Capítulo 10
—Dos ideas pasaron por mi mente —dijo Jack sin dejar de mirar por la rendija de la pared desde donde se veía la parte occidental de la isla y las aguas donde la Surprise seguramente aparecería—. Una es que nunca he realizado una misión con tan mal tiempo.
—¿Ni siquiera cuando estabas al mando del horrible Leopard? —preguntó Stephen—. Recuerdo que entonces soportamos fuertes tormentas y ráfagas de viento… —También recordaba que habían estado varias semanas en una resguardada bahía del Antártico reparando el navío entre albatros, petreles, cormoranes de ojos azules y pingüinos, todos ellos muy dóciles.
—El tiempo era riguroso cuando navegábamos en el Leopard —dijo Jack—. Y también cuando yo era un guardiamarina del Namur, navío que escoltaba los mercantes que iban a Arkhangelsk. Recuerdo que acababa de lavarme el pelo con agua que mi compañero y yo habíamos obtenido al derretir hielo, y nos habíamos hecho el uno al otro las coletas, que eran muy largas, como las de todos los marineros de la época, ¿sabes?, y no nos la recogíamos salvo para entablar un combate… Pues bien, en ese momento nos ordenaron disminuir velamen y el viento soplaba del nornoreste con gran intensidad trayendo consigo pedazos de hielo. Subí a la jarcia para ayudar a arrizar la gavia mayor, y me coloqué en la parte de barlovento del peñol, pero pasamos mucho trabajo porque el braguero se inclinaba constantemente hacia sotavento y otro cabo se había partido. Cuando terminamos por fin y estábamos a punto de bajar, mi sombrero voló y oí un crujido justo detrás de mi oreja y luego vi que mi coleta también volaba. Estaba congelada y dura como un palo y se había partido por la mitad. Te doy mi palabra de que es cierto que se partió por la mitad, Stephen. La recogieron en la cubierta y yo la guardé para dársela a una chica a quien amaba en aquel tiempo y que trabajaba en Keppel’s Knob, en Pompey, pensando que le gustaría, pero no le gustó —dijo, y después de una pausa, añadió—: Como estaba mojada, se congeló, ¿comprendes?
—Creo que sí —dijo Stephen—. Pero, amigo mío, ¿no te has desviado un poco del tema?
—Lo que quería decir era que, a pesar de que he soportado tormentas en otras misiones, el tiempo durante esta, en conjunto, ha sido más riguroso, pues ha caído mucha más lluvia y el viento ha soplado con más intensidad. La otra idea que pasó por mi mente fue que es extraño hablar con un hombre que tiene la cara cubierta de pelo, porque no puedes saber lo que piensa realmente ni lo que quiere decir ni si dice la verdad o miente. Lo mismo pasa cuando hablas con alguien que lleva gafas oscuras.
—Te refieres al capitán Palmer, ¿verdad?
—Sí. Durante el período que estuve aquí con Martin y Colman y que tú yacías ahí indiferente a todo no quería hablar de él.
El período al que aludía eran los tres días que duró una violenta tempestad que les había obligado a permanecer en la cabaña todo ese tiempo a excepción de una hora escasa. El viento soplaba ahora con menos fuerza, y aunque la lluvia había empezado a caer otra vez, ya no era como antes, no era torrencial ni impedía ver ni respirar; los hombres caminaban por la isla recogiendo frutos que habían caído al suelo, frutos del árbol del pan, otros parecidos a castañas y cocos, la mayoría de ellos abiertos a pesar de tener la corteza dura.
—Sí —continuó—. No he podido formarme una opinión de Palmer. Primero pensé que era verdad lo que Butcher había dicho y Palmer repitió, que la guerra había terminado. Creo que los oficiales no mienten.
—¡Oh, Jack, por el amor de Dios! Tú eres un oficial y te he visto mentir innumerables veces, como Ulises. Te he visto izar banderas para engañar a los demás, banderas que indicaban que tu barco era un mercante holandés o francés o un barco de guerra español y que eras un amigo o un aliado. Todos ganaríamos el paraíso terrenal si un Gobierno, tanto una monarquía como una república, solo encargara misiones a oficiales que no mintieran ni tuvieran arrogancia, ni gula, ni avaricia, ni envidia, ni rabia ni violencia.
Jack había puesto una expresión preocupada al oír la palabra «mentira», pero la cambió al oír la palabra «violencia».
—Esos son ardides que se usan en la guerra y son legítimos. No son mentiras propiamente dichas, como decir que hay paz cuando uno sabe muy bien que no es verdad. Una mentira sería acercarse a un enemigo con una bandera falsa, lo que es apropiado, y dispararle antes de izar la bandera verdadera en el último momento, lo cual es una acción deshonrosa, propia de un pirata, y por la cual un hombre debería ser ahorcado. Quizá la diferencia es demasiado sutil para que pueda apreciarla un civil, pero te aseguro que los marinos la notan. Pero no creo que Palmer mienta, y pensé en llevarle a él y a sus hombres a las Marquesas, dejarles en libertad y hacer que los oficiales den su palabra de que no volverán a servir en su Armada hasta que sean canjeados por otros prisioneros, en caso de que haya un error o el tratado no haya sido ratificado. Aunque la captura no es más que una formalidad, quería aclarar las cosas inmediatamente. No quería comportarme cortésmente con el capitán y comer y beber con él y luego decirle: «A propósito, ¿le importaría entregarme su sable?». Así que la primera vez que hablé con él le dije que era un prisionero de guerra. No se lo dije en broma, entre otras cosas porque él es un hombre mucho mayor que yo, un hombre maduro, pero era evidente que exageraba un poco. Le dije que no le obligaría a ir conmigo a la fragata esa misma noche ni iba a poner esposas a sus hombres. Pero comprobé con asombro que se lo tomó en serio y empecé a pensar que pasaba algo raro. Recuerdo que cuando llegamos a la costa me pareció extraño que los tripulantes de la Norfolk no se alegraran de vernos aunque la guerra había terminado y éramos sus rescatadores. Eso era muy extraño.
—Dime, Jack, ¿cómo querías que respondiera el capitán cuando le dijiste que era un prisionero?
—Creo que, si en realidad se ha firmado la paz, cualquier oficial habría respondido maldiciéndome, aunque con cortesía, o juntando las manos y suplicándome que no le encerrara en la bodega ni le azotara más de dos veces al día.
—Creo que el humor que he notado tantas veces en la Armada no ha cruzado el Atlántico. Además, si la noticia es mentira, ¿eso no podría deberse al ballenero inglés? Después de todo, el capitán del Vega tenía motivos para evitar ser capturado.
El capitán del Vega puede haber mentido, naturalmente. No obstante, tengo tantas dudas que no le he hablado a Palmer de la libertad bajo palabra ni de las Marquesas ni de nada. Si todavía hay guerra, tendría que apresarles a todos, y si no lo hiciera faltaría a mi deber. No solo su seriedad me hizo sospechar sino muchas otras pequeñas cosas, y el ambiente, aunque no sé cuáles son sus motivos. Y cuando regresaba a la cabaña me enteré de que Palmer tenía en su tripulación a varios antiguos tripulantes de la Hermioney a otros desertores. ¿No te he hablado de la Hermione? —preguntó al ver la expresión de asombro de Stephen.
—Me parece que no, amigo mío.
