CAPÍTULO 2
En una amplia mesa en el alcázar del Worcester, estaba sentado el primer oficial, junto con el escribiente del capitán, el cirujano, el contador, el contramaestre y los demás oficiales de rango superior, y en el costado de estribor se encontraba un pequeño grupo de hombres, casi todos con expresión angustiada y vestidos con andrajos, aunque olían bien porque les habían frotado con jabón hasta sacarles brillo en el barco reclutador. Algunos de aquellos hombres, sin embargo, parecían sentirse muy a gusto, y cuando Pullings gritó: «¡El siguiente!», uno de ellos, un marinero de mediana edad, avanzó hasta la mesa y saludó tocándose la frente con los nudillos y permaneció allí moviendo ligeramente los pies. Estaba vestido de forma extravagante, con pantalones anchos, una chaqueta azul con botones dorados rota y un pañuelo rojo alrededor del cuello, y parecía haber tenido una pelea la noche anterior. Pullings le miró con gran satisfacción y dijo:
—Bien, Phelps, ¿has venido a sumarte a nuestra carga?
—Así es, señor —respondió y, volviéndose inmediatamente hacia el escribiente, dijo—: Ebenezer Phelps. Nací en Dock en 1769 y vivo en Gorham's Rents, Dock. Llevo treinta y cuatro años en la mar, y el último barco donde estuve de servicio, encargado del ancla, fue el Wheel'em Along.
—Y anteriormente estuvo en el Circe y el Venerable —dijo Pullings—, donde era muy conocido por su condenado mal carácter. Clasifíquelo como marinero de primera. Phelps, es mejor que te cambies de ropa antes de que el capitán te vea. ¡El siguiente!
Un hombre pálido y patizambo fue conducido hasta allí por un corpulento ayudante del contramaestre. Se llamaba William Old y llevaba calzones y un viejo abrigo de cochero.
—¿Cuál era su oficio, Old? —preguntó Pullings amablemente.
—No me gusta alardear, señor —respondió Old, recobrando la confianza—, pero era un excelente, un magnífico peltrero.
Hubo un momentáneo silencio. El escribiente levantó la vista de su libro y frunció el entrecejo, y el ayudante del contramaestre, con voz potente y ronca, advirtió:
—Cuida tu tono, amigo.
—No me dedicaba a hacer objetos grandes, como tinas y bañeras, sino pequeños. Pero el negocio del peltre, como todos, ha decaído, y…
—¿Ha navegado alguna vez? —inquirió Pullings.
—Una vez estuve en Margate, señor.
—Clasifíquele como marinero inexperto, si el doctor le admite —dijo Pullings—. Podría ser útil como ayudante del armero. ¡El siguiente!
—¡Oh, señor! —exclamó el falsificador a punto de ser apartado de allí por el ayudante del contramaestre—. Señor, por favor, ¿podría Su Señoría darme la gratificación ahora? Mi mujer está esperando en el muelle con los niños.
—Explícale cómo se paga la gratificación, Jobling —dijo Pullings al ayudante del contramaestre—. ¡El siguiente!
Ahora tocaba el turno a los hombres de la leva, entre los que había cierto número de buenos marineros. Algunos habían sido reclutados por Mowett en alta mar, en los barcos mercantes que regresaban a Inglaterra, y otros, por la patrulla de reclutamiento en la costa. El primero de ellos, un hombre llamado Yeats, no parecía un marinero sino un próspero jardinero, y lo era en realidad, pues, como le dijo al teniente, tenía a su cargo un vivero de medio acre cubierto de cristales.
También le dijo que su negocio iba bien y que lo perdería si era enrolado a la fuerza, ya que su mujer no lo entendía y estaba embarazada. Era evidente que sentía una gran pena, y también que hablaba con sinceridad.
—¿Por qué tienes esa ancla dibujada en la mano? —preguntó Pullings, señalando un tatuaje azul y rojo—. Has navegado alguna vez, no lo niegues.
Yeats respondió que sí, que había navegado en el Hermione cinco meses, mareado casi todo el tiempo, y que en cuanto el barco había regresado a Hamoaze y la tripulación había sido despedida, se había adentrado en el país lo más posible. Añadió que no había vuelto a acercarse a la orilla hasta el jueves anterior, cuando la patrulla de reclutamiento le había capturado en el momento en que cruzaba el puente para visitar a un cliente importante en Saltash, y repitió que perdería su negocio si no regresaba a su casa.
—Bueno, lo siento por ti, Yeats —dijo Pullings—, pero la ley es la ley: todo hombre que haya navegado debe ser enrolado.
En casos como ése, con el fin de dar ejemplo a la tripulación, algunos oficiales hubieran hablado de la necesidad de tripulantes que tenía la Armada y dicho que servir al país y protegerlo era un deber y un acto patriótico; otros se hubieran puesto de mal humor e incluso furiosos, pero Pullings, sacudiendo la cabeza, se limitó a decir:
—Vaya a ver al doctor.
Yeats miró desesperadamente a los que estaban allí sentados, juntó las manos y avanzó sin decir una palabra más, demasiado abatido para hablar.
Cuando ya estaba detrás de la mampara de lienzo, Stephen le ordenó que se quitara la ropa, le palpó el abdomen y las ingles y le dijo:
—Usted carga mucho peso en su trabajo.
—¡Oh, no, señor! —murmuró Yeats con desaliento—. Nada más cargo…
—No intente contradecirme —replicó Stephen secamente—. Hable sólo cuando tenga que contestar a mis preguntas, ¿me ha oído?
—Le ruego que me disculpe, señor —suplicó Yeats, cerrando los ojos.
—Usted carga mucho peso y aquí veo los signos de una hernia incipiente. Tendremos que rechazarle. Todavía no es nada serio, pero no debe tomar mucho vino ni cerveza y debe dejar de beber aguardiente. También debe dejar el horrible vicio de fumar y hacerse una sangría tres veces al año.
En el compartimento de la gran cabina de popa que servía de antesala y sala de música y era el confortable refugio del capitán, éste caminaba de un lado a otro mientras dictaba una carta a un viejo escribiente, un hombre de confianza que le había enviado su amigo el comisionado.
—«El capitán Aubrey presenta sus respetos a lord Alton y lamenta mucho que el Worcester nosea apropiado para un joven cadete de la edad de su hijo, Su Señoría, pues no hay maestro a bordo y su misión actual le impide…», me impide hacer el papel de niñera, maldita sea. Por favor, señor Simpson, ponga esa excelente frase que se le ocurrió antes y que usó con los otros. «Sin embargo, si cuando el niño cumpla doce años, le manda un año a una escuela donde enseñen bien las matemáticas y pueda aprender los rudimentos de la trigonometría y la navegación y, además, la gramática inglesa y la francesa, el capitán Aubrey estará encantado de complacer a Su Señoría si le dan el mando de un barco más adecuado.»
—Lord Alton tiene mucha influencia en el Gobierno, ¿sabe, señor? —dijo el escribiente, que le conocía desde hacía muchos años.
—No dudo que la tiene —dijo Jack—, pero tampoco dudo que pronto encontrará a un capitán más dócil que yo. Responda al señor Jameson más o menos lo mismo, aunque en este caso el muchacho tiene demasiada edad. Puede que sepa mucho griego y latín, pero no sabe lo que son un logaritmo y una sonda, y, por otra parte, muy pocos muchachos que se embarcan por primera vez a los quince años llegan a acostumbrarse a la mar. ¿Cuál es el siguiente asunto? Dígame, ¿sabe algo del sobrino del almirante Brown?
—Bueno, señor, a mí me parece un guardiamarina torpe. El último capitán a cuyas órdenes sirvió le mandó regresar a tierra, y me han contado que suspendió el examen de teniente en Somerset.
—Sí, a mí también me lo parece. Le vi cometer una gran torpeza cuando viraba la yola del Colossus porque estaba borracho. No obstante, creo que debo aceptarlo por el hecho de que su tío fue muy bueno conmigo cuando yo era un muchacho. Trataremos de espabilarle, y es posible que logre aprobar el examen en Gibraltar. Tal vez el almirante le asigne un barco por consideración a su tío, ya que ambos fueron compañeros de tripulación en los tiempos en que España era una gran potencia naval —dijo Jack, mirando hacia fuera por el ventanal de popa y viendo en su mente el Hamoaze de más de veinte años atrás, tan lleno de barcos de guerra como ahora, y a él mismo, radiante como el sol al amanecer por su reciente ascenso a teniente, transportando a los dos oficiales a la orilla en una falúa—. Yo mismo escribiré la carta. Por lo que respecta a los jóvenes Savage y Maitland, pueden enrolarse. Y ahora esa carta semioficial al almirante Bowyer haciendo referencia al asunto confidencial y delicado de los restantes tenientes. Lo único que sé del señor Collins y del señor Whiting es que son muy jóvenes y están al final de la lista, y en cuanto al señor Somers, evitaré enrolarle si puedo.
—El honorable señor Somers —dijo el señor Simpson en tono solemne.
