6.00 h
No ha dormido en toda la noche. Doudouche tiene un sexto sentido para las emociones.
Al terminar la jornada, Camille tuvo que pasar por el despacho para liquidar todo lo que no había tenido tiempo de hacer, volvió agotado y se acostó en el sofá completamente vestido. Doudouche se acurrucó a su lado y no se movieron el resto de la noche. No le puso comida, lo olvidó, pero ella no se quejó porque entendía que estaba preocupado. Ahora ronronea. Camille se sabe de memoria los delicados matices de su ronroneo.
Hace no mucho tiempo este tipo de noches, en blanco, tensas, nerviosas o deprimentes, eran noches para Irène. Con ella. Removía su vida anterior y sus dolorosas imágenes. No había tema más importante que la muerte de Irène. No había otro tema.
Camille se pregunta qué es lo que lleva peor hoy, si su preocupación por Anne, el espectáculo de su rostro, sus dolores o precisamente que todos sus pensamientos se dirijan hacia ella, inevitablemente, al cabo de los días, de las semanas. Hay cierta vulgaridad en el hecho de pasar así de una mujer a otra, se siente víctima de algo muy banal. Nunca pensó en rehacer su vida, pero su vida está rehaciéndose por su cuenta, casi a su pesar. Y aun así, lo que permanece, quizás indeleble, son las desgarradoras imágenes de Irène. Resisten a todo, al tiempo, a las nuevas relaciones. Bueno…, a la nueva relación, porque solo ha tenido una.
Ha aceptado a Anne porque, como ella misma dice, solo está de paso. También tiene sus propios duelos y no quiere ningún proyecto. Pero, incluso sin proyecto, se ha instalado en su vida. Y en la sempiterna distinción entre el que ama y el que es amado, Camille no sabe qué lugar ocupa.
Se conocieron en primavera. A principios de marzo. Habían pasado cuatro años desde la pérdida de Irène y dos desde su vuelta a la superficie, sin vitalidad pero con vida. Llevaba la típica existencia sin riesgos y sin deseos de los hombres con vocación solitaria. Un hombre de su talla no encuentra mujeres tan fácilmente, y no importaba, tampoco las echaba de menos.
Pero las primeras veces siempre tienen algo de milagroso.
Anne, que no suele enfadarse, solo ha montado un escándalo en un restaurante una vez en su vida (lo jura con la mano en el corazón y una sonrisa que desarma), y tuvo que ser aquel día, en Chez Fernand, mientras Camille terminaba de cenar dos mesas más allá. Y la discusión acabó convirtiéndose en trifulca.
Hubo daños, insultos, platos y demás vajilla tirados por los aires, cubiertos rodando por el suelo, clientes que se levantaban y pedían sus abrigos, llamaron a la policía, el dueño, Fernand, vociferaba que los desperfectos iban a ser astronómicos. Anne, de pronto, dejó de gritar. Al contemplar la escena, le entró un ataque de risa.
Su mirada se cruzó con la de Camille.
Camille cerró los ojos durante un instante, inspiró fuerte, se levantó sin prisas y sacó su placa. Comandante Verhoeven, Brigada Criminal.
Como salido de la nada. Anne dejó de reír, le miró con inquietud.
—¡Ah, qué casualidad! —exclamó el dueño.
Y después dudó.
—Eh…, ¿ha dicho usted criminal?
Camille asintió con la cabeza, cansado. Agarró del brazo al dueño y lo llevó aparte.
Y dos minutos más tarde salió del restaurante en compañía de Anne, que no sabía si reírse, sentirse aliviada, dar las gracias o preocuparse. Era libre y, como todo el mundo, no tenía muy claro qué hacer con su libertad. Camille comprendió que, en ese instante, como lo haría cualquier mujer, se estaba preguntando sobre la naturaleza de la deuda que acababa de contraer. Y sobre cómo reembolsarla.
—¿Qué le ha dicho? —preguntó por fin.
—Que estaba usted detenida.
Mentía. En realidad le había amenazado con una redada semanal. Hasta que se viese obligado a cerrar por falta de clientela. Abuso de poder de manual. Aquello le daba vergüenza, pero el tipo no tenía más que haber servido unos profiteroles aceptables.
Anne se olió la mentira, pero le hizo gracia.
Cuando al final de la calle se cruzaron con el vehículo policial que se dirigía a Chez Fernand, ella le regaló su mejor sonrisa, la devastadora, la de los hoyuelos profundos y las minúsculas arrugas bajo sus ojos verdes… De pronto, en la cabeza de Camille, la cuestión de la deuda comenzó a pesar demasiado. De modo que, al llegar a la boca de metro, zanjó la cuestión:
—¿Va a entrar usted?
