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Me llamo Constance Schuyler Klein. La historia de mi vida empieza el día en que me casé con un inglés llamado Sidney Klein y dije adiós para siempre a Ravenswood, a Papá y a todo lo que había antes. Ahora tengo un marido, pensé, un nuevo Papá. Yo tenía intención de ser una mujer independiente. Tenía intención… en fin, de todo. Me imaginé que estaba renaciendo. Que desaparecía la voz de la burla y la desaprobación, aquella voz punzante, quejumbrosa e inquebrantablemente convencida de que yo no valía para nada, o peor, de que era innecesaria. A Sidney yo no le parecía innecesaria, y estoy hablando de un hombre que conocía mundo y que podía recitar a Shakespeare de memoria. Sidney me dijo que me quería, y cuando le pregunté por qué, me contestó que era como preguntar por qué el cielo es azul. Aquello lo cambió todo. Si antes yo recorría las calles de Nueva York con los pasos inseguros de uña extraña, ahora me regocijaba de todo lo que hasta entonces me había angustiado: las multitudes, la velocidad, los ruidos, las voces.

Los demás se dieron cuenta de mi cambio. La redactora jefa adivinó mi secreto de inmediato. Me dijo que yo estaba enamorada. Intenté negarlo, porque no se me había ocurrido que pudiera ser aquello lo que me pasaba, pero insistió. Me dijo que ella sabía qué cara tenía el enamoramiento, y yo le pregunté qué cara tenía. La tuya, me dijo, y se alejó con una sonrisa inescrutable. En otra ocasión me preguntó si estaba satisfecha con mi trabajo y le dije que sí. Pues entonces aférrate a él. Di por sentado que ella me estaba diciendo que no podía amar a Sidney Klein y mi trabajo al mismo tiempo, y le dije que sí podía, Ellen Taussig era capaz de decirlo todo con un pequeño movimiento de la ceja. Pero es que es verdad, gemí por lo bajo. ¿Por qué no iba a poder? Muchos son los llamados, me dijo ella, y me echó un vistazo por encima de sus gafas. Dice mucho de lo que yo sentía por entonces el hecho de que toda la carga de escepticismo que transmitía aquella ceja depilada y enarcada no consiguiera quebrar mi confianza.

Y entonces vino la boda.

Solo después, tras el almuerzo en el restaurante, en plena deshonra de mi hermana Iris y en plena furia de Papá, me pregunté a mí misma qué creía estar haciendo. ¿Quién me creía yo que era, una persona normal? Mi nuevo mundo se arrugó como una bola de papel arrojada a las llamas y lo único que me quedó fueron unos pocos restos calcinados y unas cuantas cenizas. Degradada y humillada como estaba, me acordé de la madre de Sidney, una mujercilla demente, reumática y contrahecha que se había presentado a nuestra boda vestida de negro. Yo era un guiñapo igual que ella. Yo era la madre de Sidney. Intenté contarle lo que me estaba pasando pero él no quiso oírlo. No encajaba con su idea de mí. Era la primera vez que yo veía esto con claridad, y al verlo me di cuenta de lo tonta que había sido al pensar ni por un instante que era posible que alguien me quisiera…

El apartamento de Sidney era grande y oscuro y estaba lleno de libros. No me gustaba. Me resultaba intimidante. Todo lo que había en él parecía indicarme que allí vivía una persona lista, una persona como era debido. Me hacía sentir que en cualquier momento descubrirían que yo era una intrusa y me desahuciarían. Estaba en un piso alto de un edificio del Upper West Side de antes de la guerra, y por las noches era muy ruidoso. Todo estaba cambiando, me decía Sidney, a medida que los antiguos vecinos se mudaban a los barrios residenciales y se instalaba la gente pobre, los negros y los puertorriqueños, los inmigrantes y los recién llegados. De la calle provenían voces ásperas, toscas y extranjeras, y tenía la sensación inquietante de vivir en dos mundos al mismo tiempo y de no encajar en ninguno ni formar parte de ellos.

Sidney había adquirido el apartamento durante su primer matrimonio, que había terminado en divorcio. De aquel matrimonio había nacido un hijo, un niño llamado Howard que ahora vivía con su madre en Atlantic City. Sidney iba a menudo a verlos y estaba claro que le tenía mucho cariño al chaval, pero yo no tenía ganas de conocerlo. Prefería que Sidney no me hablara de él. Howard ya tenía madre. Entretanto, a mí me preocupaba cada vez más la cuestión de por qué me había elegido aquel hombre como esposa. Cuando se lo preguntaba, me contestaba en broma. Me decía que me había visto tan confusa en aquella fiesta literaria de Sutton Place que le había parecido que debía rescatarme antes de que yo me pusiera a gritar.

Luego fui feliz durante una temporada, o por lo menos todo lo feliz que se podía ser dadas las circunstancias. Sidney ocupaba los márgenes de mi jornada. Era el hombre con el que me despertaba por la mañana, a cuyo lado regresaba por la tarde después del trabajo y con quien me acostaba por la noche. Pero yo ya no estaba en paz mentalmente, y cada vez me sentía más incómoda con los términos del matrimonio que él había establecido. No entiendo cómo sucedió, y traté de no obsesionarme con ello, pero empecé a sospechar que había cometido una equivocación, y que nada de aquello era para mí, que en realidad era para otra persona. Una de las dificultades que yo había previsto al proponerme matrimonio Sidney era que él era mucho más culto que yo, y al cabo de un tiempo es cierto que aquello se volvió irritante. Pobre Sidney, le encantaba enseñarme cosas. Quería darme todo el conocimiento que poseía y le molestaba que no le agradeciera su generosidad. Yo le dije que ya me habían educado.

—¡Ja! —gritó él. Se inclinó hacia delante en su asiento. Tenía la mirada inflamada de desdén—. Conque eso crees, ¿eh?

Aquello fue cruel y me hizo daño. Era exactamente la clase de cosa que diría Papá. Sidney prefería a las alumnas que después de un rato de discusión se echaban atrás, pero aquella vez no me eché atrás, ya estaba harta de que me hablara de aquella manera. Fue nuestra primera pelea de verdad y a mí me asustaron mucho las cosas que solté. Le dije que era un viejo y que estaba demasiado gordo y que había sido cruel al obligarme a casarme con él. Más tarde lo abracé con fuerza en la cama, horrorizada por lo que le había dicho. Él me reconfortó, Me dijo que en realidad mi deseo imperioso de desafiarlo era una expresión de amor. Yo me aferré a aquella idea, pero más tarde me di cuenta de que no me la creía. No se lo dije, pero aquello confirmaba mi sospecha de que en realidad a Sidney no le interesaba quién fuera yo, solo el hecho de que me amoldara a la imagen mental que él se había formado de mí. A veces me sentía como un fantasma en aquel apartamento.

En otra ocasión me preguntó si podía leer unas galeradas para él.

—¿Qué pasa, te crees que yo no tengo trabajo? —le dije.

—Te pagaré.