—Sin duda lo es, pero también es un mal navegante y un holgazán. Creo que es demasiado rico para sentirse a gusto aquí y para que sus compañeros se sientan bien en su compañía y, además, se le sube el vino a la cabeza y no tiene la sensatez suficiente para dejar de beber. Imagíneselo a cargo de la guardia cuando hay mal tiempo o al mando de las lanchas en un ataque sorpresa… Eso significaría poner en peligro la vida de los marineros. No estoy de acuerdo con que la gente utilice la Armada para su propia conveniencia, como si fuera un establecimiento público o un lugar para gandules. Debemos escribir esa carta con mucho cuidado y en tono respetuoso, haciendo hincapié en que no sería correcto enrolarle a él en vez de a uno de los dos caballeros que hemos elegido y que, según tengo entendido, ya se encuentran en el puerto.
—El señor Widgery, del astillero, quiere hablar con usted, señor —anunció Killick.
—¡Ah, sí! —exclamó Jack—. Seguro que quiere hablarme de los masteleros. Señor Simpson, sería conveniente que pidiera consejo al comisionado antes de escribir la carta, y me gustaría que me trajera el borrador esta tarde. No debemos perder ni un minuto, pues ese zorro puede presentarse aquí de un momento a otro y entonces será mucho más difícil deshacerse de él. Y, por favor, dígale a la señora Fanshaw, con las frases apropiadas, que tendré mucho gusto en cenar con ella y el comisionado el domingo. Antes de irse, beba un vaso de vino con el señor Widgery y conmigo.
—Es usted muy amable, señor. Antes de que se me olvide, el capitán Fanshaw le ruega que inscriba en el rol al nieto de su hermana antes de que termine el reclutamiento. Se llama Henry Meadows, tiene ocho años y es un joven prometedor.
—Por supuesto —dijo Jack—. ¿Qué clasificación le daré? Me parece que la de sirviente del capitán es tan buena como cualquier otra. Killick, di al señor Widgery que pase y trae el vino de Madeira.
* * *
El estruendo del cañonazo de la tarde se propagó por Hamoaze, Catwater y el Sound; las luces empezaron a brillar en Plymouth, Dock y la ciudad flotante formada por el conjunto de barcos de guerra, en el que cada uno parecía un barrio diferente. La luz de la cabina grande del Worcester brillaba más que la mayoría, pues el capitán había encendido una lámpara de Argand para examinar una gran cantidad de documentos que tenía encima de la mesa: informes de los barcos reclutadores, pedidos del carpintero, el condestable y el contramaestre, listas de provisiones del Servicio de Avituallamiento, y la lista provisional de los que formarían los turnos de guardia, confeccionada con ayuda del primer oficial tras varias horas de trabajo conjunto. Pero en la parte superior de aquella pila de papeles bien ordenados, se encontraban algunas partituras manuscritas, y al lado, su violín. Y estaba leyendo precisamente las partituras cuando Stephen entró en la cabina.
—¡Ah, ya estás aquí, Stephen! —exclamó Jack—. ¡Killick! ¡Killick! Trae las tostadas con queso, ¿has oído? Stephen, me alegro mucho de verte.
—Indudablemente, pareces muy alegre. ¿Has pasado un buen día?
—Bastante bueno, gracias, bastante bueno. Tengo que decir que, por primera vez en la vida, el comisionado me ha tratado a cuerpo de rey, y ya tenemos casi completa la dotación que nos corresponde. Además, me ha prometido que me enviará a la mitad de los tripulantes del Skate mañana, cuando sean licenciados.
—¿Los tripulantes de ese pequeño barco que llegó detrás de nosotros ayer, ese que tenía una aleta de tiburón atada a la proa? Sé que estás ansioso por tener más tripulantes, pero no creo que consigas muchos en esa sombrerera flotante.
—Para ser exactos, amigo mío, es un bergantín, y aunque sus tripulantes no son numerosos, han permanecido juntos cuatro años para llevar a cabo una misión en las Antillas bajo el mando del joven Hall, un excelente marino. Han tomado parte en muchas acciones de armas, y estoy seguro de que todos pueden ser clasificados como marineros de primera. Somos muy afortunados por haber podido atraparlos, te lo aseguro.
—Tal vez los tripulantes del Skate se consideren menos afortunados, ya que después de pasar cuatro años lejos de sus amigos, tienen que volver a embarcarse sin verlos.
—Es duro, muy duro, pero la guerra es dura y cruel —dijo Jack, sacudiendo la cabeza, y poco después, con el rostro radiante otra vez, añadió—: Y el encargado del astillero ha sido muy amable y ha accedido a proporcionarme mastelerillos cortos y separados de los mastelerillos de sobrejuanete, pues está de acuerdo conmigo en que hacen disminuir la presión. Me autorizó a sacarlos mañana del Invincible.
—Las tostadas —dijo Killick y, mirando con rabia hacia los papeles, añadió—: Aunque yo las pondría en el comedor porque en esta mesa no hay ni una pulgada de espacio.
—A la verdad —dijo Jack cuando cenaban—, que yo recuerde, nunca había reclutado a la tripulación tan rápido y tan satisfactoriamente. Ya tenemos un tercio de los marineros que necesitamos, incluidos los de primera y los de segunda, sin contar a los del Skate, y la mayoría de los restantes hombres parecen fuertes y prometen ser buenos tripulantes.
—Entre los hombres que yo examiné, había muchos tipos salvajes y bravucones —dijo Stephen, que estaba malhumorado porque aborrecía la leva forzosa y tenía ganas de contradecirle.
—Por supuesto que siempre se encuentran tipos raros entre los hombres reclutados por orden de los magistrados, pero esta vez sólo hay unos cuantos ladrones incorregibles y un parricida, el cual fue obligado a venir a la Armada por no tener nada que alegar en su defensa, pero no podrá reincidir porque no encontrará a otro padre a bordo. Y lo mismo le ocurre a los cazadores furtivos. Considerándolos en conjunto, estoy muy satisfecho, y no me cabe duda de que los viejos y los nuevos, como dice la Biblia, habrán llegado a formar una tripulación bastante buena cuando nos reunamos con el buque insignia. Para animarlos, he traído a bordo una considerable cantidad de pólvora que compré, toda la que tenía almacenada un fabricante de fuegos artificiales que murió hace poco, una verdadera ganga. Me enteré de que estaba a la venta por el oficial que inspecciona el rol, que quiere casarse con su viuda, y aunque está mezclada con un poco de oropimente y otras cosas, el encargado del Servicio de Material de Guerra asegura que es buena. Lo único que impide que mi felicidad sea completa es la amenaza de que vendrán esos pastores y la falta de tenientes —confesó Jack, poniendo la nube de asuntos oficiales en un rincón de su mente más apartado todavía—. Dirigir a la tripulación requiere mucho trabajo, y ahora gran parte de él descansa sobre los hombros de Pullings. Necesitamos que lleguen más tenientes enseguida. Pullings está agotado, y los próximos días serán realmente duros.
—Efectivamente, está agotado, y, debido a la falta de descanso, más irritable cada vez. Se puso furioso y se volvió contra mí porque rechacé a un puñado de hombres. Su afán por conseguir tripulantes es desmedido, insaciable, inhumano. Esta noche debo darle láudano, o sea, tintura de opio, para que pueda descansar. Creo que con una dosis de setenta y cinco gotas mañana volverá a ser el Thomas Pullings amable y complaciente que todos conocemos; si no, tendré que darle la píldora azul[9] o la pócima negra.
—Si tenemos suerte, los otros vendrán mañana y aliviarán su carga, y, además, el comisionado embarcará a los párrocos en un mercante. Según tengo entendido, tus ayudantes llegaron esta tarde. ¿Son de tu agrado?
—No dudo que sean cirujanos competentes, como lo indican sus certificados, tan competentes como cabe esperar que sean los hombres de esa profesión —dijo Stephen, que no era cirujano sino médico y creía que aquéllos (por lo general hombres de valía si se consideraban individualmente) no habían olvidado todavía su relación con los barberos—. Pero, aunque fueran Podalirio y Macaón, preferiría estar solo.
—¿No te parecen adecuados? —preguntó Jack—. Trataré de que sean transferidos si no te gustan.
—Eres muy amable, pero la verdad es que no me disgustan ni el viejo ni el joven, lo que me disgusta es la subordinación. Casi todos llevamos dentro un caporal y tenemos tendencia a ejercer la autoridad cuando nos la otorgan, destruyendo así la relación natural que hay entre cada uno de nosotros y nuestros semejantes, y esto tiene graves consecuencias para ambas partes. Si se acaba con la subordinación, se acabará la tiranía. Sin subordinación no tendríamos Nerones, Tamerlanes ni Bonapartes.
—¡Tonterías! —exclamó Jack—. La subordinación forma parte del orden natural. En el cielo hay subordinación: los tronos y las dominaciones van delante de las potestades y los principados, los arcángeles y los ángeles ordinarios. Y en la Armada también hay. Has venido a buscar anarquía al lugar equivocado, amigo mío.
