CAPÍTULO 5

El San Josef sealejó de allí para llevar al hospitalario almirante Mitchell a reunirse de nuevo con la flota que permanecía cerca de la costa, y el largo período de buen tiempo del que había disfrutado el Worcester terminó con el aullido del mistral, que estuvo soplando durante nueve días consecutivos y arrastró la escuadra por las aguas turbulentas y jaspeadas de blanco hasta las inmediaciones de Menorca. Aunque esto y el constante esfuerzo por llegar de nuevo a los cuarenta y tres grados de latitud Norte no hubieran puesto fin al trato social entre los capitanes, Jack habría vivido solitario. En general, los miembros de la escuadra no eran sociables. Thornton no sentaba a nadie a su mesa; el capitán de la escuadra prefería que todos los capitanes se quedaran en sus navíos mientras éstos avanzaban, y le parecía que la visita de unos oficiales a otros era una indisciplina y la de unos marineros a otros, una verdadera incitación al amotinamiento o, cuando menos, un paso previo; y aunque el contraalmirante Harte daba algún que otro banquete cuando el tiempo lo permitía, no invitaba al capitán Aubrey. Jack había hecho la visita de rigor al contraalmirante cuando se había reunido con la escuadra, y él le había recibido cortésmente e incluso le había expresado su satisfacción porque era un miembro de la escuadra, pero, a pesar de que Harte tenía gran habilidad para fingir, sus palabras no podían engañar ni a Jack ni a nadie. La mayoría de los capitanes sabían que ambos se habían enemistado cuando Jack había tenido relaciones con la señora Harte, mucho antes de casarse, y los que no lo sabían se enteraban enseguida.

Por tanto, Jack habría pasado solo mucho más tiempo que el resto de los capitanes si Stephen no hubiera estado a bordo y si en la escuadra no hubiera habido algunos amigos suyos, como, por ejemplo, Heneage Dundas, del Excellent, y lord Garrón, del Boyne, que podían permitirse no hacer caso de la animadversión de Harte hacia él. Pero casi siempre estaba muy ocupado, pues, a pesar de que dejaba las maniobras rutinarias en manos de Pullings con toda confianza, esperaba conseguir que en el Worcester se hicieran las maniobras y se manejara la artillería con más destreza. Observó con pena que los tripulantes del Pompee quitaban los mastelerillos en un minuto y cincuenta y cinco segundos y que subían a bordo todos los botes en diez minutos y cuarenta segundos, aunque el navío no era de primera categoría, y también se percató de que en el Boyne, donde siempre que hacía buen tiempo eran arrizadas las gavias después de que el capitán pasara revista, los tripulantes tardaban un minuto y cinco segundos en terminar la maniobra, y le comunicó lo que había observado a sus oficiales y a los marineros de primera que estaban encargados del castillo, las cofas y la guardia de popa. A partir de ese momento la vida de los marineros menos hábiles se convirtió en un calvario.

En efecto, la vida de esos marineros se convirtió en un calvario, aunque sólo durante las espantosas horas de trabajo del día, y muchos de ellos, agotados y con heridas provocadas por los cabos en las manos, llegaron a odiar al capitán Aubrey y a maldecir el reloj que llevaba en la mano, y en ocasiones, mientras movían hacia fuera y hacia dentro el botalón o quitaban los mastelerillos por sexta vez, algunos murmuraban: «Maldito cabrón… Gordo de mierda… ¡Ojalá se cayera muerto ahora mismo…!». Sin embargo, después de que el capitán pasara revista y llegaba el esperado momento en que el tambor tocaba retreta, la tensión disminuía y el odio desaparecía, y cuando el cañón del buque insignia disparaba la andanada de la noche, todos volvían a tener buenos sentimientos, y, en las cálidas noches de luna, cuando bailaban o tocaban música en el castillo, si el capitán iba a verlos, le recibían con amabilidad.

Había muchos hombres con talento para la música a bordo. Aparte del violinista y el infante de marina que tocaba el pífano durante el día para animar a los marineros cuando movían el cabrestante y durante la noche para que bailaran, al menos cuarenta hombres sabían tocar algún instrumento y muchos más sabían cantar, y algunos de ellos muy bien. Un viejo fabricante de gaitas de Cumberland, que ahora era un lampacero y formaba parte de la guardia de estribor, y algunos paisanos suyos, ayudaban a suplir la falta de instrumentos, pero, a pesar de que los tocaban con entusiasmo, no pudo formarse una banda digna hasta que un vivandero trajo un encargo de Jack de la tienda de música de La Valletta. A partir de entonces, el coro del Worcester fue la principal fuente de alegría de su tripulación.

El barco en que iba a embarcar el señor Martin, el Berwick, todavía no había salido de Palermo porque, según se rumoreaba, su capitán estaba enamorado de una joven siciliana de cabellos rojizos, y por esa razón el pastor permanecía en el Worcester, y como, siempre que era posible, celebraba los oficios religiosos los domingos, cuando se cantaban los himnos había notado que muchos marineros tenían buena voz. Entonces sugirió a los que tenían mejor voz que interpretaran un oratorio, y les dijo que, a pesar de que en el Worcester no tenían la partitura de ninguno, pensaba que con un poco de ingenio y memoria y algunos versos de Mowett podrían componer uno. Pero apenas la idea se propagó entre los marineros, el primer oficial fue informado de que había a bordo cinco hombres de Lancashire que cantaban a la perfección El Mesías de Haendel porque lo habían interpretado infinidad de veces en su región natal. Eran hombres extremadamente delgados y desnutridos que, a pesar de ser jóvenes, sólo tenían en la boca unos cuantos dientes ennegrecidos, y habían sido apresados por pedir conjuntamente con otros la subida de los salarios y sentenciados al destierro, pero como tenían menos culpa que los que realmente habían hecho la petición, les habían permitido enrolarse en la Armada. Naturalmente, habían salido ganando con el cambio, sobre todo porque en el Worcester se daba a la tripulación un trato humano, pero al principio no comprendían lo afortunados que eran. Nunca habían tenido tanta comida como allí. Les daban a la semana seis libras de carne (aunque con hueso y muchos cartílagos y conservada en sal durante mucho tiempo), siete libras de galletas (aunque infestadas), que podían haberlos saciado en su temprana juventud, y, además, siete galones de cerveza si se encontraban en el canal y siete pintas de vino si se encontraban en el Mediterráneo; sin embargo habían vivido tanto tiempo comiendo solamente pan y patatas y bebiendo té que no podían apreciar todo eso, principalmente porque casi no tenían dientes y apenas podían masticar la carne de caballo salada y las galletas. Además, eran los tripulantes de más baja categoría, marineros de agua dulce, hombres que ignoraban todo sobre la mar (nunca habían visto ni siquiera un pequeño estanque), que los marineros de barcos de guerra que había a bordo no parecían considerar humanos sino objetos que se unían al extremo de los lampazos o las escobas, y que, ocasionalmente, eran autorizados a sumar su escasa fuerza a la de otros para tirar de un cabo, pero bajo estricta vigilancia. No obstante, después del primer período del viaje, en el que tuvieron frecuentes mareos, aprendieron a cortar la carne en pedazos muy pequeños con una navaja y a machacarla con un pasador, y luego adquirieron algunas costumbres marineras, y cuando empezaron a cantar se pusieron muy contentos. En los lugares más inesperados aparecieron tripulantes que tenían talento para la música y que podían cantar leyendo una partitura, como, por ejemplo, un ayudante del contramaestre, dos artilleros mayores, el suboficial encargado de las escotas, un ayudante del cirujano, el señor Parfit, el viejo tonelero, y muchos otros. La mayoría de los restantes tripulantes no sabían leer música, pero tenían buen oído, mucha memoria y disposición para el canto, y por eso casi nunca les era difícil repetir una pieza después de oírla una vez. El único problema que tenían (y no pudo resolverse) era que confundían el volumen con la excelencia, y algunos pasajes que debían cantarse pianissimo, aunque no tanto que no fueran audibles, eran cantados con voz muy potente. Cuando cantaban, desaparecía la inmensa diferencia entre el señor Parfit, que ganaba al mes cinco libras y seis peniques más la gratificación, y un inexperto marinero, que ganaba una libra y dos peniques menos lo que se le descontaba por la ropa, y al menos la parte vocal El Mesías era interpretada magníficamente. En particular les gustaba interpretar el Aleluya, y solían cantarlo dos veces cuando Jack iba hasta el castillo y, lleno de emoción, unía al coro su potente voz de bajo, que se destacaba entre el fuerte sonido de las demás y hacía vibrar la cubierta.

