MARTES

Conquistado en la batalla del Salto al prisionero Azteca de los Vados, trincado por Tacho, Pardillo y Granclac:

Un buen par de cordones de Zapato.

Una liga.

Un cacho de cuerda.

Siete botones de pantalón.

Una hebilla de atrás.

Un par de tirantes.

Un corchete de blusón.

Dos botones de blusón de cristal negro.

Tres botones de jersey.

Cinco botones de camisa.

Cuatro botones de chaleco.

Una perra.

Total del tesoro:

¡Tres perras de reserva para caso de necesidad!

¡Sesenta botones de camisa!

«Vamos a ver -pensó-. ¿Serán de verdad sesenta botones? el viejo no me ve. ¿Y si los contara otra vez?»

Y se llevó la mano al bolsillo, hinchado por el botín revuelto y mezclado con sus posesiones personales, ya que la Mari no había tenido tiempo todavía de confeccionar la bolsa que le había prometido al ejército, porque el trabajo tenía que hacerse a escondidas y su hermano había vuelto muy tarde la noche anterior.

El pañuelo de Tintín taponaba el bolsillo lleno de botones. Tiró de él sin pensarlo bien, con brusquedad, por la prisa que tenía por comprobar la exactitud de sus cuentas y… pataplaf… los botones del tesoro, junto con avellanas y canicas, rodaron por el suelo en todas las direcciones y se desparramaron por la clase.

Se oyó un rumor ahogado y hubo una oleada de cabezas que se volvían.

¿Qué es eso? – preguntó secamente el tió Simón, que desde hacía dos días venía observando las extrañas actitudes de su alumno.

Y se precipitó a comprobar con sus propios ojos la naturaleza del delito, desconfiando como desconfiaba, a pesar de todas sus lecciones de moral y de la famosa historia de George Washington y el hacha, de la sinceridad de Tintín y sus compinches.

Pacho sólo tuvo tiempo de escamotear con mano temblorosa el libro de caja y meterlo precipitadamente bajo su pupitre, pues su compañero, demasiado turbado, apenas pudo pensar en ello.

Pero tampoco ese gesto consiguió escapar al ojo avizor del maestro.

–¿Qué es lo que escondes, Tacho? Enséñamelo en seguida o te quedas ocho días sin salir.

Enseñar el libro principal, poner al descubierto el secreto que constituía la fuerza y la gloria del ejército de Longeverne: vamos vamos, Pacho hubiera preferido cor…társela en rodajas, como decía elegantemente el hermano de Pardillo. Pero ¡ocho días castigado!…

Los camaradas seguían el duelo con ansiedad.

Pacho se portó como un héroe, sencillamente.

Levantó otra vez la tapa de su pupitre, abrió su Historia de Francia y le tendió al tió Simón sacrificando sobre el altar de la patria chica longevernesa la primera prenda, tan cara a su corazón, de sus amores juveniles-, le tendió a ese siniestro granuja de maestro la estampa que la hermana de Tintín le había dado como símbolo de su fidelidad: un tulipán o un pensamiento de gules en campo de azur1, enmarcado, como ya queda dicho, por esta leyenda apasionada: Recuerdo.

Por lo demás, Pacho se juró a sí mismo que, si el otro no la rompía inmediatamente, él iría a rescatarla de su mesa la primera vez que le tocase barrer o que el maestro se volviese de espaldas por una u otra razón.

¡Qué de emociones sintió en el minuto siguiente, cuando el maestro volvió a su tarima!

Pero la caída de los botones seguía sin explicar.

Pacho tuvo que confesar, farfullando, que había cambiado la estampa por los botones… Pero ese negocio seguía resultando extraño y misterioso.

¿Qué haces con todos esos botones en el bolsillo? – preguntó el tió Simón a Tintín. Me da la

1 En heráldica, flor roja sobre fondo azul.

impresión de que se los has robado a tu mamá. Ya la pondré yo sobre aviso con unas palabritas… Espera un poco y veremos. Para empezar, por interrumpir la clase, esta tarde os quedaréis los dos una hora.

«Una hora -pensaron los otros. ¡Pues qué bien! ¡Muy bonito! El jefe y el tesorero, trincados. ¿Cómo iban a pelear?»

Por razones evidentes, a Pardillo le aterrorizaba tener que asumir las responsabilidades de general en jefe, desde el día de su desventura y su derrota. ¡Mira que si venían los velranos!…, Joder, ¡mi… el para ellos!

Cierto que el día anterior habían recibido tal paliza que era muy poco probable que volviesen aquella tarde. Pero con semejantes guillados nunca se sabe…

¿A ver, dónde están esos botones? – siguió el tió Simón.

Por más que se agachó, se sujetó las gafas y miró por entre los bancos, no hubo botón alguno que cayera dentro de su campo visual; durante la algarabía, los compañeros, prudentes, los habían recogido cuidadosa y subrepticiamente, ocultándolos en lo más profundo de sus bolsillos. De manera que al maestro le fue imposible conocer la naturaleza y cantidad de aquellos famosos botones y tuvo que quedarse con la duda.

Pero al volver a su mesa, y para vengarse, ¡el viejo marrajo!, rasgó en dos mitades la hermosa estampa de la Mari Tintín, y Tacho enrojeció de rabia y de dolor. El maestro dejó caer negligentemente al cesto de los papeles los dos fragmentos, uno a uno, y reanudó la lección interrumpida.

Grillín, que sabía el aprecio que sentía Pacho por su estampa, tiró oportuna y disimuladamente su palillero y, al agacharse a recogerlo, rescató con habilidad los dos preciosos fragmentos, ocultándolos después en un libro.

Más tarde, queriendo agradar a su jefe, pegó a escondidas, los dos trozos con recortes de papel de sellos y, en el recreo, se los devolvió a Pacho que, sorprendido hasta el pasmo, estuvo a punto de echarse a llorar y no supo cómo agradecérselo al bueno de Grillín, un compañero de verdad.

Pero el asunto del castigo seguía siendo un incordio.

«Con tal de que no diga nada en nuestras casas», pensaba Tintín, y le confió su aprensión a Pacho.

Bah -dijo el jefe-, ya ni siquiera se acuerda de eso. Pero, ojo, mucho cuidao con tocarte los bolsillos. Si descubre que entodavía te quedan…

Al llegar al patio de recreo, los que tenían botones devolvieron al tesorero las unidades dispersas que habían recogido; nadie le hizo el menor reproche por su imprudencia, porque todos comprendían muy bien la pesada responsabilidad que había asumido y todo lo que su cargo, que le había valido ya un castigo sin contar la paliza que todavía podía recibir al volver a casa, podría costarle aún en el futuro.

El mismo lo entendió y se quejó:

–Oye, habría que encontrar a otro que hiciera de tesorero; es mu molesto y peligroso: ¡ayer no pude meterme en la pelea y hoy me han castigao!…

–A mí también dijo Pacho para consolarlo-; también yo estoy castigao.

Claro, pero ayer por la tarde pudiste hincharte de dar tortas y cantazos y palos, ¿sí o no?

–Eso no tie na que ver; anda, esta tarde te sustituirán a ratos pa que puedas pelear tú también.

–Si lo supiera, escondería los botones ahora, pa no tener que llevarlos esta tarde con nosotros.

Pero si te ve alguien, por ejemplo el tió Gugú a través de las tablas de su granero, y va a quitárnoslos o a decírselo al maestro, estamos apañaos.

¡Pero hombre, Tintín, si no corres ningún peligro! intervinieron a coro los demás camaradas, tratando a la vez de consolar, tranquilizar y animar al tesorero para que conservase en su poder aquel capital de guerra, motivo al mismo tiempo de preocupaciones y de confianza, de dificultades y de orgullo.

La última hora de clase resultó triste; el final del recreo naufragó en la inmovilidad y en un cierto silencio salpicado de conversaciones misteriosas y cambios de impresiones en voz baja, que intrigaron al maestro. Era un día perdido. La perspectiva de los castigos había cortado en seco su entusiasmo juvenil y apagado su sed de movimientos.

¿Qué podríamos hacer esta tarde?», se preguntaban los del pueblo cuando Gambeta y los dos Clac, desamparados, se retiraron a sus hogares, uno hacia la Costa y los otros hacia Vernois.

Pardillo propuso una partida de canicas, ya que nadie quería jugar al marro o a bandera, porque esos simulacros de batalla les parecían niñerías al lado de las sarracinas del Salto.

Así que se fueron a la plaza y se pusieron a jugar al cuadrado a una bola la mano, «pero de veras, no de mentirijillas», mientras los castigados distraían la hora suplementaria que les había sido impuesta copiando una lectura de la Historia de Francia de Blanchet, que empezaba así: «Mirabeau2 al nacer, tenía un pie torcido y la lengua trabada; dos dientes molares ya formados en sus encías anunciaban su fuerza…», etc., con lo que no se lo pasaban mal del todo.

Mientras copiaban, su atención vagabunda recogía por las ventanas abiertas las exclamaciones de los que jugaban fuera:

–¡Todo!

¡Nada!

–¡Yo lo he dicho antes!

–¡Mentiroso!

¡Tú no has llegao!

–¡A por la de Pardillo! – ¡Plaf ¡Muerto! ¿Cuántas bolas tienes? – ¡Tres! – ¡No es verdad, ties por lo menos dos más! ¡Venga, escúpelas, so ladrón! – Pon una en el cuadro si quies jugar, majo. – ¡Y un cuerno! Me voy a acercar al montón y lo limpio. «Pues está bien eso de jugar a las bolas», pensaban Tintín v Pacho, copiando por tercera vez:

«Mirabeau, al nacer, tenía un pie torcido y la lengua trabada…». Vaya mierda de boca que debía de tener el tal Mirabeau -comentó Pacho-. ¡Cuándo se acabará esta hora!

–¿No habéis visto a mi hermano? – preguntó la Mari, que pasaba por allí, a los jugadores, enzarzados en una acalorada discusión a propósito de una jugada dudosa.

La pregunta los tranquilizó de golpe, porque los intereses individuales suscitados por la partida se desvanecían ante cualquier asunto relacionado con la gran misión.

–Ya he hecho la bolsa -añadió ella.

–¡Ah! ¡A ver, a ver!

Y la Mari Tintín mostró a los guerreros embelesados y pasmados de admiración una bolsa de corredera hecha de griseta nueva, de tamaño doble del de las bolsas corrientes de canicas; una bolsa sólida, bien cosida, con dos cordones nuevos que permitían cerrar la abertura para que no pudiera salirse nada.

–¡Está jodidamente bien! sentenció Pardillo, expresando así el summum de la admiración, mientras sus ojos chispeaban de agradecimiento-. ¡Con eso, vamos a estar de primera!

–¿No van a salir pronto? preguntó la chiquilla, que estaba ya al corriente de la situación de su hermano y de su amigo.

Drento de diez minutos o un cuarto de hora -aseguró Grillín, tras consultar el reloj de la torre-. ¿Vas a esperarlos?

–No -respondió ella-, no quiero que me vean con vosotros y le digan a mi madre que soy un «chicano». Me voy, pero decíle a mi hermano que vaya en cuanto salga.

Sí, sí, se lo diremos, vete tranquila.

–Estaré en la puerta -concluyó, dirigiéndose hacia su casa.

2 Se refiere al político francés Honoré-Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau (1749-1791). Enemigo por igual del absolutismo y la anarquía, intentó salvar la monarquía en unos momentos en que se iba fraguando la Revolución Francesa. Aparte de sus discursos y escritos políticos, merecen recordarse sus Cartas a Sofía.

La partida continuó, languideciente, a la espera de los castigados.

Efectivamente, diez minutos después, Pacho y Tintín, hasta las mismísimas narices de Mirabeau, joven de pie torcido y… etc., se reunían con los jugadores, que se repartieron las bolas del cuadrado para terminar. En cuanto les informaron, Tintín no vaciló un instante.

–Me largo -gritó, porque estos putos botones me están haciendo polvo la pierna, además de que ando siempre con miedo de perderlos. Si puedes, intenta venir cuando estén ya en la bolsa, ¿eh? – le pidió Pardillo. Tintín lo prometió y se fue al galope para reunirse con su hermana.

Llegó en el preciso instante en que su padre salía del establo, haciendo restallar el látigo, para conducir a los animales al abrevadero.

-No ties na que hacer, ¿eh? le dijo al ver que se colocaba al lado de la Mari, visiblemente ocupada en zurcir un calcetín.

–Ya me sé las lecciones -replicó él. – Vaya, vaya, vaya! Tras estas exclamaciones equívocas, el padre

los dejó para correr tras el «Tordo», que se restregaba violentamente el cuello contra la cerca de Colasón.

¡Da pa'trás, bicho! – gritaba, dándole con el mango del látigo en los belfos húmedos.

En cuanto pasó de la primera casa, la Mari sacó por fín la famosa bolsa y Tintín vació sus bolsillos y volcó sobre el delantal de su hermana todo el tesoro que había estado a punto de reventárselos.

Entonces fueron colocando, en el fondo y metódicamente, primero los botones, después los corchetes, las presillas, el paquete de agujas cuidadosamente ensartadas en un trozo de tela, y por último los cordones, la goma, la cuerda gruesa y la fina.

Todavía quedaba sitio para el caso de que se hicieran más prisioneros. ¡Estaba realmente bien!

Después de tirar de los cordones para cerrar, Tintín levantó la bolsa llena a la altura de sus ojos, como hacen los borrachos con el vaso, sopesando el tesoro y olvidando en su alegría los castigos y las preocupaciones que le había acarreado hasta el momento su situación. Entonces se oyó el «tac, tac, tac, tac, tac» de los zuecos de Grillín repicando contra el suelo y Tintín bajó la vista, dirigiéndola inquisitivamente hacia el camino.

Grillín, muy sofocado y con los ojos brillantes de inquietud, fue directamente hacia ellos y dijo con voz sepulcral:

–¡Ten cuidao con los botones! Tu padre anda de cháchara con el tió Simón; mucho me temo que ese viejo asqueroso le diga que hoy te ha castigao por eso y que te registren. Si pasa eso, procura esconderlos ¿eh? Yo me largo; si me ve aquí, creerá que he venido a avisarte.

Alrededor se oían ya los chasquidos del látigo del tió Tintín. Grillín se esfumó entre las cercas de los huertos y desapareció como una sombra, mientras la Mari, interesada como ellos en el asunto y tomando oportunamente una decisión tan súbita como enérgica, se levantaba el delantal, lo ataba fuertemente por detrás, a la espalda, para formar una especie de pliegue amplio, e introducía en ese escondite, debajo de su labor, la bolsa y los botones del ejército de Longeverne.

¡Entra! – le dijo a su hermano-, y haz como si estuvieras estudiando; yo me quedaré aquí zurciendo el calcetín.

Aunque parecía que sólo se preocupaba de su trabajo, la hermana de Tintín pudo observar a hurtadillas el rostro de su padre y, al descubrir la ojeada que lanzó para saber si su hijo seguía haraganeando a la puerta de la casa, se convenció de que habría gresca segura.

Los bueyes y las vacas se apretujaban y empujaban para entrar rápidamente en el establo, tratando de robar, al bordear el pesebre, algo del pienso dispuesto para el de al lacio, antes de engullir su ración correspondiente. Pero el campesino hizo restallar su látigo, manifestando así su firme decisión de no tolerar esos robos cotidianos y habituales, y, después de colocar la cadena de hierro en torno al cuello de cada animal, ya con los zuecos ennegrecidos de estiércol e inmundicia, empujó la puerta de comunicación que daba a la cocina, donde encontró a su hijo atareado en preparar, con una atención desacostumbrada y demasiado llamativa, una lección de aritmética para el día siguiente.

Iba por la definición de la sustracción.

–La sustracción es una operación que tiene por fin… -murmuraba.

–¿Qué estás haciendo ahora? – dijo el padre.

–¡Aprendiéndome la aritmética pa mañana!

–¿Pero no te sabías las lecciones hace un momento?

-¡Me se había olvidao ésta!

–¿De qué es?

–De la sustracción.

–La sustracción… ¡Vaya, vaya! ¡Pues me parece a mí que tú sabes mucho de sustracciones, pedazo de haragán! Y añadió bruscamente:

–¡Ven aquí! Tintín obedeció, adoptando la actitud más sorprendida e inocente que pudo. – ¡A ver lo que tienes en los bolsillos! – ordenó el padre. Pero si yo no he hecho nada, no he cogido

nada -protestó Tintín.

–¡Te digo que me enseñes lo que llevas drento de los bolsillos, rediós! ¡Y en seguida!

–¡Que no hay nada, leñe!

Y con todo su orgullo, como una víctima odiosamente calumniada, hundió su mano en el bolsillo derecho y sacó un trozo de trapo sucio que le servía de pañuelo, una navaja mellada e con el muelle roto, un pedazo de cuerda, una canica y un cacho de carbón que utilizaba para pintar el cuadrado cuando jugaban a las bolas en suelo duro.

¿Eso es todo? – preguntó el padre.

Tintín dio la vuelta al forro, renegrido por la suciedad, para demostrar que no quedaba nada.

–¡A ver, el otro!

Se repitió la misma operación: Tintín extrajo sucesivamente un pedazo de paloduz medio roído, un mendrugo de pan, el corazón de una manzana, un hueso de ciruela, cáscaras de avellana y un guijarro redondo (un guijarro perfecto para el tirador),

–¿Y los botones? – dijo el padre.

En ese momento entraba la madre de Tintín. Al oír hablar de botones, se conmovieron sus instintos económicos de ama de casa.

–¿Botones? – contestó Tintín-. ¡No tengo botones!

–¿Que no tienes?

–¡No! ¡Yo no tengo botones! ¿Qué botones?

–¿Y los que tenías esta tarde?

¿Esta tarde? – respondió Tintín, con aire ausente, como si tratase de ordenar sus recuerdos.

-¡No te hagas el imbécil, rediós -exclamó el padre-, que te arreo un tortazo, maldito mocoso! ¡Esta tarde tenías botones, porque se te cayó un montón de ellos en clase; el maestro acaba de decirme que

tenías los bolsillos llenos! ¿Qué has hecho con ellos? ¿De dónde los habías cogido? – ¡Yo no tenía botones! No era o, era…, era Pacho, que quería cambiármelos por una estampa. – ¡Pues claro! – intervino la madre. Por eso no me quedaba nunca ninguno en la cesta de la costura ni en los cajones de la máquina de coser; era este mardito asqueroso el que me los quitaba: en esta casa no hay manera de encontrar nada, se pasa una el día comprando y venga comprar y como si tal cosa: ¡lo roban todo en menos que se persigna un cura loco! Y cuando no cogen lo que hay aquí, arrancan lo que llevan encima, destrozan los zuecos, pierden las gorras, dejan por ahí los pañuelos, no Cien nunca un cordón de zapato entero. ¡Ay, Dios mío! ¡Jesús, María y José! ¿Qué vamos a hacer con unos sinvergüenzas como éstos? Pero ¿qué demonios podrán hacer con los botones?

