En busca del desastre

(O seriedad en los cincuenta).

No, no me casé por razones sentimentales. Nadie puede acusarme de eso. No elegí a mi mujer por temor a la soledad, ni para tener una «compañera» o una cocinera, o una «compañía» para mi vejez, y decididamente tampoco lo hice por lujuria. Digan lo que digan hoy de mí, el deseo sexual no tuvo nada que ver. Al contrario. Aunque mi mujer era bastante bonita: cabeza nórdica, cuadrada, fuerte, ojos azules de expresión decidida (que yo veía, lleno de admiración, como «tormentosos»), pelo liso, color de trigo, cortado sobre la frente, sonrisa generosa, risa atrayente, franca, las proporciones de su pequeño cuerpo recordaban casi a las de una enana, y desde el principio hasta el fin me resultó repelente. Su modo de andar me desagradaba especialmente: masculina, torpe, adquiría un ritmo bamboleante cuando trataba de moverse con rapidez, y en mi mente la asociaba con imágenes de vaqueros y de marineros de buques de carga. Al verla correr a mi encuentro en una calle de Chicago, siendo ya amantes, yo retrocedía, incluso aunque estuviese lejos, ante la perspectiva de tener que abrazar ese cuerpo, frente a la idea de que deliberadamente la había hecho mía.

Lydia Ketterer era divorciada, cinco años mayor que yo y madre de una niña de diez años que vivía con el exmarido de Lydia y su segunda mujer en un barrio de nueva construcción de las afueras, al sur de Chicago. Durante su matrimonio, siempre que Lydia osaba criticar o cuestionar las opiniones de su marido, él la levantaba en vilo —era dos veces más pesado que ella y quince centímetros más alto— y la lanzaba contra la pared más próxima. En los meses que siguieron al divorcio la humillaba valiéndose de la hija, que entonces tenía seis años y estaba bajo la custodia de Lydia. Y más tarde, cuando dieron de alta a Lydia del hospital y volvió a su apartamento, se negó a devolver la niña a su madre.

Era el segundo hombre que había estado a punto de destrozarla. El primero, su padre, la había seducido cuando tenía doce años. Su madre estaba recluida en la cama desde el nacimiento de Lydia, aquejada de algo que parecía ser sólo lumbago, pero sufría una debilidad crónica y estaba siempre al borde de la muerte. Después de la huida de su padre, llevaron a Lydia a vivir con dos tías solteronas en Skokie. Hasta que se escapó con Ketterer a los dieciocho años, compartió con su madre un cuarto al fondo de ese acogedor hogar, cuyos dioses eran el aviador Lindbergh, el senador Bilbo, el cura Coughlin y el patriota Gerald K. Smith. Fue para ella una vida con poco más que castigo, humillaciones, traición y derrota, y era todo esto lo que me atraía, a pesar de todas mis prevenciones.

Por supuesto, el contraste con mis propios orígenes, llenos de afecto y solidaridad familiar, era avasallador. Mientras Lydia recordaba la cantidad de noches que se había pasado aplicando linimento Sloan en la espalda de su madre, yo no recordaba ni una sola hora de mi infancia en que mi madre estuviera incapacitada para cumplir los ritos de su cargo. Y si en verdad alguna vez había estado enferma, no había interrumpido jamás su costumbre de silbar aquel continuo popurrí de «canciones populares» que la acompañaba a lo largo de su jornada de trabajo doméstico y familiar. El enfermo en mi casa era yo: difteria asfixiante, las subsiguientes infecciones respiratorias (una vez al año), debilitantes fiebres glandulares, misteriosas crisis de «alergia»… Hasta la pubertad, solía pasar tanto tiempo en cama o debajo de una manta, en el sofá de la sala, como sentado a mi pupitre escolar, todo lo cual confiere al carácter de mi madre, que siempre estaba silbando —el cartero la llama «la señora Jilguero»— una cualidad más portentosa aún. También mi padre estaba siempre alegre, a pesar de su recio carácter. Aunque estaba en su naturaleza ser mucho más solemne que la enérgica campesina que era mi madre, sabía estar a la altura de todas las dificultades que mi familia debía encarar: la depresión económica, mis enfermedades y los inexplicables matrimonios de mi hermana mayor. Sonia se había casado dos veces con hijos de sicilianos. Su primer marido fue un estafador y luego un suicida, y el segundo era honesto en sus negocios pero, en otros aspectos, «tosco como un adoquín», y, según el término yiddish que resumía a la perfección todo el peso de nuestra decepción y desprecio, prust.

Nosotros mismos no éramos elegantes, pero, por otra parte, tampoco éramos del todo rústicos. Me habían inculcado que la dignidad no tenía nada que ver con el rango social. El carácter, la conducta, lo eran todo. Mi madre solía reírse y mofarse de las mujeres que soñaban con abrigos de visón y con vacaciones en Miami Beach. «Para esa mujer —solía decir desdeñosamente de alguna vecina tonta—, el principio y el fin de la vida es usar zorros plateados y salir a alternar con el hoi polloi». Sólo cuando fui a la universidad y empleé la expresión incorrectamente en una ocasión, descubrí que mi madre se refería al gran mundo, tal vez porque hoi polloi le sonaba a ella como una de esas expresiones que se usan para referirse a la gente que se da aires; pero, en realidad, significaba «las masas».

Hasta aquí lo relativo a la lucha de clases como tema candente en mi casa, o al resentimiento social y la ambición como motivaciones de la conducta. Mucho más que una gran cuenta bancaria, el carácter era para mis padres la medida del valor de un individuo. Gente decente, sensata. Es difícil de comprender por qué sus dos vástagos malgastaron su vida como lo hicieron, por qué los matrimonios de sus dos hijos fueron desastrosos. Que el primer marido de mi hermana y que la única mujer que yo tuve se hubiesen suicidado podría indicar algo acerca de nuestra propia formación. Pero ¿qué? No tengo teorías al respecto. Si hay padres que no son responsables de la insensatez de los hijos, ésos fueron los míos.

Mi padre era contable. Gracias a su excelente memoria y a su rapidez en materia de números, lo consideraban el sabio local en nuestro vecindario de judíos laboriosos, norteamericanos de primera generación, y era el contable más consultado por la gente que pasaba por dificultades económicas. Hombre magro, austero, desprovisto de cualquier asomo de sentido del humor, vestido siempre con camisa blanca y corbata, me comunicaba su afecto de una manera lacónica, insípida, que me causa hoy un dolor cargado de ternura, especialmente ahora que está encamado y que yo vivo en un exilio voluntario, a miles de kilómetros de su cabecera.

Cuando yo era el paciente enfermizo y febril, sentía algo más que curiosidad respecto a mi padre, como si él fuera una especie de juguete eléctrico que venía a jugar conmigo todas las tardes a las seis en punto. Su idea de divertirme consistía en enseñarme a resolver los problemas de aritmética, que para él eran como un truco de magia. «Rebaja —anunciaba, casi como un estudiante que recita el título de un poema—. Un comerciante que deseaba vender un abrigo cortado a la moda del año anterior, lo rebaja de su precio original de treinta dólares, a veinticuatro. Como no logra venderlo, vuelve a rebajarlo a diecinueve dólares con veinte centavos. Tampoco encuentra comprador, así que lo rebaja nuevamente, y esta vez lo vende». En este punto se detenía. Si yo quería, podía pedirle que repitiera algunos detalles, o bien todos. Si yo callaba, proseguía: «Bien, Nathan, ¿cuál fue el último precio de venta, si la última rebaja fue proporcional a las anteriores?». También estaba el problema «Cadenas»: «Un leñador tiene seis trozos de cadena, cada uno de ellos con cuatro eslabones. Si el coste de abrir uno de esos eslabones…». Y así sucesivamente. Al día siguiente, mientras mi madre silbaba algo de Gershwin y lavaba las camisas de mi padre, yo, en la cama, soñaba despierto con el comerciante y con el leñador. ¿A quién le había vendido, por fin, el abrigo? ¿Se había dado cuenta el comprador de que era un abrigo del año pasado? Si lo usaba para ir al restaurante, ¿se reiría de él la gente? ¿Y cómo era el estilo del año pasado, ahora que pensaba en ello? «Tampoco encontró comprador», me repetía en voz alta, sintiendo motivos para estar triste ante esta idea. Aún recuerdo la carga que tenía para mí la palabra «compradores». ¿Podría haber sido el leñador con los seis pedazos de cadena quien, en su rústica inocencia, había comprado el abrigo cortado al estilo del año pasado? ¿Y por qué de pronto necesitaba un abrigo? ¿Habría sido invitado a un baile de gala, quizá? ¿Quién lo había invitado? A mi madre, las preguntas que le hacía le parecían «adorables» y se alegraba de que me diesen algo en que pensar mientras ella estaba ocupada con las labores domésticas y no tenía tiempo para ir a jugar a las cartas o a las damas conmigo. Mi padre, en cambio, se desesperaba al ver que me intrigaban los detalles fantásticos y sin importancia de la geografía, y la personalidad, y las intenciones, en lugar de la sencilla belleza de las soluciones aritméticas. No veía en ello la prueba de una gran inteligencia, y tenía razón.

No siento nostalgia por esa infancia enfermiza. Ni un ápice de nostalgia. Al comenzar mi adolescencia, soportaba humillaciones diarias en el patio de la escuela (en ese momento, para mí no podía haber nada peor) debido a mi apocamiento físico y mi torpeza en todos los deportes. Además, vivía constantemente enfurecido por la solicitud que mis padres insistían en prodigarme en cuestiones de salud, aun después de haberme transformado, a los dieciséis años, en un muchacho fuerte y de anchas espaldas. A esa edad, para compensar mi desmañada y ridícula actuación en el lado izquierdo o en la línea de faltas, opté por quedarme jugando a los dados en la fétida trastienda de la confitería de la esquina y por salir todas las noches de sábado, en un coche viejísimo y repleto de «tipos que fuman y lo saben todo», como los describía mi padre, a la vana búsqueda del burdel que, según los rumores, tenía que estar en algún punto del estado de New Jersey. El temor que yo sentía era, desde luego, mucho mayor que el de mis padres. Estaba seguro de que me despertaría una mañana luchando por respirar, con un soplo cardíaco, o bien con uno de mis accesos de fiebre de cuarenta y un grados… Estos temores hacían que mi agresividad contra mis padres fuese particularmente cruel incluso para un adolescente como yo, y los dejase atónitos y amedrentados durante años. Si mi peor enemigo me hubiera dicho «¡Ojalá te mueras, Zuckerman!», no me habría sentido más irritado que cuando mi bienintencionado padre me preguntaba si había recordado tomar mis vitaminas, o cuando mi madre me daba un largo beso en la frente mientras comíamos para ver si el resfriado me había subido la fiebre. ¡Cuánto me enfurecía esa ternura! Recuerdo haber sentido verdadero alivio cuando sorprendieron al primer marido de mi hermana con la mano dentro de la caja en la empresa de combustibles para calefacción de su tío, y Sonia pasó a ser el motivo de preocupación de mis padres. Y de mí mismo. A veces venía a casa a llorar sobre mi hombro de diecisiete años, después de haber visitado a Billy en la cárcel donde cumplía una condena de un año y un día. Y qué agradable era, qué edificante, no estar en el papel de recibir toda esa solicitud, como había sido el caso cuando Sonia y yo éramos niños, y yo era el pequeño enfermo que no salía y a quien ella entretenía sin quejarse durante horas.

Unos años más tarde, estando yo en la Universidad de Rutgers, Billy hizo a mis padres el favor de colgarse con una cuerda del riel de las cortinas de su dormitorio. Supongo que pensó que no aguantaría su peso. Conociendo a Billy, me imagino que esperaba que la barra se rompiera y que le encontrasen, respirando aún, tendido en el suelo, cuando mis padres volvieran de hacer la compra. Cabía suponer que el espectáculo de un yerno con los tobillos hinchados y una cuerda al cuello llevaría a mi padre a pagar la deuda de cinco mil dólares que Billy tenía. Pero la barra resultó ser más resistente de lo que Billy había supuesto, y Billy se ahorcó. Por fin, hay quien hubiese pensado. Pero no; al año siguiente, Sunny se casó «con otro de ésos», como decía mi padre. El mismo pelo negro y crespo, el mismo mentón varonilmente partido, los mismos repugnantes antecedentes familiares. La debilidad de Johnny no eran los caballos, sino las mujerzuelas. En cualquier caso, el matrimonio ha funcionado. Cada vez que mi cuñado es sorprendido en falta, cae de rodillas e implora el perdón de Sunny, un gesto que parece dar resultado con mi hermana, pero no con mi padre. «¡Le besa los zapatos —suele decir—, como si fuera una señal de respeto, de amor, de algo!». Tienen cuatro hermosos niños de pelo ondulado, o al menos eran guapos la última vez que los vi, en 1962: Donna, Louis, John hijo y Marie, cuyo nombre fue el que más nos ofendió. John padre construye piscinas de natación y gana lo suficiente como para poder pagar cien dólares por acostarse con una prostituta de lujo de Nueva York y no sentir nada, al menos económicamente hablando. La última vez que la visité, en la casa de verano de la colonia de descendientes de italianos de los Catskills, la cantidad de almohadones rosados, estilo harén, que vi en la sala era mayor aún que la que hay en la sala de la casa de Scotch Plains. Y el molinillo de pimienta es aún más espectacular que el otro. En ambas «residencias» la platería y la ropa blanca llevan el monograma SZR, las iniciales de mi hermana.

Pero ¿cómo? Esta pregunta me obsesionaba. ¿Cómo podía ser que mi hermana, que había ensayado en la sala, una y otra vez, las canciones de Canción de Noruega y las de El príncipe estudiante, durante tantas horas que yo hubiera querido ser noruego, o príncipe; la hermana que estudiaba «canto» con el doctor Bresslenstein en su estudio del norte de Filadelfia y a los quince años ya cantaba «Because» por dinero, en las bodas; mi hermana, con sus voluptuosos y altivos aires de prima donna cuando las otras chicas estaban todavía obsesionadas por los chicos y por el acné, cómo podía haber terminado en una casa que parecía un harén, con hijos educados por monjas, y poniendo Jerry Vale interpreta éxitos italianos en el estéreo para entretener a mis mudos padres cuando iban a visitarla los domingos? ¿Cómo? ¿Por qué?

Cuando Sonia se casó por segunda vez, no dejaba de preguntarme si no se habría metido en alguna secta religiosa secreta y misteriosa, si no estaría empeñada en mortificarse deliberadamente para sondear los arcanos de su espíritu. Me la imaginaba en la cama, sí, en la cama por la noche, con ese estúpido y apuesto marido a su lado. Sin duda, se regocijaba en la oscuridad por saber que, sin que nadie lo sospechara —y el «nadie» se refería a sus perplejos padres y al incrédulo hermano universitario—, seguía siendo la misma persona que nos deleitaba desde el escenario de la Asociación de Jóvenes Judíos con lo que Bresslenstein, un pobre refugiado de Palestina, pero, según él mismo, famoso empresario de Munich, la describía ante mi madre como alguien que tenía «una bellísima coloratura: una nueva Lily Pons». La imaginaba una noche a la hora de la comida, golpeando la puerta de servicio de nuestro apartamento, con el pelo suelto sobre los hombros, como antes, vestida con el mismo vestido largo bordado que había usado en El príncipe estudiante: mi hermosa y vivaz hermana, cuya aparición en el escenario hacía que se me saltaran las lágrimas de orgullo, nuestra Lily Pons, nuestra Galli-Curci, nos era devuelta, encantadora como siempre y no corrompida: «Tenía que hacerlo —nos explicaba cuando los tres corríamos a abrazarla—, si no, no habría tenido sentido».

En resumen, me costaba reconciliarme con el hecho de tener una hermana en las afueras. Yo, un universitario arrogante, un elitista que ya leía a Allen Tate sobre lo sublime, y los del profesor Leavis sobre Matthew Arnold mientras desayunaba un tazón de cereales. Los pasatiempos y los adornos de ella me parecían tan vulgares como los de millones y millones de familias norteamericanas. En lugar de ello, imaginaba a Sonia Zuckerman Ruggieri en el purgatorio.

A Lydia Jorgenson Ketterer la imaginaba en el infierno. Pero ¿quién, al oír las historias sobre su espeluznante pasado, podría no imaginarla allí? En comparación, mi propia infancia, mi debilidad, mis fiebres y todo lo demás parecían una versión del paraíso, puesto que mientras yo había sido el niño servido, ella había sido la niña sirvienta, la esclava, la enfermera a todas horas de una madre hipocondríaca y la víctima de un padre enloquecido.

La historia del incesto, tal como la relataba Lydia, era relativamente simple, tan simple que me dejó atónito. En esa época, yo no podía concebir en absoluto que un acto que asociaba exclusivamente con una obra maestra del drama clásico hubiese ocurrido realmente, sin mensajeros, ni coros, ni oráculos, entre un repartidor de leche de Chicago con su mono de las Granjas Bloomfield y su adormilada hijita de ojos azules, antes de que ella se fuese a la escuela. Pero había ocurrido. «Una vez —a Lydia le gustaba empezar así la historia—, una mañana de invierno, muy temprano, cuando iba a salir a buscar la camioneta de reparto, un padre entró en el cuarto de su hija y se echó junto a ella en la cama, vestido para ir al trabajo». Estaba temblando y sollozando. «Eres todo lo que tengo, Lydia, eres todo lo que tiene tu papaíto. Estoy casado con un cadáver». Luego se bajó el mono hasta los tobillos, simplemente porque estaba casado con un cadáver. «Fue fácil», dijo Lydia. Cuando se puso encima de ella, Lydia la niña, como Lydia la mujer, no gritó ni levantó la cabeza para clavarle los dientes en el cuello. Se le ocurrió morderle la nuez, pero temió que gritara y despertara a su madre, que necesitaba dormir. Temió que los gritos de su padre despertaran a su madre. Además, no quería hacerle daño: era su padre. El señor Jorgenson fue al trabajo esa mañana, pero más tarde encontraron su camión abandonado en la reserva forestal. «Y adónde fue —seguía diciendo Lydia con la serenidad de quien relata un cuento de hadas— es algo que nadie supo nunca», ni la inválida a quien había abandonado sin un centavo, ni la aterrorizada hija. En un principio algo hizo suponer a Lydia que había huido al «Polo Norte», aunque al mismo tiempo estaba convencida de que acechaba en el barrio, preparado para destrozarle el cráneo de una pedrada si llegaba a contar a alguna de sus amiguitas qué le había hecho antes de desaparecer. Durante los años siguientes —incluso siendo ya una mujer adulta, incluso después de su crisis nerviosa— siempre que iba al Loop en Navidad se preguntaba si alguno de los Papá Noel que agitaban una campanilla a la entrada de las tiendas para atraer a los compradores sería su padre. De hecho, cuando a los dieciocho años decidió huir de Skokie con Ketterer, se había aproximado al Papá Noel que estaba a la puerta de Golblatt’s y le había dicho: «Voy a casarme. Ya no me importas. Me caso con un hombre que mide un metro ochenta y cinco y pesa cien kilos, y si alguna vez llegas a seguirme, te romperá los huesos».