Pero las piezas musicales que le proporcionaban más placer eran las que interpretaba en la popa, en su cabina, junto con Stephen, y no eran de carácter heroico sino un diálogo entre el violonchelo y el violín, unas veces directo y sencillo y otras muy intrincado. Algunas eran de Scarlatti, Hummel y Cherubini, que ambos conocían muy bien, y otras eran obras que apenas conocían, que todavía estaban explorando, y pertenecían al grupo que Jack había comprado al discípulo de Bach en Londres.

—Discúlpame —dijo Stephen cuando, a causa de un bandazo del navío, ligó un do sostenido con un lúgubre sonido un cuarto de tono menor que el si.

Continuaron tocando hasta el final de la coda, y tras la pausa que siguió al momento triunfal, cuando empezó a disminuir la tensión, Stephen puso el arco sobre la mesa y el violonchelo sobre una taquilla y comentó:

—Creo que he tocado peor que de costumbre porque el suelo se movía mucho. Tengo la impresión de que hemos virado en redondo y que navegamos en contra de las olas.

—Posiblemente hayamos virado —dijo Jack—. La escuadra tiene que virar en sucesión al final de cada guardia, ¿sabes?, y acaban de dar las doce de la noche. ¿Quieres que acabemos el oporto?

—La gula o glotonería es un horrible pecado —dijo Stephen—, pero sin pecado no puede haber perdón. ¿Todavía quedan nueces de Gibraltar?

—Si Killick no se ha llenado con ellas la panza hasta reventar, debe de haber muchas en esta taquilla. Sí, queda medio saco. El perdón… —dijo pensativo, mientras aplastaba seis juntas en su manaza—. Quisiera que Bennet lo encontrara cuando volviera. Si es un hombre de suerte, llegará mañana domingo, cuando habrá menos probabilidades de que el almirante le reprenda y el viento aún será favorable para venir desde Palermo.

—Es el caballero que está al mando del navío donde embarcará el señor Martin, ¿verdad?

—Sí. Harry Bennet. Estaba al mando del Theseus antes de Dalton. Tú le conoces, Stephen, porque estuvo en Ashgrove Cottage cuando te encontrabas allí. Es aquel tipo al que le gustaba la literatura, el que le leyó a Sophie una historia sobre el colegio de Eton y cómo enseñaban a disparar a los jóvenes mientras ella tejía tus medias.

—Le recuerdo. Dijo una cita de Lucrecio muy hermosa: «suave mate magnum…». ¿Por qué razón debería ser reprendido?

—Todo el mundo sabe que se ha quedado en Palermo mucho más tiempo del que debería por una joven pelirroja. El lunes los hombres del Spry y dos vivanderos vieron el Berwick anclado con una sola ancla y con las vergas colocadas, o sea, listo para zarpar, y todavía Bennet, más contento que Poncio Pilatos, paseaba por el paseo marítimo en un coche descubierto con su ninfa, que, por decencia, iba acompañada de una señora mayor. Nadie podría confundir sus cabellos rojizos. Francamente, Stephen, detesto ver que un buen oficial como Bennet pone en peligro su carrera profesional por quedarse en el puerto con una mujer. Cuando vuelva, le invitaré a cenar, y entonces podrías hacerle algunas recomendaciones indirectamente y con mucho tacto. Podrías contar una historia clásica, como la de aquel tipo a quien se le ocurrió amarrarse a un mástil para poder oír a las sirenas, mientras que los demás tripulantes tenían puestos tapones de cera en los oídos. Creo que eso pasó en estas aguas. Tal vez incluso puedas mencionar el estrecho de Messina…

—No lo haré —dijo Stephen.

—No, me temo que no —dijo Jack—. Es muy delicado advertirle a alguien algo así, aunque le conozcas muy bien.

Pensó en aquella época en que Stephen y él competían por ganarse el favor de Diana, cuya elección era impredecible. Se había comportado casi igual que Harry Bennet ahora, y le molestaba que sus amigos le hicieran recomendaciones sobre el asunto, aunque las hicieran con tacto. Observó la reluciente arqueta que Diana le había regalado a Stephen y que había sido confiada a Killick desde hacía mucho para que la ventilara y la arreglara, y por eso permanecía en la cabina, donde servía de atril para las partituras. Las luces de las velas que había en sus candeleros se reflejaban en la madera pulimentada y en sus ribetes de oro y lanzaban destellos que parecían irreales.

—Aún tengo la esperanza de que llegará mañana —añadió—. Y confío en que los salmos ablandarán al almirante.

Stephen entró en el jardín,[15] el retrete de la cabina, y, al regresar, dijo:

—A la luz de la luna he visto pasar varias bandadas de codornices hacia el norte. Ojalá Dios mande un viento favorable para que lleguen a su destino.

