8 Justas represalias

Donec ponam inimicos tuos, sacabellum pedum tuorum1.

(Vísperas del domingo)

Psalmo…nescio quo2.

ANOTUS DE BRAGMARDO*

El tió Beduino vio a Pardillo al mismo tiempo que éste lo descubriera a él, pero si el chaval reconoció al viejo al primer vistazo, lo contrario, afortunadamente, no fue verdad.

Sólo que el guarda forestal intuyó, con su olfato de viejo guerrero, que el mozalbete que tenía delante andaba mezclado en aquel asunto inesperado, o por lo menos podría proporcionarle alguna información o explicación, de manera que le hizo señas para que le esperase y se fue derecho hacia él.

Aquello le venía bien a Botijo, cuyo mayor temor era que el viejo aguafiestas se acercase a él y pudiera descubrir el gardarropa de los camaradas de Longeverne. Para impedir que se aproximara a aquel lugar, Botijo estaba dispuesto a emplear cualquier medio, y el mejor de todos era sin duda el insulto lanzado desde muy cerca, siempre, claro está, que, como en esta ocasión, hubiera árboles y matorrales en los que ocultarse para no ser reconocido. Así, utilizando las piernas con habilidad, era posible mantener al viejo muy alejado del campo de operaciones.

Cuando la perdiz ve a sus crías en peligro y sólo con el plumón…

Botijo conocía la fábula y había admirado siempre esa astucia de pájaro. Y como él no era más tonto que una perdiz y además sabía imitar perfectamente su «pituit, pituit», se las apañaría para tener a raya a Ceferino y despistarlo.

Sin embargo, aquella maniobra encerraba ciertos riesgos y complicaciones. Uno de los más graves podía ser la presencia o la aparición en aquel lugar de un habitante del pueblo que tuviera buenas piernas y buen ojo, y que le denunciaría sin duda al guarda o incluso (como había ocurrido ya en alguna ocasión), si era padre, conocido o amigo, se arrogaría cierto derecho de familiaridad para coger por la oreja al delincuente y conducirlo de tal guisa hasta el representante de la fuerza pública, situación a todas luces embarazosa.

Botijo era más bien prudente y prefería no correr riesgos. Además, no tenía una idea muy clara del resultado de la batalla ni del modo como Pacho había guiado a sus tropas. Los gritos oídos sólo le daban a entender que se había producido un ataque en toda regla. Sí, pero ¿dónde estaban ahora los camaradas?

¡Grave pregunta!

Como puede suponerse, Pardillo no perdió el tiempo esperando al guarda jurado. En cuanto notó que el

1 Hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies (Salmo 109 [Vg], 1). 2 Salmo… no sé cuantos.

* ¡Par Dieu! monsieur mon amy, magis magnos elencos non sunt magis magnos sapientes (Por Dios, amigo mío, los clérigos más grandes no son los más sabios] (Rabelais, libro I, cap. XXXIX).

otro pretendía reunirse con él y se le acercaba, dio media vuelta, bajó de un salto al barranco y fue al encuentro de sus compañeros, gritándoles, no demasiado alto, desde luego, que huyeran hacia arriba, porque el Buitre, como llamaba él al agua-guerras, venía por la parte de abajo.

Ceferino, al ver huir a Pardillo, no dudó un instante que esos sucios mocosos estaban «jugándole alguna» otra vez; de pronto se acordó de lo ocurrido dos días antes, cuando aquel otro le había enseñado el culo, y como ahora se sentía fuerte y emprendedor, inició la marcha, a paso gimnástico, con el propósito de aprehender al bribón.

Sudando y resoplando, llegó justo a tiempo para ver a la bandada de chavales que, desnudos como gusanos, huían y desaparecían entre los matorrales de arriba del Salto, gritando en dirección a él insultos de significado inequívoco:

–¡Viejo asqueroso! ¡Putero con purgaciones! ¡Vieja cuba! ¡Vete a la mierda!

–¡Ah, cochinos! ¡Asquerosos, granujas, maleducaos! -respondía el viejo, reanudando el trote-. ¡Ay como coja a uno, a uno solo! ¡Le corto las orejas, le corto la nariz, le corto la lengua, le corto…!

El Beduino quería cortarlo todo.

Pero para coger a uno de aquellos habrían hecho falta unas piernas más ágiles que sus decrépitos remos. Se dedicó a registrar concienzudamente los matorrales en todas las direcciones, pero no encontró nada y siguió de lejos la voz, una pista que él creyó segura pero que muy pronto iba a engañarle también.

Pardillo, Granclac y Grillín, ya vestidos, pusieron en práctica, para proteger el regreso de sus compañeros y permitir que recuperaran sus ropas, lo que Botijo había imaginado un momento antes: atraer a Ceferino hacia los pastos de Cazacán, cada vez más lejos, y precisamente por el lado de Velrans, con el objetivo suplementario de darle el cambiazo y hacerle creer, con la colaboración de su escasa vista cansada, que los únicos responsables de aquel atentado contra su dignidad de antiguo defensor de la «patria» y de representante de la ley eran los chavales del pueblo enemigo.

Como todas las señales de precaución y reagrupamiento estaban convenidas de antemano, y como el bosque enemigo había quedado desierto, Pardillo y sus dos secuaces dejaron de insultar al Beduino cuando creyeron llegado el momento oportuno; dieron un amplio rodeo campo a través, siguieron hacia arriba la cerca de los pastos de Guisote, regresaron al bosque y, por la zanja de arriba, fueron a desembocar a los matorrales del campo comunal, un centenar de metros por encima del recodo del camino, es decir, del campo de batalla.

En aquel momento estaba completamente vacío y no quedaba en él nada que pudiese recordar la lucha épica que se había desarrollado allí una hora antes. Sin embargo, oyeron en los matorrales de abajo el «pituit, pituit» de los longevernos que los llamaban con regularidad.

Gracias, efectivamente, a su hábil maniobra de diversión, la tropa sorprendida había podido volver a la zona defendida por Botijo y colocarse a toda velocidad camisas, pantalones y blusones, con las dos manos a la vez y sin tener bastante con los dedos de ambas para remeter faldones, ajustar cinturones, abrochar pantalones, encasquetar gorras, atar cordones de zapatos y vigilar para que nadie perdiera ni olvidase nada.

En menos de cinco minutos, sin dejar de jurar y maldecir contra aquel viejo canalla de guarda que aparecía siempre donde nadie le llamaba, los soldados del ejército, que habían conseguido recomponer satisfactoriamente sus vestimentas y no estaban del todo contentos con una victoria parcial en la que no habían podido hacer prisioneros, desfilaban ya monte abajo, en cuatro o cinco grupos, llamando a los tres exploradores que habían tenido que vérselas con el Beduino.

Ese me las va a pagar decía Pacho, vaya si me las va a pagar. No es la primera vez que se empeña en buscarme un lío. Esto no pue quedar así, o es que ya no hay Dios, ni justicia, ni na de na. ¡Ah, no! Rediós, no. Esto no quedará así.

Y el cerebro de Pacho empezaba a maquinar ya una venganza complicada y terrible, mientras sus camaradas reflexionaban también profundamente.

Oye, Pacho. El viejo tiene ya manzanas en el huerto. ¿Y si vamos a darle un repaso a los árboles mientras él nos busca por Cazacán, eh? ¿Qué tal?

–Y le estropeamos el cantero de berzas añadió Chiquiclac.

–¡Se lo pisoteamos todo! – dijo Ojisapo.

–Buena idea convino Pacho, que tenía también la suya-. Pero tenemos que esperar a los otros. Además, con tanta luz no se pue hacer na. Si nos viera, sería capaz de meternos en la cárcel, con testigos y to… Ya sabís que no podemos fiarnos de un viejo cerdo como ése, que ni tie corazón, ni entrañas, ni na. En fin, ya veremos.

–¡Pituit! – se oyó en los matorrales del lado de poniente. – Ya están aquí dijo Pacho. Y repitió tres veces la llamada de la perdiz…

Una galopada sonora le anunció la llegada de los tres exploradores y el reagrupamiento de los distintos grupos dispersos por la ladera. Cuando se reunieron todos, los recién llegados dieron las novedades. Ceferino, aseguraron, se cagaba en todo lo habido y por haber contra los asquerosos renacuajos de Velrans que venían a jorobar a la gente decente en su propia casa, y el pobre tiparraco sudaba y se secaba y resoplaba como un rucio asmático tirando de un carro cargado por una cuesta arriba más empinada que el tejado de un granero.

–La cosa marcha -afirmó Pacho-. Tendrá que pasar otra vez por aquí, así que hace falta que alguno se quede a esperarlo.

Grillín, que tenía ya algo de psicólogo y de lógico, expuso su opinión:

–Está pasando calor, de modo que tendrá sed; por consiguiente, volverá derecho al pueblo para arrearse un latigazo en cal Guisote, el de la fonda. Convendría que alguien se diese una vuelta por allí también.

–Sí, es verdad -concedió el jefe-: tres aquí y tres allí; los demás, que vengan conmigo al bosque de Teuré. Ya sé lo que hay que hacer. En cal Guisote hace falta alguien que sea listo -prosiguió-; que vaya Grillín, con Sortillo y Pirulí; sus ponis a jugar al guá como si na. Botijo se quedará aquí en la cantera, bien situao, con otros dos; tenis que estar mu atentos y escuchar to lo que diga; cuando esté lejos y sepáis lo que va a hacer, vais a buscarnos al final de la trocha del tió Señorita, cerca de la Cruz del Jubileo. Allí nos veremos y sus diré de qué se trata.

Grillín hizo notar que ni él ni sus compañeros tenían canicas y Pacho, generoso, le dio una docena (por una perra, macho) para que pudieran representar bien la comedia delante del guarda.

Y tras una última recomendación del jefe, Grillín, muy seguro de sí mismo, bromeó:

–No te preocupes, tío, ya me encargaré yo de pegársela bien pegá a ese vejestorio de los cojones.

La dispersión se realizó sin más demora.

Pacho, con el grueso de la tropa, llegó al bosque de Teuré y en cuanto estuvo allí, ordenó a sus hombres que arrancaran de los árboles las lianas de clemátida3 más largas que encontrasen.

-¿Pa qué? – preguntaron-. ¿Pa fumar? ¡Jo, qué bien, vamos a hacer cigarros!

-Tení cuidao y no las rompáis -siguió Pacho-, y cogí to las que podáis: ya sabréis pa qué son. Tú, Pardillo, súbete a los árboles y las arrancas, lo más arriba que puedas. Tien que ser mu largas.

–Descuida, yo me encargo -dijo el lugarteniente.

–Pero antes, ¿tiene alguien cuerda fina? preguntó el jefe. Todos tenían trozos de longitud variable, de uno a tres palmos, aproximadamente. Los enseñaron.

-¡Guardailos! Sí concluyó, respondiendo a una pregunta que él mismo se hacía para sus adentros, guardailos y vamos a buscar las lianas.

Resultaba fácil encontrarlas en aquella foresta, porque era lo único que no faltaba por ningún sitio: cordones fuertes y flexibles que trepaban a los robles enormes, a las hayas, carpes, abedules, perales silvestres, a casi todos los árboles, aferrándose a los troncos nudosos con sus hojas en forma de zarcillos, enroscándose como serpientes vegetales y vivaces para llegar a cielo abierto, alcanzar la luz y beber su ración de sol a cada amanecer. También en el suelo aparecían prácticamente por todas partes: viejos tocones grises, duros y rígidos, que se deshacían en filamentos como de carne de puchero demasiado cocida, para ascender después en forma de cintas flexibles y resistentes.

Pardillo trepaba; Renacuajo y Guiñeta también; eran como tres talleres que trabajaban simultáneamente bajo la atenta mirada de Pacho.

La escalada fue cosa de un momento.

Por grueso que fuera el árbol, Pardillo lo atacaba como un luchador de la época clásica, a cuerpo limpio; y eso que, en ocasiones, sus brazos eran demasiado cortos para abarcar el tronco por completo.

Pero no importaba. Sus manos se adherían como ventosas a los nudos de la corteza, cruzaba las piernas, entrelazándolas como sarmientos retorcidos, y un vigoroso impulso de las corvas nos lo lanzaba treinta o cincuenta centímetros más arriba; una vez allí, otro agarrón de manos, otro empujón de corvas y, en quince o veinte segundos estaba ya en la primera rama.

Entonces dejaba de gatear: se incorporaba primero sobre los antebrazos y el pecho, después colocaba las rodillas a la altura de aquella especie de barra fija natural y por último ponía los pies en el lugar de las rodillas: la ascensión hasta el punto más alto se efectuaba tan natural y fácilmente como por la más cómoda de las escaleras.

La liana de clemátida caía rápidamente en su poder porque, al pie del árbol, un compañero provisto de una navaja bien afilada cortaba el tallo a ras del suelo, mientras otros tres o cuatro la atraían

3 Clemátida: planta trepadora de tallos gruesos y esponjosos.

gradualmente, tirando de ella con toda la precaución necesaria.

¡Cuántas veces habrían hecho los pequeños pastores esa misma operación, en verano, para engalanar con verde y flores silvestres la cornamenta de los animales para las fiestas de San Juan! La clemátida, la hiedra, las campanillas, amapolas, margaritas, mezclaban sus colores entre el verdor oscuro de las coronas trenzadas, hechas con primor y rivalizando en imaginación. Y por la tarde, daba gusto ver venir a las vacas de ojos límpidos, con su andar cansino al compás de los cencerros, florecidas y coronadas como novias de mayo.

Al volver de la fiesta, el ramo se colgaba encima de la puerta de la cocina, entre los enormes clavos de talabartero, donde la panoplia reluciente y rústica de las hoces lanza destellos oscuros, 1 para dejar que se secara, al abrigo del tejadillo, hasta el año siguiente o incluso más tiempo todavía.

Pero ahora no se trataba de eso.

Hay que darse prisa -urgió Pacho, que veía caer la noche mientras la niebla de poniente se levantaba sobre el molino de Velrans.

Cuando los otros reunieron el botín, mientras él se entregaba mentalmente a ciertas complicadísimas operaciones matemáticas, abarcó cuidadosamente con los brazos extendidos las tiras conseguidas y decidió partir hacia el cruce de la Cruz del jubileo, pasando entre las hayas del camino del tió Señorita.