Anne reflexionó.
—Prefiero un taxi.
A Camille le pareció perfecto. En cualquier caso, él habría elegido lo contrario. Se contentó con un gesto de la mano a modo de despedida, adiós, y bajó los escalones con falsa lentitud, porque en realidad descendió lo más rápidamente posible y desapareció.
Se acostaron al día siguiente.
Cuando Camille salió de la comisaría, al final del día, Anne lo estaba esperando abajo, en la acera. Fingió que no la había visto, siguió su camino hasta el metro, pero, cuando se volvió, Anne seguía en el mismo lugar, tranquilamente. La maniobra le hizo sonreír. Había caído en la trampa.
Fueron a cenar. La clásica velada. Decepcionante incluso, si no hubiese planeado por encima de ellos ese halo de ambigüedad que tenía que ver con la famosa deuda y que convertía la circunstancia en excitante y penosa a la vez. Por lo demás, lo habitual en una cita entre una mujer y un hombre de cuarenta y cincuenta años. Trataron de minimizar sus fracasos sin ocultarlos del todo, evocando sus heridas sin exhibirlas, mencionando lo menos posible. Camille le contó lo esencial, en tres palabras, sobre Maud, su madre…
—Estaba pensando que… —dijo Anne.
Y ante la mirada interrogativa de Camille:
—He visto alguno de sus lienzos —dudó—. ¿En Montreal?
Camille se sorprendió de que conociese la obra de su madre.
Anne recordó su vida en Lyon, su divorcio; había abandonado todo y bastaba con mirarla para comprender que aquello estaba lejos de haber terminado. A Camille le supo a poco. ¿Qué hombre? ¿Qué marido? ¿Qué historia? La eterna curiosidad masculina sobre la intimidad de las mujeres.
Le preguntó si quería darle ya una bofetada al dueño o si podía pedir la cuenta. La risa de Anne fue lo que inclinó completamente la balanza. Tan femenina.
Camille, que no había tocado a una mujer desde tiempos inmemoriales, no tuvo que hacer nada. Anne se tumbó sobre él y el resto vino solo, sin una palabra, al mismo tiempo muy triste y muy feliz. Fue amor, vamos.
No se volvieron a ver. Bueno, un poco de vez en cuando. Como si se tocaran con la yema de los dedos. Anne es auditora, pasa la mayor parte del tiempo visitando agencias de viajes y supervisando la organización, las cuentas, todas esas cosas que Camille no entiende en absoluto. Nunca pasa más de dos días a la semana en París. Esas salidas, esas ausencias, esos retornos, daban a sus encuentros una dimensión caótica, imprevisible, la sensación de encontrarse siempre por casualidad. Así que en ese momento no se sabía en qué tipo de relación se habían embarcado, estaba por ver. Salían, cenaban, se acostaban, crecía y crecía.
Camille busca en qué punto fue consciente del lugar que esa relación ocupaba en su vida. No lo recuerda.
Pero la llegada de Anne le distanció de la muerte de Irène, de esa página que quema. Se pregunta si el nuevo ser capaz de vivir sin Irène ha aparecido por fin en él. Olvidar es inevitable. Pero olvidar no es sanar.
Hoy se encuentra electrizado por lo que le ha sucedido a Anne. Se siente responsable no de la circunstancia, no pudo hacer nada, sino del desenlace, que depende de él, de su voluntad, de su determinación, de su competencia, algo que le abruma.
Doudouche ha dejado de ronronear y duerme profundamente. Camille se levanta, la gata se echa a un lado lanzando un suspiro de descontento. Va hasta el secreter, donde conserva un «cuaderno de Irène»; los había a montones, no queda más que este, el último, los otros los tiró una noche de cólera, de desánimo. Un cuaderno plagado de imágenes de ella, Irène en una mesa, levantando el vaso y sonriendo, dormida, pensativa, Irène una y otra vez. Lo deja de nuevo. Esos cuatro años sin ella han sido los más difíciles, los más desdichados de su vida, y a pesar de todo no puede dejar de considerarlos los más interesantes, los más vibrantes. No se ha alejado de su pasado. Es el pasado el que se ha vuelto (busca las palabras) ¿más tenue?, ¿más discreto?, ¿saldado? Como los restos de una suma que no se ha realizado. Anne no tiene nada que ver con Irène, son dos galaxias diferentes, a años luz la una de la otra, pero que tienden hacia un mismo punto. Lo que las separa es que Anne está allí mientras que Irène se ha marchado.