La mañana del domingo fue luminosa, y a gran distancia pudieron divisar el Berwick, que se acercaba velozmente a la escuadra con todas las velas desplegadas y amuradas a babor. Pero mucho antes de que prepararan la cubierta para el servicio religioso, mucho antes de que el señor Martin buscara su sobrepelliz, el viento empezó a rolar al norte, y todos temieron que embistiera la proa del navío y lo hiciera alejarse por sotavento. Y en cuanto a las codornices, era indudable que si seguían su invariable ruta migratoria tendrían el viento en contra. Al poco tiempo las pobres aves, ya sin fuerzas por haber volado toda la noche, se posaron sobre la cubierta a centenares, y como estaban tan cansadas, era muy fácil cogerlas. Pero poco antes de que esto ocurriera, los ayudantes del contramaestre habían gritado: «¡Prepárense para pasar revista cuando suenen las cinco campanadas! ¡Afeítense y pónganse camisa limpia para pasar revista cuando suenen las cinco campanadas! ¡Pónganse jerséis y pantalones blancos! ¡Vístanse correctamente para pasar revista!», y solamente pudieron ocuparse de recoger codornices unos cuantos hombres que habían sido previsores: los pocos que habían solicitado los servicios del barbero del navío cuando los lampaceros empezaban a trabajar, justo cuando el cielo empezaba a ponerse gris; los que se habían asegurado de que su persona, la ropa que guardaban en su bolsa y el sitio donde se alojaban estaban suficientemente limpios para pasar la inspección; los que se habían afeitado con piedra volcánica del Etna y se habían hecho las coletas en algún abrigado rincón durante las oscuras horas de la guardia de media o de alba. A pesar de que eran pocos los marineros previsores, al señor Martin le parecían demasiados, y recorría la cubierta mirando atentamente a su alrededor con su único ojo, prohibiéndoles recoger codornices y poniendo éstas en lugares seguros. Los marineros, respetuosamente, le decían: «Sí, señor», o: «No, señor», pero en cuanto Martin se iba corriendo a otro lugar, se guardaban más codornices en el pecho. Martin bajó a la enfermería y le rogó a Stephen que hablara con el capitán, el oficial de derrota, el primer oficial…

—Han venido aquí a buscar refugio, y matarlas es un acto impío e inhumano —decía mientras empujaba al doctor Maturin para que subiera muy rápido la escalera.

Sin embargo, cuando llegaron a la cubierta y empezaron a abrirse paso entre la compacta masa roja que formaban los infantes de marina, que se dirigían a la popa para colocarse en filas, el oficial de guardia, el señor Collins, miró a su ayudante y ordenó:

—¡Llame a todos a sus puestos!

Entonces su ayudante se volvió hacia el marinero que tocaba el tambor, quien se encontraba a tres pies de distancia de él, con los palillos preparados, y le ordenó:

—¡Llame a todos a sus puestos!

El ruido atronador que todos conocían tan bien ahogó sus palabras e interrumpió la recogida de codornices. A los tripulantes del Worcester los apremiaron a formar repitiéndoles la orden: «¡Hagan fila!», y los más estúpidos recibieron algunos empujones e incluso patadas. Y por fin, afeitados, vestidos con jersey y pantalón blanco y sosteniendo en la mano la bolsa con su ropa (tan limpia como un lavado con agua de mar podía dejarla), se agruparon por brigadas y se colocaron por orden de categoría. Los guardiamarinas inspeccionaron a los marineros de la brigada que tenían a su cargo, y los oficiales inspeccionaron a los guardiamarinas y a los marineros de las diversas brigadas que tenían a su cargo. Entonces los oficiales avanzaron cuidadosamente entre los montones cada vez más grandes de codornices y, al llegar donde estaba el señor Pullings, informaron que todos estaban presentes, correctamente vestidos y limpios. El señor Pullings se volvió hacia el capitán, se quitó el sombrero y dijo:

—Todos los oficiales han hecho su informe, señor, con su permiso.

Jack cogió una codorniz que se le había posado en la charretera y, sin prestarle mucha atención, la colocó sobre la bitácora y dijo:

—Entonces pasaremos revista.

Ambos lanzaron una mirada de desaprobación a Stephen y a Martin, pues ninguno llevaba la ropa adecuada ni estaba en el lugar adecuado, y empezaron a recorrer la larga ruta que le permitiría al capitán pasar junto a todos los marineros, los grumetes e incluso las mujeres que estaban a bordo del navío, mientras las exhaustas aves seguían cayendo.

—Vamos —dijo Stephen a Martin en voz baja, tirando de la manga de su chaqueta, cuando Jack, después de haber inspeccionado a los infantes de marina, se acercó a la primera brigada, la encargada de la guardia de popa, y los marineros que la formaban lanzaron los sombreros al aire—. Vamos. Tenemos que irnos a la enfermería. Las aves no corren ningún peligro por ahora.

Jack continuó su marcha. Pasó junto a los marineros del combés, los marineros de las cofas, los artilleros, los grumetes y los marineros del castillo, pero avanzaba más despacio que en otras ocasiones porque constantemente tenía que esquivar las pequeñas aves. Pensaba que los tripulantes aún podían mejorar, que aún había entre ellos demasiados tipos descuidados. Le parecía que el galés monolingüe, a quien secretamente llamaba Gris melancolía porque era incapaz de acordarse de su nombre, no podía soportar aquella vida, y que los tres idiotas no habían espabilado, aunque ahora, al menos, los habían lavado bien. Tuvo la impresión de que el señor Calamy, en vez de haber crecido, se había encogido, a pesar de que era perseverante y seguía cargando el ternero, aunque tal vez se debiera a que el sombrero que llevaba, un magnífico sombrero con un lazo dorado, le cubría las orejas. Pero casi todos los tripulantes parecían estar muy alegres y bien alimentados, y cuando oyeron gritar: «¡Mostrar la ropa!», sacaron de las bolsas piezas de vestir en aceptables condiciones.

—Indudablemente, las codornices se pueden comer, señor Lewis —dijo Stephen a su primer ayudante—, pero no puedo recomendarle a nadie que las coma cuando hacen el viaje migratorio al norte. Aparte de la valoración ética de ese acto, aparte de que el señor Martin, muy acertadamente, lo califique de impío, debe usted tener en cuenta que es probable que las codornices hayan comido plantas dañinas en África y que, por tanto, su carne sea dañina. Recuerde las palabras de Dioscórides, recuerde el horrible destino de los hebreos…

—Las codornices están entrando por la manga de ventilar —dijo el segundo ayudante.

—Cúbralas con un pedazo de lienzo —dijo el señor Martin.

Jack llegó a la cocina, inspeccionó las cazuelas de cobre, los barriles con tapa con reborde de metal donde se mantenía la carne salada, las tinajas con sebo y el pudín de pasas de tres quintales para la comida del domingo, que estaba aún a medio cocinar. Observó con satisfacción que en una cazuela se estaba cociendo un pudín especialmente preparado para él, un niño ahogado; sin embargo su satisfacción no se reflejaba en su rostro. Tenía un gesto grave, que se había acostumbrado a poner después de haber ejercido la autoridad durante largo tiempo y de mantener la actitud reservada que esto exigía, y por ese gesto, por su corpulencia y por su uniforme era una figura que imponía respeto e incluso miedo en algunas ocasiones, cuando la luz le daba de tal manera que la cicatriz que tenía en un lado de la cara transformaba su habitual expresión dulce en una expresión furiosa. La luz le daba ahora de esa manera, y aunque el cocinero sabía muy bien que ni siquiera Belcebú podría demostrar que algo no estaba bien en la cocina ese día, se hallaba demasiado nervioso para contestar con claridad a las preguntas del capitán, y el primer teniente tenía que explicarle a éste sus respuestas. Y cuando ambos se fueron, el cocinero se volvió hacia sus ayudantes, se secó unas imaginarias gotas de sudor de la frente con el pañuelo y luego lo exprimió.