«Todavía no sé qué era una locura peor —decía Lydia—: fingir que ese sorprendido Papá Noel era mi padre, o imaginar que el palurdo con quien me casaba era un hombre».

El incesto, el violento matrimonio, luego lo que Lydia llamaba su «coqueteo con la locura». Un mes después de que Lydia se hubo divorciado de Ketterer alegando malos tratos, su madre consiguió por fin sufrir el ataque cerebral para el cual había estado preparándose toda su vida. Durante la semana que la mujer pasó postrada en el hospital, con una mascarilla de oxígeno sobre la cara, Lydia se negó a visitarla. «Les dije a mis tías que ya había dedicado a esa causa todas las horas que me correspondían. Si iba a morir, ¿cómo podía yo contribuir a evitarlo? Y si estaba fingiendo otra vez, me negaba a ser cómplice». Y cuando la madre, por fin, expiró, la pena, el alivio, el júbilo o la culpabilidad de Lydia tomaron la forma de una especie de sopor. Al parecer, no merecía la pena hacer nada: alimentaba y vestía a Mónica, su hija de seis años, pero no mucho más. No se cambiaba de ropa, ni hacía las camas, ni lavaba los platos. Cuando abría una lata para comer algo, invariablemente descubría que era una lata de comida para gatos. Empezó a escribir en las paredes con una barra de labios. El domingo que siguió al funeral, cuando Ketterer llegó para llevarse a Mónica a pasar el día con él, encontró a la niña vestida y preparada para salir, sentada en una silla, y las paredes del apartamento cubiertas de preguntas en letras mayúsculas: «¿POR QUÉ NO? ¿TÚ TAMBIÉN? ¿POR QUÉ HABRÍAN DE HACERLO? ¿QUIÉN LO DICE? ¿LO HAREMOS?»

—Ah, cómo le gustó eso —me decía Lydia. Casi podía ver lo que pasaba por su mente, o como quieras llamarla. ¿Sabes?, no podía soportar que me hubiese divorciado de él, no podía soportar que un juez se hubiera enterado de lo brutal que era. No podía soportar haberse quedado sin su saco de boxeo. «Te crees tan inteligente porque vas a todos esos museos de arte, crees que puedes dar órdenes a tu marido». Ése era el momento en que me levantaba en el aire y me arrojaba contra la pared. Siempre me repetía que tendría que haber vivido de rodillas porque él me había salvado de la casa de mis tías, que debía idolatrarlo por haberse hecho cargo de alguien que era prácticamente una huérfana y haberle dado un hogar y una hija y dinero que gastar en entradas a museos. En esos siete años sólo una vez, ¿sabes?, había ido al Art Institut con mi primo Bob, que es soltero y profesor de instituto. Me llevó a un museo, y cuando estábamos solos en una de las salas vacías, me mostró sus genitales. Me dijo que sólo quería que lo mirara, que eso era todo. Me dijo que no quería que lo tocara. Así que no le toqué. No hice nada. Como con mi padre, sentí lástima por él. Allí estaba yo, casada con un monstruo, y allí estaba mi primo Bob, al que mi padre llamaba «ese tragalibros». Qué familia tan distinguida la mía. En cualquier caso, Ketterer derribó la puerta y vio que lo de las paredes estaba escrito con mi letra, y yo no podría haberme sentido más feliz. Sobre todo cuando vio lo que yo fingía estar tomando como desayuno. No tenía la más mínima intención de beber mi propia orina ni de comer mierda de gato y rebanadas de vela. Sabía que él vendría, y por eso había preparado todo. ¡Si hubieras visto qué solicitud mostró! «Necesitas un médico, Lydia, necesitas un médico inmediatamente». Pero llamó a la ambulancia municipal. Cuando dos hombres con batas blancas entraron en el apartamento, no pude evitar sonreír. No tenía de qué reírme, pero me reí. Y luego les dije «¿Señores, no quieren comer un poco de mierda de gato?», porque sabía qué tipo de cosas dice uno cuando está loco. O al menos es lo que suponen todos. Lo que en realidad digo cuando estoy loca son cosas como «Hoy es martes», o bien «Deme un kilo de carne picada». No, esto no es más que pura astucia. No escribas esto. No sé lo que digo cuando estoy loca, ni tampoco si alguna vez estuve loca. La verdad es que no era más que una especie de coqueteo.

Sin embargo, sea como fuere, aquello significó el final de su maternidad. Al ser dada de alta en el hospital cinco semanas más tarde, Ketterer le anunció que volvía a casarse. No había pensado «abordar la cuestión» tan pronto, pero ahora que Lydia había demostrado públicamente que era la loca que él había tenido que soportar a solas durante siete desgraciados años, sentía la obligación de proporcionar a su hija un hogar y una madre normales. Y si Lydia quería apelar la decisión ante la justicia, pues ya podía intentarlo. Al parecer, había hecho fotografías de las paredes pintarrajeadas y reunido a unos cuantos vecinos dispuestos a declarar sobre el aspecto y el mal olor de su mujer durante la semana anterior al día en que… «te destapaste, chica», le decía Ketterer. No le importaba cuánto tendría que gastarse en los honorarios de un abogado. Se gastaría hasta el último centavo para salvar a Mónica de una loca que se comía sus propias heces. Y —añadía Lydia—, para zafarse de la obligación de pasarme dinero por alimentos.

«Estuve de acá para allá, enloquecida, durante días, implorando a los vecinos que no declarasen contra mí. Sabían cuánto quería a Mónica, sabían cuánto me quería ella, sabían que todo había sido por la muerte de mi madre, porque estaba agotada y todo lo demás. Estoy segura de que les aterroricé, diciéndoles que con todo lo que “sabían” y no tenían ni para empezar a saber algo de mi vida. Estoy segura de que quería aterrorizarlos. Incluso recurrí a un abogado. Me senté en su oficina y lloré, y él me aseguró que tenía derecho a pedir que me devolvieran a mi hija, y que para el señor Ketterer la cosa sería algo más difícil de lo que él creía, etcétera. Muy alentador, muy comprensivo, muy optimista. Así que salí de su oficina, fui caminando hasta la terminal de autobuses y tomé uno para Canadá. Fui a Winnipeg en busca de una agencia de empleo. Quería trabajar como cocinera en un aserradero. Cuanto más al norte, mejor. Quería cocinar para cien hombres fuertes y hambrientos. Durante todo el viaje hasta Winnipeg me imaginaba en la cocina de un campamento enorme, en medio de los bosques helados, preparando huevos fritos con beicon y pan casero, y una cafetera tras otra de café negro para la comida matinal, preparándoles el desayuno cuando todavía estaba oscuro, y yo la única persona despierta en todo el campamento. Y luego las mañanas largas y soleadas, la limpieza y los preparativos para la cena, cuando por la noche llegaran todos, cansados por el pesado trabajo en el bosque. Era la fantasía más simple e infantil que se pueda imaginar. Que yo podía imaginar. Sería la sirvienta de cien hombres vigorosos, y a cambio de ello me protegerían de todo mal. Sería la única mujer en toda la explotación, y como era la única allí, nadie se atrevería nunca a aprovecharse de mi situación. Me quedé tres días en Winnipeg. Me dediqué a ir al cine. Tenía miedo de ir a un aserradero y pedir trabajo allí; estaba segura de que me tomarían por una prostituta. ¡Ah, qué banal es estar loca! O quizá sea banal ser yo misma, simplemente. ¿Qué puede ser más banal que haber sido seducida por tu propio padre y vivir desde entonces con esa “herida”? Quiero decir que siempre estaba pensando: “No tengo por qué actuar de este modo. No hay necesidad de actuar como una loca, nunca la ha habido. No hay necesidad de huir hasta el Polo Norte. Estoy fingiendo. Lo único que tengo que hacer para cambiar es cambiar”. Siempre me acordaba de mis tías cuando me decían, si llegaba a insinuar llanto o la menor objeción frente a cualquier cosa: “Calma, Lydia, espíritu sobre materia”. No debes lamentarte por lo que ya no tiene remedio, Lydia. Allí estaba, en Canadá, sentada en el cine y viendo películas, y se me pasaban por la mente todas esas expresiones que tanto había odiado siempre, pero que tenían un sentido indudable. Serénate, Lydia. Espíritu sobre materia, Lydia. No hay que lamentar lo ya sucedido, Lydia. Si no tienes éxito, Lydia (y la verdad es que no lo tienes), prueba otra vez. Nada podría haberme resultado más claro en aquel momento que la idea de que estar sentada en un cine de Winnipeg tenía menos sentido que ninguna otra cosa que pudiese intentar para salvar a Mónica de su padre. No pude evitar concluir que en realidad no quería salvarla. La doctora Rutherford me dice ahora que eso era así, ni más ni menos. No es que sea necesario ser un psicoterapeuta muy experto para ver dentro de alguien como yo. ¿Cómo volví a Chicago? Según la doctora Rutherford, cumpliendo lo que me había propuesto hacer. Vivía en un hotel de dos dólares la noche, que resultó estar situado en el peor de los arrabales de Winnipeg. Como si Lydia no lo supiera, dice la doctora Rutherford. A la tercera mañana, cuando bajé a pagar la habitación, el empleado que atendía el mostrador me preguntó si quería ganar un dinero fácil. Podía ganar mucho posando para fotografías, me dijo, sobre todo si era rubia por todas partes. Empecé a llorar a gritos. El hombre llamó a un policía, y éste a un médico, y decidieron que debía volver aquí. Así fue como me deshice de mi hija. Cualquiera podría haber pensado que lo más sencillo habría sido ahogarla en la bañera».

Podría decir que me fascinaba su historia, de tan espeluznante, pero sería una verdad a medias. Estaba, además, la forma que le daba al relato: la actitud serena, familiar, incluso íntima, de Lydia ante el dolor, su cómica aceptación de su propia locura, aumentaban considerablemente el atractivo de la historia, o, para expresarlo de otro modo, contribuían en buena parte a calmar los temores que pudiesen esperarse en un hombre joven y sin experiencia, proveniente de un medio convencional, respecto de una mujer con un pasado tan difícil. ¿Quién podría detectar indicios de un impulso suicida y homicida en un estilo retórico tan exento de ira o de furor vengativo? No, no, era una mujer que había elaborado su experiencia, que había adquirido profundidad por medio de todo aquel dolor. Alguien así, de aspecto decididamente vulgar, una norteamericana rubia, menuda y guapa, con un rostro como el de un millón de otras, sin la ventaja de lectura alguna ni de maestro alguno, tendría que haber utilizado cada partícula de su inteligencia para llegar a una especie de sabiduría acerca de sí misma. Sin duda, hacía falta sabiduría para recitar con un sarcasmo tan suave, incluso indulgente, una crónica tan espantosa, llena de mala suerte y de injusticias. Yo creía que era necesario tener un alma tan cruel como la de Ketterer para no apreciar el triunfo moral que eso representaba… o bien hacía falta ser simplemente alguien diferente de yo mismo.

Conocí a la mujer junto a la cual habría de arruinar mi vida, apenas unos meses después de haber vuelto a Chicago, en el otoño de 1956, después de ser licenciado del ejército antes de la fecha prevista. Iba a cumplir veinticuatro años, tenía una licenciatura de letras y antes de incorporarme a filas me habían invitado a volver a mi universidad, al finalizar el servicio militar, como profesor para los cursos de técnica narrativa en lengua inglesa. Fuera como fuese, mis padres se habrían sentido entusiasmados por lo que consideraban el carácter eminente de mi cargo. De hecho, veían en ese «honor» algo así como una recompensa divina por la desgracia que había recaído sobre mi hermana. Dirigían sus cartas, sin ninguna ironía, al «profesor Nathan Zuckerman». Estoy seguro de que muchas de ellas, que no contenían más que una o dos líneas sobre el tiempo que hacía en New Jersey, eran remitidas sólo por el placer de escribir el nombre del destinatario en el sobre.

Yo mismo estaba satisfecho, aunque no deslumbrado. En realidad, el ejemplo de mis propios padres, incansables y resueltos, había inculcado tan profundamente en mí los hábitos que contribuyen al éxito que apenas tenía una somera comprensión del fracaso. ¿Por qué fracasaba la gente? En la universidad había contemplado con admiración y respeto a los compañeros que se presentaban a los exámenes sin haberse preparado, o que no entregaban sus trabajos cuando debían. ¿Por qué, me preguntaba, habrían de querer hacer las cosas de ese modo? ¿Por qué habría de preferir alguien la ignominia de la derrota a los auténticos placeres del éxito? Sobre todo cuando era tan fácil de obtener. Sólo había que prestar atención, ser metódico, meticuloso, puntual y perseverante. Sólo había que ser ordenado, paciente, industrioso, disciplinado… y, por supuesto, inteligente. Sólo eso. ¿Había algo más sencillo?

¡Cuánta confianza tenía en aquella época! ¡Cuánta fuerza de voluntad y cuánta energía! ¡Y cómo devoraba horarios y programas! Todas las mañanas me levantaba a las siete menos cuarto para ponerme un viejo bañador y hacer media hora de ejercicios en el suelo, además de flexiones y muchos otros de los que se ilustraban en un manual de gimnasia que conservaba desde mi adolescencia y que aún me resultaba útil. Había sido editado en la Segunda Guerra Mundial, y se titulaba Cómo ser duro como un marine. A las ocho ya había recorrido en mi bicicleta el kilómetro y medio que había hasta mi oficina sobre el Midway. Allí hacía una revisión rápida de la clase del día y del programa de composición literaria, dividido en secciones, cada una de las cuales ilustraba una serie de técnicas retóricas: los pasajes eran breves para que fuera posible analizarlos prolijamente, y casi todos provenían de obras de los olímpicos: Aristóteles, Hobbes, Mill, Gibbon, Pater, Shaw, Swift, sir Thomas Browne… Mis tres clases de composición literaria de primer curso me ocupaban una hora cada una, cinco veces por semana. Comenzaba a las ocho y media y terminaba a las once y media, tres horas consecutivas de oír más o menos el mismo tipo de debate entre los estudiantes y de objetar más o menos las mismas observaciones. A pesar de ello, mi entusiasmo no disminuía. En realidad, gran parte del placer que yo sentía estribaba en lograr que cada hora pareciese la primera del día. Además, había algo de la satisfacción que para un hombre joven deriva de ejercer cierta autoridad, especialmente cuando dicha autoridad no exige el uso de otras divisas que la inteligencia, la industriosidad, una corbata y una chaqueta. Y desde luego disfrutaba, como cuando era estudiante, de la cortesía y la seriedad del «intercambio pedagógico». Era bastante común en la universidad que profesores y estudiantes se dirigiesen unos a otros por su nombre de pila, al menos fuera de las aulas. Pero yo nunca consideré esto como una posibilidad, del mismo modo que a mi padre jamás se le habría ocurrido mostrar familiaridad en las oficinas de quienes lo empleaban para llevar sus libros de cuentas. Como mi padre, prefería que me considerasen lo suficientemente rígido como para dejar fuera cualquier consideración ajena al trabajo que había que hacer, de modo que ninguna de las partes se viese tentada de desplegar una responsabilidad menor a la «adecuada». Para alguien cuya edad estaba tan próxima a la de sus alumnos, había un peligro especial en tratar de parecer «un buen chico», uno de sus «colegas». Pero también estaba el peligro de asumir una actitud de superioridad que fuese no sólo injustificada en alguien con mis antecedentes, sino también vergonzosa en sí misma.

Que me resultara necesario mantenerme alerta con relación a cada uno de los aspectos de mi conducta podía sugerir la idea de que no tenía aptitud natural para desempeñar mi puesto. Pero en realidad mi estado de ánimo era la expresión del entusiasmo que sentía por lo que veía como mi vocación. Y en aquella época ponía un empeño apasionado en juzgarme en todos los detalles y según las pautas más estrictas.

A mediodía regresaba a mi pequeño apartamento y, después de haberme comido un bocadillo que yo mismo me había preparado, me sumergía en la tarea de escribir cuentos. Los tres cuentos cortos que había escrito por las noches durante mi época en el ejército habían sido aceptados por una respetada revista cuatrimestral. Eran, no obstante, afortunadas imitaciones del tipo de relato que me habían enseñado a admirar siendo estudiante universitario, cuentos del estilo de Fiesta en el jardín, y que los quisiesen publicar era algo que me provocaba más curiosidad que orgullo. Me debía a mí mismo, pensaba, descubrir si poseía un talento que fuera exclusivamente mío. «Deberme a mí mismo», dicho sea de paso, era un concepto del todo característico de un hombre como mi padre, cuya influencia en mi pensamiento era más profunda de lo que cualquiera, incluido yo mismo, habría podido advertir si me hubiese oído discutir en clase la filosofía de Aristóteles o una metáfora de sir Thomas Browne.