–¡Ah, maldito granuja! Te voy a enseñar yo a ti un poco de orden y de economía, y como contigo las palabras no sirven pa na, te voy a enseñar a patadas en el culo, ya verás ya -gruñó el padre de Tintín.

Y en seguida, uniendo el gesto a las palabras, cogió a su retoño por el brazo y le obligó a darse la vuelta, imprimiéndole donde la espalda pierde su honesto nombre, con los zuecos ennegrecidos por el estiércol, unos cuantos sellos que servirían, pensó, para quitarle durante algún tiempo la manía de birlar botones del costurero de su madre.

Tintín, siguiendo las indicaciones formuladas por Pacho unos días antes, empezó a gritar y berrear con toda su alma, incluso antes de que su padre lo hubiera tocado, y todavía chilló más fuerte y más espantosamente cuando las suelas de madera de su padre entraron en contacto con su trasero. Gritó tanto, que la Mari entró en la casa con lágrimas en los ojos, conmovida y asustada, y hasta la madre, sorprendida, pidió a su marido que no le pegase tan fuerte, creyendo que su hijo estaba siendo

martirizado o poco menos.

Pero si ni siquiera le he tocao al marrano éste -replicó el padre-. Ya le enseñaré yo otro día a chillar por cualquier cosa. ¡Y que no te coja yo hurgando en los cajones de tu madre -añadió o te encuentre algún botón en los bolsillos!

8

Otras combinaciones

Mucho he buscado, señora, y mucho busco todavía. Racine (Britanicus, acto II, esc. III)

–¡No, no y no. No quiero saber nada del tesoro! Estoy hasta las narices de no poder pelear, de copiar gilipolleces sobre Mirabeau, de que me castiguen y de recibir palizas. ¡A la mierda los botones! Que los coja el que quiera. No nos van a canear siempre a los mismos. Mi padre ha dicho que, si me pilla un botón en los bolsillos, me da una que no me se olvidará mientras viva.

Así habló Tintín, el tesorero, a la mañana siguiente, al poner en manos del general la hermosa bolsa repleta confeccionada por su hermana.

–Pues hace falta que alguien guarde los botones afirmó Pacho -. Es verdad que Tintín no pue seguir teniéndolos, porque está mu vigilao. Puen registrarlo y pescarlo en cualquier momento. ¡Ties que cogerlos tú, Granclac! Tú no vives en el pueblo y tu padre no podrá pensar nunca que los tienes.

–¿Que ande con esa bolsa de Vernois aquí y de aquí a Vernois, dos veces al día, ida y vuelta, y que además no pueda pelear, yo, uno de los mejores soldados de Longeverne? ¿Tú te estás cachondiando o qué? – respondió Granclac.

–¡Tintín también es un buen soldao, y sin encambio aceptó!

Sí, pa que me trinquen en clase o al volver a casa… ¿Pero no ves que los velranos están esperando que a Narciso se le olvide soltar al Turco una tarde? Y los días que no vengarlos a clase, qué haréis, eh? El gilipollas, ¿no?

–Podríamos esconder la bolsa en un pupitre de clase.

–¡Será zoquete! – se burló Grillín. ¿Y pa qué quies los botones en clase? Cuando nos hacen falta es precisamente después de las cuatro, boberas, y no durante la clase. ¿Cómo vas a entrar entonces pa'sconderlos, eh? ¡Anda, dilo pa que nos enteremos, cacho cipote!

¡No, no, allí no hay nadie! ¡No pue ser! – masculló Pacho.

–Oye, ¿dónde están Pardillo y Gambeta? preguntó uno de los pequeños.

–A ti qué te simporta contestó el jefe con acritud-. Están en su pellejo, yo en el mío, y mierda pal tuyo. ¿Entendido? Bueno, hombre, yo lo decía porque a lo mejor Pardillo podría guardar la bolsa. A él, en el árbol, no le estorbaría. ¡Ni hablar! – replicó Pacho bruscamente-. Pardillo menos que nadie. Ya lo tengo: lo que hay qué

hacer es buscar un escondrijo pa meter los trastos.

–Pero no en el pueblo, porque si lo encuentran…

–No -admitió el jefe-, tenemos que buscar un sitio en el Salto, en las canteras viejas de arriba, por

ejemplo. – Pero tie que ser un sitio seco, porque las agujas, si se oxidan, no valen pa na, y además el hilo se pudre con la humedad. – ¡Si pudiéramos encontrar también un escondite pa los sables y las lanzas y los palos! Siempre andamos temiendo que nos los quiten. Ayer mi padre me rompió el sable y lo tiró al fuego gimió Botijo; sólo pude recuperar un trocito de cuerda de la empuñadura, y encima estaba toda chamuscada. – Sí -concluyó Tintín, eso es; tenemos que encontrar un sitio, un escondite, un agujero pa meter to los chismes. – ¿Y si hiciéramos una cabaña? – propuso Grillín-. Una cabaña en condiciones, en una cantera abandonada, bien protegida y escondida; en alguna hay ya hasta cuevas preparadas, la acabamos,

construyendo paredes, y buscamos palos y trozos de tabla pa hacer el t jao.

–Eso estaría pero que mu bien -añadió Tintín-, una cabaña de verdad, con camas de hojas secas pa descansar y un fogón pa hacer fuego y dar la fiesta cuando tengamos perras.

Eso es -afirmó Pacho-. Vamos a hacer una cabaña en el Salto. Allí esconderemos el tesoro, las miniciones, los tiradores y buenos cantos de reserva. Haremos tabletes pa sentarnos, camas pa dormir, perchas pa colgar los sables, construiremos una chimenea y recogeremos leña seca pa hacer fuego. ¡Va a estar mu bien!

–Tenemos que encontrar el sitio en seguida -dijo Tintín, preocupado por conocer lo antes posible el destino de su bolsa,

–Esta tarde, esta tarde, sí, esta tarde lo buscamos -decidió toda la banda, entusiasmada.

–Si no vienen los velranos -corrigió Tacho-; pero Pardillo y Gambeta les están preparando algo pa que nos dejen en paz; si sale bien, estaremos tranquilos, y si no sale, bueno, pues elegiremos a dos pa que vayan a buscar el sitio que más convenga.

–¿Qué está haciendo Pardillo? Anda, dínoslo, Pacho preguntó Vaquero.

–No se lo digas -susurró Tintín, dándole con el codo para recordarle una antigua sospecha.

Ya tendrás tiempo de verlo tú. ¡Yo ahora no sé nada! Fuera de la guerra y de las batallas, cada cual es libre. Pardillo hace lo que le da la gana, y yo también, y tú lo mismo, y todos. ¡Vivimos en una república

o no, rediós!, como dice mi padre.

La entrada en clase se realizó sin Pardillo ni Gambeta. Cuando el maestro interrogó a sus compañeros sobre las supuestas causas de su ausencia, supo por los enterados que el primero estaba en casa atendiendo a una vaca que iba a parir, mientras el otro volvía a llevar al macho a una cabra que se empeñaba en no… quedar.

No insistió en pedir detalles y los chavales lo sabían de antemano. Por eso, cuando uno de ellos hacía novillos, nunca faltaba alguno que, para excusarlo, apuntase inocentemente algún motivo más bien escabroso, porque todos estaban convencidos de que el tió Simón no pediría explicaciones suplementarias.

Entretanto, Pardillo y Gambeta estaban muy alejados de cualquier preocupación relacionada con la fecundidad de sus vacas o sus cabras, respectivamente.

Como se recordará, Pardillo había jurado a Jetatorcida que se las pagaría; desde entonces andaba dándole vueltas a su venganza y ahora se dedicaba a poner en práctica su plan, ayudado por su Fiel cómplice Gambeta.

A las siete, ambos habían visto a Pacho, con quien se habían puesto de acuerdo y a quien pusieron al corriente de todo.

Hallada la excusa, salieron del pueblo. Escondiéndose para que nadie pudiese verlos ni reconocerlos, llegaron primero al Salto y al Matorral Grande y después al lindero enemigo, desguarnecido a aquellas horas de sus defensores habituales.

Allí, a pocos pasos de la cerca, se elevaba el haya de Jetatorcida con su tronco liso, recto y hasta pulido al cabo de tantas semanas por el roce del pantalón del vigía velrano. Las ramas en forma de horquilla, primeras bifurcaciones del tronco, salían a pocas brazas por encima de la cabeza de los trepadores. En tres empujones, Pardillo alcanzó una rama, se afianzó con los antebrazos, se incorporó sobre las rodillas y luego sobre los pies.

Una vez allí, trató de orientarse. La cuestión era descubrir en qué horqueta y sobre qué rama se colocaba su rival, para no exponerse al riesgo de realizar un trabajo inútil que además podría dejarlos en ridículo ante sus enemigos y hacerles perder prestigio entre sus camaradas.

Pardillo miró hacia el Matorral Grande y más exactamente a su roble, para calcular la altura aproximada del sitio de Jetatorcida y después examinó cuidadosamente los rasguños de las ramas, tratando de descubrir los puntos exactos en los que ponía los pies el otro. A continuación, trepó por aquella especie de escalera natural, de camino aéreo. Como un Sioux o un Delaware siguiendo la pista de un Rostro Pálido, fue explorando de abajo arriba las ramificaciones del árbol e incluso superó la altura del puesto del enemigo, para distinguir así las ramas rozadas por las suelas de Jetatorcida de aquellas en que no pisaba. Después localizó exactamente el punto de la horqueta desde el que el hondero lanzaba contra el ejército de Longeverne sus mortíferos proyectiles, se instaló cómodamente, miró hacia abajo para calcular el batacazo que pensaba hacerle dar a su enemigo y, por fin, sacó la faca del bolsillo.

Era una navaja doble, como los músculos de Tartarín; o por lo menos, la llamaban así porque al lado de la hoja tenía una pequeña sierra de dientes gruesos, que cortaba más bien poco y resultaba extraordinariamente incómoda.

Con aquel instrumento rudimentario, Pardillo, que no se arredraba por nada, se dispuso a cortar, menos un hilillo, una rama viva y dura de haya, tan gorda como su muslo, si no más. Arduo trabajo, que además debía realizarse con la mayor habilidad si quería evitar cualquier señal que, en el momento decisivo, pudiera despertar las sospechas del adversario.

Para impedir los saltos de sierra o cualquier erosión demasiado visible de la rama, Pardillo, que había bajado hasta la horqueta inferior y trabajaba con el tronco del árbol entre las rodillas, señaló primero con la hoja de la navaja el sitio exacto donde había que cortar y labrar una pequeña muesca para encajar la sierra.

Hecho lo cual, empezó a darle a la muñeca de adelante atrás y de atrás adelante.

Entretanto, Gambeta había subido al árbol y supervisaba la operación. Cuando Pardillo se cansó, fue sustituido por su cómplice. Al cabo de media hora, la navaja estaba ardiendo hasta el punto de que no había forma de tocar siquiera las hojas. Descansaron un momento y después reemprendieron el trabajo.

Durante dos horas se relevaron en el manejo de la sierra. Al final tenían los dedos agarrotados, las muñecas inflamadas, el cuello torcido, los ojos irritados y llenos de lágrimas, pero una llama inextinguible los reanimaba y la sierra volvía a raspar y seguía royendo, como un ratón despiadado.

Cuando apenas quedaba centímetro y medio por cortar, comprobaron la solidez de la rama, apoyándose encima, primero con precaución y después más fuerte.

–Un poco más entodavía -decidió Pardillo.

Gambeta reflexionaba. «No conviene que la rama quede agarrada al tronco, pensaba, porque si no, se agarrará a ella y todo quedará en el susto. Tiene que romperse de golpe.» Y le propuso a Pardillo que volvieran a serrar por arriba, como un dedo más o menos, para conseguir un corte limpio. Así lo hicieron.

Pardillo, apoyándose otra vez con fuerza en la rama, oyó un crujido. Buena señal. «Un poquito más», dictaminó.

Bueno, ya está. Podrá subirse sin que se rompa, pero en cuanto empiece a hacer fuerza pa tirar con el tirador… ¡Ja, ja! ¡Cómo nos vamos a reír!

Soplaron el serrín que cubría las ramas para hacerlo desaparecer, arreglaron con las manos los bordes de la hendidura, tratando de unir los desgarrones de la corteza de modo que su trabajo pasara desapercibido y después bajaron del haya de Jetatorcida con la conciencia de haber aprovechado bien la mañana.

Señor maestro -le dijo Gambeta al llegar a clase a la una menos diez, vengo a decirle que me ha dicho mi padre que le diga que no he podido venir a la escuela esta mañana porque he tenido que llevar la cabra…

Esta bien, está bien, ya lo sé -le interrumpió el tío Simón, a quien no le gustaba nada el interés de sus alumnos por ese tipo de historias que los hacía ponerse en corro para oírlas; entre otras cosas porque estaba seguro de que algún golfante de aquellos pediría, con cara de inocencia, explicaciones suplementarias.

–Está bien, está bien respondió igualmente y por anticipado a Pardillo, que se acercaba con la boina en la mano. Venga, marchaos de ahí u os hago entrar en clase otra vez.

Y para sus adentros, pensaba, refunfuñando: «No me explico que haya padres tan despreocupados por la moralidad de sus hijos, que les pongan semejantes espectáculos ante los ojos. Es una pasión. Cada vez que viene el semental al pueblo, todos asisten a la operación; se ponen en corro alrededor del grupo, lo ven todo, lo oyen todo; y los dejan. Y luego vienen a quejarse de que sus hijos intercambian papelitos amorosos con las chicas…»

Era un buen hombre que se quejaba por cuestiones de moral y se afligía por cualquier cosa.

¡Como si el acto del amor no estuviese visible por todas partes en la naturaleza! Habría que colocar un cartel para prohibir que las moscas se montasen, que los gallos saltasen sobre las gallinas, encerrar a las novillas en celo, liarse a perdigonazos con los gorriones enamorados, destruir los nidos de golondrinas, poner taparrabos o calzones a los perros y faldas a las perras, y no mandar jamás a un niño a cuidar de los corderos, porque los carneros se olvidan de comer cuando una oveja emite el olor que propicia el acto y se ve rodeada de toda una corte de galanes.

Por lo demás, los chavales conceden a ese espectáculo cotidiano mucha menos importancia de lo que se cree. Lo que más les divierte de él es el movimiento, que se parece al de una pelea o que ellos identifican a veces con la descomposición intestinal que sigue a una comida, como lo demuestra este relato de Chiquiclac.

–Hacía fuerzas como cuando tie ganas de cagar -decía, refiriéndose a su Turco, que había cubierto a la perra del alcalde después de vapulear a todos sus rivales-. ¡Qué juerga! Se había agachan tanto, pa poder llegar, que estaba casi con las rodillas de atrás pegando en el suelo y tenía el lomo como la jorobada de Orleans1 . Después, cuando se cansó de empujar, sujetándola entre las patas de alante, bueno pues se enderezó y, machos, no había forma de que se saliera. Estaban enganchaos, y la Loquilla, que es pequeña, tenía el culo en el aire y las patas de atrás no le llegaban al suelo. Entonces salió de mi casa el alcalde rociando: «¡Echailes agua, echailes agua!». Pero la perra chillaba y el Turco, que es más grande, la tiraba del trasero, aunque tenía to los… chismes retorcidos. Al Turco debió de dolerle de cojones, pues cuando por fin consiguieron despegarlos, lo tenía todo rojo y estuvo por lo menos media hora lamiéndose el aparato. Aluego Narciso le dijo: «¡Ah, señor alcalde! ¡Me paice a mí que la Loquilla no va mal servida!» Y él se fue, cagándose en to los trastos.

1 Probable y embarazosa mezcolanza entre el jorobado de Notre Dame, de la novela de Victor Hugo, y Juana de Arco, la Doncella de Orléans.

Libro tercero

LA CABAÑA

1

La construcción de la cabaña

Tendrá nuestro lecho ligeros olores, divanes profundos como sepulturas.

CH. BAUDELAIRE (La muerte de tos amantes)

La ausencia de Gambeta y Pardillo y la misteriosa discreción del general tenían que intrigar necesariamente a los guerreros de Longeverne que, individualmente y bajo el manto del secreto, acudieron a pedir explicaciones a Pacho, con un motivo u otro.

Pero toda la información que pudieron conseguir hasta los más favorecidos se resumía en esta frase:

Vosotros fijaisus bien en Jetatorcida esta tarde.

De manera que, a las cuatro y diez, todos estaban ya en sus puestos, con una cantidad imponente de municiones por delante y el mendrugo de pan en la mano, esperando con impaciencia la llegada de los velranos y más atentos que nunca.

–Vosotros quedaisus escondidos había explicado Pardillo Pa que resulte divertido hace falta que se suba al árbol.

Todos los longevernos, con los ojos como platos, siguieron desde el principio todos y cada uno de los movimientos del trepador enemigo mientras ascendía a su puesto de vigía en lo alto del haya del lindero.

Miraron y volvieron a mirar, frotándose a cada minuto los ojos, que se les llenaban de lágrimas, y no vieron absolutamente nada de particular, pero nada de nada. Jetatorcida se instaló como de costumbre, contó a sus enemigos, después cogió el tirador y empezó a apedrear concienzudamente a los adversarios que conseguía distinguir.

Pero en el momento en que un movimiento demasiado brusco del francotirador le inclinó hacia un lado para evitar un proyectil de Pardillo, impaciente al ver que no se producía la catástrofe, un crujido seco y de siniestro augurio desgarró el aire. La gruesa rama a la que se había encaramado el velrano se rompió en seco, de un sólo golpe, y lo lanzó sobre los soldados que se encontraban debajo. El centinela aéreo intentó agarrarse a las otras ramas pero, golpeado aquí, magullado allá por las ramas inferiores, que se rompían a su vez, o lo repelían o se apartaban traidoramente, dio con sus huesos en el suelo, no se sabe cómo, pero desde luego en mucho menos tiempo del que había tardado en subir.

¡Uf, oh, ah, uuuuh, ay! ¡Mi pierna! ¡La cabeza! ¡El brazo!

Una carcajada homérica respondió desde el Matorral Grande a ese concierto de lamentaciones.

¡Ahora me ha tocao a mí!, ¿eh? – se burló Pardillo-. Mira lo que pasa por andar haciéndose el listo y amenazando a los demás. Así aprenderás, jodía lameculos, a no apuntarme con el tirador. No te habrás roto el cristal del retó, ¿verdá? ¡No! ¡Tie buena esfera!

¡Cobardes! ¡Asesinos! ¡Crápulas! – respondían los supervivientes del ejército de Velrans-. ¡Nos las pagaréis, canallas, claro que nos las pagaréis!

–Pues ahora mismo contestó Pacho.

Y, dirigiéndose a los suyos:

–¡Eh! ¿Y si cargamos un poquito contra ellos, qué tal?

–¡Vale, vamos! – aceptaron.

Y el aullido de ataque de los cuarenta y cinco longevernos indicó a los enemigos, ya confundidos y desconcertados, que había que salir pitando a toda mecha si no querían exponerse a la vergüenza de una nueva y desastrosa confiscación de botones.