«Te pagaré». Estaba empezando a entender por qué había aceptado casarme con él. Papá nunca me había dado lo que a mí me hacía falta y yo creía que era culpa mía. Los hijos siempre asumen la responsabilidad de lo que les ha caído encima, sea bueno o malo. En mi caso, malo. Y desde el momento en que conocí a Sidney, había querido tenerlo a él de padre, para poder empezar otra vez desde cero. ¡Pero eso era imposible! ¡Era una idea absurda ya de entrada! Qué tonta fui al pensar que podría haber sido distinto, Pero para cuando me di cuenta ya era demasiado tarde, yo ya era la señora Klein. O la señora Schuyler Klein.

Otro problema era que él daba por sentado que yo compartía su impaciencia por formar una familia. No sé por qué me resistía tanto a la idea. La mayoría de las mujeres quieren tener hijos, ¿por qué yo no? Tal vez estuviera relacionado con las exigencias sexuales de él. Yo no me oponía terminantemente a la idea, me refiero a la idea de tener un hijo, pero ahora sí creo que la situación era una expresión más de la lucha de poder que se estaba convirtiendo en un constante susurro disonante de fondo en el matrimonio. Sidney escribía, daba charlas y a menudo viajaba a seminarios: era un hombre ocupado y estaba muy solicitado. ¿Qué pasaría si hubiera un niño en el apartamento? Yo sabía lo que pasaría: que me tocaría renunciar a mi trabajo, y no estaba preparada para dejarlo. Recuerdo que una vez le pregunté si su padre había ayudado en la casa. Él me contestó que no, que su padre dejaba las tareas domésticas a las mujeres. ¿Y por qué él era distinto?

—Porque lo he pensado detenidamente.

Él lo pensaba todo detenidamente. A veces me agotaba de tanto pensar. Tenía una mente precisa y lógica que funcionaba con una rapidez impresionante, pero no era creativo. Jamás podría haber escrito un poema, por ejemplo. Podía someter un poema a análisis crítico, pero no llegaba más allá. Le faltaba imaginación.

En aquella época le gustaba llevarse a menudo a sus alumnos a casa y montar discusiones en voz muy alta en la sala de estar. Como era un apartamento grande, y como no teníamos cuidado en este sentido, reinaba un estado de desorden crónico. Solo los esfuerzos de Gladys impedían que cayéramos en el caos absoluto. Gladys era la asistenta de Sidney, una buena cristiana de Atlanta, Georgia, como a él le gustaba definirla. Y aunque yo siempre estaba demasiado cansada para participar en aquellas discusiones que él organizaba en casa, tampoco le ponía objeción alguna. Me limitaba a irme al dormitorio, y aunque me enervaba el ruido de la conversación y las risas estridentes que llegaban hasta allí, no me quejaba. Lo que no podía era participar. A diferencia de mi hermana, no se me daban bien los grupos grandes.

Todas las semanas, como la hija diligente que fingía ser, llamaba a Papá para asegurarme de que todo iba bien en Ravenswood. A él no le gustaban demasiado las conversaciones telefónicas largas y enseguida le pasaba el aparato a Mildred Knapp. Mildred llevaba viviendo en la torre desde la muerte de Harriet. Limpiaba y cocinaba para Papá y para Iris, aunque para él hacía más cosas. Yo me la imaginaba muy bien allí plantada, con el teléfono en la mano, y a Papá haciéndole de apuntador. Mildred no podía hablar con libertad, pero no importaba. Ella y yo nunca habíamos sido amigas. Lo que yo obtenía de Mildred Knapp eran noticias de Iris. Mi hermana tenía planeado mudarse a la ciudad cuando se licenciara de su universidad del norte del estado. Como a mí, la idea de que Iris viviera en Nueva York debía de alarmar a Papá, y por eso no me sorprendió que me sugiriera que me la llevara al apartamento con Sidney y conmigo para poder desempeñar el rol de madre, igual que había hecho cuando ella era adolescente, después de la muerte de Harriet. A Sidney le parecía bien pero a mí no. Antes muerta, dije.

Por suerte para mí. Iris quería vivir en el sur de la isla, de manera que no me hizo falta negarme a acogerla. Con Iris no había nada que sucediera de forma simple. Siempre tenía que haber drama, emoción y confusión. Mientras asistía a la universidad había hecho varias risitas a Nueva York, y a mí nunca me había entristecido ponerla en el tren de vuelta al norte del estado. Daba más problemas todavía que en el instituto. Los breves periodos que pasaba con ella me agotaban. No era guapa, por lo menos en el sentido convencional. Tenía la cara demasiado gorda y los dientes mal puestos, aunque sí que tenía unos ojos bonitos y la piel cremosa. Era igual de alta que yo pero entrada en carnes. Los hombres sí que la encontraban atractiva.

En cuanto a su pelo, era rubia, aunque no tenía el cabello tan claro como yo, más bien era pajizo, y demasiado abundante considerando los pocos cuidados que le prodigaba. La veía a menudo con la cara empapada de lágrimas y el pelo húmedo y adherido a la cara, así de desastre era. Una chica imposible. Sin embargo, una semana después de llegar ya había encontrado un piso estrecho y alargado encima de un restaurante de fideos en Chinatown. Jamás descubrí cómo había conseguido que le alquilara un casero chino: todo el mundo contaba que para vivir en Chinatown había que hablar cantonés, aunque para ser precisos ella vivía más bien en The Bowery. También encontró trabajo en un hotel. Mi marido estaba impresionado. Iris le divertía, y él aprobaba la ambición que ella tenía de ser médico. Sidney creía que mi hermana llegaría a ser una buena médico en cuanto sentara la cabeza. Iris poseía lo que él denominaba una «personalidad enérgica». También decía que tenía «vitalidad desorganizada». Con lo cual quería decir que era escandalosa y tenía apetitos. Y con eso quería decir que le había cogido gusto al alcohol y también a los hombres. Atraía a los hombres mayores y le daba igual que estuvieran casados o no. Esto yo lo sabía porque siempre que ella se aposentaba en cierto bar-bodega de Greenwich Village, donde se sentía como en su casa, nada le gustaba más que atiborrarse de cócteles y contarme su vida sexual.

Nunca me he sentido cómoda conversando abiertamente sobre sexo. A Iris, en cambio, le gustaba explayarse. Con un Martini en una mano y un cigarrillo en la otra, los ojos chispeantes y el pelo alborotado, se burlaba del hecho de que me escandalizara cuando me hablaba abiertamente de sus asuntos. Se comportaba como si yo fuera de otra generación, y en cierta manera era verdad. También me decía que me había casado demasiado pronto.

—Me cae bien Sidney —dijo—, pero Nueva York está llena de hombres listos si es eso lo que quieres.

—Ya me he hartado de hombres listos —le dije.

—Basta de listos —exclamó—. Oh, Constance, no se acaban nunca. Siempre hay más.

—Iris, ¿dónde has aprendido a hablar así?

Entretanto Sidney había decidido que teníamos que organizar una cena para poder presentarle a aquel desastre de pelandusca beatnik a algunos amigos nuestros. Me dijo que a mi hermana le hacían falta amigos en la ciudad. Yo le dije que Iris era más que capaz de encontrar amigos sola. Pero era mi hermana, de manera que acepté. Fui a verla después del trabajo y le conté que le estábamos montando una cena. Ella se mostró absurdamente contenta.