—Sea como sea, prefiero hacer la travesía solo —dijo Stephen—. Sin embargo, con seiscientos hombres apiñados en este barco inseguro y lleno de moho, unos con parásitos, otros con sífilis y otros en los que posiblemente se esté incubando el tifus, necesitaré ayuda diariamente, por no hablar de los días en que haya un combate, que Dios no lo quiera. Y, a la verdad, puesto que es probable que me ausente durante algún tiempo, no he escatimado esfuerzos para conseguir un ayudante con amplios conocimientos de medicina, muchos años de experiencia y buenas referencias. Pero, dime una cosa, ¿porqué te opones rotundamente a transportar a esos clérigos? Creo que ya no eres tan débil como para creer en supersticiones.
—Por supuesto que no —se apresuró a decir Jack y luego dio su argumento de siempre—: Es por los marineros. Además —continuó después de una pausa—, con los pastores a bordo no se pueden decir obscenidades porque no es correcto.
—Pero tú nunca dices obscenidades —señaló Stephen.
Eso era cierto, mejor dicho, casi totalmente cierto. Jack no era un mojigato, pero sí un hombre que prefería la acción a las palabras, los hechos a las ideas, y aunque tenía un pequeño repertorio de historias obscenas para contar al final de las comidas, cuando la imaginación era más viva y abundaban los pensamientos lascivos, por lo general no las recordaba o dejaba ese tema.
—¡Bueno…! —exclamó Jack y luego preguntó—: ¿Conoces a Bach?
—¿Qué Bach?
—Bach, el que vivió en Londres.
—No.
—Yo sí. Escribió algunas partituras para mi tío Fisher, y su discípulo hizo copias perfectas de ellas, pero se perdieron hace muchos años. La última vez que estuve en la ciudad, decidí tratar de encontrar las obras originales y fui a ver a su discípulo, que heredó todas las partituras que el maestro tenía en su biblioteca y ha puesto una tienda por su cuenta. Buscamos entre los papeles… ¡Qué desorden había! ¡Nadie sería capaz de imaginárselo! ¡Y yo que siempre pensé que los editores eran organizados como abejas…! Buscamos durante horas, pero no encontramos las partituras de mi tío. Sin embargo, lo importante es que Bach tenía un padre…
—¡Oh, Jack, qué cosas más interesantes dices! Pero, ahora que lo pienso, me parece que conozco a otros hombres que están en su mismo caso.
—Su padre, el viejo Bach, ya sabes, tenía montones de partituras escritas en la despensa.
—Un lugar un poco raro para componer música. Pero los pájaros cantan en los árboles, ¿no es cierto?; entonces, ¿por qué los alemanes antediluvianos no iban a componer música en las despensas?
—Quiero decir que las partituras estaban guardadas en la despensa. Los ratones, las cucarachas y las cocineras estropearon algunas cantatas y una extensa obra inspirada en la Pasión según san Marcos, escritas todas en alto alemán; sin embargo, las partituras que estaban en la parte de abajo se encontraban en buenas condiciones, así que traje varias, unas escritas para violonchelo para ti, otras escritas para violín para mí y otras para tocar a dúo. Son piezas extrañas, suites y fugas características del siglo pasado, a veces tan enrevesadas que difieren mucho del gusto moderno, pero te aseguro que tienen enjundia, Stephen. He tocado esta suite en do muchas veces, y el tema es tan elaborado que todavía no he podido ejecutarlo con soltura. Me gustaría oírlo interpretado por alguien que lo tocara realmente bien; por ejemplo, Viotti.
Stephen leyó la suite para violonchelo que tenía en la mano, tarareando y cantando sotto voce.
—Tantantán-tantantán, tintintín-tintintín, pom, pom, pom. Esto requiere una mano muy delicada, si no sonará como una danza para patanes. ¡Oh, el diatesarón…! ¿Cómo hay que mover el arco para ejecutarlo?
—¿Quieres que intentemos tocar la sonata en re aunque nos cueste sudores conseguirlo? —preguntó Jack—. Será como desenredar una madeja.
—No se me ocurre una forma mejor de desenredar una madeja.
Ambos no eran más que aficionados a la música que tocaban bastante bien, y ahora movían los dedos con torpeza porque no habían tenido mucho tiempo para practicar durante los últimos años y habían sido heridos (a Jack le habían herido los norteamericanos con una bala de mosquete, y a Stephen, los franceses en un interrogatorio), así que en ocasiones tenían que indicar las notas silbando. Como repitieron una y otra vez la difícil sonata, la noche llegó a ser insoportable, y Killick se puso tan furioso que terminó por estallar.
—Ahora empiezan otra vez con el tantantán-tintintín, tantantán-tintintín —dijo al cocinero del capitán—. Parece que se han pasado la maldita noche con dolor de tripas. Las tostadas con queso deben de estar pegadas al plato como pegamento, pero no me atrevo a entrar a cogerlas. ¡En toda la noche no han tocado nada bien desde el principio hasta el final!
Tal vez no, pero después de ejecutar un pasaje extremadamente enrevesado y difícil, lograron tocar el último movimiento con desenvoltura y ponerle fin triunfalmente, así que lo repitieron una y otra vez. Y el capitán sentía aún la alegría producida por la música cuando llegó al alcázar al comienzo de la luminosa mañana para ver cómo subían a bordo los mastelerillos cortos y los mastelerillos de sobrejuanete. Poco después se abordó con el navío la falúa del Tamar, donde venía una veintena de tripulantes del Skate, seguramente muy competentes, con expresión triste y resignada. Luego llegó la barcaza de Plymouth, que llevaba a bordo a dos jóvenes sonrosados con semblante grave, muy bien afeitados y vestidos con idénticos uniformes, los mejores que tenían. La barcaza enganchó el bichero en el pescante central, los jóvenes subieron por el costado por orden de antigüedad (la diferencia era de dos semanas completas), saludaron a los oficiales al llegar al alcázar y después miraron a su alrededor tratando de encontrar al oficial de guardia. Pero no vieron a un hombre de porte majestuoso, con una charretera en el hombro, caminando de un lado a otro con el catalejo bajo el brazo, sino a uno delgado y alto, con los pantalones manchados de brea y una chaqueta corta y muy sucia, que se apartó de un grupo de marineros que estaban trabajando al pie del trinquete y avanzó hacia ellos. Pullings tenía una expresión adusta y los ojos enrojecidos, pues, además de hacer las tareas que le correspondían, estaba encargado de la guardia desde que el Worcester había zarpado de Portsmouth. El joven que estaba delante se quitó el sombrero y, en tono humilde, dijo:
—Se presenta Collins, señor, con su permiso.
—Se presenta Whiting, señor, con su permiso —añadió el otro joven.
—Bienvenidos, caballeros —dijo Pullings—. No les doy la mano porque la tengo manchada de grasa. Llegan en el momento oportuno, pues hay que hacer un montón de cosas antes de que zarpemos. No hay ni un minuto que perder.
En ese momento Jack le explicaba al condestable que la pólvora comprada que estaba mezclada con oropimente se encontraba en los barriles marcados con X y la que estaba mezclada con polvo de licopodio, alcanfor o estronio, en los marcados con XX; sin embargo, advirtió con satisfacción que, efectivamente, los jóvenes no habían perdido ni un minuto. Se quitaron sus elegantes uniformes en cuanto sus baúles habían llegado a bordo y ya estaban ayudando a pasar la punta del mastelerillo de juanete de proa a través de la cruceta para insertarlo en el tamborete.
—Puede que no sea pólvora apropiada para un combate, pero servirá para hacer prácticas. Llene suficientes cartuchos para que las baterías hagan una docena de rondas. Me gustaría comprobar la habilidad de la tripulación en cuanto zarpemos, tal vez mañana mismo, durante la marea de la tarde.
—Una docena de rondas, sí, señor —dijo el condestable con tono de aprobación, ya que el capitán Aubrey pertenecía a la escuela de Douglas y Collingwood, quienes creían que el principal objetivo de un barco era acercarse al enemigo hasta que sus disparos pudieran alcanzarle y entonces disparar los cañones con gran rapidez y precisión, y Borrell estaba totalmente de acuerdo con esta idea.
Borrell se fue a la santabárbara con sus ayudantes a llenar los cartuchos, y Jack, con una alegre sonrisa, observó cómo guindaban el mastelerillo de juanete de proa. Había orden en aquel grupo de hombres aparentemente caótico y aquella maraña de palos y cabos, y Tom Pullings controlaba perfectamente la operación. Entonces Jack bajó la vista y su sonrisa desapareció: había visto que un bote lleno de pastores se acercaba al navío y lo seguía otro donde iban una señora vestida de luto y un niño.