El campo atrincherado de los velranos quedó desguarnecido en un abrir y cerrar de ojos. Los heridos recuperaron como por encanto el uso de sus piernas, hasta Jetatorcida, que había pasado más miedo que dolor y se las apañaba como podía con arañazos en las manos, mataduras en la cintura y en las piernas y un ojo a la virulé.

–¡Bueno, por lo menos vamos a estar tranquilos! – aseguró Pacho un instante después- Ahora vamos a buscar el emplazamiento de la cabaña.

'Podo el ejército se acercó a Pardillo, que había descendido del árbol para guardar momentáneamente la bolsa confeccionada por la Mari Tintín y que contenía el tesoro dos veces salvado y catorce veces amado por el ejército de Longeverne.

Los chavales se adentraron en las profundidades del Matorral Grande para llegar sin ser vistos al refugio descubierto por Pardillo, la «Cámara del Consejo», como la había bautizado Grillín, y, desde allí, desviarse hacia arriba en pequeños grupos para buscar, entre los numerosos emplazamientos utilizables, el que pareciera más oportuno y respondiera mejor a las necesidades del momento y de la causa.

En seguida se constituyeron cinco o seis patrullas, cada una de ellas conducida por un guerrero destacado, y se dispersaron inmediatamente entre las viejas canteras abandonadas, observando, buscando, huroneando, discutiendo, sopesando, interpelándose.

El lugar elegido no debería estar demasiado cerca del camino ni demasiado lejos del Matorral Grande. Al mismo tiempo, había que prepararle a la tropa un camino de retirada perfectamente disimulado para que pudiera dirigirse sin peligro alguno desde el campo de batalla a la fortaleza.

Lo encontró Grillín.

En medio de un laberinto de canteras, una excavación a modo de pequeña gruta ofrecía una protección natural que podía ser fortificada, cerrada y ocultada a los extraños con muy poco esfuerzo.

Grillín avisó con la señal de costumbre a Pacho, Pardillo y los demás y pronto estuvieron todos ante la caverna que acababa de descubrir el camarada, porque resultaba que, ¡rayos!, todos la conocían ya. ¿Cómo podían haberse olvidado de ella?

Claro, el maldito Grillín, con su memoria de elefante, se había acordado en seguida. Y mira que habían pasado por allí más de veinte veces en sus incursiones por la zona, en busca de nidos de mirlo, de avellanas maduras o de endrinas y eglantinas arrugadas por las heladas.

Las canteras de delante formaban una especie de camino que desembocaba en una encrucijada o terraplén bordeado hacia arriba por una franja de bosque que llegaba hasta el Teuré y poblada hacia abajo de matorrales entre los cuales se entrelazaban las veredas de herradura, cruzando el camino, y uniéndose al monte bajo de detrás del Matorral Grande.

Todo el ejército entró en la caverna. En realidad era poco profunda, pero se prolongaba, o mejor, estaba precedida por un ancho pasillo rocoso, de manera que ampliar el refugio natural era lo más fácil del mundo, simplemente colocando entre las dos paredes, separadas por algunos metros, un techo de ramas y follaje. Por otra parte, estaba espléndidamente protegida, rodeada de una espesa cortina de árboles y matorrales por todas partes menos por la de la entrada.

Habría que estrechar un poco la abertura, levantando un muro ancho y sólido con aquellas piedras planas que abundaban tanto, y entonces se podría estar allí como en casa. Cuando estuviera acabado lo de fuera, empezarían con el interior.

El instinto constructivo de Pacho brilló entonces en todo su esplendor. Su cerebro concebía, ordenaba y distribuía las tareas con una seguridad admirable y una lógica férrea.

–Habrá que empenzar dijo a reunir desde hoy mismo to las tablas que encontremos, las latas, los travesaños, los clavos viejos y los trozos de yerro.

Encargó a uno de sus guerreros que buscase un martillo, a otro unas tenazas, a un tercero un mazo de albañil; él llevaría un hacha, Tardillo un hocino1 , Tintín un metro (con señales de pies y de pulgadas) y todos, por obligación, absolutamente todos debían birlar de la caja de herramientas de la familia por lo menos cinco clavos cada uno, a ser posible grandes, para hacer frente inmediatamente a las necesidades más apremiantes de la construcción, entre ellas la edificación del techo.

Eso era poco más o menos lo que se podía hacer aquella tarde. En cuestión de materiales, lo que más falta hacía eran palos y tablas grandes. Aunque era verdad que el bosque ofrecía cantidades suficientes de varas de avellano fuertes, rectas y sólidas, que podrían cumplir perfectamente esa función. Por lo demás, Pacho había aprendido a levantar empalizadas para cercar los pastos, todos sabían trenzar cañizos y- en cuanto a las piedras, las había, como decía él, a puntapala.

–Sobre todo, no sus olvidís de los clavos -recomendó.

–¿Dejamos la bolsa aquí? – preguntó Tintín.

–Pues claro -dijo Grillín-, vamos a construir en seguida, allá al fondo, un pequeño cofre con piedras; lo dejamos bien seco y bien protegido y nadie será capaz de encontrarlo.

Pacho escogió una gran piedra plana y la colocó horizontalmente, cerca de la pared rocosa; con cuatro más gruesas construyó otros tantos tabiques, puso en medio el tesoro de guerra, lo cubrió todo con otra piedra plana y distribuyó alrededor y de modo irregular algunos guijarros que disimularan lo que de geométrica pudiera tener su construcción para el caso, más bien improbable, de que algún visitante inesperado pudiera sentir curiosidad al ver aquel cubo de piedra.

Con eso, la banda volvió feliz y lentamente hacia el pueblo, haciendo mil proyectos, dispuesta a perpetrar todos los robos domésticos, a realizar los trabajos más duros y los sacrificios más arduos.

Iban a hacer lo que ellos mismos habían decidido: su personalidad se afirmaba con aquella decisión adoptada por ellos y para ellos. Tendrían una casa, un palacio, una fortaleza, un templo, un panteón en el que podrían estar verdaderamente en su propia casa, donde los padres, el maestro de escuela y el cura no meterían las narices, donde podrían hacer con toda tranquilidad cuanto se les prohibía en la iglesia, en clase y en familia: portarse mal, andar descalzos, en mangas de camisa o «en pelotas», encender fuego, cocer patatas, fumar tallos de clemátida y, sobre todo, esconder los botones y las armas.

Tenemos que hacer una chimenea -decía Tintín.

–Y camas de musgo y hojas – añadía Pardillo.

–Y bancos y sillones -sugería Granclac.

Pero antes que nada, cogí lo las tablas y clavos que podáis -recomendó el jefe-; procuray llevar las provisiones detrás de la cerca o al haya del camino del Salto: mañana lo cogeremos todo, al ir al tajo.

Aquella noche se durmieron muy tarde. El palacio, la fortaleza, el templo, la cabaña atormentaba sus cerebros en ebullición. Sus imaginaciones vagaban, les zumbaban los oídos, mantenían los ojos fijos en la oscuridad, los brazos se impacientaban, las piernas pataleaban, v se movían los dedos de los pies. Qué largo se les hizo el tiempo hasta ver despuntar la aurora del día siguiente y poner manos a la gran obra.

Aquella mañana no hubo necesidad de llamarlos dos veces para que se levantaran, y mucho antes de la hora del desayuno andaban rondando por el establo, el granero, la cocina, el almacén, seleccionando los trozos de tabla o chatarra que debían engrosar el tesoro común,

Las cajas de clavos paternas sufrieron un asalto terrible. Como cada cual quería distinguirse y demostrar de lo que era capaz, por la tarde Pacho tuvo a su disposición no ya doscientos clavos, sino quinientos veintitrés, bien contados. Durante todo el día se registraron constantemente, desde el pueblo hasta el tilo grande y las cercas del Salto, misteriosas idas y venidas de chavales con blusones abultados, caminar dificultoso, pantalones rígidos, que escondían entre la piel y la tela mil objetos extraños que hubiera sido muy embarazoso tener que mostrar a quienes pasaban a su lado.

Por la tarde, Pacho llegó lentamente, muy lentamente, por el camino de detrás, a la encrucijada del tilo viejo. También él llevaba la pierna izquierda rígida y parecía cojear.

–¿Te has hecho daño? – preguntó Tintín.

–¿Te has cáido? -insistió Grillín.

1 Herramienta cortante de hoja curva.

El general sonrió con la sonrisa de un Calzas de cuero o de cualquier otro, una sonrisa que venía a decirles a los suyos: «¡No tenís ni idea!»

Y siguió renqueando hasta que quedaron ocultos por completo tras las hayas del camino del Salto. Entonces se detuvo, se desabrochó el pantalón y sacó el hacha que había prometido llevar y cuyo mango, metido por una de las perneras del pantalón, confería a sus andares aquel aire claudicante y poco agraciado. Hecho lo cual, volvió a abrocharse y, para demostrar a sus amigos que estaban tan ágil como cualquiera de ellos, inició, blandiendo el hacha en medio de ellos, una especie de danza del scalp que no

hubiera desmerecido en cualquier capítulo de El último mohicano o El cazador de ciervos2.

Todo el mundo tenía sus herramientas: a la tarea. A pesar de todo, situaron a dos centinelas en el roble de Pardillo para prevenir al ejército en el caso de que la banda del Azteca viniese a traer la guerra al campo de Longeverne, y después distribuyeron las cuadrillas.

Yo seré el carpintero -declaró Pacho. Y yo el albañil -afirmó Pardillo.

–Pues yo pondré las piedras con Granclac. Los demás, que las escojan y nos las pasen.

La cuadrilla de Pacho tenía como primera misión buscar las vigas y los palos necesarios para la techumbre del edificio. El jefe, con el hacha, los cortaría al tamaño deseado y los unirían después, cuando estuviera construido el muro de Pardillo.

Los demás se encargarían de hacer los cañizos que habría que colocar sobre el primer armazón, formando un entramado parecido al que sostiene las tejas. Ese

entramado, a modo de producto de Montchanin, sostendría simplemente un amplio lecho de hojas secas que quedarían fijas por otro enrejado de palos, puesto que había que prever los golpes de viento. Los clavos del tesoro, recontados cuidadosamente, fueron a reunirse con los botones de la bolsa. Y empezó la faena. Jamás celta alguno afrontando tempestades a flechazo limpio, gloriosos camaradas del siglo de las catedrales labrando sus sueños en piedra, voluntarios de la gran Revolución enrolándose a la voz de

2 Referencia al ciclo de novelas del Oeste de james Fenimore Cooper (17891851), entre cuyos protagonistas figuran numerosos exploradores, héroes de frontera, tramperos, personajes como «Ojo de halcón» y, concretamente, Nalta Bumppo, llamado «Calzas de cuero».

Danton3 o participantes en la cuarentayochada plantando el árbol de la Libertad, hicieron frente a su tarea con más exultación y frenético entusiasmo que los cuarenta y cinco soldados de Pacho al construir, en una cantera perdida en los aledaños del bosque del Salto, la casa colectiva de sus sueños y su esperanza.

Las ideas brotaban como manantiales en las laderas de una montaña umbría v los materiales se acumulaban por montones; Pardillo apilaba pedruscos; Pacho, profiriendo formidables ¡han!, ¡han!, golpeaba y cortaba ya a grandes hachazos, habiendo encontrado más práctico, en lugar de andar rebuscando en la maleza para encontrar las viguetas, ordenar que cogiesen de los montones cercanos a la tala unos cuarenta palos robustos, que una brigada de veinte voluntarios había ido a robar sin la menor vacilación.

Entretanto, una cuadrilla cortaba ramas, otra tejía cañizos y él, hacha o martillo en mano, cortaba, hendía, clavaba, consolidaba la parte inferior de su techumbre.

Para que el armazón quedase sólidamente instalado, había hecho cavar unos hoyos en el suelo, a fin de embutir los postes en tierra: los rodearía, pensó, de guijarros metidos en forma de cuña y que servirían tanto para mantenerlos fijos como para protegerlos de la humedad del terreno. Después de tomar medidas, había comenzado el armazón y ahora lo ensamblaba a base de clavos antes de ajustarlo en las muescas que había realizado Tintín.

¡Bueno! Era bastante consistente y lo había puesto a prueba colocando el conjunto sobre cuatro piedras grandes. Anduvo, saltó y bailó encima sin que se moviese, temblase ni crujiese nada. ¡Era verdaderamente una obra maestra!

Y hasta que se hizo de noche, completamente oscura, e incluso después de que se hubiera marchado el grueso de la banda, permaneció allí con Pardillo, Grillín y Tintín, ordenándolo y preparándolo todo.

Al día siguiente, colocarían el techo y le pondrían un remate ¡pues no faltaba más!, como hacen los carpinteros cuando acaban la estructura y se «agarran la mona». Lástima que no tuviesen un par de botellas para celebrar el acontecimiento como merecía.

Hala, vámonos -dijo Tintín.

Y volvieron a los bajos del Salto y a la cantera de Pipote, pasando por la «Cámara del Consejo».

Entodavía no me has dicho cómo encontraste este sitio, ¿eh, Pardillo? – recordó el general.

–¡Ah, ah! – respondió el otro. Bueno, pues escucha: El verano pasao fuimos de gira con la Tina de Claudio y el pastor del «Padrino», ya sabes, ese de Laiviron que no dejaba de guiñar. También iban los dos Ronceros de la Costa, que ahora andan de pastores. Entonces se nos ocurrió: ¿Y si jugáramos a decir misa? El pastor del Padrino quiso hacer de cura; se quitó la camisa y se la puso por cima de la ropa pa que le hiciera como si dijéramos de sobrepelliz; construimos un altar con piedras y hasta bancos y todo: los dos Ronceros eran los monaguillos, pero no quisieron ponerse la camisa por cima. Dijeron que era porque las tenían rotas, pero te apuesto que era porque se habían cagao en ellas; total, que el pastor nos casó a la Tina ya mí.

¿Y tenías anillo pa ponérselo en el dedo?

–Le puse un trozo de cuerda.

–¿Y la corona de la novia?

–La hicimos con madreselva.

–¡Ah!

Sí, y el otro tenía un misal y se puso a decir los Dominos vobisco, un ratón he visto, oremos, va no le cogemos, secudera, oratefrates4, y un montón de palabrejas, ya sabes, como el negro, ¡igualito! Y después, el Ite, missa est, ¡iros en paz, hijos míos! Entonces nos fuimos los dos, la Tina y yo, y les dijimos que no vinieran, que era la noche de bodas, que no tenía na que ver con ellos, que no tardaríamos mucho tiempo y que volveríamos a la mañana siguiente pa la misa que se dice siempre por los familiares

3 Georges-Jacques Danton (1759-1794), destacado revolucionario francés y miembro de la Convención. Acusado al final de «indulgente» y de reclamar el fin del terror («pido que se ahorre la sangre de los hombres»), fue guillotinado por orden de Robespierre. 4 Deformación de ciertas palabras latinas de la misa: Domines vobiscum (=el Señor esté con vosotros); Oremus (=oremos); Sicut erat in principio (=Como era en el principio); Orate, fratres (=orad, hermanos).

difuntos. Nos largamos por los matorrales y fuimos a dar precisamente a esa cantera que acabamos de

pasar. Entonces nos acostamos encima de las piedras.

–¿Y después?

–¡Pues después la besé, leñe!

–¿Na más? ¿No le metiste el dedo en…?

¿Pero tú que te has creído, chaval? ¿Pa pringármelo todo…? Es una guarrería. En eso no había cuidao. Y además, ¿qué hubiera pensao la Tavi?

¡Dende luego las mujeres son unas guarras!

–Y cuando todavía son pequeñas no es nada, pero en cuanto se «hacen» grandes tienen las bragas llenas de cosas…

–¡Puaggg! – dijo Tintín-. Calla que me entran ganas de

vomitar.

–¡Venga, vámonos -cortó Pacho, que están dando las seis y media en el reloj de la torre, y nos van a pillar!

Y tras estas reflexiones misóginas, regresaron a sus penates.

2

Los días dorados de Longeverne

…Quién podrá valorar las extraordinarias dotes de previsión que supo utilizar para amunicionarlo y dotar de víveres, municiones, reglamentos, controles… Quién sabrá poner de manifiesto el magnífico orden de batalla que dispuso…

BRANTÔME (Grandes capitanes francese.-M. de Guize)

«¡Hiiín, ah! ¡Hiiín, ah!», jadeaba la cuadrilla de diez carpinteros de Pacho, levantando el primer y pesado armazón del techo de la fortaleza, para colocarlo en su sitio. Y al ritmo marcado por esa orden colectiva, veinte brazos que tensaban a la vez sus músculos vigorosos elevaron el entramado y lo transportaron por encima de la cantera, para poder colocar las viguetas en las muescas hechas por Tintín.

–¡Despacio! ¡Despacio! – decía Pacho. ¡Todos a la vez! ¡No vayáis a romper algo! ¡Cuidao! Avanza un poco más, Bertín. ¡Eso es, así! ¡No! Tintín, agranda un poco el primer agujero, que queda mu atrás. Coge el hacha, ¡vamos!

–Eso es, ahora entra bien.

–¡No tengas miedo, que es resistente!

Y Pacho, para demostrar que su obra era perfecta, se tumbó en medio del armazón suspendido en el vacío. Ni una sola pieza del bloque se movió.

–¿Qué tal, eh? – alardeó con orgullo al incorporarse-. Ahora, vamos a poner los cañizos.

Pardillo, por su parte, colocaba los últimos materiales en la parte de arriba de su muro, por el procedimiento rudimentario de escalonar piedras en una especie de plano inclinado. Era un muro de más de tres pies de anchura, erizado en la parte de fuera por expreso deseo de su constructor, que pretendía disimular la regularidad de su obra de albañilería, para ocultar mejor la entrada, pero tan rectilíneo por dentro como si hubiera sido edificado con la ayuda de una plomada, y además pulido, perfilado, cuidado y rematado de arriba abajo con piedras seleccionadas una por una.

Las cargas de hojas secas, acarreadas hasta la caverna utilizando los blusones como recipientes, formaban un montón considerable al lado del colchón de musgo; los cañizos se alineaban, limpios y bien trenzados; todo había funcionado a la perfección y en Longeverne no había holgazanes… cuando querían.

El ajuste de los cañizos fue cuestión de un minuto y muy pronto una densa techumbre de hojas secas cerraba por arriba la abertura de la cabaña. Sólo se dejó un hueco a la derecha de la puerta, para permitir la subida y escape del humo, puesto que en aquella casa se encendería fuego.

Antes de proceder al acondicionamiento interior, Pacho y Pardillo, en presencia de todas sus tropas reunidas, o más bien apiñadas delante de la puerta, colgaron con un trozo de cuerda una mata enorme de muérdago, de un hermoso color verde, dorado y patinado, entre cuyas hojas brillaban los granos como perlas descomunales. Los Galos lo hacían así, pretendía Grillín, y dicen que trae suerte.

Dieron vivas y hurras.

–¡Viva la cabaña!

–¡Viva nosotros!

–¡Viva Longeverne!

–¡Que den pol culo a los velranos! ¡Fuera con ellos!