—Es la primera vez que alguien monta una cena en mi honor —dijo.

Yo le dije que más le valía comportarse. Le recordé lo que había pasado en mi boda.

—Pero si yo era una niña.

La noche de la cena hacía calor y todas las ventanas del apartamento estaban abiertas. La velada me daba pavor. Mientras empezaban a llegar los invitados, Sidney preparó una jarra de Martini. Se estaba fumando un puro. Ed Kaplan preguntó dónde estaba aquella famosa hermana mía.

—Está a punto de llegar —dije.

Nos encontrábamos en una sala grande con las paredes revestidas de madera, alfombra persa cara, un par de sofás Chesterfield granate a ambos lados de una mesilla y una chimenea, todo muy masculino. Había una pared de librerías con una escalerilla sobre cojinetes de rodillos y una mesa para las bebidas. Era una sala muy calurosa en verano. Los Martinis desaparecían a toda velocidad. Los invitados hablaban muy alto. Todo el mundo estaba fumando. Ed Kaplan hizo correr la voz de que Iris no existía. Era mejor que cenáramos con la idea de Iris, decía; resultaba menos decepcionante. Todo muy ingenioso, pero los invitados seguían emborrachándose y todavía no había ni rastro de Iris. Me llevé a Sidney aparte.

—Voy a servir la cena —dije—. Llévalos a la mesa.

Ya habíamos entrado en el comedor y nos habíamos sentado cuando la oímos llamar a la puerta. Le pedí a Ed que hiciera el favor de ir a abrir. Luego oímos sus tacones de aguja repicar con elegancia en el suelo del pasillo. Iris se quedó mirando con cara de sorpresa a los allí reunidos.

—Dios, ¿llego tarde? —exclamó con voz ronca. Luego abrió mucho los ojos—. Ha habido un incendio.

Llevaba un vestido de cóctel rojo y escotado que se le ajustaba a su generosa figura, y entre los tacones y la especie de moño alto y desmañado en que se había recogido las greñas rubias sobre la cabeza, casi llegaba al metro ochenta y cinco. Fue recorriendo el perímetro de la mesa, inclinándose para estrecharle la mano a cada uno de los invitados y sin ocultar para nada su escote. Ellen Taussig, siempre tan recatada, echó un vistazo en mi dirección, pero Iris se mostró encantadora al saludarla. Le dijo que había oído hablar mucho de ella.

—Cielos —dijo Ellen—. ¿Has sido tú la que te has incendiado?

Iris se la quedó mirando y durante un par de segundos reinó el silencio en el comedor. En la calle un hombre gritó una obscenidad. De pronto Iris se dio cuenta de que aquella mujer elegante y digna estaba bromeando. Levantó la cabeza y soltó una risotada a voz en grito que a mí me sonó igual que un montón de botellas haciéndose añicos en una chimenea. Todos se sumaron al jolgorio; hasta Ellen se contagió de las carcajadas de mi hermana. Durante un rato reinó la histeria. Vaya éxito estaba teniendo.

No sé por qué aquella noche me puse a pensar en la muerte de Harriet. Siempre me resultaba doloroso acordarme de sus últimos meses. Yo tenía doce años cuando ella enfermó, todavía joven: no tenía más que treinta y siete años. Recuerdo que estaba enfadada con ella pero tuve la sensatez de no mostrarlo. Creo que lo entendió. Papá fue menos capaz que yo de afrontar la enfermedad de mi madre. Era médico. Había visto más casos de cáncer y sabía cómo terminaban. El cáncer es cáncer, dijo una vez, y lo dijo con una frialdad y una irrevocabilidad que me hizo echarme a temblar. No hubo remisión. Era un bulto en el pulmón y ella debió de pasar dolor durante un tiempo antes de decírselo a nadie. Pobre Harriet. Era una estoica, decía Papá. A los ojos de la niña que yo era por entonces, ella se volvió etérea. En aquella época casi no había nada con lo que yo no pudiera fantasear. Intentaba no mostrarme triste en su presencia, aquello era lo más duro. Pero cuando yo estaba triste, por lo menos le proporcionaba a mi madre la gratificación de consolarme. Creo que le hacía falta. De manera que le di la oportunidad de resultar útil.

Mi madre odiaba que cuidaran de ella. Cuando estaba en el hospital, parecía más pequeña y más enferma que en casa, puesto que en casa tenía cierta influencia sobre el entorno doméstico. Mildred Knapp venía todos los días y las dos se ponían de acuerdo sobre las cosas de la casa.

El funeral fue espantoso. Yo no me vine abajo porque tenía que hacerme cargo de Iris. Pero Papá sí que se vino abajo. La casa estaba llena de gente deambulando. Mildred había hecho bocadillos. Había bebidas. Yo estaba destrozada. Los adultos, sin embargo, parecían creer que aquello era una especie de cóctel. En un momento dado oí que uno de nuestros vecinos le decía a otro que el pobre médico «no había estado preparado para aquello». Yo tuve una reacción exagerada a aquellas palabras. Me vi obligada a abandonar la sala. Había un cuarto de baño debajo de las escaleras de la entrada, un pequeño lavabo de tuberías ruidosas adonde yo iba a menudo para leer o solo para pensar, cerrando la puerta con pestillo. Vomité en el retrete. Lo volví a oír: «No había estado preparado para aquello». Lo había oído antes, tal vez en un sueño. Me quedé mucho rato allí sentada, con la cabeza apoyada en las manos.

No tardó en pasárseme. Me recuperé, más o menos, y la vida continuó. Aun así, pronto volvió a ocurrirme: la segunda vez pensé que alguien me estaba diciendo algo pero no había nadie en la sala. Fue un shock darme cuenta de que estaba todo en mi cabeza. No se lo conté a nadie. Pero nunca pensé que me estuviera volviendo loca. No fue más que un mal recuerdo.

Una noche en Nueva York, Iris me preguntó si me acordaba del día en que se había muerto Harriet. No era una pregunta fácil. Yo había guardado en cajas mis recuerdos de aquellas últimas semanas y los había encerrado en una habitación de mi mente en la que nunca entraba si podía evitarlo. Yo sabía que estaba viéndola morir y una vez le pregunté a Papá cuándo iba a pasar. Me acuerdo de lo clínica y fría que fue su respuesta:

—Dentro de unos días —me dijo—. Muy pocos.