A las seis de la tarde y después de escribir durante cinco horas, y de otra hora de pulir mis conocimientos de francés, ya que pensaba viajar a Europa durante las vacaciones de verano, volvía en bicicleta a la universidad para cenar en el gran salón donde ya lo hacía cuando era estudiante graduado. Las tonalidades de la oscura madera de los paneles del enorme recinto y los retratos de los muertos ilustres de la universidad, colgados en las paredes del comedor, satisfacían mi profunda inclinación por la dignidad institucional. En ese ambiente, me gustaba comer solo. De hecho, no habría dejado de considerarme afortunado si alguien me hubiese dicho que tenía que comer en una bandeja, pero en ese comedor, aquellos guisos durante el resto de mi vida. Luego debía volver al apartamento para corregir una séptima parte de los sesenta o más trabajos de mis alumnos de primer curso —puesto que ésa era la cantidad que podía analizar con minuciosidad en una sesión de trabajo— y para preparar la clase del día siguiente. Pero antes salía a curiosear tranquilamente, durante media hora, por las librerías de viejo del barrio. Poseer mi propia «biblioteca» era mi única ambición material. En realidad, tratar de decidir qué dos libros entre los miles que había compraría esa semana llegaba a producir en mí tal entusiasmo que, una vez consumada la compra, a menudo tenía que visitar el cuarto de baño de la librería. Dudo que ningún microbio o laxante haya actuado sobre mi organismo con tanta intensidad como el hecho de descubrir de pronto que era el dueño de un ejemplar ligeramente estropeado de Seven Types of Ambiguity de Empson en su edición original inglesa.

A las diez, terminados mis preparativos para las clases, solía ir a un café de estudiantes de las inmediaciones, donde por lo general encontraba a alguien con quien tomar una cerveza. Una cerveza, una partida de futbolín y luego a casa, pues antes de dormir me quedaban aún cincuenta páginas que subrayar y comentar de alguna obra fundamental de la literatura europea que no había leído, o que había leído mal la primera vez. Llamaba a esto «llenar huecos». Leer y anotar cincuenta páginas por noche me daba un promedio de tres libros por mes, y de treinta y seis por año. Sabía también cuántos cuentos, aproximadamente, podría terminar en un año si les dedicaba treinta horas a la semana, cuántos trabajos era capaz de clasificar en una hora, y qué cantidad de volúmenes contendría mi biblioteca diez años más tarde si seguía comprando libros con el mismo presupuesto que tenía en ese momento. Y me gustaba saber todas esas cosas, y hasta el día de hoy estoy satisfecho de que haya sido así.

Me veía a mí mismo como el más rico de los hombres en cuanto a bienes espirituales, y en cuanto a los materiales, ¿qué más podía necesitar que no tuviese ya? Tenía una bicicleta para moverme por el barrio y hacer ejercicio, una máquina de escribir portátil Remington (regalo de mis padres al acabar el instituto), un portadocumentos (su regalo al acabar la primaria), un reloj de pulsera Bulova (su regalo de bar mitzvah), y conservaba, de mi época de estudiante, dos chaquetas, de mezclilla muy gastada y con sus coderas de piel, para ir a clase, los pantalones de color oliva del ejército para cuando escribía o iba a tomar cerveza, un traje de cuadros príncipe de Gales marrón para vestir, un par de zapatillas de tenis, un par de zapatos de piel granate, unas viejas zapatillas que tenían diez años, un jersey con cuello en «V», varias camisas y calcetines, y los mismos calzoncillos y camisetas de punto, de una rancia marca nacional, que había llevado desde que dejé los pañales. ¿Para qué cambiar de marca? Me encontraba muy cómodo con ellos. Lo único que necesitaba para sentirme todavía más feliz era más libros a los que ponerles mi nombre. Y viajar dos meses por Europa para visitar sus célebres centros culturales y los lugares de interés literario. Dos veces al mes me sorprendía encontrar en mi buzón un cheque de la universidad por valor de ciento veinticinco dólares. ¿Por qué diablos me mandaban dinero? Sin duda, era yo quien debería estarles pagando por el privilegio de llevar una vida tan completa, independiente y honorable.

En medio de toda mi felicidad había una sombra: mis dolores de cabeza. Siendo soldado, empecé a sufrir jaquecas tan intensas que finalmente tuvieron que darme de baja por razones de salud después de haber cumplido sólo once meses de mi servicio de dos años. Por supuesto, no echaba de menos el tedio y la monotonía de la vida militar en tiempo de paz. Desde el día en que me incorporé a filas había contado los días que faltaban para volver a una vida no menos disciplinada y reglamentada que la de un soldado, pero dirigida por mí y para beneficio de mis estudios literarios. A pesar de ello, que me hubiese liberado para ejercer mi vocación por razones de ineptitud física era desconcertante para alguien que, como yo, había invertido diez años en transformarse, por medio del ejercicio físico y la buena alimentación, en un joven robusto con todo el aspecto de saber defenderse en este mundo cruel. ¡Con qué perseverancia había trabajado para enterrar al niño débil que se quedaba en cama cavilando sobre los problemas de aritmética de su padre, mientras los otros chicos estaban en la calle, aprendiendo a ser ágiles y audaces! Incluso, hasta cierto punto, me habría gustado que me hubiesen destinado a la escuela de policía de Georgia: evidentemente, allí no transformaban afeminados incapaces en agentes de policía militar. Debía transformarme en un hombre con pistola a la cintura y almidonada rigidez en el filo de cuchillo de sus pantalones caqui: un humanista que se pavonea, un profesor de literatura inglesa con porra. Los cuentos completos de Isaac Babel no habían aparecido todavía en su famosa edición de bolsillo, pero cuando los leí, cinco años más tarde, reconocí en las experiencias de Babel, en su biografía de judío con gafas que cabalgaba con la Caballería Roja, algo así como una intensa versión de lo que yo había sufrido durante mi breve incursión en la vida en época de paz, como aspirante a policía militar en el estado de Georgia. Policía militar hasta que los dolores de cabeza me derribaron de mis botas lustradas como espejos… y comenzar a pasar temporadas de yacer inerte como una momia las veinticuatro horas del día, temporadas en las que el ruido más leve y común, al otro lado de la ventana del cuartel —un soldado pasando un rastrillo por el césped, alguien que pasaba silbando entre dientes—, era tan insoportable como si me introdujesen un clavo en el cerebro. En esos momentos, hasta el más leve rayo de luz que se filtrase por una zona algo gastada de la cortina verde que había detrás de mi cama, un rayo no más grueso que una cabeza de alfiler, me resultaba intolerable.

Mis «colegas», que en su mayoría no habían completado los estudios secundarios, imaginaban que el genio universitario, y además judío, fingía estar enfermo, especialmente cuando descubrieron que era capaz de presentir el día anterior la amenaza de uno de esos paralizantes dolores de cabeza. Yo argumentaba que si me permitían retirarme y acostarme antes de que comenzara la jaqueca, y quedarme a oscuras y en silencio cuatro o cinco horas, podría evitar un acceso de otro modo inexorable.

—Mire, yo también lo creo así —me respondía el astuto sargento después de negarme el permiso—. Muchas veces he pensado lo mismo respecto de mí. No hay nada mejor que pasarse un día panza arriba para sentirse como nuevo.

El médico de guardia no se mostraba más comprensivo. No lograba convencer a nadie, ni siquiera a mí mismo. La sensación de «flotar», de ser un «fantasma», el aura de malestar que actuaba como mi especial sistema de radar, eran en realidad tan tenues, tan leves, que yo mismo llegué a preguntarme si no estaría imaginándomelos, y luego «imaginando» la jaqueca para justificar el hecho de haberla anticipado.

Eventualmente, cuando los dolores de cabeza comenzaron a derribarme con regularidad cada diez o doce días, me internaron en el hospital de la base para tenerme «en observación», lo cual significaba que, salvo cuando estaba en plena jaqueca, debía ir vestido con el pijama azul reglamentario y pasar una escoba por el suelo. Eso sí, cuando se aproximaba el aura premonitoria podía acostarme de inmediato, algo que servía, en definitiva, para postergar la jaqueca unas doce horas, más o menos. Por otra parte, si hubiese podido quedarme siempre en la cama… pero no podía hacerlo. Para decirlo como Bartleby el escribiente (unas palabras que recordaba a menudo en el hospital a pesar de que había leído el relato hacía muchos años), prefería no hacerlo; prefería ir de una sala a otra con mi escoba y esperar a recibir el golpe.

No tardé en llegar a creer que mi rutina diaria de trabajo había sido planeada por las autoridades del hospital como castigo y tratamiento combinados. Me habían entregado la escoba para que me pusiera en contacto con los que estaban verdaderamente enfermos, enfermos de forma terrible, irreversible. Todos los días, por ejemplo, iba a barrer el suelo entre las camas de los pacientes de la sala de quemados, unos muchachos que habían resultado tan desfigurados por el fuego que, al principio, o bien no soportaba mirarles o, por el contrario, no conseguía apartar la mirada de ellos. Estaban también los amputados, que habían perdido miembros en accidentes durante el entrenamiento, en accidentes de coche o en operaciones que pretendían detener el avance de algún tumor maligno. Al parecer, la idea era que mi supuesta enfermedad desaparecería por la vergüenza que debería experimentar al hacer mi recorrido entre aquellos desgraciados mortales, la mayoría de ellos de mi misma edad. Sólo después de que me llamasen a comparecer ante la junta médica y me dieran la baja me enteré de que en mi caso no se había dispuesto una terapia tan sutil y sádica. Mi internamiento en el hospital había obedecido a un requisito burocrático, y no había sido una purificadora y curativa forma de encierro. Dicha «terapia» era fruto exclusivo de mi imaginación, ya que mis obligaciones de limpieza eran mucho menores de lo que yo había supuesto. La enfermera jefe de mi sección, una mujer bondadosa y de buen carácter, se divirtió mucho, el día en que salí del hospital, al enterarse de que había estado vagando por multitud de salas de nueve de la mañana a cinco de la tarde, limpiando los suelos de todas las que estaban abiertas, cuando las instrucciones que ella me había dado eran que limpiara todas las mañanas sólo alrededor de mi cama. Hecho esto, debía haberme considerado libre para hacer lo que quisiera, siempre que no abandonara el hospital.

—¿Nunca te detuvo nadie? —preguntó.

—Sí, al principio —repuse—. Pero les dije que tenía orden de limpiar.

Fingí que aquella «confusión» me hacía tanta gracia como a ella, pero me pregunté si no sería la mala conciencia lo que la llevaba a mentir en aquel momento en cuanto a las instrucciones que me había dado el día en que me convertí en su paciente.

En Chicago, otra vez en la vida civil, me examinó un neurólogo del hospital Billings que no pudo aportar ninguna explicación para las jaquecas, salvo decir que la sintomatología era típica. Me recetó los mismos medicamentos que en el ejército, ninguno de los cuales me hizo efecto, y me dijo que lo normal sería que, con el tiempo, los dolores de cabeza fuesen disminuyendo en intensidad y frecuencia, y que por regla común desaparecían hacia los cincuenta años de edad. Había tenido una vaga esperanza de que los míos desaparecieran en cuanto volviera a ser dueño de mí mismo y regresase a la universidad. Como mi sargento y mis envidiosos compañeros, seguía convencido de haberme provocado la enfermedad para tener motivos justificados para recibir la baja de un ejército que me hacía perder un tiempo tan importante para mí. Pero el mal no sólo siguió asediándome, sino que, además, en los meses inmediatos a mi baja se intensificó hasta que el dolor llegó a abarcar las dos mitades del cráneo. Eso sirvió para reforzar, de forma bastante deprimente para mí, el sentido de mi propia honradez.

A menos que, por supuesto, estuviese intentando ocultar mi culpabilidad mediante la prolongación de las jaquecas más allá del nivel deseable para mi vida física, todo para garantizarme la tranquilidad moral. Así que ¿quién podría reprocharme que me había puesto enfermo sólo para interrumpir mi servicio militar? Porque era evidente que la halagadora vida académica a la cual había estado tan ansioso de reintegrarme se veía tan negativamente afectada por mi enfermedad como mi poco satisfactoria vida militar. Cada vez que salía a flote después de otras veinticuatro horas de dolor, pensaba para mis adentros: «¿Cuántos ataques más, antes de que haya hecho frente a mi obligación?». Me preguntaba si no era tal vez el «designio» de estos dolores de cabeza caer sobre mí hasta el día en que me habría correspondido abandonar el ejército en condiciones normales. ¿Le debía, por decirlo de algún modo, una jaqueca al ejército por cada mes de servicio militar que me había ahorrado, o bien por cada semana, o por cada día, o por cada hora? Esperar que desapareciesen a los cincuenta años tampoco era gran consuelo para un ambicioso joven de veinticuatro años con la aversión a la cama de enfermo que yo había adquirido durante mi infancia. Además, para alguien entusiasta del cumplimiento de exigencias estrictas en cuanto a horarios y programas, la perspectiva de yacer inane para el mundo y para mi trabajo cotidiano veinticuatro horas cada diez días durante los siguientes treinta y seis años, la mera idea de tanto derroche, era tan desesperante como el sufrimiento anticipado del dolor mismo: tres veces al mes, durante sabía Dios cuánto tiempo, me vería obligado a yacer en un ataúd (ésa era mi descripción de aquel estado, y reconozco que me dejé dominar por la autocompasión) y enterrado en vida. ¿Por qué?

Había considerado ya (para desecharla enseguida) la idea de recurrir a un psicoanalista incluso antes de que el neurólogo de Billings me informara de que estaba a punto de iniciar un estudio de medicina psicosomática en una clínica de North Shore, bajo la dirección de un eminente psicoanalista freudiano. Creía más que probable que me aceptasen como paciente por una suma módica, sobre todo porque, al parecer, estaban especialmente interesados en los desórdenes que se manifiestan en «intelectuales» e «individuos creativos». El neurólogo no quería sugerir que las jaquecas fuesen necesariamente síntomas de perturbaciones características de la «personalidad neurótica»; su interés respondía más bien, según dijo, a lo que consideraba la «orientación freudiana» de las preguntas que yo le formulaba y a la forma que yo había elegido para presentarle la historia de mi enfermedad.

Lo que yo no sabía, en cambio, era que se tratase de una orientación freudiana y no de una mera actitud intelectual literaria a la cual el neurólogo no estaba habituado. Quiero decir que no podía dejar de reflexionar sobre mis dolores de cabeza en los mismos términos supramédicos con que habría interpretado las enfermedades de Milly Theale o de Hans Castorp o del reverendo Arthur Dimmesdale, o con que habría entendido la transformación de Gregorio Samsa en cucaracha, o con que hubiera buscado el «significado» del cuento de Gogol sobre el asesor colegiado Kovalev y la pérdida temporal de su nariz. Mientras que un hombre corriente seguramente habría comentado «Me dan estos malditos dolores de cabeza» y se habría dado por satisfecho con dicho comentario, yo tendía, como estudiante de literatura o como el salvaje que pinta su cuerpo de azul, a ver mis jaquecas como símbolo de algo, como una revelación o una «epifanía» aislada o accidental, inexplicable sólo para quien fuese ciego a la trama de la vida o de un libro. ¿Qué significaban mis jaquecas?

Las posibilidades que se me ocurrían no satisfacían a un estudioso tan «sofisticado» como yo. Comparada con La montaña mágica e incluso con «La nariz», la consistencia de mi propia historia era tan endeble que rozaba la transparencia. Era desilusionante, por ejemplo, hallarme asociando el mal que me aquejaba con el día en que comencé a llevar pistola al cinto, o con mi aversión adolescente a la actividad física o bien con algún tradicional horror judío a la violencia. Semejantes explicaciones se me antojaban demasiado convencionales y «simplistas», demasiado «fáciles». Una idea en definitiva más atrayente, aunque menos obvia, tenía que ver con una especie de guerra civil psíquica entre el niño soñador, necesitado y débil que había sido y el adulto independiente, robusto y varonil que quería ser. En el momento en que lo recordé, la fórmula pasiva, pero desafiante, de Bartleby, «Preferiría no hacerlo», me había golpeado con la voz del hombre que había dentro de mí en pleno desafío al niño inclinado a la impotencia. Pero ¿no podría ser al revés: la voz del niño enfermizo que respondía a la llamada a cumplir las obligaciones de un hombre? ¿O de un agente de la ley? No, no, esto era demasiado directo. Sin duda mi vida debía de ser más sutil y compleja. Las alas de la paloma era más compleja. No, no podía imaginarme escribiendo una historia psicológicamente tan coherente y tan fácil como la mía, y mucho menos me imaginaba viviendo dicha historia.

Los cuentos que estaba escribiendo, el hecho mismo de escribir, no escapaban a mi escrutinio. Para mantener abiertas las vías a mi salud mental y a mi inteligencia, para dedicarme a una actividad reflexiva y solitaria al finalizar esos días maquinales de dirigir el tráfico y de controlar los permisos de salida a la ciudad, había comenzado a escribir tres horas todas las noches, sentado a una mesa en un rincón de la biblioteca de mi unidad. Sin embargo, al cabo de unas pocas noches dejé a un lado las notas para el artículo sobre algunas de las novelas de Virginia Woolf que venía planeando y que se publicaría en un número de Estudios de Ficción Moderna exclusivamente dedicado a su obra. En cambio, comencé a escribir lo que iba a ser mi primer cuento publicado. Poco tiempo después, al empezar mis jaquecas, con la búsqueda de una causa, una razón, un significado, creí ver en el imprevisto giro de mi actividad creativa algo análogo a aquel desplazamiento de mi atención que tanto desconcertaba a mi padre cuando presentaba al niño, en su cama de enfermo, los armónicos problemas de aritmética. Era el movimiento desde el análisis intelectual y lógico hacia las especulaciones en apariencia no pertinentes propias de un espíritu imaginativo. Y en el hospital, donde después de seis semanas había escrito el segundo y el tercero de mis cuentos, no pude evitar preguntarme si la enfermedad no sería para mí un catalizador indispensable para activar mi imaginación. Comprendía que esto no era una hipótesis original, pero no podía determinar si este hecho la hacía más o menos aplicable. Tampoco sabía cómo interpretar el hecho de que la enfermedad fuese la misma que había asediado crónicamente a Virginia Woolf y que hasta cierto punto contribuyó a debilitarla e impulsarla al suicidio. Conocía las jaquecas de Virginia Woolf porque había leído acerca de ellas en su obra póstuma Diario de una escritora, editada por su marido y publicada el último año de mis estudios universitarios. Incluso llevaba el libro en mi pequeño baúl de campaña para utilizarlo en el ensayo que pensaba escribir sobre su obra. ¿Qué debía pensar, entonces? ¿Se trataba de una simple coincidencia? ¿O bien estaba imitando el tormento de tan admirable escritora, del mismo modo que en mis cuentos imitaba las técnicas y simulaba la sensibilidad de otros escritores a quienes admiraba?