Atravesaron la cubierta inferior, donde había velas puestas entre los cañones de 32 libras para que pudiera apreciarse que estaban muy limpios y que los lampazos, los cebos, los atacadores, los soportes con las balas y los cubos para apagar fuegos estaban colocados en perfecto orden. Luego fueron a la enfermería, y después de que el doctor Maturin los saludó respetuosamente, les informó de cómo evolucionaban los casos que tenía a su cuidado (dos casos de blenorragia, dos hernias y una fractura de clavícula) y luego dijo:

—Señor, me preocupan las codornices.

—¿Qué codornices? —inquirió Jack.

—Pues las codornices, señor, esas pequeñas aves de color pardo —dijo el señor Martin—. Están llegando a centenares… a miles…

—El capitán habla en broma —dijo Stephen—. Estoy preocupado, señor, porque podrían ser un peligro para la salud de los tripulantes, podrían ser dañinas, y le ruego que tenga la amabilidad de tomar las medidas oportunas para evitar que les causen daño.

—Muy bien, doctor —dijo Jack—. Señor Pullings, haga lo que sea preciso para evitarlo, por favor. Ahora podremos izar la bandera que indica que va a celebrarse el servicio religioso, si ya la han izado en el buque insignia.

Ya habían izado esa bandera en el buque insignia, y cuando el capitán regresó al alcázar, se encontró con que se había transformado en un lugar para rendir culto religioso. Tres baúles se encontraban colocados de manera que formaban una especie de pulpito con un atril y estaban cubiertos por una bandera británica, había sillas para los oficiales y bancos (formados con barras del cabrestante apoyadas en banquetas y en recipientes de metal) para los marineros.

Jack no era un capitán puritano (nunca en su vida había cantado un tracto a bordo) ni tampoco un hombre religioso, según la definición generalmente aceptada de este concepto. Su única aproximación al misticismo y a lo absoluto se producía a través de la música. No obstante, era muy piadoso y prestó gran atención a la ceremonia religiosa anglicana que conocía tan bien y que fue celebrada dignamente a pesar de la presencia de una multitud de codornices, aunque al mismo tiempo su instinto de marino le mantuvo alerta, y por eso pudo darse cuenta de que el viento disminuía de intensidad y rolaba hacia el lugar desde donde soplaba antes. Poco después, las aves dejaron de posarse en el navío, aunque todavía había muchas en la cubierta, y el Berwick tenía el viento por la aleta y navegaba velozmente con gran cantidad de velas desplegadas, incluidas las sosobres y las monterillas. «No ha dejado ni un pedazo de lienzo sin desplegar», pensó Jack y después miró hacia el señor Appleby, frunció el entrecejo y negó con la cabeza, pues el joven había inducido a una codorniz a posarse en su reluciente bota hessiana. Entonces, por detrás de él, vio aparecer en el buque insignia una señal que iba dirigida al Berwick. Cantaron un himno, que, curiosamente, armonizó con los que se oían en los barcos cercanos, y luego se sentaron para escuchar el sermón. El señor Martin no valoraba mucho su oratoria, por eso repetía los sermones de South y Tillotson, pero esta vez iba a leer un texto que él mismo había escogido. Mientras lo buscaba, porque el marcador se había volado mientras cantaban el penúltimo himno, Jack volvió la mirada hacia el castillo y observó que Stephen indicaba a los demás católicos del Worcester, a dos judíos y a varios marineros de las Indias Orientales que procedían del Skate que recogieran las codornices en cestas y las lanzaran al aire por el costado de sotavento. Luego vio cómo algunas se alejaban batiendo fuertemente las alas y otras regresaban.

—El texto que voy a leer es del capítulo doce del libro Números y abarca desde el versículo treinta y uno hasta el treinta y cuatro —dijo el señor Martin por fin—. «Vino un viento de Yahvé, trayendo desde el mar codornices, que dejó sobre el campamento, hasta la altura de dos codos sobre la tierra. El pueblo estuvo todo el día, toda la noche y todo el día siguiente recogiendo codornices; el que menos recogió diez jómer, y las pusieron a secar en los alrededores del campamento. Aún tenían la carne entre sus dientes, antes de que hubiesen podido acabar de comerla, y encendiose contra el pueblo el furor de Yahvé, y Yahvé hirió al pueblo con una plaga; siendo llamado aquel lugar Quibrot-hat-tava, porque allí quedó sepultado el pueblo glotón.» El nombre hebreo Quibrot-hat-tava significa «las tumbas de los glotones», y la interpretación que debemos hacer de esto es que la glotonería es la antesala de la muerte…

El servicio religioso terminó, y los tripulantes, que a partir de ese momento miraron las codornices que quedaban con desconfianza, como si cada una de ellas fuera un Jonás, y trataron por todos los medios de que se fueran del Worcester, empezaron a pensar en la carne de cerdo y el pudín de pasas de la comida del domingo. El capitán del Berwick, con gesto grave, subió a su falúa, que enseguida se alejó del buque insignia. Cuando la falúa pasaba cerca del Worcester, Jack, a voz en cuello, invitó a Bennet a comer, y éste subió al navío por el costado de babor y fue recibido sin ceremonia.

—Te presentaré a tu nuevo pastor, que se encuentra aquí con nosotros. Díganle al señor Martin que venga. —Y luego—: Señor Martin, el capitán Bennet. Capitán Bennet, el señor Martin. El señor Martin acaba de pronunciar un magnífico sermón.

—¡Nada de eso! —exclamó Martin con expresión satisfecha.

—Sí, y me impresionó mucho oírle hablar de las consecuencias de la glotonería y de las tumbas de los glotones —dijo Jack, y pensó que aquél no podía ser un preludio mejor para la advertencia que, como amigo, tenía el deber de hacerle a Harry Bennet, ya fuera explícita o velada.

El preludio fue perfecto, pero no le siguió la advertencia. Bennet acababa de pasar un cuarto de hora sumamente desagradable, aunque sólo había hablado con el capitán de la escuadra porque el almirante estaba reunido con varios dignatarios orientales, pero volvió a animarse en cuanto se bebió una copa de ginebra. Durante la comida se animó aún más, y desde que se sentó a la mesa hasta que se fue, con la cara enrojecida y lleno de alegría, no dejó de hablarle a Jack de la señorita Serracapriola y de su atractivo físico, espiritual e intelectual. Le contó que había avanzado en el aprendizaje del italiano, que ella tenía una hermosa voz y una gran habilidad para tocar la mandolina, el piano y el arpa, y le enseñó un mechón de su hermoso pelo.

—Nelson le dio un beso cuando era pequeña, y tú también podrás besarla cuando nos casemos —concluyó antes de despedirse.

