la pobreza» ha sido siempre una obsesión desgarradora para él, desde la época en que trabajaba en la Junta Judía de Bienestar Social del Bronx, y volvía a casa maldiciendo de frustración. Durante los últimos años de la década de los treinta, trabaja allí durante el día y por la noche asistía a la Universidad de Nueva York. Después de la guerra se casó con una estudiante que lo adoraba, hoy una mujer toda bondad, fiel, nerviosa, callada, que hace algunos años, cuando los mellizos empezaron a ir a la guardería, se matriculó en la Escuela de Biblioteconomía de la Universidad de Columbia para obtener una licenciatura. Actualmente es bibliotecaria en una instalación municipal. Los mellizos tienen quince años. El año pasado, los dos se negaron a abandonar el instituto público del sector oeste de Nueva York para asistir al Horace Mann, privado. Durante dos días seguidos, fueron atacados y despojados del escaso dinero que llevaban por unos portorriqueños que han llegado a aterrorizar a todo el que se tropiezan por pasillos, cuartos de baño y canchas de baloncesto del instituto. A pesar de ello, se han negado a convertirse en «hipócritas de escuela privada», término con el cual describen a sus amigos de la vecindad, hijos e hijas de profesores de la Universidad de Columbia que han sido retirados por sus padres de las escuelas públicas. A Morris, que siempre está preocupado por la seguridad física de sus hijos, éstos le gritan indignados: «¿Cómo puedes tú, precisamente tú, proponer que vayamos al Horace Mann? ¿Cómo puedes traicionar tus propios ideales? ¡Eres igual al tío Alvin! ¡Peor!».

Moe, como él mismo dice, es el único culpable de estos despliegues de moralidad heroica. Desde que los chicos fueron capaces de comprender una oración completa, ha estado compartiendo con ellos su desengaño por la forma en que se administra un país como el suyo, tan rico. La historia de la época de la posguerra, con especial énfasis en la continuidad de la injusticia social y la creciente represión política, era la esencia de los cuentos que oían antes de dormirse. En lugar de «Blancanieves y los siete enanitos», las extrañas aventuras del diputado Martin Dies y del Comité de Actividades Antinorteamericanas; en lugar de «Pinocho», el senador Joe McCarthy; en lugar del «tío Remus», con sus leyendas del Sur, las de Paul Robeson y Martin Luther King. No recuerdo haber comido nunca en casa de Moe sin que él estuviese dirigiendo una especie de seminario de política de izquierda para sus dos hijos, que comían, voraces, su estofado y su kasha: los Rosenberg, Henry Wallace, Leon Trotski, Eugene Debs, Norman Thomas, Dwight McDonald, George Orwell, Harry Bridges, Samuel Gompers… algunos de los nombres que suelen ser mencionados entre el aperitivo y el postre, mientras se vela por que cada uno coma lo que le sienta bien, y se aboga por las verduras, y se advierte contra la costumbre de beberse la gaseosa muy deprisa, y se verifica el contenido de todas las fuentes para asegurarse de que hay bastante.

—¡Siéntate! —dice a gritos a su mujer, que ha estado de pie todo el día, y como un enorme delantero que corre tras un tiro lento, corre hacia la cocina a traer otro cuarto de kilo de mantequilla de la nevera.

—¡Un vaso de agua fría, papá! —grita Abner—. ¿Quién quiere más agua fría? ¿Peppy? ¿Quieres más cerveza? La traeré, por si acaso…

Con las enormes manos llenas, vuelve a la mesa, distribuye la mercancía, hace señas a los chicos para que sigan hablando, escucha atentamente a los dos, al que afirma que Alger Hiss tiene que haber sido un espía comunista, y al otro, que, con una voz más estridente aún que la de su hermano, trata de llegar a asimilar el hecho de que Roy Cohn es judío.

A esta casa fui a derrumbarme. Moe, a petición mía, llamó por teléfono a Maureen la noche después del incidente del Brooklyn College para decirle que me había sentido mal y estaba descansando en la cama, en su apartamento. Maureen quiso hablar conmigo. Cuando Moe le dijo que no podía hablar, ella replicó que tomaría el primer avión y se presentaría allí. Moe le dijo:

—Mira, Maureen, ahora no puede ver a nadie. No está en condiciones.

—¡Soy su mujer! —le recordó ella.

—No puede ver a nadie.

—¿Qué sucede ahí, Moe, a mis espaldas? No es un niño, por mucho que vosotros lo creáis. ¿Me oyes? ¡Exijo hablar con mi marido! ¡No acepto interferencias de alguien que pretende hacer de hermano mayor de un hombre que ha ganado el Prix de Rome!

Pero mi hermano mayor no se intimidó y colgó el teléfono.

Al cabo de dos días de ocultarme detrás de su mole, le dije a Moe que ya me encontraba «normal» y que iba a volver a Wisconsin. Habíamos alquilado una cabaña de madera para el verano en el extremo de la península de Michigan, y yo estaba ansioso por salir del apartamento de Madison e instalarme en pleno bosque. Añadí que tenía que continuar con mi novela. «Y volver junto a tu amada», me recordó mi hermano.