Después del examen del neurólogo, decidí dejar de preocuparme por el «significado» de mi dolencia. Traté de considerarme, como a todas luces había hecho el neurólogo, como setenta y cinco kilos de tejido vivo, sujeto a los estados patológicos comunes a mi especie, antes que como un personaje de novela que algún lector podría llegar a diagnosticar por medio de teorías morales, psicológicas o metafísicas. No podía conferir a mi condición la densidad ni la originalidad necesarias para satisfacer mis propios gustos literarios, del mismo modo que no podía hacer con mis jaquecas lo que Mann había hecho con la tuberculosis en La montaña mágica, o con el cólera en Muerte en Venecia. Decidí, pues, que lo único sensato era soportar mis dolores de cabeza y olvidarme de ellos hasta el siguiente acceso. Buscar significados era estéril, además de pretencioso. Aun así, no podía dejar de preguntarme si no sería posible diagnosticar las jaquecas mismas como «pretenciosas» en su origen.

Luché, además, contra la tentación de someterme a una entrevista en la clínica de North Shore, donde se realizaba el estudio sobre enfermedades psicosomáticas. No se trataba de que hubiese dejado de ver con simpatía las teorías y técnicas de la psicoterapia según las entendía a través de mis lecturas. Se trataba, más bien, de que, dejando aparte los dolores de cabeza, era tan vigoroso en la ejecución de mi trabajo y seguía tan entusiasmado por mi manera de vivir, como siempre había soñado. Con seguridad, tratar de enseñar a setenta y cinco alumnos de primer año a escribir una oración clara, lógica y precisa no era siempre una experiencia maravillosa. A pesar de ello, aun cuando la enseñanza me resultaba más monótona, conservaba mi espíritu misionero, y con él la convicción de que con cada frase trillada o argumento sin sentido que marcaba en los márgenes de los trabajos de mis estudiantes estaba librando una especie de guerra de guerrillas contra el ejército de holgazanes, aficionados y bárbaros que creía dominadores de la mentalidad nacional, ya fuera desde los medios de comunicación o desde el gobierno. Las conferencias de prensa del presidente me proporcionaban abundante material para numerosas clases. Preparaba copias de fragmentos de la papilla pronunciada por Eisenhower, las distribuía entre los estudiantes y las dejaba en sus manos para que corrigieran y clarificaran los textos. Sometía para su análisis lo mismo un sermón de Norman Vincent Peale, consejero religioso del presidente, como un anuncio de la General Motors o un editorial del Time. Con tantos programas televisivos de preguntas y respuestas, tantas agencias de publicidad, y la guerra fría en pleno apogeo, en esa época un profesor de escritura creativa no necesitaba poseer las credenciales ni las doctrinas de un varón de la Iglesia para considerarse comprometido en la tarea de salvar almas.

La clase me llevaba a pensar en mí mismo como una especie de sacerdote; las inmediaciones de la universidad eran para mí algo así como mi parroquia, y también, desde luego, una versión de Bloomsbury, la colectividad de los fieles, de los que observan los sacramentos de la cultura, la benevolencia, el buen gusto y la preocupación por lo social. Mi propia calle, con sus bajos edificios de apartamentos cubiertos de hollín, que tendía a ser algo sórdida hasta el año anterior, era ya un montón de escombros, arrasada por las máquinas para dar paso a un plan de reconstrucción urbana. Además, durante el año en que estuve lejos de aquel barrio se había registrado un grave e indiscriminado aumento de la violencia nocturna. A pesar de todo, aún no había pasado una hora de mi regreso y ya me sentía tan cómodo y a gusto como cualquiera cuya familia hubiese residido en la misma pequeña población durante generaciones. Al mismo tiempo, no olvidaba en ningún momento que no era en semejante paraíso de verdaderos iniciados donde yo había nacido y me había criado. Y aunque tuviese que vivir en Hyde Park los siguientes cincuenta años —¿y por qué habría de querer vivir en otra parte?—, la ciudad misma, con calles cuyos nombres recordaban las llanuras y el río Wabash, con trenes llamados Central Illinois y un lago llamado Michigan, siempre tendría el sabor de lo lejano para alguien cuyas fantasías aventureras se habían desarrollado en una cama de enfermo en Camden, New Jersey, durante muchas y largas tardes solitarias. ¿Cómo podía yo encontrarme en Chicago? No era capaz de responder a esa pregunta, que me planteaba mientras hacía compras en el Loop, cuando estaba viendo una película en el Hyde Park Theatre, o simplemente cuando estaba abriendo una lata de sardinas para el almuerzo en mi apartamento de la calle Drexel. Supongo que mi sentimiento de fascinación y mi júbilo eran bastante semejantes a los de mis padres cada vez que me dirigían aquellas maravillosas cartas a la dirección de la Asociación de Profesores: ¿cómo podía ser profesor él, él que apenas podía respirar por la bronquitis?

Todo esto era para explicar por qué no me obligué a ir a aquella clínica para el estudio de las enfermedades psicosomáticas ni a ofrecer mi osamenta y mi subconsciente para la investigación. Me sentía demasiado feliz. Todo lo que formaba parte de mi crecimiento como individuo me parecía algo placentero. Quería independencia y autoridad, sin duda, pero en no menor medida anhelaba refinar y fortalecer mi personalidad moral, ser magnánimo cuando antes había sido egoísta y porfiado, ser capaz de perdonar cuando antes había mostrado rencor, ser paciente cuando antes había sido impetuoso, ser generoso y servicial cuando antes había sido exigente… Me parecía tan natural, a los veinticuatro años, ser solícito con mis padres de sesenta como mostrarme firme y dueño de la situación ante mis estudiantes de dieciocho y diecinueve años. Algunas de las chicas que asistían a mis clases eran tan guapas y deseables como la alumna de tercer curso de la Universidad de Pembroke con quien acababa de romper una relación amorosa. Pero ante ellas me comportaba como se esperaba que lo hiciera. No es necesario señalar que como profesor no debía permitirme ningún interés sexual, ni aprovechar mi autoridad para satisfacer mis instintos naturales. Ninguna dificultad que encarase quedaba, aparentemente, fuera de mis posibilidades de salir victorioso, ya se tratara de una relación amorosa, de la enseñanza de los principios de la lógica a mis alumnos más tontos, o de ponerme en pie, con la boca reseca, para dirigirme al consejo universitario o, en definitiva, de reescribir cuatro veces uno de mis cuentos hasta que me quedase «bien»… ¿Cómo ponerme en manos de un psicoanalista, como un «caso» clínico? Todos los aspectos de mi vida, con la excepción de las jaquecas, eran un argumento poderoso contra tal paso, y mucho más aún para alguien como yo, para quien era tan importante no volver a ser nunca clasificado como paciente. Además, inmediatamente después de mis dolores de cabeza, experimentaba una sensación de júbilo tan intensa, sólo por la ausencia del dolor, que casi llegaba a convencerme de que, fuera lo que fuese lo que me había infligido semejante dosis de sufrimiento, había quedado desalojado para siempre de mi cuerpo, que el poderoso enemigo (sí, ésta era una interpretación más floja, o bien una superstición), que había descargado aquella violencia sobre mí, que me había degradado hasta el colmo de mi resistencia, habría demostrado ser, a fin de cuentas, incapaz de destruirme. Cuanto peor era el dolor de cabeza, más seguro estaba, cuando pasaba, de haber vencido el mal de una vez por todas. Y por ello era un hombre mejor. Y… no, no me pintaba el cuerpo de azul en aquella época, como, por otra parte, no creía en ángeles, demonios ni deidades. A menudo sufría vómitos durante las jaquecas, y luego, sin atreverme a hacer el menor movimiento por temor de que se me quebrase algo dentro del cuerpo, me quedaba tumbado en el suelo del cuarto de baño con el mentón apoyado sobre el borde del inodoro, contemplándome en un espejo de mano, en una parodia, tal vez, de Narciso. Quería ver qué aspecto tenía después de haber sufrido así y sobrevivido. En aquel estado de debilidad y euforia no me hubiera asustado —más aún, me hubiera enardecido— ver efluvios negros, como si fuese humo de cañones, saliéndome de las orejas y de la nariz. Entonces me miraba a mis propios ojos, tranquilizándolos como si fueran los de otro:

—Ya está, se acabó, no más dolor.

Pero, de hecho, habría mucho más dolor; el experimento que todavía no ha terminado apenas estaba en sus comienzos.

Sucedió durante el segundo semestre de ese año fatídico: no sirve otra expresión, y si suena a culebrón, no es intencionado. Me preguntaron si querría hacerme cargo, además de mis cursos regulares, de uno nocturno de «escritura creativa» en el anexo de la universidad situado en el centro de la ciudad; sería una clase semanal de tres horas consecutivas los lunes por la noche, con un salario de doscientos cincuenta dólares por semestre. Vi esto como si me hubiese tocado la lotería, ya que representaba el precio de mi pasaje de ida y vuelta en el Rotterdam. En cuanto a mis estudiantes, apenas conocían las reglas de la sintaxis y la ortografía y por lo tanto eran, como pude descubrir, casi totalmente incapaces de llegar a comprender algo de la lección magistral que, con mi prolijidad característica, había preparado durante una semana para pronunciar durante nuestra primera clase. Titulada «Estrategia e intenciones de la ficción», estaba llena de largas y (eso creía yo) excelentes citas de la Poética de Aristóteles, la correspondencia de Flaubert, los diarios de Dostoievski y los prólogos críticos de James. Yo sólo citaba a los maestros, sólo señalaba los monumentos: Moby Dick, Anna Karenina, Crimen y castigo, Los embajadores, Madame Bovary, Retrato del artista adolescente, El sonido y la furia. «Lo que considero el logro más elevado y más difícil del arte no es que nos haga reír o llorar, o que despierte nuestra lujuria o nuestra ira, sino que haga lo que hace la naturaleza, es decir, que nos llene de asombro. Las obras más bellas tienen esta cualidad. Tienen un aspecto sereno, incomprensible… implacable». Flaubert, cité en una carta de Louise Coolet, 1853, en el mejor estilo erudito y responsable, y expliqué que era el año en que estaba escribiendo Madame Bovary. «El edificio de la ficción tiene, en pocas palabras, no una ventana, sino un millón de ellas… cada una de ellas se abre, o se deja abrir, gracias a las aspiraciones de la visión individual y a la insistencia de la voluntad individual…»: James, prólogo al Retrato de una dama. Terminé mi lección con la lectura de un largo fragmento de la edificante introducción de Conrad a El negro del Narciso (1897): «… el artista baja a su interior, y en esa solitaria región de esfuerzo y de lucha, si se lo merece y tiene suerte, encuentra los términos de su apelación al lector. Esta apelación se dirige a nuestras facultades menos obvias: a esa parte de nuestra naturaleza que, debido a lo conflictivo de la existencia, se mantiene necesariamente oculta a la vista, bajo las cualidades más resistentes y más sólidas, como un cuerpo frágil bajo una armadura de acero. Esta apelación es poco estridente, muy profunda, poco discernible, muy conmovedora… y se olvida pronto. Pero, aun así, su efecto perdura. La sabiduría cambiante de las sucesivas generaciones desecha ideas, cuestiona hechos, destruye teorías. El artista, en cambio, apela a esa parte de nuestro ser que no depende de la sabiduría, a aquello que es un don en nosotros y no una adquisición y, por lo tanto, mucho más perdurable. Habla a nuestra capacidad de deleitarnos y maravillarnos, al sentido de misterio que envuelve nuestras vidas, a nuestro sentido de la compasión, y de la belleza, y del dolor, al sentido latente de fraternidad ante la creación, a la sutil pero invencible convicción de que existen lazos de solidaridad que unen a innumerables corazones solitarios, la solidaridad en los ensueños, en el júbilo, en el pesar, en las aspiraciones, en las ilusiones, en la esperanza, en el temor que une a toda la humanidad, a los muertos con los vivos, y a los vivos con los que aún no han nacido…».

Cuando terminé de leer mis veinticinco páginas y pedí que los presentes formularan preguntas, para mi sorpresa y desilusión, hubo sólo una. Como quien tenía la mano levantada era la única persona negra de la clase, me pregunté si, después de todo lo que yo había expuesto, aquella mujer iba a decirme que se sentía ofendida por el título de la novela de Conrad. Estaba preparando ya una explicación que quizá transformase su susceptibilidad en una discusión sobre la franqueza en la ficción, la ficción como lo secreto y los tabúes sacados a la luz del día, cuando, en una actitud de firme y respetuosa deferencia, se puso en pie, una mujer delgada y de mediana edad que llevaba un traje negro y un pequeño sombrero cilíndrico, y me preguntó:

—Profesor, sé que cuando se escribe una carta amistosa a un joven se debe poner en el sobre «Señor». ¿Qué pasa si uno escribe una carta amistosa a una chica? ¿Qué hay que poner? ¿«Señorita»?

La clase, después de dos horas de soportar tantas palabras que seguramente ninguno de ellos había oído nunca fuera de la iglesia, aprovechó la ocasión ofrecida por aquella pregunta en apariencia absurda para reír ruidosamente. La mujer como el chaval que al acabar la conferencia sobre decoro y disciplina de la directora se tira un pedo. La hilaridad se dirigió intencionadamente a la estudiante, no al profesor. A pesar de ello, me puse rojo de vergüenza y seguí sonrojado unos instantes mientras la señora Corbett, obstinada e imperturbable ante el regocijo de la clase, aguardaba para obtener el conocimiento que había venido a buscar en mi curso.

Lydia Ketterer resultó ser, con diferencia, la alumna más dotada de la clase, y, aunque era mayor que yo, era la más joven de mis alumnos, aunque no tan joven como aparentaba ser en pleno invierno melancólico en Chicago, vestida con botas de goma y calcetines, falda escocesa, jersey escandinavo, gorro de lana de color rojo con pompón y el cabello color trigo cayéndole lacio a los lados de la cara. Vestida para la nieve y el frío, parecía, entre todos aquellos rostros cansados de alumnos de escuela nocturna, una alumna de instituto, cuando en realidad tenía veintinueve años y era madre de una niña de diez cuyos incipientes senos eran más atrayentes que los suyos propios. Vivía cerca de Hyde Park, pues cuatro años antes se había mudado a las inmediaciones de la universidad tras una crisis nerviosa, con la esperanza de que cambiara su suerte. Y, de hecho, cuando nos encontramos en mi curso estaba viviendo los meses seguramente más dichosos de su vida. Tenía un empleo que le gustaba, como entrevistadora en un programa de investigaciones sociales patrocinado por la universidad, por el cual le pagaban dos dólares por hora, y unos cuantos amigos entre los estudiantes graduados que trabajaban en el programa, además de una pequeña cuenta en el banco y un apartamento agradable, con chimenea, desde el cual podía ver, detrás del Midway, las fachadas góticas de la universidad. Además, en aquella época era la dócil y agradecida paciente de una psicoanalista profana, una mujer llamada Rutherford. Para ella se acicalaba con las prendas de vestir más infantiles que yo había visto desde mi paso por la escuela elemental, con mangas abullonadas y enaguas almidonadas, prendas que llevaba todos los sábados por la mañana en sus visitas al consultorio de Hyde Park Boulevard. Los cuentos que escribía estaban inspirados, en su mayor parte, en los recuerdos infantiles que proporcionaba a la doctora Rutherford durante las sesiones, y se referían casi todos a la época posterior al episodio de la violación y huida paterna, cuando ella y su madre fueron acogidas como invitadas (su madre como invitada, Lydia como Cenicienta) por las dos tías en su virginal casa-prisión de Skokie.

Era la acumulación de pequeños detalles lo que daba tanta calidad a los cuentos de Lydia. Registraba con meticulosa prolijidad las costumbres y actitudes de sus tías, como si cada detalle arrojase un pequeño guijarro hacia atrás y hacia su pasado contra las dos menudas torturadoras de rostro marchito. Los relatos revelaban que el tema predilecto en aquella casa era, por extraño que parezca, «el cuerpo». «Evidentemente, el cuerpo no necesita tal cantidad de leche en un tazón de cereales, cariño». «El cuerpo soporta cierta cantidad de abusos, y luego se rebela». Y así sucesivamente. Por desgracia, los pequeños detalles, observados con precisión y enumerados con objetividad, no interesaban mucho a la clase, salvo cuando el detalle era «simbólico» o sensacional. Los que más detestaban los cuentos de Lydia eran Agniashvily, un emigrante ruso de mediana edad que escribía «Clásicos originales del género libertino» (en el ruso de Georgia, que su hijastro, de oficio restaurador, traducía al inglés para su lectura en el curso) que apuntaban al mercado de revistas tipo Playboy; Todd, un policía que no podía escribir doscientas palabras sin que algo corriera por la alcantarilla —sangre, orina, el modesto almuerzo del sargento Darling— y que era aficionado, como no lo era yo, a los desenlaces al estilo O. Henry, y por ello chocábamos; la negra señora Corbett, empleada de archivos de la compañía de seguros Prudential por la mañana, y por la noche autora de patéticas y transparentes fantasías sobre un perro ovejero que correteaba todo el día por una granja cubierta de nieve de Minnesota; Shaw, un «experiodista» con preferencia por los adjetivos que siempre nos citaba algo que «Max». Perkins le había dicho a «Tom». Wolfe, al parecer en presencia de Shaw, y un melindroso enfermero llamado Wertz, que desde su asiento de la última fila mantenía con su profesor una relación de las denominadas de «amor-odio». Las admiradoras más fervientes de Lydia; aparte de mí mismo, eran dos «señoras»: una de ellas, propietaria de una librería de textos religiosos en Highland Park, tendía a magnificar las moralejas que podrían extraerse de las historias de Lydia, y la otra, la señora Slater, era un angulosa e interesante ama de casa de Flossmoor que para mis clases se ponía trajes de mezclilla de tonos verdosos y escribía cuentos «agridulces» que, por lo general, terminaban con dos personajes que se tocaban «sin querer». Las estupendas piernas de la señora Slater estaban casi siempre directamente debajo de mi nariz, cruzándose y descruzándose con un ruido susurrante de nailon que yo alcanzaba a percibir a pesar del entusiasmo de mi propia voz. Los ojos de la señora Slater eran grises y elocuentes: «Tengo cuarenta años, y lo único que hago es ir al supermercado y traer y llevar a mis hijos de un lado a otro. Vivo para esta clase. Vivo pensando en nuestras citas de tutoría. Tócame, queriendo o sin querer. No diré que no ni se lo contaré a mi marido».