Camille recuerda que Anne también estuvo a punto de marcharse, pero volvió. Era agosto. Muy tarde. Ella está de pie frente a la ventana, desnuda, pensativa, los brazos cruzados. Dice: «Se acabó, Camille», sin volverse siquiera hacia él. Después se viste sin decir palabra. En las novelas, con un minuto basta. En la realidad, una mujer desnuda tarda un tiempo enorme en volver a vestirse. Camille permanece sentado, no se mueve, como un hombre al que ha sorprendido una tormenta, resignado.
Y ella se va.
Camille no ha dicho una sola palabra, lo entiende. Su marcha no provoca un cataclismo, sino un profundo hundimiento y un dolor sordo. Lamenta esa huida, pero la comprende porque pensaba que era inevitable. Su talla hace que sufra a menudo complejos de inferioridad. Permanece así mucho tiempo, y después se mueve por fin, se tumba en el sofá, debe de ser medianoche.
Nunca sabrá qué fue lo que ocurrió en ese instante.
Anne se ha marchado hace más de una hora y él, de repente, se levanta, camina hasta la puerta sin la menor duda y, empujado por una certidumbre inexplicable, la abre. Anne está sentada en la escalera, en el primer escalón, de espaldas a él, con las rodillas entre los brazos.
Después de unos segundos se pone en pie, pasa a su lado sin tocarle, entra en el piso, se acuesta completamente vestida sobre la cama y se vuelve contra la pared.
Llora. Camille ha visto a veces hacer eso a Irène.
6.45 h
El edificio, desde fuera, no tiene mal aspecto, pero una vez dentro se comprueba lo abandonado que está. La fila de buzones de aluminio a punto de dar su último suspiro parece presa de la desolación. En el último pone: «Anne Forestier, sexto», escrito a mano, con su letra rabiosa, con la e y la erre apretadas la una contra la otra al final de la etiqueta, para no salirse, de tal manera que son prácticamente ilegibles.
Camille abandona el minúsculo ascensor.
No han dado las siete cuando llama a la puerta de enfrente con tres golpes discretos.
La vecina abre enseguida, como si hubiera estado esperando su llegada con la mano en el pomo. La señora Roman, la propietaria del piso. Reconoce a Camille de inmediato. Es la ventaja de su altura, nadie le olvida. Suelta la mentira preparada.
—Anne se ha tenido que marchar precipitadamente… —imita la sonrisa benévola del amigo lúcido y paciente, en busca de complicidad—. Tan deprisa que, claro, se ha olvidado de la mitad de las cosas.
Ese «claro», de factura muy machista, gusta mucho a la vecina. La señora Roman es una soltera que está a punto de jubilarse, con cara de pepona, como una niña envejecida prematuramente. Cojea un poco, está mal de la cadera. Por lo poco que ha visto Camille, es terriblemente ordenada y metódica hasta en el menor de los detalles.
Entrecierra los ojos con aire cómplice, se vuelve y entrega la llave a Camille:
—Espero que no sea nada grave.
—No, no, no… —sonríe mucho—. Nada grave —muestra la llave—. Me la quedo hasta que regrese…
Imposible saber si es una aseveración, una pregunta o una petición; la vecina duda y Camille aprovecha para hacer un gesto de agradecimiento.
La cocina americana brilla como un espejo. En el pequeño apartamento no hay nada fuera de su sitio. Las chicas y la limpieza, piensa Camille, qué obsesión… Un salón doble cuya segunda parte sirve de dormitorio, el sofá se transforma en una cama de dos plazas, muy hundido en el centro, una fosa en la que dar vueltas toda la noche hasta acabar durmiendo el uno encima del otro. No tiene más que inconvenientes. Y una librería con un centenar de ejemplares de bolsillo cuya elección escapa a toda lógica, fundamentalmente baratijas que a Camille le parecieron la primera vez bastante corrientes. El conjunto ofrece una impresión un poco triste.
—Tenía muy poco dinero. No me quejo —respondió Anne, incómoda.
Quiso excusarse, y ella le cortó de inmediato.
—Fue lo que pude rescatar del divorcio.
Cuando dice cosas serias, Anne te mira de frente, con una expresión casi de desafío, parece dispuesta a cualquier tipo de enfrentamiento.
—Al dejar Lyon no me llevé nada, todo está comprado aquí, todo de segunda mano. Ya no quería nada. Ya no quiero nada. Más tarde, quizá, pero ahora estoy muy bien así.
El lugar es transitorio. Palabra de Anne. El apartamento es transitorio, su relación es transitoria. Seguramente por eso están bien juntos. Añade:
—Lo que más tiempo lleva, después de un divorcio, es hacer limpieza.