Llevaba cuatro tiras de cerca de diez metros cada una y otras ocho más pequeñas.

Por el camino, y después de insistir en su recomendación de que no se rompieran las grandes, dio la orden de anudar lo mejor posible las demás, de dos en dos, y mientras seis soldados transportaban aquellos ingenios bélicos bajo la mirada de los demás, el jefe se puso a reflexionar profundamente hasta que llegaron al punto de reunión previsto.

¿Qué vamos a hacer, Pacho? – preguntaban los otros de vez en cuando.

La noche caía lentamente.

–Depende -respondía el jefe, evasivo.

–Ya va siendo hora de volver apuntó uno de los más pequeños.

–No vienen los demás. Ni Botijo ni Grillín.

–¿Qué estarán haciendo? ¿Qué le habrá podido pasar al viejo?

En fin, que se impacientaban, y la actitud misteriosa del jefe no era, desde luego, la más adecuada para calmar el nerviosismo general.

–¡Ah, ya está aquí Botijo con los suyos! – exclamó Pardillo.

–¿Qué tal, Botijo?

–Bueno -contestó el otro-, pasó por la carretera principal, por la parte de abajo, y si no llego a tener vista, entodavía podíamos estar allí esperando. Debió de bajar otra vez por el bosque y volver a la carretera por el camino que sale del cruce. Lo vimos desde la cantera. Movía mucho los brazos, como Quinquín cuando se emborracha. Debe de tener un cabreo de tres pares de cojones.

–Chiquiclac- -ordenó Pacho-, ve a ver lo que está haciendo Grillín y dile que venga en seguida a contarme lo que pasa.

Chiquiclac, obediente, salió disparado, pero un discreto «pituit» le detuvo cuando no había dado más de treinta pasos.

–¡Grillín! ¿Eres tú? Ven corriendo, macho, y cuenta lo que hay.

Llegaron en cuestión de segundos.

Grillín, rodeado por todos, explicó:

El Beduino se había presentado hacía un cuarto de hora, colorado como un tomate, cuando ellos tres jugaban tranquilamente al guá delante de la fonda del Guisote.

Todos le habían dado las buenas tardes, y el viejo les dijo:

–¡Vaya, muy bien! Vosotros, por lo menos, sois buenos chicos; y no como vuestros compañeros, que son una piara de cerdos y unos groseros. ¡Como los coja!

Grillín había mirado al guarda con unos ojos como platos, para subrayar su sorpresa, y después había respondido al señor Ceferino que seguramente estaba equivocado, porque a esa hora todos sus compañeros debían de estar ya en casa, ayudando a, sus mamás a coger agua y leña para el día siguiente o acompañando a sus papás al establo para echar el pienso al ganado.

–¡Ah! – había dicho Ceferino-. Entonces ¿quién estaba hace un momento en el Salto, eh?

–No sé, señor guarda, pero no me extrañaría que fueran los velranos. Fíjese, ayer mismo acantiaron a los dos Clac cuando volvían a Vernois. Son unos maleducaos esos chicos; se nota que son unos beatos ¿eh? – había añadido en plan hipócrita, apelando al anticlericalismo del antiguo soldado.

–¡Ya me parecía a mí, rediós! – rugió el Beduino, rechinando los dientes que le quedaban, porque, como se recordará, Longeverne era rojo y Velrans blanco-. Claro, rediós, ya me parecía a mí. ¡Los muy malcriaos! Esa es su religión: ¡enseñarle el culo a la gente decente! ¡Panda de curas, panda de granujas! ¡Serán marranos! ¡Cuando coja a uno…!

Dicho lo cual, y después de desear a los chavales que lo pasasen bien y fuesen siempre así de buenos, Ceferino entró en la fonda del Guisote a pegarse su latigazo.

–Reventaba de sed -continuó Grillín-. No había acabao con el primero y ya estaba dándole al segundo. He dejao allí a Sortillo y a Pirulí pa que lo vigilen y vengan a avisarnos si sale antes de que yo vuelva.

–¡Esto va bien! – concluyó Pacho, contento-. Ahora ¿quiénes pueden quedarse entodavía un poco más? No hace falta que estemos todos, ni mucho menos.

Ocho decidieron permanecer allí. Los jefes, naturalmente.

Entre ellos, Gambeta fue el que más tiempo tardó en tomar la determinación. ¡Vivía tan lejos! Pero Pacho le hizo ver que los Clac se quedaban también y que, como él era el más rápido, necesitarían seguramente su colaboración. Ante los razonamientos del jefe, se rindió estoicamente, jugándose la paliza paterna si le fallaban los pretextos.

–Bueno, pues entonces -explicó Pacho-, no merece la pena que a los demás sus echen la bronca en casa. Largaisus, nos las arreglaremos sin vosotros; mañana sus contaremos cómo han ido las cosas. Ahora podríais estorbarnos más que nada. Dormir tranquilos, que el viejo nos las va a pagar todas juntas. Y mucho cuidao, quitaisus de en medio rápido, nada de andar por ahí en grupo: podríais despertar sospechas y era lo que nos faltaba.

Cuando la banda quedó reducida a Pacho, Pardillo, Tintín, Grillín, Botijo, los dos Clac y Gambeta, el jefe expuso su plan.

Irían todos, en silencio, arrastrando las lianas, hasta bajar por la calle principal del pueblo. Los designados al efecto se situarían en los lugares que se les señalasen, entre dos estercoleros que estuviesen uno enfrente del otro.

Dos parejas bastarían para colocar, atravesadas en la carretera por la que habría de pasar el guarda, las trampas que le harían tropezar y caer, dando la impresión de estar todavía más borracho. Y prepararían la misma emboscada en cuatro sitios distintos.

Bajaron. Dejaron una liana en el estercolero de Juan Bautista y otra en el de Gordejuela: Botijo y Chiquiclac volverían a éste último y Grillín y Granclac al primero. Entretanto, siguieron avanzando todos y Botijo, jefe de la partida, se detuvo con su compañero en el estercolero de Botines, mientras Grillín y el suyo iban a situarse en el de Don¡.

Los otros acudieron a relevar de su misión a Sortillo y Pirulí, enviándolos inmediatamente a sus casas. Después se fueron, por las eras, a guipar lo que hacía el viejo.

Iba por la tercera absenta y disertaba como un diputado sobre sus campañas militares, reales o imaginarias, sobre todo imaginarias, porque se le oía decir:

–Pues sí, un día que tenía que venirme con permiso de Argel a Marsella, rediós, llegué tarde al puerto, justo cuando el barco acababa de zarpar. ¿Qué fue lo que hice? Pues había allí precisamente una criada, lavando la ropa a la orilla del mar. Sin pensármelo dos veces, le meto la nariz en una tina, le doy la vuelta al barreño, me meto dentro y, remando con la culata del fusil, me lanzo en perseguimiento del barco y casi llego a Marsella antes que él.

¡Tenían tiempo todavía! Dejaron a Gambeta apostado tras una pila de leña, con el encargo de avisar de la salida de Ceferino cuando llegase el momento, tanto a los dos grupos como a Pacho y los suyos.

Todavía pudo oír el relato de la última conversación del Beduino con su antiguo compañero, el emperaor Napoleón III.

–Sí, al pasar por París, cerca de las Tullerías, andaba pensando si debía entrar a darle los buenos días, cuando de pronto siento que alguien me toca en el hombro. Me vuelvo… ¡Y era él!

» ¡Hombre, dichoso Ceferino! ¡Qué tal! ¿Como va eso? ¡Venga, vamos a echar un trago! Genia* -le gritó a la emperatriz-. ¡Este es Ceferino! Vamos a brindar. ¡Hala, lava un par de vasos!

Entretanto, los tres chavales atravesaron pueblo arriba hasta llegar a la casa del guarda. Pacho se coló por una ventana del cobertizo, abrió a sus compañeros una puertecilla escondida y los tres se metieron, pasillo adelante, en la vivienda del Beduino, donde, por espacio de un cuarto de hora, se consagraron a una tarea misteriosa entre regaderas, pucheros, quinqués, el bidón del petróleo, el aparador, la cama y la estufa.

Muy poco después, el «pituit» de Gambeta les anunció la llegada de su víctima y se retiraron tan discretamente como habían entrado.

Corrieron hasta el segundo puesto de Botijo, al que llegaron bastante antes que éste.

El tió Ceferino, después de contarle por tercera vez a Guisote sus historias de «moros y chacales», después de hablarle de los tiburones que infectaban la bahía de Argel e incluso de que uno de aquellos malditos bichos le había cortado la «pilila» a uno de sus camaradas, un día en que se estaban bañando, y que el mar se había teñido de sangre, salió titubeando y arrastrando los pies bajo las miradas divertidas del posadero y su mujer.

Cuando llegó donde Don¡, ¡zas!, se pegó el primer tortazo, cagándose en lo más barrido y echando pestes contra el asqueroso camino que el tío Breda, el peón caminero (un gandul que no había hecho más que siete años de mili y la campaña de Italia ¡vaya una cosa!), tenía tan cochinamente mal cuidado. A continuación, recobró el aliento, se incorporó y reemprendió la marcha.

–Creo que lleva una curda de cuidao -comentó Guisote, cerrando la puerta.

Un poco más allá, la liana de Botijo, traicioneramente tendida a sus pies, le hizo rodar por el arroyo de agua sucia, mientras los dos tenebrosos maquinadores desaparecían en silencio, llevándose el lazo.

Tampoco consiguió evitar la caída en el estercolero de Gordejuela, y maldijo a pleno pulmón a este asqueroso país, donde se ve menos que en el culo de una negra.

La gente, atraída por el estrépito, empezaba a salir a la puerta de las casas y comentaba:

–Vaya pedo que lleva esta noche el veterano: eso es una trompa, sí señor.

Y quince o veinte pares de ojos pudieron comprobar que, una veintena de pasos más allá, el viejo, ignorando otra vez las leyes más elementales del equilibrio, se pegaba otro de esos batacazos que hacen época en la vida de un borracho.

–¡Pues yo no estoy borracho, rediós! – farfullaba él, llevándose la mano a la frente herida y a la nariz magullada. Si no he bebido casi na. Es el cabreo, que se me habrá subido a la cabeza. ¡Qué asquerosos!

Había perdido las rodilleras del pantalón y tardó sus buenos cinco minutos en encontrar la llave, sepultada en el fondo del bolsillo, entre un gran pañuelo a cuadros, la navaja, el monedero, la tabaquera, la pipa, la petaca y la caja de cerillas.

Al fin pudo entrar.

Los curiosos que le habían seguido hasta allí, y entre ellos los ocho chavales, oyeron desde los primeros pasos un enorme estruendo de regaderas que rodaban por el suelo. Estaba previsto: las habían colocado para eso. A pesar de todo, el viejo consiguió abrirse camino y llegar al hueco de la pared donde ponía las cerillas.

Frotó una en el pantalón, en la caja, en el tubo de la chimenea, en la pared: no ardía. Hizo lo mismo con otra y después con otra y otra y otra… siempre sin resultado, a pesar de los cambios de rascador.

¡Rasca, viejo, rasca! – comentaba burlón Pardillo, que las había metido todas en agua-.

¡Rasca y así te entretienes!

Harto de frotar en vano, Ceferino buscó una en el bolsillo, consiguió encenderla y trató de prender la lámpara de petróleo; pero la mecha se empecinó también y no hubo manera.

Ceferino, en cambio, se incendiaba a ojos vistas.

* Eugenia. (Se refiere a la emperatriz Eugenia de Montijo.)

–¡Me cagüen la puta madre que parió a esta jodía lámpara de mierda! ¡Ah, rediós! Conque no quieres prender, ¿eh?, de verdad que no quieres prender, ah, pues muy bien, allá vas, so guarra -dijo, lanzándola con todas sus fuerzas contra la chimenea, donde se despanzurró con estrépito.

–¡Que le va a prender fuego a la casa! dijo alguien.

«No hay peligro», pensaba Pacho, que había cambiado el petróleo por un resto de vino blanco sacado del culo de una botella.

Tras esa primera hazaña, el viejo, deambulando en la oscuridad, golpeó la chimenea, tiró sillas, la emprendió a patadas con las regaderas, trastabilló entre los pucheros, bramó, juró, insultó a todo el mundo, se cayó, se levantó, salió, volvió a entrar y por último, agotado y maltrecho, se tumbó vestido en la cama, donde a la mañana siguiente lo encontró un vecino, roncando como el fuelle de un órgano en medio de un desorden tan espectacular que parecía conseguido de propósito.

Poco después se oyó decir en el pueblo, para regocijo interior de Pacho y de los suyos, que el tío Beduino estaba talmente borracho aquella noche, que se había caído ocho veces al salir de la fonda de Guisote, que lo había tirado todo al entrar en su casa, que había roto la lámpara, se había meado en la cama y cagado en el puchero.

Libro segundo

¡DINERO!

1

El tesoro de guerra

El dinero es el nervio de la guerra.

BISMARCK

A la mañana siguiente, al volver a la escuela, los camaradas contaron punto por punto la historia del tió Ceferino. El pueblo entero, convertido en un hervidero de rumores, comentaba alegremente los diversos episodios de aquella calaverada báquica: sólo el protagonista, que dormía plácidamente la mona, ignoraba todavía los destrozos producidos en su casa y los rudos golpes que su conducta del día anterior había asestado a su propia reputación, minándola irremediablemente.

En el patio de la escuela, el grupo de los mayores, con Pacho en el centro, se tronchaba de risa mientras cada uno iba contando, a pleno pulmón para que pudiese oírlo el maestro, todo lo que sabía de las historias escabrosas que corrían por las calles. Y todos insistían con fuerza en los detalles más salaces y de color más subido: el puchero y la cama. Los que no decían nada se reían a mandíbula batiente y en sus ojos orgullosos brillaba el fuego del triunfo, porque todos se consideraban de un modo u otro colaboradores en la aplicación de aquellas justas y dignas represalias.

¡Ah, ya podía decir lo que quisiera el voceras de Ceferino! ¿Qué respeto se le puede tener a un tipo que se emborracha talmente que es capaz de arrastrarse como una vaca por los albañales del municipio y que pierde la cabeza hasta el punto de creer que su cama es un meadero y confundir el puchero con un orinal?

Los mayores, los guerreros importantes, eran los únicos que pedían explicaciones y detalles más concretos. Muy pronto supieron todos el papel que había desempeñado cada uno de los ocho en la «operación venganza».