–¡Son unos lameculos!

Hecho lo cual, y aplacado un tanto el entusiasmo, se procedió a limpiar el interior del edificio.

Los guijarros irregulares fueron retirados y sustituidos por otros. Cada uno tenía su misión. Pacho distribuía las funciones y las dirigía, sin dejar por ello de trabajar como cuatro juntos.

–Aquí al fondo, junto a la roca, pondremos el tesoro y las armas; a la izquierda, en un espacio hecho con tablas, frente al fogón, una especie de camastro de hojas y musgo, blando, que sirva pa los heridos y los arriñonaos, y después algunos .tientos. En la otra parte, a cada lao del fogón, bancos y sientos de piedra; en medio, dejamos un pasillo.

Todos querían tener su piedra propia y su lugar reservado en un banco. Grillín, obsesionado por las cuestiones de protocolo, rotuló los asientos de piedra con carbón y los bancos con tiza, para que en el futuro no pudiera surgir discusión alguna a ese respecto. El sitio de Pacho estaba al fondo, delante del tesoro y de los garrotes.

Colocaron una percha erizada de clavos entre los dos paños del muro, detrás de la piedra del general. En ella había también un clavo para cada uno, convenientemente señalado, a fin de que pudieran colocar su sable o apoyar su lanza o su palo. Como puede verse, los longevernos eran partidarios de la disciplina rigurosa y sabían someterse a ella.

El asunto de Pardillo, de la semana anterior, había servido para contener y calmar un tanto las veleidades anarquistas de algunos guerreros, y la superioridad de Pacho seguía siendo absolutamente indiscutible.

Pardillo instaló el fogón colocando en el suelo una enorme piedra plana, una lancha, que decían ellos; por detrás y a los lados levantó tres paredes pequeñas; después puso otra lancha sobre las dos laterales y dejó detrás, justamente debajo del agujero practicado en el techo, una abertura que facilitaba el tiro.

En cuanto a la bolsa, fue depositada por Pacho al fondo del todo, como un copón sagrado en un tabernáculo de roca viva, y después la tapiaron solemnemente hasta el momento en que hubiera necesidad de recurrir a ella.

Antes de depositarla en su panteón, la ofreció por última vez a la adoración de los fieles, comprobó los libros de Tintín, contó escrupulosamente todas las piezas, dejó que las mirasen y palpasen todos los que quisieron y por fin introdujo sacerdotalmente el conjunto en su altar de piedra.

–Aquí faltan cuadros -observó entornando los párpados Grillín, en quien despuntaba ya una cierta sensibilidad estética y un gusto evidente por los colores.

El mismo llevaba en el bolsillo un espejuelo barato y lo sacrificó a la causa común, colocándolo sobre un saliente de la roca. Fue el primer adorno de la cabaña.

Y mientras unos preparaban el camastro y construían los asientos, los demás salieron en expedición hacia los aledaños del bosque, buscando nuevos montones de hojas caídas y reservas de leña.

Como era imposible llenar la casa con tan enorme cantidad de combustible, decidieron construir al lado un cobertizo bajo y suficientemente grande como para almacenar las reservas de leña necesarias. A diez pasos, bajo una especie de tejadillo que formaba la roca, se elevaron rápidamente tres paredes, dejando un hueco libre a contraviento, entre las cuales se podían almacenar más de dos estéreos de leña. Hicieron tres montones distintos: uno para los troncos mayores, otro para los medianos y otro para la leña menuda. Ahora estaban ya preparados para esperar y hacer frente a los días malos.

Al día siguiente se remató la obra. Pacho llevó suplementos ilustrados del Pequeño Parisiense y del Pequeño Diario, Grillín aportó almanaques antiguos y los demás contribuyeron con imágenes diversas. El Presidente Félix Faure1 miraba con su aire fatuo y simplón la historia de Barba Azul. Una casera degollada daba frente por frente con un suicidio de caballo saltando un parapeto y un viejo Gambetta, descubierto -hay que decirlo por Gambeta, clavaba su potente ojo de tuerto en una jovencita despechugada, con el cigarrillo en los labios y que sólo fumaba, según decía el cartel, Nil o Riz la +, a menos que se le ofreciese Job*.

Todo aquello resultaba abigarrado y alegre; los colores chillones casaban bien con lo distorsionado de un conjunto en el que la Gioconda, pálida y ahora seguramente tan distante, hubiera estado sin duda alguna fuera de lugar.

Para terminar, y como aún quedaban tablas disponibles, construyeron el tablero de una mesa, clavándolas todas juntas. Cuatro estacas, hincadas en tierra delante del asiento de Pacho y reforzadas con gran cantidad de chinarros, hacían las veces de patas. Más clavos fijaron el tablero a esos soportes y el resultado no fue precisamente muy refinado, pero sí tan sólido e inamovible como todo cuanto se había construido hasta entonces.

¿Qué había sido de los velranos durante todo este tiempo?

Los centinelas del Matorral Grande se habían relevado día tras día y en ningún momento tuvieron necesidad de alertar, con los tres toques de silbato convenidos, ante el menor ataque enemigo.

Y sin embargo, los lameculos habían acudido; no el primer día, pero sí el segundo.

Sí, al segundo día, Chiquiclac, jefe de patrulla, había echado la vista encima a un grupo de ellos. El y los suyos habían espiado cuidadosamente los gestos y actitudes de aquellos mamarrachos, pero desaparecieron misteriosamente. Al día siguiente, otros dos o tres guerreros de Velrans, igualmente pasivos, volvieron a situarse en el lindero e hicieron frente constantemente a los centinelas de Longeverne.

¡Algo raro ocurría sin duda en los dominios del Azteca! Seguramente, la paliza propinada al jefe y el batacazo de Jetatorcida no habían sido suficientes para frenar su ardor guerrero. ¿Qué podían estar maquinando? Y los centinelas daban vueltas al asunto y dejaban volar su imaginación, ya que no tenían nada más que hacer; Pacho, por su parte, estaba tan contento de poder aprovechar la tregua dada por los enemigos, que no se preocupaba por descubrir cómo pasaban las horas habitualmente dedicadas a la guerra.

Sin embargo, hacia el cuarto día, cuando trabajaban en la determinación del recorrido más corto para ir desde la cabaña hasta el Matorral Grande sin ser vistos, supieron, por un encargado de transmisiones enviado por el jefe-explorador, que los vigías enemigos acababan de formular ciertas amenazas cuya importancia no podía ser ignorada en modo alguno.

Evidentemente, el grueso de sus tropas había estado ocupado en otros asuntos. ¿Habrían construido también un refugio, fortificado sus posiciones, cavado trampas en la trinchera o cualquier otra cosa por el estilo? La suposición más lógica apuntaba hacia la construcción de una cabaña. Pero ¿quién habría podido darles la idea? Ciertamente, las ideas, cuando flotan en el ambiente, se transmiten de forma misteriosa… Lo cierto es que algo estaban tramando, porque si no, ¿cómo se explica que no se hubieran lanzado sobre los guardianes del Matorral Grande?

Ya se vería.

Pasó la semana; la fortaleza se aprovisionó de patatas robadas, viejas cacerolas limpiadas con esmero y reparadas para la ocasión, y todos se mantuvieron a la defensiva, a la espera, porque, pese a la propuesta

1 François-Félix Faure (1841-1899). Político francés que fue diputado republicano en 1881, ministro de Marina y presidente de la República desde 1895.

* Por supuesto, espero que estas tres empresas, agradecidas por la publicidad que espontáneamente hago de ellas, tengan a bien enviarme cada una una caja de sus mejores productos.

de Granclac, nadie quiso arriesgarse a efectuar un peligroso reconocimiento del bosque enemigo.

Pero el domingo por la tarde, los dos ejércitos en pleno intercambiaron gran cantidad de insultos y de piedras. Uno y otro poseían las energías multiplicadas y la intransigente arrogancia que sólo se experimentan cuando se está convencido de tener una organización sólida y una absoluta confianza en sí mismo. El lunes sería un día caliente.

–Tenemos que aprender bien las lecciones había recomendado Pacho. No es cosa de que nos castiguen mañana, que habrá follón.

Y efectivamente, nunca se dieron las lecciones como aquel lunes, con gran sorpresa del maestro, a quien estos altibajos de pereza y trabajo, de atención y despiste, le trastornaban todos sus prejuicios pedagógicos. Pero vaya usted a elaborar teorías sobre la pretendida experiencia de los hechos, cuando las causas profundas y los móviles auténticos permanecen tan ocultos como el rostro de Isis tras su velo de piedra.

Pero se iba a armar la gorda.

Para empezar, Pardillo se cayó del roble al agarrarse a la primera rama, aunque afortunadamente el golpe no fue desde muy arriba y, además, cayó de pie. Era la revancha de Jetatorcida. Debía esperárselo, pero había pensado que el otro elegiría una de las ramas de su siento. Lo cual no impidió que, una vez arriba de nuevo, comprobase meticulosamente la solidez de cada una de ellas antes de instalarse; por otra parte, tenía que bajar en seguida para intervenir en el asalto y el consiguiente cuerpo a cuerpo, y si pescaba a Jetatorcida no desperdiciaría la oportunidad de hacerle pagar cara aquella pequeña faena.

Aparte de esto, fue una batalla franca.

Cuando cada una de las fuerzas contendientes hubo agotado su reserva de guijarros, los guerreros avanzaron resueltamente de un lado y de otro, con las armas en la mano, para sacudirse a conciencia.

Los velranos avanzaban en cuña y los longevernos en tres grupos: Pacho en el centro, Pardillo a la derecha y Granclac a la izquierda.

Nadie decía ni pío. Avanzaban al paso, lentamente, como gatos que se observan, con las cejas enarcadas, los ojos terroríficos, los ceños fruncidos, las bocas torcidas, los dientes apretados, los puños crispados en torno a los garrotes, los sables o las lanzas.

A medida que disminuía la distancia, los pasos se acortaban también; los tres grupos de Longeverne se concentraban sobre la masa triangular de Velrans.

Y cuando los jefes estuvieron cara a cara, a dos pasos uno de otro, se detuvieron. Ambas tropas permanecían inmóviles, pero con la inmovilidad del agua que va a romper a hervir de un momento a otro, crispadas, terribles; las furias rugían sordamente en todos, los ojos echaban chispas, los puños se estremecían y los labios temblaban.

¿Quién arremetería primero, el Azteca o Pacho? Se presentía con claridad que un gesto, un grito, bastaría para desencadenar todas aquellas furias, liberar aquellas iras v dar salida a aquellas energías, pero el gesto no surgía, el grito no brotaba y sobre los dos ejércitos se cernía un gran silencio, trágico y sombrío.

¡Cruá, cruá, cruá! – una bandada de cuervos que volvía al bosque pasó sobre el campo de batalla lanzando graznidos de sorpresa.

Aquello bastó para desencadenarlo todo.

Un aullido incalificable salió de la garganta de Pacho, un grito terrible saltó de los labios del Azteca y las dos partes se lanzaron a una embestida despiadada y fantástica.

Era imposible distinguir nada. Los dos ejércitos se habían empotrado uno en otro, la cuña de los velranos en el grupo de Pacho y las alas de Pardillo V Granclac en los flancos de la tropa enemiga. Los garrotes no servían para nada. Se agarraban, se acogotaban, se arañaban, se desgarraban, se aporreaban, se mordían, se tiraban de los pelos; mangas de blusones y camisas volaban entre los dedos crispados, v las cajas torácicas, molidas a puñetazos, resonaban como tambores, las narices sangraban, las lágrimas arrasaban los ojos.

Todo era sordo y jadeante, sólo se oían gruñidos, rugidos, gritos roncos, inarticulados: ¡Ah!, ¡oh!, ¡agg!, ¡tras!, ¡crac!, ¡zas!, ¡uf!, ¡carroña!, mezclados con gemidos sofocados: ¡Ay!, ¡huy!, ¡ah!, y unos y otros se mezclaban espantosamente.

Era una masa informe, inmensa v vociferante de grupas y cabezas, erizada de brazos y piernas que se enredaban y desenredaban. Y a su vez, todo el bloque se enrollaba y desenrollaba, se plegaba y desplegaba, volviendo a empezar de nuevo.

La victoria correspondería a los más fuertes y brutales. Tenía que sonreír una vez más a Pacho y a su ejército.

Los más perjudicados se quitaron de en medio de modo individual. Botijo, con la nariz chafada por un zapatazo anónimo, llegó al Matorral Grande limpiándose como podía; pero por el lado de los velranos se produjo la desbandada: El Titi, Pichafría, El Topo, Barriga y siete u ocho más pusieron pies en polvorosa con un brazo en cabestrillo o la cara hecha migas, otros cuantos los siguieron, y algunos más todavía, de manera que los que quedaban útiles, viéndose abandonados poco a poco y casi seguros de su derrota, buscaron también la salvación en la fuga. Pero no con la rapidez necesaria para evitar que Jetatorcida, Guiñaluna y cuatro más fuesen rodeados, cogidos, aporreados y arrastrados hasta el Matorral Grande, con gran acompañamiento de patadas en el culo.

Fue verdaderamente un día grande.

La Mari, ya avisada, estaba en la cabaña. Gambeta llevó hasta allí a Botijo para que lo curaran. El mismo cogió una cacerola y salió pitando hasta la fuente más próxima a sacar agua fresca para lavar las napias maltrechas de su bravo compañero, mientras los vencedores despojaban a sus prisioneros de objetos diversos, que abultaban en sus bolsillos, y les cortaban implacablemente todos los botones.

Fueron cayendo uno a uno. La estrella que recibió los honores de la fiesta fue Jetatorcida; Pardillo le reservó un tratamiento especial, cuidando muy bien de confiscarle el tirador y obligándole a permanecer con el culo al aire delante de todo el mundo hasta el final de la ejecución.

Los otros cuatro, que hasta entonces no habían sido atrapados nunca, fueron despojados a su vez con toda sencillez, con frialdad, sin ensañamientos inútiles.

Habían dejado a Guiñaluna para el final, para postre, como decían ellos. ¿Acaso no se había atrevido a poner su zarpa sacrílega sobre el general, después de haberle hecho caer traicioneramente? Sí, era ese llorón, ese juan lanas, ese matarratas, el que había osado golpear con una vara las nalgas de un guerrero desarmado a quien era absolutamente incapaz de capturar.

Se imponía una justa reciprocidad. Le iban a zurrar con todas las de la ley. Pero de pronto empezó a emanar de su persona un olor característico, un olor insoportable, infecto, que obligó a taparse las narices a los mismísimos artífices de las grandes obras de Longeverne, a pesar de toda su probada resistencia.

¡Aquel marrano se peía como un garañón! ¡Todavía se permitía tirarse pedos!

Guiñaluna farfullaba sílabas ininteligibles, gimiendo y lloriqueando, con la garganta estrangulada por los sollozos. Pero cuando le quitaron todos los botones, cayó el pantalón y descubrieron la fuente de aquel hedor insoportable, comprendieron que el olor podía continuar con la misma intensidad. El muy desgraciado se lo había hecho encima y sus nalgas escurridas y huesudas esparcían a los cuatro vientos un perfume tan penetrante y espantoso que el general Pacho, generoso a pesar de todo, renunció a los varazos vengadores y despidió a su prisionero igual que a los demás, sin más tormento, contento en el fondo y alegrándose de ese castigo natural infligido, por su propia cobardía, al guerrero más cochino que tenían los velranos entre sus filas de lameculos y cagones.

3 Festín en el bosque

¡Escancia vino en la taza, sumiller! ¡Echa sin tiento, hasta que llegue a la plaza! ¡Comed y bebed sin cuento!

RONSARD (Odas)

¿Qué pasaría en la tropa del Azteca, apaleada, maltratada, expoliada y abatida? Después de todo, a Pacho le importaba un pi…to, y a los suyos también. Tenían la victoria, habían hecho seis prisioneros. Era algo nunca visto desde los tiempos más remotos. La tradición de los grandes hechos de combate, religiosamente conservada y transmitida, no recogía, a fe de su depositario, Grillín, ninguna captura tan fabulosa ni una tunda tan fantástica. Pacho podía enorgullecerse de ser el capitán más grande que jamás hubiera comandado la tropa de Longeverne, y su ejército, el más valiente y sufrido.

Allí estaba el botín, amontonado: pilas de botones y de cuerdas, de cordones y hebillas, y de objetos heteróclitos, puesto que habían echado mano a todo lo que contenían los bolsillos, menos los pañuelos. Podían verse pequeños huesos de cerdo, agujereados por en medio y atravesados por un doble cordón de lana que al enrollarse y desenrollarse hacían girar el huesecillo con un zumbido característico: a ese juguete lo llamaban moscardón; había también canicas, navajas, o, para ser más exactos, hojas embotadas y sin apenas mango; podían encontrarse asimismo algunas llaves de lata de sardinas, un Tío Cagalera de plomo, agachado en postura íntima, y varios canutos de tirar guisantes. Todo eso, amontonado y revuelto, pasaría a engrosar el tesoro de guerra, o bien sería sorteado.

Desde luego, el tesoro iba a duplicarse de golpe. Y precisamente dos días después había que pagar al tesorero la segunda cuota de guerra.

Pacho recordó la primera idea que había tenido. ¿Y si utilizasen ese dinero para hacer la fiesta?

Como era un hombre eminentemente práctico, indagó entre sus soldados las sumas que podría recaudar el tesorero.

–¿Quién no tie pasta pa pagar el impuesto ele guerra?

¡Nadie dijo una palabra!

Creo que me habís entendido: que levanten la mano los que no tengan la perra del impuesto.

No se movió ni una mano. Se había hecho un silencio religioso. ¿Sería posible? ¡Todos habían encontrado la manera de hacerse con su moneda! Los buenos consejos del general habían dado su fruto. De modo que felicitó efusivamente a sus tropas:

Ya vis que no sois tan tontos como creís, ¿eh? No hay más que proponérselo y se encuentra siempre. No se pite ser tan memo, leño, que si no, se lleva uno te las bofetadas en la vida. Aquí drento dijo, señalando los despojos ubérrimos, hay por lo menos cuarenta perras de avíos; pues bien, tíos, como hemos sido tan valientes pa conquistarlos con nuestros puños, no hace ninguna falta que nos gastemos nuestros cuartos pa comprar otros. Mañana tendremos cuarenta y cinco perras. Pa celebrar la victoria y «coger la mona» de la construcción de la cabaña, el jueves que viene por la tarde nos correremos una juerga todos juntos. ¿Qué sus parece?

¡Sí, sí, sí! ¡Vale! ¡Muy bien! ¡Eso es! – gritaron, berrearon, aullaron cuarenta voces. ¡Eso es, viva la fiesta, viva la juerga!

–Y ahora, ¡a la cabaña! continuó el jefe. Tintín, déjame tu boina pa llenarla con el botín y añadirlo a lo que tenemos. ¿No queda ninguno por ahí? preguntó apuntando hacia el lindero del bosque de Velrans.

Tardillo trepó al roble para asegurarse.

Ni pensarlo dijo al cabo de un instante de observación; después de semejante soba, se han quitao de en medio como conejos.