Yo no había sido consciente de que fuera a suceder tan pronto. Me rompió el corazón. ¡No hacía falta ser una niña impresionable con una tendencia imaginativa muy fuerte para beberse la copa rebosante de dramatismo de aquellas palabras! Empecé a desear que se acabara su sufrimiento. Quería que se muriera y me sentía culpable por quererlo. Pero qué piadoso sería que se acabara todo, o bien que yo pusiera fin discretamente a su vida, que me limitara a taparle la cara con una almohada y me pasara cinco minutos apretando con fuerza. Estaba segura de que aquello era lo que mi madre querría. Yo odiaba lo flaca que se había puesto, ya no era más que huesos, y odiaba también aquellos ojos apagados y drogados que me miraban, y aquel hedor atroz y dulzón a podredumbre que impregnaba siempre la habitación. Aquella mano parecida a una zarpa que se elevaba del cubrecama y me agarraba cada vez que yo me acercaba…

Yo no le podía decir esto a Iris. Ella era como Harriet, tenía un gran corazón. Era un libro abierto. Nadie decía que no fuera una persona como era debido. Recuerdo hablarle de la tristeza de aquellos días y contarle que Papá decía que la muerte era buena si traía el fin de los sufrimientos. Era como irse a dormir, decía. Jamás mencionaba el Más Allá. Siempre había sido un descreído.

—¿Sabes que todos pensamos que estaba sola cuando se murió? —me dijo entonces Iris.

Claro que lo sabía. Había momentos en que no había nadie en la habitación con ella, y fue en uno de esos momentos cuando pasó. Papá entró al cabo de unos minutos y descubrió el cadáver. Y me acuerdo de que aquel mismo día, en la cocina, mientras estábamos sentados mirando nuestras tazas de té, Mildred Knapp nos dijo que mi madre había decidido irse estando sola. Nos contó que su marido, Walter, se había ido igual. Luego se llevó de golpe la mano a la cara para taparse la boca.

Nunca me olvidaré de cómo Mildred se llevó la mano a la boca tras decir el nombre de su difunto marido. Walter. Walter Knapp. Era la primera vez que lo mencionaba. Nunca se nos había ocurrido que Mildred hubiera tenido marido, nuestra vieja y amargada Mildred. Iris también se quedó muy impresionada.

—¿Eso se puede decidir? —preguntó en voz baja.

—A veces —dijo Mildred—. Si tienes suerte.

La muerte de Harriet acabó siendo un alivio, pero Papá tardó mucho en superarla. Más adelante me di cuenta de que se sentía mal por no haber estado con ella en el último momento, para aliviar el dolor de su partida. Todo esto tenía yo en mente cuando Iris me reveló que mi madre no había muerto sola.

—¿Qué me estás diciendo?

—Que yo estaba con ella.

Me quedé pasmada. Me contó que había entrado en el dormitorio y que Harriet estaba dando boqueadas como sí no consiguiera coger el aire suficiente en los pulmones. Iris pensó en ir a buscar a Papá, pero Harriet le pidió que se quedara con ella. De manera que Iris se metió en la cama con mi madre y le cogió la mano. Y entonces se murió.

—¿Cómo lo supiste?

—Se le quedaron los dedos flácidos y se hizo un silencio total.

—¿Y tú qué hiciste?

—Al cabo de un rato me fui.

—¿Y por qué no se lo contaste a nadie?

—Pensé que me iba a crear problemas.

Nos quedamos mirándonos un segundo. Luego nos echamos a reír las dos. Cómo vociferamos, oh, tormentas de júbilo. No lo pudimos evitar. Yo era la primera persona a quien Iris le contaba aquello, así de estrecha era nuestra relación.

Pero al mismo tiempo sentí resentimiento. Era yo quien tendría que haber estado con Harriet al final.

Así pues, después de que Iris triunfara en la cena que Sidney había organizado en su honor, le pedí que me enseñara el hotel donde trabajaba. Yo estaba intentando cuidar de ella. Era lo que Harriet habría querido que hiciera, y me lo había tomado como el último deseo de una madre. Empezaba a anochecer y estábamos plantadas en la acera de enfrente de una casa de ladrillo rojo de la esquina de la calle Treinta y tres Oeste, cerca de Penn Station. En el cielo de Nueva Jersey divisé unas cuantas manchas de crepúsculo herrumbroso. Encima de nosotras había nubes negras. Me sentí intranquila. La última luz del día bruñía las ventanas de las casas de vecinos de la acera de enfrente y arrancaba destellos de las salidas de incendios. Al final de la manzana había un solar vacío y rodeado por una alambrada. En él había un puñado de jóvenes, ociosos y fumando. No dejaban de mirarnos. No me gustó nada. Iris me dijo que dentro no se estaba tan mal.

—No me digas.

Unos escalones anchos de piedra con barandillas metálicas ascendían hasta una puerta rematada por un dosel que tenía grabado el emblema del hotel. En la cornisa de encima había posadas varias palomas. Mientras subíamos los escalones, echaron a volar hacia la oscuridad. Nos recibió un hombre negro con uniforme raído de color gris con ribetes escarlatas. Nos dio la bienvenida al hotel Dunmore. Saludó a Iris por su nombre.

—Hola, Simon —le dijo ella—. Esta es mi hermana mayor.

Luego se sacó del bolso unas gafas de gruesa montura negra y se las puso. Las gafas la transformaron por completo. ¡Parecía una intelectual!

—No me mires con esa cara —me dijo—. Las necesito.

Entramos en un vestíbulo que tenía el suelo de azulejos y helechos polvorientos en macetas. Había viejos sillones y sofás de cuero agrupados en torno a mesillas. El lugar estaba destartalado pero todavía conservaba un vestigio de elegancia, y yo me imaginé a viajantes solitarios registrándose con sus maletas llenas de muestras y luego escabulléndose para comprar un botellín de whisky de centeno o lo que fuera. Junto al mostrador de recepción, una ancha escalera enmoquetada ascendía hacia los pisos superiores. Fue entonces cuando descubrí, porque lo oí tocar, que el Dunmore contaba con un pianista. Al parecer tocaba todas las noches en la coctelería. Se llamaba Eddie Castrol e Iris estaba ansiosa porque yo lo conociera. Le pregunté por qué.

—¿Te vas a enfadar conmigo?

—Depende de lo que vayas a decir.

El alma ya se me estaba cayendo a los pies. Ella se puso a decirme que se había liado con un hombre. Y que quería que yo lo conociera. Le avisé de que como no me dijera quién era me volvía para casa. Se lo dije con firmeza. De manera que nos sentamos en el vestíbulo media hora y ella me contó que esta vez iba en serio.

—Ah, ¿sí? —le pregunté.

Iris me llevó hasta la coctelería. Era una sala grande y oscura con mesas dispersas, una pista de baile pequeña y una barra. Los escasos clientes estaban sentados a solas o bien en parejas acurrucadas que cuchicheaban. Había lámparas con pantallas festoneadas que emitían un tenue resplandor amarillento. La atmósfera era extraña, triste y vagamente onírica, y todavía la hacía peor la presencia de un hombre con esmoquin raído que tocaba un piano de cola en la otra punta de la sala. Estaba tocando algo que no podía identificar. Una melodía extrañamente inconexa, con altibajos. Sincopada. Tengo una sensibilidad aguda para la música. Bueno, la tengo para todos los sonidos.

—¿No te recuerda a Papá? —susurró Iris.