—Tal vez no. Fue lo peor que ocurrió en mis tiempos, aunque tuvo un final glorioso. Te lo contaré brevemente. A un hombre que nunca debía haber sido nombrado capitán de navío, ni siquiera oficial, le dieron el mando de la Hermione, una fragata de treinta y dos cañones, y la convirtió en un infierno flotante. Los tripulantes se amotinaron en las Antillas y le mataron, lo que a mucha gente le pareció justificado, pero también asesinaron a tres tenientes, al sargento de infantería de marina, al contador, al cirujano, al escribiente, al contramaestre y a un guardiamarina, a quien persiguieron por toda la fragata. Luego la llevaron a La Guaira y se la entregaron a los españoles, con quienes estábamos en guerra entonces. Fue un suceso horrible de principio a fin. Pero algún tiempo después los españoles la llevaron a Puerto Cabello, y allí Neil Hamilton, que estaba al mando de mi querida Surprise y tenía excelentes tripulantes, fue con ellos hasta el puerto en las lanchas y la sacó de allí, a pesar de que estaba amarrada por la proa y la popa, protegida por dos potentes baterías y vigilada por los españoles. Recuerdo que el cirujano, un hombre extraordinario llamado M’Mullen, iba al mando de un esquife. Los tripulantes de la Surprise mataron a muchos españoles, pero la mayoría de los que se habían amotinado escaparon, y cuando España se unió a nosotros en contra de los franceses, muchos se fueron a Estados Unidos. Varios embarcaron en mercantes, lo que era una estupidez porque los mercantes eran registrados con frecuencia, y cada vez que encontraban a alguno, le ahorcaban. En todas las bases navales se conocía la descripción exacta de todos ellos, incluidos sus tatuajes, y ofrecían una enorme recompensa por sus cabezas.
—¿Y hay algunos de esos desafortunados hombres en la tripulación de la Norfolk?
—Sí. Uno de ellos se ha ofrecido a delatar a los demás si el rey le perdona y le recompensa.
—El mundo está lleno de delatores.
—Eso cambia las cosas. Palmer tiene a una veintena de antiguos tripulantes de la Hermione y a otros desertores en su tripulación. Si son capturados, los otros desertores pueden ser ahorcados o, si son extranjeros, recibir quinientos azotes, pero a los antiguos tripulantes de la Hermione les condenarán a pena de muerte, y aunque no valen mucho, Palmer tiene el deber de protegerles porque son sus hombres. Aunque solo sean nominalmente prisioneros de guerra, habrá que interrogarles y anotar sus nombres en el rol de la fragata, y seguramente les reconoceremos y tendremos que ponerles grilletes hasta que sean ahorcados; sin embargo, si hay paz, serán simplemente náufragos y podrán pasar inadvertidos entre los demás. Creo que eso es lo que él piensa.
—Tal vez esos hombres sean los que mencionaba el cándido señor Gill en la carta que encontramos en el paquebote. Recuerdo que decía: «… el paraíso de mi tío Palmer, adonde van algunos colonizadores, hombres que quieren vivir tan lejos de sus compatriotas como sea posible».
—¿Puedo entrar? —preguntó Martin, asomando por la puerta.
Llevaba una chaqueta de lona alquitranada y con una mano, que chorreaba agua, sostenía un aro de barril cubierto también de lona alquitranada que formaba una primitiva sombrilla, y con la otra mantenía cerrada su camisa, pues en el pecho llevaba varios cocos y frutos del árbol del pan.
—Por favor, cojan estos frutos antes de que se me caigan —dijo, y cuando Jack dejó de mirar por la rendija y se volvió hacia él, preguntó—: ¿No ha visto la fragata?
—No —respondió Jack—. No es posible que venga hoy. Estoy arreglando el telescopio para poder ver la mayor parte posible del horizonte al noroeste cuando llegue el momento oportuno.
—¿Es posible calcular cuánto tiempo tardará en regresar? —preguntó Stephen.
—Eso depende de muchos factores —dijo—, pero si puede avanzar un poco hacia el norte el primer día después que haya cesado la tormenta, y luego navega con el viento a treinta grados por la aleta para disminuir la escora cuanto sea posible, podrá hacer rumbo a la isla el tercer día, y posiblemente la veremos llegar dentro de una semana. ¿Me presta su chaqueta, señor Martin? Voy a ver a los marineros.
—Me encontré con el señor Butcher durante mi paseo —dijo Martin cuando el capitán Aubrey empezó a caminar por la tierra empapada del claro del bosque—. También él tiene zapatos y fue casi hasta el nacimiento del riachuelo. Se interesó por usted y dijo que estaba encantado de oír lo que le conté y que acudiría enseguida si usted volvía a sentir presión o molestias. Pero me habló de la fragata de un modo que me produjo inquietud. Según él, hay una larga cadena de islotes sumergidos a cierta distancia al oeste, una cadena bastante larga, de unas cien millas más o menos, y es casi imposible que la fragata no haya pasado por ella.
—El señor Butcher es un excelente cirujano, pero no es un marino.
—Quizá no, pero lo que dijo es lo que opinan los oficiales de la Norfolk.
—Para mí tiene más valor la opinión del capitán Aubrey que la de ellos. Sé que conoce estos arrecifes porque los mencionó cuando hablamos de la curiosa marea, y confía en que la fragata volverá.
—No sabía que los conocía. Eso es un consuelo, un gran consuelo. Ahora estoy tranquilo otra vez. Permítame que le cuente cómo fue mi paseo. Llegué hasta la parte alta donde no hay árboles, donde se puede cruzar el riachuelo por un lecho de obsidiana y tarquina, y allí encontré al señor Butcher, que está de acuerdo conmigo en que la isla es volcánica. También encontré un rascón que no podía volar, tal vez porque estaba empapado.
Toda la isla estaba empapada, saturada de agua. En las colinas donde había árboles, grandes helechos y arbustos, hubo desprendimientos de tierra y la roca se había quedado pelada, y el riachuelo que desembocaba en el desembarcadero se había convertido en un caudaloso río que arrojaba barro y desechos a la laguna.
—Jack fue hasta la margen izquierda, sorteando troncos de árboles y plantas rotas y enmarañadas, y al otro lado vio al capitán Palmer. Jack se quitó el sombrero y saludó:
—Buenos días, señor.
Palmer hizo una inclinación de cabeza y dijo que el viento iba a rolar y que quizá volviese a llover otra vez.
—Esas palabras, que en ocasiones repetían dos veces al día, fueron las únicas que se dijeron durante una semana. Fue una semana terrible, en la que llovió mucho, y aunque el riachuelo siguió siendo caudaloso, no pudieron pescar. Habían cogido todos los frutos que tenían a mano y la mayoría de los cocos y los frutos del árbol del pan se estaban estropeando debido al calor y la humedad. Los tripulantes de la Surprise se habían esforzado por deshacer cabos y preparar cañas de pescar rápidamente, pero la laguna estaba muy sucia y la mayoría de sus habitantes se habían ido, y otros habían muerto y estaban en la línea que marcaba el nivel más alto de la marea. Los tiburones grises todavía estaban allí, y era peligroso pescar con caña y red a causa de ellos, porque podían llegar adonde las aguas eran poco profundas. Pero cuando echaban las redes lo único que sacaban eran troncos, y cuando echaron al agua la lancha, lo que fue una dura tarea, y empezaron a remar, las cosas no les fueron mejor. La mayoría de los peces que pescaban los cogían del anzuelo los tiburones, y los que lograban conservar estaban hinchados, eran de color púrpura y tenían las espinas moradas, y Edwards, uno de los balleneros, y un viejo marinero que había navegado por el sur del Pacífico dijeron que tanto las espinas como la carne de los peces eran venenosas. Cuando pescaban en el arrecife en la bajamar, obtenían más provecho, pero eso también tenía sus desventajas, pues las puntas del coral y los erizos les cortaban los pies descalzos. Dos marineros fueron mordidos por morenas cuando buscaban almejas, y los que comieron un pez, similar al bacalao que había en la isla Juan Fernández, y que parecía inofensivo tuvieron sarpullido, vómitos negros y perdieron la vista temporalmente. Había muchos hombres que cojeaban, porque, a pesar de estar acostumbrados a correr descalzos por la cubierta, donde sus lisas tablas no les producían heridas (y se ponían zapatos para subir a la jarcia), las espinas, la roca volcánica y el coral les habían producido muchas.