El ejército de Longeverne se reunió en la cabaña con Botijo, Gambeta y la Mari, que ya se iba. El herido, que había sangrado en abundancia, tenía la nariz amoratada e hinchada como una patata, pero tampoco se quejaba demasiado, pensando en el número de pelambreras que había cardado con sus propias manos y en la respetable cantidad de puñetazos que había repartido equitativamente a un lado y a otro.

Se las ingenió para explicar que, al correr, se había caído sobre un tocón y no había tenido tiempo de echar las manos por delante para protegerse la cara.

El jueves estaría ya bien, podría celebrar la fiesta con los demás y, como en esta ocasión había sido él el peor parado, se le compensaría en especie a la hora de distribuir las provisiones.

A la mañana siguiente, Pacho y Tintín, después de recolectar el dinero, discutieron con los camaradas la forma de emplearlo.

Se formularon propuestas.

–Chocolate.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que se comprara.

Vamos a echar cuentas dijo Grillín. La tableta de diez pastillas cuesta ocho perras; hará falta un buen cacho pa cada uno: con tres tabletas, treinta pastillas: más de media pa cada uno; sí -añadió después de hacer el cálculo-, exactamente dos tercios de pastilla pa cada uno, mu bien. Lo comeremos así, solo o con pan. Tres tabletas, a ocho perras, hacen veinticuatro perras. De cuarenta y cinco, quedan veintiuna.

–¿Qué vamos a comprar con eso?

–¡Almendrados!

–¡Bizcochos!

–¡Caramelos!

–¡Sardinas!

–Que sólo tenemos veintiuna perras recordó Pacho.

–Hay que comprar sardinas -insinuó Tintín-. Las sardinas están mu buenas. ¡Tú no sabes lo que es eso, Ojisapo! Pues mira, macho, son peces pequeños y sin cabeza, cocidos drento de una lata, pero que están cojonudamente buenos. Sólo que en mi casa no las compran mucho, porque son caras. Vamos a comprar una lata, ¿querís? Traen diez, doce y hasta quince por lata, y las repartimos.

¡Sí!, están buenísimas -corroboró Chiquiclac – y el aceite también; ¡a mí lo que me gusta es el aceite de las sardinas! Yo arrebaño las latas cuando las compran; no es lo mismo que el aceite de ensalada.

Se decidió por aclamación la compra de una lata de sardinas de once perras.

Quedaban todavía diez perras disponibles.

Grillín, al aclararlo, creyó obligado añadir esta observación:

Estaría bien comprar algo que se pueda repartir más fácilmente, y que nos den muchos cachos por una perra.

Los caramelos se imponían: caramelos pequeños y redondos, y también paloduz, que se podía chupar y mascar hasta en clase, tras el parapeto de los pupitres abiertos.

Pues repartimos -concluyó Pacho-; cinco perras de caramelos y cinco de paloduz. Ya está arreglaos pero eso no es todo, ya salís. Habrá que mangar manzanas y peras de la despensa, coceremos patatas, y Pardillo hará cigarros de clemátida.

–Y habrá que beber algo, ¿no? – intervino Granclac.

–¿Y si consiguiéramos vino?

–¿Y aguardiente?

–¿Licor de grosella?

–¿Jarabe?

–¿De garnadina?

–¡Eso es mu difícil! – Yo sé dónde está la garrafa del aguardiente en el cuarto de arriba -dijo Pacho-, y si hay forma de

coger una botella, no sus preocupís, que lo tendremos. Pero vino…, ¡de eso na! – Además, no tenemos vasos. – Pues por lo menos habrá que tener agua en algún sitio. – ¡Ahí hay cacerolas! – ¡Son chicas!

–¡Una regadera! Está la vieja de la escuela, al final del pasillo! ¿y si la mangamos? Tiene un roto en el culo y está llena de polvo, pero no pasa na, le tapamos el bajero con un cacho palo y limpiamos la hojalata con arena. ¿Vale?

–Sí asintió Pacho, es una buena idea. Esta tarde a las cuatro, que me toca barrer, la tiraré por encima de la tapia del patio cuando vaya a vaciar la basura; por la noche, a última hora, iré a recogerla y la esconderé en el hueso del tilo; mañana la arreglaremos. Veréis lo que hay que hacer pa comprar: yo compraré una tableta de chocolate, Granclac otra y Tintín la otra; Grillín irá a buscar las sardinas, Botijo los caramelos y Gambeta el paloduz.

Nadie podrá sospechar nada. Lo llevamos to a la cabaña, con las manzanas, las papas y lo que pesquemos. ¡Ah, e se olvidaba! ¡Azúcar! A ver si podís coger azúcarpa comerlo con el aguardiente. ¡Haremos patos1! Es fácil coger el azúcar cuando la vieja se dé la vuelta.

Ninguna de sus excelentes recomendaciones cayó en el olvido; cada uno se había encargado de un trabajo concreto y se esforzó en realizarlo concienzudamente. De modo que el jueves por la

tarde, Pacho, Pardillo, Grillín, Tintín y Granclac, que habían tomado la delantera, recibieron a sus camaradas que llegaban, uno tras otro en pequeños grupos, con los bolsillos bien surtidos y llenos, pero llenos a reventar.

Ellos, los jefes, habían preparado también algunas sorpresas para sus invitados. Un hermoso fuego, cuyas llamas se elevaban a más de un metro, inundaba la cabaña de una claridad tibia v hacía brillar más aún los colores chillones de los grabados.

Sobre la rústica mesa, en la que varios periódicos extendidos hacían las veces de mantel, se alineaban en perfecto orden las provisiones compradas; y detrás, ¡oh, alegría!, ¡oh, triunfo!, tres botellas llenas, tres botellas misteriosas, afanadas a golpe de ingenio por los Clac y por Tacho, ostentaban sus formas elegantes.

Una de ellas contenía aguardiente, y las otras dos, vino.

Sobre una especie de pedestal de piedra, la regadera arreglada, nueva, con todos los abollones brillantes, lucía su pitorro pulido que derramaba un agua pura y cristalina extraída de la fuente cercana; montones de patatas petardeaban bajo el rescoldo.

¡Qué gran día! Habían quedado en que lo compartirían todo: cada tino se quedaría sólo con su trozo de pan. Así, junto

1 Canards en francés. No tiene correspondencia en español. Se llaman así los terrones de azúcar mojados en café o aguardiente.

a las tabletas de chocolate y la lata de sardinas, surgió pronto un montón de azucarillos que Grillín contó con sumo cuidado.

Era imposible mantener todas las manzanas encima de la mesa, porque había más de tres tandas superpuestas. Verdaderamente, habían hecho bien las cosas, pero, una vez más, el general batía todos los records.

–Habrá un cigarro pa cada uno -afirmó Pardillo, señalando con un gesto ampuloso una pila regular y apretaría (le trozos de clemátida, cuidadosamente seleccionados, sin nudos, lisos, con unos agujeritos redondos que indicaban que aquello tiraría bien.

Algunos permanecían en la cabaña, otros se limitaban a pasar por allí; entraban, salían, se reían, se daban palmadas en la barriga, se arreaban en plan de broma grandes puñetazos en la espalda, se felicitaban.

–Esto marcha, ¿eh, macho?

–¿A que somos unos tíos?

–¡Cómo lo vamos a pasar!

Se había decidido que empezarían cuando estuviesen listas las patatas: Pardillo y Chiquiclac vigilaban la cocción, removían las cenizas, apartaban las brasas, sacando de vez en cuando con un palito los sabrosos tubérculos y tanteándolos con los dedos; se quemaban, claro, y sacudían las manos, soplándose las uñas, y después volvían a alimentar el fuego.

Entretanto, Tacho, Tintín, Granclac y Grillín, después de calcular el número de manzanas y azucarillos que correspondían a cada uno, se dedicaban a repartir equitativamente las tabletas de chocolate, los caramelos y el paloduz.

Al abrir la lata de sardinas se sintieron embargados por una honda emoción: ¿serían pequeñas o grandes? ¿Podrían repartir el contenido entre todos por igual?

Levantando las de encima con la punta de la navaja, Grillín contó:

Ocho, nueve, diez, once. ¡Once! – repitió. Vamos a ver, tres por once, treinta y tres, ¡cuatro por once, cuarenta y cuatro! ¡Mierda puta, somos cuarenta y cinco! Uno se queda sin ella.

Chiquiclac, en cuclillas delante del fuego, oyó esa exclamación siniestra y, con un gesto y una palabra, deshizo la dificultad y resolvió el problema:

–Yo me quedo sin ella si querís -gritó-; y me dais la lata con el aceite pa arrebañarla, ¡con lo que me gusta eso! ¿Vale?

¿Cómo que si valía? ¡Era incluso colosal!

–Me parece que las patatas están cocidas informó Pardillo, retirando hacia el fondo, con una horquilla de avellano medio quemada, las brasas rojizas, antes de extraer su botín.

–¡Pues a la mesa! – rugió Pacho.

Y acercándose a la entrada:

–¡Eh, pandilla! ¿No oís, o qué? ¡He dicho que a la mesa! ¡Vamos! ¡Ya no hay amor o qué! ¡Ya no hay formas! ¿Es que hay que ir a buscar la bandera?

Y todos se apelotonaron en la cabaña.

–Que cada uno se siente en su sitio -ordenó el jefe. Vamos a repartir. Primero las patatas, hay que empenzar por algo caliente, es mejor, más elegante, así se hace en las cenas buenas.

Y los cuarenta chavales, alineados en sus asientos, con las piernas apretadas, las rodillas en ángulo recto como las estatuas egipcias y el mendrugo de pan en la mano, esperaron el reparto.

Se realizó en un religioso silencio: los que acababan de recibir su ración miraban de reojo las bolas parduzcas cuya carne, de un color blanco mate, humeaba despidiendo un aroma sano y vigoroso que aguzaba los apetitos.

Rompían la piel, mordían, se quemaban, daban un respingo y la patata caía a veces sobre las rodillas, donde una mano ágil la recuperaba a tiempo; ¡qué buenas estaban! Y se reían, se miraban y una risa contagiosa los sacudía a todos, y las lenguas empezaban a soltarse.

De vez en cuando iban a beber de la regadera.

El usuario ponía la boca en forma de trompa, adaptándola al pitorro de hojalata, chupaba fuerte y, con la boca llena y los carrillos hinchados, intentaba engullirlo todo de una vez, se atragantaba o escupía el

agua como un surtidor, estallando en carcajadas entre las bromas de los compañeros.

–¡Beberá! ¡No beberá! ¡Pue que sí! ¡Pue que no!

Ahora venían las sardinas.

Grillín partió religiosamente cada una en cuatro; lo hizo con el mayor cuidado y precisión posibles, para que los trozos no se desmigajasen, y ahora se dedicaba a dar a cada cual la parte que le correspondía. Con suma delicadeza y valiéndose de su navaja, extraía de la lata sostenida por Tintín y colocaba sobre el pan de cada uno la ración legal. Parecía un cura distribuyendo la comunión a los fieles.

Nadie tocó su trozo hasta que todos estuvieron servidos: como se había acordado, Chiquiclac recibió la lata con el aceite y algunos trozos de pan que nadaban dentro.

¡No era demasiado, pero estaba bueno! Había que disfrutarlo. Y todos olisqueaban, aspiraban, palpaban, lamían el trozo que tenían sobre el pan, se felicitaban por su hallazgo, disfrutando del placer que iban a experimentar al masticarlo y entristeciéndose al pensar en lo poco que les duraría. ¡Un bocado y se acabó! Ninguno se decidía a atacar de una vez. Era tan pequeño… Había que disfrutar, disfrutar, y disfrutaban con los ojos, con las manos, con la punta de la lengua, con la nariz, sobre todo con la nariz, hasta que Chiquiclac, que andaba limpiando, rebañando y empapando lo que le quedaba de salsa con miga de pan reciente, les preguntó con ironía si pretendían convertir la sardina en una reliquia, porque entonces no tenían más que llevarles los trozos al cura para que los juntara con el hueso de conejo que les daba a besar a las beatas, diciéndoles: «¡Pa tu culo!»*.

Y comieron lentamente, sin pan, a pequeñísimos trocitos iguales, extrayéndoles todo el jugo, absorbiendo por todas las papilas, reteniendo a última hora el trozo disuelto, empapado, sumergido en un flujo de saliva, para devolverlo hacia la lengua, masticarlo otra vez y dejarlo por fin bajar con harto sentimiento.

Todo acabó tan religiosamente como había empezado. Después, Ojisapo confesó que, en efecto, estaba cojonudamente bueno, pero que era demasiado poco.

Los caramelos eran para postre y el paloduz para roerlo al volver. Quedaban las manzanas y el chocolate.

–Pero bueno, ¿aquí no se bebe, o qué? – reclamó Botijo.

–Ahí tienes la regadera -le contestó Granclac, chistoso.

En seguida -ordenó Pacho-; el vino y el aguardiente son para el final, con el cigarro.

¡Ahora, el chocolate!

Cada uno recibió su porción, unos en dos trozos y otros en uno. Era el plato fuerte, conque había que comerlo con pan; sin embargo, algunos, los más refinados sin duda, preferían comerse primero el pan seco y después el chocolate.

Los dientes crujían y trituraban, los ojos chispeaban. El fuego, reavivado por una brazada de leña fina, encendía las mejillas y enrojecía los labios. Hablaban de batallas pasadas, de futuros combates, de conquistas inminentes, y los brazos empezaban a agitarse, los pies tamborileaban y los cuerpos se retorcían.

Era el momento de las manzanas y el vino.

–Beberemos por turno, en la cazuela pequeña -propuso Pardillo.

Pero Grillín replicó con desdén.

–¡Ni pensarlo! ¡Cada uno tendrá su vaso!

Semejante afirmación trastornó a los comensales.

–¡Vasos! ¿Tú tics vasos? ¿Cada uno su vaso! Tú estás chalan, Grillín! ¿Cómo vamos a hacerlo?

–¡Ah, ah! – se burló el compañero-.¡Hay que ser más espabilaos! ¿Y estas manzanas, pa qué las querís?

Nadie sabía adónde quería ir a parar Grillín.

–¡Hatajo de cipotes! – continuó, sin el menor respeto hacia el grupo. Cogí las navajas y hací lo que yo.

* Seguramente, Pax tecum!

Diciendo esto, el inventor, cuchillo en mano, hizo inmediatamente en las carnes prietas de una hermosa manzana roja un hoyo que vació con cuidado, convirtiendo la fruta en una copa de forma indudablemente original.

–¿Pues es verdad: pero qué judío Grillín! ¡Es cojonudo! – exclamó Pacho. E inmediatamente ordenó que se distribuyeran las manzanas. Todos se pusieron a tallar su cubilete mientras Grillín, locuaz v triunfante, explicaba: -Cuando iba al campo y tenía sed, vaciaba una manzana grande, ordeñaba una vaca y ¡ya vis!, me zampaba un vaso ele leche calentita.

Una vez confeccionados todos los recipientes, Granclac y Pacho descorcharon las botellas de vino. Se repartieron entre los comensales: la botella de Granclac, mayor que la otra, debía satisfacer a veintitrés guerreros y la del jefe a veintidós. Afortunadamente, los vasos eran pequeños y el reparto fue equitativo,

o por lo menos así pareció, puesto que no hubo protesta alguna. Cuando todos estuvieron servidos, Pacho, elevando su manzana llena, hizo el brindis habitual, simple y

breve: -Y ahora, a nuestra salud, tíos, ¡y que den pol culo a los velranos! – ¡A la tuya! – ¡A la nuestra! – ¡Viva nosotros!

–¡Vivan los longevernos!

Hicieron chocar las manzanas, levantaron las copas, aullaron insultos contra los enemigos, exaltaron el valor, la fuerza y el heroísmo de Longeverne, y bebieron, lamieron y chuparon las manzanas hasta el fondo de sus entrañas.

–¿Y si cantamos algo ahora? – propuso

Chiquiclac. – -¡Venga, Pardillo, tu canción! Pardillo entonó:

Que no hay nada más bello que un artillero encima de un camello…

–¡Es muy corta! ¡Qué lástima, porque es bonita!

–Ahora vamos a cantar juntos: Al lado de mi rubia, que la sabemos todos. ¡Venga, a la una, a las dos…!

Y todas las voces juveniles atacaron a voz en cuello la vieja canción:

El laurel de mi huerto ya ha echado florecillas;

bis todos los pajarillos su nido en él fabrican.

¡Al lado de mi rubia qué bien se está, se está! ¡Al lado de mi rubia qué bien se está durmiendo!

Todos los pajarillos su nido en él fabrican:

bis la codorniz, la tórtola y la perdiz bonita.

Al lado de mi rubia…

La codorniz, la tórtola

bis y la perdiz bonita, y la blanca paloma, que canta noche y día.

Al lado de mi rubia…

Y la blanca paloma, que canta noche y día,

bis que canta por las mozas solteras todavía.

Al lado de mi rubia…

Cuando acabaron, quisieron cantar otra y esta vez fue Tintín quien entonó:

Al volver de la guerra el tamborcillo (bis) al volver de la guerra. Pan, pan, rataplán…

Pero la abandonaron a medio camino porque, ahora que habían bebido, necesitaban otra cosa, algo más a propósito.

¡Venga, Pardillo! Cántanos La Madelón.

¡Uf! Sólo me sé dos trozos de dos estrofas, no merece la pena; ¡nadie se la sabe! Cuando los quintos

ven que nos acercamos pa escuchar, se callan y nos dicen que nos larguemos. – Pues será porque es muy graciosa. – No, yo creo que es porque dice guarrerías. Habla de un chisme, que no sé qué es, ande salen la

Madelón, el Estituto y el Pantión, de un regimiento de infantería con la bayoneta en el cañón y un montón

de cosas más que no entiendo de qué van. – Cuando seamos quintos nos la sabremos nosotros también -sentenció Chiquiclac para animar a sus compañeros. Entonces intentaron recordar la canción que cantaba Debiez cuando estaba borracho:

Sopa de cebolla, caldo democrático…

Por último, tararearon mal que bien el estribillo de Quinquín el cazador:

Porque al cielo, la-rá,

porque al cielo, la-rá, porque al cielo, muchachos, iremos los borrachos.

Después, ya agotados y sin coordinación alguna, se produjo un breve silencio inesperado.

Por romperlo, Botijo propuso: -¿Y si hiciéramos juegos de magia?

–¡Hacer que aparezca el diablo por la manga de una chaqueta!

–,Por qué no jugamos a las prendas?

–¡Anda ya! Eso es un juego de chicas; a este paso, terminaremos saltando a la comba.

–¿Y el aguardiente, rediós? – rugió Pacho.

–¡Y mis cigarros!-aulló Pardillo.

4

Relatos de tiempos heroicos

En aquellos tiempos, época lejana, maravillosa… CHARLES CALLET? (Cuentos antiguos)

Al oír las exclamaciones de sus jefes, cada uno cogió su manzana otra vez y, mientras Pardillo pasaba entre las tilas ofreciendo los cigarros con displicente elegancia, Granclac distribuía los azucarillos.