Así se enteraron de que la ocurrencia de las regaderas y la de las cerillas habían sido de Pardillo, que Tintín se había encargado de vigilar la llegada y la señal de Gambeta y que las maniobras de más envergadura habían sido fruto de la imaginación de Pacho.

El viejo tardaría todavía bastante en descubrir que el vino que quedaba en la botella sabía a petróleo; entonces se preguntaría qué gato asqueroso habría metido el hocico en el plato del queso y por qué estaría tan salado aquel resto de potaje de cebollas.

Sí, y eso no era todo, ni mucho menos. ¡Que se atreviese a jo… robar a Pacho y a los suyos, aunque fuese sólo por probar! Estaban dispuestos a prepararle algo todavía mejor y mucho más elaborado. De hecho, el jefe rumiaba ya la idea de taponarle la chimenea con estopa, desmontarle la carreta y esconder las ruedas, ir a «rasparle la teja»* todas las tardes durante ocho días, y todo eso sin contar el robo y saqueo sistemáticos de su arboleda y su huerto.

Esta noche -concluyó habrá calma. No se atreverá a salir. Por lo pronto, está hecho un asco después de haberse metido de cabeza en el charco y además tie trabajo pa rato hasta que ordene to aquello.

* Broma consistente en restregar una teja dura contra la parte exterior de la pared de una casa, produciendo un ruido misterioso que parece proceder del interior y cuya causa es casi imposible de localizar.

Cuando uno tie mucho que hacer en su casa, no mete las narices en la del vecino.

–¿Es que nos vamos a poner en pelotas otra vez?

–¡Pues claro que sí! – dijo Pacho-. Ahora no nos molestará nadie.

–Pero, macho -aventuraron muchas voces-, ayer tarde no hacía nada de calor, ¿sabes?, y nos quedamos tiesos antes del ataque.

A mí me se puso carne de gallina desplumó -declaró Tintín-, y tenía el pito talmente encogío que ni me se vía siquiera.

–Además, los velranos no querrán venir esta tarde. Ayer las pasaron moradas. No sabían lo que se les venía encima. Debieron creer que les caía de la luna.

–Pues lunas1 no faltaron, precisamente -subrayó Grillín.

–Seguramente esta tarde empenrarán a merodear a ver qué encuentran. ¡Y sería como pa mearse: allí quietos!

–Y si el Beduino no va hoy pue aparecer otro cualquiera, porque debió de bromear lo suyo en cal Guisote. Conque entodavía hay más peligro de que nos guipen; y no tal mundo está tan echao a perder como el guarda.

–Además, ¡que no, rediós, que no! ¡Que yo no peleo más en pelotas! – aseguró Ojisapo, levantando ya abiertamente la bandera de la rebelión o, por lo menos, la de la protesta irreductible.

Aquello era grave. Lo apoyaron muchos camaradas de los que siempre se habían plegado con docilidad a las decisiones de Pacho. La razón profunda de la discrepancia, además del frío padecido, era que la tarde anterior, quien no se había clavado alguna espina en el pie, se había despellejado los dedos con los cardos o herido los talones al correr por las piedras.

Muy pronto, el ejército entero andaría cojo perdido. ¡Estaría bonito! No. Decididamente, aquello no era plan.

Pacho, solo o casi solo en su postura, tuvo que admitir que el método que había propuesto ofrecía efectivamente serios inconvenientes y que sería bueno encontrar otro.

–Pero ¿cuál? Buscailo, ya que sois tan listos -añadió, ofendido en el fondo por lo poco que había durado su sugerencia.

Y lo buscaron.

–A lo mejor podríamos pelear en mangas de camisa, apuntó Grillín. Los blusones, por lo menos, no se estropearían, y podríamos volver a casa con cuerdas en los zapatos y alfileres en el pantalón.

-Pa que el tío Simón te castigue al día siguiente, diciendo que llevas la ropa hecha un asco y que se lo dirá a tus padres, ¿no? ¿Y quién te pondrá luego los botones de la camisa y del jersey? ¿Y los tirantes?

–No, ese plan no vale. ¡O todo o nada! – cortó Pacho-. Si no querís nada, hay que llevarlo todo.

–Si tuviéramos alguien que nos cosiera los botones y los ojales… -dijo Grillín.

–Sí, y que te comprara más cordones y ligas y tirantes ¿no? ¿Y por qué no alguien que te ponga a hacer pipí y te limpie el ojete cuando acabes de vaciar la tripa gorda, eh?

–Lo que nos hace falta, lo digo y lo repito yo, porque no se os ocurre na -replicó Pacho-, lo que nos hace falta es pasta.

–¿Pasta?

–Pues claro que sí, ¡pasta! Con dinero se puen comprar botones de to las clases, hilo, agujas, corchetes, tirantes, cordones de zapato, goma, todo. ¡Lo que se dice todo!

–Eso sí es verdad; pero pa comprar todo eso haría falta que nos dieran mucho más dinero; por lo menos cien perras.

–¡Jo, y un coche pinchao en un palo! ¡No lo tendremos nunca!

–De un golpe, claro que no; eso ni soñarlo; pero escuchaime bien -insistió Pacho-. Habría una manera de conseguir casi to lo que nos hace falta.

–Una manera que tú…

–¡Pero escúchame! No nos cogen prisioneros to los días y, además, nosotros trincaremos a algún que otro Guiñaluna y entonces…

1 En lenguaje popular, lune significa también trasero, culo.

–Entonces…

–Pues entonces nos guardaremos los botones, los corchetes, los tirantes de los lameculos de los velranos; en vez de cortar los cordones, los conservaremos pa tenerlos de reserva.

–No hay que vender la piel del oso antes de haberlo cazao -interrumpió Grillín que, aunque joven, había leído ya lo suyo-. Si queremos tener con seguridad botones, que nos puen hacer falta en cualquier momento, lo mejor es comprarlos.

__¿Tú ties perras? – ironizó Botijo.

–Tengo siete en una hucha en forma de rana, pero no podemos contar con ellas; la rana no las devuelve ni pa Dios. Mi madre sabe cuánto tie y siempre guarda el chisme en el aparador. Dice que quie comprarme una gorra pa Pascua o pa la Trinidad y si se entera de que saco una, me soba de lo lindo.

–¡Siempre igual, rediós! – bramó Tintín-. Cuando nos dan dinero, nunca es pa nosotros. Los viejos le echan el guante siempre. Dicen que hacen muchos sacrificios pa educarnos, que lo necesitan pa comprarnos camisas, trajes, zapatos y qué sé yo qué; pero me importan un pito sus trapos. Yo quiero que

único que hay es lo que pescamos en cualquier parte, que es muy nuestro, y encima tenemos que andar con ojo y no guardarlo mucho tiempo en el bolsillo.

Un toque de silbato interrumpió la discusión y los escolares se pusieron en fila para entrar en clase.

–Oye -le dijo confidencialmente Granclac a Pacho-, yo tengo dos perras que son mías y no lo sabe nadie. Me las dio Teódulo Donderis, que fue al molino y me dijo que le cuidara el caballo. Teódulo es un tío estupendo, siempre da algo. ¿Sabes quién es? Teódulo el republicano, ese que llora cuando está borracho.

–¡Cállate, Adonis (Granclac se llamaba Adonis de nombre)

–dijo el tió Simón-, o te quedas castigado!

–¡Mierda! – dijo Granclac entre dientes.

–¿Qué estás rezando? – añadió el otro, que había sorprendido el movimiento de los labios-. ¡Ya veremos cómo charlas dentro de un momento, cuando te pregunte tus obligaciones para con el Estado!

–No digas nada -susurró Pacho-. Tengo una idea. Entraron.

En cuanto se sentó en su sitio, con los libros y cuadernos delante, Pacho arrancó limpiamente una hoja doble del centro de su cuaderno «de sucio». Después la cortó, por dobleces sucesivos, en treinta y dos trozos iguales, en cada uno de los cuales escribió, o mejor dicho, sintetizó, esta pregunta crucial:

Tiesu napera (tradúzcase: ¿Tienes una

perra?)

A continuación puso sobre cada uno de los trozos, debidamente plegados, el nombre de uno de sus treinta y dos compañeros y, dándole un codazo a Tintín, le pasó subrepticiamente las treinta y dos misivas, una por una, acompañándolas con la frase ritual: «¡Siga la bola!».

En una hoja grande, repitió los treinta y dos nombres y, mientras el maestro preguntaba, él interrogaba también con la mirada a los destinatarios de su pregunta, señalando con una cruz (+) a los que decían que sí y con una raya horizontal (-) a los que decían que no. Por último, contó las cruces: había veintisiete.

«¡Esto va bien!», pensó. Y se sumergió en hondas reflexiones y cálculos prolijos para establecer un plan cuyas líneas maestras -brotarían de su cerebro al cabo de algunas horas.

En el recreo, no tuvo necesidad de convocar a sus guerreros. Todos acudieron inmediatamente, por iniciativa propia, y se colocaron en círculo a su alrededor, en el rincón habitual, detrás de los urinarios, mientras los más pequeños, cómplices también pero que no tenían voz en las deliberaciones, jugaban en torno a ellos para formar una especie de muro protector.

–Vamos a ver explicó el jefe-. Ya hay veintisiete que puen pagar, y eso que no he podido mandar el papel a todos. Somos cuarenta y cinco. ¿Quiénes no lo han recibido pero tien una perra? ¡Que levanten la mano!

Aparecieron ocho manos.

–Eso son veintisiete y ocho. O sea, que veintisiete y ocho, veintiocho, veintinueve, treinta… -recitó, contando con los dedos.

–¡Treinta y cinco, hombre! – cortó Grillín.

–¡Treinta y cinco! ¿Estás seguro? Pues entonces, treinta y cinco perras. Treinta y cinco perras no son cien, claro, pero algosalgo. Bueno lo que yo propongo es lo siguiente: Estamos en una república: todos somos iguales, todos somos camaradas. ¡Libertad, igualdad, fraternidad! O sea, que tenemos que ayudarnos todos y conseguir que la cosa marche, ¿eh? Ahora vamos a votar un impuesto, como si dijéramos, sí, un impuesto pa hacer una bolsa común, una caja, una hucha pa comprar nuestro tesoro de guerra. Como todos somos iguales, cada uno pagará lo mismo que los demás y todos tendrán derecho, si les pasa algo, a que les cosan y los arreglen pa que no los zurren al volver a casa. Tenemos a la Mari de Tintín, que ha dicho que vendría a coser las cosas de los que caigan prisioneros; así podremos andar sin preocupaciones. Si nos agarran, mala suerte. Dejamos que hagan lo que quieran sin decir ni pío y media hora después volvemos limpios, con to los botones, compuestos, arreglaos y ¿quién son los gilipollas? ¡Los velranos!

–Eso está mu bien. Pero es que casi no tenemos pasta, ¿sabes, Pacho?

–Pero ¡rediós! ¿No podís hacer un pequeño sacrificio por la patria? ¿Vais a ser unos traidores? Propongo que, pa empenzar y tener algo en seguida, desde mañana demos cada uno una perra al mes. Más alante, si nos hacemos más ricos y conseguimos prisioneros, daremos sólo una perra cada dos meses.

–Jo, macho! ¿Pero ónde vas tú? ¿Eres mellonario, o qué? ¡Una perra al mes! ¡Eso es mucha pasta! Yo no encontraré nunca una perra pa darla to los meses.

–Si no podemos soltar una cantidad tan ridícula, no vale la pena ir a la guerra; ¡es mejor confesar que tenemos la sangre de horchata, en vez de la buena, roja, sangre francesa, rediós! ¿Sois boches o qué sois? ¿Sí o no, joder? Yo no entiendo esos titubeos a la hora de dar lo que tenemos pa asegurar la victoria. Yo, yo daré dos perras… cuando las tenga.

–…

–Así que ya está claro. Vamos a votar.

La propuesta de Pacho fue aceptada por treinta y cinco votos contra diez. Naturalmente, votaron en contra los diez que no disponían de la perra exigida.

–Lo vuestro lo tengo pensao también -cortó Pacho-. Lo arreglaremos a las cuatro en la cantera de Pipote… o quizá mejor en el sitio ése adonde fuimos ayer a desnudarnos. Sí, eso, allí estaremos mejor y más tranquilos. Pondremos centinelas pa que no nos sorprendan, si a los velranos se les ocurriera rondar por allí por casualidad, que no creo. ¡Hala, esto marcha! ¡Esta tarde lo arreglaremos todo!

2

No hay peor dolor que la falta de

dinero1

Sin embargo, tenía sesenta y tres maneras de encontrar remedio a su necesidad, la más honorable y la más común de las cuales consistía en el latrocinio furtivo…

RABELAIS (libro II, cap. XVI)

El frío pegaba fuerte aquella tarde. Hacía un tiempo claro, de luna nueva. El fino cuerno de plata pálida, translúcida todavía a los últimos rayos del sol, anunciaba una de esas noches duras, crueles, que echan abajo las últimas hojas, temblorosas en sus ramas desoladas como los cascabeles marchitos de las yeguas del viento.

Botijo, tan friolero como siempre, se había encasquetado la boina azul hasta las cejas. Tintín bajó las orejeras de su gorra. Los demás se las apañaban también como podían para protegerse de las cuchilladas del cierzo. Sólo Pacho, bronceado todavía por el sol del verano, despreciaba a cuerpo limpio y con la cabeza descubierta esos fríos de poco pelo, como él decía.

Los que llegaron primero a la cantera esperaron a los retrasados y Pacho encargó a Rena, Guiñeta y Chiquiclac que se acercaran un momento a vigilar el lindero enemigo.

Transmitió a Rena sus poderes de jefe y le dijo:

-Drento de un cuarto de hora, cuando silbemos, si no has visto nada, te subes al roble de Pardillo y, si tampoco hay nada, eso querrá decir que seguramente no vendrán; entonces vies a reunirte con nosotros en el campo, ¿entendido?

Los otros asintieron dócilmente y, mientras iban a cubrir su turno de vigilancia, el resto de la columna subió hasta el refugio de Pardillo, donde se habían desnudado el día anterior.

–Ya ves, macho -recalcó Botijo: hoy no habríamos podido desnudarnos.

–¡Está bien! – dijo Pacho-. Cuando se ha decidido hacer otra cosa, no hay que recordar pa na lo pasao.