—Pensaba que podría persuadirla de que mandara al niño a un colegio —dijo Jack a Stephen después de la cena, mientras tocaban una composición de Scarlatti relativamente sencilla que ambos conocían muy bien—. Traté de convencerla de que un viaje de esta clase, un simple paréntesis, como dijiste tú el otro día, sin otro fin que relevar a otro barco y pasar unos cuantos meses haciendo el bloqueo a Tolón, no ofrecía buenas perspectivas ni sería provechoso para su hijo. Además, le dije que había muchos otros capitanes que iban a realizar largas misiones y llevaban maestros en sus barcos, y le di el nombre de media docena de ellos. Confiaba en que esta vez no llevaría a bordo a nadie que navegara por primera vez ni a ningún pichón, pues ellos no me serán útiles ni yo les seré útil. Pero dijo que no debía rechazar su petición y lloró a lágrima viva, te lo aseguro. Nunca en mi vida me había sentido tan mal.
—La señora Calamy es la viuda de un oficial, si no recuerdo mal.
—Sí. Edward Calamy y yo fuimos compañeros de tripulación en el Theseus, poco antes de que le ascendieran a capitán de navío y le asignaran el Atalante. Luego le dieron el mando del Rochester, un navío de 74 cañones exactamente como éste, que se hundió con toda la tripulación en medio del terrible temporal del otoño de 1808. Si le hubiera dicho a ella que nuestro barco salió del mismo astillero, se habría llevado a su cachorro.
—¡Pobre cachorro! Pullings le vio llorando a moco tendido y le consoló, y el niño le llevó abajo y le dio un buen pedazo de pudín de pasas. Esto es una prueba de que el señor Calamy tiene buen corazón. Espero que sobreviva, a pesar de ser tan pequeño y débil.
—Estoy seguro de que sobrevivirá, a menos que se ahogue o le maten en un combate. A la verdad, en la Armada estamos preparados para criar pichones, y, además, la señora Borrell le cuidará. Pero quiero que sepas una cosa, Stephen: en la Armada no estamos preparados para atender a un maldito grupo de clérigos, mejor dicho, a todo un sínodo. No vienen seis pastores sino siete, ¡siete! ¡Alabado sea Dios! Espero que el viento siga siendo favorable durante tres mareas más, porque así podríamos zarpar antes de que nos manden a la mitad de los obispos del condado.
Pero el viento no siguió siendo favorable. Poco después de que los tripulantes del Worcester colocaran los nuevos mastelerillos cortos, amarraran con rapidez los obenques, completaran la aguada y recibieran la visita del comandante del puerto, se formó una marejada tan fuerte que hizo al navío cabecear y balancearse violentamente, a pesar de estar en un lugar resguardado como Hamoaze; una marejada que presagiaba las grises ráfagas de lluvia que luego traería consigo el furioso viento del oeste. A causa de la intensidad del viento, que aumentaba día a día, el Sound se quedó vacío, los barcos de guerra permanecieron amarrados en Hamoaze y los mercantes, en Catwater, la escuadra que hacía el bloqueo a Brest se refugió en Torbay e innumerables restos de barcos naufragados llegaron a la costa. Casi todos pertenecían a barcos que habían zozobrado hacía mucho tiempo, muchos de ellos ingleses, franceses, españoles y holandeses; sin embargo, algunos procedían de barcos hundidos recientemente, la mayoría de ellos ingleses. Esto se debía a que en aquella época había más mercantes ingleses que extranjeros expuestos a ser hundidos y a que la Armada Real obligaba a sus navíos a navegar en todas las estaciones, durante todo el año, provocando así su rápido desgaste, y tenía que mantener a muchos de ellos en servicio cuando ya no eran aptos para navegar, aunque se construían nuevos barcos en la medida en que lo permitían los escasos recursos disponibles. Durante aquel año los ingleses habían perdido trece barcos, sin contar los que habían apresado los norteamericanos y los franceses.
Pero este retraso por lo menos permitió a los hombres del Worcester conseguir provisiones que incluso en los barcos más ordenados solían encargarse a última hora o no se recordaban hasta que se dejaba de divisar tierra, como, por ejemplo, el jabón y el papel secante. También permitió que más personas visitaran al capitán Aubrey y le hicieran peticiones, y que llegaran a bordo más cartas para la escuadra del almirante Thornton y para el Worcester. En este último grupo había algunas dirigidas al capitán, cartas largas, confusas y poco alentadoras de sus abogados, y después de leerlas Jack tenía una expresión preocupada y parecía más viejo.
—No me gusta permanecer aquí sin hacer nada —dijo—. Esto es como una falta de puntualidad forzosa. Y lo que más me molesta es que Sophie hubiera podido venir conmigo y pasarse aquí una semana o más, y Diana también. Bueno, al menos el retraso te ha servido para llegar a conocer a tus compañeros. Debéis de estar muy apretados abajo, pero espero que todos sean agradables e instruidos y te encuentres a gusto en su compañía.
Jack no había cenado todavía en la cámara de oficiales y no conocía a los oficiales nuevos. Había estado muy atareado, pues había tenido que redistribuir el cargamento del Worcester para aumentar su estabilidad, y, además, en parte porque ésa era la costumbre y en parte porque deseaba olvidar los asuntos legales que le preocupaban, había cenado con otros capitanes casi todos los días, y, en la mayoría de los casos, las cenas habían sido una oportunidad de beber mucho y un medio bastante efectivo de eliminar las preocupaciones durante un rato. También había viajado al interior del país para presentar sus respetos a lady Thornton y preguntarle si quería mandar algo al almirante por mediación suya.
—Ahora que lo pienso —continuó—, uno de ellos, el escocés, no es un pastor sino un profesor de ética. Su destino es Mahón, pues, al parecer, necesitan sus servicios allí. Stephen, ¿qué diferencia hay entre las ciencias morales y las que tú profesas?
—Bueno, las ciencias naturales no se ocupan de la moral, ni las virtudes, ni los vicios, ni tienen relación con la metafísica. El hecho de que el esternón del dodó tenga quilla y el del avestruz y otras aves de su orden esté desprovisto de ella no está asociado con la moral, ni tampoco la disolución del oro en agua regia. Naturalmente, nosotros hacemos hipótesis, que, en algunos casos, evidencian un gran nivel intelectual, pero siempre tenemos la esperanza de que encontraremos las pruebas que las demuestren, y esto no pertenece al campo de los moralistas. Tal vez podría decirse que el moralista no persigue los conocimientos sino la sabiduría, y, de hecho, no se ocupa de lo que es objeto de conocimiento sino de lo que es objeto de percepción intuitiva, algo que no podemos conocer. Pero es dudoso si perseguir la sabiduría es más fructífero que perseguir la felicidad. Los pocos moralistas que he conocido no parecen haber tenido mucho éxito en ninguna de las dos cosas, mientras que algunos naturalistas, como sir Humphrey Davy…
Stephen continuó hablando y terminó su larga, larga oración, pero un buen rato antes de acabar le pareció que Jack Aubrey estaba ideando un chiste.
—Entonces, supongo que a ti y a sir Humphrey se os podría llamar inmorales —dijo con una sonrisa tan amplia que su cara enrojeció y entre sus párpados sólo quedó una pequeña abertura por donde se veían titilar sus ojos.
—Es posible que haya algunos tipos cortos de alcances que traten de hacer un burdo juego de palabras como ése —dijo Stephen—. Y también es posible que haya algunos de pocas luces que, si el alcohol les aviva mucho el ingenio, llamen al profesor Graham antinatural.
El capitán Aubrey permaneció en silencio unos momentos, esforzándose por contener la risa (pocos hombres disfrutaban más con sus propias ocurrencias), y después, sonriendo todavía, dijo:
—Bueno, de todas formas, espero que sea un agradable compañero. Me figuro que un científico antinatural y uno inmoral podrán pasarse horas discutiendo. Eso será el asombro de los marineros, ¡ja, ja, ja!
—Apenas hemos cruzado una docena de palabras. Creo que es reservado, y un poco sordo. Y aunque todavía no he podido formarme una opinión sobre él, supongo que será un hombre docto, ya que va a ocupar una cátedra en una respetable universidad. Me parece que he visto su nombre en una reciente edición de la Ética a Nicómaco.
—¿Y qué te parecen los otros, los verdaderos pastores?
Generalmente, ellos no contrastaban su opinión sobre los compañeros de Stephen, los hombres que compartían con él la cámara de oficiales. Jack no había dicho, por ejemplo, que estaba muy disgustado porque le habían enviado al teniente Somers en vez de uno de los dos que había solicitado, y tampoco que estaba convencido de que el joven se encontraba en Plymouth desde hacía días y, sin embargo, se había presentado a bordo cuando se había terminado la dura tarea de preparar el Worcester para hacerse a la mar. Pero los pastores no pertenecían a la tripulación sino que eran pasajeros, y se podía hablar de ellos, así que Stephen hizo una breve descripción de todos. Uno era un párroco de un condado del oeste de Inglaterra, un hombre enfermo que tenía la esperanza de recobrar la salud en el Mediterráneo, donde se encontraba su primo al mando del Andromache. Y respecto a eso, Stephen comentó: «Espero que pueda llegar allí. Pocas veces he visto casos de caquexia como el suyo». Los demás eran clérigos sin beneficio. Dos de ellos habían trabajado de profesor ayudante en escuelas para jóvenes nobles, pero habían pensado que cualquier otra vida, incluso la vida a bordo de un barco, era mejor que ésa; otros dos habían intentado vivir de su pluma durante largo tiempo, aunque sin éxito, y estaban extremadamente delgados y andrajosos; otro venía de las Antillas y estaba arruinado porque había inventado un aparato defecador de doble fondo.