¡Para nada! Resultaba alarmante que Iris pensara aquello. Me acompañó hasta un reservado, hizo una señal a la camarera y se quedó un momento plantada mirando a Eddie Castrol a través de sus ridículas gafas. El tipo nos dedicó una sonrisa. Iris se alejó. Yo me pedí un Martini. Le eché otro vistazo a aquel hombre que Iris pensaba que se parecía a Papá. Tenía la piel apergaminada, blanqueada por el resplandor del foco, pero no tocaba mal el piano.

Al cabo de un momento se dio cuenta de que yo lo estaba mirando. Se inclinó hacia delante, con la cabeza gacha y el cigarrillo entre los labios, clavando los dedos en las teclas igual que un pájaro que desentierra gusanos, y se puso a tocar nada menos que Moon River. No había nadie más escuchando. La tocó despacio y con aire taciturno. Demasiado sentimental para mí.

Me perdí en mis pensamientos. Me imaginé a mi hermana en brazos de aquel individuo reptiliano. Me lo imaginé a él dándose un festín con el cuerpo suave y carnoso de ella, como si fuera un animal. Era un pensamiento inquietante. Él terminó su repertorio antes de que ella volviera, se incorporó de su banqueta de forma algo abrupta y cruzó la sala entre aplausos escasos. Ahora tenía toda mi atención. Me encendí un cigarrillo, era la noche para ello. El tipo se sentó con naturalidad en mi reservado, a mi lado, y se presentó. A continuación se volvió hacia la barra.

—¿Adónde se ha ido esa moza?

Se refería a la camarera. Me sonrió con el cigarrillo en la boca. Luego se ventiló una ginebra grande en un santiamén y se pidió otra. Borracho, pensé yo. Se tragaba la ginebra como si fuera agua. Se inclinó hacia mí y me confió que no estaría aquí si no le pagaran tan bien.

Le giré la cara.

—No me avergüences —le dije.

Me mostré fría con él. No tenía más que desprecio para aquel hombre sórdido y aquel tugurio de mala muerte donde trabajaba mi hermana. Si no hubiera sido por ella, me habría largado. Él levantó las manos, como diciendo: ¿y de qué vamos a hablar entonces? Y yo pensé: Sí, ¿de qué vamos a hablar?

—Me ha dicho Iris que compones música.

Lo dije solo por entablar conversación. Él frunció los labios, como si estuviera a punto de dar un beso, y contempló su ginebra con las cejas enarcadas. ¿Acaso era una pregunta tan complicada?

—Sí, compongo cosas —dijo por fin.

—¿«Cosas»? —le dije. Le cogí otro cigarrillo. No me sentía cómoda. Sospechaba que aquella música con altibajos que él había estado tocando cuando entré era una de sus cosas—. Yo edito cosas —le dije—, cosas que escriben otros. ¿Crees que tus cosas son como mis cosas, o más bien mis cosas son otra cosa?

Él me encendió el cigarrillo y bajó la vista, pero allí estaba, volví a verla, aquella sonrisa torcida suya. Le había hecho gracia. No había sido mi intención pero aun así me sentí gratificada.

—¿Quieres hablar del tema? —le dije.

Era de Miami. Su padre lo había introducido en la música de cámara a los siete años. Había entrado en la Juilliard School pero no había durado mucho. Yo le pregunté por qué y él me contestó que porque avanzaba más deprisa por su cuenta. Me reí un poco. No me creía una palabra.

—Pues dime una cosa —le dije,

—Claro.

—¿Qué haces en este cuchitril?

Lo cogí por sorpresa. Le arranqué una carcajada parecida a un ladrido. Puso las palmas de las manos en la mesa. Tenía los dedos más finos y arácnidos que yo había visto nunca, con las puntas amarillas. Tal vez por eso a Iris le recordaba a Papá.

—Es verdad que es un cuchitril. Solo estoy aquí por tu hermana.

Él sabía que no era verdad y yo también. Le hacía falta el dinero, por lamentable que resultara. Pero yo le seguí la corriente.

—¿Eso haces por Iris? Pues ella solo está aquí por ti.

—Ella cree que tenemos futuro.

Se me quedó mirando fijamente mientras encendía otro cigarrillo.

—¿Y tú no?

—Oh, venga, cielo. Ya conoces mi situación.

—Sé que estás casado. Cielo.

Él no se mostró avergonzado para nada. Estaba claro que había decidido que no tenía sentido andarse con tapujos conmigo. Se acabó la ginebra, se inclinó hacia mí y puso una expresión que tenía algo de tiburón.

—¿Y tú? —me dijo.

Apoyaba los dos codos sobre la mesa. Estaba sonriendo. Yo tenía la copa vacía. Era un hombre larguirucho y desgarbado y tenía el pelo grasiento. Tenía marañas de arrugas diminutas que le bajaban por los pómulos desde el rabillo de los ojos negros y estrechos. Yo busqué con la mirada a la camarera y también a Iris. Me había olvidado de ella. Me sentí un poco mareada. Le dije que sí, que estaba casada,

—¿Y te va bien? —me dijo.

—Ocúpate de tus asuntos.

Él volvió a ladrar, se levantó de su asiento y en aquel momento se disipó una tensión de la que yo apenas había sido consciente. Después nos fuimos a otro bar. Aquella noche yo fui el público de aquellos dos. Menuda pareja hacían, él con su esmoquin viejo y ella con aquel vestido de cóctel de segunda mano del que se le salían los pechos y una estola barata echada sobre los hombros. Cogidos del brazo nos paseamos por las calles de Greenwich Village, tres dandis de juerga. Harriet habría estado orgullosa.

Cuando hablé con Iris al día siguiente, ella no mencionó la última parte de la noche. El local en el que habíamos acabado era caluroso y estaba lleno de humo. Sonaba jazz. Ya después de la medianoche Iris y yo nos acomodamos en sendos taburetes de la barra, con Eddie Castrol en medio, sin chaqueta y con la camisa desabotonada y de espaldas a la barra. Tenía varias partes del cuerpo húmedas de sudor. Parecía conocer a todo el mundo. Todos se le acercaban a saludarlo y chocar esos cinco con él. Yo le pregunté a Iris cómo se imaginaba el futuro de ellos dos. Me arrepentí de inmediato.

—¿Eddie? —dijo ella.

—Cariño…

—Mi hermana quiere saber qué intenciones tienes conmigo. ¿Quieres que lo dejemos?

Ella se extendió una mano sobre el pecho y cantó el verso con un registro bajo tembloroso, grave y desafinado: «But oooh, if we call the whole thing off, then we must part…».

Eddie la atrajo hacia sí, derramándole ginebra en el vestido, pero a ella no le importó. Estaba más feliz que unas pascuas dejándose manosear por aquel pianista de dedos largos de Miami: le recordaba a Papá. Iris le puso la cabeza en el hombro y dejó colgar el brazo mientras él le acariciaba el pelo y se lo besaba. Luego ella levantó la cara y él la besó en los labios. Eddie me miró mientras lo hacía. Mi vaticinio: mi hermana iba a acabar con el corazón roto. Era una chica que estaba bien para pasar el rato, pero no era más que una niña. Aquel tipo era demasiado mayor para ella. Demasiado mayor y demasiado cínico. Y estaba demasiado casado.