Moe nunca había ocultado la poca simpatía que sentía por Maureen; sostenía que era porque, en contraste con su propia mujer, ella era, primero, cristiana, y segundo, pensaba por sí misma. Cuando Moe hizo aquel comentario traté de poner la misma cara de piedra que le ponía a mi hermana cuando criticaba mi matrimonio o a mi mujer. Todavía no le había contado a Moe, ni a nadie, lo que dos meses antes había sabido por Maureen acerca de las circunstancias de nuestra boda, y tampoco acerca de mis relaciones con una alumna, relaciones que Maureen había descubierto. Me limité a decir: «Es mi mujer».

—¿Así que hoy has hablado con ella?

—Es mi mujer, ¿qué quieres que haga?

—Te llamó por teléfono y tú levantaste el auricular y hablaste con ella.

—Hablamos, sí, eso es.

—¡Serás gilipollas…! Hazme un favor, ¿quieres, Peppy? ¡Estás en un estado lamentable! ¡Has sufrido una crisis nerviosa hace apenas dos días! No quiero que mi hermano menor termine con una depresión, ¿comprendes?

—Ya estoy bien.

—¿Es eso lo que te ha dicho tu mujer por teléfono?

—Moe, déjame en paz. No soy una frágil florecilla.

—Sí que eres una frágil florecilla, putz. ¡Eres la florecilla más frágil que he visto en mi vida! Oye, Peppy, tú eras un muchacho extraordinario, muy dotado. Tienes que saberlo. Viniste al mundo con un sistema de radar extenso, complicado, hipersensible, algo extraordinario, y entonces apareció Maureen, una especie de aeroplano de pacotilla que se estrelló en pleno centro de ese radar, y todo el sistema se fue al garete. ¡Y, por lo que veo, sigue así!

—Tengo veintinueve años, Moe.

—¡Pero sigues siendo peor que mis hijos de quince! ¡Por lo menos a ellos los matarán en nombre de un noble ideal! En cambio, a ti no te comprendo… Tratas de actuar como un héroe con una zorra que no vale nada. ¿Por qué, Peppy? ¿Por qué destruyes tu vida, tan joven, por ella? El mundo está lleno de mujeres buenas y generosas y guapas que estarían encantadas de estar con un chico como tú. ¡Peppy, antes las tenías por docenas!

Pensé (y no por vez primera esa semana) en una de aquellas chicas jóvenes, buenas y guapas, mi estudiante de veinte años Karen Oakes, cuyo gran pecado había sido liarse con un Barba Azul como yo. Esa tarde, durante nuestra quinta conversación telefónica en una hora, Maureen me había amenazado con provocar un escándalo en la universidad por lo de Karen, «esa chiquilla tan cariñosa, con su bicicleta y sus trencitas, que se la chupa a su profesor de escritura creativa», si no tomaba el primer avión y volvía a casa «inmediatamente». Pero si yo pensaba regresar no era para evitar que sucediera lo peor. No, aunque al hacer lo que me mandaba y volver a casa pudiese evitar algún acto de venganza salvaje, no me engañaba creyendo que mi convivencia con Maureen pudiese mejorar. Volvía para determinar cómo sería mi vida cuando empeorase aún más. ¿Cómo terminaría todo? ¿Me era posible imaginar el gran final? Sí, podía imaginarlo. En los bosques de Michigan hablaría a gritos de Karen, y yo le abriría de un hachazo su cabeza de loca, es decir, si ella no me apuñalaba primero por la espalda mientras dormía o envenenaba mi comida. Pero, de un modo u otro, yo sería vengado. En efecto, era así como veía el desenlace. Para entonces no tenía más noción de alguna alternativa razonable que un personaje de un melodrama o de una pesadilla. Como si alguna vez hubiese tenido una alternativa a su lado.

Nunca llegué a Wisconsin. A pesar de mis protestas, Moe bajó conmigo en el ascensor, se metió en el taxi conmigo y me acompañó durante todo el trayecto al aeropuerto de La Guardia. Esperó detrás de mí junto al mostrador de la Northwest. Cuando le llegó el turno, compró un asiento junto al mío en el avión que debía llevarme a Madison.

—¿También piensas dormir en nuestra cama? —le pregunté, enojado.

—No sé si dormiré —repuso—, pero, si es necesario, me meteré en ella.

Ante eso, me derrumbé por segunda vez. En el taxi de regreso en Manhattan, en medio de sollozos entrecortados, le conté el engaño a que había recurrido Maureen para que me casara con ella.

—¡Vaya por Dios! —se lamentó—. ¡Debo decir que te has tropezado con una verdadera profesional, hermano!

—¿Tú crees? ¿Lo crees de verdad?

Tenía la cara apretada contra el pecho de Moe y él me abrazaba.

—Y todavía pensabas volver con ella —dijo, ahora con profundo pesar.

—Iba a matarla, Moe.

—¿Tú? ¿, matarla?

—Sí, ¡con un hacha! ¡Con mis propias manos!

—Seguramente, seguramente. ¡Pobre, pobre imbécil! ¡Imbécil pisoteado! ¡Seguramente ibas a matarla!