—El aparato sirve para purificar azúcar, y, al parecer, sólo es necesario invertir un poco más de dinero en su construcción para hacerse de oro, de modo que cualquier caballero que pueda emplear algunos cientos de guineas en ello obtendrá grandes beneficios en muy poco tiempo. Pero, amigo mío, ¿vamos a atacar la pieza del pobre Scarlatti o nos vamos a quedar sentados aquí hasta el día del Juicio, como si nos detuviera la falta de viento, lo mismo que a nuestra pobre carraca?
—No perdamos ni un minuto más —dijo Jack, cogiendo el arco—. Empecemos el ataque.
Durante los días grises que siguieron, la lluvia no cesó ni un momento y el viento sopló con gran intensidad, provocando una marejada tan fuerte que el Worcester, en el resguardado fondeadero, cabeceó y se balanceó con inusitada violencia, provocando que la mayoría de los chaquetas negras dejaran de sentarse a la mesa en la cámara de oficiales y que ya no llegaran visitas al barco. Pero el martes por la tarde el viento roló al este lo suficiente para que el Worcester fuera a remolque hasta el Sound. Allí el capitán ordenó a los que no eran verdaderos marineros bajar a la cubierta inferior y a los marineros permanecer en cubierta y largar todas las velas de estay y tirar de las brazas para orientar las gavias de manera que quedaran tensas. Entonces el navío hizo rumbo a la punta Penlee, la dobló navegando tan próximo a la costa que todos los que estaban en el alcázar contuvieron la respiración y Stephen se maldijo a sí mismo, y después viró hasta que tuvo el viento por la aleta de babor, largó las mayores y, ya con todo el velamen desplegado, se adentró en el canal. Era el primer navío que salía de Plymouth desde que se había desatado la tempestad, sin contar el guardacostas.
—El capitán tiene mucha prisa —dijo Somers a Mowett.
En ese momento Jack estaba observando la borrosa silueta del cabo de Rame a través de la lluvia y poco después se fue abajo apresuradamente.
—Espera a que termine de pasar revista —dijo Mowett—. Haremos prácticas esta noche, y tendrás que disparar tus cañones muy rápido para poder complacerle.
—Bueno, eso no me asusta, porque me parece que sé cómo hacer correr a mis hombres —replicó Somers.
Efectivamente, Jack tenía mucha prisa, no sólo porque en todo momento deseaba estar navegando (sobre todo ahora, porque quedaría fuera del alcance de los abogados y, además, evitaría que le cargaran con un convoy), sino también porque sabía que había muchas probabilidades de que apresara un barco francés, ya que la escuadra de Brest se había retirado de su puesto y algún corsario podría haber aprovechado su ausencia y el viento del este para salir al océano con el propósito de capturar mercantes británicos. Y si tenía suerte, podría incluso apresar una potente fragata francesa, pues, aunque todas las que conocía eran más veloces que el Worcester (que, además de adolecer de falta de belleza y de respuesta a las maniobras, era lento), en una andanada del navío, las balas disparadas por los cañones largos solamente tenían un peso conjunto de 721 libras, lo que le permitía inutilizar una fragata que se encontrara a considerable distancia, a condición de que se apuntaran bien los cañones y se dispararan con rapidez.
Tenía mucha prisa, pero también alegría. Se había demorado en hacerse a la mar mucho menos que en otras ocasiones, a pesar del tiempo que había perdido cambiando los mastelerillos del navío por otros que le gustaban más; gracias a la amabilidad de Fanshaw y al esfuerzo de Mowett, tenía una tripulación de 613 hombres, sólo 27 menos que el número de tripulantes que oficialmente le correspondían al Worcester, y en ella había mayor cantidad de verdaderos marineros de lo que esperaba; y aunque a causa de su debilidad iban a bordo del navío, como era habitual, un grupo de cadetes muy jóvenes, varios guardiamarinas inútiles y un teniente que no le era simpático, le parecía que, en conjunto, las cosas le habían salido bien.
Bajó a la cubierta inferior, acompañado del primer oficial y el condestable, y sintió de nuevo aquel conocido hedor, una mezcla del olor del limo que cubría las cadenas del ancla, el del agua de la sentina, el de la madera mohosa y el del sudor de los marineros que no se habían lavado al terminar su duro trabajo. Allí dormían apretujados más de quinientos marineros, y como había sido imposible abrir las portas y llevar los coyes a la cubierta superior durante más de una semana, el hedor era más fuerte de lo habitual aunque sólo quedaban en el recinto un puñado de hombres de tierra adentro, que estaban completamente mareados y parecían muertos, y unos cuantos lampaceros. Pero Jack no se fijó en ellos, ni tampoco en el hedor, que formaba parte de su vida desde la infancia. Tenía la atención puesta en las principales piezas de artillería del navío, los imponentes cañones de 32 libras que formaban una fila de proa a popa junto al costado. Pesaban en conjunto tres toneladas y, aunque estaban atados fuertemente, se movían una pulgada más o menos con el balanceo, produciendo crujidos y chirridos. Puesto que el Worcester tenía un escaso número de tripulantes hasta llegar allí, Jack no había podido disparar los cañones de la cubierta inferior, pero confiaba en que podría hacerlo al final del día porque el tiempo estaba mejorando. La artillería era su pasión, y no descansaría tranquilo hasta que al menos empezara el lento y difícil proceso de adecuar la rapidez y la precisión con que disparaban los artilleros a las de su propio patrón. Caminó a lo largo de la fila con una linterna en la mano, escuchando atentamente lo que Borrell le decía de cada uno de los cañones, que ya tenían al lado el cebo, un atacador, un frasco de pólvora, un lampazo, un calzo y varios espeques, y el plan de Pullings para formar las brigadas de artilleros provisionales. Una vez más dio gracias a la Providencia por haberle dado oficiales de toda confianza y un buen número de excelentes marineros de barcos de guerra, entre los que podría encontrar al menos un buen artillero mayor y un buen cargador para cada brigada.
—Bueno, tal vez tengamos la oportunidad de hacer prácticas esta noche —dijo Jack al final de la inspección—. Espero que así sea. Podemos permitirnos hacer muchas rondas, pues, como la pólvora de Dock era una ganga, compré casi toda la que la viuda tenía en el almacén. ¿Ya ha llenado muchos cartuchos, señor Borrell?
—¡Oh, sí, señor! Pero no pude evitar mezclarla, porque hay barriles que no llevan marca y otros que llevan dos o tres. No tiene granos muy finos ni está totalmente seca, y, además, la de algunos barriles olía como si estuviera preparada hace mucho tiempo y sabía muy mal. Pero no es mi intención criticar, señor.
—Estoy seguro de que no, condestable, pero espero que no pruebe mucha que contenga antimonio. Dicen que el antimonio es irritante. ¡Qué humedad hay aquí! —añadió al mirar hacia el bao situado justo encima de su cabeza, que mantenía agachada, y metió el dedo en la gruesa capa de moho que lo cubría—. Necesitamos, por decirlo así, caldear el ambiente.
—Pero buena parte de la humedad penetra por los escobenes —dijo Pullings, deseoso de encontrarle a su barco alguna virtud—. El contramaestre y sus ayudantes ya están poniendo más bolsas de lona alquitranada. En general, le entra poca agua por las junturas, señor, menos de la que yo esperaba con estas olas. Además, con los nuevos mastelerillos tiene muchas menos dificultades para navegar, y cuando se balancea no se sumergen los pescantes.
—Bueno, estas olas no lo volcarán —dijo Jack—, porque si está hecho con algún propósito, ese propósito es navegar por el Atlántico. Pero no sé cómo navegará entre las olas del Mediterráneo, que son altas y cortas y se suceden con gran rapidez. Será interesante averiguar eso, y también el efecto que produce el antimonio, es decir, el efecto que produce en los cañones, señor Borrell. Estoy seguro de que un hombre de su constitución tendrá que comerse dos galones para que le haga daño.
—Por favor, doctor, ¿qué efecto produce el antimonio? —preguntó cuando llegó al alcázar.
—Es un diaforético, un expectorante y un colagogo suave. Habrás oído hablar de la píldora de antimonio eterna, ¿verdad?
—No.