Volví al Dunmore al cabo de unas noches. No se lo conté a Iris porque era consciente de la impresión que le produciría: los adultos conferenciando sobre lo que le convenía, a espaldas de ella. Se pondría furiosa. Y ya era la segunda vez. Cuando entré en el bar, Eddie me vio de inmediato. Tocó unos cuantos acordes de Moon River y vino a sentarse conmigo en el reservado. Me preguntó a qué debía el honor de mí visita aquella vez y yo le dije que le quería dar las gracias. Él me entendió.

—¿Cómo está ella?

—Ahora está sufriendo —le dije—. Pero lo superará. ¿Qué le has dicho?

Eddie le había dicho lo que yo le había sugerido que le dijera. De eso hacía unos días. Yo había ido al hotel y le había dejado claro que tenía que dejar en paz a Iris. Le había dicho que ella era muy joven y que él solo le haría daño. Él no había protestado. Luego habíamos hablado de su familia. Nos habíamos despedido como amigos.

Ahora él estaba mirando la mesa con el ceño fruncido y dándose golpecitos en la montura de las gafas. Me echó un vistazo y negó con la cabeza.

—¿Qué pasa? —le dije.

A continuación apoyó un codo en la mesa, con los dedos extendidos sobre la frente. Aquella noche la coctelería estaba bastante llena. No paraban de acercarse mujeres a nuestra mesa a saludarlo. Él estaba encantador con todas ellas.

—Ay, Dios —dijo él.

—No me digas que la quieres —repuse.

—¿La quiero? —preguntó.

Levantó los ojos sufrientes para mirarme. Menudo actor estaba hecho. Luego se animó de repente. Las nubes se dispersaron y él se inclinó hacia delante. Me tocó la mano. Ahora estaba tierno.

—Si las cosas fueran distintas… —dijo—, pero hay que pensar en la niña.

—Los niños sobreviven al divorcio.

—Mi Francie no.

Tuve que excusarme para ir al lavabo, donde me senté en un cubículo hasta que volví a sentirme tranquila. Los niños sobreviven al divorcio. ¿Acaso el hijo de Sidney había sobrevivido a su divorcio?

Fue más o menos por entonces cuando Sidney volvió un día a casa de visitar a su exmujer en Nueva Jersey y me dijo que tenía que pedirme un favor muy importante. Yo estaba trabajando sentada a la mesa de la cocina. Estaba enfrascada en las correcciones de un manuscrito muy mal escrito que no me estaba dando ningún placer, pero Ellen Taussig me había pedido que lo hiciera, era un trabajo especial. Sidney me preguntó si me importaba que Howard se quedara unos días con nosotros. Su madre tenía que ir al hospital. Yo le pregunté qué se esperaba de mí.

—Que seas cortés nada más.

Gladys le haría las comidas, y como Howard era un chico callado no me molestaría por las noches. Apenas nos daríamos cuenta de que estaba en el apartamento. Sidney no sabía adonde más llevarlo.

De manera que al día siguiente volví a casa y me encontré a un chico delgado y solemne sentado en la cocina de Sidney, con un plato de perritos calientes delante. Sobre la frente le caía una cortina de pelo de color pajizo claro. Tenía unos brazos y piernas que parecían palos articulados y dedos de violinista. Supongo que por entonces yo tenía la cabeza llena de músicos. No se parecía mucho a Sidney, que era un hombre pesado y corpulento, de tez rubicunda y manos y pies diminutos.

El chico se puso de pie cuando entré en la cocina, y pensé: Caramba, si es un pequeño caballero.

—Hola, Howard Klein —dije.

—Hola, señora Klein.

—Siéntate —le dije yo—. ¿No quieres ponerles mostaza?

—No, gracias.

—¿Y ketchup?

—No, gracias.

Howard se sentó y me di cuenta de que no iba a darme problemas. Recuerdo haber pensado que yo era igual que Howard a aquella edad: escrupulosamente educada, a fin de proteger mi vida interior de los adultos. De manera que al día siguiente le sugerí a Sidney que saliéramos de la ciudad. Él estaba atareado con su libro. Odiaba que lo interrumpieran. Le dije que no se lo pedía por mí, sino porque me parecía que a Howard le gustaría.

—Tienes razón —dijo él—. Podemos ir a visitar a tu padre.

—No es eso lo que yo tenía en mente.

Yo ya estaba harta de Papá. Nos habíamos pasado el Día del Trabajo con él. De manera que lo que hicimos entonces fue ir en coche hasta Long Island y pasar el fin de semana en Montauk. Nos sentó bien salir de la ciudad. Hacía demasiado frío para nadar en el océano, pero estuvimos dando largos paseos por la playa azotada por la brisa. Había dunas, madera arrastrada por la corriente, montones de rocas grandes y planas y enormes manojos relucientes de algas traídas por las mareas otoñales. Miré cómo Howard y su padre se arrodillaban en la arena húmeda para examinar una tortuga marina muerta. Sidney le dio la vuelta con un palo y Howard chilló de regocijo cuando de ella salieron docenas de diminutos cangrejos negros. Cenamos en un chiringuito de marisco. El viento le había puesto algo de color en la cara a Howard, unas pinceladas de color rojo en la parte alta de los pómulos, y a mí me había hecho el mismo efecto. Sidney estaba complacido. Quería que Howard y yo fuéramos amigos. Pensaba que me sentaría bien. Me haría olvidarme un poco de Papá, me dijo, el tener que comportarme como una madre.

Una noche de aquella época tenía que arreglarme para ir con Sidney a una fiesta de docentes que no me apetecía nada. Yo estaba en el dormitorio. Quería llevar mi vestido de seda gris. Sidney entró en busca de su reloj. Estaba preocupado por la hora que era. A mí no me apetecía ser amable con él. Él no había mostrado ninguna compasión cuando yo le había dicho que Iris se había llevado un desengaño amoroso y estaba muy deprimida. Se había limitado a decirme que todo era muy sencillo, que mi hermana tenía que dejar de beber y empezar a psicoanalizarse.

—Me estás poniendo nerviosa —le dije—. ¿No puedes ir a leer el periódico o algo parecido?

Yo lo observé en el espejo. Sidney se sentó en la cama, se miró las manos y frunció el ceño. Yo me estaba apretando pañuelos de papel contra la cara para que no me brillara por el calor.

Elegí un lápiz de labios. Pobre Iris. Yo la había visitado aquella mañana. Odiaba cómo vivía entonces. Su apartamento estaba en la tercera planta de una casa de vecinos, justo al sur del puente de Manhattan. Cuando entré en el vestíbulo, el olor a verduras hervidas estuvo a punto de hacerme vomitar. Subí los tres pisos de escaleras y me encontré con que su puerta ya estaba abierta. Ella me gritó que entrara. El lugar estaba hecho un desastre. Iris intentaba mantener algo de orden, pero no era una chica organizada y además no había dormido. Oí que se abría la ducha. Me acerqué a la ventana y miré la calle. Había chinos correteando por la acera y vagabundos sentados bajo la estatua de Confucio. Se estaban pasando bolsas de papel marrón con botellas dentro. El tráfico hacía tanto ruido que acabé por cerrar la ventana. Casi al instante, el diminuto apartamento se volvió bochornoso y agobiante. Era un día de otoño húmedo y gris y el cielo amenazaba lluvia.