Y dale con el asunto de la limpieza.
La ropa azul de urgencias recuerda una camisa de fuerza, así que Camille ha decidido llevarle algunas prendas. Cree que eso le levantará la moral. Piensa incluso que, si todo va bien, podrá salir a caminar al pasillo y bajar al quiosco de prensa de la planta baja.
Se había hecho una pequeña lista mental, pero ahora que está allí no se acuerda de nada. Sí, el chándal violeta. De pronto, la cadena asociativa se pone en marcha: unas zapatillas, las de correr, estas, no hay duda, usadas, todavía hay arena en las suelas. Después es más difícil, ¿qué más llevar?
Camille abre el pequeño armario: para ser una chica, no está tan lleno. Unos vaqueros, piensa, ¿cuáles? Coge unos. Camisetas, jerséis, todo parece complicado. Abandona, introduce lo que ha encontrado en una bolsa de deporte, algo de ropa interior, sin mirar.
Y la documentación.
Luego avanza hasta la cómoda. Colgado encima, un espejo bastante picado que debe de datar de la construcción del edificio y en cuya esquina Anne ha colocado una foto: Nathan, su hermano. Aparenta unos veinticinco años, un chico de físico banal, sonriente y reservado. Quizá porque Camille sabe dos o tres cosas de él, piensa que en esa foto tiene un rostro soñador, como sobrepasado por los acontecimientos. Es científico. Al parecer es un poco desorganizado, tiene incluso bastantes deudas y Anne le ayuda a salir a flote. Como una madre. «De hecho, eso es exactamente lo que soy», dice. Siempre le ha ayudado. Sonríe, como si fuese una anécdota, pero se nota que está preocupada por él. El apartamento, los estudios, el ocio, se diría que Anne lo ha financiado todo, y resulta difícil averiguar si se felicita por ello o lo lamenta. En la fotografía, Nathan está en una plaza, podría ser Italia, hace sol y la gente está en camisa.
Camille abre la cómoda. El cajón derecho está vacío. En el izquierdo hay algunos sobres espachurrados, uno o dos tickets de ropa, de restaurantes, y sobre todo folletos que llevan el sello de la agencia de viajes, pero nada de lo que busca, ni la tarjeta sanitaria ni la de la mutua, que debían de estar en su bolso. En la parte de abajo hay ropa de deporte. Retrocede. Se esperaba nóminas, extractos bancarios, facturas de agua, de teléfono. Nada. Se da la vuelta. Su mirada se encuentra con la estatuilla, la «cuchara de la nadadora», la talla de una joven en madera oscura, tumbada boca abajo, con su peinado de mechones triangulares. Y un culo antológico. Se la regaló Camille. Del museo del Louvre. Anne y él habían ido a contemplar todo lo que había expuesto de Da Vinci; Camille se lo explicó con detalle, en ese tema es intratable, enciclopédico; y en la tienda se encontraron con aquella muchacha que había salido ilesa de la dinastía XVIII egipcia, con su trasero de curvas mitológicas.
—Te lo juro, Anne, tienes exactamente el mismo.
Ella sonrió, era su forma de decir que ya le gustaría, pero gracias. Camille, en cambio, estaba seguro. Ella se preguntó si era sincero o no. Él se inclinó hacia ella, insistente.
—Sin duda.
Antes de que Anne pudiera reaccionar, se la compró. Por la noche procedió a la comparación como un experto, al principio Anne se reía mucho, después gimió, y después…, ya saben. Más tarde Anne lloró, a veces llora después de hacer el amor. Camille cree que debe de ser también para hacer limpieza.
Y precisamente, pegada a la pared, la figurilla parece castigada, un espacio vacío la separa de los DVD que Anne guarda en ese estante. La mirada de Camille efectúa un amplio barrido semicircular. Es un dibujante excepcional gracias a su sentido de la observación, y su conclusión no se hace esperar.
Alguien ha entrado en ese apartamento.
Eso explica lo del cajón, está vacío porque ha sido registrado al milímetro. Camille inspecciona la cerradura de la puerta de entrada. Nada. Así que son ellos, han encontrado la dirección de Anne y la llave del apartamento en su bolso, el que se llevó el atracador al dejar la galería Monier.
¿Es el mismo hombre que entró en el hospital o son varios y se reparten las tareas?
Las proporciones que adquiere esta cacería tienen algo de absurdo. Ese empeño en perseguir a Anne parece fuera de lugar dadas las circunstancias. Hay algo que se nos escapa, se repite Camille. Algo que no hemos visto, que no hemos comprendido.