–¡Vaya fiesta, eh!

–¡No me hables! ¡Qué juerga!

–¡Menuda comilona!

–¡Qué juerga!

Pacho, en plan entendido, agitaba su botella de aguardiente, en la que se formaban burbujas que subían, estallando en el gollete.

–Es de lo bueno afirmó-. Y mu religioso. Fijaisus cómo hace rosarios. Cuidao, que voy. Que no se mueva nadie.

Y repartió lentamente la botella de alcohol entre los cuarenta y cinco comensales. La operación duró sus buenos diez minutos, pero nadie empezó a beber antes de la señal. Entonces pronunciaron nuevos brindis, más verdes y más violentos que nunca; después empezaron a mojar los azucarillos y a sorber el líquido poco a poco.

¡La leche! ¡Qué fuerte era! Los más pequeños estornudaban, tosían, escupían, se ponían rojos, violetas, carmesíes, pero ninguno quería confesar que aquello le quemaba la garganta y le retorcía las tripas.

Era mangado, de manera que tenía que ser bueno, incluso delicioso, exquisito, y no se podía desperdiciar ni una gota.

Conque, a punto de reventar, tragaron hasta la última gota de licor, chuparon la manzana y se la comieron para no desaprovechar ni una molécula de líquido que hubiera podido penetrar en ella.

–Y ahora, ¡a encender! – propuso Pardillo.

Chiquiclac el fogonero, hizo circular tizones encendidos. Y todos se pusieron en la boca los trozos de clemátida y, entrecerrando los ojos, encogiendo los mofletes, apretando los labios, frunciendo el ceño, empezaron a tirar con todas sus fuerzas. Algunos llegaban a poner tanto ardor en el empeño, que la clemátida, muy seca, se inflamaba, provocando la admiración de los demás, que en seguida trataban de repetir el hallazgo.

–¿Qué tal si ahora que estamos calentitos y con la barriga llena, tan tranquilos y fumando nuestros buenos cigarros, nos pusiéramos a contar historias?

–¡Ah, mu bien! ¿Y por qué no adivinanzas? Pa divertirnos, podríamos entregar prendas.

Si querís, tíos cortó Grillín, con las piernas cruzadas, serio el ademán y el cigarro entre los dientes, yo puedo contarsus algo, algo importante, auténtico, que he oído hace no mucho tiempo. Es algo casi histórico. Sí, se lo oí al viejo Claudio, que se lo contaba a mi padrino.

–¿Ah, sí? ¿Y qué es? ¡Cuenta, cuenta! le rogaron muchas voces.

–¿A que no subís por qué luchamos contra los velranos? Pues no es cosa de ayer ni de antiayer.

Viene de años y años. – Viene desde que el mundo es mundo, leñe -le interrumpió Gambeta, porque siempre han sido unos lameculos, y na más. – Serán to lo lameculos que quieras, pero no es desde cuando tú dices, Gambeta, sino después, mucho después, aunque, claro, hace muchísimo tiempo. – Bueno, pues si lo sabes, dínoslo, tío. Será seguramente porque no son más que una asquerosa banda

de jodías marranos. – ¡Unos holgazanes y unos guarros! Y por si fuera poco, esos cerdos se han atrevido a llamar ladrones

a los longevernos. – ¡Desde luego, qué jeta! – Sí continuó Grillín-. En cuanto al año exacto en que ocurrió, yo no puedo decirlo, y el viejo

Claudio tampoco lo sabe; nadie se acuerda; pa saberlo, habría que ponerse a mirar papeles viejos, en unas cosas que llaman archivos, y que no sé qué mierda será eso.

»Era en los tiempos en que se hablaba de la Garatusa, que tampoco se sabe mu bien lo que era; quizá una enfermedad o algo así como un fantasma que salía vivito y coleando de la barriga de los animales muertos que se pudrían por ahí y que andaba paseándose por los campos, por los bosques y por las calles de los pueblos, de noche. Pero nadie podía verla: la sentían, la olían, los animales mugían, los perros aullaban cuando andaba rondando por los alrededores. La gente se santiguaba y decía: «Va a pasar alguna desgracia.» Y a la mañana siguiente, cuando la habían sentido, los animales a los que había tocao en sus establos se caían y se morían, y la gente reventaba también, como moscas.

»La Garatusa aparecía, sobre todo, cuando hacía mucho calor.

»O sea, que la gente estaba bien, reía, comía, bebía y de pronto, sin saber cómo ni por qué, una o dos horas después se ponían completamente negros, vomitaban sangre podrida y estiraban la pata. No había na que hacer ni que decir. Nadie podía detener a la Garatusa, los enfermos iban listos. Ya podían echar agua bendita, rezar to las oraciones del mundo, hacer ir al cura pa que soltase sus oremus, invocar a to los santos del cielo, a la Virgen, a Jesucristo y a Dios padre…, era como si nevase, o como si quisieran guardar agua en un canasto, se morían lo mismo y el pueblo estaba arruinao y la gente jodida.

»Así que, en cuanto un animal acababa de morir, lo quitaban de en medio a toda velocidad.»Bueno, pues fue la Garatusa la que provocó la guerra entre los velranos y los longevernos. El narrador hizo aquí una pausa, saboreando su introducción, disfrutando de la atención que había

despertado, después dio algunas chupadas a su cigarro y continuó, con los ojos de sus camaradas fijos en él:

No se pue saber con exactitud cómo ocurrió, no tenemos información suficiente. Pero se cree que unos tratantes de ganao, o quizá unos ladrones, habían venido a las ferias de Morteau y de Maîche y se volvían hacia las tierras de más abajo. Viajaban de noche, a lo mejor se escondían, sobre todo si habían robao animales. Lo cierto es que al pasar por allá arriba, por los pastos de Cazacán, una de las vacas que llevaban se puso a mugir y a mugir y ya no quiso andar más; se echó de culo contra una cerca y se quedó allí, mugiendo sin parar. Por mucho que le tiraron del cabestro y le dieron garrotazos, no hubo na que hacer, no se movió; al cabo de un momento, se tiró al suelo, se echó to lo larga que era; estaba muerta, más tiesa que un garrote.

»Los tipos aquellos no podían llevársela, porque ¿pa qué les iba a servir? No dijeron ni pío y, como era de noche y estaban lejos de los pueblos, se largaron a la chita callando y nadie los vio nunca más, ni supo quiénes eran ni de dónde venían.

»Esto pasaba en verano.»En aquel momento los velranos utilizaban los pastos comunales de Cazacán y hacían las talas en el

bosque que después se ha llamado siempre bosque de Velrans, y que es el bosque al que vienen a atacarnos, ¡leñe!

¡Vaya, vaya! ¡Pues ese bosque es nuestro y muy nuestro, rediós!

–Sí, es nuestro y lo vais a ver en seguida, pero escuchay. Como aquel verano hacía mucho calor, la vaca muerta empenzó a oler mal en seguida; al cabo de tres o cuatro días no había quien lo resistiera; estaba llena de moscas, de moscas verdes mu asquerosas que la gente decía que eran moscas de garatusa. Entonces, los que pasaban por allí y sintieron el olor, se acercaron y vieron la carroña que se pudría allí mismo.

»¡Aquello corría prisa! Así que no se lo pensaron dos veces, fueron pitando a buscar a los viejos de Velrans y les dijeron:

»-Miray, hay un bicho muerto que se está pudriendo en vuestros pastos de Cazacán y apesta hasta en medio de Chanet, hay que ir corriendo a enterrarlo, antes de que los animales cojan la Garatusa.

»- La Garatusa les contestaron – la vamos a coger nosotros al quitar al bicho: enterrailo vosotros, que lo habís encontraos y pa empenzar, ¿quién demuestra que está en lo nuestro? Los pastos son tan vuestros como nuestros; la prueba es que vuestro ganado está tol día allí metido.

–Pues cuando entran por casualidad, bien que nos chilláis y los apedriáis -les respondieron los longevernos (y era la pura verdad)-. No pedís andar perdiendo el tiempo porque, si no, tanto en Velrans como en Longeverne, los animales se morirán de la Garatusa, y la gente lo mismo.

»-¡Vosotros sí que sois garatusas! – les contestaron los velranos.

»-¡Ah! ¿Conque no querís enterrarlo, eh? ¡Mu bien! Pues va veremos lo que pasa. ¡No sois más que unos inútiles y unos lameculos!

»-¡Y vosotros sois unos mamarrachos! ¿No habís encontrao vosotros la carroña? Pues vuestra es, os la regalamos.

–¡Qué asquerosos! – interrumpieron algunos oyentes, furiosos al reconocer la tradicional mala fe de los velranos. ¿Y qué pasó entonces?

–¿Que qué pasó? – continuó Grillín-. Pues que los longevernos volvieron al pueblo; fueron a buscar a to los viejos y al cura y a los más ricos, que formaban como si dijésemos el Ayuntamiento de entonces, y les contaron lo que habían visto y olido y lo que habían dicho los velranos…

»Cuando las mujeres se enteraron de lo que había, empenzaron a llorar y a vociar; dijeron que todo estaba perdido y que se iban a morir todos. Entonces los viejos decidieron largarse a Besançon, creo, o a no sé que otro sitio, a buscar a los peces gordos, a los jueces y al gobernador. Como corría mucha prisa, to la panda se presentó en seguida y reunieron en Cazacán a los longevernos y a los velranos pa que se explicasen.

»Los velranos dijeron:

»-Señores, los pastos no son nuestros, lo juramos delante de Dios y de la Virgen, que es la patrona de todos; son de los longevernos, ellos son los que Cien que enterrar al bicho.»Los longevernos dijeron:

» Con lo respeto, señores, eso no es verdad. ¡Son unos mentirosos! Y la prueba es que ellos usan esos pastos tol año y hacen las talas del bosque.

»Entonces los otros juraron y perjuraron, escupiendo en el suelo, que aquella tierra no era de ellos.

»Los de arriba estaban ya aburridos. Además, como olía fatal y había que acabar cuanto antes,

decidieron allí mismo y dijeron:» Pues si es así, como los velranos juran que la propiedad no les pertenece, que sean los longevernos los que entierren al animal…»Entonces los velranos se echaron a reír, porque ¡hay que ver cómo apestaba la vaca! y los señoritos no se acercaban ni a tiros…» Pero -añadieron-, como la van a enterrar ellos, los pastos y el bosque quedarán definitivamente en propiedad de los longevernos, ya que los velranos no los quieren.»Entonces, los velranos se rieron, pero sólo de boquilla, porque eso les jo…robaba mucho, pero como habían jurao escupiendo en el suelo, no podían volverse atrás delante del cura y de aquellos señores.»La gente de Longeverne sorteó a la paja más corta a ver a quiénes les tocaba enterrar a la vaca y a

esos les correspondió también doble cantidad de madera en las cuatro talas que se hicieron. Sólo que, en cuanto enterraron al bicho y ya no tuvieron más miedo a la Garatusa, los velranos pretendieron que el bosque era suyo y que no querían que los de Longeverne hicieran las talas.

»Decían que nuestros viejos eran unos ladrones y unos chupagaratusas, y lo decían aquellos inútiles que no habían tenido valor pa enterrar su propia mierda.

»Pusieron un pleito contra Longeverne; un pleito que duró mucho, muchísimo tiempo y gastaron la tira de pasta; pero lo perdieron en Baume, lo perdieron en Besançon, lo perdieron en Dijon, lo perdieron en París: por lo visto, tardaron más de cien años en resolverlo.

»Y se ponían frenéticos al ver cómo los longevernos iban a cortar madera en sus mismísimas narices; a cada golpe que daban los llamaban ladrones de madera; sólo que nuestros viejos, que tenían buenos puños, no se lo dejaban decir dos veces: se les echaban encima y les daban unas palizas, ¡qué palizas!, unas palizas de órdago.

»En lo las ferias de Vercel, de Baume, de Sancey, de Belleherbe, de Maîche, en cuanto bebían un trago, se enzarzaban otra vez y ¡zas!, ¡hala!, se daban, se daban hasta que la sangre corría como mean de vaca; y no eran flojos, no. Sabían pegar. Por eso, desde hace doscientos años, o quizá trescientos, ningún longeverno se ha casao con una de Velrans y ningún velrano ha venido a la fiesta de Longeverne.

»Pero el domingo de la fiesta parroquial, se encontraban siempre. Iban todos en panda, to los hombres de Longeverne y to los de Velrans.

»Pa empenzar, daban una vuelta por el pueblo, tomando el aire; después se metían en las tabernas y empenzaban a beber pa ponerse «a tono». Entonces, cuando oían que ya estaban un poco borrachos, tol mundo se quitaba de en medio y se escondía. Y así siempre.

»Los longevernos iban a la cantina donde estaban los velranos, se quitaban las chaquetas y las camisas, y, ¡hala!, ya estaba armada.

»Mesas, bancos, sillas, vasos, botellas, todo saltaba, bailaba, volaba y silbaba. Se arreaban de lo lindo, ¡zas!, por aquí, ¡zas!, por allá, a patadas y a puñetazos, con los tabletes y las botellas; en un minuto se destrozaba todo, los candiles rodaban por el suelo y se apagaban; pero seguían zurrándose en la oscuridad, pasando por encima de los cascos y de los cristales rotos, la sangre corría como el vino y cuando ya no se veía na, pero na de na, y había dos o tres que aullaban y pedían piedad, lo los que entodavía podían arrastrarse se quitaban de en medio.

»Siempre había uno o dos fiambres, algún tuerto y otros con los brazos rotos, las patas partidas, la nariz espachurrá y las orejas arrancadas; pero nunca jamás se sabía quién o quiénes habían matao a alguien y to los años, durante un siglo o más, hubo siempre por lo menos un muerto en cada fiesta patronal.

»Cuando no había muertos, nuestros viejos decían:

» -¡Este año no hemos tenido fiestas como Dios manda!

»Eran auténticas batallas campales, en las que intervenían todos, jóvenes y viejos; aquellos sí que eran tiempos; más alante fueron sólo los quintos, que se arreaban el día del sorteo y de la revisión; y ahora…, ahora sólo quedamos nosotros pa defender el honor de Longeverne. ¡Da pena pensarlo!

En la humareda azul de los cigarros, los ojos ardían como brasas. El narrador, muy excitado, continuó:

–Y esa no es lo la historia. No, lo mejor y lo más divertido del asunto era la romería de la Virgen de Ranguelle; Ranguelle, ya sabís, es la ermita que hay al lado de Baume, detrás del bosque de Vaudrivilliers.

»¿Sus acordáis Allí fuimos el año pasao con el cura y la vieja Paulina. Era la época de los abejorros; los agitábamos por tol bosque, pa atontarlos, y después los dejábamos sobre la sotana del negro o en la toca de la vieja. Estaban llenos de bichejos que estiraban las alas pa ensayar y que de cuando en cuando salían zumbando. Era mu divertido.

»Bueno, pues un día de aquellos viejos tiempos, cuando la hierba estaba ya casi lista pa la siega y la recogida, los longevernos, conducidos por su cura, fueron todos, hombres, mujeres y niños, en romería a Nuestra Señora de Ranguelle pa pedir Virgen que mandase días de sol pa poder segar bien el heno.

»Por suerte, el mismo día, el cura del Velrans había decidido llevar a sus tigreses, creo que se dice así…

–No, se dice peligrasos* -le corrigió Pardillo. – Bueno, pues eso, sus peligrasos –

continuó Grillín-, a la misma Virgen, porque no hay muchas vírgenes por aquí, con to su acompañamiento de santo sacramento y demás monsergas: querían pedir lluvia pa sus berzas, que no acababan de salir…

»¡Total!, que allá salieron mu de mañana, con el cura en cabeza, con su roquete y su cáliz, los monaguillos con el guisopo y la custodia, el sacristán con sus libros de kyries; detrás iban los chicos, después los hombres y al final las niñas y las mujeres.

»Cuando los longevernos llegaron más allá del bosque, ¿qué fue lo que vieron?»¡Leñe!, toda aquella panda de mamarrachos velranos que berreaban letanías pidiendo agua.»Ya sus podís imaginar la gracia que les hizo a los longevernos, que iban precisamente a pedir sol.»Así que se pusieron a chillar con todas sus fuerzas las oraciones que hay que rezar pa que haiga buen

tiempo, mientras los otros mugían como becerros pa pedir lluvia.»Los longevernos intentaron llegar los primeros, aligerando el paso; cuando los velranos se dieron cuenta, echaron a correr.

»No les faltaba mucho pa llegar a la ermita, quizá unas doscientas zancadas, conque se pusieron a correr ellos también; después se miraron de reojo: se llamaron gandules, ladrones, marranos, puercos… y las dos bandas se acercaban cada vez más.

»Cuando los hombres estuvieron sólo a diez pasos unos de otros, empenzaron a lanzarse amenazas, a enseñarse los puños, a medirse con las miradas como gatos en celo; después se metieron también las mujeres; se llamaron chuponas, zorras, vacas, putas, y hasta los curas, machos, se miraban de mala manera.

»Entonces tol mundo empenzó a coger piedras, a cortar palos y a tirárselos desde lejos. Pero, a fuerza de excitarse con insultos, se enfurecieron y acabaron tirándose unos contra otros, arreándose con toda su alma y pegando con to lo que tenían a mano: ¡zas!, a zapatazo limpio; ¡plof!, con los libros de misa. Las mujeres se desgañitaban, los críos aullaban, los hombres juraban como carreteros: ¡Ah!, ¿conque querís lluvia, eh, panda marranos? ¡Os vamos a dar lluvia! Y zas por aquí, ay por allá… Los hombres perdieron los trajes, las mujeres tenían las faldas arremangás y las rebecas rotas y lo mejor de todo fue que los curas, que ya os he contao que tampoco se tragaban, después de maldecirse mutuamente, amenazándose

* Pardillo quería decir «feligreses».

con to los truenos del diablo, empenzaron a zurrarse también. Se quitaron los roquetes, se arremangaron las sotanas y ¡hala! corno dos tíos machos, se insultaron en plan cuartelero, se liaron a patadas y a cantazos, se tiraron de los pelos y cuando ya no tenían donde darse, se tiraron los cálices y los cristos a los hocicos.

«Pues aquello debió de estar la mar de bien», pensaba Pacho, emocionado.

–¿Y a quién le dio la razón la Virgen? ¿A los velranos o a los longevernos? ¿Hizo sol o llovió? – Pues, para terminar -remató Grillín con indolencia- granizó para todos.

5

Rencillas intestinas

Solo con sangre puede lavarse tal ultraje.

CORNEILLE (El Cid, acto I, esc. V)

Era la hora de entrada, en el patio del colegio, el viernes por la mañana.

–¡Qué bien lo pasamos ayer!, ¿eh?

–¿Sabes que Chiquiclac lo vomitó todo por la cerca de los Menelots, al volver?

–¡Ah! Ojisapo también; seguramente echó las patatas y el pan; las sardinas y el chocolate, no se sabe. ¡Debieron de ser los cigarros!

–¡O el aguardiente!