Mi hermana apareció en albornoz, secándose el pelo con una toalla. Se disculpó por el aspecto del apartamento. El día anterior había estado planeando una buena limpieza de toda la casa, pero la habían llamado para que fuera a hacer de «chica de alterne»; a saber qué querría decir. Sacó un par de cervezas frías de la nevera y bostezó mientras buscaba vasos limpios. Yo ya ni siquiera intentaba decirle que ella se merecía algo mejor. Luego nos sentamos a una mesa baja atiborrada de novelas escabrosas, revistas baratas y publicaciones médicas y donde también había una botella medio vacía de brandy español del barato. Después de su ruptura con Eddie, habían tenido algún que otro escarceo final en el hotel, pero aquello también se había acabado y ella volvía a hacer agua por todos lados.

—¿Qué demonios voy a hacer? —me dijo.

Yo fui muy clara. Le cogí las manos y le hablé con firmeza:

—Vas a estudiar medicina, a esforzarte mucho, olvidarte de Eddie y hacerte médico. Eso es lo que vas a hacer.

Ella me dio la espalda. Yo ni siquiera había despertado un asomo de motivación en ella.

—Eso me da mala espina —me dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Que creo que no quiero estudiar medicina,

—Oh, por el amor de Dios. Ni se te ocurra decir esas cosas. Tienes que hacerlo, por papá.

Empecé a perder la paciencia con ella. Antaño había sido capaz de reírse de sí misma. Ahora estaba de un humor espantoso todo el puñetero día. Le dije que cuando una cosa se acababa, se acababa. Le pregunté qué narices le pasaba. Ella se puso a hurgar en su bolso. Sacó unos cigarrillos y un encendedor. Yo le sugerí que diéramos un paseo. Quería sacarla del edificio, allí dentro hacía un calor desagradable y había demasiado ruido. Ella se puso de pie sin decir palabra y entró en su dormitorio para vestirse.

Caminamos hacia el este. Seguía haciendo un día agobiante. Las calles de alrededor del Puente de Brooklyn estaban desiertas. El silencio era un alivio. Había unas cuantas palomas pero ninguna otra señal de vida. La mitad de los edificios de Beekman estaban cegados con tablones. El vecindario entero estaba siendo demolido: los almacenes, las imprentas, las licorerías y las barberías. Allí donde se habían llevado los escombros con camiones, los solares yermos se extendían a lo largo de manzanas enteras, salpicados de bloques de cemento. Aquello no mejoró precisamente el estado de ánimo de Iris, aunque confieso que a mí me produjo cierta satisfacción ver una parte entera de la ciudad desaparecer como si le hubieran tirado encima una bomba de hidrógeno; la misma sensación me producía Penn Station, que también estaba siendo demolida. Pasaba por allí cada vez que cogía un tren hacia el norte del estado. La estaban convirtiendo en una ruina. Y a mí me gustaban las ruinas. Por supuesto, yo había crecido en una. Arrasad con todo lo viejo, así me sentía yo. ¡Empezad de nuevo! ¡Construidlo de nuevo! Luego se puso a llover. Nos detuvimos delante de un almacén de la calle William que no tenía puerta.

Subimos por la angosta escalera. La pintura de la pared estaba descascarillada. Al final de un tramo de escaleras se abría un loft vacío con los ladrillos al desnudo pintados de blanco. En medio de toda la basura destacaban los radiadores viejos de hierro, y en la otra punta los marcos vacíos de las ventanas daban al sur, en dirección a los rascacielos de Wall Street. Pegada con cinta adhesiva a la pared de ladrillo había una foto de Marilyn Monroe, y debajo de ella una silla de madera desvencijada. Iris se sentó y encendió un cigarrillo. Seguía lloviendo con fuerza. Mi hermana se quedó mirando el suelo y vi que le caía una lágrima. A continuación levantó la vista, secándose la cara. A veces se la veía tan joven que me conmovía todo lo que le estaba pasando. La mayor parte del tiempo, sin embargo, me limitaba a perder la paciencia con ella.

—No sé si voy a sobrevivir a esta —dijo.

—¿Lo dices en serio?

—Yo nunca había amado a nadie así. Ya me puedo ir acostumbrando.

—¿A qué?

—A estar incompleta.

Despejé un trozo de suelo y me senté a su lado.

—Oh, cariño —le dije—. Lo superarás. ¿Cuántos años tienes, veintidós?

Ella se volvió contra mí.

—Constance, ¿quieres callarte la puta boca?

Supongo que había sido un comentario irreflexivo por mi parte. La herida era demasiado reciente o algo así. Me disculpé.

Le pregunté por qué no lo iba a superar.

—Porque no llegamos al final. La cosa todavía estaba creciendo. Y habría seguido creciendo durante mucho tiempo. De manera que tengo dentro una cosa inacabada.

Yo nunca había oído describir el amor de aquella manera. Como algo que crecía, quiero decir, como un árbol. Así pues, el amor cobra vida, llega a madurar y luego ¿qué? ¿Se muere? A mí nunca me había pasado de aquella manera. Un poco más tarde me preguntó si yo creía que Eddie iba al psiquiatra.

—No.

—¿Por qué dices eso?

—Porque creo que no va.

—Pero ¿por qué? Él me dijo que no pero yo no me lo creo. En Nueva York todo el mundo va al psiquiatra, menos yo.

—Es de Miami. Es pianista. Es un borracho. Cariño, no sé, simplemente creo que no.

Ella no quería oír la verdad pero al mismo tiempo afirmaba que quería sinceridad.

—¿Qué haces esta noche? —me dijo.

—Voy a una fiesta a la que quiere ir Sidney.

—Sal conmigo. La fiesta esa no importa.

—A Sidney sí le importa.

—Constance, por favor.

—Pero ¿qué problema hay?

—Tengo miedo de perderte.

—No seas absurda. ¡Iris, esto es una locura!

Ella se puso de pie. Caminó hasta la ventana y apoyó las manos en la repisa para asomarse al exterior. De pronto tuve miedo por mi hermana. Yo nunca la había visto así. No era solo lo de aquel hombre. Le pedí que se alejara de la ventana. Ella me dijo que había acabado de llover. Que ya podíamos irnos.

Caminamos hacia el este en dirección al puerto. El día se había aclarado. El sol estaba asomando. La peste a pescado del mercado de la calle Fulton me dio náuseas. Iris me sugirió ir a tomar un cóctel.

—Pero si no son ni las doce —le dije.

—Uno nada más.

Nos sentamos a una mesa de un bar vacío de la calle South. Yo nunca la había visto beber alcohol en pleno día, y no me tranquilizó precisamente. Cuando ella decidió tomarse otra copa, le dije lo que pensaba:

—Pero ¿más tarde no vas a necesitar tener la cabeza despejada?

—No.

—¿Por qué no?

—Con el trabajo que hago, ¿te crees que les importa?