A pesar de la lluvia, la enmarañada vegetación, impenetrable en algunos lugares, y las plantas espinosas que dificultaban caminar sin zapatos, los marineros iban de un lado a otro de la isla por hambre o por miedo. Un jueves Bonden dijo a Jack:
—Haines, el antiguo tripulante de la Hermione que iba a delatar a sus compañeros, cree que ellos lo saben y teme que vayan a estrangularle, y me ha preguntado si puede venir adonde estamos nosotros.
Jack reprimió una violenta respuesta, estuvo pensando unos momentos y dijo:
—Nada puede impedir que haga un refugio en el bosque que está aquí detrás y que se esconda en él hasta que venga la fragata.
Los que tenían zapatos, como Martin y Butcher, tenían menos dificultades para caminar, naturalmente, y ambos se encontraban a menudo. Butcher era amable y locuaz, y durante esos encuentros el pastor se enteró de que los tripulantes de la Norfolk esperaban que llegara un barco de guerra ruso que hacía un viaje de exploración por el Pacífico central o un ballenero de la media docena de ellos que habían zarpado de New Bedford y Nantucket y que pescarían en esas aguas o pasarían por allí. Pero como no tenían muchas esperanzas de que eso ocurriera, habían tratado de hacer una lancha con las tablas del barco que había naufragado para que fueran en ella un oficial y los tres mejores marineros hasta la isla Hiva-Oa y pidiesen ayuda en cuanto los vientos alisios se entablaran. A pesar de que había que esquivar los temibles arrecifes del oeste, solo tendrían que recorrer cuatrocientas millas, que no eran nada en comparación con las cuatro mil que había recorrido el capitán Bligh en aquel mismo océano. Pero tenían muy pocas herramientas, solo una pequeña caja que una ola había arrastrado hasta el arrecife, y se habían desprendido muy pocas tablas del casco, solo algunas que rodeaban las escotillas y de las que habían hecho una balsa para pescar casi inservible.
Al final de la semana, la lluvia amainó y fue más fácil cruzar la parte superior del riachuelo. Muchos más marineros pudieron ponerse en contacto con otros, y eso ocasionó el primer problema. Como los demás balleneros, Edward guardaba rencor a los que habían quemado el Intrepid Fox, y cuando se encontró con un norteamericano le dijo que era un hijo de puta y un bastardo y que no era un buen marino y, además, le golpeó con un palo que llevaba. El norteamericano no le respondió, pero le dio una patada en sus partes blandas. El carpintero y un ayudante les separaron a tiempo, y el norteamericano se fue, seguido de gritos del tipo: «¡Maldito yanqui!» y «¡Quédate al otro lado del condenado riachuelo!». A los tripulantes de la Surprise les parecía evidente que les pertenecía el territorio a ese lado del riachuelo. Aparentemente, fue considerado por todos un límite natural, pues ese mismo día, un poco más abajo, un guardiamarina norteamericano con una barba pelirroja obligó a Blakeney, que estaba al otro lado, a que lo cruzara y le dijo que si volvía a verle pescar furtivamente en sus aguas le cortaría a trocitos para usarlos como cebo.
Pero incidentes como estos no llamaron demasiado la atención, pues todos pensaban en el domingo, el día que el capitán había dicho que la fragata aparecería. Aunque durante casi toda la semana llovió tanto que estaban empapados de la cabeza a los pies, el tiempo era favorable para el retorno de la fragata, pues el viento soplaba en dirección sursureste y con tan poca intensidad que el ruido atronador de las olas que chocaban contra el arrecife exterior disminuyó.
Llegó el domingo. Los oficiales se afeitaron con la navaja de Jack y los marineros con dos instrumentos quirúrgicos y se hicieron mucho daño porque no sabían afeitarse muy bien (esa era la tarea del barbero de la fragata), pero soportaron el dolor gustosamente porque tenían la creencia pagana de que mientras más sufrieran más probabilidades había de que volvieran a ver la fragata. Para el servicio religioso cubrieron la lancha con un toldo y en el centro colocaron un atril y lo amarraron en vez de clavarlo. Jack mandó una nota al capitán Palmer en la que decía que si él, sus oficiales y sus marineros querían asistir a la ceremonia serían bienvenidos, pero Palmer no aceptó, aduciendo que muy pocos de sus hombres eran anglicanos y que ninguno estaba en condiciones de asistir a un acto público. Su respuesta fue cortés, pero verbal, ya que los tripulantes de la Norfolk no tenían papel ni pluma, y fue transmitida por el señor Butcher, quien asistió a la ceremonia, que, a pesar de la falta de libros, fue digna de elogio desde el principio al final. Entre los tripulantes de la Surprise que estaban en la isla había cinco de los mejores cantantes de la fragata, y los demás les siguieron cuando cantaron los conocidos himnos y salmos, y todos cantaron tan alto que sus voces se oían más allá de la laguna y el arrecife. El señor Martin no se atrevió a pronunciar un sermón suyo sino que volvió a decir uno de Dean Donne, repitiendo algunos fragmentos de memoria y parafraseando los que no podía recordar exactamente. Todos los presentes, excepto la veintena de norteamericanos que estaban sentados en la otra orilla, lo habían oído, y eso era ventajoso para el pastor, pues la congregación era muy conservadora. Les gustó mucho el sermón y lo escucharon con la misma atención con que miraban de un lado a otro del horizonte con el propósito de ver al menos un pedacito de las gavias de la fragata recortándose en el cielo azul.
Era extraño que tantos marineros, que sabían perfectamente que nada era seguro en el océano y que era impredecible lo que podía ocurrir en un viaje, hubieran creído la predicción que había hecho Jack, y eso quizá se debía a que pensaban que tenía algo que ver con la magia. La habían creído los marineros de ambos lados del riachuelo, y como el domingo no apareció la fragata, al menos los tripulantes de la Surprise se desanimaron. La fragata no apareció el lunes ni el martes ni el miércoles, aunque hacía buen tiempo. Jack notó que, a medida que avanzaba la semana, Palmer inclinaba menos la cabeza al saludarle, y que el viernes apenas la movió hacia delante. Un saludo podía comunicar muchas cosas, y no era necesario ser muy perspicaz para saber que los tripulantes de la Norfolk eran conscientes de que formaban un grupo cuatro veces mayor que los de la Surprise, y que sería difícil obligar a Palmer a que reprimieran su creciente animadversión. Había muchas peleas aisladas que podrían dar lugar a la violencia generalizada.
Jack se hacía muchos reproches. Pensaba que debía haber permanecido en la fragata y que su presencia en la isla no había servido para ayudar a que Stephen mejorara más que la de los demás oficiales. Se había comportado como una vieja ansiosa. Si hubiera sido necesario que bajara a tierra para hablar con Palmer, en primer lugar, debería haber prestado atención a la marea, porque, a pesar de que el huracán la había afectado, un marino inteligente podría haber advertido los signos de su larga duración y de la fuerza de la corriente en el canal; en segundo lugar, debería haber traído a un grupo de infantes de marina e incluso la carronada de la lancha. En realidad, las armas que él y los tripulantes de la Surprise tenían eran los cuchillos de cada uno de ellos, su sable, el bichero de la lancha, la daga y la pistola de Blakeney; sin embargo, los tripulantes de la Norfolk también tenían cuchillos, naturalmente.
—Creo que estás preocupado por la Surprise, amigo mío —dijo Stephen cuando estaban sentados solos fuera de la cabaña, contemplando el mar al atardecer—. Espero que no hayas perdido la esperanza de que nuestros amigos vengan.