Gracias a la documentación personal que han conseguido aquí, probablemente lo saben todo de ella, dónde encontrarla, los lugares en los que puede refugiarse. Lo saben todo.
Seguirle el rastro y encontrarla se convierte en un juego de niños.
Matarla, en un ejercicio de estilo.
No puede hablar de esta visita con la comisaria. Excepto si confiesa que conoce a Anne íntimamente y que ha mentido desde el principio. Ayer no era más que una duda. Hoy, solo una sospecha. Pero ante la jerarquía será indefendible. Aunque haga venir a los técnicos de la científica, con gente como la que ha entrado aquí no encontrarán nada, ni una huella, nada.
De todas formas, Camille ha entrado en el piso sin orden judicial, sin autorización, ha entrado porque contaba con los medios para obtener la llave, porque ella le ha encargado buscar sus papeles de la seguridad social, la vecina puede atestiguar que la visita regularmente y desde hace tiempo…
La suma de sus mentiras empieza a agrandarse peligrosamente. Pero no es eso lo que más miedo le da a Camille.
Es saber que Anne está luchando por su vida. Y que él no puede hacer nada para ayudarla.
7.20 h
—No es ninguna molestia, nunca.
Si alguien para quien trabajan les responde algo parecido por teléfono a las siete de la mañana, no lo duden, es un peligro público. Sobre todo si ese alguien es comisario.
Camille empieza a relatar.
—¿Y el informe? —corta la comisaria.
—En camino.
—¿Y bien?
Camille vuelve a empezar, busca las palabras, intenta parecer técnico. La testigo está hospitalizada y todo apunta a que el atracador se ha presentado en el hospital, ha subido a su habitación y ha intentado volarle la cabeza.
—Un momento, comandante, no lo entiendo —pronuncia despacio cada palabra, como si su inteligencia golpease contra un muro infranqueable—. Esa testigo, la señora Foresti, dice…
—Forestier.
—Como quiera. Dice que no ha visto entrar a nadie en su habitación, ¿verdad? —no le deja tiempo de responder, no está preguntando nada—. Por su parte la enfermera cree haber visto a alguien pero no está segura. Entonces, ¿qué? En primer lugar, ese alguien, ¿quién es? E incluso si se tratara del atracador, a fin de cuentas, ¿ha estado o no ha estado allí?
No hay de qué arrepentirse. Le Guen, en su lugar, habría reaccionado igual. Desde que Camille pidió hacerse cargo del caso, todo parece volverse en su contra.
—¡Le digo que estuvo! —afirma Camille—. La enfermera creyó ver una escopeta.
—Oh —prosigue la comisaria con tono de admiración—. ¡Formidable! Creyó ver… Entonces, dígame, ¿el hospital ha presentado alguna denuncia?
Camille sabe, desde el principio de la conversación, cómo va a terminar. A pesar de todo lo intenta, pero no quiere enfrentarse a su jefa. Ella no ha llegado a ese puesto por casualidad. Y su amistad con Le Guen, aunque le haya servido para hacerse con el caso prácticamente por la fuerza, no lo protegerá durante mucho más tiempo, incluso le perjudicará.
Camille siente cierto hormigueo en las sientes, un golpe de calor.
—No, no hay denuncia —no perder los nervios, mostrarse paciente y moderado, explicativo, convincente—, pero le aseguro que el tipo ese ha estado allí. No ha tenido reparos en irrumpir en un hospital con una escopeta. La enfermera habla de un arma que podría parecerse a la repetidora utilizada en el atraco y…
—¿Que podría parecerse…?
—¿Por qué no quiere creerme?
—Porque sin denuncia, sin elementos tangibles, sin testigos, sin pruebas, sin nada palpable, me cuesta un poco imaginar que un simple atracador se presente en un hospital para asesinar a una testigo. ¡Por eso!
—¿Un simple atracador? —Camille se queda sin voz.
—Vale, reconozco que es bastante brutal, pero…
—¿Bastante brutal?
—Bueno, comandante, ¡deje usted de repetir todo lo que digo añadiéndole énfasis! ¡Me pide usted protección policial para esa testigo como si se tratase de un arrepentido de camino al tribunal!
Camille abre la boca. Demasiado tarde.
—Le concedo un agente. Dos días.
La respuesta es de una bajeza singular. No conceder a nadie sería equivocarse en caso de que hubiera algún incidente. Pero ofrecer un agente para detener a un asesino armado es como colocar un biombo para detener un tsunami. Con la salvedad de que, tal y como ella lo ve, la comisaria lleva toda la razón.