Jack dormía siempre muy bien, a menos que los problemas legales ocuparan su mente; sin embargo, cuando se acostó en su coy, que empezó a mecerse a causa del embate de las olas que venían del sureste, y miró hacia el compás soplón que colgaba del techo, iluminado por la luz de la llama de un pequeño farol que ardía constantemente, dijo:

—Hace mucho tiempo que no beso a una mujer.

La vivida descripción de la joven siciliana que había hecho Bennet le había causado una profunda emoción. Podía ver su cuerpo grácil, que anunciaba la singular pasión de las mujeres del sur, y recordó el olor de los cabellos de mujer y también a las mujeres españolas que había conocido.

—Hace muchísimo tiempo que no beso a una mujer —dijo cuando oyó las tres campanadas de la guardia de media y los gritos de los serviolas más próximos—, y pasará mucho más antes de que lo vuelva a hacer… No hay nada en el mundo más aburrido que hacer un bloqueo.

La escuadra, acompañada por algunas fragatas y bergantines que el almirante había podido retirar de otros lugares, recorría en fila las rutas que probablemente seguiría la escuadra francesa que tenía Tolón como base, y viraba en redondo al cambiar cada guardia o cada dos guardias, según soplara el viento. Unas veces, cuando el viento era favorable para que Emeriau llevara sus barcos hacia el este, la escuadra llegaba hasta un lugar desde donde se divisaba Cerdeña, mientras que otras, cuando soplaba el mistral, llegaba casi hasta Mahón, pero día tras día se hacían prácticamente las mismas maniobras. La vigilancia era constante, pero, aparte de algunos barcos de extrañas jarcias que traían desde el norte del Mediterráneo a los hombres que iban a entrevistarse con el almirante, no se veían otros de ningún tipo, ni siquiera los que traían provisiones o noticias del mundo exterior, sino solamente el cielo y el mar, siempre el mismo cielo y el mismo mar a pesar de sus continuos cambios.

Llegó del sur una llovizna pertinaz, impropia de aquella estación, que les proporcionó agua dulce para lavar la ropa, pero puso fin a los bailes en el castillo. Los tripulantes seguían cantando el oratorio en la entrecubierta, donde el eco de sus voces en los pasajes más graves se asemejaba al sonido de un órgano, y a Jack le pareció que, en general, los sonidos que se producían en el navío habían bajado medio tono.

Algunos soportaban la monotonía mejor que otros. Los guardiamarinas y los oficiales más jóvenes, que aparentemente ni siquiera se percataban de ella, decidieron preparar una función de teatro, y Jack, recordando su juventud, les recomendó que representaran Hamlet, añadiendo que Shakespeare era el dramaturgo y el poeta que más le gustaba de todos. Sin embargo, el señor Gill, el oficial de derrota, estaba mucho más triste y en las comidas era una pesada carga para los demás oficiales, y el capitán Harris, de infantería de marina, que tenía aún menos que hacer que el señor Gill, bebía mucho más, y aunque nunca llegaba a estar completamente borracho sino sólo achispado, nunca estaba sobrio. Por otra parte, Somers caminaba tambaleándose y decía incoherencias y cosas desagradables con frecuencia, y Pullings hacía lo posible para que dejara de comportarse así, pero nadie podía quitarle las botellas de su propiedad que guardaba en la cabina.

Un día que a Somers le correspondía encargarse de la guardia de tarde, Jack, Pullings y el contador se reunieron para revisar los libros y las cuentas del navío en la cabina de proa. La escuadra, siempre formando una línea, navegaba con las mayores desplegadas y un moderado viento del noroeste por la aleta cuando en el buque insignia apareció la señal de virar por avante conjuntamente, una orden inusual, ya que el almirante casi siempre mandaba virar en redondo porque esa maniobra era más apropiada para los viejos y deteriorados navíos de la escuadra y más económica, pues virar por avante les podía acarrear daños que virar en redondo nunca produciría. Jack oyó el grito: «¡Todos a virar!», pero en ese momento tenía su atención puesta en la cuestión de cambiar la ración de vino de los marineros por una de grog y no pensó más en la maniobra hasta que se oyeron en la cubierta unos furiosos gritos y unos pasos apresurados que le hicieron levantarse de un salto del asiento. Llegó al alcázar en tres zancadas, y una rápida mirada a su alrededor bastó para que se diera cuenta de que el Worcester había perdido los estayes. Todavía el navío se movía con bastante rapidez, a pesar de que la verga velacho estaba agarrochada, y su bauprés estaba a punto de pasar por encima del combés del Pompee. Entre el estruendo de las velas dando gualdrapazos, los marineros se volvieron hacia la popa esperando recibir órdenes, pero Somers aún estaba perplejo.

—¡Poner en facha el velacho! —gritó Jack—. ¡Timón a babor! ¡Tensar las velas de proa!

El bauprés del Worcester pasó a seis pulgadas de distancia del coronamiento del Pompee. Entonces el Worcester empezó a retroceder y el capitán del Pompee gritó:

—¡Esto parece una feria!

Jack hizo virar en redondo el Worcester, después ordenó desplegar las juanetes y, finalmente, condujo el navío al puesto que le correspondía ocupar. Luego se volvió hacia Somers, que se tambaleaba y tenía la cara enrojecida y un gesto malhumorado, y le preguntó:

—¿Cómo ha sido posible que hiciera esta maniobra como un marinero de agua dulce?

—Cualquiera puede perder los estayes —respondió Somers con voz ronca.

—¿Qué forma de responder es ésa? —inquirió Jack—. ¡Ha faltado usted a su deber, señor!

Estaba furioso porque la tripulación del Worcester había quedado en ridículo delante de 10.000 hombres de mar.

—Viró bruscamente el timón a sotavento y agarrochó la verga velacho —continuó—. Por supuesto que lo hizo, no lo niegue. Esto no es un cúter, señor, sino un navío de línea, y bastante lento. Hay que orzar despacio para que su movimiento no se interrumpa, como he dicho cientos de veces. Esto ha sido un lamentable espectáculo.

—¡Siempre encuentra faltas…! ¡Siempre encuentra faltas en lo que hago…! ¡Todo lo que hago le parece mal! —gritó Somers, palideciendo, y luego, alzando aún más la voz, continuó—: ¡Esto es despotismo, eso es lo que es! ¡Maldito sea! ¡Le demostraré quién soy!

Entonces estiró el brazo hacia atrás para coger una cabilla del cabillero, pero Mowett se lo agarró.

En medio del asombro y el silencio general, Jack dijo:

—Señor Pullings, ordene al señor Somers que abandone la cubierta.

Poco después Pullings entró en la cabina de Jack y le preguntó tímidamente si Somers estaba bajo arresto.

—No —respondió Jack—. No tengo la intención de llevarle ante un consejo de guerra. Si él pide ser juzgado por uno, ése es asunto suyo; pero cuando esté sobrio, comprenderá que cualquier consejo le degradará, aunque su padre sea quien es. Le degradará o le condenará a algo peor. Pero he tomado la decisión de que nunca más servirá en mi barco. Puede pedir la baja o el intercambio con otro oficial, como prefiera, pero nunca volverá a prestar servicios bajo mi mando.