—¡Sí, iba a matarla! —tartamudeé entre sollozos.

—Oye, eres igual que cuando eras pequeño. Sabías dar, pero no sabías tomar. Ahora, para colmo, tampoco sabes dar. Ah, ¿por qué? ¿Qué te ha sucedido? El mundo no resultó ser como la clase de sexto curso de la Escuela Pública N.º 3, eso es lo que sucedió. En esa época volvía a casa para comer una gruesa rebanada de pan de centeno con fiambre, después de un día de dejar maravillados a todos los maestros. No te preparaste para recibir golpes, Peppy.

Aún llorando, pero ahora con amargura, le pregunté:

—¿Acaso se prepara alguien?

—Pues, a juzgar por lo que cuentas, tu mujer recibió una buena preparación en la materia, y sospecho que tenía planeado pasarte la antorcha olímpica. Por lo que dice cuando habla por teléfono, yo diría que es una de las grandes autoridades en la materia.

—¿Sí?

¿Saben?, al volver ese día del aeropuerto me sentía como alguien a quien informan de lo que ha ocurrido en el mundo después de un período sabático en Marte. Era como si acabase de bajar de una nave espacial, o bien de la popa de un barco de inmigrantes, tan ingenuo, tan perdido, tan raro y confuso me sentía.

A última hora de la tarde estaba en el consultorio del doctor Spielvogel. Moe me esperaba afuera, en la sala de espera, como esos matones encargados de manejar por la fuerza a los que montan jaleos en los bares; allí estaba Moe, con los brazos cruzados y los pies sólidamente apoyados en el suelo, velando por que no se me ocurriera escapar e ir al aeropuerto. Por la noche, Maureen estaba volando al este. Hacía menos de dos días que había notificado al jefe de mi departamento de la facultad que no volvería a mi empleo en otoño. A finales de semana, después de varios intentos infructuosos de entrar en el apartamento de Moe, Maureen había regresado a Madison, sacado nuestras cosas de nuestro apartamento, y vuelto por segunda vez a Nueva York. Se instaló en un hotel para gente de paso en la parte baja de Broadway, y allí pensaba quedarse, dijo, hasta que yo saliera de debajo de las faldas de mi hermano y volviera con ella. Si eso no ocurría, añadió, haría por medio de la justicia lo que yo estaba «obligándola» a hacer. Por teléfono me dijo (cuando sonó, levanté el auricular, a pesar de las recomendaciones de Moe) que mi hermano «odiaba a las mujeres» y que mi nuevo psicoanalista era un «farsante».

—Ni siquiera está autorizado a ejercer, Peter —dijo refiriéndose a Spielvogel—. Me informé sobre él. Es un curandero europeo, que ejerce aquí sin ningún título. No pertenece a ningún instituto psicoanalítico. ¡Con razón te dice que abandones a tu mujer!

—¡Mientes otra vez, Maureen! ¡Te has inventado todo eso! Eres capaz de decir cualquier cosa.

—¡El mentiroso eres ! ¡Tú eres el traidor! ¡Tú eres quien me engañó con esa estudiante tuya! ¡Estuviste unos meses con ella a mis espaldas!

—¿Y qué hiciste tú para que me casara contigo? ¿Qué hiciste?

—Oh, ya sabía que no debería haberte contado eso. ¡Sabía que algún día lo usarías contra mí para justificar tu conducta y tus asquerosas infidelidades! ¿Cómo puedes dejar que esas dos personas te vuelvan contra tu propia mujer, cuando es todo culpa tuya, cuando eras tú quien iba acostándose a diestro y siniestro con las estudiantes?

—No me acostaba a diestro y siniestro…

—Peter, ¡te sorprendí en plena faena con la chica de las trencitas!

—¡Eso no es a diestro y siniestro, Maureen! Y fuiste tú quien me volviste contra ti, con tu jodida paranoia demente.

—¿Cuándo? Me gustaría saber cuándo hice eso…

—¡Desde el principio! ¡Desde antes de que nos casáramos!

—En ese caso, ¿por qué diablos te casaste conmigo, puesto que ya entonces te resultaba tan repulsiva? ¿Para después castigarme, como lo haces ahora?

—Me casé porque me engañaste. ¿Por qué, si no?

—Pero eso no quiere decir que tuvieras que casarte conmigo… ¡Podrías haberte decidido por ti solo! ¡Y lo decidiste, mentiroso! ¿Ni siquiera recuerdas lo que sucedió? Me pediste que fuera tu mujer. Te declaraste.

—¡Porque, entre otras cosas, amenazaste con matarte si no me casaba contigo!

—¿Y vas a decirme que me creíste? ¿Qué? ¿De verdad creíste que iba a matarme por ti? ¡Eres un narcisista increíble! ¡Eres un maniático, un ególatra, un egoísta! ¡Realmente piensas que toda la existencia humana empieza y acaba contigo!

—¡No, no, eres tú quien piensa eso! ¿Por qué otro motivo no me dejas en paz?

—¡Joder! —se lamentó—, ¡Joder! ¿Nunca has oído hablar del amor?