—¿Qué peligro puede representar para esos hombres la señora Forestier, comandante Verhoeven? Ha sido testigo de un atraco, que yo sepa, ¡no de un atentado! Deben de saber que la han herido pero no matado y, en mi opinión, seguramente se están felicitando por ello.
Es lo evidente desde el principio.
¿Qué es lo que falla?
—Y su soplón, entonces, ¿cómo dice que se llama?
El eterno misterio: ¿cómo tomamos nuestras decisiones? ¿En qué momento somos conscientes de lo que hemos decidido? Imposible decir en qué medida el inconsciente actúa en la respuesta de Camille, lanzada como un rayo.
—Mouloud Faraoui.
Hasta él se ha quedado con la boca abierta.
Como en una atracción de feria, siente casi físicamente el giro que acaba de tomar al pronunciar ese nombre, una curva cerrada que le conduce directamente a un muro.
—¿Está en libertad?
Y antes de que Camille pueda agarrar la pregunta al vuelo:
—Y, además, ¿qué coño hace metido en esto?
Buena pregunta. Los gánsteres siempre se especializan. Los atracadores, los camellos, los desvalijadores, los falsificadores, los estafadores, los chantajistas…, cada uno vive en su esfera. Y la especialidad de Mouloud Faraoui es el proxenetismo, por lo que sorprende que se involucre en un atraco.
Camille lo conoce de refilón, está demasiado arriba para hacer de chivato. Se han cruzado alguna vez. Un tipo extremadamente violento, que se ha hecho un hueco a base de terror y al que se atribuyen varios asesinatos. Es hábil, peligroso, fue imposible atraparlo durante mucho tiempo. Hasta que cayó por un asunto en el que no estaba implicado, una trampa: treinta kilos de éxtasis descubiertos en su coche, con sus huellas. El tipo de golpe bajo que no perdona. Se desgañitó diciendo que era la bolsa que utilizaba para ir al gimnasio, pero acabó en chirona con una cólera capaz de arrasar el planeta.
—¿Qué? —pregunta Camille.
—¡Faraoui! ¿Qué demonios hace metido en esta historia? Y antes que nada, ¿es uno de sus soplones? No lo sabía…
—No, no es mi primo… Es más complicado, se trata de un asunto a tres bandas, verá…
—No, no veo nada, ese es el problema.
—Deje que me ocupe y se lo cuento.
—¿Que… se ocupe?
—Bueno, ¡no va usted a repetir todo lo que digo poniéndole énfasis!
—¡¿Se está quedando conmigo?!
Michard ha gritado e inmediatamente después ha tapado el auricular con la mano, Camille escucha un «perdón, mi niña» balbuceante, pronunciado en voz baja, que lo deja confundido. ¿Esa mujer tiene hijos? ¿De qué edad? ¿Una niña? Por su voz se diría que le ha hablado a una niña. La comisaria vuelve a la conversación con tono más suave, pero la tensión es cada vez más palpable. Los ruidos al otro lado del teléfono indican que está cambiando de cuarto. Hasta entonces Camille la irritaba, pero ahora algo poderoso, sometido a una intensa presión, estalla en su voz aunque las circunstancias la obliguen a susurrar:
—¿De qué va exactamente su historia, comandante?
—Primero, no es mi historia. Y para mí también son las siete de la mañana. Mi mayor interés es explicarle todo, pero debe dejarme tiempo para…
—Comandante… —silencio—. No sé qué andará haciendo. No comprendo qué está haciendo —ni rastro de nerviosismo, la comisaria habla como si acabase de cambiar de tema, lo que de alguna manera es cierto—, pero quiero su informe esta misma noche, ¿queda claro?
—No hay problema.
Lo ha dicho con suavidad, pero Camille está empapado. Le recorre la espalda un sudor muy especial, febril y frío, que no había vuelto a sentir desde el día en que corrió en busca de Irène, el día que murió. En aquella ocasión fue obstinado, pensó que lo haría mejor que nadie… No, ni siquiera pensó. Actuó como si fuese el único que podía hacerlo y se equivocó: cuando la encontró, Irène estaba muerta.
¿Y Anne?
Dicen que las mujeres abandonan a los hombres siempre de la misma forma, eso es lo que le da miedo.
8.00 h
Los turcos no saben lo que se han perdido. Dos enormes sacos repletos de joyas. Incluso contando con lo que se llevará el perista, podrían pesar la mitad y no importaría. Todo va por buen camino. Y, con un poco de suerte, me queda otro paquete por embolsarme.
Si está todavía.
Y si no está, va a correr la sangre.
Para saberlo, para quedarse tranquilo, es necesario ser metódico. Y constante.