La conducta del señor Somers causó asombro en el Worcester, y continuaron hablando de la horrible escena y censurándole incluso después de que los tripulantes se enteraran de que no sería ahorcado ni azotado hasta morir, como habían predicho; incluso después de que tuvieran todo lo necesario para interpretar el oratorio completo, ya que un falucho procedente de Malta trajo trompetas, trombones, flautas, oboes y un fagot; incluso después de que se acabara el vino en el Worcester y los marineros empezaran a recibir una ración de grog, una bebida mucho más popular y mucho más fuerte, que provocaría, como generalmente hacía, un aumento de la discordia, la desobediencia, la torpeza, los accidentes, los delitos y los castigos.

Durante este tiempo, el ambiente llegó a ser muy desagradable en la cámara de oficiales. Cuando Somers recobró el juicio, al día siguiente del ataque de ira, sintió un miedo atroz y se rebajó a pedir disculpas a Jack en una carta, rogó a Stephen que intercediera ante él en su favor y prometió abandonar la Armada si el incidente era pasado por alto. Pero después, al enterarse de que Jack no tenía intención de llevarle ante un consejo de guerra, se mostró ofendido y dijo a sus compañeros, que le escuchaban en contra de su voluntad, que no iba a tolerar ese tratamiento, que su padre no iba a tolerarlo tampoco, que su familia controlaba siete votos en la Cámara de los Comunes y dos en la de los Lores y que nadie podía inferirle una humillación y quedar impune. Profería veladas amenazas, y a veces de sus palabras se deducía que tenía la intención de exigir una satisfacción al capitán Aubrey, de retarle a duelo. Sin embargo, pocos le prestaban atención, e incluso sus antiguos admiradores sintieron un gran alivio cuando se fue, después de que el capitán negociara su canje por un teniente de la misma antigüedad, el señor Rowan, perteneciente a la tripulación del Colossus.

Su marcha causó decepción a los marineros que ya habían preparado su testimonio para el juicio. Algunos de ellos, que eran antiguos compañeros de tripulación de Jack, estaban dispuestos a jurar lo que fuera con tal de que el consejo se inclinara del lado apropiado, y hubieran hecho ante él una vivida descripción del furioso ataque que Somers, a quien llamaban honorable cabrón, había perpetrado contra el capitán con un par de pistolas, un hacha de abordaje, un sable y una cuña de mastelero, y hubieran repetido todas las frases, tanto las amenazadoras como las angustiadas, como, por ejemplo, la de Somers: «¡Te arrancaré las entrañas, maldito cabrón!», o la de Jack: «Por favor, señor Somers, piense lo que hace». Ahora, puesto que el oratorio no estaba preparado aún, lo único que les animaba y lograba romper la monotonía de su vida era pensar en la representación de Hamlet, que, según les habían dicho, era tan divertida como azuzar osos en Hockley-in-the-Hole y tenía un buen final. Varias brigadas de voluntarios, bajo las órdenes del encargado de la bodega, estaban sacando del fondo del Worcester parte de la grava que llevaba como lastre (una tarea ardua y molesta a causa del olor nauseabundo) para la escena de los sepultureros, y el carnicero del barco guardaba cazuelas con sangre porque, según tenía entendido, cuando se representaba una tragedia en un barco de Su Majestad, era necesario disponer de una considerable cantidad de sangre.

El papel de Hamlet lo iba a representar el ayudante del oficial de derrota que tenía más antigüedad, pues le correspondía por derecho, y el de Ofelia se lo dieron al señor Williamson, por supuesto, porque era el único cadete que tenía una cara aceptable para representarlo, que no había cambiado la voz todavía y que sabía cantar; sin embargo, los otros se repartieron a voleo, y el de Polonio le tocó al señor Calamy.

A menudo el señor Calamy iba a la cabina de Stephen para que le oyera decir su parte, y un día en que, en tono agudo y sin hacer pausa, cantaba un fragmento en que aconsejaba no pedir prestado ni prestar, vestir trajes ricos pero discretos, y evitar la amistad con personas inmaduras, fue interrumpido por el guardiamarina encargado de las señales, quien dijo al doctor Maturin que el capitán le mandaba saludos y le pedía que, si estaba desocupado, subiera a la cubierta porque tenía una sorpresa para él.

La escuadra, tratando de mantenerse en alta mar, navegaba de bolina y llevaba las gavias con tres rizos. Era un día triste, pues el cielo estaba gris y por el sursureste venían ráfagas de lluvia; sin embargo, en el alcázar todos estaban muy contentos. En el lado de sotavento se encontraban Pullings, Mowett y Bonden, y estaban radiantes de alegría y hablaban como si estuvieran en una taberna, y en el lado de barlovento se encontraba Jack, de pie y con las manos a la espalda, moviéndose al ritmo del fuerte balanceo del Worcester, y con la vista fija en un barco que estaba a cinco millas de distancia.

—Ésta es la sorpresa —dijo Jack—. Dime qué te parece.

Durante muchos años, Jack, Pullings y Mowett le habían gastado muchas bromas al doctor Maturin a propósito de sus conocimientos de náutica, y también lo habían hecho, aunque más discretamente, Bonden, Killick, Joseph Plaice y muchos otros marineros, guardiamarinas y oficiales, y por eso obraba con cautela. Miró durante un largo rato hacia el barco y, por fin, dijo:

—No estoy completamente seguro, pero, a simple vista, parece un barco. Sí, probablemente sea un barco de guerra.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, doctor —dijo Jack—. Pero, ¿por qué no usas el catalejo para verlo mejor?

—Estoy casi seguro de que es un barco de guerra, pero no debes preocuparte por eso, pues estás rodeado de una potente escuadra. Además, veo que tiene una sola fila de cañones… Es una fragata.

Mientras hablaba tuvo la impresión de que conocía la fragata, que continuaba acercándose a gran velocidad con dos franjas de espuma a ambos lados de la proa, y se veía más grande cada minuto que pasaba.

—Stephen, es nuestra querida Surprise —murmuró Jack en tono alegre.

—¡Ah, sí! —exclamó Stephen—. La reconozco por la compleja forma de la borda en la parte frontal. También reconozco el lugar donde dormía las noches de verano. ¡Magnífica fragata! ¡Que Dios la bendiga!

—Me alegra volver a verla —dijo Jack.