–De todas formas, ¡qué fiesta! Habría que intentar repetirla el mes que viene.

En el rincón del fondo, que protegía el granero del tió Gugú, Pacho, Granclac, Tintín y Botijo seguían felicitándose y dándose la enhorabuena por lo estupendamente bien que habían pasado la tarde del jueves.

Había sido realmente bueno, puesto que a la vuelta todos estaban prácticamente borrachos y más de media docena de ellos habían sido presa de un serio mareo que los había obligado a detenerse y sentarse en cualquier sitio, en una cerca, sobre una piedra o en el suelo, con el cuello tenso, la lengua pastosa y el estómago revuelto.

Andaban charlando de estas alegrías duraderas y puras, que debían ocupar durante mucho tiempo sus recuerdos vírgenes y sensibles, cuando unos gritos desaforados de rabia, acompañados de sonoras bofetadas y seguidos de violentos insultos, atrajeron la atención de todo el mundo.

Se precipitaron hacia el lugar de donde procedía el ruido.

Pardillo tenía cogido a Vaquero por las greñas con la mano izquierda y con la otra le arreaba a base de bien, mientras le gritaba al oído que no era más que un asqueroso hipócrita y un jodío cerdo y le pegaba, decía, pa que aprendiese, el muy marrano.

¿Qué era exactamente lo que quería enseñarle? Ninguno de los mayores lo sabía aún.

El tió Simón llegó rápidamente, atraído por el eco de las bofetadas y los insultos de los dos contendientes y empezó por separarlos a la fuerza y ponerlos frente a él, uno al extremo de su brazo derecho y otro al del izquierdo; después, y para desarticular cualquier veleidad de rebelión, impuso equitativamente un castigo a cada uno; hecho lo cual, y garantizada la paz mediante ese golpe de fuerza, quiso conocer en detalle las causas de aquella súbita y violenta disputa.

«¡Pardillo castigao! – pensaba Pacho-. ¡Pues anda que nos viene bien! Nos hace muchísima falta esta tarde, porque vendrán los velranos y todos seremos pocos.»

–Yo he pensao siempre -recordó Tintín, que ese asqueroso cojitranco iba a hacerle alguna faena a Pardillo, un día u otro. En el fondo, macho, es porque tiene celos de la Tavi y ella no le hace ni puto caso. Hace ya tiempo que viene buscándole las cosquillas a Pardillo pa conseguir que lo castiguen. Yo lo sabía y Grillín también; no hace falta ser adivino pa darse cuenta.

Pero ¿por qué se han enredao así?

Uno de los pequeños informó discretamente a Pacho y a sus leales… Por lo demás, todos estaban previamente convencidos de que, en aquel asunto, Pardillo tenía toda la razón; y lo estaban tanto más cuanto que el lugarteniente disfrutaba de todas sus simpatías y, por añadidura, les hacía falta aquella misma tarde; de manera que, espontáneamente, pensaron realizar alguna manifestación conjunta en su favor y demostrar mediante su testimonio que, en aquel caso, Vaquero no tenía razón alguna, mientras que su rival era inocente como un cabrito recién nacido.

Así el tió Simón, coaccionado en sus sentimientos justicieros por esa avalancha de testimonios y esa espléndida manifestación, se vería obligado a absolver a Pardillo y condenar al cojo, si no quería perder la confianza de sus alumnos y destruir además en ellos cualquier noción incipiente de justicia.

Lo que había ocurrido era muy simple.

Pardillo lo explicó sin rodeos delante de todos, aunque omitiendo prudentemente algunos detalles preliminares que quizá tuvieran su importancia.

Estando en el retrete con Vaquero, éste le había meado encima, traicioneramente y a posta, y él, naturalmente, no había podido consentir semejante injuria; de ahí el moñeo y el alud de epítetos de color subido que había lanzado, junto con una buena tanda de bofetadas, a la cara de quien le había insultado.

La cosa, en realidad, era un poco más complicada.

Vaquero y Pardillo, juntos en el mismo retrete y para satisfacer la misma necesidad, habían hecho coincidir sus chorros hacia el orificio destinado a recogerlos. De ese acto tan elemental, convertido en juego, surgió un afán competitivo muy natural. Y Vaquero afirmó ser mejor: evidentemente, estaba buscando camorra.

Yo llego más lejos que tú – había observado.

De eso nada -respondió Pardillo, seguro de sí por la experiencia demostrada de los hechos.

Y entonces los dos, de puntillas y sacando la barriga como un tonel, se habían empeñado en llegar más lejos.

Como de los chorros de aquella rivalidad no salía ninguna prueba convincente de la superioridad de ninguno de los dos, Vaquero, que seguía buscando pelea, encontró otro motivo.

La mía es más grande, aseguró.

-¡Amos, anda! – contestó Pardillo-. ¡Es la mía! ¡Mentiroso! ¡Vamos a medirlas!

Pardillo se prestó a la prueba. Y fue justamente en el momento de la comparación cuando Vaquero, que mantenía en reserva una parte de lo que hubiera debido echar antes, meó fraudulenta y traicioneramente la mano y el pantalón de Pardillo, cogido por sorpresa.

Una torta bien dada fue la respuesta a aquella picante ruptura de las hostilidades; después vinieron, sin solución de continuidad, el empujón, el tirón de pelos, la caída de las gorras, la puerta echada abajo y el escándalo del patio.

–¡Maldito guarro! ¡Asqueroso! ¡Sinvergüenza! – aullaba Pardillo, fuera de sí.

–¡Asesino! – respondía Vaquero.

–Si no os calláis los dos, os planto a cada uno ocho páginas de historia para copiar y aprender, y quince días sin salir.

–Ha sido él el que ha empenzao, yo no le he hecho nada, yo, yo no le he dicho nada a este…

–¡No, señor! ¡No es verdad! Ha sido él, que me ha dicho que yo era un mentiroso.

Aquello se estaba poniendo feo y delicado.

–Me ha meao encima -proseguía Pardillo, y no iba a dejarme.

Era el momento de intervenir.

Un ¡oh! general de disgusto y de rechazo unánime demostró al alegre trepador y lugarteniente que toda la tropa estaba con él, condenando al cojitranco hipócrita, traidor y rabioso que había intentado que lo castigasen.

Pardillo, que comprendió en seguida el sentido de esa exclamación, se remitió al alto tribunal del maestro, influido va por el testimonio espontáneo de los compañeros, y exclamó con nobleza:

–Señor maestro, yo no quiero decir nada, pero pregunte a los demás si no es verdad que ha sido él el que ha empenzao, y que yo no le había hecho nada y que yo no le había llamao motes.

Uno tras otro, Tintín, Grillín, Pacho, los dos Clac, confirmaron las declaraciones de Pardillo y no tuvieron palabras suficientemente enérgicas para condenar el acto grosero y de mal compañerismo de Vaquero.

Para defenderse, éste los recusó, alegando su ausencia del lugar del conflicto en el momento en que había estallado; incluso insistió en su lejanía y en el sospechoso aislamiento que mantenían en un rincón apartado del patio.

–Pues pregunte entonces a los pequeños -replicó con acritud Pardillo-, pregúnteles, a lo mejor ellos estaban allí.

Los pequeños, interrogados uno por uno, respondieron invariablemente:

–Ha sido como dice Pardillo, es verdad; Vaquero ha dicho mentiras.

–No es verdad, no es verdad -protestó el acusado-. Y como se ponen así, lo contaré todo.

Pacho actuó con energía anticipándose hábilmente.

Se plantó delante de él, en las mismísimas barbas del tió Simón, intrigado ya por todos estos misterios, y, clavando en Vaquero su mirada de lobo, le rugió en plena cara, desafiándole) frente a frente:

–Venga, di lo que tengas que decir, mentiroso, cerdo, asqueroso, ¡dilo si no eres un cobarde!

–Pacho -interrumpió el maestro-, si no moderas tu vocabulario, te castigaré a ti también.

–Pero, señor maestro -replicó el jefe-, usté está viendo que es un mentiroso; ¡que le diga él si le hemos hecho algo malo! Y entodavía sigue buscando mentiras que inventar este chivato; cuando no hace algo malo, lo piensa.

De hecho, Vaquero, anonadado por las miradas, los gestos, la voz y la actitud entera del general, permanecía mudo y confundido.

Un breve instante de reflexión le permitió darse cuenta de que sus declaraciones y denuncias, aunque fuesen tenidas en cuenta, no podían servir en última instancia más que para complicar su propio castigo y, a fin de cuentas, eso no le interesaba en absoluto.

En consecuencia, consideró más oportuno cambiar de actitud.

Llevándose las manos a los ojos, empezó a lloriquear, a sollozar, a hablar de forma entrecortada, a quejarse de que, porque era débil y estaba enfermo, los demás se reían de él, le buscaban pelea, le insultaban, le tiraban pellizcos por los rincones y le empujaban en cada entrada y en todas las salidas.

–¡Pero bueno! ¡Será posible! – rugía Pacho-. Es como decir que somos unos salvajes y unos asesinos; anda dilo, di dónde y cuándo te hemos dicho algún insurto, cuándo no te hemos dejao jugar con nosotros…

–Está bien -concluyó el tió Simón, al tanto ya y un poco apurado por la hora que era-; ya sabré o lo que tengo que hacer. Entretanto, Vaquero cumplirá su castigo; y el de Pardillo dependerá de cómo se porte durante la el ase de hoy. Venga, que están dando las ocho. Poneos en fila rápido y en silencio.

Y a continuación dio muchas palmadas, para reforzar esa orden verbal.

–¿Te sabes las lecciones? – preguntó Tintín a Pardillo.

–Sí, sí, pero no mucho. Dile a Grillín que me sople si puede ¿eh?

–¡Señor maestro -dijo con arrogancia Vaquero-, los Clac y Grillín me están llamando motes!

–¿Qué? ¿Qué pasa ahora?

–Me están llamando «vaca de mierda», «pijolindo», «lame…».

–¡No es verdad, no es verdad, es un mentiroso, si casi ni le hemos mirao a este mentiroso!

No cabía duda de que las miradas debían ser elocuentes.

–Vamos -dijo el maestro en tono seco-, ya está bien; el primero que diga algo o que vuelva a hablar de este asunto me copiará dos veces de cabo a rabo la lista de las provincias con sus comarcas y partidos judiciales.

Vaquero, incluido en esa amenaza de castigo que nada tenía que ver con el suyo, decidió callarse momentáneamente, pero se juró a sí mismo no desperdiciar la primera ocasión de vengarse que pudiera presentársele.

Tintín había transmitido a Grillín la solicitud de Pardillo para que le soplase, consigna prácticamente inútil porque, como hemos tenido ocasión de comprobar, Grillín era el soplón acreditado de toda la case.

Pardillo podía contar con él más que nunca.

Contra lo habitual, el lugarteniente y trepador sorteó aceptablemente las dificultades de la aritmética.

Había pescado del libro algún ligero barniz de la lección y se las apañaba para responder a trancas y barrancas, vigorosamente apoyado por Grillín, cuya mímica expresiva le servía para corregir las lagunas de su memoria.

Pero Vaquero estaba al acecho.

Señor maestro, Grillín le está soplando.

–¡Yo! – saltó Grillín indignado-. ¡Pero si o no he dicho ni una palabra!

–Es verdad, o no he oído nada -afirmó el tió Simón-y no soy sordo.

–Es que le sopla con los dedos -quiso explicar Vaquero.

–¡Con los dedos! – repuso el maestro, asombrado-. Vaquero -cortó con toda su autoridad-, me parece que estás empezando a tocarme las narices. Acusas a tontas y a locas a tus compañeros cuando nadie te ha preguntado nada. ¡A mí no me gustan los acusones! Cuando o pregunte quién ha cometido una falta, es el culpable el único que tiene que contestar y acusarse a sí mismo, ¿entendido?

¿O no? remedó Pacho en voz baja.

Si te oigo una palabra más, y es la última vez que te lo digo, ¡te castigo ocho días seguidos!

–Rabia, rabiña, chivato, acusica -canturreaba Chiquiclac, poniéndole los cuernos con la mano-. ¡Traidor! ¡Judas! ¡Vendido! ¡Lameculos!

Vaquero, a quien decididamente se le estaban poniendo muy mal las cosas, optó por tragarse su rabia en silencio y se puso a refunfuñar, con la cabeza entre las manos.

Le dejaron así y la lección siguió adelante, mientras él rumiaba qué podría hacer para vengarse de sus compañeros, que, a partir de entonces, iban a ponerle en cuarentena probablemente y a expulsarlo de sus juegos.

Anduvo dándole muchas vueltas e imaginó venganzas enloquecidas, botes de agua lanzados en plena cara, chorros de tinta sobre la ropa, alfileres clavados en los bancos para provocar pequeños empalamientos, libros desgarrados, cuadernos retorcidos; pero poco a poco, y con la ayuda de la reflexión, fue desechando cada uno de esos proyectos, porque convenía actuar con prudencia, ya que Pacho, Pardillo y los demás no eran tipos que se dejasen hacer fácilmente sin responder con dureza y pegar en serio.

Conque decidió esperar acontecimientos,

6

El honor y los calzones de Tintín

¡Dios y tu Dama! (Lema de los caballeros antiguos)

Aquella tarde había batalla en el Salto. El tesoro, atiborrado de botones de todas el ases y tamaños, de corchetes múltiples, de cordones diversos, de alfileres complicados, más un magnífico par de tirantes (¡los del Azteca, claro!), daba confianza a todos, estimulaba las energías y azuzaba a los más audaces.

Aquel fue el día, por decirlo así, de las iniciativas individuales y de los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, mucho más peligrosos, sin duda alguna, que las refriegas de conjunto.

Las fuerzas, más o menos igualadas, habían iniciado la contienda con un duelo colectivo a pedrada limpia y, cuando escasearon esas municiones, paso a paso y salto a salto, habían llegado a la confrontación directa, entremezclándose.

Pardillo zamarreaba (él decía zarrameaba) a Jetatorcida. Pacho sacudía al Azteca y los demás andaban ocupados con otros guerreros de menor envergadura; Tintín, por su parte, se había enredado con El Titi, un gilipolleras más tonto que «treinta y seis cerdos casaos en segundas nupcias», pero que con sus largos brazos de pulpo le paralizaba y asfixiaba.

Por más que le hundía los puños en la barriga, le soltaba unas patadas capaces de tumbar a un elefante (pequeño) y le tundía el mentón a cabezazos y los tobillos a patadas, el otro, paciente como una mula, le tenía agarrado por la cintura, lo apretaba como a una morcilla y lo doblaba y lo zarandeaba tanto que ¡zas!, allá fueron los dos, aquel encima y Tintín debajo, entre los grupos que se zurraban a lo largo y ancho del campo de batalla.

Los vencedores, arriba, rugían amenazadoramente mientras los vencidos, y entre ellos Tintín, callado por amor propio, pegaban como locos y lo más fuerte posible cada vez que podían y donde fuera, con tal de recuperar el terreno perdido.

Resultaba muy difícil, por no decir imposible, arrastrar a un prisionero hacia uno u otro campo.

Los que estaban de pie boxeaban como profesionales, esquivando con la derecha, protegiéndose con la izquierda, y los que habían caído estaban realmente por los suelos; por lo demás, cada uno tenía bastante con la preocupación de ponerse a salvo a sí mismo.

Tintín y El Titi figuraban entre los más atareados. Enlazados en el suelo, se mordían y golpeaban, rodando uno sobre otro y alternando, tras esfuerzos más o menos prolongados, uno encima y otro debajo. Pero lo que ni Tintín ni los demás longevernos, ni siquiera los propios velranos, demasiado ocupados, podían ver era que aquel idiota del Titi, que quizá no fuese tan bruto como parecía, se las estaba apañando para hacer rodar a Tintín o para rodar él mismo hacia el lindero del bosque, separándose así poco a poco de los demás grupos que peleaban en el campo de batalla.

Pasó lo que tenía que pasar y la pareja Titi-Tintín estuvo muy pronto, sin que el longeverno hubiera podido darse cuenta, inmerso como estaba en el fragor del combate, a cinco o seis pasos del campo de Velrans.

Cuando sonó, en no se sabe qué parroquia, el primer toque del rosario y los grupos se disolvieron instantáneamente, los velranos volvieron a su linde y, por decirlo así, no tuvieron más que recoger a Tintín, que pataleaba con todas sus fuerzas, boca arriba en el suelo, donde le mantenía aferrado su tenaz adversario.

Los longevernos no habían visto ni sospechado siquiera tal captura, de modo que cuando se reagruparon en el Matorral Grande y procedieron al consabido recuento, tuvieron que reconocer, quieras que no, que Tintín faltaba a la cita.

Lanzaron el «pituit» de reagrupamiento, pero nadie respondió. Gritaron, aullaron el nombre de Tintín y entonces llegó hasta sus oídos un abucheo burlón. Habían trincado a Tintín. – Gambeta -ordenó Pacho-, corre, corre al pueblo y dile a la Mari que su hermano está prisionero;

tú, Botijo, vete a la cabaña, rompe el cofre del tesoro y prepara to lo necesario pa remendar al tesorero; busca los botones y enhebra las agujas pa no perder ni un minuto. ¡Ah, qué cerdos! Pero ¿cómo han podido hacerlo? ¿Quién ha visto algo? ¡Es casi imposible!

Nadie podía contestar, desde luego, a las preguntas del jefe; ninguno se había dado cuenta de nada. – Habrá que esperar a que lo suelten. Pero a Tintín, maniatado y amordazado tras la cortina de matorrales del lindero, le faltaba aún bastante

para volver.

Por fin, entre gritos, aullidos y zumbido de guijarros, le vieron aparecer, desaliñado, con la ropa bajo el brazo y el mismo aspecto que Pacho y el Azteca tras sus ejecuciones respectivas, es decir, con el culo al aire o casi, ya que su corta camisa apenas velaba lo que habitualmente se oculta a las miradas.

–Mira -dijo Pardillo sin pensar-, él también les ha enseñao el culo. ¡Es bárbaro! – ¿Cómo es posible que le haigan dejao hacerlo y no le haigan cogido otra vez? – observó Grillín,

que temía algo peor-. ¡Qué raro! Si les hemos enseñao hasta la manera de hacerlo. Pacho rechinó los dientes, frunció el ceño y se mesó los cabellos, señal de perplejidad enfurecida. – Sí -respondió a Grillín-, seguramente habrá algo más. Tintín se acercaba hipando, tragando saliva y con la nariz húmeda por los tremendos esfuerzos que

hacía para contener las lágrimas. Desde luego, no era la actitud propia de un guerrero audaz que acaba de jugar una mala pasada a sus enemigos.

Se acercaba con toda la rapidez que le permitían sus sandalias sueltas. Le rodearon con solicitud.

–¿Te han hecho daño? ¿Quién te ha pegan? ¡Dilo, rediós, que los cogemos! ¿Ha sido otra vez el cerdo de Guiñaluna, ese cagón asqueroso, cobarde y retorcido?

–¡Mis calzones! ¡Mis calzones! ¡Hip, hip! ¡Mis calzones! – gimió Tintín, viniéndose abajo un tanto, en una crisis de sollozos y lágrimas.