Mientras tanto… que se haga la luz: ¡a leer!
Le Parisien. Página 3.
«Saint-Ouen: incendio…»
¡Genial! Al otro lado de la calle. Le Balto. Un café, cargado. Cigarrillo. Café y pitillo, la buena vida. El café aquí es de muy baja calidad, parece el de una estación, pero son las ocho de la mañana y no vamos a ponernos en plan divo.
Abrir el periódico. Redoble de tambor.
SAINT-OUEN
Espectacular y misterioso incendio: dos muertos.
Un incendio de grandes dimensiones se declaró ayer, sobre las doce, en la zona de Chartiers, tras una explosión de gran violencia. Los bomberos de Saint-Ouen se presentaron inmediatamente para sofocar las llamas, que destruyeron varias naves y garajes. Recordemos que esta zona, destinada a acoger la futura Área de Reacondicionamiento Urbano, permanece abandonada en su práctica totalidad, razón por la cual un incendio de tal amplitud resulta muy sospechoso.
Entre los escombros de uno de los almacenes destruidos por el fuego, los investigadores hallaron los restos de un todoterreno Porsche Cayenne y dos cuerpos totalmente carbonizados. Fue en ese mismo lugar donde se desencadenó la explosión: se han encontrado trazas de una gran cantidad de Semtex. A partir de los fragmentos de los componentes electrónicos recogidos, los especialistas creen que el explosivo pudo detonarse a distancia mediante un teléfono móvil.
Dada la magnitud del siniestro, el reconocimiento de las dos víctimas se prevé particularmente difícil. Todos los elementos hacen pensar en un asesinato cuidadosamente preparado para impedir cualquier identificación. Los forenses intentarán determinar si las víctimas estaban vivas o muertas en el momento de la explosión…
Asunto resuelto.
«Los forenses intentarán determinar…» ¡Tiene gracia! Acepto apuestas. Y si la poli llega hasta los oscuros hermanos Yildiz, que no figuran en ningún archivo, dono su parte a los huérfanos del Cuerpo.
Se aproxima la hora; vía de circunvalación, salida Porte Maillot, carril auxiliar, Neuilly-sur-Seine.
Qué bien viven los burgueses. Si fueran menos gilipollas, casi tendría ganas de ser uno de ellos. Aparco a dos pasos del liceo, niñas de trece años que llevan ropa que cuesta trece veces el salario mínimo. De vez en cuando uno lamenta que la Mossberg no esté reconocida como instrumento de igualdad social.
Dejo atrás el liceo, giro a la derecha. La casa es más pequeña que sus vecinas, el jardín más modesto y, sin embargo, por las manos del propietario de este lugar pasa cada año, en botines de robos y atracos, lo suficiente para construir un rascacielos en la Défense. Es un tipo desconfiado, escurridizo, que cambia sin cesar su modo de actuar. Seguro que ha mandado a un encargado a recoger los dos sacos de joyas en la consigna de la estación del Norte.
Un sitio para recoger el botín, otro para tasarlo, un tercero para negociar.
Y cobra muy cara la seguridad de la transacción.
9.30 h
Camille está deseando interrogarla. ¿Qué vio exactamente en la galería Monier? Pero mostrarle su auténtico grado de preocupación es admitir que está en peligro, asustarla, añadir angustia a su dolor.
A pesar de ello, está obligado a insistir.
—¿Pero qué? —grita Anne—. ¿Visto qué? ¿Qué?
La noche no le ha valido para descansar, está más agotada aún que el día anterior. Se muestra extremadamente nerviosa, siempre a punto de llorar, se advierte en la vibración de su voz, aunque se expresa con un poco más de claridad que la víspera y las sílabas se distinguen mejor.
—No lo sé —dice Camille—. Lo que sea.
—¿Qué?
Camille se encoge de hombros.
—Solo para asegurarnos, ¿entiendes?
No, Anne no lo entiende. Pero acepta pensar, inclina la cabeza para observar a Camille desde otro ángulo. Él cierra los ojos, cálmate, ayúdame.
—¿No les oíste hablar?
Anne no se inmuta, él no está seguro de que haya entendido la pregunta. Después hace un gesto evasivo, imposible de interpretar, Camille se inclina sobre ella.
—Serbio, creo…
Camille da un salto.
—¿Cómo que serbio? ¿Conoces palabras serbias?
Es francamente escéptico. Cada vez se encuentra con más eslovenos, serbios, bosnios, croatas, kosovares, llegan a París por oleadas, pero, aunque se los ha cruzado, nunca ha sido capaz de diferenciar sus lenguas.