Era la embarcación que más estimaba, después de la Sophie, la primera que había tenido bajo su mando. Cuando era guardiamarina había servido en ella durante cierto tiempo en las Antillas, un tiempo que recordaba con agrado, y años después había estado al mando de ella en el océano Índico. La conocía muy bien y le parecía una de las embarcaciones más hermosas que habían salido de los astilleros franceses y la mejor de su clase. Le gustaba porque era estanca, muy rápida, si estaba en buenas manos, navegaba bien de bolina y, una vez que se llegaba a conocer bien, casi se gobernaba sola, aunque ya estaba vieja, desde luego, y había sufrido muchos daños. Además, pensaba que era pequeña en comparación con las fragatas más modernas, especialmente algunas con igual potencia que las americanas que habían sido construidas recientemente, pues sólo tenía 28 cañones, mientras que las otras tenían 36 o 38, y pesaba menos de 600 toneladas, mientras que las otras pesaban más del doble. En verdad, según el moderno concepto de fragata, ya ni siquiera podía considerarse una de ellas. Pero sabía que, a pesar de todo eso, la rapidez con que se movía y viraba permitía a su capitán apresar barcos mucho mayores. Una vez, cuando tenía el mando de la fragata, había sostenido un breve pero peligroso combate con un navío de línea francés, y había logrado hacerle tanto daño a éste como el que la fragata había sufrido. Estaba convencido de que compraría la Surprise antes que cualquier otra nave si fuera inmensamente rico y si la Armada la vendiera, porque le parecía la mejor que tenía.

Su capitán actual, Francis Latham, no le había hecho cambios importantes, y la fragata conservaba aún los altos mástiles que correspondían a una de 36 cañones y también las burdas dobles que Jack le había colocado. Latham tenía fama de que no sabía mantener la disciplina, pero la gobernaba bien. Ahora la fragata tenía desplegadas las gavias con las alas de barlovento en el palo mayor y el trinquete y también las juanetes, y aunque parecía peligroso que la Surprise llevara esa cantidad de velamen desplegado, eso era lo más apropiado para que navegara velozmente, y podía alcanzar diez u once nudos, como ahora, sin correr el riesgo de que se rompieran o desprendieran los palos.

Debido a que la fragata y la escuadra navegaban a una considerable velocidad, se acercaban rápidamente; sin embargo, a quienes ansiaban recibir cartas con noticias de casa e información acerca del desarrollo de la guerra en tierra, les parecieron casi insoportables las obligadas formalidades, o sea, que la fragata se identificara, hiciera la señal secreta, se pusiera en facha y saludara al buque insignia con 17 cañonazos. El buque insignia le respondió con otros 13, rápidos y ensordecedores, y de inmediato apareció en el tope de un mástil una señal que ordenaba a la Surprise quitar los mastelerillos, probablemente debido a que, como decían, el almirante prefería perder una pinta de sangre que un palo, y no quería que los mástiles, las vergas, las velas y los aparejos de ningún barco sufrieran daños porque los necesitarían en el momento del supremo esfuerzo, que podría llegar cuando menos lo esperaran… tal vez al día siguiente.

La Surprise, ahora con un aspecto extraño porque sólo tenía colocados los masteleros, se detuvo cerca de la popa del buque insignia, y muchos vieron cómo su capitán, con un paquete envuelto en un trozo de lienzo, donde era probable que llevara los despachos, se acercaba a él en su falúa, en cuyo interior había cinco sacas, que seguramente contenían la correspondencia. Entonces el tiempo pasó aún más lentamente, a pesar de que todos se distrajeron mirando hacia la borrosa silueta de otro barco que se divisaba al sur. Su velamen parecía extraño, pero la lluvia amainó, y pudo verse que en vez de un barco eran dos: una corbeta y un vivandero español. Los que tenían relojes, los miraban continuamente, y los que no, iban a popa con cualquier pretexto para ver el reloj de arena de media hora, y el infante de marina que estaba encargado de darle la vuelta le dio una pequeña sacudida, sin que le vieran, para acelerar la caída de los granos. Con infinitas suposiciones y vanas conjeturas trataron de explicar la causa del retraso, pero la opinión general era que el almirante le había dicho al capitán Latham que siempre debería navegar en compañía de un barco que transportara pertrechos, que sabía tanto de náutica como el fiscal del Tribunal Supremo de Gran Bretaña y que no le confiaría ni un bote en un río truchero. Pero justo en el momento en que el guardiamarina encargado de las señales apartó la vista del palo mesana del buque insignia, oyó a un montón de marineros carraspear, y entonces volvió a mirar hacia allí y vio desplegarse las banderas que formaban el mensaje: «Boyne: mande teniente en lancha al buque insignia». Enseguida apareció otro mensaje: «Defender: mande teniente en lancha al buque insignia». Luego se sucedieron los mensajes a los demás navíos, y, por fin, llegó el turno del Worcester. Las lanchas cayeron al agua desde todos los navíos de la escuadra y, tripuladas por dos filas de remeros, se acercaron rápidamente al buque insignia y regresaron con la correspondencia, que fue muy bien acogida, y algunos periódicos ingleses, que no fueron tan bien acogidos.

A excepción de los tripulantes que estaban de guardia en la cubierta, todos buscaron un lugar donde pudieran estar tan lejos de los demás como era posible en un barco de guerra, un lugar donde los que sabían leer se enteraban por las cartas de lo que pasaba en el mundo que habían dejado, y los que no sabían se enteraban por alguien que se las leía. En eso, al igual que en muchas otras cosas, Jack tenía ventaja sobre la mayoría, y puesto que en la gran cabina de popa había dos cómodas butacas, cada una en un rincón, invitó a Stephen a acompañarle y a tomar café con él. Había recibido un gran número de cartas de Sophie, en las que decía que todos en casa estaban bien, aunque los niños habían pasado la varicela y Caroline había tenido que empastarse las muelas y había ido a un dentista de Winchester, y que los rosales habían sido atacados por una extraña plaga, mientras que los robles se desarrollaban perfectamente. También decía que Diana la había visitado muchas veces, acompañada del capitán Jagiello, y que la señora Williams, su madre, adoraba al joven y le consideraba el más apuesto y uno de los más ricos que había conocido. Y contaba que su nuevo vecino, el almirante Saunders, era muy atento y servicial, como todos los otros. Además, había recibido unas notas que los niños habían escrito con esmero. Todos decían que esperaban que él se encontrara bien, que ellos estaban muy bien, que estaba lloviendo y que un dentista de Winchester le había empastado las muelas a Caroline. Pero todas las cartas que había recibido, desde la primera hasta la última, eran de casa, ninguna de sus abogados. Después de leerlas otra vez, pensó en aquel silencio, que no sabía si interpretar como un buen presagio o no. Sacó una guinea del bolsillo, la tiró al aire y trató de cogerla de nuevo, pero se le escapó y fue a caer en la mesa donde Stephen tenía sus cartas, entre las que había algunas de Diana, que contenían garabatos y faltas de ortografía, pero estaban escritas en tono alegre. Diana contaba muchas cosas de las reuniones de sociedad a las que solía asistir en Londres, y, de pasada, que se había equivocado con respecto a su embarazo. También había recibido otras cartas, en la mayoría de las cuales le hablaban de cuestiones científicas, dos informes, un despacho cifrado y una nota del almirante acompañada de una carta de su jefe, sir Joseph Blaine, quien ostentaba el mando del Servicio Secreto, una carta afectuosa que comenzaba: «Mi querido Maturin…». Ya había terminado con los informes y empezaba a leer una de las cartas que no hacían referencia a cuestiones científicas cuando la moneda cayó sobre el despacho cifrado. A diferencia del despacho, la carta que sostenía en las manos no tenía que ser descifrada para ser comprendida, pues, a pesar de que su anónimo autor había intentado cambiar la forma de su letra, decía con sencillez y claridad que el doctor era un cornudo y que su mujer le engañaba con un agregado sueco, el capitán Jagiello. No obstante, Stephen esperaba descubrir la identidad de su autor o, por decirlo así, descifrar su clave, ya que había advertido en la carta algunos detalles significativos, como, por ejemplo, que había escrito su nombre con «h», lo que rara vez hacían los ingleses y, en cambio, solían hacer los franceses. La carta y el enigma que encerraba le parecían muy curiosos, principalmente porque su autor había ocultado casi a la perfección su maldad bajo una capa de justificada indignación, y si no hubiera sido por su arraigada costumbre de mantener todo en secreto, se la habría enseñado a Jack, pero se limitó a devolverle la guinea sonriendo.