—¡Oh, no, no la he perdido! —exclamó Jack—. La fragata es una embarcación bien equipada y navega bien de bolina, y los tripulantes son excelentes marineros. Aunque Mowett no supiera que había ese maldito arrecife, estoy seguro de que en el momento en que se partieron las cadenas evitó por instinto que la fragata se desplazara a sotavento. Y por el cambio de dirección del viento entonces, según recuerdo, y por la posición de los bancos de arena, estoy seguro de que la fragata bordeó la parte norte del arrecife. Por lo que temo es por el maldito palo mesana reparado. El señor Lamb piensa como yo y lamenta no haberle puesto brandales dobles cuando estaba a tiempo de hacerlo.
—¿La pérdida del palo mesana es algo grave?
—No, si un barco navega con el viento en popa, puesto que no necesita llevar desplegadas las velas de ese palo; sin embargo, si debe orzar y navegar de bolina, que es lo que tendrá que hacer para regresar a la isla, ese palo es esencial. Si el palo reparado se ha desprendido, la Surprise tendrá que navegar con viento en popa y Mowett hará rumbo a Hiva-Oa.
—Pero podrá regresar cuando ponga un nuevo mástil.
—Sí, pero tardará tiempo en encontrarlo, y como Lamb y sus ayudantes están aquí, le costará mucho colocarlo. Además, tendrá que navegar contra los vientos alisios y la corriente día tras día, y no podrá llegar aquí hasta dentro de un mes.
—¡Oh, oh! —exclamó Stephen con una significativa mirada.
—Así es. Y la situación aquí no se mantendrá igual durante mucho tiempo, y aún menos durante un mes.
En ese momento se oyeron voces detrás de la cabaña, y aunque el capitán Aubrey consideraba que los tripulantes de la lancha eran buenos compañeros de tripulación y buenos marineros, sabía que les gustaba escuchar detrás de las paredes. En los compartimientos estancos de los barcos de guerra esa práctica era habitual, y los marineros se enteraban de muchas operaciones mucho antes de que les dieran la orden de realizarlas y de los asuntos privados de la mayoría de la gente, los cuales comentaban después. Eso era conveniente porque hacía a la tripulación sentirse como una familia, pero, en este caso, Jack no quería que muchos se enteraran de su opinión, porque, a pesar de que ambos bandos eran hostiles el uno con el otro, los marineros pacíficos de los dos barcos, sobre todo los neutrales, se reunían en la parte alta del bosque, en una parte que consideraban tierra de nadie, para conversar.
Un finlandés dijo a un polaco tripulante de la Surprise, Jackruski, que había un gran grupo de hombres encabezado por dos tipos pendencieros que decían que los oficiales de la Norfolk, además de perder su fragata y fracasar en su misión, habían perdido autoridad, y que por esa razón los oficiales tenían dificultades para mantener la disciplina, sobre todo porque el contramaestre de la Norfolk yel severo primer oficial, a quien todos temían, se habían ahogado.
Pero esas voces eran de Martin y Butcher, que andaban juntos por un sendero. Butcher había ido a visitar al doctor Maturin y a dar un mensaje del capitán Palmer al capitán Aubrey. Dijo que el capitán Palmer le presentaba sus respetos y le recordaba al capitán Aubrey que el riachuelo marcaba el límite entre los territorios de los dos bandos, con excepción de la parte de la desembocadura que estaba en el lado que pertenecía a los tripulantes de la Surprisey por la cual los de la Norfolk pasarían sin ser molestados para llegar al extremo de la parte oriental del arrecife. También dijo que el capitán Palmer estaba preocupado porque a un pequeño grupo de sus hombres les había hecho retroceder gritándoles y arrojándoles algas marinas, y que esperaba que el capitán Aubrey tomara inmediatamente las medidas oportunas para evitar eso.
—Por favor —dijo Jack—, presente mis respetos al capitán Palmer y dígale que eso no fue un juego y que los culpables serán castigados y que, si lo desea, puede mandar a un oficial a presenciar el castigo. Además, dígale que lo lamento y que no volverá a ocurrir.
—Stephen —dijo cuando se quedaron solos—, apóyate en mi brazo y vamos hasta el lugar más alto de la isla, adonde no has ido todavía. Hay una parte plana al borde del acantilado y desde allí la vista es espléndida.
—Encantado —aceptó Stephen—. Y quizás en el camino pueda ver el rascón que no podía volar del que habló Martin. Pero es probable que me tengas que bajar sobre tu espalda, porque mis piernas están muy débiles todavía.
El rascón que no podía volar fue arrastrándose hasta detrás de un arbusto cuando oyó que los fuertes pasos del capitán Aubrey se aproximaban. Cuando ambos llegaron por fin a la plataforma de roca volcánica pudieron ver una parte del mar salpicada de blanco, de una extensión de unas treinta millas, en la que había dos bandadas de ballenas, una al norte y otra al sur, y la parte de sotavento de la isla, por donde corrían las oscuras y turbulentas aguas del riachuelo y agitaban las de la turbia laguna. Vieron también la blanca línea que formaba el arrecife y a muchos hombres que parecían tener las piernas cortas caminando por la arena.
El señor Lamb y dos de sus ayudantes estaban dando los toques finales a una pequeña casa que habían empezado a construir para ellos el desafortunado domingo, cuando esperaban la fragata y no llegó.
El joven carpintero de la Norfolk había salido de entre los árboles y, en tono amable, les saludó:
—¿Cómo estáis, compañeros?
—Bien —contestaron todos en tono apático, dejando a un lado sus herramientas y mirándole con indiferencia.
—Es posible que haya una tormenta esta noche, aunque hasta ahora ha hecho buen tiempo y no podemos quejarnos.
—Los tripulantes de la Surprise no quisieron hacer ningún comentario sobre eso, y después de unos momentos, el carpintero de la Norfolk continuó:
—¿Podrían prestarme una sierra? La mía se hundió con la fragata.
—No, compañero —respondió Lamb—. ¿Y sabes por qué? En primer lugar, porque nunca le presto las herramientas a nadie, y en segundo lugar, porque eso sería ayudar a los enemigos del rey y me colgarían de un penol si lo hiciera. ¡Que Dios se apiade de ti! ¡Amén!
—Pero la guerra terminó —dijo el carpintero de la Norfolk.
—Eso se lo dices a otro, listo —dijo el señor Lamb, poniéndose el índice derecho junto a la nariz—. Yo no nací ayer.
—El jueves me encontré a tu ayudante en el bosque, debajo de un árbol del fruto del pan —dijo el carpintero de la Norfolk señalando a Henry Choles.
—Sí, debajo de un árbol del fruto del pan —dijo Choles, asintiendo con la cabeza—. Se le habían caído tres ramas tan gruesas como el palo mayor.
—Y los dos nos saludamos y nos felicitamos porque se había firmado la paz. El cree que hay paz y es cierto.
—Henry Choles es un buen carpintero y un hombre honesto —dijo el señor Lamb, mirándole fijamente—, pero el único problema que tiene es que nació en Surrey, y no hace mucho tiempo. Joven —dijo en tono amable, volviéndose hacia el carpintero de la Norfolk—, yo navego desde antes que usted dejara de mojarse los pantalones y en tiempo de paz nunca he visto a los marineros comportarse como sus compañeros. Creo que eso es mentira y que nos la han dicho para que no les apresemos, para que les dejemos marcharse a su país y perdamos la recompensa por su captura.
—Stephen —dijo Jack, dándole su telescopio de bolsillo—, si miras a este lado del horizonte que estoy señalando verás una franja de espuma que se extiende hacia la derecha. Creo que esos son los islotes de que nos hablaron. Sería horrible navegar con ellos por sotavento de noche. Desde aquí habría que navegar con rumbo norte medio día con vientos como este.
Los vientos a que se refería eran los cálidos vientos alisios, que formaban remolinos alrededor de la resguardada plataforma y silbaban al pasar por entre las colinas que estaban detrás; soplaban con una intensidad que permitía a cualquier barco llevar las juanetes desplegadas.