En la guarida de Pardillo se estaba realmente bien; por la parte de Velrans, hacia poniente y hacia el sur, y por la parte de abajo, la cantera al descubierto formaba una especie de muralla natural que protegía de vientos, lluvias y nieves; por los otros lados, grandes árboles, que dejaban pasos angostos entre ellos y los matorrales, detenían los vientos del norte y del este, que, para colmo, tampoco eran cálidos aquella tarde.

–Vamos a sentarnos -propuso Pacho.

Cada cual eligió su asiento. Las gruesas piedras planas servían perfectamente y no había más que cogerlas. Cada uno buscó la suya y miró al jefe.

–Ya ha quedao claro -dijo éste, recordando de pasada la votación de por la mañana- que vamos a cotizar pa tener un tesoro de guerra.

Los diez que estaban pelados protestaron unánimemente.

Ojisapo, así llamado porque, en comparación con la suya, la mirada de Guiñeta era la de un Adonis, y porque sus gruesos ojos redondos le sobresalían espantosamente en la cara, tomó la palabra en nombre de

1 El título del capítulo también pertenece a Rabelais (libro II, cap. XVI).

los desposeídos.

Era hijo de unos pobres campesinos que las pasaban canutas desde el 1 de enero hasta el día de San Silvestre2 y que, naturalmente, no daban con demasiada frecuencia a su retoña la calderilla necesaria para los vicios menores.

–¡Pacho! – dijo-. ¡Eso no está bien! ¡Tú humillas a los pobres! Has dicho que todos somos iguales y sabes mu bien que no es verdad y que yo, y Cecé y Costuritas y los demás, no podremos tener nunca una perra. Yo sé que eres bueno con nosotros, que cuando compras caramelos nos das alguno de vez en cuando y que a veces nos dejas chupar tus palos de chocolate y tus cachos de regalí; pero tú sabes que, si por alguna cosa rara, alguien nos da una perra, el padre o la madre arramblan con ella pa comprar cacharros y no la vemos más ni por el forro. Ya te lo dije esta mañana. No hay forma de pagar. ¡O sea, que somos unos piojosos! ¡Esto no es una república ni es na, y yo no puedo aceptar esa decisión!

–Nosotros tampoco -corearon los otros nueve.

–¡He dicho que eso se arreglará – tronó el general-, y se arreglará! Si no, no volveré a ser Pacho, ni jefe, ni na de na, ¡rediós! Escuchaime, panda bobos, ya que no sois capaces de arreglar las cosas vosotros solos. ¿Os habéis creído que a mí me dan pasta, y que el viejo no me lo birla a mí también cuando mi padrino o mi madrina o quien sea vien a casa a ponerse moraos de beber y me dan a escondidas una perra gorda o chica? ¡Pues claro que sí! Si no me espabilo y digo en seguida que me he comprao canicas o chucherías con lo que me acaban de dar, me lo raspan sin remedio. Y cuando digo que he comprao canicas, tengo que enseñarlas, porque si no me harían escupir la pasta; y cuando las ven, ¡zas!, un par de tortas pa que aprenda a no gastar sin ton ni son el dinero que cuesta tanto ganarlo. Cuando digo que he comprao caramelos, ni siquiera tengo que enseñarlos: me arrean el sopapo antes y me dicen que soy un derrochón, un comilón, un glotón y no sé cuántas cosas más. ¡Eso es lo que hay! Y, sin embargo, uno tie que saber arreglárselas en la vida del mundo, y voy a deciros cómo hay que hacerlo. No voy a hablar de los recaos que cualquiera pue hacerle a la criada del cura o a la mujer del tió Simón, porque son tan roñosos que no sueltan na; tampoco voy a hablar de las perras que se puen recoger en los bautizos y en las bodas, porque hay pocos y no se pue contar con eso. Pero hay algo que lo pue hacer tol mundo. El trapero acude to los meses a la tapia del granero del Guisote y las mujeres le llevan sus pingos y sus pellejos de conejo; yo le doy huesos y chatarra, y los Clac también, ¿no es verdad, Granclac?

¡Sí, sí!

–A cambio, él nos da estampas, plumillas en una cajita, calcomanías, o una o dos perras, según lo que haiga; pero a él no le gusta soltar pasta, es un maldito roñoso que nos larga siempre unas porquerías que ni pegan ni na, por nuestros buenos huesos de jamón y por chatarra de la mejor. Y después, sus calcomanías no sirven pa na. No hay más que decírselo claramente, según lo que le lleves: «Quiero una perra o dos», y hasta tres, si hay muchos cacharros. Si dice que no, se le contesta: «Pues, macho, esta vez no te doy na», y se lleva uno las cosas. ¡Ya verís cómo os llama otra vez ese asqueroso judío! Ya sé que

2 El 31 de diciembre.

no hay montones de huesos o de chatarra, pero lo mejor es mangar trapos blancos, que valen más que los otros, y vendérselos al peso.

–Eso en mi casa es mu difícil -objetó Ojisapo-. Mi madre tie una bolsa grande en el aparador, y lo guarda todo allí.

–Pues no ties más que coger la bolsa y aligerarla un poco. Pero hay otros sistemas. Tenís gallinas, tol mundo tie gallinas.

Bueno, pues un día se afana un huevo del ponedero, otro día otro, dos días después otro; hay qu'ir por la mañana, antes de que hayan puesto todas, y los huevos se esconden bien en un rincón del corral. Cuando se tie ya la docenita o la media docenita, se coge tranquilamente una cesta y se la lleva a la tiá Camisón, como si te hubieran mandao a un recao; ella los paga a veces hasta a veinticuatro perras la docena, en invierno. ¡Con media docena hay pal impuesto de un año entero!

Eso en mi casa es imposible -afirmó Cecé. Mi vieja está talmente encima las gallinas, que les atienta el culo to las noches y to las mañanas pa saber si tien huevo o no. Siempre sabe cuántos va a haber por la noche. Si le falta uno solo, se arma la de Dios.

–Pues entodavía hay otra forma, que es la mejor. Yo os la recomiendo a todos. Miray, es cuando el viejo coge la cogorza. Yo me alegro cada vez que veo que engrasa los botos pa ir a la feria de Vercel o de Baume. Allí come a base de bien con los de la sierra o los del valle. Y bebe cañas, aperitivos, tintos, embotellao… A la vuelta, se para con los demás en to las tabernas y antes de llegar se toma entodavía una absenta en cal Guisote. Entonces mi madre va a buscarlo, de mu mal genio. Gruñe y acaban peleándose siempre. Después vuelven a casa y ella le pregunta cuánto ha gastao. El la manda a paseo y la dice que el que manda es él y que no meta las narices. Después se acuesta y tira la ropa encima una silla. Entonces, mientras mi madre va a cerrar las puertas y a dar una vuelta al ganan, yo le registro los bolsillos y la bolsa. El nunca sabe seguro cuánto tiene; y yo le cojo dos perras, o tres o cuatro, según; una vez le mangué diez, pero es mucho y no lo haré más, porque el viejo se dio cuenta.

–¿Y qué? Te dio una paliza, ¿eh? – comentó Tintín. – Que te tres tú eso. Quien se la cargó fue mi madre, porque él creyó que había sido ella, a posta, y le echó una bronca de mil demonios.

–¡Sí, señor! Es un truco estupendo -convino Botijo-. ¿Qué te parece, Costuritas?

–Pues que mí no me sirve pa na, porque mi padre no se emborracha nunca.

–¡Nunca! – exclamó al unísono toda la banda, sorprendida.

–¡Nunca! – remachó Costuritas, desconsolado.

–Eso -dijo Pacho sí que es una desgracia, macho. ¡Una desgracia, sí señor! ¡Una verdadera desgracia! Y no hay na que hacer.

–¿Entonces?

–Pues entonces, no te queda más que sisar cuando te manden a un recao. Mesplico: si ties que cambiar una moneda grande, birlas una perra y dices que la has perdido. Eso te costará un bofetón o dos, pero en este cochino mundo nadie da na de balde; además, conviene chillar antes de que te sacudan. Si se chilla mucho, pue que no se atrevan a darte demasiao fuerte. Y si no se trata de una moneda, y te mandan a comprar achicoria, por ejemplo, bueno pues hay paquetes de achicoria de a cuatro y de a cinco perras, conque si te dan cinco, coges uno de a cuatro y dices que ha subido. Si te mandan a por dos perras de pimentón, pides una na más y después dices que es to lo que te han dao. No hay mucho peligro, macho, porque la vieja dirá que el tendero es un granuja y un ratero, y de ahí no pasa la cosa. Bueno, y además, cuando no se pue, no se pue y se acabó. Cuando tengáis cuartos, pagáis y si no los tenis, qué vamos a hacer. Ya nos las arreglaremos como sea. Necesitamos dinero pa comprar cosas, conque si encontráis un botón, un corchete, un cordón, una goma o lo que sea, que se pueda mangar, os lo metís en el bolsillo y lo apoquináis aquí, pa aumentar el tesoro de guerra. Todo eso se valorará como es debido, teniendo en cuenta que son cosas usadas y no nuevas. El encargao de guardar el tesoro tendrá un cuadernillo donde irá apuntando los ingresos y los gastos, pero lo mejor sería que tol mundo consiguiera pagar la perra. A lo mejor, más alante, podríamos ahorrar un poco y pagarnos una fiestecilla: pa celebrar alguna victoria.

–¡Eso sí que estaría bien apostilló Tintín-, con alfajores, chocolate…

–¡Y sardinas!

–Bueno, bueno. Vosotros buscay primero la pasta -ordenó el general-. Yo creo que, después de to lo que acabo de contaros, hay que ser mu torpe pa no reunir una perra al mes.

–¡Es verdad! – ratificó el coro de los poseedores.

Los desposeídos, entusiasmados por las revelaciones de Pacho, accedieron por fin a la implantación del impuesto y juraron que para el mes siguiente removerían cielo y tierra para pagar su cuota. Por este mes tendrían que pagar en especie y aportarían todo lo que pudieran apañar, poniéndolo en manos del tesorero.

Pero ¿quién iba a ser el tesorero?

Pacho y Pardillo, en su calidad de jefe y subjefe, no podían desempeñar ese cargo; Gambeta tampoco debía ocupar el puesto, porque faltaba mucho a clase; además, su agilidad de liebre le hacía indispensable para servir de mensajero en caso de necesidad. Pacho propuso a Grillín que se encargase del asunto: se le daban bien las cuentas, escribía rápido y bien, era el más indicado para ese cargo de confianza y esa difícil misión.

–Yo no puedo -declinó Grillín-. Hombre, ponisus en mi lugar. En la escuela, yo soy el que se sienta más cerca de la mesa del maestro, que ve siempre to lo que hago. ¿Cuándo iba a poder llevar las cuentas? ¡No pue ser! El tesorero tie que estar en los pupitres de atrás. Tie que ser Tintín.

–Pues Tintín -dijo Pacho-. Sí, tío, después de todo, tú eres el que tie que encargarse de eso, porque será la Mari la que venga a coser los botones de los que caigan prisioneros. Sí, ties que ser tú y nadie más que tú.

–Bueno, pero si los velranos me trincan a mí, se jodió el tesoro.

–Pues entonces, no podrás pelear. Te quedas detrás y miras; a veces hay que saber sacrificarse, compañero.

–¡Sí, sí, Tintín tesorero!

Tintín fue elegido por aclamación y como todo estaba ya más o menos arreglado, fueron al Matorral Grande a ver qué había sido de los tres centinelas, a quienes, en el fragor de la discusión, se habían olvidado de llamar.

Rena no había visto nada, conque se entretuvieron fumando cigarros de clemátida. Se les comunicó la decisión adoptada, la aprobaron y se acordó que desde el día siguiente todo el mundo entregaría la cuota a Tintín, en efectivo los que pudieran y los demás en especie.

3

La contabilidad de Tintín

Es verdad que, desde que llegué, he aportado enormes sumas: una mañana, ochocientos francos; el otro día mil francos; otro, trescientos escudos.

(Carta de Madame de Sévigné a Madame de Grignan, 15 de junio 1680)

Lo primero que hizo Tintín al llegar al patio de la escuela fue requisar una hoja a todos los que llevaban cuaderno «de sucio», para confeccionar inmediatamente el gran libro de cuentas en el que debería anotar los ingresos y gastos del ejército de Longeverne.

Inmediatamente recibió, de manos de los contribuyentes, las treinta y cinco perras previstas; de los pagadores en especie recogió siete botones de diversas formas y tamaños, más tres pedazos de cuerda, y a continuación se sumió en hondas cavilaciones.

Lápiz en mano, se pasó toda la mañana haciendo presupuestos, recortando aquí y añadiendo allá; durante el recreo, celebró consultas con Pacho, Pardillo y Grillín, es decir, con los tres principales; preguntó la cotización de los botones, el precio de los imperdibles, el valor de la goma, la solidez comparativa de las distintas clases de cordones de zapato y, por último, resolvió pedir consejo a su hermana Mari, más versada que todos ellos en asuntos de ese tipo y en esa faceta del negocio.

Al final de una densa jornada de consultas y después de mantener una tensión emocional que estuvo a punto de costarle, en más de una ocasión, alguna voz y el consabido castigo, había emborronado siete hojas y elaborado, sobre poco más o menos y salvo modificaciones de última hora, este proyecto de presupuesto que a la mañana siguiente, y desde el momento mismo de entrar en clase, sometió a estudio y aprobación por la asamblea general de camaradas:

PRESUPUESTO DEL EJÉRCITO DE

LONGEVERNE

Botones de camisa…1 perra Botones de jersey y de chaqueta… 4 perras Botones de pantalón…4 perras Trabillas de atrás para pantalones… 4 perras Bramante para tirantes…5 perras Goma para ligas…8 perras Cordones de zapatos…5 perras Corchetes de blusones…2 perras

Total…33 perras

Resto de reserva, para caso de necesidad… 2 perras

–Que te se han olvidao las agujas y el hilo -observó Grillín-. ¡Menudos melones estaríamos hechos si no hubiera pensado en eso! ¿Con qué íbamos a coser? Es verdad -confesó Tintín. Entonces hay que cambiar algo.

–Pues yo creo que las dos perras de reserva hay que mantenerlas -dijo Pacho.