—Es una de las medicinas más económicas que se conocen. Una sola píldora sirve para muchos miembros de una familia, porque, después de que se toma, se expulsa y puede recuperarse. Conozco el caso de una que ha pasado de generación en generación, probablemente desde la época del propio Paracelso. Sin embargo, hay que usarla con cautela. Zwingerius dice que es como la espada de Iskander Bey, o sea, que es buena o mala y dura o blanda según quién la prescriba y quién la tome. Es una buena medicina si se le administra correctamente a un hombre fuerte, si no puede provocar vómitos continuos que no es posible controlar. Precisamente, dicen que su nombre significa «veneno de monje».
—Eso había oído —dijo Jack—. Pero, en realidad, me refería al efecto que tendría en los cañones si la pólvora contiene un poco.
—Desgraciadamente, no sé nada de eso, pero, haciendo una analogía, podríamos decir que los cañones arrojarán las balas con extraordinaria fuerza.
—Pronto lo veremos —dijo Jack—. Señor Pullings, creo que debemos llamar a todos a sus puestos.
Los tripulantes del Worcester sabían que iba a pasar algo, y no les sorprendió mucho ver al capitán avanzar hacia proa por el pasamano después de que terminaran de hacer zafarrancho de combate y sacaran y guardaran los cañones varias veces, mientras todos permanecían silenciosos, tensos y expectantes en sus puestos de combate, los oficiales y los guardiamarinas junto a sus brigadas y los grumetes servidores de pólvora detrás de cada cañón, vigilando los cartuchos, mientras el humo de la mecha de combustión lenta, con su aroma embriagador, se propagaba por la cubierta, y el navío, al pairo en el canal gris y desierto, se balanceaba suavemente entre las olas. Tampoco les sorprendió mucho, al llegar hasta el cañón de proa de estribor, en cuya brigada el artillero mayor era su propio timonel, Barret Bonden, ver que el capitán sacaba su reloj y decía:
—Tres rondas. Disparar cuando suba en el balanceo.
Entonces se oyó el conocido estrépito y se vieron las lenguas de fuego que lo acompañaban, y los artilleros, en medio de la nube de humo que solía formarse después, realizaron con afán, pero ordenadamente, las habituales tareas de apenas varios segundos entre descargas: limpiar los cañones, volver a cargarlos con la pólvora para las prácticas, atacar la carga, colocar la bala, elevar el cañón y ponerle el cebo. Esta brigada era la que tenía que establecer el patrón con el que se compararían las demás, y, en general, su rapidez no causó sorpresa sino profunda admiración; sin embargo, todos los tripulantes, de proa a popa, se quedaron asombrados cuando Bonden, al cabo de cincuenta y cinco segundos, acercó la mecha al cebo de la segunda carga y el cañón hizo un enorme estruendo, seguido de un penetrante chirrido que parecía antinatural, y por la boca salió un potente haz de luz blanca y brillante, en el que se destacaban los negros fragmentos de la carga.
Fue un milagro que la asombrada brigada no fuera destrozada por el cañón en su retroceso, y Jack tuvo que halar el cabo de la estrellera para evitar que éste volviera a moverse hacia fuera sin control cuando el costado bajara en el balanceo. Aunque tenía la misma expresión de asombro que los hombres que le rodeaban, enseguida la cambió por otra serena como la de un dios del Olimpo, más apropiada para un capitán, y cuando Bonden cogió el cabo y murmuró: «Lo siento, señor, no esperaba…», empezó a contar los segundos otra vez y le advirtió:
—Date prisa, Bonden, que estás perdiendo el tiempo.
Los artilleros hicieron lo que pudieron, siguieron adelante con valentía, pero ya no estaban bien coordinados, y, además, sus movimientos tenían un ritmo diferente, así que pasaron dos minutos completos antes de que lograran subir el cañón, ponerle el cebo y apuntarlo. Entonces, en una atmósfera tensa, Bonden se inclinó sobre el cañón con una expresión asustada que resultaba cómica en su rostro curtido y marcado por las batallas, y sus compañeros se alejaron tanto del cañón como les permitía el decoro, o aún más. Por fin bajó la mano, y esta vez el cañón arrojó una llamarada de color rojo intenso que produjo humo también rojo, a la vez que hizo una detonación potente, grave y musical, y la disciplina se relajó en toda la cubierta y los artilleros rieron alegremente.
—¡Silencio de proa a popa! —exclamó Jack, dándole una bofetada a un grumete servidor de pólvora que se retorcía de risa, aunque después, con voz temblorosa, añadió—: ¡Dejen de reír! ¡Guarden este cañón! ¡Que dispare el número tres cuando el costado suba en el balanceo!
Después del primer disparo del cañón número tres, que produjo un sonido apagado porque había sido cargado anteriormente con la pólvora reglamentaria, brotaron llamaradas de color verde y azul intensos. A lo largo del navío, en ambas cubiertas, se repitieron las llamaradas de exquisitos colores, las detonaciones curiosas, jamás oídas antes, y las risas de los artilleros (aunque contenidas con gran esfuerzo), y el comportamiento de todas las brigadas fue un total desastre desde el punto de vista del tiempo.
—Estas han sido las prácticas de artillería más divertidas que he visto en mi vida —dijo Jack a Stephen en la cabina de popa—. ¡Cuánto daría por que hubieras visto la cara que puso Bonden! ¡Parecía una tía solterona con un buscapiés encendido en la mano! Y contribuyeron a unir a la tripulación tanto como una batalla real. ¡Cómo se reían los marineros cuando colgaban de nuevo los coyes en la cubierta inferior! Conseguiremos que nuestro barco, a pesar de sus defectos, sea un barco feliz. Si este viento se mantiene, lo acercaré a la costa mañana por la noche para que los hombres rompan algunos cristales.
Durante su larga carrera, el capitán Aubrey había comprobado que ninguna práctica con los cañones era tan efectiva como la que consistía en disparar a un objetivo fijo en tierra, sobre todo si éste tenía ventanas. Hasta que los artilleros estaban adiestrados, desperdiciaban muchas balas en los combates, y aunque disparar a los barriles colocados a cierta distancia por los botes era una forma de practicar muy buena (infinitamente mejor que sacar y guardar los cañones sin dispararlos, como hacían en muchos barcos), no proporcionaba la emoción de enfrentarse a un peligro real ni la enorme satisfacción de destrozar una propiedad valiosa y bien defendida; por eso, siempre que las circunstancias lo permitían, acercaba su barco a la costa enemiga para atacar con sus cañones algunos de los numerosos puestos pequeños y baterías que habían sido establecidos a lo largo del litoral para proteger los puertos, los estuarios y cualquier otro lugar donde pudieran desembarcar los aliados. Ahora que el viento había rolado al norte y todo parecía indicar que seguiría haciéndolo en esa dirección, después de determinar la posición del navío mediante dos mediciones lunares precisas, Jack cambió el rumbo de tal manera que avistarían la isla de Groix poco antes del alba. Durante la guardia de media se formó una espesa niebla que no permitía ver la luna ni mucho menos las estrellas, pero él estaba seguro de que sus cálculos eran exactos, pues los había comprobado por medio de sus tres cronómetros, y pensaba que en el trayecto probablemente encontrarían un barco corsario que hubiera escapado de Brest o incluso una fragata con patente de corso, y que, en caso de no encontrar ninguno, al menos podría proporcionarle a su tripulación una amplia selección de puestos que atacar.
Poco antes de que sonaran las dos campanadas en la guardia de alba, Jack subió a cubierta. Todavía no habían llamado a los lampaceros, y la rutina nocturna continuaría aún durante cierto tiempo antes de que empezara la limpieza de las cubiertas y se oyera el ruido de los fragmentos pequeños y grandes de piedra arenisca. Las olas habían disminuido de tamaño, y como la isla de Ouessant, que ya estaba lejos por popa, aún servía de protección al navío, el viento, que llegaba por la aleta de estribor, no hacía más que un monótono murmullo entre la jarcia. El navío navegaba ahora sólo con las mayores y las gavias desplegadas. Aunque Pullings ya no hacía guardia desde la llegada de los otros tenientes, ahora estaba en el pasamano de babor hablando con Mowett, y ambos miraban hacia el sureste por sus catalejos de noche.
—Buenos días, caballeros —dijo Jack.
—Buenos días, señor —dijo Pullings—. Precisamente ahora estábamos hablando de usted. A Plaice, el serviola del castillo, le pareció ver una luz, y entonces Mowett mandó a un marinero de vista aguda al tope del palo, pero él no pudo distinguir nada. A veces nos parece ver algo cuando el costado del barco se eleva en el balanceo, y nos preguntábamos si debíamos avisarle a usted. No puede ser el faro de la isla de Groix.
Jack cogió un catalejo y trató de ver a través de él durante un rato.
—¡Maldita niebla! —murmuró, frotándose los ojos, y volvió a mirar por el catalejo.
Dieron la vuelta al reloj de arena de media hora; sonaron dos campanadas; los centinelas gritaron: «¡Todo bien!»; el guardiamarina de guardia recogió la corredera e informó: «Cinco nudos y una braza, señor, con su permiso», y lo escribió con tiza en una tablilla; un ayudante del carpintero informó que había cuatro pies y cuatro pulgadas de agua en la sentina (al Worcester le entraba mucha agua); Mowett ordenó: «Cambio de timonel. Que los marineros del castillo reemplacen a los de popa en las bombas. Llamen a los lampaceros».