—Sin embargo —continuó—, lo que realmente quería decir era esto: tengo la intención de alargar la lancha para llevarla hasta Hiva-Oa. Tengo que hacerlo muy pronto, pues de lo contrario, nos quedaremos sin ella. La animadversión aumenta cada vez más, y cuando ya no haya alimentos en la isla, obviamente, será todavía mayor. No creo que Palmer pueda controlar a sus hombres, y los antiguos tripulantes de la Hermione tienen aún más motivos que ellos para matarnos, sobre todo porque Haines les ha abandonado y saben que les ha delatado. Cada día que la Surprise tarda en aparecer se envalentonan más.
—¿Por qué quieres alargar la lancha?
—Para que todos quepan en ella. Ya estaba llena cuando te bajamos a tierra. Además, hay que alargarla para navegar en alta mar.
—¿Tardarás mucho tiempo?
—Creo que menos de una semana.
—¿Has pensado que ellos nos la podrían quitar cuando la hayas alargado o incluso antes? Sé que también ellos quieren ir a Hiva-Oa para traer un ballenero para que se lleve a sus amigos, aunque espero que Dios no lo permita.
—Lo he pensado, pero no creo que se decidan a hacerlo antes que empecemos el trabajo. Si trabajamos rápido, podremos encontrar algún medio de disuadirles de que lo hagan cuando terminemos. Lo que más me preocupa son las provisiones; necesitamos muchas porque seguramente el viaje será muy largo, ya que no tengo instrumentos. Tenemos toneles de agua para dos semanas si consumimos poca y espero que podamos encontrar unos quinientos cocos, pero no tenemos comida. Pensaba desecar el pescado que consiguiéramos, como hicimos en la isla Juan Fernández, pero no hemos podido pescar ninguno. ¿Tienes alguna sugerencia? ¿Médula de helechos? ¿Raíces? ¿Cortezas? ¿Hojas carnosas?
—Pasamos por delante de unos boniatos raquíticos cuando subíamos. Te llamé, pero tú estabas mucho más adelante, jadeando, y no me oíste. Desgraciadamente, no se desarrollan bien aquí, lo mismo que le ocurre al cangrejo de tierra, y creo que lo mejor sería alimentarnos de tiburones. No tienen un sabor muy agradable y su aspecto es horrible, pero su carne, como la de la mayoría de los selacios, es sana y nutritiva. Se pueden pescar fácilmente y, en mi opinión, se les debe cortar el lomo en tiras largas y finas y luego esas tiras se deben secar y ahumar.
—Pero, Stephen —dijo Jack, mirando hacia el barco hundido—, piensa en cuál ha sido su alimento.
—No podemos ser escrupulosos, amigo mío. Todas las plantas de la tierra, en alguna medida, tienen una parte de los innumerables muertos que ha habido desde los tiempos de Adán, y todos los peces del mar tienen una parte grande o pequeña de todos los marineros ahogados. De todos modos —añadió al ver el gesto de asco de Jack—, los tiburones son como los petirrojos, ¿sabes?, defienden su territorio ferozmente, y si pescamos uno al otro lado del canal, nadie podrá acusarnos de ser antropófagos.
—Bueno —dijo Jack—. Sin embargo, yo estoy demasiado gordo. Por favor, enséñame los boniatos.
Los boniatos estaban en la ladera de la colina más alta de la isla. El sendero que llevaba a la plataforma rodeaba la parte inferior de una cascada, y allí Stephen, después de quitar algunas piedras, le mostró varios tallos y hojas y un solo tubérculo de una forma extraña.
—No crecen bien aquí, los pobres. Lo que necesitan no es tierra reseca sino muy húmeda. Pero si subes hasta allí, es posible que encuentres los padres de estas raquíticas plantas, que seguramente tendrán grandes tallos y raíces porque crecen en un cráter, un territorio del que han salido todas ellas. Yo te esperaré aquí porque estoy muy débil. Si encuentras algunos insectos, mételos dentro de tu pañuelo, por favor.
Stephen se sentó y unos momentos después, con emoción y con la misma alegría que sentía cuando era niño, vio que el rascón que no podía volar caminaba hasta un claro del bosque. Lo vio extender una de sus hermosas pero inútiles alas, rascarse, bostezar y luego seguir andando, y él volvió a respirar tranquilamente.
Jack subió por las rocas, recogiendo boniatos de vez en cuando. Donde nacían las plantas, los boniatos eran más raquíticos y de formas más extrañas, y se parecían a las patatas que él cultivaba en su huerto. Pero siguió subiendo, animado por la idea de Stephen de que en lo alto había un cráter y porque recordaba haber visto otras veces inmensos tubérculos que eran insípidos, pero que podían alimentar a toda la tripulación de la lancha. La cima era mucho más alta de lo que pensaba, y la lluvia torrencial que había caído recientemente había bloqueado la salida del cráter y lo había convertido en un lago, de modo que los enormes boniatos estaban bajo diez pies de agua pútrida. Pero al llegar a esa gran altura pudo ver una mayor extensión del océano. Se sentó para recobrar el aliento y miró hacia el arrecife que había al oeste, es decir, la cadena de islotes sumergidos. El horizonte estaba mucho más allá de ellos, y ahora podía verlos mejor y pudo comprobar sus dimensiones. Era realmente un enorme arrecife, y él no pudo ver ningún canal para atravesarlo. Se obligó a ser objetivo y analítico y calculó las posibilidades que tenía la Surprise de bordearlo aquella desafortunada noche. La proporción era de tres a una, y las lágrimas asomaron a sus ojos. La parte más peligrosa era la que estaba al norte y en la que había varios atolones. Miró hacia allí y pasó la vista por todo su campo visual, le pareció ver algo oscuro y cogió su telescopio. Era algo oscuro, un barco. Se tumbó en el suelo, apoyó el telescopio sobre una roca y se cubrió la cabeza con su chaqueta para evitar que le diera la luz del exterior. Supo enseguida que no era la Surprise, pero, hasta después de observarla atentamente diez minutos o un cuarto de hora, no tuvo la seguridad de que era un ballenero norteamericano que navegaba con rumbo sur. El barco estaba al oeste del inmenso arrecife, y si tenía intención de llegar a la isla tendría que bordearlo y luego virar, pero a menos que el viento aumentara, tardaría una semana en llegar. Calculó su posición y descendió por la ladera.
—Discúlpame, Stephen —dijo—, pero tengo que ir corriendo al campamento. No hay ni un momento que perder. Sígueme al paso que puedas.
—Señor Lamb —dijo en tono amable, después de recobrar el aliento—, quiero hablar con usted.
—Empezaron a caminar por la línea que indicaba el nivel más alto de la marea.
—Quiero alargar la lancha ocho pies para que podamos ir todos en ella a Hiva-Oa, donde probablemente encontremos la fragata. ¿Puede hacerlo con las herramientas y los materiales que tiene?
—Sí, señor. A menos de cincuenta yardas de la orilla podemos cortar algunos troncos que sirven para cuadernas y barraganetes.
—Quiero que lo haga enseguida, con la madera que tiene. No hay ni un momento que perder.
—Bueno, señor, creo que podré, pero eso significará derribar la cabaña del doctor.
—Le pondremos en una tienda. Pero antes de alargar la lancha debemos armarnos. ¿Podría convertir algunos maderos en picas sin que eso perjudique el trabajo?
—El carpintero estuvo pensando unos momentos.
—No puedo hacer hachas, porque debo mantener mis sierras en buen estado, pero puedo hacer picas. ¡Podría armar a las huestes de Midian si lo desea, señor! —exclamó, riéndose—. Eché un montón de clavos de diez pulgadas en la lancha y Henry Choles, pensando que me había olvidado de hacerlo, echó otro. Si se aplasta la cabeza de los clavos de diez pulgadas, se retuercen en el yunque, se calientan al rojo vivo y después se sumergen en agua, podemos hacer buenas picas. No serán como las de la Torre de Londres, pero tendrán puntas de seis pulgadas, y debido a eso tendrá poca importancia si son de Londres o locales.