–Sí, eso es una buena idea -coincidió Pardillo-. Hay que ponerse en lo peor: se pue perder algo, o hacerse un agujero en un bolsillo, digo yo.

Vamos a ver -prosiguió Grillín-. Podemos ahorrar dos perras de botones de jersey. ¡El jersey no se ve! Con un botón arriba, o dos to lo más, basta y sobra. No hace ninguna falta ir abrochao de arriba abajo, como un artillero.

Entonces Pardillo, cuyo hermano mayor estaba en artillería de guarnición y que se tragaba siempre sin

soldado llegó de permiso:

Que no hay nada más bello que un artillero encima de un camello. Y no hay nada más feo que un recluta

encima de una puta.

Toda la banda, apasionada por las cosas militares y entusiasmada con la novedad, quiso aprender la canción tan rápidamente que Pardillo tuvo que repetirla un montón de veces. Después volvieron a las cuestiones de negocios y, siguiendo con la poda del presupuesto, descubrieron también que cuatro perras para ganchos o trabillas de pantalón eran una exageración, que sólo podía hacer falta una por pantalón y, además, muchos de los pequeños no tenían todavía pantalones de los de trabilla detrás; así que, reduciendo esta partida a dos perras, habría de sobra y

votación y quedó aprobado. Tintín añadió que tomaba nota de los botones y cuerdas que le habían entregado los pagadores en especie y que a la mañana siguiente tendría listo el cuaderno. Todo el mundo podría conocer y comprobar la caja y la contabilidad en cualquier momento del día.

Completó la información comunicando, además, que su hermana Mari, la cantinera del ejército, había prometido hacerles, si querían, una bolsita cerrada con un cordón como esas onde metían las canicas, para poner y reunir en ella el tesoro de guerra. Sólo estaba esperando a ver cuánto sería, para no hacerla demasiado grande ni demasiado pequeña.

La generosa oferta fue recibida con aplausos y la Mari Tintín, amiga del general Pacho, como todo el mundo sabía, fue aclamada como cantinera mayor del ejército de Longeverne. Pardillo anunció igualmente que su prima, la Tavi Tablada se uniría cada vez que pudiera a la hermana de Tintín y tuvo también su parte en el coro de aclamaciones; sin embargo, Vaquero no aplaudió, y hasta se diría que miró a Pardillo con malos ojos. Su actitud no pasó desapercibida para Grillín, el vigilante, ni para Tintín, el contable, y ambos se dijeron que en todo aquello había algo raro.

–A mediodía -dijo Tintín- iré con Grillín en ca la tiá Camisón a comprar las cosas.

–Será mejor que vayáis en ca la Juliana -aconsejó Pardillo-. Tie más surtido de lo que la gente cree.

–Los comerciantes son tos unos granujas y unos ladrones -cortó Pacho, tratando de ponerlos de acuerdo, ya que, junto con algunas ideas muy generales, parecía tener también cierta experiencia de la vida-. Si quies, compra la mitad en un sitio y la otra mitad en otro, pa ver onde nos atracan menos.

–Sería mejor comprarlo todo junto -sentenció Botijo, así nos lo darían más barato.

–En fin, haz lo que te dé la gana, Tintín, que pa eso eres el tesorero; apáñatelas como quieras. Lo único que ties que hacer es enseñar las cuentas cuando haigas acabao. Nosotros no tenemos por qué meter las narices antes.

La forma de emitir Pacho esta opinión zanjó de raíz una discusión que hubiera podido eternizarse; y, por otra parte, ya iba siendo hora, porque el tió Simón, intrigado por sus manejos y con las antenas puestas, pasaba por allí una y otra vez, tratando de cazar al vuelo algo de la conversación.

Había decidido vigilar de cerca a Pacho, que daba señales evidentes y extraescolares de exaltación intelectual.

Grillín, llamado así porque tenía menos carne que un jilguero en los tobillos, pero que era en cambio más espabilado y observador que todos los demás juntos, se olió en seguida las ideas del maestro. Además, como Tintín era compañero de pupitre del jefe y si pescaban a uno el otro podía verse comprometido y las iba a pasar moradas para explicar la presencia de una suma tan considerable de dinero en su bolsillo, le indicó que, durante la clase, tuviese cuidado con el «viejo», cuyas intenciones no le parecían muy claras.

A las once, Tintín y Grillín se dirigieron a casa de la Juliana y, después de saludar con toda cortesía y pedir una perra de botones de camisa, preguntaron el precio de la goma.

La tendera, en vez de ofrecerles la información solicitada, los miró con curiosidad inquisitiva y contestó a Tintín con esta pregunta almibarada e insidiosa:

–¿Es para vuestra mamá?

–No -intervino Grillín, desconfiado. Es pa su hermana.

Y cuando la otra les dijo los precios, sin dejar de sonreír, le dio un ligero codazo a su compañero:

–¡Vámonos!

Una vez fuera, Grillín se explicó:

–¿Has visto esa vieja charlatana, que quería saber por qué, cómo, cuánto, cuándo y no sé qué más? Si queremos que tol pueblo se entere en seguida de que tenemos un tesoro de guerra, no hay más que comprarla a ella. Ya ves, no podemos comprar de una vez to lo que necesitamos, porque eso despertaría sospechas. Será mejor que vayamos un día a por una cosa, otro día a por otra y así. Y de volver a casa de esa vieja cotorra, ¡ni hablar!

–Pues fíjate -replicó Tintín-, todavía sería mejor que mandásemos a mi hermana Mari en ca la tiá Camisón. Creerán que va de parte de mi madre y, además, ya sabes, ella entiende más de estas cosas. Hasta sabe regatiar y todo, macho. Estáte seguro de que nos conseguirá más cuerda y dos o tres botones de propina.

-Ties razón -convino Grillín.

Cuando se reunieron con Pardillo, que andaba, tirador en mano, al ojeo de los gorriones que picoteaban en el. estercolero del tió Gugú, le enseñaron los botones de camisa, de pasta blanca y cosidos a un cartoncillo azul; había cincuenta y le confesaron que a eso se limitaban sus compras por el momento; le explicaron los motivos de su prudente abstención y le aseguraron que, de todas formas, al cabo de una hora estaría todo comprado.

A eso de las doce y media, cuando Pacho volvía a clase después de comer, con las manos en los bolsillos y silbando la cancioncilla de Pardillo, tan de moda últimamente, descubrió a su amiga dirigiéndose muy afanosa a casa de la tía Camisón por el camino de las chimeneas.

Como en ese momento no había nadie en la puerta y ella no le había visto, atrajo su atención con un discreto «pituit» que anunciaba su presencia.

Ella le sonrió e hizo un gesto de complicidad para explicarle adónde iba y Pacho, radiante, le respondió a su vez con una sonrisa franca y amplia que expresaba la alegría de un espíritu vigoroso y sano.

En el patio de la escuela, los ojos de todos los presentes en el rincón del fondo miraban hacia la puerta con obstinación e impaciencia, esperando de un momento a otro la llegada de Tintín. Todos sabían ya que la Mari se había encargado de hacer las compras y que Tintín la aguardaba detrás del lavadero para recibir de sus manos el tesoro que luego sometería al control colectivo.

Por fin apareció, precedido por Grillín, y un ¡ah! general saludó su entrada. Se apiñaron a su alrededor, acosándolo con sus preguntas:

-¿Ties los chirimbolos? – ¿Cuántos botones de chaqueta dan por

una perra? – ¿Hay mucha cuerda? – ¡A ver las trabillas!

–¿El hilo es fuerte?

-¡Esperay, rediós! – rugió Pacho-. Si preguntáis todos a la vez no nos enteraremos de nada, y si tol mundo se le echa encima, nadie va a ver ni torta. ¡Venga! Ponisus en círculo. Tintín nos lo enseñará todo.

Retrocedieron a regañadientes, procurando quedar cada uno lo más cerca posible del tesorero, por si había alguna posibilidad de palpar el botín. Pero Pacho fue inflexible y

prohibió a Tintín que sacase nada hasta que tol mundo se hubiera apartado lo suficiente. Cuando al fin se consiguió, el tesorero, con aire de triunfo, fue sacando uno a uno del bolsillo varios

paquetes envueltos en papel amarillo. Y al tiempo iba enumerando: -Cincuenta botones de camisa, en un cartón. – ¡Joder! – Veinticuatro botones de calzoncillo. – ¡Coño! – Nueve botones de jersey, uno más de la cuenta, porque ya sabís que no dan más que cuatro por una

perra. – Ha sido la Mari -explicó Pacho-, que lo ha cacao regatiando. -Cuatro trabillas de pantalón. ¡Más de un metro de goma! Y lo extendió para demostrar que no los

habían timado. – ¡Dos corchetes de blusón! – Son buenos, ¿eh? – comentó Pacho, pensando que si la otra tarde hubiese tenido uno a mano, a lo

mejor, en fin, bueno…

–¡Cinco pares de cordones de zapato! – pregonó Tintín-. Diez metros de cuerda, más un buen cacho que le han dao de propina, por comprar tantas cosas de una vez! ¡Once agujas, una más de la cuenta! ¡Y una bobina de hilo negro y otra de blanco!

A medida que enumeraba y exhibía algo, los ¡oh!, los ¡ah!, los ¡joder! y los ¡coño! exclamativos y admirativos coreaban la apertura del nuevo envoltorio.

–¡Tula! – gritó de pronto Chiquiclac, como si estuviera jugando a pillar a algún compañero. Al oír esa señal de alarma, que anunciaba la aparición del maestro, todos se revolvieron, mientras Tintín recogía precipitadamente y se embutía en el bolsillo los diversos artículos que acababa de desempaquetar.

La operación se llevó a cabo de un modo tan natural y rápido, que el otro no se enteró de nada y, si pudo observar algo, fue la alegría general de todos aquellos rostros que él mismo había visto tan sombríos y herméticos dos días antes.

«¡Hay que ver -pensó- cómo influyen el tiempo, el sol, la tormenta y la lluvia en el ánimo de los niños! Cuando va a tronar o a llover, no hay quien los aguante y no queda más remedio que dejarlos que charlen, se peleen y armen jaleo; pero en cuanto apunta el buen tiempo, ellos solitos se vuelven trabajadores, dóciles y alegres como unas pascuas.»

Aquel buen hombre no sospechaba siquiera las causas ocultas y profundas de la alegría de sus alumnos y la verdad era que, con el cerebro atiborrado de vanas pedagogías, andaba más despistado que una chiva en una cacharrería.

¡Como si los niños, que tan rápidamente detectan y asimilan las hipocresías sociales, se manifestasen libremente alguna vez en presencia de quienes tienen sobre ellos alguna parcela de autoridad! Con su mundo aparte, sólo se muestran como son, como son de verdad, entre ellos mismos, lejos de miradas inquisitoriales o indiscretas. Y en tales circunstancias, el sol y la luna sólo ejercen sobre ellos una influencia limitada, pero que muy limitada.

Los longevernos empezaron a corretear y perseguirse por el patio, y cada vez que coincidían, comentaban:

–Bueno, ya está. ¡Esta tarde será ella!

–Esta tarde, siiiií.

–Ja, ja! ¡Rediós, la que les va a caer encima en cuanto aparezcan!

El silbato, y después la voz habitualmente arrogante del maestro: «¡Vamos, en fila,.y rapiditos!», interrumpieron sus premoniciones bélicas y sus proyectos de futuras proezas guerreras.

4

La vuelta de las victorias

¿Volveréis algún día, orgullosos exilados?

SÉB. CH. LECONTE (La máscara de hierro)

Aquella tarde, un ardor indescriptible animaba a los longevernos. Nada, ninguna preocupación, ni la menor perspectiva inquietante atemperaba su entusiasmo. Los garrotazos, bah, poca cosa, les traían sin cuidado y, en cuanto a los cantos, casi siempre daba tiempo de apartarse de su trayectoria, salvo cuando procedían del tirador de Jetatorcida.

Los ojos reían, chispeantes y vivos, en los rostros distendidos por el buen humor, y las mejillas gordezuelas, enrojecidas, rollizas como manzanas, proclamaban a gritos la salud y la alegría. Los brazos, las piernas, los pies, los hombros, las manos, el cuello, la cabeza, todo vibraba, bullía y saltaba en ellos. Los zuecos de álamo o de nogal apenas les pesaban en los pies y su repiqueteo seco contra el camino endurecido era ya una amenaza altanera para los velranos.

Gritaban, se esperaban, se llamaban, se empujaban, se zancadilleaban, se azuzaban igual que los perros de caza cuando, después de mantenerlos durante demasiado tiempo sujetos a la traílla, se los lanza por fin a correr la liebre o el zorro y entonces se mordisquean mutuamente las orejas y las patas para felicitarse y demostrar su alegría.

Era el suyo un entusiasmo verdaderamente arrebatador y contagioso. Se diría que tras su impulso hacia el Salto, tras su júbilo andariego, iba enganchada y arrastrada, como tras una melodía guerrera, toda la vida joven y sana que había en el pueblo: las chicas tímidas y ruborosas los siguieron hasta el tilo grande, sin atreverse a ir más lejos; los perros correteaban a sus flancos, brincando y ladrando, y hasta los gatos, prudentes y ariscos, avanzaban por las tapias del cercado como si sintiesen la ambigua tentación de acompañarlos; la gente les interrogaba con la mirada desde los umbrales de las puertas. Y ellos respondían, riendo, que iban a divertirse. Pero ¡con qué jueguecito!

Ya en la cantera de Pipote, Pacho canalizó el entusiasmo animando a sus guerreros para que se llenasen los bolsillos de guijarros.

Habrá que llevar encima sólo media docena dijo- y dejar los demás en el suelo en cuanto lleguemos, porque cuando nos lancemos al ataque no podemos pesar como sacos de harina. Si escasean las municiones, dos de los más pequeños cogerán dos gorras cada uno y irán a llenarlas a la cantera del Rata (que es la que cae más cerca del campo).

Eligió a quienes, llegado el caso, habrían de encargarse del avituallamiento o, mejor dicho, del reaprovisionamiento de municiones. Después hizo que Tintín enseñara las distintas piezas que componían el tesoro de guerra, para tranquilizar y confortar los ánimos de los camaradas, y por último, dio la señal de marcha, situándose en cabeza y haciendo, como siempre, de explorador de avanzadilla para su tropa.