Al terminarse la aventura con Eddie, mi hermana había dejado el trabajo en el hotel y se había apuntado a una agencia que suministraba chicas de alterne para clubes nocturnos Ahora trabajaba tres noches por semana. Suficiente para mantenerse con vida, decía ella. No tenía demasiados gastos.

—En eso tienes razón. Pero estoy preocupada por ti.

Era verdad. Yo estaba preocupada. No creía que a Iris la pudiera hundir tanto un hombre, ¡y encima un hombre así! Ella se rio, pero era una risa hueca. Como si le hubiera dejado de importar lo que le pasara.

—Tampoco es que a nadie le importe un pimiento —dijo.

—A mí sí.

Ella no dijo nada. De pronto tuve la sensación de que no es que mi hermana me estuviera perdiendo a mí, sino que yo la estaba perdiendo a ella. Yo no sabía qué estaba pasando. Había dado por sentado que Iris era más fuerte. Ella había ido a la barra a buscar su whisky y ahora se la estaban tragando las sombras del local y yo ya no la podía ver bien. Sentía que se la estaba llevando la corriente del mar…

—¿Quieres una copa? —dijo Sidney.

Me había arrancado bruscamente de mis sombríos pensamientos.

—Todavía no. Y tampoco creo que te convenga a ti.

Yo seguía enfadada con él. Creo que también me sentía culpable por Iris y lo estaba pagando con él. Pero ¿qué era yo ahora, una especie de policía del alcohol?

—Sidney, cariño, por favor, vete.

Terminé de pintarme los ojos y luego me quité el albornoz y me examiné a mí misma en el espejo alargado. Puede que tuviera unos años más que Iris, pero no se notaba. Sidney solía decir que yo tenía cuerpo de chico, y últimamente habría preferido que yo fuera un chico, porque como chica no le estaba funcionando muy bien. Abrí mi cajón de la ropa interior y manoseé mis prendas de seda. Tenía una melodía en la cabeza, Moon River. Moon River. Llevaba días preocupándome.

La fiesta fue toda una decepción. Un hombre al que Sidney quería conocer por un libro que había escrito no apareció, y eso lo irritó. También se enfadó conmigo por algo que yo había dicho. No tengo problema en admitir que no había sido precisamente un encanto con él, pero joder, era una fiesta de académicos de los barrios altos; a nadie le interesaba yo, una simple trabajadora editorial.

Cuando llegamos a casa le dije esto y al cabo de un momento ya estábamos discutiendo, lo cual nunca es buena idea después de unas copas. Estuvimos un rato enzarzados y por fin abandoné la sala. Yo quería un cigarrillo, pero ¿dónde podía conseguir uno ahora? Fui consciente de que algo se movía en el pasillo. De pie y en pijama, mirándome bajo la luz tenue de la lamparilla de noche, estaba Howard. Tenía el sueño igual de ligero que yo. Fui rápidamente con él.

—¿Qué haces?

—Me habéis despertado.

Le cogí la mano y lo llevé de vuelta a su dormitorio.

—Lo siento mucho —le dije en voz baja—. Vamos de vuelta a la cama, ¿de acuerdo?

Lo hice sentarse en la cama y él se tapó con la sábana. Se puso de costado y levantó la vista hacia mí.

—¿Papá y tú os estabais peleando?

—Solo estábamos hablando fuerte. Vete a dormir, anda.

—Hablando fuerte —murmuró él, y se quedó dormido.

Me pasé unos minutos sentada a su lado en la cama. Al salir, me encontré con Sidney en el pasillo.

—¿Se ha dormido? —dijo.

Asentí con la cabeza. Lo rodeé con los brazos. Él se quedó sorprendido. Le pedí que me abrazara. Y él me abrazó, primero de forma vacilante y después con más convicción. De pronto me sentí en calma. A veces su presencia tenía aquel efecto. Le apoyé la mejilla en el hombro. Él se puso a acariciarme el pelo. Luego me levantó la barbilla, me cogió la cara con los dedos y me besó. Me condujo hasta el dormitorio. Había habido una época en que resolvíamos todas nuestras broncas en la cama. Una vez dentro, él cerró la puerta con d pie. Me empujó sobre la cama. Se puso a desvestirme. Yo me incorporé hasta sentarme. No estaba segura de querer aquello.

—Sidney…

—No hables.

Él me miró de cerca mientras se quitaba los pantalones. Luego se tumbó a mi lado en la cama.

—Espera —le susurré—, no estoy lista. Vale, mejor. Ahora puedes.

En momentos como aquel yo lo amaba, pero eran momentos escasos.

Al día siguiente volví a pasar por el apartamento de Iris. Quería preguntarle si había vuelto a pensar en la facultad de medicina. Mi hermana tenía los ojos rojos y el pelo lacio y sudoroso: dos malas noches seguidas y parecía un cadáver. Ella me dijo que estaba perdiendo cada vez más el hilo y alejándose hacia el pasado.

—Oh, cariño.

No me resultó fácil contener mi irritación. Me contó que se le aparecían escenas como de una película que ella no recordaba muy bien, y que era la pasión de aquellos días lo que le provocaba tanta angustia. Pero luego se puso a contarme que ya no era la mujer que había sido al conocer a Eddie.

—Tú te ríes, Constance —me dijo—, pero es verdad: he cambiado. He crecido. Ahora puedo amar a ese hombre, y la ironía es que no voy a tener la oportunidad, por mucho que él me necesite.

Así era Iris: aferrándose a un hilo tenue de esperanza, conservando la fe en no haber perdido para siempre a aquel tipo. Yo pensé en ello mientras volvía con el metro a casa, apretujada entre hombres con corbatas estrechas y mujeres malhumoradas y fatigadas de tanto mantenerlos a raya. Pero por supuesto, ella lo había perdido. Ahora ya no lo recuperaría nunca. Estaba bebiendo mucho, a menudo sola, y sospeché que su vida se había salido de madre en muchos sentidos que ella no me contaba. ¡Y cómo reaccionó cuándo le pregunté qué era aquello de «chica de alterne»!

—Pues cuidar de hombres.

—¿Qué quieres decir?

—Que se lo tienen que pasar bien. Gastar dinero.

—¿En ti?

—¡Claro que en mí! ¿Qué es esto, el tercer grado? ¿Te crees que me acuesto con ellos?

—¿Te acuestas con ellos?

Ella me dedicó una mirada que me costó descifrar. Pero me di cuenta de lo que no era: no era una negación escandalizada.

—Iris, ¿trabajas de puta?

—Muy graciosa.

La dejé de buen humor, medio borracha ya a las cinco de la tarde. Pensé que Nueva York iba a destruir a aquella chica si no se andaba con cuidado.

Más tarde, con la ayuda de Gladys, le hice la cena a Howard. Él estaba sentado en silencio a la mesa de la cocina. En un momento dado levantó la vista e hizo su solemne anuncio:

—Anoche Constance y papá no se estaban peleando. Solo estaban hablando fuerte.

A Gladys le hizo gracia. Menudo niño extraño estaba hecho. A mí cada vez me caía mejor.

—Eso mismo, Howard —le dije—. Solo hablábamos fuerte.