—¿Tiene yunque y fragua aquí?
—No, señor, pero puedo hacer una fragua entre un par de rocas y usar esas piedras negras para formar un yunque. Sam Johnson, el ayudante del armero, que es el primer remero, es la persona apropiada para ese trabajo. Trabajó durante mucho tiempo con un cuchillero y es muy cuidadoso.
—Estupendo, estupendo. Entonces nos pondremos enseguida a hacer cuadernas y las picas. Veinte serán suficientes, porque yo tengo un sable y Blakeney tiene una daga y una pistola y seguramente no necesitará ninguna, y no creo que al señor Martin le parezca bien usar una. También necesitaremos anzuelos para pescar tiburones y los ataremos a todas las cadenas que podamos. Es mejor hacerlos antes que las picas, y es probable que den color a la luz de la fragua. Pero, señor Lamb, hágalo todo lo más discretamente posible, entre los árboles. Iremos a pescar en la lancha en cuanto los anzuelos estén listos y necesitaremos alguna armazón para secar y ahumar unas cuatrocientas libras de carne de tiburón cortada en tiras. También hay que asegurarse de que los toneles de agua no se salen. No quiero que se sienta agobiado, señor Lamb, pero no hay ni un momento que perder y todos los marineros deben trabajar doble turno.
Todos los marineros se sorprendieron de eso. Durante las semanas que habían pasado en Old Sodbury, solo hacían una parte del trabajo rutinario que realizaban en la fragata e iban a los bosques para buscar alimentos o al arrecife para pescar con una caña. Habían perdido la costumbre de trabajar rápidamente y obedecer órdenes de inmediato y, además, estaban molestos porque no tenían tabaco ni grog. Cuando el capitán, «bufando como un toro», según palabras de Plaice, y sacudiendo con fuerza un azote que tenía en la mano (un arma que solo usaba para castigar a los guardiamarinas en su cabina), ordenó que todos trabajaran a doble o triple velocidad, se indignaron.
—Parece que estamos en un barco-prisión —dijo George Abel, que era el primer remero cuando Johnson no estaba—. Ha dicho: «¡Rápido, malditos marineros de agua dulce! ¡Hay que obrar con rapidez!». ¿Qué le ha pasado para que hable como un negrero?
—Quizás eso le tranquilice —dijo Plaice, escupiendo a un tiburón de mediano tamaño que la lancha arrastraba y que era seguido por otros.
—¡Remar con fuerza! —gritó Bonden, y la lancha quedó varada en la playa entre crujidos.
Inmediatamente Abel bajó de ella de un salto y tiró del cabo que rodeaba la cola del tiburón, con el cual él y media docena de marineros lo habían arrastrado por el mar, y los que lo seguían se acercaron tanto para comer el último bocado que casi subieron a la superficie.
Abel y sus compañeros cortaron la cabeza del tiburón con el hacha del carpintero y levantaron la vista para ver si los demás les miraban con admiración, ya que el animal tenía un tamaño considerable y apenas había sido mordido por los otros. Pero les dijeron que ese no era momento para mirar a los demás sin hacer nada, porque no estaban en una feria, y que debían ir corriendo, corriendo adonde estaban el señor Blakeney y sus ayudantes, al noreste de la isla a recoger cocos, y que el que no cogiera al menos veinte cocos lamentaría haber nacido.
Se fueron allí corriendo y pasaron por entre los árboles, cerca de la fragua, donde los maderos chisporroteaban y el sudoroso armero, vestido solo con un delantal, daba martillazos. Se encontraron con otros marineros que tenían una expresión preocupada y venían en filas desde las ruinas de la cabaña cargados con maderos, y también con otros que traían palos rectos y sin nudos, los mejores que habían encontrado para hacer picas. Pasaron casi todo el día corriendo y sin sentarse un momento. Pero eso no era suficiente. Fueron divididos en varios grupos para hacer guardia, y cada uno pasaba parte de la noche dando vueltas a las tiras de carne de tiburón en la armazón cercana a la hoguera y cardando fibra de coco para formar una especie de estopa para calafatear la lancha. Era asombroso ver cómo los marineros, que al principio parecían adormilados, volvieron a hacer las cosas al ritmo que las hacían en la fragata, y un grupo relevaba al otro cada cuatro horas, como si la campana sonara a intervalos durante la noche. Fue conveniente que hubiera una guardia nocturna, porque a las dos de la madrugada empezó a soplar el viento del noroeste con gran intensidad y se mantuvo así durante tres o cuatro horas. Ese viento formó una fuerte marejada y estuvo a punto de apagar la hoguera y de estropear aquella carne insípida y con olor a pegamento y las tiendas recién cubiertas de brea.
El mar estaba tan agitado que entraba en la laguna por los dos canales. Cuando subía la marea, las olas rompían en la playa con un sonido sibilante, y todos los marineros sabían que contribuían a que se despedazara el casco de la fragata hundida. Generalmente, los tripulantes de la Norfolk no se levantaban muy temprano, sino poco después de haber salido el sol, cuando los de la Surprise estaban desayunando, y algunos de ellos cruzaban el riachuelo y caminaban por la marca de la marea alta para ir hasta el extremo del arrecife. Ambos grupos sabían que tenían derecho a hacerlo, pero a ellos no les gustaba pasar por allí cuando había numerosos tripulantes y oficiales de la Surprise, y muchos fingían que no les veían, aunque los dos que eran más amables y conversadores saludaban a la vez que movían el pulgar hacia arriba.
Aunque la fragata hundida no se había despedazado, y el capitán Palmer lo sabía porque un guardiamarina de barba pelirroja se lo comunicó, cada vez iban al arrecife más tripulantes de la Norfolk, pero hasta las once y media no regresaron veinte o treinta arrastrando la borda de estribor y un tablón del castillo de la fragata. En ese momento la mayoría de los tripulantes de la Surprise estaban dispersos por la isla haciendo las tareas más urgentes y los carpinteros estaban casi solos, cortando la lancha en dos con la sierra, y el señor Lamb, por necesidad, estaba tras unos arbustos. Aparte de ellos, el único hombre que había en la playa era Haines, un antiguo tonelero que se había ganado las simpatías de todos porque ayudaba mucho al señor Martin y ahora reparaba los toneles defectuosos. Haines echó a correr en cuanto vio a varios tripulantes de la Norfolk, que le gritaban: «Judas!», aunque entre ellos no había ningún tripulante de la Hermione. Pero no le persiguieron, a pesar de que hicieron ademán de correr tras él por divertirse. Otro grupo de tripulantes de la Norfolk se acercaron a los carpinteros y preguntaron qué estaban haciendo y elogiaron su habilidad y sus herramientas. Luego dijeron que dentro de poco ellos también empezarían a construir una lancha, ya que la fragata hundida se había despedazado, y hablaron durante un largo rato, a pesar de que unas veces los carpinteros les daban respuestas malhumoradas y otras, ninguna. Entonces el jefe del grupo, señalando el interior de la isla, gritó:
—¡Miren, miren!
Los carpinteros volvieron la cabeza y los tripulantes de la Norfolk cogieron una sierra, una placa de cobre de la lancha, un puñado de clavos, un par de tenazas, un taladro y una escofina y echaron a correr riendo. Recorrieron cien yardas riendo, pero entonces un hombre se cayó y perdió la escofina y otro tiró la placa de cobre para poder correr más deprisa. Choles alcanzó al que llevaba la sierra cuando ya estaba entre sus compañeros, y cuando trató de quitársela, le derribaron. Entonces los amigos de Choles fueron a ayudarle, uno con una maza de carpintero, que rompió el brazo a un marinero de la Norfolk, y el señor Lamb salió corriendo del bosque con una docena de tripulantes de la Surprise. Los marineros de la Norfolk trataron de protegerse con los tablones y luego atravesaron el riachuelo, se fueron a su territorio y dejaron la mayoría de los tablones en la orilla. Los marineros de la Surprise tenían dos hachas y una azula y habrían ido a recuperar sus herramientas si no les hubiera detenido el capitán Aubrey, que desde la colina gritó:
—¡Quietos!