Su aparición fue saludada por el vuelo fugaz de un canto que pasó rozándole la frente y le obligó a agacharse; pero se limitó a volverse hacia los suyos para indicar, con una ligera inclinación de cabeza, que la acción había comenzado.

Los soldados se distribuyeron inmediatamente y él les dejó situarse como les pareciera-más oportuno, cada uno en su puesto habitual, porque estaba convencido de que su olfato guerrero no se vería defraudado aquella tarde.

Cuando Pardillo se encaramó a su árbol, dio cuenta de la situación.

Los velranos estaban todos en su lindero, desde el mayor hasta el más pequeño, desde Jetatorcida, el trepador, hasta Guiñaluna, el supliciado.

–¡Mejor que mejor! – concluyó Pacho-. Va a ser una bonita batalla.

La habitual marejada de insultos fluyó y refluyó entre los dos campos durante un cuarto de hora, pero los velranos no se movían, creyendo, quizá, que, como dos días antes, sus enemigos estaban dispuestos a desencadenar desnudos una nueva carga. De manera que los esperaban a pie firme, bien pertrechados de municiones merced a un servicio, recién creado, de chavales que acarreaban constantemente en sus pañuelos llenos picotines1 de cantos que iban a buscar a las rocas de en medio del bosque y venían a descargar en el lindero.

Los longevernos los veían sólo a intervalos, tras la cerca y los árboles.

Eso no le convenía a Pacho, que hubiese preferido atraerlos un poco hacia el llano, para reducir así la distancia que tendrían que recorrer a la hora del asalto. Pero en vista de que no acababan de decidirse, resolvió tomar la iniciativa, con la mitad de su tropa.

Consultó con Pardillo, que bajó del árbol y declaró que aquella misión le correspondía a él.

Tintín, desde detrás, se mordía los puños viéndolos moverse y trajinar.

Pardillo no perdió un instante. Con el tirador en la mano, ordenó que cada uno de sus soldados cogiese cuatro cantos, ni uno más, y dio la señal de carga.

La cosa había quedado clara: no debía haber cuerpo a cuerpo; sólo tenían que acercarse hasta una distancia apreciable del enemigo, que se vería seguramente sorprendido, lanzar contra sus filas una granizada de cantos y batirse en retirada para evitar una respuesta que sería peligrosa, sin duda alguna.

A cuatro o cinco pasos de distancia uno de otro y en disposición de guerrilla con Pardillo a la cabeza, todos se precipitaron de pronto al ataque y, efectivamente, el fuego enemigo se interrumpió durante un instante ante semejante golpe de audacia. Había que aprovechar la ocasión. Pardillo cogió el refuerzo de cuero de su tirador, ajustó el punto de mira y lo dirigió hacia el Azteca de los Vados, mientras sus hombres, moviendo los brazos como aspas, acribillaban a pedradas a la sección enemiga.

–¡Vámonos ya! – gritó Pardillo, al ver que la banda del Azteca se reagrupaba para replicar.

Una lluvia de piedras les llegó a los mismísimos talones, mientras el griterío horrísono de los velranos les indicaba que estaban siendo perseguidos a su vez.

El Azteca, al descubrir que no iban desnudos, había considerado inútil una defensiva más prolongada.

Pardillo, oyendo el estrépito y confiado en la agilidad de sus piernas, se volvió para ver «cómo iba aquello»; pero el general enemigo llevaba consigo a sus mejores corredores: el trepador longeverno iba ya un poco retrasado y tenía que apretar de firme si no quería que lo agarrasen. Sabía que sus botones eran casi tan codiciados como su tirador por la banda del Azteca, que no había conseguido hacerse con ellos la tarde de Pacho.

Teniendo en cuenta motivos de tanto peso, trató de quitarse de en medio por la vía más rápida.

¡Maldición! Un guijarro lanzado con fuerza terrible, un guijarro de Jetatorcida, seguro, ¡ah, el muy cerdo!, fue a estrellarse directamente contra su pecho, lo hizo titubear y lo paró en seco durante un instante. Los otros iban a caer sobre él.

–¡Rediós! ¡Me han jodido!

En menos tiempo del que se tarda en contarlo y en escribirlo, Pardillo se llevó la mano al pecho, con gesto desesperado, y cayó hacia atrás, sin aliento y con la cabeza lacia.

Los velranos estaban ya junto a él.

Habían seguido la trayectoria del proyectil de Jetatorcida y observado el gesto de Pardillo; le vieron caer cuan largo era, pálido, sin decir palabra, y se detuvieron.

«¿Y si estuviera muerto…?»

Inmediatamente se oyó un rugido terrible, el grito de rabia y de venganza de Longeverne, que subió de tono, creció y llenó la vaguada, mientras un fantástico enarbolamiento de palos y sables apuntaba desesperadamente hacia el grupo.

1 Medida de capacidad para la ración de avena de un caballo, equivalente a un cuarto de celemín.

En menos de un segundo habían vuelto grupas y se encontraban ya de vuelta en su refugio, donde se mantuvieron a la defensiva en tanto que todo el ejército de Longeverne llegaba junto a Pardillo. Por entre los párpados semicerrados y las pestañas temblorosas, el guerrero caído había visto cómo los velranos se detenían prácticamente a su lado, daban media vuelta y salían pitando.

Por los rugidos furiosos y cada vez más cercanos de los suyos, comprendió que acudían a rescatarle y ponían en fuga a los otros. Entonces abrió los ojos de nuevo, se sentó y después se incorporó con toda tranquilidad, se llevó los puños a las caderas y dirigió a los velranos, cuyas atemorizadas cabezas asomaban a ras de la tapia del cercado, la más elegante de las reverencias.

–¡Cerdo! ¡Marrano! ¡Traidor! ¡Cobarde! – bramaba el Azteca de los Vados al ver que su prisionero, ¡porque de hecho lo había sido!, se le escapaba por la cara-. ¡Ya te trincaré otra vez! ¡Ya te trincaré! ¡Y entonces no te librarás, desgracian!

Pardillo, muy sereno y siempre sonriente, con todo el estupefacto ejército de Longeverne a sus espaldas, se llevó el dedo índice a la garganta y lo pasó cuatro veces de atrás hacia adelante, de la nuca al mentón. Después, y para completar lo que el gesto tenía de expresivo ya de por sí, y acordándose de pronto de su hermano el artillero, se golpeó con fuerza el muslo derecho con la mano del mismo lado, la volvió, con la palma hacia fuera y el pulgar en la bragueta:

–Y a éste de aquí -respondió-, ¿cuándo lo vas a trincar, eh? ¡Pedazo de imbécil! -¡Mu bien, Pardillo, mu bien! Uuh, uh, uh, hí-há, guau, miau, beee, cuá-cuá, kikirikí. Era el ejército de Longeverne que, con los gritos más dispares, manifestaba su desprecio hacia la

estúpida credulidad de los velranos y su felicitación al valiente Pardillo, que acábaba de escapar tan bonitamente, haciéndoles una buena jugarreta.

–Pues a ti, el cantazo no te lo quita nadie -rugía Jetatorcida, agitado por sentimientos contradictorios: contento en el fondo por el rumbo que habían tomado los acontecimientos y, sin embargo, furioso porque ese cerdo de Pardillo, que le había metido el canguelo en el cuerpo sin razón alguna, hubiese conseguido escapar al castigo que tan merecido se tenía.

-¡Tú, pequeño replicó Camus, que ya tenía una idea-, quédate tranquilo! ¡Ya te pescaré yo un día de éstos!

Y empezaron a caer cantos entre las filas desguarnecidas de los longevernos que, armados solamente de sus garrotes, dieron rápidamente media vuelta y regresaron a su campo.

Una vez recobrado el aliento, la batalla se reanudó con más ímpetu aún, porque los velranos, burlados, enfurecidos por el chasco – ¡haber sido engañados, insultados, humillados, se las pagarían, y muy pronto!-trataban de recuperar la iniciativa.

Si habían conseguido trincar al general, sería una maldita desgracia del demonio que no pudieran agarrar todavía a algunos de sus soldados.

«Esos van a volver en cualquier momento», pensó Pacho. Y Tintín, detrás, sin poder ocupar su puesto… ¡Qué oficio más asqueroso el de tesorero!

Entretanto, el Azteca de los Vados, después de reunir de nuevo a sus hombres, excitados y furiosos, para pedirles consejo, decidió llevar a cabo un asalto masivo.

Lanzó un agudo y resonante «¡Que la Garatusa sus acachorre!» y se disparó a la carrera con todo su ejército, blandiendo palos y esgrimiendo garrotes.

Tampoco Pacho vaciló un instante. Respondió con un «¡Que den pol culo a los velranos!» tan sonoro como el grito de guerra de su rival, y los bastones y sables de Longeverne se dispusieron de nuevo, con las puntas endurecidas por delante.

–¡Prusianos! ¡Cerdos! ¡Tres veces marranos! ¡Cernícalos de mierda! ¡Bastardos de curas! ¡Hijos de puta! ¡Buitres! ¡Carroña!¡Cursis! ¡Muertos de hambre! ¡Meapilas! ¡Sectarios! ¡Gatos destripaos! ¡Sarnosos! ¡Cabrones! ¡Maricones! ¡Piejosos! -fueron algunas de las expresiones que se cruzaron antes del choque.

Desde luego, no puede decirse que las lenguas estuviesen en paro.

Algunas ráfagas de guijarros pasaron zumbando todavía por encima de las cabezas y a continuación se produjo una refriega espantosa: se oyeron garrotes que caían sobre las molleras, crujidos de lanzas y sables, puñetazos que se estrellaban en pleno pecho, chasquidos de bofetadas, patadas destructoras y aullidos: pim, pam, pum, zas, plaf, crac, toc.

–¡Ah, traidor! ¡Ah, cobarde! – y se vieron cabelleras erizadas, armas rotas, cuerpos entrelazados, brazos que describían amplios círculos antes de caer con todas sus fuerzas y con los puños proyectados hacia delante como bielas, y patas que se crispaban, se retorcían y se removían en tierra para disparar golpes en todas las direcciones.

Grillín, derribado desde el comienzo de la acción por un empellón anónimo, se volvía y plantaba, no cara, sino pie a todos los asaltantes, magullando tibias, triturando rótulas, retorciendo tobillos, aplastando dedos de los pies, machacando pantorrillas.

Pacho, erguido como un jabato, con el cuello desabrochado, la cabeza descubierta, el garrote partido por la mitad, entraba como punta de lanza en el grupo del Azteca de los Vados, cogía por el pescuezo a su enemigo, lo sacudía como a un ciruelo pese a la oposición de una bandada de velranos que se colgaban de sus calzones, y le tiraba de los pelos, lo abofeteaba, le arreaba, lo aporreaba y después giraba como un caballo loco en medio de la banda y se deshacía violentamente del círculo de enemigos.

–¡Ah, ya te tengo, rediós! – rugía-. ¡Cerdo! ¡Tú no te escapas, te lo juro! ¡Te la vas a cargar! ¡Cuando tenga que sangrarte te arrastraré hasta el Matorral Grande y te la vas a cargar, te lo digo yo que te la vas a cargar!

Al decir esto, lo cubría de patadas y puñetazos y, ayudado por Pardillo y Granclac, que habían ido tras él, arrastró literalmente al jefe enemigo, que se resistía con todas sus fuerzas. Pero Pardillo y Granclac lo tenían cogido cada uno por un pie y Pacho lo levantaba por debajo de los brazos y le juraba, cagándose en to los trastos, que le iba a apretar las clavijas como se pasase de listo.

Durante todo ese tiempo, el grueso de los dos ejércitos luchaba con terrible encarnizamiento. Pero la victoria sonreía decididamente a los longevernos: fornidos y robustos, eran muy buenos en el cuerpo a cuerpo. Algunos velranos, zarandeados con demasiada violencia, reculaban; otros se las piraban pura y simplemente, de modo que cuando vieron que se llevaban preso al mismísimo general, se produjo la desbandada, el desconcierto y la fuga en el más completo desorden.

-¡Cogílos, vamos, cogílos, rediós! ¡Pero cogílos, joder! – rugía Pacho, desde lejos.

Y los guerreros de Longeverne se lanzaron tras los pasos de los vencidos. Pero, como era previsible, los vencidos no los esperaron y los vencedores cedieron pronto en su persecución, mucho más interesados en ver qué tratamiento se le iba a aplicar al jefe enemigo.

5 En el patíbulo

Habiéndolos clavado, desnudos, a los postes de colores.

J. A. RIMBAUD (El barco ebrio)

Aunque pequeño de estatura y de aspecto endeble, de ahí su mote, el Azteca de los Vados no era de los tipos que se dejan hacer sin resistencia. Pacho y los otros dos lo aprendieron muy pronto a costa suya.

Efectivamente, mientras el general volvía la cabeza para alentar a sus soldados en la persecución, el prisionero, como un zorro atrapado que aprovecha cualquier oportunidad para vengarse por anticipado del suplicio que le espera, agarró entre sus mandíbulas el pulgar de quien lo arrastraba y lo mordió con tal violencia que saltó la sangre. Pardillo y Granclac, por su parte, aprendieron, con una patada en las costillas cada uno, lo que costaba aflojar un poco la presa de la pierna que tenían que mantener aferrada entre el brazo y el costado.

Pacho, con un puñetazo maestro que alcanzó al Azteca en plena jeta, le obligó a soltar el pulgar perforado hasta el hueso y le juró otra vez, con notable apoyo de blasfemias e imprecaciones, que todo aquello lo iba a pagar, y muy pronto, además.

En aquel preciso momento volvía hacia ellos el ejército, sin traer ningún otro cautivo. Decididamente, el Azteca iba a purgar por todos juntos.

Tintín, que se acercaba a mirarlo, recibió un escupitajo en toda la cara, pero despreció aquel insulto y se dedicó a mofarse del general enemigo, simulando reconocerle:

–¡Ah! ¿Eres tú? Bien, bien, so marrano, pues a ti no te libra ni Dios. Cómo le gustaría a la Mari estar aquí pa tirarte un poco de los pelos. ¡Ah! ¿Escupes, eh, culebra? Pues por mucho que escupas, no conseguirás recuperar los botones ni taparte las cachas.

–Busca la cuerda, Tintín -ordenó Pacho-. Vamos a atar a este salchichón.