En total eran dieciocho, y con la excepción de la librera religiosa, no había nadie capaz de fumar menos de un paquete de cigarrillos por noche. Escribían en el dorso de formularios usados y en papel de oficina, escribían con lápiz y con bolígrafos de color, y olvidaban numerar las páginas y ponerlas en orden correlativo, aunque esto último, debo decirlo, con menor frecuencia de lo que yo había temido. A menudo la primera página de un cuento presentaba manchas de comida, o bien varias estaban pegadas entre sí, como en el caso de la señora Slater, con el engrudo derramado por alguno de sus hijos; en el caso del señor Wertz, el enfermero, con lo que yo suponía que era semen derramado por él mismo.

Cuando la clase entraba en un debate acerca de si un cuento era «universal» en sus implicaciones, o sobre si un personaje era «agradable», generalmente no había forma, como no fuera recurriendo a los gases lacrimógenos, de sacarlos del tema durante el resto de la noche. Juzgaban a las personas que aparecían en la ficción de otros no como si cada personaje fuese una serie de atributos (bigote, cojera, acento del Sur) a los cuales el autor hubiese asignado arbitrariamente un nombre de pila, sino como si estuvieran hablando sobre almas humanas al borde de caer en el infierno o de ser santificadas, según lo que decidiera la clase. El más vociferante de ellos era quien tenía peor gusto y menos interés en lo conocido y familiar, y mi admiración por los cuentos de Lydia solía ponerle fuera de sí; cuando yo leía en voz alta, invariablemente presentaba las creaciones de alguien como un modelo que podrían seguir; por ejemplo, la sencilla descripción de Lydia del modo en que sus dos tías disponían sobre un pañito bordado en el dormitorio de cada una su cepillo, su peine, sus horquillas, su cepillo de dientes, su jabonera y un bote de polvos dentífricos. Otras veces leía algún pasaje como el que sigue: «Mientras escuchaba al padre Coughlin razonar con los veinte mil cristianos reunidos en el estadio Briggs, mi tía Helda se aclaraba la garganta sin cesar, como si ella fuera a ser la siguiente en hablar». Estas oraciones no eran, sin duda, tan ricas y flexibles como para justificar esa especie de exégesis prolongada y elogiosa que yo siempre les dedicaba, pero en comparación con gran parte de la prosa que debí leer ese semestre, la línea de la señora Ketterer donde describía a su tía Helda oyendo la radio en la década de los cuarenta podría haber sido extraída de Mansfield Park.

Tenía ganas de poner un letrero sobre mi escritorio que dijera: «TODO AQUEL QUE SEA SORPRENDIDO USANDO SU IMAGINACIÓN EN ESTE CURSO SERÁ PASADO POR LAS ARMAS». Eso mismo era lo que quería decir, pero en términos más suaves, cuando los sermoneaba como un padre:

—No pueden ustedes escribir fantasías y llamarlo «literatura». Basen sus cuentos en la propia experiencia. Aténganse a eso. Por el contrario, algunos de ustedes tienden a tejer ensueños baratos, o a la pesadilla, a lo grandioso y a lo romántico… y nada de eso es bueno. Traten de escribir con precisión, exactitud, mesura.

—¿Ah, sí? ¿Y qué me dice de Tom Wolfe? —me preguntaba el lírico experiodista Shaw—. ¿Llamaría a eso mesurado, Zuckerman? —No se podía esperar que llamase «profesor» o «señor» a alguien a quien le doblaba la edad—. ¿Y qué me dice de la prosa poética, también está contra ella?

En otras ocasiones, Agniashvily, con la jerga con acento ruso que brotaba de su torso de barril, me humillaba invocando a Spillane.

—¿Y cómo es que Spillane vende diez millones de ejemplares, profesor?

O, por fin, la señora Slater me preguntaba, tête a tête y rozando mi brazo sin querer:

—Pero usted lleva una chaqueta de mezclilla, señor Zuckerman. Por qué es «un amor»… no comprendo… si Craig en mi cuento lleva…

Ya no podía escuchar más.

—Y la pipa, señora Slater. Dígame, ¿por qué cree usted que debe tenerlo constantemente echando bocanadas de humo por esa pipa?

—Pero los hombres fuman en pipa…

—Todo es «un amor», señora Slater. Demasiado «amor».

—Pero…

—Vamos, señora Slater, escriba un cuento sobre sus compras en Carson’s. ¡Hable de la tarde que pasó comprando en Saks!

—¿Sí?

—¡Sí, sí, sí!

La verdad es que cuando se trata de grandilocuencia y sentimentalismo o de cualquier manifestación de romanticismo empeñado en inflar el ego, no tenía escrúpulos en darles a probar la lengua afilada de un Zuckerman. Eran las únicas ocasiones en que perdía los estribos, y no hace falta que aclare que perderlos era siempre algo calculado, planeado, escrupulosamente elaborado.

Por cierto, el psiquiatra del ejército había señalado que la furia contenida era la causa de mis jaquecas. Me había preguntado si había querido más a mi padre que a mi madre, cómo reaccionaba ante las alturas y las multitudes, y qué pensaba hacer cuando volviera a la vida civil, y después de oír mis respuestas llegó a la conclusión de que yo era un volcán de furia contenida. Él era otro escritor en ciernes, aunque llevase uniforme y tuviese el rango de capitán.

Amigos míos (mi único enemigo real ha muerto ya, aunque tengo bastantes censores), amigos míos, yo me ganaba esos doscientos cincuenta dólares enseñando «escritura creativa» en cursos nocturnos, y me ganaba cada dólar. Porque, sea lo que sea lo que el hecho pueda o no pueda «significar», ni una vez durante ese semestre sufrí una jaqueca en lunes. Aunque en ocasiones casi las deseaba, cuando en el programa del día figuraba un cuento de tipos duros del policía Todd, o bien uno agridulce de la señora Slater… No, para ser franco, me parecía una especie de bendición que las migrañas coincidiesen, a veces, durante el fin de semana, cuando no tenía obligaciones. Mis superiores de la universidad y de la facultad se mostraban comprensivos y me aseguraban que no perdería mi puesto por el hecho de estar «enfermo de vez en cuando», y hasta cierto punto les creía. No obstante, estar incapacitado un sábado o un domingo era para mí mucho menos agotador espiritualmente que tener que pedir indulgencia a mis colegas o a mis alumnos.

La armónica, juvenil, bien torneada, escandinava cabeza de Lydia y —por extraño que parezca a muchos— el exotismo del tétrico ambiente de pequeño pueblo protestante sobre el que escribía y al que había logrado sobrevivir íntegra, provocaban en mí una especie de curiosidad erótica. Pero, fueran cuales fuesen mis sentimientos, se veían contrarrestados con firmeza por mi certidumbre de que llevar a mi cama a una estudiante sería traicionar mi vocación y dañar el respeto que me tenía a mí mismo. Como ya he dicho, suprimir deseos y sentimientos ajenos a los propósitos que nos habían puesto en contacto era, a mi juicio, esencial para el éxito del intercambio —creo que así lo llamaba entonces—, un intercambio pedagógico que permitía a cada uno de nosotros mostrarse tan maestro o tan alumno como su capacidad se lo permitiese, sin malgastar tiempo ni espíritu mostrándose provocativos, encantadores, falsos, susceptibles, celosos o maquinadores. Todo eso quedaba para el mundo exterior. Mi experiencia me dictaba que sólo en el aula era posible aproximarse unos a otros con la intensidad que de ordinario se asocia con el amor, y a la vez limpios de extremismos emotivos y libres de objetivos inconfesables como el propio provecho o el poder. Sin duda, en más de una ocasión mi clase nocturna era tan desconcertante como un tribunal kafkiano, y mis clases de escritura creativa tan fatigosas como el trabajo en la cadena de montaje de una fábrica, pero era indiscutible que, en el fondo, nuestro esfuerzo se caracterizaba por la modestia y la confianza recíproca, y que lo llevábamos tan ingenuamente como la dignidad permitía. Ya fuese porque ello respondía a la grave e ingenua pregunta de la señora Corbett sobre cómo dirigir una carta a una niña, o bien a mi no menos grave e ingenua clase magistral, lo que Lydia y yo nos decíamos nunca se pronunciaba en nombre de nada que fuera vil o mundano. A los veinticuatro años, disfrazado de hombre con mi camisa blanca y mi corbata, y con restos de tiza en los faldones de mi gastada chaqueta de mezclilla, esto era para mí una verdad que debía considerarse evidente por sí misma. ¡Ah, cuánto anhelaba un alma pura e inocente!

En el caso de Lydia, mi discreción profesional se veía hasta cierto punto reforzada —o al menos así tendría que haber sido— por su bamboleante y masculina manera de caminar. La primera vez que la vi entrar en el aula llegué a preguntarme si sería gimnasta o acróbata, o si pertenecía a alguna asociación femenina de atletismo. Pensé inmediatamente en las fotografías de las revistas populares que muestran vigorosas atletas de ojos azules que han ganado medallas olímpicas para la Unión Soviética. A pesar de ello, sus hombros eran patéticamente frágiles, como los de un niño, y su piel pálida era casi luminosamente suave. Sólo de cintura para abajo parecía desplazarse sobre un cuerpo de mi propio sexo más que sobre uno del suyo.

Antes de un mes la había seducido, tanto contra sus deseos y principios como contra los míos. Fue un proceso bastante corriente, bastante parecido al que la señora Slater podría haber imaginado. Una entrevista a solas en mi oficina, un viaje en el tren elevado de regreso a Hyde Park, una invitación a tomar una cerveza en el bar más cercano, el paseo lleno de intenciones tácitas hasta su apartamento, mi sugerencia de que me invitase a un café en su casa… Me suplicó que pensara bien lo que iba a hacer, me lo dijo incluso al volver del cuarto de baño, donde se había colocado su diafragma; yo ya le había quitado las bragas por segunda vez y estaba inclinado, desnudo, sobre su cuerpo menudo y poco proporcionado, preparado para poseerla. Ella estaba turbada, divertida, alarmada, perpleja.

—Hay tantas chicas guapas y jóvenes…, ¿por qué elegirme a mí si podrías haber tenido a cualquiera?

No me tomé el trabajo de responderle. Sonreí, como si fuera ella quien se mostraba coqueta o insensata.

—Mírame, mírame bien.

—Es lo que estoy haciendo.

—¿Sí? Tengo cinco años más que tú. Tengo el pecho caído, aunque, de todos modos, nunca fue muy bonito. Fíjate, tengo estrías. Mi culo es demasiado grande. Cojeo… Mira, profesor, no tengo orgasmos. Quiero que lo sepas de antemano. Nunca he tenido un orgasmo.

Cuando, más tarde, nos sentamos a tomar café, Lydia, envuelta en una bata, dijo lo siguiente:

—Nunca sabré por qué has querido hacer esto. ¿Por qué no la señora Slater, que te lo está pidiendo a gritos? ¿Por qué habrías de querer a alguien como yo?

Evidentemente, yo no la «quería»; ni entonces ni después, nunca. Vivimos juntos casi seis años, los primeros dieciocho meses como amantes, y los cuatro años siguientes, hasta su suicidio, como marido y mujer, y durante todo ese tiempo su cuerpo nunca dejó de ser para mí tan poco apetecible como ella misma había proclamado la primera vez. Sin sentir ni un atisbo de sensualidad, la seduje esa primera noche, a la mañana siguiente, y centenares de veces a partir de entonces. En cuanto a la señora Slater, le hice el amor probablemente no más de diez veces, y nunca en otro lugar que no fuese mi imaginación.

Transcurrió otro mes antes de que conociera a Mónica, la hija de diez años de Lydia, de manera que no servirá, como en el caso del astuto bandido de Nabokov, afirmar que soporté a la madre poco atrayente para tener acceso a la seductora y seducible hija. Eso vino después. En un principio, Mónica no me atraía en absoluto, ni por su carácter ni por su físico: desgarbada, de pelo áspero, flaca, torpe, sin el menor asomo de curiosidad ni de encanto, tan ignorante que a los diez años todavía no sabía decir qué hora era. Con sus vaqueros y sus camisetas desteñidas, tenía un aspecto montañés, un vástago de la miseria y las privaciones. Era peor aún cuando se vestía para salir, con su vestido blanco y su sombrero de paja, con sus zapatos de charol con hebillas y con una Biblia y una cartera escolar (blancas también): me recordaba a las niñitas cristianas que los domingos solían pasar por delante de mi casa camino de la iglesia, y hacia las cuales abrigaba emociones casi tan intensas como la aversión hacia mis propios abuelos. Secretamente, y a mi pesar, llegué casi a despreciar a esa chica estúpida y obstinada cada vez que aparecía con sus tontas galas de ir a la iglesia, y también Lydia llegó a detestarla, puesto que le recordaba las ropas que ella había tenido que ponerse todos los domingos en Skokie, antes de que sus tías Helda y Jessie la arrastraran al servicio religioso luterano. Como decía el cuento: «Le hacía a uno bien meterse una vez por semana dentro de esa ropa elegante y almidonada, y permanecer inmóvil».

Me sentía atraído por Lydia no porque sintiese pasión por Mónica —no aún—, sino porque había sufrido mucho y porque era muy valiente. No sólo que hubiese sobrevivido, sino también aquello a lo que había sobrevivido, le aportaban una inmensa dimensión moral, la hacían bella a mis ojos. Por un lado, la austeridad puritana, la mojigatería, la insipidez, la xenofobia de las mujeres de su familia, y, por el otro, el instinto criminal de los hombres. Sin duda yo no equiparaba el haber sido violada por el propio padre con haber sido educada con la sabiduría divulgada por el principal diario de Chicago. Lo que hacía que a mí me pareciese tan valiente era que la habían sometido a toda clase de barbaridades, desde la más común hasta la más malévola; que la habían explotado, maltratado y traicionado todos y cada uno de quienes la habían cuidado, que luego había perdido la razón, y que, finalmente, había demostrado ser indestructible. Ahora vivía en un pequeño apartamento cuidadosamente amueblado a poca distancia del campanario de la torre de la universidad, esa universidad llena de los ateos, comunistas y judíos que su familia había odiado tanto, y, sentada a la mesa de la cocina de ese apartamento, todas las semanas escribía para mí diez páginas en las cuales yo creía que lograba recordar, heroicamente, todos los detalles de su brutal existencia con un estilo del todo alejado de la ira y la locura. Cuando comenté a la clase que lo que más admiraba de los cuentos de la señora Ketterer era su «control», quería decir más de lo que aquellos extraños eran capaces de suponer.

Teniendo en cuenta todo lo que yo encontraba de conmovedor en el carácter de Lydia, me resultaba incomprensible sentirme tan repelido por su cuerpo como me sentí aquella primera noche. Por mi parte, logré llegar al orgasmo, pero luego me sentí exhausto por el «esfuerzo» que ello había exigido. Mientras la acariciaba, había experimentado cierto disgusto al palpar sus partes más íntimas. Al tocar los pliegues de su entrepierna, los noté anormalmente gruesos, y cuando miré sus labios vaginales, buscando el placer de conocerla a fondo, me parecieron tan marchitos y descoloridos que me poseyó la aprensión. Llegué incluso a imaginar que estaba contemplando los órganos sexuales de una de las tías solteronas de Lydia, en lugar de los de una mujer joven y sana que aún no había cumplido treinta años. Casi cedí a la tentación de relacionarlo con el hecho de haber sido víctima del abuso sexual de su padre, pero, desde luego, esto era demasiado literario; demasiado poético como concepto para poder aceptarlo… no había tal estigma, por mucho recelo que yo experimentase.

El lector podrá imaginar, llegados a este punto, cómo podía reaccionar un joven de veinticuatro años ante tal recelo: por la mañana, sin más preámbulos, le hice un cunnilingus.

—No —me dijo—, no hagas eso, por favor.

—¿Por qué no?

Esperaba la respuesta: «Soy muy fea ahí».

—Ya te lo he dicho: no llegaré al orgasmo. Por mucho que te esfuerces.

Como un sabio que lo ha visto todo y ha estado en todas partes, dije:

—Estás exagerando.

Los muslos de Lydia no eran tan largos como mis antebrazos (eran más bien como uno de los zapatos de la señora Slater) y sólo lograba separarlos cuando yo lo hacía con las dos manos. Pero la besé en todas aquellas partes donde era reseca, pardusca, curtida. No sentí ningún placer en ello, y al parecer tampoco Lydia sintió nada. Al menos, llegué a hacer lo que siempre había temido hacer: besarla donde más la habían violentado, como si (era tentador expresarlo de esta manera) tal acto pudiera redimirnos a ambos.

«Como si ello pudiera redimirnos a ambos»: era una idea tan pretenciosa como superficial, surgida sin duda de mis «serios estudios literarios». Mientras Emma Bovary había leído demasiadas novelas románticas de su época, al parecer yo había leído demasiada crítica literaria de la mía. Que estuviese, al «comérmela», tomando una especie de sacramento era una idea atrayente, aunque la había rechazado al comenzar mi obsesión por Lydia. De hecho, seguía resistiéndome a aceptar esas interpretaciones grandilocuentes, ya se refiriesen a mis jaquecas o a mis relaciones con Lydia. Sin embargo, tenía una marcada sensación de que mi vida se iba pareciendo cada vez más a uno de esos textos sobre los cuales los críticos literarios de la época solían verter todo su ingenio con gran placer. Yo mismo podría haber creado un trabajo bastante original sobre el tema para mi tesis premiada en la universidad: «Tentaciones cristianas de una vida judía: estudio sobre las ironías de buscar el desastre».