Se contaron el uno al otro a grandes rasgos las noticias que habían recibido de su familia, y Stephen dijo que pensaba zarpar para España por la mañana.

—El almirante me ha comunicado que en cuanto el vivandero termine de descargar las coles, las cebollas y el tabaco, me llevará a Barcelona.

—¡Oh, Stephen! —exclamó Jack, desanimado—. ¿Tan pronto? Te echaré mucho de menos.

—Si Dios quiere, pronto volveremos a vernos —dijo Stephen—. Espero estar de vuelta en Mahón dentro de poco tiempo.

Durante un momento de silencio, ambos oyeron al centinela dar un grito a una lancha que se acercaba, y luego escucharon que desde ella respondían: «¡Dryad!», lo que significaba que el capitán de la Dryad iba a subir al navío.

—¡Maldito sea! —exclamó Jack y luego, al ver que Stephen le miraba inquisitivamente, añadió—: Es esa corbeta de costados rectos que llegó con el vivandero mientras leíamos la correspondencia, una horrible y torpe carraca holandesa con la popa redonda. Creo que fue capturada en los tiempos de la Armada española, y le han puesto demasiados cañones: 14 de 12 libras. No sé quién está al mando de ella ahora —dijo, poniéndose de pie—, pero de todos modos tendré que recibirle cortésmente. No te vayas, Stephen, por favor.

Regresó al cabo de unos segundos, radiante de alegría, e hizo pasar a un oficial achaparrado y de cabeza redonda que estaba tan alegre como él. Era un caballero que había entrado voluntario en la Armada, había servido de marinero de primera, guardiamarina y teniente bajo el mando de Jack, y ahora era el capitán de la horrible y torpe carraca que tenía por nombre Dryad.

—¡William Babbington, querido amigo! —exclamó Stephen—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Cómo te va?

El capitán de la Dryad les habló con total franqueza, pues le unía a ellos una vieja amistad, una amistad tan estrecha como lo permitía la diferencia de edad (que había perdido importancia con los años), y contó con detalle muchas cosas que le habían ocurrido. Después de beberse media pinta de vino de Madeira, de hacer todas las preguntas de rigor sobre la señora Aubrey, los niños y la señora Maturin, y de prometer que comería en el Worcester al día siguiente (si el tiempo lo permitía) en compañía de sus antiguos compañeros de tripulación Pullings y Mowett, se puso en pie de un salto en el momento en que sonaron tres campanadas.

—Como la Dryad va a unirse a la escuadra —dijo—, debo visitar al almirante Harte. No sería conveniente quedar mal con él, sobre todo porque ya me tiene apuntado en su lista negra.

—¿Por qué, William? —preguntó Jack—. ¿Qué has hecho? No es posible que le hayas molestado mientras estabas en el canal.

—No, señor —respondió Babbington—. No fue nada relacionado con la Armada lo que le molestó. ¿Recuerda a su hija Fanny?

A Jack y a Stephen se les cayó el alma a los pies, pues recordaban vagamente a una joven rechoncha, de pelo hirsuto, con la piel color ocre y la cara llena de granos. Babbington había perseguido a las mujeres desde los primeros años de su juventud, desde una edad muy temprana, lo que estaba en consonancia con la tradición de la Armada pero, aunque era un excelente marino, en tierra no tenía capacidad para discernir, y todas las personas con una falda puesta le parecían iguales. A veces intentaba conquistar a encantadoras criaturas, y generalmente lo lograba aunque tuviera muchos rivales, pues a pesar de ser achaparrado, gustaba a las mujeres por su alegría, su gran simpatía y su inagotable entusiasmo; sin embargo, otras veces trataba de conquistar a esqueléticas solteronas de cuarenta años. Durante su breve estancia en Nueva Holanda,[16] había gozado del favor de una aborigen de Java y de una dama china que pesaba 200 libras. El acné, el pelo hirsuto y el color ocre de la piel de la señorita Harte no tenían importancia para él…

—Un día nos encontró en esa postura, ¿saben?, y se puso furioso y me prohibió la entrada en su casa. Y se puso más furioso aún cuando supo que ella se había tomado a pecho el asunto y que nos carteábamos. Dijo que si yo buscaba fortuna, sería mejor que fuera a apresar barcos franceses. Luego me dijo que me fuera al diablo y que ella era carne para el plato de mi superior. Eso fue muy descortés, señor.

—¿Que te fueras al diablo o que ella era carne para el plato de tu superior?

—Que diga que me vaya al diablo me parece normal, señor, porque lo dice todos los días. Me refería a eso de que ella era carne para el plato de mi superior. En mi opinión eso es una mezquindad.

—Sólo un miserable lo diría-corroboró Stephen—. Carne… ¡Bah! ¡Debería darle vergüenza!

—Es una mezquindad —corroboró Jack—. Habla como un mozo de caballos.

Se quedó pensando unos momentos y después continuó:

—Pero, ¿cómo es posible que alguien pueda tildarte de cazador de dotes, William? Tú no vives sólo de tu paga y tienes muchas probabilidades de mejorar. Además, no puede decirse que la joven sea la heredera de una gran fortuna.

—Sí lo es, señor —dijo Babbington—. Heredará por lo menos 20.000 libras. Ella misma me lo dijo. Su padre heredó el dinero del viejo Dilke, el financiero de la calle Lombard, y ahora tiene muchas pretensiones. Quiere casarla a toda costa con el secretario Wray.

—¿El señor Wray? ¿El secretario del Almirantazgo?

—Ese mismo, señor. Si sir John Barrow no se recupera, y todos dicen que el pobre caballero está a punto de exhalar el último suspiro, Wray será nombrado secretario. ¡Piense en la influencia que esto le permitirá tener a un hombre con la posición del contraalmirante! Creo que hizo presión para que mandaran la Dryad al Mediterráneo porque así me quitaba de en medio y, además, podía vigilarme mientras regatean el dinero que ella aportará como dote. La boda se celebrará en cuanto se firmen las capitulaciones matrimoniales.