–Atale to las patas, primero las de atrás y aluego las de alante. Después lo atamos al roble grande y le vamos a dar su merecido. Y te juro que no volverás a morder ni escupir, so marrano, asqueroso, basura.

Los guerreros que regresaban iban incorporándose a la acción: empezaron por los pies; pero como el otro no paraba de escupir a todo el que se pusiese al alcance de sus salivazos y hasta intentaba morder, Pacho ordenó a Botijo que registrara los bolsillos de aquel maldito bicho y le taponase la sucia boca con su pañuelo.

Botijo obedeció: bajo los perdigonazos del Azteca, que él trataba de evitar como podía con la mano, extrajo del bolsillo del prisionero un cuadrado de tela de color indefinible, que debía de haber sido de cuadros rojos, aunque, quién sabe, a lo mejor fue blanco en la época, quizá no demasiado lejana, en que estaba limpio. Pero aquel sacamocos ofrecía ahora, a los ojos del observador y como consecuencia del contacto con los objetos más heteróclitos y también, sin duda, de los múltiples usos a que había sido dedicado (limpiador, lazo, mordaza, venda, hatillo, gorro, toalla, monedero, zurriago, cepillo, plumero, torniquete, etc.), una coloración más bien meona, verduzca o grisácea, no precisamente atractiva.

–¡Vaya! Está limpio el trapo -dijo Pardillo-. Y hasta lleno de cosa. ¿No te da vergüenza, so guarro, llevar semejante porquería en el bolsillo? ¡Y entodavía dirás que eres rico!

–¡Qué guarrería! Eso no lo quiere ni un pobre. ¡Pero si no hay por dónde cogerlo!

–¡No importa! – decidió Pacho-. Pónselo cruzado en los morros. Si está lleno de pringue, que lo vomite. Así no se desperdicia nada.

Manos enérgicas anudaron la mordaza por detrás, en la nuca, sobre las mandíbulas del Azteca de los

Vados, que al fin quedó reducido a la inmovilidad y- al silencio. – Tú me zurraste el otro día, pues hoy te vamos a llenar el culo de vergajazos. – ¡Ojo por ojo y diente por diente! –

sentenció Grillín, el moralista.

–Anda, Granclac, coge la vara y dale. Un pequeño aperitivo pa poner a tono a este caballerete que se las da de listo, antes de quitarle los calzones.

–¡Venga, los demás, abrí el círculo!

Y Granclac, armado de una vara verde, flexible y consistente, aplicó seis golpes sibilantes a las nalgas del otro, que se atragantaba de rabia y de dolor bajo la mordaza.

Acabada la operación, Pacho parlamentó un momento y en voz baja con Pardillo y Gambeta, que se apartaron discretamente de los demás, y después gritó con júbilo:

–Y ahora, ¡a los botones! Tintín, macho, prepara los bolsillos, que ha llegao la hora. Es el momento. Y cuenta bien, no vayas a perder algo

Pacho actuó con prudencia. Había que tener cuidado para no estropear con movimientos demasiados bruscos o cortes torpes las distintas piezas que constituían el tributo del Azteca y pasarían a engrosar el tesoro de guerra del ejército de Longeverne.

Empezó por los zapatos. – ¡Oh, oh! – dijo-. ¡Un cordón nuevecito! ¡Qué bien! ¡Cerdo! – añadió en seguida-. ¡Está lleno de nudos!

Lentamente, sin quitar ojo de los lazos de cuerda que protegían su rostro de una posible patada vengadora, que hubiese sido terrible, deshizo el embolao, soltó el zapato, le quitó el cordón y se lo dio a Tintín. Después pasó al otro, que resultó mucho más rápido. A continuación subió, pernera arriba, para apoderarse de las ligas de goma que debían de sostener el calcetín.

En ese punto, Pacho se sintió estafado. El Azteca sólo llevaba una liga. El otro calcetín iba sujeto por un mal cacho de cordel, que naturalmente confiscó también, aunque refunfuñando. – ¡Qué ladrón! Ni siquiera tie un par de ligas y anda presumiendo por ay… ¿Qué hace tu padre con los cuartos, eh? ¡Se los bebe! ¡Hijo de mamao! ¡Perro borracho! Después, Pacho puso sus cinco sentidos para no dejarse ni un botón ni un ojal. El pantalón le reservaba una agradable sorpresa. El Azteca usaba tirantes de doble presilla, en perfecto estado.

–¡Qué lujo! – comentó-. Siete botones de taparrabo. ¡Eso está mu bien, amiguito! Te daremos un varazo más, en agradecimiento. Así aprenderás a no reírte de los pobres. Ya sabes que en Longeverne tampoco somos roñosos. No escatimamos na, ni siquiera los palos. ¡Qué suerte va a tener el primero de nosotros que caiga prisionero y tenga que usar este par de tirantes tan virguero! ¡Jo, casi me dan ganas de ser yo!

Entretanto, el pantalón, desprovisto de sus botones, de su hebilla y sus corchetes, caía en acordeón sobre los calcetines.

El jersey, el chaleco, el blusón y la camisa fueron sistemáticamente despojados uno tras otro. En el bolsillo del chaleco, además, apareció una perra reluciente que fue a parar, en la contabilidad de Tintín, a la partida de «reserva para casos de necesidad».

Cuando múltiples inspecciones a cual más minuciosa convencieron a los guerreros longevernos de que no quedaba nada, absolutamente nada que rascar, y una vez recogida la navaja del Azteca, que fue a parar a manos de Gambeta, que carecía de ella, se decidió soltar por fin las manos y los pies de la víctima, con todas las precauciones necesarias. Ya iba siendo hora.

El Azteca rabiaba bajo la mordaza y, con el sentido del pudor destruido por el sufrimiento o ahogado por el furor, no se preocupó siquiera de subirse el pantalón caído, que dejaba ver, por debajo de la camisa, las nalgas amoratadas por la tunda: su primera providencia consistió en arrancarse de la boca aquel maldito y repugnante moquero.

Respirando entrecortadamente todavía, arrebujó como pudo sus prendas en torno a la cintura y se puso a aullar insultos contra sus verdugos.

Algunos se disponían ya a tirársele al cuello para sacudirle de nuevo, cuando Pacho, mostrándose generoso y porque seguramente tenía buenas razones para ello, los detuvo con una sonrisa:

-Dejaile que chille, si eso le divierte, pobrecito. Siempre es bueno que los niños se diviertan.

El Azteca se fue, arrastrando los pies y llorando de rabia.

Naturalmente, se le ocurrió hacer lo que había hecho Pacho el sábado anterior: se dejó caer tras el primer matorral que tuvo a mano y, dispuesto a demostrar a los longevernos que tampoco él era un calzonazos, se desnudó por completo, quitándose hasta la camisa, para enseñarles el trasero.

En el campo de Longeverne lo suponían.

–Que entodavía va a reírse de nosotros, Pacho, ya verás. Tenías que haber dejao que le arreáramos otra vez.

-¡Dejailo, dejailo! -decía el general, que, como Trochu1, había concebido un plan.

–¡Te lo estaba diciendo, rediós! – gritó Tintín.

En efecto, el Azteca, desnudo, salió de un salto de detrás de su matojo, apareció frente a la línea de combate de los longevernos, les mostró lo que había previsto Tintín, los llamó cobardes, bandoleros, cerdos asquerosos, huevos blandos… y, cuando vio que hacían ademán de salir tras él, echó a correr hacia el lindero y se escurrió como una liebre.

No llegó muy lejos el pobre desgraciado…

De pronto surgieron, a sólo cuatro pasos por delante de él, dos figuras patibularias y siniestras que le cerraron el paso con los puños por delante, lo agarraron como con garfios y, mientras lo forraban a patadas, lo condujeron a la fuerza hacia el Matorral Grande que acababa de abandonar.

Por algo había parlamentado Pacho con Pardillo y Gambeta. El miraba siempre más allá de sus narices, como solía decir de sí mismo, y había pensado, mucho antes que los demás, que aquel pijolindo iba a hacerles la jugarreta. Por eso le había dejado escapar bondadosamente, a pesar de los reproches de sus compañeros: para repescarlo mejor un instante después.

–¡Ah! Conque quieres enseñarnos el culo, ¿eh, amiguito? ¡Pues mu bien! ¡Hay que dar gusto a los niños! Vamos a mirarte el culo, pequeñín, y ya verás qué bien lo notas. Amarray otra vez al árbol a este jovencito enseñaculos. Y tú, Granclac, coge el vergajo, que le vamos a marcar un poco la parte de abajo de la espalda.

Granclac, generoso a más no poder, se dejó caer con doce golpes, más uno de propina para que aprendiese a no jo… robarles la tarde cuando se disponían a regresar.

–Y éste pa que te se ponga tierno y pa que nuestro Turco no se lastime los dientes cuando quiera morder tu cochino traste -comentó.

Entretanto, Pardillo recomponía el hatillo confiscado al prisionero.

Cuando tuvo las nalgas bien coloreadas, lo soltaron de nuevo y Pacho le devolvió el paquete

1 Louis Jules Trochu (1815-1896). General francés que, tras distinguirse en Crimea e Italia, fue en 1870 presidente del Gobierno de Defensa Nacional y Gobernador de París, aunque no fue capaz de librar a París del cerco prusiano.

ceremoniosamente, diciendo:

–¡Buen viaje, señor culorrojo! Y déle las buenas noches a sus gallinas.

Y volviendo a su tono natural:

–Así que quies enseñarnos el culo, ¿eh, amiguito? Pues enséñalo, enséñalo to lo que quieras. Te aseguro que vas a tener que enseñarlo mucho más de lo que quisieras, ¿sabes?, te lo digo yo, Pacho, amiguito.

El Azteca, liberado al fin, se las piró esta vez sin decir ni pío y corrió a reunirse con su ejército derrotado.

6

Cruel enigma

Si he elegido este título, que puede parecer tomado de Paul Bourget1 , y si, al contrario de lo que venía haciendo hasta ahora, he sustituido el texto, siempre muy conocido, que colocaba al principio de cada capítulo, por una simbólica interrogación, crea el lector o lectora que con ello no he pretendido tomarles el pelo, ni mucho menos pedir prestado lo que de inspiración haya en las páginas siguientes al «muy ilustre escritor» arriba citado. Nadie ignora, por otra parte, y mi excelente maestro Octave Mirbeau2 nos lo ha. hecho saber con todo detalle y mucha frecuencia, que para llegar a poseer un espíritu de la categoría del de Paul Bourget hay que empezar teniendo más de cien mil francos de renta; y repito que no hay comparación posible entre los héroes de tan distinguido y .glorioso académico y la sana y vigorosa chiquillería cuya historia me he empeñado en contar aquí con toda sencillez y sinceridad.

Cuando el Azteca de los Vados llegó adonde estaban sus soldados, no tuvo necesidad de contar lo que había ocurrido. Jetatorcida, encaramado a su árbol, lo había visto todo o casi todo. Los vergajazos, la emboscada, la degradación botonera, la huida, la repesca, la liberación: los camaradas habían vivido con él, en contacto permanente, por decirlo así, aquellos terribles minutos de sufrimiento, de angustia y de rabia.

–¡Hay que irse! – dijo Guiñaluna, que no las tenía todas consigo, ni mucho menos, y a quien la penosa desventura de su jefe traía, sin que se atreviese a confesarlo, tristes recuerdos.

–Primero hay que vestir al Azteca -objetaron algunas voces.

Deshicieron el hatillo. Al soltar las mangas del blusón encontraron los zapatos, los calcetines, el chaleco, el jersey, la camisa y la gorra, pero el pantalón no aparecía por ninguna parte…

–¿Y mi pantalón? ¿Quién tie mi pantalón? – preguntó el Azteca.

–Aquí no está -declaró Jetatorcida-. ¿No lo habrás perdío al escaparte?

–Hay que buscarlo.

-Miray a ver si lo vis.

Repasaron con la mirada el campo de batalla. Ningún trapo caído indicaba el lugar en que pudiera hallarse el pantalón.

–Súbete al árbol, venga -le dijo el Azteca a Jetatorcida-, a lo mejor ves onde ha cáido.

El trepador escaló su haya en silencio.

–No veo nada -anunció, después de un instante de observación-. Nada… pero nada de nada. ¿Estás seguro de haberlo metido cuando te desnudaste en el matorral?

–Pues claro que lo tenía -contestó el jefe, muy inquieto.

–¿Qué habrá pasao?

-¡Ah, redioses! ¡Los muy cerdos! – exclamó de pronto Jetatorcida-. ¡Escuchay, pero escuchay, montón de farfulleros!

1 Paul Bourget (1852-1935). Escritor francés procedente de la escuela naturalista. Escribió ensayos críticos sobre literatura francesa del siglo XIX y novelas psicológicas. Una de ellas se titula precisamente Cruel enigma y data de 1885. La última etapa de su vida -cuando ya había muerto Pergaud se caracterizó en cambio por un moralismo antinaturalista y reaccionario. 2 Octave Mirbeau (1848-1917). Novelista francés, en la línea del naturalismo de A. Daudet. Dedicado al periodismo literario y político, se decantó a favor de Dreyfus, durante el famoso proceso en que también intervino Zola. Fue defensor de la pintura impresionista y descubridor de la poesía del futuro Nobel belga M. Maeterlinck. Entre sus novelas cabe señalar Mémoires d'une femme de chambre, que fue llevada al cine por Buñuel con el título Journal d'une femme de chambre [=Diario de una camarera].

Los velranos, aguzando las orejas, oyeron en efecto muy claramente a sus enemigos que volvían cantando a pleno pulmón este estribillo popular, muy oportuno por lo visto, y menos revolucionario que de costumbre:

El pantalón me se ha descosido. Si

sigue así, me se verá el agujero del…

pantalón que me se ha descosido…

Inclinándose, retorciéndose, subiendo de rama en rama para ver más allá, Jetatorcida aulló, lleno de rabia:

–¡Pero si tienen ellos tu pantalón! ¡Te lo han birlao, los muy marranos! ¡Ladrones! Lo estoy viendo, lo han puesto en la punta de un palo largo, como si fuera una bandera. Están llegando a la Cantera.

Y el estribillo seguía llegando, burlón, a los oídos aterrorizados del Azteca y su banda:

Si sigue así, me se verá el agujero

del…

Los ojos del jefe se agrandaron, parpadearon, se nublaron. Palideció.