Todos fueron adonde se encontraba el capitán. Los carpinteros, hablando todos juntos, le pidieron que mandara a varios hombres con picas a recuperar las herramientas.
—Señor Lamb, ¿realmente necesitan esas herramientas para continuar el trabajo? —preguntó Jack.
El carpintero estaba pálido y muy furioso, y Jack tuvo que cogerle por los hombros y sacudirle para obtener la respuesta; necesitarían la sierra al día siguiente.
—Entonces sigan trabajando hasta la hora de comer —dijo Jack—. Resolveré el problema esta tarde.
Jack comió con Stephen y Martin (una comida frugal: una rodaja de tiburón a la plancha y coco como postre). Hablaron de los pájaros que no podían volar y de la colonización de islas en lugares remotos de los océanos, pero Jack prestaba poca atención, pues pensaba en su próxima entrevista con Palmer.
Tenía que quejarse del incidente de esa mañana, porque si ocurría otro parecido podría dar lugar a una lucha sangrienta, y a pesar de que probablemente sus hombres, con las picas y las hachas, saldrían victoriosos, si las disputas continuaban, tardarían mucho (o les sería imposible) hacerse a la mar en la lancha, pues además de alargar la lancha, había que calafatearla, volver a ponerle aparejos, cargarla de provisiones y hacer mil cosas más. También tendría que resolver otro problema después, porque seguramente sus enemigos intentarían apoderarse de la lancha cuando estuviera lista, y si no podían evitarlo con las diversas estratagemas que se le habían ocurrido, confiaba en que lo harían por la fuerza, sobre todo si mantenían las picas ocultas y les atacaban con ellas por sorpresa. Su objetivo era mantener la tranquilidad durante tres días y evitar así que se dieran cuenta de que la lancha estaba lista para llevarla a la playa el jueves por la noche antes de que saliera la luna. Luego la meterían en la laguna, la alejarían de la orilla, anclarían con un rezón, colocarían los mástiles, terminarían de poner los aparejos y los tablones para formar una media cubierta y zarparían por la noche, cuando cambiara la marea. Se preguntaba si Palmer podría controlar a sus hombres, porque había perdido a casi todos sus oficiales, algunos se habían ahogado y otros habían llevado las presas a su país, y probablemente a los mejores marineros también; tal vez no tendría nadie que le apoyara. También se preguntaba si los antiguos tripulantes de la Hermione eran parte integrante de la tripulación de la Norfolk, si podrían inducir a actuar a sus compañeros y si el primer oficial, los otros oficiales que quedaban y el cirujano, que casi nunca salían de su campamento, tenían influencia sobre Palmer. Las respuestas a esas preguntas tendría que deducirlas esa tarde del rostro peludo y enigmático de Palmer.
Cuando terminaron de comer dio varios paseos por una franja cubierta de hierba que había frente a su tienda y luego llamó a su timonel.
—Bonden —dijo—, voy a ver al capitán de la Norfolk. Dame mi sombrero y mi chaqueta y acompáñame.
—Sí, señor —dijo Bonden, que estaba preparado para hacer la visita—. He afilado su sable y, además, he cogido la pistola del señor Blakeney, la he cargado y le he puesto pedernal.
—Te has preparado para un ataque, Bonden —dijo Jack—, pero vamos a hacer una simple visita matutina.
—Visita matutina —murmuró Bonden mientras sacudía la chaqueta del capitán hacia sotavento—. Me gustaría que tuviéramos una carronada.
Se metió la pistola en un bolsillo, y ya tenía un afilado cuchillo colgado del cinto y una navaja colgada de una cuerda alrededor del cuello. Luego le dio el sombrero al capitán y le siguió.
Jack quería que su visita pareciera de cortesía, y Palmer, que era un hombre educado, le respondió con fórmulas corteses; pero mientras hablaban de cosas triviales, se dio cuenta de que Palmer había cambiado mucho desde la última vez que habló con él. Era evidente que estaba enfermo, parecía mucho más viejo y estaba encogido de hombros. Estaba nervioso y a Jack le pareció que había tenido una fuerte discusión en las últimas horas.
—Señor —dijo Jack por fin—, parece que algunos de nuestros hombres han tenido una insignificante pelea esta mañana. No creo que tuvieran intención de causar daño, pero esa pelea podría haber tenido malas consecuencias.
Las tuvo: John Adams se partió un brazo. El señor Butcher le está atendiendo ahora.
—Lo siento mucho, pero al decir malas consecuencias me refería a media docena de hombres muertos a causa de la broma de un joven y una miserable sierra. Logré detener a mis carpinteros, que tenían hachas, ¿sabe?, pero no me resultó fácil, y no me gustaría verme forzado a hacerlo otra vez. Quizás haya notado que los marineros que están en tierra, cuando no tienen su barco cerca, nunca son fáciles de controlar.
—No me he dado cuenta de eso —dijo Palmer en tono malhumorado, mirando con desconfianza por debajo de sus espesas cejas.
—Yo sí —dijo Jack—, y me parece, capitán Palmer, que nuestros hombres sienten tanta animadversión unos hacia otros que la situación en que se encuentran es similar a estar sentados sobre un polvorín con una antorcha. La cosa más insignificante puede causar una explosión. Así que le ruego que les ordene que no vuelvan a hacer una broma pesada como esa y que me devuelva mi sierra. No creo que su intención fuera robarla.
En un lado de la tienda se formó una ligera concavidad, y era obvio que Palmer se había puesto en contacto con alguien que estaba afuera murmurando algo o dando un codazo.
—Tendrá su sierra de nuevo —dijo—, pero quiero que sepa, capitán Aubrey, que estuve a punto de mandar a buscarle…
—¿Mandar a buscarme? —preguntó Jack, riendo—. Eso es absurdo. Los capitanes de navío no se mandan a buscar unos a otros, amigo mío. Y por si lo ha olvidado, es usted mi prisionero de jure.
—Quería que viniera para comunicarle oficialmente que esta isla es territorio norteamericano, porque fue descubierta por nosotros, y para pedirle que usted y sus hombres se fueran al extremo de ella, donde empieza el arrecife del norte para que sus hombres no puedan impedir que recuperemos los tablones y las provisiones de la Norfolk.
—No estoy de acuerdo con usted sobre la soberanía de la isla —dijo Jack—. Además, esa es una cuestión política que no me compete. Pero sí estoy de acuerdo en que haya una mayor distancia entre nuestros hombres. Como seguramente habrá notado, estamos alargando nuestra lancha y, cuando el trabajo termine, me llevaré a mis hombres tan lejos que habrá pocas posibilidades de que haya altercados. Y a ello contribuirá que recupere mis herramientas.
—Las recuperará —dijo Palmer, y gritó una orden con convicción al principio y con voz temblorosa al final—. Las recuperará —murmuró otra vez, pasándose la mano por los ojos.
El guardiamarina de barba pelirroja las trajo todas, las tenazas, la sierra y los clavos, envueltas en un pedazo de lona; y cuando Jack decía algunas frases para mostrar su satisfacción, Palmer, con voz potente, dijo:
—Capitán Aubrey, como usted insiste en que aún hay guerra, debe estar preparado para afrontar las consecuencias de sus palabras.
—No le comprendo, señor —dijo Jack.
Pero Palmer, que evidentemente no se sentía bien, se excusó y salió de la tienda. Jack se quedó de pie en la entrada unos momentos, pidió al guardiamarina que preguntara al señor Butcher si podía ir a examinar al doctor Maturin, entregó las herramientas a Bonden y se marchó.