Así que, durante la semana, «tomaba el sacramento» con tanta frecuencia como podía vencer mi repugnancia, sintiendo a la vez vergüenza por experimentar repulsión, y sin creer ni dejar de creer en sombrías reverberaciones.

Durante los primeros meses de mi relación con Lydia seguí recibiendo cartas y, en alguna ocasión, llamadas telefónicas de Sharon Shatzky, la estudiante de tercer curso de Pembroke con quien había interrumpido un apasionado romance antes de volver a Chicago. Sharon era una chica alta, atractiva, de pelo castaño rojizo, estudiosa, alegre y vivaz, alumna destacada en literatura e hija de un próspero fabricante de cremalleras con tarjeta de socio en el club local y una casa de cien mil dólares en las afueras, un hombre que, impresionado por mis credenciales, se había mostrado muy hospitalario conmigo hasta que comencé a sufrir migrañas. Al ocurrirme esto, el señor Shatzky tuvo miedo de que su hija se encontrase un día casada con un hombre al que tendría que cuidar y mantener el resto de su vida. Sharon se enfureció ante la «falta de compasión» de su padre.

—Ve mi vida —dijo enojada— como una inversión mercantil.

La enfureció más aún que yo saliese en defensa de su padre. Le dije que su deber de padre era dejar claro a su joven hija cuáles podrían ser las consecuencias a largo plazo de una enfermedad como la mía, del mismo modo que cuando era niña había tenido que preocuparse de que le pusiesen la vacuna contra la viruela. Su padre no quería que sufriese sin razón.

—Pero yo te quiero —dijo Sharon—. Mi «razón» es esa. Quiero estar a tu lado cuando estés enfermo, no quiero abandonarte, quiero cuidarte.

—Lo que él dice es que no sabes lo que puede implicar eso de «cuidarme».

—Y yo te digo… que te quiero.

Si hubiese deseado casarme con Sharon (o con su dinero) tanto como suponía su padre, no me habría mostrado tan comprensivo frente a su oposición. Pero como en aquel momento tenía poco más de veinte años, la perspectiva de casarme, aunque fuese con una chica preciosa hacia la cual sentía una atracción erótica tan intensa, no estaba dentro de mis proyectos. Antes bien, diría yo, era precisamente a causa de esa fuerte atracción erótica que desconfiaba de contraer un vínculo duradero. Más allá de un lazo tan indudablemente poderoso, pensaba, ¿qué había de significación, de importancia, entre Sharon y yo? Aunque sólo tenía tres años menos que yo, veía a Sharon como a alguien muchísimo más joven, alguien que en buena medida vivía a mi sombra, con escasas actitudes o intereses propios. Leía los libros que yo le recomendaba —devoró docenas de ellos durante el verano en que nos conocimos— y repetía entre sus amigos y sus profesores, como si fuesen de su propia cosecha, las opiniones que me había oído a mí. Tal era mi influencia sobre ella que incluso había reorientado sus estudios de ciencias políticas hacia las letras. Eso me causó satisfacción en un principio, durante la etapa paternal de mi entusiasmo por ella, pero más tarde llegué a verlo como un signo más de lo que se me antojaba un exceso de sumisión y maleabilidad por su parte.

En aquella época no se me ocurría buscar la prueba de que ella poseía carácter, inteligencia e imaginación en su generosa sexualidad, ni en el equilibrio que conseguía mantener entre una animalidad atrevida y vivaz y un temperamento tierno y complaciente. Tampoco llegué a comprender entonces que era en esa tensión de equilibrio, antes que en su sexualidad misma, donde residía su atractivo. En lugar de ello, pensaba desalentado, «Es lo único que realmente tenemos», como si un amor físico espontáneo y apasionado, mantenido a lo largo de varios años, fuera un fenómeno común.

Una noche, cuando Lydia y yo estábamos durmiendo ya en mi apartamento, Sharon llamó por teléfono para hablar conmigo. Estaba llorando, y no intentaba disimularlo. No podía soportar más la estupidez de mi decisión de no volver a verla. No era posible que ella tuviera que pagar por la actitud inhumana de su padre, si es que ésa era la explicación de lo que yo estaba haciendo. ¿Qué estaba haciendo, por cierto? ¿Cómo me iba? ¿Estaba bien? ¿Estaba enfermo? ¿Cómo iban mis cuentos, mis clases…? Tenía que permitirle venir a Chicago… Pero le dije que debía quedarse donde estaba. Me mantuve tranquilo y firme durante toda la conversación. No, ella no era responsable de las actitudes de nadie; sólo de su propia conducta, que era intachable. Le recordé que no era yo quien había acusado a su padre de actuar de forma inhumana. Cuando Sharon insistió en que debía recuperar el sentido común, le dije que era ella quien debía enfrentarse a los hechos, sobre todo porque no eran tan desagradables como ella imaginaba. Era una mujer hermosa, inteligente, apasionada, y si dejaba de lamentarse de esa manera tan teatral y volvía a aceptar la vida…

—Pero, si soy todo lo que dices, ¿por qué quieres dejarme? Te aseguro que no te entiendo… ¡quiero que me lo aclares! Si soy tan ejemplar, ¿por qué no me quieres? ¡Oh, Nathan! —Sharon lloraba ahora desconsoladamente. ¿Sabes lo que creo? ¡Que a pesar de todos tus escrúpulos, tu honradez y tu raciocinio, estás loco! ¡A veces creo que a pesar de toda tu «madurez» no eres más que un niño, un niño loco!

Colgué el teléfono de la cocina y regresé a la sala de estar; Lydia estaba sentada en el sofá cama.

—Era esa chica, ¿verdad? —dijo, pero sin asomo de celos, a pesar de que yo sabía que odiaba a Sharon, aunque fuese de una forma abstracta. Quieres volver con ella, ¿verdad?

—No.

—Pero tú sabes que lamentas haber empezado esta relación conmigo. Lo sé. Y ahora no sabes cómo librarte de mí. Tienes miedo de desilusionarme, de hacerme daño, y por eso dejas pasar las semanas… pero yo no puedo soportar esta incertidumbre, Nathan, ni esta confusión. Si vas a dejarme, hazlo esta noche, ahora mismo. Échame, te lo ruego… ¡Porque no quiero que me soportes, ni que me tengas lástima, ni lo que sea que está pasando aquí! ¿Qué estás haciendo conmigo…? ¿Qué estoy haciendo yo con alguien como ? ¡Llevas el éxito dibujado en la cara, en toda tu persona! Así que ¿de qué va todo esto? Sabes que preferirías dormir con esa chica a hacerlo conmigo… ¡Deja de fingir lo contrario, y vuelve con ella, hazlo!

Ahora ella lloraba con tanto desconsuelo y tanta perplejidad como Sharon. La besé, intenté consolarla. Le dije que nada era como ella decía, aunque sabía que todo lo que decía era verdad. Detestaba hacerle el amor, quería deshacerme de ella, no podía soportar la idea de hacerle daño, y después de aquella llamada telefónica quería realmente más que nunca volver con la mujer a quien Lydia llamaba «esa chica». Sin embargo, me negaba a confesar tal deseo y a actuar de acuerdo con él.

—Es atractiva, joven, judía, rica

—Lydia, estás torturándote…

—Y yo soy horrible. Y no tengo nada.

No, si alguien era horrible era yo, añorando la dulce lascivia de Sharon, su sensualidad juguetona y audaz, lo que solía llamar su «ajuste perfecto», aquella infalible capacidad de responder con exactitud a cualquiera de nuestros gestos eróticos; deseaba, recordaba, visualizaba todo aquello, mientras me agitaba sobre el cuerpo de Lydia, contrastándolo con sus recuerdos de infortunio físico. Lo que era «horrible» era ser tan susceptible y exigente ante las imperfecciones del cuerpo de una mujer, descubrirse adicto a las ideas hollywoodienses, tan frías, sobre lo que es apetecible y lo que no lo es. Lo que era «horrible», alarmante, vergonzoso, era la importancia que un hombre con mis pretensiones era capaz de dar a su lujuria.

Y había otras cosas que —sin llevarme a la extraña desolación en que me hundían lo que yo llamaba «mis reflejos sexuales primitivos»— me proporcionaban, al menos, nuevas razones para desconfiar de mí mismo. Estaban, por ejemplo, las visitas dominicales de Mónica. ¡Qué brutales eran! ¡Y cómo rechazaba mi ser lo que veía! Especialmente cuando, sintiendo plenamente haber sido objeto de una bendición, recordaba los domingos de mi propia infancia, la sucesión de visitas a lo largo del día, primero a casa de mis dos abuelas viudas, en la barriada donde habían nacido mis padres, y luego por todo Camden, a casa de media docena de tías y tíos. Durante la guerra, a causa del racionamiento de gasolina, para visitar a las abuelas teníamos que recorrer a pie siete u ocho kilómetros, lo cual da una medida bastante precisa del afecto que sentíamos por aquellas magníficas y dignas mujeres que se deslomaban trabajando. Ambas vivían en circunstancias más o menos parecidas: en pequeños apartamentos con olor a ropa recién planchada y a anticuado gas de carbón, rodeadas de una abundante colección de tapetes sobre los respaldos de los sillones, fotografías de fiestas de bar mitzvah y tiestos con plantas, la mayoría de estas mucho más altas y vigorosas de lo que yo llegaría a ser jamás; había papel despegado en algunas zonas de la pared, linóleo gastado en los suelos, cortinas muy viejas y desteñidas… Todo ello era, no obstante, mi mundo de riqueza oriental, y yo, el pequeño sultán de las abuelas; incluso más: un sultán de salud precaria y cuya necesidad de golosinas y salsas era mucho mayor de lo habitual. ¡Ah, cómo me reconfortaban y me alimentaban con aquellos pechos de lavanderas a modo de almohada y aquellos mullidos regazos de abuela como trono!

Por supuesto, cuando estaba enfermo o hacía mal tiempo tenía que quedarme en casa, al cuidado de mi hermana, mientras mis padres, protegidos con sus zapatos de goma y sus paraguas, hacían solos su safari de visitas devocionales. Pero tampoco eso era desagradable, porque Sonia me leía en voz alta, con exagerados ademanes de diva, pasajes de un libro titulado Doscientos argumentos de óperas. De vez en cuando cantaba algún aria. «La acción se desarrolla en la India —leía—, y comienza en el templo sagrado del sacerdote hindú Nilakantha, que siente un odio inveterado hacia los ingleses. Durante su ausencia, llega un grupo de oficiales y damas inglesas, que entran por curiosidad en el hermoso jardín y se quedan fascinados por él. Luego todos se van, menos un oficial, Gerald, quien, desoyendo la advertencia de su amigo Frederick, se queda para dibujar un boceto. Entonces aparece la bella hija del sacerdote, Lakmé, que llega por el río…». La expresión «que llega por el río», la ortografía de hindoo en el libro de Sunny, con dos o que parecían dos ojos atónitos, esencia de todo lo que yo consideraba misterioso, atraía poderosamente la imaginación del niño impedido que yo era, lo mismo que su entusiasta representación para un auditorio compuesto por una sola persona… «… Lakmé es llevada por su padre, ambos disfrazados de mendigos, al mercado de la ciudad. Obliga a Lakmé a cantar, esperando con ello atraer la atención de su amante, que seguramente se encuentra en el grupo de ingleses que están haciendo sus compras en el mercado». (A día de hoy, apenas me he recobrado del efecto que ejercía sobre mí la palabra bazaar, con esas dos a que la alargan como un suspiro). Allí, Sunny cantaba el «Aria de las campanas» de La fille du pariah imitando el acento francés de Bresslenstein, la balada de la hija del paria que, en la selva, salva a un extranjero de las fieras salvajes mediante el encantamiento de una campana mágica. Después de luchar con la dificilísima aria, mi hermana, sofocada y sin aliento por el esfuerzo, vuelve a la lectura altamente dramática del argumento. «Y el astuto plan tiene éxito, porque Gerald reconoce inmediatamente la maravillosa voz de la bella doncella hindú…», y es apuñalado por la espalda por el padre de Lakmé. Y ella lo cuida hasta que se repone «en la magnífica selva». Sólo que allí el hombre recuerda, cargado de remordimiento, a la hermosa joven inglesa que es su prometida, así que decide abandonar a mi hermana, que se suicida con hierbas venenosas, cuyos «zumos mortales bebe». Me costaba decidir a quién odiaba más, a Gerald, con sus remordimientos por «la hermosa joven inglesa», o bien al loco padre de Lakmé, que no quería que su hija amara a un hombre blanco. Si hubiese estado «en la India» en lugar de en mi casa en un domingo lluvioso, y si hubiese pesado algo más que treinta kilos, creo que podría haberla salvado de los dos.

Más tarde, en la puerta de atrás, mis padres se sacuden el agua como dos perros… nuestros fieles dálmatas, nuestros abnegados san bernardos. Dejan los paraguas abiertos dentro de la bañera para que se sequen. Me han traído —desde una distancia de cinco kilómetros, y con tormenta, y en plena guerra— un bote de col rellena de mi abuela Zuckerman y una caja de zapatos llena del strudel de mi abuela Ackerman: alimento para el hambriento Nathan, para enriquecer su sangre y devolverle la salud y la felicidad. Más tarde, mi exhibicionista hermana se situará exactamente en el centro de la alfombra de la sala, sobre el medallón «oriental», para practicar sus escalas, mientras mi padre lee las noticias en el diario dominical y mi madre me toma la temperatura con los labios, de manera que la lectura, llevada a cabo cada hora, termina siempre con un beso. Y yo, todo el tiempo, tumbado lánguidamente en el sofá, como una odalisca de Ingres. ¿Ha habido alguna vez algo mejor desde que se instituyó el día de descanso?

Cómo vuelven esos rituales de amor de mi pasado (¡nada de nostalgia!), en todos sus nostálgicos y lacerantes detalles, cuando contemplo el desarrollo de otro horrible domingo Ketterer. Tan ortodoxos como habíamos sido nosotros en la ejecución de las ceremonias del afecto familiar eran los Ketterer en la perpetuación de su árida y melancólica falta de amor. Ser testigo de la repetición del ciclo de desastre era tan escalofriante como ver una ejecución en la silla eléctrica… Sí, una electrocución lenta, el holocausto de la vida de Mónica Ketterer, eso era lo que parecía desarrollarse ante mis propios ojos un domingo tras otro. Aquella niña estúpida, rota, analfabeta, no distinguía su mano derecha de la izquierda, no sabía decir la hora, ni siquiera sabía leer las palabras de un cartel o de una caja de cereales sin que alguien la ayudara a salvar cada sílaba como si fuera una montaña. Mónica. Lydia. Ketterer. Yo pensaba «¿Qué estoy haciendo con estas personas?», y al pensarlo no veía otra opción que quedarme con ellas.

Los domingos, Mónica era depositada en la puerta por Eugene Ketterer, hombre tan repelente como el lector que ya haya captado el tono de mi relato pueda imaginar. Otro clavo en el ataúd de Nathan. Si al menos Lydia hubiese exagerado, podría haberle dicho, como a veces es posible decir a un divorciado acerca de su excónyuge: «Vamos, vamos, no será tan malo…». Si al menos hubiese podido decirle en tono de broma: «Fíjate, incluso me cae bien…». Pero no, lo odiaba.

La única sorpresa fue descubrir que era más feo que lo que las palabras de Lydia sugerían. Como si su carácter no bastara. Mala dentadura, nariz rota, pelo endurecido por la brillantina para ir a la iglesia, y su forma de vestir, de palurdo de ciudad… ¿Cómo era posible que una mujer bonita, refinada e inteligente se hubiese casado con un individuo como aquél? La respuesta era muy simple: Era el único que se lo había pedido. Era el caballero medieval que había rescatado a Lydia de la casa-prisión de Skokie.

Para el lector que no haya «captado el tono» pero que empiece a parecerle imposible postergar su incredulidad respecto a un protagonista que deliberadamente mantiene una relación con una mujer sin atractivo alguno y además abrumada por las calamidades, debo aclarar en este punto que, en retrospectiva, a mí mismo me parece casi imposible de creer. ¿Por qué habría un joven de otro modo razonable, previsor, alerta, sensato e interesado en su propio bienestar, un hombre meticuloso y cuidadoso en los aspectos cotidianos de la vida, y un modelo de buena administración en cuanto a sus dotes, por qué habría seguido, en ese encuentro a todas luces oneroso, un curso de acción tan desafiantemente contrario a sus intereses? ¿Por el desafío mismo? ¿Eso les convence a ustedes? Sin duda algún instinto —de autoprotección, de conservación, algo así como el sentido común, el instinto animal, o un sistema biológico básico de alarma— tendría que haberle advertido de las inevitables consecuencias de sus actos, de la misma manera que un vaso de agua fría arrojado a la cara del sonámbulo más empedernido lo salva de saltar por la ventana y de las avenidas desiertas. En vano busco algo que se asemeje a un verdadero sentido de misión religiosa —el que lleva a los misioneros a convertir salvajes o a cuidar leprosos—, o algo que señale una anormalidad psicológica tan pronunciada como para explicar mi absurda conducta. Para ofrecer algún tipo de explicación, el autor subraya el «atractivo moral» de Lydia y desarrolla, tal vez con más detenimiento que amenidad, la idea de la «seriedad» de Zuckerman, llegando al extremo de describir en el subtítulo dicha seriedad como una especie de fenómeno social. Pero, para ser sinceros, ni siquiera al autor mismo le parece que tan sugerente subtítulo pueda dar respuesta a la objeción de implausibilidad, del mismo modo que al joven Zuckerman no le parecía que las vanidosas interpretaciones de sus jaquecas estuviesen en consonancia con el dolor mismo. E introducir términos como «enigmático» y «misterioso» en estas consideraciones va no sólo contra mi naturaleza, sino que además no ayuda a que los hechos resulten menos inconcebibles.