–¡Pues estoy yo bueno para volver! ¿Qué voy a decir? ¿Qué hago? Así no puedo atravesar el pueblo.

–Habrá que esperar a que se haga de noche del todo -sugirió alguno.

–Pues nos van a echar la bronca a todos como volvamos tarde… -apuntó Guiñaluna. Hay que encontrar alguna cosa.

–Vamos a probar con tu blusón -propuso Jetatorcida-. Si lo cerramos bien con alfileres, a lo mejor no te se ve mucho.

Lo intentaron, después de reponer cuerda fina en los zapatos y un alfiler en el cuello de la camisa; pero hay que jeringarse, como decía el Titi; el blusón no le llegaba más que hasta el dobladillo de la camisa; de manera que parecía que el Azteca se había puesto una sobrepelliz negra encima de un alba blanca (?)

–Pareces un cura -siguió diciendo el Titi-, sólo que al revés.

–Sí, pero los curas tampoco enseñan las patas de ese modo -objetó Pichafría-. Macho, eso no sirve. Si te pones el blusón como unas enaguas, y te lo colocas en la cintura no te se verá el culo; haremos todos lo mismo, la gente se creerá que es un juego y podrás llegar hasta tu casa.

Sí, pero cuando llegue, me mandarán que me la ponga como Dios manda y me verán. ¡Ay, amigos, la que me van a dar!

-Seguí andando hacia el pueblo, que se hace tarde y ya no llegamos al rosario. Nos van a zurrar a todos -comentó Guiñaluna.

El consejo no era malo y la tropa echó a andar triste y lentamente por entre los árboles, tratando de encontrar una solución que permitiese al jefe llegar hasta sus penates sin demasiadas penalidades.

Al borde de la zanja del cercado, después de haber bajado la pendiente transversal que conducía al lindero del bosque, la banda se detuvo a reflexionar.

Nada… A nadie se le ocurría nada…

–Va a haber que irse -gimoteaban los apocados que temían la ira pastoral y la tunda paterna.

–¡No vamos a dejar al jefe aquí solo! – gritó Jetatorcida, enérgico ante el desastre.

El Azteca oscilaba entre el furor y la estupefacción.

–¡Ay, sólo con que alguno consiguiera llegar a mi casa y colarse hasta la habitación del fondo! Allí hay unos calzones míos viejos, que están detrás del baúl. ¡Si por lo menos tuviera eso!

–Pero, macho, si vamos hasta allí y nos cogen tu madre o tu padre, ¿qué van a decir? Querrán saber qué hacemos allí y a lo mejor hasta nos toman por ladrones; no, no es eso lo que hay que hacer.

–¡La madre que lo parió! ¿Y qué voy a hacer aquí? ¿Vais a dejarme solo?

–No digas pecaos -intervino Guiñaluna-, que vas a hacer llorar a la Virgen y eso trae mala suerte.

–¡Ah, la Virgen! Dicen que hace milagros en Lourdes: ¡sólo con que me diera un pantaloncillo viejo de nada!… ¡Ding, dong! ¡Ding, dong! Tocaban al rosario.

–No podemos quedarnos más tiempo aquí. ¡Esto no se arregla! ¡Tenemos que irnos! – dijeron muchas voces.

Y la mitad de la tropa inició la desbandada, abandonando a su jefe, y salió pitando a galope tendido hacia la iglesia, para que el cura no los castigase.

¿Qué hago, Señor? ¿Qué hago?

–Vamos a esperar a que se haga de noche, venga -le consoló jetatorcida- y yo me quedaré contigo. Nos canearán a los dos. Pero no merece la pena que éstos se la carguen también.

–¡No! No merece la pena -repitió el Azteca-. Ir al rosario, ir y pedíle a la Virgen y a San Nicolás que no nos sacudan mucho.

No se lo hicieron repetir dos veces y mientras se alejaban a toda mecha, ya con un poco de retraso, los dos compinches se miraron.

De pronto, Jetatorcida se golpeó con la mano en la frente.

¡Pero mira que somos bestias! ¡Ya lo tengo!

–¡Di, venga, dilo rápido! le apremió el Azteca, pendiente de los labios de su compañero.

–Mira, tío: yo no puedo ir a tu casa, pero tú sí… ¡Vas a ir tú!

–¡…!

–Pues claro que sí, me quito los pantalones y te los paso, con mi blusón. Tú te vas a tu casa por detrás, dejas la ropa estropeada, te pones la buena y vienes otra vez a traerme mis cosas. Después nos volvemos juntos. Diremos que fuimos a coger champiñones y que nos alejamos por Cazacán, tanto, que casi no oímos tocar la campana. ¡Venga!

La idea le pareció genial al Azteca, y dicho y hecho. Jetatorcida, que era un poco más alto que su amigo, le puso el pantalón, subiéndole un poco las perneras demasiado largas, le cerró un punto más la presilla de atrás, rodeó la cintura del jefe con una cuerda fina y le recomendó que fuera a toda velocidad y, sobre todo, que no se dejase ver.

Y mientras el Azteca, pegándose a las paredes y a las hayas, corría como un gamo hacia su casa para agenciarse otro pantalón, Jetatorcida, oculto en la hondonada del bosque, miraba con los cinco sentidos y en todas las direcciones para ver si la expedición tenía alguna posibilidad de salir bien.

El Azteca llegó a su madriguera, escaló su ventana, encontró un pantalón más o menos parecido al que había perdido, unos tirantes usados, un blusón viejo, sacó los cordones de los zapatos de los domingos y después, sin perder tiempo en ponérselo todo, saltó otra vez al huerto y, por el mismo camino por el que había venido, fue a la carrera a reunirse con su heroico compañero, acurrucado, aterido tras la pared y que trataba de ceñir lo más posible su ligera camisa de tela basta en torno a los muslos enrojecidos.

Al volver a verse soltaron una amplia carcajada silenciosa, como hacen los buenos pieles rojas en las novelas de Fenimore Cooper y, sin perder un minuto, se cambiaron las ropas.

Una vez recuperadas sus respectivas apariencias personales, el Azteca, que por fin tenía una camisa con botones, un blusón limpio y cordones en los zapatos, dirigió una mirada inquieta y melancólica a sus trapos hechos jirones.

Pensó que, el día que su madre los descubriera, recibiría la tunda, le echarían la bronca y hasta puede que lo encerraran en su cuarto y en la cama.

Esta última consideración le llevó inmediatamente a adoptar una medida radical.

-¿Ties cerillas? – preguntó a Jetatorcida.

–Sí -dijo el otro-. ¿Por qué?

–Dame una -respondió el Azteca.

Y frotando el fósforo contra una piedra, después de haber reunido en una especie de pira expiatoria el blusón y la camisa, testimonios de su derrota y su vergüenza y motivos de inquietud para el futuro, les prendió fuego sin vacilar, con el fin de borrar para siempre jamás el recuerdo de aquel día nefasto y maldito.

–Ya me las arreglaré yo pa no necesitar cambiarme de pantalón -respondió a la pregunta de Jetatorcida-. Y a mi madre ni se le ocurrirá pensar siquiera que ha desaparecido. Creerá que anda por algún sitio, detrás de un mueble, con el blusón y la camisa.

Tranquilos ya y serenos, habiendo resuelto el cruel enigma y solventado el espinoso problema, esperaron al primer toque del ángelus para mezclarse con sus compañeros que salían del rosario, y que se quedaron de una pieza al encontrarlos vestidos, y regresaron a casa como si hubiesen asistido ellos también.

Si el cura no había notado nada, la suerte estaba echada. Y lo estaba.

Durante todo ese tiempo, en Longeverne se desarrollaba una escena muy distinta.

Al llegar al tilo viejo, a cincuenta pasos de la primera casa del pueblo, Pacho detuvo a su tropa y pidió silencio.

–No vamos a andar arrastrando este pingo por las calles firmó, señalando con la mirada el pantalón del Azteca-. La gente pue preguntarnos de onde lo hemos sacao y ¿qué vamos a decir entonces?

–Hay que tirarlo a un arbañal -sugirió Chiquiclac-. ¡Jo! Lo bueno sería saber qué va a decir en su casa el Azteca y qué va a hacerle su madre cuando lo vea entrar con el culo al aire. Perder un pañuelo, extraviar la gorra, romper un zueco, llenar de nudos un cordón, bueno, pase, eso pasa to los días, se gana uno un par de tortas y a lo mejor, si están viejos…, pero perder el pantalón, se dice pronto, eso no se ve to los días.

–¡Machos, no me gustaría estar en su pellejo!

–¡Así aprenderá! – afirmó Tintín, cuyos bolsillos repletos de despojos opimos daban testimonio de la riqueza del botín-. Dos o tres golpes más como éste -dijo golpeándose los muslos-, y ya podemos dejar de pagar la cuota; y podremos organizar la fiesta con las perras.

–Bueno, y con este pantalón, ¿qué vamos a hacer?

–El pantalón-cortó Pacho- lo dejamos en el agujero del tilo, yo m'encargo; ya venís mañana; lo que no hay que hacer, sabis, es andar de acusicas, eh, que no sois lavanderas; conque dejay la lengua quietecita. Ya haré yo que os riáis a gusto mañana por la mañana. Pero si el curase entera de que he sido yo otra vez, a lo mejor se empeña en no dejarme hacer la primera comunión, como el año pasan, cuando lavé el tintero drento de la pila de agua bendita.

Y añadió, bravucón, como digno hijo de un padre que leía El despertar de los campos y La chispa, periódicos anticlericales de la provincia:

–Y no es que a mí me importe la rodaja esa, es sólo por hacer las cosas como tol mundo.

–¿Qué vas a hacer, Pacho? – preguntaron sus camaradas.

–¡Nada! ¿Qué os he dicho? Ya lo verís mañana por la mañana; ahora vámonos, cada uno a su casa.

Y después de depositar el despojo del Azteca en el corazón cavernoso del viejo tilo, se marcharon.

–Ven aquí después de las ocho -le dijo Pacho a Pardillo-. Tú me ayudarás.

El otro asintió y se fueron a cenar y a estudiar sus lecciones.

Después de la cena, y en vista de que su padre dormitaba sobre el suplemento de El gran mensajero cojo de Estrasburgo, al que acudía buscando indicaciones sobre el tiempo que haría durante la próxima feria de Vercel, Pacho, que había estado esperando ese momento, cogió la puerta tan campante.

Pero su madre andaba al acecho:

–¿Dónde vas? – dijo.

–¡A echar una meada, leñe! – respondió con toda naturalidad.

Y sin dar tiempo a más objeciones, salió y, de un salto, por decirlo así, se plantó en el tilo. Pardillo, que le esperaba, pudo ver, a pesar de la oscuridad, que llevaba alfileres prendidos en la pechera de su blusón.

–¿Qué vamos a hacer? – preguntó, dispuesto, a todo.

–Ven -ordenó el otro, después de coger el pantalón, y rasgar de arriba abajo la parte de atrás y las dos perneras.

Llegaron a la plaza de la iglesia, absolutamente desierta y silenciosa.

–Pásame el pingajo ese -dijo Pacho subiéndose al ángulo del muro en que se encontraba baja la verja de hierro que rodea el recinto sagrado.

En el sitio en que estaba el jefe había una estatua de un santo (San José, creía él) con las piernas semidesnudas e instalada en un pequeño pedestal de piedra. El aguerrido mozo trepó hasta allí en un segundo y se situó como buenamente pudo junto al esposo de la Virgen. Pardillo le alargó con el brazo los calzones del Azteca y Pacho se dispuso a ponérselos con presteza al «hombrecillo de hierro». Extendió sobre los miembros inferiores de la estatua las perneras del pantalón, las unió por detrás con algunos alfileres y fijó la cinturilla, demasiado amplia y rasgada, como sabemos, ciñendo las caderas de San José con dos vueltas de cuerda vieja.

Después, satisfecho de su obra, se bajó.

Por las noches refresca mucho -sentenció-. Así, San José no volverá a tener frío en las zancas. Dios Padre estará contento y, pa agradacérnoslo, hará que cojamos más prisioneros entodavía.

–¡Anda, vamos a acostarnos, tío!

A la mañana siguiente, las buenas mujeres, la vieja del Ollero, la Femiota, la Guinda y las demás que acudían como de costumbre a misa de siete, se santiguaron al llegar a la plaza de la iglesia, escandalizadas ante semejante profanación:

¡Le habían puesto unos calzones a San José!

El sacristán, que desvistió a la estatua, después de comprobar que la entrepierna no estaba muy limpia que digamos y que había sido usada muy recientemente, fue sin embargo absolutamente incapaz de reconocer en aquel pantalón una prenda utilizada por algún chaval de la parroquia.

Su investigación, realizada con toda la precisión y prontitud deseables, no condujo a ningún resultado positivo. Los chicos interrogados permanecieron mudos como tumbas o pasmados como becerros y, al domingo siguiente, el cura, convencido de que aquello había sido obra de alguna siniestra sociedad secreta, tronó desde el púlpito contra los impíos y sectarios que, no satisfechos con perseguir a la gente de bien, llevaban todavía más lejos su actitud sacrílega, tratando de ridiculizar a los santos hasta en su propia casa.

La gente de Longeverne estaba tan sorprendida como su cura y nadie en el pueblo pudo sospechar siquiera que San José había sido disfrazado con el pantalón del Azteca de los Vados, conquistado por el ejército de Longeverne en lucha leal con los lameculos de los velranos.

7

Las tribulaciones de un tesorero

No siempre es bueno tener un buen empleo.

LA FONTAlNE, (Las dos mulas)

A la mañana siguiente, el tesorero, instalado en su puesto en uno de los pupitres del fondo, tras haber contado, recontado y recapitulado cien veces las distintas piezas del tesoro encomendadas a su custodia, se dispuso a poner al día su libro principal.

Así, pues, empezó a transcribir de memoria, en la columna de ingresos, estas cuentas detalladas:

LUNES

Recibido de Guiñeta:

Un botón de pantalón.

Como un brazo de cuerda de peonza.

Recibido de Ojisapo:

Una liga vieja de su madre, para hacer un par de recambios.

Tres botones de camisa.

Recibido de Costuritas:

Un imperdible.

Un cordón viejo de zapato, de cuero.

Recibido de Feli:

Dos cachos de cuerda tan grandes como yo.

Un botón de chaqueta. Dos botones de camisa.