El sendero que iba desde la tienda hasta el riachuelo estaba flanqueado por grandes heléchos, y a su sombra había alrededor de una docena de marineros a cada lado y tras sus troncos probablemente había muchos más. Estaban silenciosos, pero cuando Jack pasó por delante de ellos pudo oír a algunos hablando en voz baja con acento inglés. Uno dijo: «Le retorcería el cuello a ese cabrón» y Jack recibió una pedrada en el hombro. Casi inmediatamente se oyó la voz metálica del guardiamarina de Boston, que resonó entre los árboles, y Jack siguió avanzando y cruzó el riachuelo por el lugar habitual.
—Señor Lamb —dijo, al llegar a la desarbolada lancha—, aquí tiene sus herramientas. Si trabaja como un héroe creo que podremos hacernos a la mar el día previsto. Puede tener ayuda de todos lo marineros que quiera para sujetar los tablones o poner clavijas.
Entre esa tarde y la siguiente la lancha volvió a tomar forma de nuevo, y el miércoles los marineros estuvieron ensamblando tablones, lijando y martillando bajo la atenta mirada del capitán. Ya estaban preparadas las provisiones para cargarlas en la lancha: redes llenas de cocos, trozos de tiburón desecado y con un fuerte olor envueltos en pedazos de lona. Sin embargo, los toneles de agua, que estaban aparte, todavía goteaban mucho. Para ocultar la lancha la cubrían con algunas velas, y Jack pensaba que era improbable que los tripulantes de la Norfolk supieran en qué estado se encontraba ya. Jack había dicho a Martin que, a pesar de que probablemente la lancha estaría lista el viernes por la tarde, no zarparían hasta el día siguiente debido a las supersticiones de los marineros, y Martin se lo contó al señor Butcher. Por eso pensaba que si los norteamericanos intentaban apoderarse de ella, no lo harían hasta el amanecer del viernes, y entonces la lancha ya llevaría horas en la laguna. No obstante, por precaución, tenía las picas a mano e hizo un disparo para demostrar que tenía muchas municiones.
Desde el lejano día en que vieron el ballenero norteamericano, había empezado un período de intensa actividad, pero ese miércoles todos trabajaron mucho más que los demás días. Con el fin de engañar a los enemigos, no iban a colocar los mástiles, pero gran parte de la jarcia podía prepararse de antemano, así que todos los marineros con destreza para alguna labor (carpinteros, veleros, calafateadores, cordeleros) trabajaron duramente a la sombra de las frondosas palmas, desnudos de cintura para arriba y tan concentrados en sus tareas que apenas hablaban.
Puesto que ni el pastor ni el cirujano eran marineros diestros para ninguna labor, les mandaron a recoger boniatos con unas bolsas de malla. Tardaron en llenarlas, pero pasaron más tiempo corriendo tras el rascón entre los arbustos, y lo persiguieron hasta que atravesó un montículo rocoso tan rápido como una perdiz y, dando un desesperado grito, dio un salto y cayó diez pies más abajo. Entonces, antes de ir a visitar al señor Butcher y preguntar por el capitán Palmer, se tumbaron de espaldas en la alta plataforma, apoyaron la cabeza en las bolsas de boniato y observaron la nube que había sobre la isla, y cómo constantemente una parte de ella se alejaba por sotavento y se formaba otra en el sureste.
—Gmelin dice que el rascón de Siberia duerme con la cabeza enterrada en la nieve —dijo Martin.
—¿Dónde lo leyó?
—En un libro de Darwin. Para describir cómo florecían las plantas en primavera, decía:
Por las blancas montañas bajan torrentes,
la hierba reverdece y las flores de color púrpura se abren.
El rascón sale de su letargo y agita sus alas con fuerza
y se eleva con la suave brisa y vuela por el cielo.
»Y después explica en una nota que se basó en lo que dijo John Gmelin, una autoridad en esa materia.
—Respeto a Gmelin, pero hay ciertos rasgos de los rascones que parecen increíbles. En la región irlandesa donde nací, el rascón de tierra o rey de codornices se transforma en un rascón de agua cuando llega el otoño y cambia otra vez en primavera. Creo que el doctor Darwin, un hombre tan respetable, no pensaba realmente que hibernase.
—¿Ha leído su libro Zoonomia?
—No, pero recuerdo un fragmento de Origin of Society que un primo mío licencioso solía recitar:
¡Contemplad la tierra y el océano! Gritad al viento
y llamad a las deidades del amor sexual.
Todas las formas de vida están basadas en ese placer
y el mundo unirá a un sexo con el otro.
»¿Cree usted, Martin, que eso es lo que están haciendo allí en la playa? Quiero decir, ¿cree que están llamando a las deidades? Sé que los marineros son devotos de ellas.
—Sin duda, están dando muchos gritos.
—Parecen gritos de alegría.
—Parece que están locos —dijo Stephen, poniéndose de pie—. ¡Oh, Dios mío! —gritó al ver a la izquierda, a menos de dos millas de la costa, un ballenero norteamericano.
—El ballenero acababa de doblar el cabo del sur de la isla y podía verse desde la costa, donde estaban amontonados los tripulantes de la Norfolk, que daban gritos de alegría. El guardiamarina de barba pelirroja y otro joven corrieron por el arrecife para advertirle que era muy peligroso el canal, donde estaba hundida la fragata. Algunos corrían de un lado a otro gritando y agitando las manos, pero una veintena de ellos corrían tras Haines, que tenía una camisa de cuadros rojos. Haines corrió por entre los toneles y los montones de leña y trató en vano de refugiarse entre los árboles y en la lancha. Los marineros le persiguieron por la playa y le alcanzaron en la orilla del riachuelo; le abrieron el vientre y le arrojaron al agua. Pero un grupo aún mayor rodeó la lancha, que los tripulantes de la Surprise intentaban desesperadamente arrastrar por la playa y echar al agua. Unos le quitaron aparejos, otros arrojaron al agua las provisiones, otros trataron de destruir los toneles tirándoles enormes piedras y otros, sin miedo a las picas ni a ninguna otra cosa, intentaban apartar a los marineros que empujaban la lancha, empujaban en dirección contraria o les arrojaban lo que tenían a mano en la playa, como algas, maderos arrastrados por el mar y trozos de coral. Algunos habían quedado fuera de combate (Jack tenía el brazo con que sostenía el sable rojo hasta el codo), pero eso no sirvió de nada, y la lancha quedó varada en la arena. Cuando esto ocurrió y ya era imposible que los tripulantes de la Surprise escaparan, los atacantes se alinearon en la playa y dieron gritos de alegría para recibir al tan esperado ballenero. Todos los tripulantes de la Surprise estaban en la lancha con sus picas para protegerla, pero se preguntaban cuánto tiempo resistirían.
A Stephen se le partió el corazón al ver aquello, y cuando miró distraídamente a su alrededor comprendió que ocurría algo extraño, sobre todo porque ahora apenas se oían gritos de alegría. El ballenero tenía mucho velamen desplegado, demasiado para entrar en la laguna, y navegaba a gran velocidad, que aumentó cuando pasó por el canal exterior. Cuando estaba a un cable de distancia del canal se le cayeron los mastelerillos de popa y de proa, como si hubieran sido derribados por un disparo, e inmediatamente orzó y uno de los tripulantes arrió la bandera. Entonces todos vieron a su perseguidor, que doblaba el cabo del sur de la isla y tenía las alas superiores e inferiores desplegadas. Los tripulantes de la Norfolk se quedaron perplejos y en silencio. El barco disparó una andanada por sotavento, sus hombres echaron una lancha al agua y empezaron a disminuir velamen gritando como locos y llenos de alegría.
—Es la Surprise —dijo Stephen y luego murmuró—: La afortunada Surprise. ¡Que Dios la bendiga!
FIN