Seguro que habría sido de cierta utilidad haber mencionado, aunque fuese de pasada, los agradables paseos que Nathan y Lydia solían dar los sábados por la orilla del lago, sus comidas campestres, sus paseos en bicicleta, sus visitas al zoológico, al acuario, al Art Institute, al teatro cuando el Old Vic y Marcel Marceau estuvieron en la ciudad. Podría escribir sobre la amistad que trabaron con otras parejas de la universidad, de las reuniones de estudiantes graduados a las cuales solían acudir los fines de semana, de las conferencias de célebres poetas y críticos a las que asistían en Mandel Hall, de las veladas que pasaban leyendo juntos frente a la chimenea, en el apartamento de Lydia. Pero, en realidad, invocar esos recuerdos para que la relación resulte más creíble sería engañar al lector con respecto al tipo de hombre que era Nathan Zuckerman. Los placeres y comodidades de la vida social al uso no tenían importancia para él: opinaba que no tenían contenido moral. No se había casado con Lydia porque a los dos les gustara comer en los chinos de la calle Setenta y tres, ni siquiera porque ambos admiraran los cuentos cortos de Chéjov. Por esas razones, podría haberse casado con Sharon Shatzky, y por muchas otras. Por increíble que les parezca a algunos (y yo estoy entre ellos), fue precisamente la situación de «constante calamidad» la que abogó con mayor éxito por la causa de Lydia antes que todas las comidas íntimas, las caminatas, las visitas al museo y las agradables charlas junto al fuego en las que él corregía sus gustos en materia literaria.

Al lector que «cree» en el dilema de Zuckerman tal como yo lo describo, pero que a la vez duda en tomar a semejante personaje con la misma seriedad que yo, debo señalarle que yo mismo estoy tentado de reírme de él. Encarar esta narración como una especie de comedia no requería más que un ligero cambio en el tono y la actitud. En el departamento de graduados, para un curso que se llamó «Shakespeare avanzado», escribí una vez un trabajo sobre Otelo en el cual proponía este mismo cambio de énfasis. Imaginaba, de forma detallada, varias versiones descabelladas, incluso una en la que Otelo y Yago se trataban el uno al otro como «Señor Interlocutor» y «Señor Huesos», y otra, algo más extrema, en la que la situación racial estaba totalmente invertida, con Otelo representado por un hombre blanco y el resto del reparto integrado por negros, con lo cual se arrojaba una luz distinta (ésa era mi conclusión) sobre la «malignidad inmotivada».

En la historia que nos ocupa, yo diría que (sobre todo desde el punto de vista de nuestra década) hay mucho que ridiculizar en la veneración del sufrimiento y del dominio de uno mismo, y en la supresión del hombre sexual. No requiere mucho ingenio por mi parte convertir a nuestro protagonista en un esnob insufrible de quien sólo cabe reírse, en un personaje de farsa. Y si no lo es el protagonista, podría serlo el narrador. Para algunos, lo más cómico de todo, o tal vez lo más extraño, no sea quizá mi comportamiento de entonces, sino la forma literaria que he elegido para narrar mi historia hoy: el decoro, el orden, la elemental sobriedad, ese estilo «responsable» que sigo adoptando. La verdad es que los estilos literarios han cambiado de manera radical desde que sucedió todo esto, hace diez años, a mediados de la década de los cincuenta, pero yo mismo no soy, ni mucho menos, lo que era ni lo que quería ser. No soy ya un miembro acreditado de esa comunidad de probada decencia y espíritu humanitario llamada «universidad», y tampoco soy el hijo a quien mis padres, orgullosos, solían dirigirse por correo bajo el título de «profesor». En virtud de mis propios criterios, mi vida privada es un fracaso y una vergüenza, nada decorosa, ni sobria, ni siquiera «responsable». O al menos eso me parece a mí. Me avergüenzo de mí mismo: creo que soy un personaje vergonzoso. No puedo imaginarme recobrando el valor necesario para volver alguna vez a vivir en Chicago ni en ningún otro lugar de Estados Unidos.

Actualmente, nosotros vivimos en una de las principales ciudades italianas. «Nosotros» somos yo mismo y Mónica, o Moonie, como en cierto momento pasé a llamarla cuando estábamos a solas. Los dos hemos estado juntos y solos hasta ahora, desde que Lydia se abrió las venas con el extremo metálico de un abrelatas y murió desangrada en la bañera de nuestro apartamento de la planta baja de una casa de Woodlawn, donde los tres vivíamos como una familia. Cuando murió, Lydia tenía treinta y cinco años, yo apenas treinta, y Moonie, dieciséis. Después del segundo divorcio de Ketterer, yo había iniciado, en nombre de Lydia, los trámites judiciales para obtener nuevamente la custodia de su hija… y gané. ¿Cómo podía perder? Era un profesor respetable y un escritor prometedor, cuyos cuentos aparecían en las revistas trimestrales serias. Ketterer maltrataba a sus mujeres. Así fue como Moonie vino a vivir con nosotros en Hyde Park, y cómo Lydia llegó a sufrir su tormento final. De hecho, no podría haber estado más excluida de la vida de sus tías en Skokie, ni más relegada a la posición de Cenicienta privada de cariño, de lo que llegó a sentirse por lo que sucedió entre Moonie y yo, algo que durante años constituyó mi único anhelo sexual. Lydia solía despertarme en plena noche dándome puñetazos en el pecho. Y nada de lo que pudiera decirle la doctora Rutherford podía impedírselo: «¡Si alguna vez llegas a ponerle la mano encima a mi hija —gritaba—, te hundiré un cuchillo en el corazón!». Nunca me acosté con Moonie, al menos no mientras vivió su madre. Bajo el disfraz de padre e hija, nos tocábamos y nos acariciábamos, y con el paso de los meses tropezábamos el uno con el otro cada vez con mayor frecuencia, sin darnos cuenta, sin querer, cuando estábamos vistiéndonos o estábamos desnudos en el cuarto de baño, barriendo hojas secas en el fondo de la casa, o nadando frente al Point; nos mostrábamos juguetones, retozones, como podría esperarse de un hombre y su joven amante… pero a fin de cuentas, como si fuera mi propia hija o mi propia hermana, respetaba siempre el tabú del incesto. No resultó fácil. Fue entonces cuando encontramos a Lydia en la bañera. Probablemente ninguno de nuestros amigos y colegas se imaginaba que Lydia se había suicidado porque yo me acostaba con su hija… hasta que huí con Moonie a Italia. No sabía qué otra cosa podía hacer después de la noche en que por fin hicimos el amor. Tenía dieciséis años, su madre era una suicida, su padre un sádico ignorante, y ella, a causa de sus dificultades para la lectura, era todavía alumna de uno de los primeros cursos en el instituto. En vista de todo ello, ¿cómo podía abandonarla? Pero ¿cómo podíamos ser amantes en Hyde Park?

Así fue, pues, como por fin pude realizar el viaje a Europa que estaba planeando cuando Lydia y yo nos conocimos, aunque no fuese para ver centros culturales ni lugares de interés literario.

No creo que Moonie sea tan desgraciada en Italia como lo fue Anna Karenina con Vronski, y tampoco, ahora que llevamos ya un año aquí, me siento, ni mucho menos, tan perdido e impotente como Aschenbach por su pasión hacia Tadzio. Había esperado un tormento mayor. Con mi mentalidad literaria, algo propensa a la autodramatización, había llegado incluso a pensar que Moonie perdería la razón. Pero la verdad es que para nuestros amigos italianos somos simplemente un escritor norteamericano más con su bonita y joven amiga, una muchacha alta, tranquila, sombría, cuya única cualidad sobresaliente, aparte de su belleza, es su total devoción hacia mí. Ellos dicen que no están acostumbrados a ver tanta solicitud hacia su hombre en una rubia norteamericana de piernas largas. Sin embargo, la aprecian por ello. El único amigo que tengo a quien puedo llamar más o menos íntimo dice que cada vez que salgo de una habitación dejando allí a Moonie es como si ella dejase de existir. Él se pregunta por qué es así. Ya no es porque no conozca el idioma. Afortunadamente, aprendió el italiano tan deprisa como yo, y con este idioma no parece tener las dificultades para la lectura que convirtieron en un infierno para los tres sus deberes nocturnos cuando vivíamos en Chicago. Ha dejado de ser estúpida, o testaruda. En cambio, demasiado a menudo es taciturna.

Cuando cumplió veintiún años y dejó de estar, en términos legales, bajo mi tutela, decidí casarme con Moonie. Lo peor había pasado ya, y con esto quiero decir la apetencia sexual voraz, frenética, así como el temor paralizante. Pensaba que el matrimonio quizá podría librarnos del tedio de una segunda etapa en la que ella tendía a mostrarse silenciosa y triste, y yo, mudo, constantemente ansioso, como si estuviera en una cama de hospital, esperando a que me llevasen al quirófano en una camilla. Debía casarme con ella o abandonarla, tomarla a mi cargo para siempre o acabar con todo definitivamente. Así que el día que cumplió los veintiún años, tomada ya la decisión, le propuse que nos casáramos. Pero Moonie dijo que no, que no quería ser nunca esposa. Perdí los estribos, comencé a hablar en inglés como un torrente, en un restaurante donde todos nos miraban.

—¿Quieres decir mi esposa?

—¿E di chi altro potrei essere? —replicó—. ¿De quién más podría serlo?

Así habían quedado las cosas la última vez que traté de hacerlas «bien». Por eso seguimos viviendo juntos sin estar casados, y yo sigo quedándome estupefacto cuando pienso quién es esta compañera mía con un sentido del deber tan agudo, quién ha sido, y cómo ha llegado a estar a mi lado. Podría suponerse que superaría esos sentimientos, pero, al menos en apariencia, no puedo o no quiero superarlos. Mientras nadie se entere aquí de nuestra historia, me siento capaz de dominar el remordimiento y la vergüenza.

En todo caso, ahogar la sensación de que estoy viviendo la vida de otro es algo superior a mis fuerzas. ¡Ésta no es la vida que planeé llevar y por la cual trabajé tanto! ¡O para la cual nací! En el aspecto exterior, sin duda, soy tan respetable en cuanto a mi indumentaria y mis modales como cuando inicié mi vida adulta como un serio aspirante a académico en el Chicago de la década de los cincuenta. Ciertamente, no aparento tener nada que ver con lo improbable o lo insólito. Bajo pseudónimo, escribo y publico cuentos que ahora son algo más míos que de Katherine Mansfield, pero que siguen marcados por la ironía y la tortuosidad. Para mi sorpresa, una tarde, no hace mucho, ojeando una de las revistas de la biblioteca de la oficina de información cultural de mi país, encontré por casualidad, en una publicación literaria norteamericana, un artículo donde se me mencionaba, a «Mí», al mismo tiempo que a varios escritores bastante famosos, como alguien cuyos intereses literarios y sociales están ya fuera de la actualidad. No había caído en la cuenta de que había adquirido tanta fama como para llegar a ser irrelevante. ¿Cómo puedo tener la certeza de nada desde aquí, ya se trate de mi reputación bajo seudónimo o de la real? Además, enseño literatura inglesa y norteamericana en una universidad local a los estudiantes más dóciles y respetuosos que he tenido nunca. En la Universidad de Chicago nunca fue así. Gano algo de dinero extra, muy poco, leyendo novelas norteamericanas para una editorial italiana con el fin de dar mi opinión sobre ellas, y así he podido mantenerme al día con respecto a las últimas novedades en literatura. Y he dejado de tener jaquecas. Dejé de tenerlas unos veinte años antes de lo que me anticipó el neurólogo… Que cada uno interprete esto como prefiera… Por otro lado, con sólo imaginar la posibilidad de visitar a mi viejo y enfermo padre en New Jersey, con sólo pasar ante las oficinas de una empresa de transportes aéreos norteamericana, el corazón se me desboca y las piernas me tiemblan. El pensamiento, durante un solo minuto, de reunirme con los seres que me querían, o que simplemente me conocían, basta para que me sienta presa del pánico… el pánico del presidiario fugado que imagina que las autoridades le siguen la pista, aunque en este caso yo soy al mismo tiempo el policía y el fugitivo. Porque realmente quiero volver. ¡Si tuviera lo que se requiere para ordenar mi propia extradición! Cuanto más tiempo permanezca oculto como ahora, más se endurecerá la leyenda de mi miserable conducta. ¿Y cómo puedo saber, desde aquí, si tal leyenda no existe ya sólo dentro, y no fuera, de mi imaginación? Tal vez nunca haya existido. El Estados Unidos que vislumbro en la televisión y sobre el que leo aproximadamente una vez al mes en los periódicos de la biblioteca de la oficina cultural no me parece ya un lugar donde la gente se preocupe sobre quién se acuesta con quién. ¿A quién le importa ya que esta mujer de veinticuatro años haya sido mi hijastra alguna vez? ¿A quién le importa que le haya quitado su virginidad a los dieciséis años y que la acariciara «sin querer» a los doce? ¿Quién, allá, recuerda a la fallecida Lydia Zuckerman o las circunstancias que rodearon su suicidio y mi propia partida en 1962? Por lo que leo, se diría que en el Estados Unidos posterior al crimen de Oswald, un hombre con una historia como la mía puede dedicarse a sus cosas sin llamar demasiado la atención. Ni siquiera Ketterer podría perjudicarnos mucho. Eso diría, ahora que su hija ha dejado de ser menor de edad. Tampoco debe suponerse que sintiera mucho que nos viniéramos a Italia; antes bien, debió de sentir alivio por no tener que pasarnos los veinticinco dólares semanales fijados por la justicia como contribución al mantenimiento de Moonie.

Así pues, sé lo que debo hacer. Sé lo que hay que hacer. ¡Lo sé! Debo decidirme a abandonar a Moonie (y, mediante ese acto, liberarme del estado de confusión que su proximidad mantiene vivo en mí), o bien debo dejarla, aclarando bien de antemano que existe otro hombre en algún lugar del mundo con quien podría no solamente sobrevivir, sino con quien podría sentirse una persona más feliz, más alegre. Debo convencerla de que cuando yo me vaya ella no se quedará languideciendo sin remedio, sino que tendrá (estoy seguro) medio centenar de pretendientes en menos de un año. Habrá tantos hombres serios que cortejen a una mujer dulce y escultural como ella como hay otros muchos frívolos que la siguen por la calle silbándole y lanzando besos al aire, italianos que imaginan que es escandinava e inmoral…; o bien debo dejar del todo a Moonie, inmediatamente (aunque por el momento sólo sea para mudarme al otro lado del río, y cuidarla desde allí como un padre que vive en la misma ciudad en lugar de ser el amante que duerme en su cama y a cuyo cuerpo se aferra ella mientras duerme), o bien debo volver con ella a Estados Unidos para vivir los dos como amantes, como hacen todos, si he de creer lo que se escribe sobre la «revolución sexual» en las revistas de actualidad de mi país.

Pero me siento demasiado humillado para hacer cualquiera de las dos cosas. El país puede haber cambiado, pero yo no. No sabía que tales extremos de humillación fuesen posibles, ni siquiera para mí. Lector del Lord Jim, de Conrad, y de Thérèse, de Mauriac, y de la Carta al padre, de Kafka, de Hawthorne y de Strindberg y de Sófocles… incluso ¡de Freud…!, y no sabía aún que la humillación pudiese cambiar tanto a un hombre. Resulta que o dicha literatura influye demasiado en mis ideas sobre la vida, o bien no soy capaz de establecer ninguna conexión entre su sabiduría y mi propia existencia. De hecho, soy incapaz de aceptar totalmente lo desesperado de mi situación, y, sin embargo, las líneas finales de El proceso son para mí tan familiares como mis propios rasgos: «¡Era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle!». Sólo que yo no soy un personaje de libro, y, desde luego, no de ese libro. Soy un ser real. Y mi humillación es igualmente real. ¡Dios, cuánto creía sufrir en la adolescencia cuando los tiros altos de la pelota de béisbol se escurrían entre mis manos separadas en el campo del colegio, y los atletas innatos del equipo se golpeaban la frente de desesperación! ¡Qué no daría hoy por estar viviendo una vez más en Chicago, enseñando durante toda la mañana los principios del ensayo a mis entusiastas alumnos de primer curso, comiendo mi sencilla cena servida en una bandeja en el gran refectorio, leyendo a los maestros europeos antes de dormir en mi cama de soltero, después de dejar cincuenta monumentales páginas anotadas y subrayadas…! Mann, Tolstoi, Gogol, Proust, estar en la cama con todos los genios… ¡Ah, tener otra vez esa sensación de valer algo, e incluso volver a sufrir los dolores de cabeza, si fuera necesario! ¡Cuánto ansiaba una vida digna! ¡Y cuánta confianza tenía en lograrlo!

Para terminar, en la mejor tradición de la narrativa, la historia de ese Zuckerman en ese Chicago se la dejo a los escritores que viven en el vistoso presente americano, y cuyas extravagantes novelas cato desde la distancia, para que traten lo improbable, lo absurdo y lo insólito de una forma diferente a la directa y reconocible.

En mi presencia, Eugene Ketterer hacía todo lo posible por mostrarse sereno, tranquilo y nada agresivo, como si fuese un hombre normal. Yo le llamaba señor Ketterer, y él me llamaba Nathan, Nate, Natie. Cuando más tarde entregaba a Mónica a su madre, más desenfadada y (para mí) irritante era su actitud. A Lydia esto la enfurecía, y cuando tenía que enfrentarse a él revelaba una tendencia a la ira más vitriólica que nunca había mostrado en casa, en clase ni en sus escritos. Era inútil recomendarle que no cediera a las provocaciones de Ketterer. De hecho, en varias ocasiones me acusó —aunque luego se disculpó, hecha un mar de lágrimas— de defender a Ketterer, cuando mi única preocupación había sido evitar que perdiera los estribos en presencia de Mónica. Lydia reaccionaba contra las provocaciones de Ketterer como un animal enjaulado al que azuzan con un palo, y el segundo domingo que me tocó presenciar la crueldad de él y la reacción de ella me di cuenta de que no tardaría en tener que recordarle a «Gene» que yo no era un simple «espectador» desinteresado y que se excedía en su sadismo.