–¡Bueno, hombre, no pasa nada, te coseremos los calzones! ¡Vaya problema! Gambeta ha ido a buscar a tu hermana y Botijo está preparando el hilo.

¡Hip, hip! ¡Mis calzones, mis calzones! – ¡Venga! ¡A ver esos calzones!

¡Hip! ¡Que no los tengo! ¡Esos ladrones

me han roban mis calzones! – ¿…? – Sí, el Azteca dijo: «Ah, tú fuiste el que me

birló mi pantalón la otra vez, ¿eh? Pues te llegó la hora de pagar, so guarro; ojo por ojo; tú y los chupagaratusas de tus amigos cogisteis el mío, conque yo te confisco éste. Nos servirá de bandera.» Y me lo quitaron y después me arrancaron to los botones y después se liaron a darme patás en el culo, ¿Cómo voy a volver a mi casa?

–¡Agg, joder! ¡Vaya una cabronada! – exclamó Pacho.

-¿No ti es otros pantalones en casa? preguntó Pardillo Hay que mandar a alguien que busque a Gambeta pa que le diga a la Mari que te los traiga.

Sí, pero se va a notar que no son los que llevaba esta mañana; precisamente me había vestido de limpio y mi madre me dijo que si los llevaba sucios esta tarde me iba a enterar. ¿Qué le voy a decir?

Pardillo esbozó un amplio gesto evasivo y preocupado, acordándose de las palizas paternas y de los lloriqueos jeremíacos de las madres.

¡Y el honor, rediós! – rugió Pacho-. ¿Querís que se diga que los longevernos se han dejao quitar los calzones de Tintín como si fueran una mierda de Azteca cualquiera? ¿Es eso lo que querís, eh? ¡Ah, no, rediós, claro que no! ¡Nunca! O no somos más que una pandilla de patanes que no sirven más que pa ayudar a misa y pa apilar leña al lao del fogón.

Los demás dirigían a Pacho sus miradas interrogantes; él respondió:

–Hay que recuperar los calzones de Tintín, cueste lo que cueste, aunque no sea más que por el honor,

o si no, no vuelvo a ser jefe ni a combatir. Pero ¿cómo? Tintín, con las piernas al aire, tiritaba llorando en medio de sus amigos. Ya está -prosiguió Pacho-, que había ordenado sus ideas y pergeñado un plan: Tintín se va a ir a la

cabaña, a reunirse con Botijo y a esperar a la Mari. Mientras, nosotros, al galope tendido, con los palos y sables, iremos a toa mecha por los campos de abajo del todo, rodeando el bosque, pa esperarlos en su trinchera.

–¿Y el rosario? – dijo alguien.

–¡A la mierda el rosario! – respondió el jefe-. Los velranos irán a su cabaña, porque tienen una, seguro que la tienen; entre tanto, tenemos tiempo de llegar; nos meteremos entre las ramas de la última tala, a lo largo de la zanja que baja. En ese momento, ellos no llevarán palos, estarán desprevenidos; entonces, cuando yo dé la orden, de pronto, nos echamos encima y recuperamos los calzones. ¡A palo limpio, ya sabís, y si se resisten, les partís la jeta! Entendido, ¿no? Pues ¡en marcha!

–¿Y si han escondido los calzones en su cabaña?

–Eso ya lo veremos después, ahora no es momento de cháchara. ¡Y de todas formas, habremos salvado el honor!

En vista de que nada se movía ya en el lindero enemigo, todos los guerreros útiles de Longeverne, conducidos por el general, se lanzaron como un huracán por la pendiente abrupta de la ladera del Salto, saltando por encima de los matorrales, sorteando las hayas, franqueando las zanjas, ágiles como liebres, enardecidos y furiosos como jabalíes.

Rodearon la cerca del bosque y, siempre galopando en silencio, agachándose todo lo posible, llegaron a la zanja que separaba los dominios de uno y otro pueblo. La cruzaron en fila india, rápidamente y sin ruido y, a una señal del jefe, que los hizo pasar delante por pequeños grupos o uno a uno, quedándose él a la cola, se agazaparon en los macizos del matorral denso que crecían entre los resalvos de la tala de Velrans.

Habían llegado a tiempo.

Desde las profundidades del bosquecillo ascendía un rumor de gritos, risas y pasos; poco después pudieron distinguir las voces.

–¡Qué bien que lo he cogido!, ¿eh? – alardeaba El Titi. No pudo hacer na. ¿Qué hará ahora con «los

calzones que no tiene»? – Pues ahora podrá dar pingoletas* sin que se le caigan las cosas de los bolsillos. – Los pondremos en un palo ¿no? Jetatorcida, ¿tienes ya listo tu garrote? – Espera un poco, que le estoy raspando los nudos pa no arrescuñarme las manos. ¡Vale, ya está! – ¡Ponlos con las patas en el aire! – Iremos en fila -ordenó el Azteca-, cantando nuestra himno: ¡si lo oyen, van a rabiar! Y el Azteca entonó:

* Volteretas.

Soy cristiano, esa es mi gloria, mi esperanza…

Aunque Pacho y Pardillo, ocultos en un matorral un poco por debajo de la zanja de enmedio, apenas podían ver el espectáculo, no perdían en cambio ni una palabra.

Todos sus soldados, con los puños crispados sobre los garrotes, permanecían mudos como los tocones sobre los que se habían situado a horcajadas. El general, con los dientes apretados, miraba y escuchaba. Cuando las voces de los velranos respondieron a la de su jefe:

Soy cristiano, esa es mi gloria…

masculló entre dientes esta amenaza:

-Esperay un poco, rediós, que sus voy a joder yo la gloria!

Entretanto la tropa triunfal se acercaba, encabezada por Jetatorcida y con los calzones de Tintín a guisa de bandera en la punta de un palo.

Cuando estuvieron más o menos alineados en la zanja y empezaron a bajar por ella, al ritmo lento que marcaba el himno, Pacho lanzó un rugido espantoso, como el mugido de un toro degollado. Se distendió como un muelle estirado hasta el límite y saltó de su matojo mientras todos sus hombres, arrastrados por su ímpetu y galvanizados por su grito, se lanzaban como catapultas sobre la muralla desguarnecida de los velranos.

¡Ah, no hubo el menor problema! El bloque vivo de los longevernos, haciendo silbar sus garrotes, fue a golpear, aullando, contra la línea literalmente estupefacta de los velranos. Todos cayeron al mismo tiempo y fueron barridos a garrotazo limpio, mientras el jefe, machacando con sus talones a un Jetatorcida despavorido, le arrebataba de un solo golpe los calzones de su amigo Tintín, jurando como un condenado.

Una vez en posesión de la prenda reconquistada con honor, ordenó sin vacilar la retirada, que se efectuó con toda rapidez por la misma zanja de en medio que los enemigos acababan de abandonar.

Y mientras éstos se reincorporaban, lastimados y apaleados una vez más, el sotobosque silencioso retumbaba con las risas, los alaridos y los durísimos insultos de Pacho y de su ejército al volver hacia su tierra al galope en pos de los calzones recuperados.

Muy pronto llegaron a la cabaña donde Gambeta, Botijo y Tintín, éste último muy inquieto por la suerte de su pantalón, rodeaban a la Mari que, con dedos ágiles, acababa de reponer en las prendas de su hermano los accesorios indispensables, de los que habían sido despojadas con rudeza.

La víctima, con la blusa caída como un faldón por pudor ante la proximidad de su hermana, recibió el pantalón con lágrimas de alegría.

Sólo le faltó besar a Pacho, pero, para dar más cumplidamente las gracias a su amigo, declaró que encargaría ese menester a su hermana y se conformó con asegurarle, con la voz velada todavía por la emoción, que era un verdadero hermano y más aún que un hermano para él.

Todos lo entendieron y aplaudieron discretamente.

La Mari Tintín repuso también en un dos por tres los botones del pantalón de su hermano y, por prudencia, la dejaron ir sola un poco por delante de ellos.

Y aquella noche, el ejército de Longeverne, tras haber superado tan terribles trances, regresó con orgullo al pueblo, a los sones viriles de la música de Méhul:

La victoria cantando…

feliz por haber reconquistado el honor y los calzones de Tintín.

7

El tesoro saqueado

El templo está en ruinas, en lo más alto del promontorio.

J. M. DE HEREDIA (Las trofeos)

A pesar de todo, no habían guardado ningún rencor a Vaquero por su disputa con Pardillo ni tampoco por sus intentos de chantaje y sus veleidades de chivateo con el lió Simón.

A fin de cuentas, había llevado la peor parte, había sido castigado. Se andarían con cuidado con él y, salvo algunos irreductibles, entre ellos Grillín y Tintín, el resto del ejército, incluido el propio Pardillo, había corrido un tupido velo sobre aquel episodio lamentable pero por lo demás bastante frecuente, que a punto había estado, en un momento crítico, de sembrar la discordia y la cizaña en el campo longeverno.

Pese a beneficiarse de aquella actitud tolerante, Vaquero no había depuesto las armas. Guardaba en su corazón, si no en sus mofletes, las bofetadas de Pardillo, el castigo del tió Simón, el testimonio adverso de todo el ejército (mayores y pequeños) y, sobre todo, sentía contra el explorador y lugarteniente de Pacho el odio que producen los celos espantosos del derrotado en lides de amor. ¡Y eso sí que no! No podía perdonarlo.

Por otra parte, había llegado a la conclusión de que le resultaría más fácil ejercer sobre los longevernos en general y sobre Pardillo en particular sus misteriosas represalias y tenderles nuevas trampas si continuaba combatiendo entre sus filas. De manera que, en cuanto cumplió el castigo, se acercó a la banda.

Aunque no participó en el famoso combate en cuyo transcurso fueron capturados y recuperados, como un reducto importante, los calzones de Tintín, a Vaquero no se le ocurrió la idea de ahorcarse, como el valiente Crillón, sino que acudió al Salto las tardes siguientes e incluso tomó parte, modesta y desdibujada, en los grandes enfrentamientos artilleros y en los asaltos tumultuosos y ululantes que, por lo general, sucedían a aquellos.

Experimentó la sana alegría de no ser capturado y de ver apresados, por unos o por otros, puesto que los odiaba a todos, guerreros de ambos bandos a quienes se devolvía, o que volvían, en estado lastimoso.

El se mantenía prudentemente en retaguardia, riendo para sus adentros cuando caía un longeverno, o más ruidosamente cuando era un velrano. El tesoro funcionaba, por decirlo de alguna manera. Todo el mundo, y Vaquero lo mismo que los demás, acudía a la cabaña antes del regreso para depositar las armas y comprobar la situación de la reserva que, en función de las victorias o las derrotas, fluctuaba, crecía cuando se hacían prisioneros, descendía cuando había uno o más vencidos (¡cosa bastante rara, por cierto!) que requerían remiendos para el retorno.

Aquel tesoro era la alegría, el orgullo de Pacho y los longevernos, su consuelo en la adversidad, su panacea contra la desesperación, su estímulo tras el desastre. Un día, Vaquero pensó:

–¡Mira que si les birlo el tesoro y lo quito de en medio! No habría nada que pudiera sentarles peor, y les estaría bien emplean, en venganza.

Pero Vaquero era prudente. Pensó que podrían verle rondando en solitario por aquellos pagos, que las sospechas caerían naturalmente sobre él y que entonces, ¡oh, entonces!, podría esperar cualquier cosa de la justicia y la ira de Pacho. No, no podía ser él mismo quien cogiera el tesoro.

«¿Y si se lo chivateo a mi padre?», pensó.

¡Pues sí! Eso sería aún peor. En seguida se sabría de dónde venía el golpe y entonces sí que no se libraba del castigo.

¡No, no era eso!

Sin embargo, su espíritu y su pensamiento volvían una y otra vez sobre ello, era allí donde había que golpear, lo veía clarísimo, así los alcanzaría de lleno.

Pero ¿cómo?, ¿cómo? Esa era la cuestión…

Después de todo, tenía tiempo: probablemente, la oportunidad se le presentaría por su propio pie.

El jueves siguiente, muy de mañana, el padre de Vaquero salió hacia la feria de Baume, acompañado por su hijo. En la delantera del carro de tablas al que habían uncido a la Morita, la burra vieja, se habían instalado sobre una bala de paja atravesada; detrás, en un lecho de hierba fresca, con todo el cuerpo metido en un saco cerrado en torno a su cuello, iba un becerrillo de seis semanas que sacaba la cabeza sorprendido. El viejo Vaquero, que se lo había vendido al carnicero de Baume, aprovechaba la oportunidad que le ofrecía la feria para llevárselo al comprador. Como era jueves y había dinero por medio, llevaba a su hijo consigo.

Vaquero estaba contento. Esas ocasiones no se presentaban todos los días. Iba disfrutando de antemano todos los placeres de la jornada: cenaría en la posada, bebería vino, copitas o jarabes en el cubilete de su padre, compraría alfajores, un silbato y todavía se alegraba más al pensar que sus compañeros, sus enemigos, envidiaban sin duda su suerte.

Aquel día hubo una batalla terrible entre Longeverne y Velrans. Es verdad que no se hicieron prisioneros, pero las piedras y los garrotes causaron estragos, y por la noche, los heridos no tenían ninguna gana de reír.

Pardillo tenía un chichón espantoso en la frente, un chichón con una hermosa herida roja, que le había sangrado durante dos horas; Tintín no sentía el brazo izquierdo, o mejor, lo sentía demasiado; Botijo llevaba una pierna amoratada. Grillín no veía bajo la inflamación del párpado derecho, Granclac tenía los dedos de los pies machacados, su hermano movía con gran dolor la muñeca derecha, y todo eso sin contar las múltiples mataduras que adornaban los costillares y las extremidades del general, de su lugarteniente y de la mayoría de los guerreros.

Pero no podían quejarse demasiado, porque los velranos habían escapado peor, seguramente. Claro que no habían llegado a hacer el inventario de los porrazos recibidos por los enemigos, pero milagro sería que, entre todo aquel montón de bajas, no hubiese algunos que tuvieran que meterse en la cama con meningitis, esguinces graves, luxaciones o, por lo meros, con unas fiebres de aúpa.

Vaquero, entre sus tablas y sobre la bala de paja, volvió por la tarde un poco achispado, con aspecto triunfal, e incluso se rió sarcásticamente en las mismísimas narices de los compañeros que por casualidad asistieron a su bajada del vehículo.

–¡Mira el tipejo éste! ¡Rediós, pa una vez que va a la feria, el muy gilipollas! ¡Cualquiera diría que baja de una carroza y que el penco que lleva es un pura sangre!

Pero el otro, con aire de venganza satisfecha y de profundo desdén, seguía burlándose sin dejar de mirarlos.

Ellos no podían entenderlo, claro.

A la mañana siguiente, en vista de la cantidad de unidades que estaban fuera de combate, resultó imposible pensar siquiera en la lucha. ¡Y con toda seguridad los velranos tampoco podrían acudir! De modo que descansaron, se cuidaron, se aplicaron diversas curas con potingues sencillos o complicados que consiguieron birlar, a la buena de Dios, de las viejas cajas de medicinas de sus madres. Por ejemplo, Grillín se hacía lavados de manzanilla en el párpado y Tintín se curaba el brazo con tisana de grama. Y hasta juraba que le sentaba perfectamente. Y es que en medicina, como en cuestiones de religión, lo que salva es la fe.

Después jugaron algunas partidas de canicas para variar un poco de las violentas distracciones de la tarde anterior.

Ni el viernes ni el sábado había que ir al Matorral Grande. Sin embargo, Pardillo, Pacho, Tintín y Grillín, muertos de aburrimiento, decidieron, no buscar camorra ni avistar al enemigo, desde luego, pero sí darse una vuelta por la cabaña, aquella querida cabaña que escondía el tesoro y donde se estaba tan tranquilo y tan bien para celebrar fiestas.

No confiaron su proyecto a nadie, ni siquiera a los Clac y a Gambeta. A las cuatro, cada uno se fue a su domicilio respectivo y, un momento después, se reunieron en el camino del tió Señorita para dirigirse, atravesando el bosque de Teuré, hacia el emplazamiento de la fortaleza.

Por el camino hablaron de la gran batalla del jueves. Tintín, con el brazo en cabestrillo, y Grillín con una venda en el ojo, dos de los que salieron peor parados aquel día, revivían con fruición las patadas que habían dado y los garrotazos que habían repartido antes de recibir, uno el puño de Jetatorcida en el ojo y el otro el palo de Pichafría en el radio… o en el cúbito.

Cuando le planté el tacón en la barriga -decía Tintín hablando de su gran enemigo El Titi, hizo ¡han!, como cuando se apuntilla a un becerro; creí que ya no volvía a levantar cabeza: así aprenderá a no ventilarme los calzones.

Grillín recordaba los dientes rotos y los escupitajos sanguinolentos de Jetatorcida cuando recibió su cabezazo en plena mandíbula, y todo eso les hacía olvidar los pequeños sufrimientos actuales.

Ahora andaban entre la maleza, en el viejo camino de la recolección, cada año más estrecho a consecuencia del empuje vigoroso del monte bajo que lo invadía y obligaba a inclinarse y agacharse para evitar los zurriagazos de las ramas deshojadas.

Unos cuervos que volvían al bosque obedeciendo la llamada de un macho viejo volaban graznando por encima del grupo…

Dicen que esos pájaros traen mala suerte, como las lechuzas que cantan por la noche y anuncian que habrá una muerte en la casa. ¿Tú crees que eso será verdad, Pacho? preguntó Pardillo.

–¡Bah! – contestó el general-. Eso son historias de viejas. Si hubiera una desgracia cada vez que se ve un cuervo, no quedaría nadie vivo en el mundo; mi padre dice siempre que esos cuervos son menos peligrosos que los que no tienen alas. Cuando se ve uno de esos sí que hay que tocar madera pa que no te caiga encima la mala suerte.

–¿Y será verdad que esos bichos viven cien años? A mí me gustaría ser como ellos: lo ven todo y no van a la escuela -afirmó Tintín con un deje de envidia.

Macho repuso Grillín, pa saber si viven tanto tiempo, y es muy posible, habría que estar delante cuando nacen y señalar a uno en el nido. Lo que pasa es que cuando venimos al mundo no siempre hay un cuervo a mano, y además no se piensa en eso, ¿sabes?, y que no hay mucha gente que llegue a esa edad.

–No hablís más de esos bichos -pidió Pardillo-. Yo creo que eso sí que trae mala suerte.

–No hay que ser supreticioso, Pardillo. Eso era cosa de otros tiempos; ahora estarnos civilizaos, existe la ciencia…

Y siguieron andando, mientras Grillín interrumpía su discurso y el elogio de los tiempos modernos para esquivar la brusca caricia de una rama baja que había sido desplazada por Pacho al pasar.

A la salida del bosque torcieron a la derecha para dirigirse a las canteras.

Los otros no nos han visto -observó Pacho-. Nadie sabe que hemos venido. ¡Qué bien escondida

está la cabaña!