—¡Allí, señor! —exclamó Pullings—. No, más cerca.
En ese momento el serviola del castillo y el del tope del palo gritaron:
—¡Barco por el través de babor!
La noche estaba a punto de extinguirse y ya se habían empezado a formar claros en la niebla, por donde se veía un fanal de popa, una luz en el tope de un palo y, además, la fantasmal silueta de un barco que estaba a menos de dos millas de distancia y navegaba a la cuadra en dirección sur. Jack tuvo apenas suficiente tiempo para ver que sus tripulantes arriaban la juanete de proa antes de que el barco desapareciera.
—¡Atención todos los marineros! —exclamó—. Apaguen los faroles. Arríen la cangreja, la juanete mayor, la juanete de proa, la trinquetilla y el fofoque. Despierten al oficial de derrota.
Entonces miró la tablilla con los datos de la corredera y bajó apresuradamente a la cabina de trabajo del oficial de derrota, donde había desplegadas varias cartas marinas y estaba marcado el rumbo del Worcester hasta la última vez que se había determinado su posición. Enseguida, maloliente y con el cabello en desorden, llegó corriendo Gill, que era un hombre taciturno, pero un excelente navegante y un experto en la navegación por el canal, y entre los dos determinaron la posición del navío. Lorient estaba situado por estribor, y la isla de Groix podría verse por la amura de estribor cuando amaneciera. Y si el tiempo mejoraba, podrían ver incluso la luz de su faro antes del amanecer.
—¿Es un barco importante, señor?
—Creo que sí, señor Gill —respondió Jack y salió de la cabina.
En realidad, estaba seguro de que lo era. Sin embargo, no quería desafiar al destino diciendo que la embarcación que había visto tenía que ser una potente fragata o incluso algo mucho mejor, un barco de línea que trataba de entrar furtivamente en Rochefort, pero, en cualquier caso, un barco de guerra, y, por supuesto, francés; no quería perder la gran ventaja que el Worcester tenía sobre la escuadra que hacía el bloqueo.
Las cubiertas se llenaron rápidamente de marineros torpes, aturdidos y a medio vestir que habían sido sacados bruscamente de su descanso de pocas horas y que, sin embargo, se reanimaron cuando oyeron que había un barco a la vista.
—Es un barco de dos cubiertas, señor —dijo Pullings con una alegre sonrisa—. Sus hombres arriaron la juanete mayor poco antes de que volviera a desaparecer.
—Muy bien, señor Pullings —dijo Jack—. Haga zafarrancho de combate. Mande a todos a ocupar sus puestos silenciosamente, pero sin toque de tambor ni gritos.
Estaba claro que el barco desconocido, que ya se veía borrosamente a través de la niebla de vez en cuando, había disminuido vela porque iba a guiarse por la luz del faro de Groix, y eso era una prueba más de que probablemente se dirigía a Rochefort o a Burdeos, pues si su destino hubiera sido Lorient ya habría puesto proa a la costa hacía una hora.
Por el este apareció la luz en el cielo, y Jack se quedó en la cubierta mirando por el catalejo y pensando en lo que debía hacer en medio de un extraño silencio, pues los artilleros, que ya rodeaban los cañones, susurraban, éstos no hacían ruido al salir por las portas y las órdenes se daban en voz baja. Entonces oyó un ruido que venía de abajo, el ruido que hacían el carpintero y sus ayudantes al derrumbar las cabinas para dejar libre el espacio entre la proa y la popa, y después el grito de un pastor al que habían despertado inoportunamente salió por la escotilla, que unos marineros estaban cubriendo con pedazos de fieltro que después humedecían.
También había la posibilidad de que el barco desconocido fuera un navío cargado de pertrechos o un transporte, y en cualquiera de los dos casos se dirigiría a Lorient en cuanto viera el Worcester. Jack notó con gran preocupación que el barco navegaba a una considerable velocidad sólo con las mayores y las gavias desplegadas, lo que indicaba que tenía los fondos limpios, y seguramente aventajaría al Worcester cuando llevara todas las velas desplegadas. Pero si era la clase de barco que esperaba y si tenía intención de luchar, debía arrastrarlo hasta un lugar al sur de Lorient en el cual tuviera el puerto a sotavento, porque desde allí, con ese viento, le sería imposible llegar a él y ponerse bajo la protección de sus potentes baterías. Sin duda, eso significaría jugar a las bochas con los franceses durante un rato, y aunque no eran los mejores navegantes del mundo, la mayoría de ellos eran excelentes artilleros, y su tripulación, en cambio, era inexperta. Entonces le dio un vuelco el corazón, pues recordó que la última vez que se habían cargado los cañones no había ordenado poner cartuchos para un combate real en lugar de los cartuchos para las prácticas, pero, a pesar de que eso iba en contra de sus normas, no tenía importancia porque había observado que la pólvora de colores lanzaba las balas con tanta fuerza como la mejor pólvora del Rey. Con todo y con eso, tan pronto como el barco desconocido se hubiera alejado una milla más por sotavento y estuviera demasiado lejos para llegar a Lorient, se acercaría a él. Tenía una enorme ventaja, porque su navío estaba preparado para la lucha. Ya los marineros habían hecho zafarrancho de combate y sacado los cañones y ahora todos se encontraban en cubierta, y Pullings ya había colocado los botalones de las alas y las vergas sobrejuanetes. Sería extraño que las carreras y el desorden posteriores a la sorpresa que habría en el barco francés duraran menos de siete u ocho minutos, los que se necesitaban para adelantar aquella milla; sería extraño que no lograra abordarse con el barco francés, sobre todo porque la isla y los peligrosos bancos de arena que había en sus inmediaciones se interponían en su ruta.
—Señor Whiting, prepare la bandera francesa y un mensaje con el número setenta y siete. También prepare otras banderas de señales para dar una respuesta cualquiera a su señal secreta y deje que se enreden en las drizas.
La niebla se disipó, y allí estaba el barco desconocido, un navío de 74 cañones, alto, robusto y hermoso. Probablemente era el Jemmapes, pero, fuera el que fuera, no era un navío que rehuía la batalla. No se notaba movimiento a bordo del navío francés, y eso era extraño, ya que el Worcester recorría ahora la preciosa distancia que separaba aquél de Lorient y se le acercaba con rapidez por la aleta de estribor. De repente, Jack se dio cuenta de que todos los tripulantes franceses miraban atentamente hacia la isla de Groix, esperando ver la luz de su faro. Entonces pudo verse claramente la luz, que parpadeaba, y los tripulantes largaron las juanetes, y mientras cazaban las escotas, alguien divisó el Worcester. Enseguida Jack oyó el toque de varias trompetas a bordo del navío francés y el atronador redoble de un tambor y, como sus ojos estaban acostumbrados a la penumbra, incluso sin catalejo pudo ver cómo los tripulantes corrían de un lado a otro de la cubierta. Después de unos momentos, fue izada la bandera en el navío francés y éste viró para interceptar la ruta del Worcester.
—Vire treinta grados —ordenó Jack al oficial de derrota, que gobernaba el navío, porque eso les haría desplazarse más hacia el sur—. Señor Whiting, ice la bandera francesa, por favor. Señor Pullings, coloque los faroles para la batalla.
En el navío francés también se colocaron faroles para la batalla y por las portas iluminadas asomaron los cañones. Luego el navío se identificó e hizo la señal secreta. La respuesta del Worcester fue lenta y evasiva y no logró engañar al enemigo más que escasos momentos; sin embargo, durante esos escasos momentos, ambos navíos se desplazaron un estadio[10] más hacia el sur, por lo que, dentro de muy poco tiempo, el Jemmapes (pues el navío francés era el Jemmapes) ya no podría llegar a Lorient navegando de bolina. Pero su capitán no había dado muestras de que ése era su deseo, sino todo lo contrario, pues se alejaba de la costa con valentía y era obvio que estaba decidido a entablar un combate cuanto antes. Parecía que había oído la máxima de Nelson: «No importan las tácticas, lo que importa es atacar con decisión».
En otro tiempo Jack se hubiera aproximado al Jemmapes de una forma muy parecida, pero ahora quería estar completamente seguro de cuál sería su comportamiento. Con el propósito de que el navío francés se situara a barlovento, hizo virar el Worcester otros veinte grados, y luego se puso a observar cómo avanzaban los dos navíos, que surcaban el mar formando grandes olas de proa. Vio que los tripulantes del Jemmapes subían los coyes a la cubierta y que en el combés y el castillo había gran agitación, y pensó que si él estuviera en el lugar de su capitán, si estuviera al mando de un barco con excelentes características para la navegación y con los fondos limpios, habría esperado a que sus hombres estuvieran ya colocados; sin embargo, el navío francés avanzaba lo más rápido que podía y Jack se dio cuenta de que era más veloz de lo que había pensado, extraordinariamente veloz. Después de recorrer la milla crucial, aprovechando la ventaja que le llevaba al navío francés por tener el viento a su favor y estar preparado, debía acercarse a él con la mayor rapidez posible, debía acercarse y pasar al abordaje. Nunca había visto fallar esto. En la cubierta del Worcester ya estaban colocados y abiertos los baúles que contenían las pistolas, los alfanjes y las terribles hachas de abordaje.