Al principio, antes de que Ketterer y yo nos hubiésemos enfrentado, cuando Lydia le pedía una explicación por aparecer a las dos de la tarde cuando debería haber llegado con Mónica a las diez y media de la mañana, me miraba a mí y me decía en tono fraternal: «¡Mis mujeres!». Si Lydia replicaba «¡Qué tontería! ¡Eso no quiere decir nada! ¿Qué puede saber de mujeres un matón como tú, ni de hombres, ni de niños? ¿Por qué la has traído tan tarde, Eugene?», él se encogía de hombros y murmuraba: «Se me ha hecho tarde». «¡Eso no es una explicación!». «Es la que tengo, Lydia. Me temo que no hay otra». E incluso, sin molestarse en contestarle, se dirigía a mí para decir: «Vive y aprende, Natie». La misma escena desagradable se repetía por la tarde, cuando llegaba para recoger a Mónica demasiado temprano o bien demasiado tarde. «Oye, no soy un reloj. Nunca he pretendido serlo». «Nunca has pretendido ser nada… ¡porque nunca has sido nada!». «Ya sé, soy un bruto y un cerdo y un criminal, y tú eres lady Godiva. Ya lo sé, no hace falta que me lo digas». «¡Eres un verdugo, eso es lo que eres! ¡Que me tortures ya no es importante, pero que puedas ser tan cruel y miserable como para torturar a una chica indefensa…! ¿Cómo puedes jugar así con nosotras, domingo tras domingo, año tras año…? ¡Troglodita! ¡Ignorante! ¡Vacuo!». «Vamos, Armónica (así llamaba a su hija), es hora de ir a casita con el Lobo Feroz.».

Generalmente, Mónica se pasaba el día en casa de Lydia viendo la televisión con el sombrero puesto. Lista para salir en cualquier momento.

—Mónica —le decía su madre—, no puedes quedarte todo el día sentada viendo la televisión.

Sin comprender nada:

—Mmm…

—Mónica, ¿me oyes? Son las tres. Creo que ya has tenido suficiente televisión por hoy, ¿no crees? ¿Has traído tus deberes?

Completamente en las nubes:

—¿Mis… qué?

—¿Has traído tus deberes de esta semana, para que podamos repasarlos?

Murmullo:

—Mmmm… se me ha olvidado.

—Pero te dije que te ayudaría. Necesitas ayuda, y lo sabes.

Indignación:

—Hoy es domingo.

—¿Y qué?

Ley natural:

—Los domingos no hago deberes, no hago.

—No hables así, por favor. Antes nunca hablabas así, ni siquiera cuando tenías seis años. Sabes muy bien cómo se habla.

Rebelde:

—¿Qué?

—Repitiendo las cosas. Diciendo dos veces «no hago…», como tu papá. Y, por favor, siéntate bien.

Incrédula:

—¿Qué?

—Estás sentada como un hombre. Ponte los tejanos si quieres sentarte así. Si no, siéntate como las chicas de tu edad.

Desafiante:

—Estoy sentada.

—Mónica, escucha: creo que debemos practicar las restas. Tendremos que practicar sin el libro, puesto que no lo has traído.

Suplicante:

—Pero hoy es domingo.

—Pero necesitas ayuda con las restas. Es lo que necesitas, en lugar de ir a la iglesia: que te ayuden con la aritmética. ¡Mónica, quítate el sombrero! ¡Quítate ese estúpido sombrero ahora mismo! ¡Son las tres de la tarde, no puedes estar con el sombrero puesto todo el día!

Decidida, furiosa:

—¡El sombrero es mío! ¡Me lo dejo puesto!

—¡Pero estás en mi casa! ¡Y soy tu madre! ¡Y te estoy diciendo que te lo quites! ¿Por qué insistes en comportarte de una forma tan absurda? ¡Soy tu madre, lo sabes bien! Mónica, yo te quiero y tú me quieres… ¿no te acuerdas de cuando eras pequeña?, ¿no te acuerdas de cómo jugábamos? ¡Quítate el sombrero antes de que te lo arranque de la cabeza!

Arma decisiva:

—¡Tócame la cabeza y se lo contaré a papá!

—¡Y no le llames «papá»! ¡No soporto que llames «papá» a ese hombre que nos tortura a las dos! ¡Y siéntate como una chica! ¡Haz lo que te digo! ¡Junta las piernas!

Siniestra:

—Están juntas.

—¡Están abiertas y se te ven las bragas y basta! Eres demasiado mayor para eso… ¡Vas en el autobús, vas a clase, y si llevas vestido tienes que comportarte como corresponde! No puedes sentarte así, viendo la televisión, un domingo tras otro. No puedes, sobre todo si no sabes cuántas son dos más dos.

Filosófica:

—A quién le importa.

—¡A mí me importa! ¿Sabes cuántas son dos más dos? ¡Quiero saberlo! Mírame. Hablo en serio. Tengo que saber lo que sabes y lo que no sabes, y por dónde hay que empezar. ¿Cuántas son dos más dos? ¡Contéstame!

Estúpida:

—No sé.

—¡Sí lo sabes! Y no hables como una criatura. ¡Contéstame!

Fuera de sí:

—¡No sé! ¡Te digo que me dejes en paz!

—Mónica, ¿cuántas son once menos uno? A once le quitas uno. Si tienes once centavos y alguien te quita un centavo, ¿cuánto te queda? Tienes que saber esto.

Histérica:

—¡No lo sé!

—¡Lo sabes!

Explosión:

—¡Doce!

—¿Cómo pueden ser doce? Doce es más que once. Te pregunto qué es menos que once. Once menos uno son… ¿cuánto?

Pausa. Reflexión. Decisión:

—Uno.

—¡No! ¡Tienes once y le quitas uno!

Iluminación:

—¡Aaah! ¡Le quito…!

—Sí. Sí.

Impávida:

—Nunca hemos hecho quitar.

—Lo has hecho. Has tenido que hacerlo.

Firme:

—Te digo la verdad. No tenemos quitar en la escuela James Madison.

—Mónica, esto es restar… lo tienen en todas partes, en todas las escuelas, y tienes que saberlo. Querida, no me importa lo del sombrero, ni siquiera me importa lo de tu padre, eso ya pasó. Me importas tú y lo que será de ti. Porque no puedes ser como una niña pequeña que no sabe nada. Si sigues así tendrás dificultades y una vida terrible. Eres mujer, y estás creciendo, y tienes que saber cómo obtener cambio de un dólar y qué viene antes del once, que es la edad que tendrás el año que viene. Y tienes que saber cómo sentarte… por favor, por favor, no te sientes así, Mónica, por favor, no vayas en el autobús ni te sientes así en público, aunque insistas en sentarte así aquí para hacerme enfadar. Por favor, prométemelo.

Hosca, perpleja:

—No te entiendo.

—Mónica, estás creciendo, aunque los domingos te vistan como una muñeca.

Justa indignación:

—Eso es para la iglesia.

—Pero la iglesia no tiene nada que ver contigo. Lo que es importante para ti es leer y escribir… Mónica, te juro que te digo todo esto sólo porque te quiero, y no quiero que te pase nada malo, nunca. ¡Te quiero, debes saberlo! Lo que puedan haberte dicho de mí no es verdad. No estoy loca, no soy una demente. No tienes que tenerme miedo, ni odiarme… He estado enferma, pero ahora estoy bien, y me dan ganas de ahorcarme cada vez que pienso que te dejé en manos de él, que pensé que te daría una madre y un hogar y todo lo que yo quería que tuvieses. ¡Y ahora no tienes madre… tienes esta persona, esta mujer, esta idiota que te viste con ese disfraz ridículo y te da una Biblia para llevarla en la mano cuando ni siquiera sabes leer! Y como padre tienes a ese hombre. ¡De todos los padres del mundo, ése!

En este punto, Mónica lanzó un alarido tan penetrante que salí corriendo de la cocina, donde había estado sentado a solas con una taza de café frío, sin saber qué pensar.

En la sala, lo único que había hecho Lydia era tomar una de las manos de Mónica, y sin embargo la chica gritaba como si fueran a matarla.

—Pero ¡si sólo quiero acariciarte! —decía Lydia entre sollozos.

Como si mi aparición fuese la señal para el comienzo de la verdadera violencia, Mónica empezó a echar espuma por la boca, gritando sin interrupción:

—¡No me toques! ¡No me toques! ¡Dos y dos son cuatro! ¡No me pegues! ¡Son cuatro!

Escenas tan terribles como ésta se desarrollaban dos o tres veces en el transcurso de una sola tarde de domingo, como amalgamas de fragmentos de culebrón (otra vez este género), de Dostoievski, o de aquellas leyendas sobre la vida familiar entre los gentiles que yo solía oír de niño, generalmente por boca de mis abuelas inmigrantes, que nunca habían olvidado cómo había sido la vida allá, entre los campesinos polacos. Como en los conflictos de telenovela, la ferocidad emotiva del argumento excedía en años luz la cuestión esencial, que las más de las veces era en sí mismo capaz de responder a un poco de lógica, de sentido del humor o bien cierta dosis de sentido común. A pesar de ello, y como en las escenas de guerra familiar de Dostoievski, durante esos domingos la muerte flotaba en el ambiente, y no desaparecía con bromas o razonamientos. La animosidad era profundísima entre aquellas dos mujeres de la misma sangre que simplemente estaban librando la habitual batalla norteamericana sobre los deberes del colegio, un tema que no es precisamente el de Los hermanos Karamazov ni de Los demonios, pero sí el de las películas de Henry Aldrich y de Andy Hardy. Y, a pesar de la sutileza del tema, no era imposible imaginarlas (desde otra habitación) librando dicha batalla con fusiles, pistolas, sogas y hachas. En realidad, la astucia de la chica, con su destructiva tozudez, no me resultaba tan desesperante como la insistencia de Lydia. Era fácil para mí visualizar y comprender a Mónica esgrimiendo un arma de fuego… «Bang, bang, estás muerta, se acabaron las restas». Pero imaginar a Lydia tratando de matar a golpes a su hija para enviarla a una vida mejor era algo que de verdad me chocaba y me aterraba.

Ketterer traía a mi mente aquellas historias moralizadoras sobre la barbarie de los gentiles que, al terminar mi adolescencia, había rechazado definitivamente como algo que no tendría significado alguno en la vida que yo tenía intención de vivir. Aunque eran absorbentes y estaban llenas de intriga para un niño desvalido, aquellas anécdotas espeluznantes sobre «su» alcoholismo, «su» violencia, «su» implacable odio hacia nosotros, aquellos relatos de opresores criminales y víctimas inocentes, no podían menos que ejercer una poderosa atracción negativa en cualquier niño judío, y en particular en un niño cuyo propio cuerpo era el de un no desamparado; cuando llegué a la mayoría de edad e inicié la tarea de despojarme de la psicología y la constitución física de mi infancia inválida, reaccioné contra esas leyendas con toda la intensidad que mi misión requería. No dudaba de que eran fieles descripciones de lo que los judíos habían sufrido. En el contexto de los campos de concentración nunca me atrevería a decir —ni me atreví entonces, a pesar de mi arrogancia de adolescente— que esas historias eran exageradas. Aun así, según informé a mi familia de que, como se daba el hecho de que yo había nacido como judío no en el Nuremberg del siglo XX, ni en el Lemberg del XIX, ni en el Madrid del XV, sino en el estado de New Jersey en el mismo año en que Franklin D. Roosevelt asumió el poder, etcétera, etcétera. Y en este punto iniciaba la ya muy conocida diatriba de los chicos norteamericanos de segunda generación. La vehemencia con que defendí mi posición me llevó por fuerza a otras bastante ridículas. Eso sucedió, por ejemplo, cuando mi hermana se casó con su primer marido, un hombre que, según cualquiera de los criterios aceptados, no valía absolutamente nada, y que decididamente me resultaba repulsivo a mí, con sus camisas de puños doblados, sus mocasines de ante blanco, su anillo de oro en el dedo meñique y los gestos con que lo tocaba todo con sus manos bronceadas —la pitillera, su propio pelo, la mejilla de mi hermana—, como si fuera seda; tenía el aspecto afeminado de un hampón. Al mismo tiempo, y aunque mis sentimientos eran ésos, criticaba a mis padres por oponerse a que Sunny hubiese elegido por marido a tal individuo, y lo hacía arguyendo que si ella quería casarse con un católico, estaba en su derecho de hacerlo.

En medio de la angustia del momento, dejaban de captar la esencia de mi argumento, del mismo modo que yo, con mi liberalismo intelectualizado, dejaba de captar la de los suyos. En última instancia, fueron ellos, por supuesto, quienes resultaron ser proféticos, y hasta qué punto… Unos años más tarde, cuando yo por fin era dueño de mis actos, pude llegar a reconocer qué era lo tétrico y ridículo en los matrimonios de mi hermana. No se trataba de su preferencia por los jóvenes italianos del sur de Filadelfia, sino que en ambos casos hubiese elegido precisamente a los dos hombres que confirmaban, en casi todos los detalles, los prejuicios de mi familia contra ellos.

Por poco inteligente que parezca visto en retrospectiva —como ocurre con muchas cosas de mi vida—, sólo cuando aparecieron Ketterer y Mónica comencé a preguntarme si no estaría mostrando un espíritu de contradicción tan pronunciado como el de mi hermana. Mucho más que el de ella, porque, en contraste con mi hermana, yo tenía la intuición de lo que estaba haciendo. No era como si nunca hubiese tenido conciencia de que todo lo que había en los antecedentes familiares de Lydia servía para corroborar los comentarios de mis abuelas sobre el desorden y la corrupción moral de los gentiles. Era indudable que siendo niño nadie me había mencionado el incesto, pero no es necesario señalar que si cualquiera de estas dos poco mundanas inmigrantes hubiesen estado vivas y oído la totalidad de la historia de terror de Lydia, no se habrían sentido tan asombradas como yo, su nieto profesor universitario, ni siquiera en el caso de los más sombríos pormenores. E incluso sin ese caso de incesto en la familia había allí mucho más que suficiente para que un muchacho judío pudiera afrontarlo: la muy poco maternal madre, el poco paternal padre, las intolerantes y poco cariñosas tías. Mis abuelas no podrían haber inventado ellas mismas una shiksa con un legado personal más ominoso, ni desde el punto de vista de ellas, más representativo que la mujer elegida por su frágil Nathan. Con toda seguridad, el doctor Goebbels o el mariscal del Aire Goering tenían alguna hija que vagabundeaba por alguna región del mundo, pero, como bello ejemplo de esa especie, Lydia no estaba nada mal. Yo lo sabía. Pero debo decir que la Lydia que yo había elegido detestaba, contrariamente a lo que ocurría con los maridos de Sunny, su propia herencia. En parte, lo que para mí era tan conmovedor en ella era el precio que había pagado por renegar de tal herencia. Ese ambiente familiar le había hecho perder la razón, y a pesar de todo había sobrevivido para contar su historia, para escribir su historia, y escribirla para mí.

En cambio, Ketterer y su hija Mónica, aunque estaban de algún modo en el mismo barco que Lydia, no eran, ninguno de los dos, ni narradores objetivos, ni intérpretes, ni enemigos de su mundo. En lugar de ello, eran más bien la personificación de lo que mis abuelas, mis bisabuelas y las antepasadas de éstas siempre habían detestado y temido, el matonismo shagitz, la astuta tortuosidad shiksa. Para mí eran como personajes de las leyendas populares del pasado judío, pero reales, exactamente como los sicilianos de mi hermana.

Pero, por supuesto, no podía tolerar seguir hipnotizado mucho tiempo por ese hecho. Había que hacer algo. En un principio, ese algo consistió, en general, en consolar a Lydia al culminar cada uno de sus fracasos como maestra, y luego traté de conseguir que dejara tranquila a Mónica, que renunciase a cualquier intento de salvarla los domingos y se limitara, simplemente, a hacerla tan feliz como fuera posible en las pocas horas que pasaban juntas. Eran los mismos consejos sensatos que recibía de la doctora Rutherford, pero ni siquiera la doctora y yo juntos, a pesar de la considerable influencia que teníamos sobre ella, lográbamos impedir que Lydia cayese en la instrucción más frenética antes de que terminara la tarde, o que bombardeara a Mónica con un curso acelerado de aritmética, gramática y virtudes femeninas antes de que Ketterer llegase para llevársela a su cueva de Homewood, en las afueras de Chicago.

Lo que siguió, siguió. Me convertí en maestro de escuela dominical de Mónica, salvo los días en que tenía jaqueca. Y Mónica empezó a aprender, o a tratar de aprender. Le enseñé operaciones simples de «quitar», le enseñé sumas elementales, y los nombres de los estados limítrofes de Illinois, le enseñé a diferenciar el Atlántico del Pacífico, a Washington de Lincoln, el punto y la coma, la oración y el párrafo, el segundero y el minutero. Esto último lo logré haciéndola ponerse de pie y levantar los brazos como si fuesen las agujas del reloj. Le enseñé el poema que había compuesto a los cinco años, cuando estaba en cama con uno de mis ataques de fiebre, mi primer logro literario, según mi familia. «Tic, toc, Nathan es un reloj». «Tic, toc —decía Mónica—, Mónica es un reloj», y extendía los brazos a la posición de las nueve y cuarto, y al hacerlo su vestido blanco, que a medida que pasaban los meses le quedaba más apretado en el busto, aplastaba sus incipientes senos. Ketterer llegó a odiarme, Mónica se enamoró de mí, y Lydia llegó a aceptarme, al fin, como su tabla de salvación. Llegó a vislumbrar la liberación de su vida de infortunio, mientras que yo, al servicio de la Perversidad, la Caballerosidad, la Moralidad, la Misoginia, la Santidad, la Locura, la Furia Contenida, la Enfermedad Psicosomática, la Locura Vulgar, la Inocencia, la Ignorancia, la Experiencia, el Heroísmo, el Judaísmo, el Masoquismo, el Odio a Mí Mismo, el Desafío, el Culebrón, la Ópera Romántica, o, en fin, el Arte de la Ficción, o bien nada de todo ello, o bien todo ello y mucho más, hallaba la entrada a mi propio infortunio. En aquella época no habría encontrado fuerzas para salir a pasear después de mi cena en el refectorio y gastar cien dólares en los libros de segunda mano que deseaba tener para realizar mi sueño de la «biblioteca», las mismas fuerzas que con tanta facilidad y abandono malgasté al perder mi hombría.