Jack vio una llamarada en el cañón de proa del navío francés, luego una nube de humo que se movió hacia la proa y después un blanco surtidor que brotó de las aguas grises a bastante distancia de la amura de estribor del Worcester.
—Ice nuestra bandera, señor Whiting —ordenó, enfocando el alcázar del enemigo con su catalejo, y luego gritó—: ¡Atención cofa del mayor! ¡Icen el gallardete!
Vio que el Jemmapes empezaba a virar para que la batería del costado quedara frente a su navío. Lo vio virar poco a poco hasta que lanzó una devastadora descarga que sólo un barco nuevo y robusto podía disparar y quedó oculto hasta la altura de las gavias por una nube de humo. Los cañones habían sido apuntados correctamente; sin embargo, los artilleros habían disparado un poco antes de que el costado alcanzara la máxima altura en el balanceo, y las balas cayeron muy juntas, pero en el mar, a cien yardas del Worcester. Una docena de ellas llegaron a bordo de rebote y destrozaron el cúter azul, abrieron un agujero en la vela mayor y desprendieron algunas poleas, que cayeron en la cubierta justo detrás de Jack (sus hombres habían tenido tiempo de poner la red protectora). Se oyeron gritos en el castillo y el combés, y muchos miraron hacia popa esperando la orden de hacer fuego. Al borde de su campo visual vio a Stephen de pie en el saltillo del alcázar, con camisa de dormir y calzones. Rara vez el doctor Maturin iba a la enfermería a ocupar su puesto antes de que hubiera heridos que atender. Pero Jack Aubrey no se encontraba en disposición de conversar porque estaba abstraído en sus reflexiones, concentrado en el análisis de todos los aspectos de la inminente batalla y trataba de determinar las posibles variables, el punto en que iban a converger los dos rumbos, la solución de los innumerables problemas que precederían al momento culminante del combate, cuando todos estarían expectantes. En esas circunstancias, en las que Stephen había visto a su amigo muchas veces, Jack parecía un extraño, alguien ajeno a lo que le rodeaba y muy distinto al compañero alegre y no demasiado sensato que conocía tan bien, pues tenía una expresión adusta, aunque tras ella se advertía una inmensa alegría y estaba sereno, aunque su mirada reflejaba vitalidad y determinación.
Había pasado un minuto. Seguramente los franceses ya estaban atacando la carga en los cañones para disparar la segunda andanada. Tendría que soportar dos o tres descargas más, y disparadas a corta distancia, antes de poder llevar a cabo su plan, pero una tripulación llena de energía detestaba no poder responder cuando le disparaban.
—¡Una más! —gritó Jack—. ¡Una más y después les darán su merecido! ¡Esperen la orden de hacer fuego y entonces disparen a las cofas sin parar! ¡No fallen ni un disparo!
Por todo el barco se empezaron a oír gruñidos, y después, el rugido de los cañones del barco francés y, casi en el mismo momento, el estrépito producido por las balas al alcanzar el casco del Worcester, los pedazos de madera desprendidos que volaban por la cubierta y los trozos de aparejo que caían desde lo alto de la jarcia.
—No haga eso, joven, porque su cabeza podría quedar en la trayectoria de una bala —dijo Jack al pequeño Calamy, que se había doblado cuando una bala atravesaba la cubierta.
Miró a su alrededor y comprobó que no había daños importantes. Se dispuso a dar la orden de disparar, pero, en ese momento, uno de los puños de la vela mayor, que estaba agujereado, se rajó.
—¡Apagar la vela! ¡Apagar la vela! —gritó, y enseguida la vela dejó de dar gualdrapazos—. ¡Virar cuarenta y cinco grados a estribor!
—Cuarenta y cinco grados a estribor, sí señor —dijo el timonel.
Entonces el Worcester, describiendo una amplia curva, se colocó con los cañones frente al navío francés. Como las olas llegaban por la proa, tenía un fuerte cabeceo, pero no se balanceaba.
—¡Esperen la orden! ¡Apunten a las cofas! ¡No fallen ningún disparo! ¡Al oír la orden, disparen de proa a popa!
El viento susurraba en la jarcia. Probablemente los franceses estaban sacando otra vez los cañones, y Jack pensaba que ése era el momento de sorprenderlos. Debía disparar una batería para ponerlos nerviosos y ocultar su navío tras una nube de humo.
—¡Apunten! ¡Fuego! —gritó.
Los cañones hicieron fuego uno tras otro de proa a popa, con un ruido atronador, y una ráfaga de viento formó remolinos en el denso humo rojo, verde, azul y naranja con manchas grises sobre las que se destacaban llamas fantasmales de vivos colores. Jack saltó a la batayola y trató de ver a través de la nube irreal, pero era impenetrable. Y la respuesta del Jemmapes no llegaba.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó en voz alta mientras a su espalda los artilleros se apresuraban a sacar los cañones después de limpiarlos, cargarlos y atacar la carga, y los grumetes traían pólvora desde la santabárbara.
El humo se disipó por fin, y pudo verse que el Jemmapes estaba situado con la proa hacia ellos e intentaba alejarse con rapidez, aparentemente sin haber sufrido más daño que el ocasionado por un pequeño fuego de llamas verdes que ardía en la popa. Su capitán, asombrado y horrorizado por haber visto aquellas armas secretas nuevas, había hecho rumbo a Lorient, y sus hombres ya estaban desplegando más velamen.
Los cañones ya estaban de nuevo fuera e inclinados hacia arriba quince grados. Entonces los artilleros, con furia y dando gritos, dispararon una devastadora andanada a la popa desprotegida. Pero ni el impacto de algunas balas en el casco del navío francés hicieron que éste disminuyera su velocidad ni el hecho de que los cañones del Worcester lanzaran ahora llamaradas normales indujo a su capitán a detenerlo. Y cuando Jack gritó: «¡Timón a estribor!», para empezar a perseguirlo, ya había adelantado un cuarto de milla, y en el castillo del Worcester algunos tontos comenzaron a dar vivas y a gritar: «¡Está huyendo! ¡Está huyendo! ¡Lo hemos vencido!».
El Worcester orzó, y enseguida algunos marineros tiraron de las brazas para orientar las velas y otros subieron a lo alto de la jarcia para largar las velas de estay superiores; sin embargo, la velocidad que alcanzaba navegando de bolina era de dos nudos menos que la de su presa porque no podía desplegar la vela mayor y, además, porque su quilla no formaba con la dirección del viento un ángulo tan pequeño como el de su presa sino quince grados mayor. Cuando el Jemmapes se había alejado tanto que el cañón de proa apenas podía alcanzarlo, Jack mandó dar una guiñada y disparar la última andanada, una furiosa y terrible andanada al límite del alcance de la batería.
—¡Guarden los cañones! Señor Gill, rumbo sursuroeste. Desplieguen todo el velamen —ordenó, y luego, al darse cuenta de que era de día y el sol asomaba por encima de Lorient, añadió—: Apaguen los faroles.
Mientras hablaba había notado que en el rostro de Pullings se reflejaba la decepción. En realidad, si hubieran seguido disparando como al principio cinco minutos, el Jemmapes no habría tenido la posibilidad de llegar a Lorient, y, además, por la proximidad de la isla de Groix, con sus peligrosos arrecifes, y de la costa a sotavento, y con el viento que soplaba, podían haber obligado al Jemmapes a luchar penol a penol, tanto si seguía ese rumbo como si no. Cinco minutos más y Pullings se hubiera convertido en un cadáver o en un capitán, pues en un combate en que se conseguía la victoria frente a un rival equiparable en fuerza, un primer oficial que sobrevivía era ascendido. Ésa era la única posibilidad de Pullings de conseguir un ascenso, de salir de la larga lista de tenientes, ya que no disfrutaba del favor de nadie ni tenía influencias; sólo dependía de la suerte y la habilidad de su superior. Jack Aubrey se había equivocado al juzgar la situación, y tal vez a Pullings no se le volviera a presentar una ocasión como ésa en toda su vida profesional. Jack sintió una tristeza enorme, mucho mayor que la que solía sentir al final de una batalla real, y, alzando la vista hacia el puño de la vela mayor movido por el viento, preguntó en tono grave:
—¿Cuántas bajas hemos tenido, señor Pullings?
—No hubo muertos, señor. Sólo hay tres hombres con heridas producidas por trozos de madera desprendidos y uno con el pie destrozado. Y el cañón número siete de la cubierta inferior fue desmontado. Pero siento mucho decirle, siento muchísimo decirle, señor, que el doctor está herido.