—No, no estoy segura…
Y renuncia, abandona y se deja caer pesadamente sobre la almohada.
—Espera, espera —insiste Camille—, es importante…
Anne vuelve a abrir los ojos y articula con dificultad:
—Kraj…, creo.
Camille no cree lo que está oyendo, es como si de pronto descubriese que la secretaria del juez Pereira domina el japonés.
—¿Kraj? ¿Eso es serbio?
Anne asiente, pero no parece estar muy segura.
—Quiere decir «para».
—Pero… Anne, ¿cómo sabes eso?
Anne cierra los ojos, como para hacerle ver lo mucho que le cuesta tener que repetirlo todo.
—He viajado durante tres años por países del Este.
Imperdonable. Se lo ha contado mil veces. Quince años de experiencia en viajes internacionales. Antes de ocuparse de la gestión, organizaba estancias en casi todos los destinos del mundo. Y especialmente en países del Este, excepto en Rusia. Desde Polonia hasta Albania.
—¿Hablaban todos serbio?
Anne se contenta con negar, pero es necesario que lo explique, a Camille siempre hay que explicarle todo.
—Oí una sola voz… En el baño. El otro no sé… —articula mal pero se entiende lo que dice—. Camille, no estoy segura…
Pero para él se confirma el escenario: el que grita, el que coge las joyas, el que empuja a su cómplice es el serbio. Y el que se encarga de la vigilancia, Vincent Hafner.
Es él quien golpeó a Anne, quien llamó al hospital, quien subió a la habitación. Sin duda el que entró en su apartamento. Y él no tiene acento.
La recepcionista no lo duda.
Vincent Hafner.
Anne pide unas muletas para ir hasta el escáner. Y para entender lo que quiere, hace falta tiempo. Camille traduce. Ha decidido ir a pie. Los celadores levantan la mirada al techo y se disponen a llevársela sin contemplaciones, pero ella empieza a gritar, se suelta violentamente y se sienta en la cama con los brazos cruzados. No y no.
Esta vez todo el mundo lo entiende, sin lugar a dudas. Llega la enfermera de la planta, Florence, con sus gruesos labios de pez, segura de sí misma —sea razonable, señora Forestier, vamos a llevarla al escáner, al piso de abajo, será muy rápido—, y se marcha sin esperar respuesta; toda su conducta tiene por objetivo mostrar que está hasta arriba de trabajo y que nadie le va a tocar las narices con niñerías que… Pero antes de que salga por la puerta de la habitación oye la voz de Anne, asombrosamente clara, con las sílabas borrosas pero un mensaje nítido: ni hablar, o voy a pie o me quedo aquí.
La enfermera vuelve sobre sus pasos. Camille intenta defender a Anne, pero Florence le fusila con la mirada —además, ¿quién es este tipo?—. Camille da un paso atrás y se pega a la pared; en su opinión, ella acaba de echar por tierra la única oportunidad de encontrar una solución simple y pacífica. Ahora veremos.
La planta empieza a vibrar, surgen cabezas por las puertas del resto de habitaciones, las enfermeras intentan restablecer el orden —entren en sus cuartos, no hay nada que ver—, y claro, llega el interno, el indio con el apellido de ochenta letras, se ve que está allí a todas horas, sus guardias deben de ser tan largas como su patronímico y le deben de pagar lo que a la mujer de la limpieza, normal, es indio. Se acerca a Anne. La escucha atentamente y, mientras inclina la cabeza hacia ella, examina sus heridas. Esa paciente, en ese estado, pinta mal, pero no tiene nada que ver con lo que le espera dentro de unos días, la evolución de esa clase de hematomas es bastante terrible. Intenta que entre en razón con voz dulce. Antes que nada la ausculta, pero nadie comprende lo que hace porque el escáner no espera y la hora es la hora. Él, en cambio…
La enfermera se impacienta, los celadores esperan en tensión. El interno termina su auscultación y después sonríe a Anne y pide unas muletas. Sus compañeros se sienten traicionados.
Camille observa la silueta de Anne, sostenida por las muletas y agarrada por los hombros por un celador a cada lado.
Avanza lentamente pero avanza. De pie.
10.00 h
—Esto no es un anexo de la comisaría…
Un despacho en un indescriptible desorden. Como se trata de un cirujano, uno espera que su cabeza esté mejor amueblada.
Dainville, Hubert, jefe del servicio de Traumatología. Se han cruzado el día anterior en la escalera de emergencia cuando Camille perseguía a su fantasma. Con las prisas, no le puso edad. Hoy, tiene cincuenta años. Fácil. Su pelo blanco tienen un rizado natural, se nota que es un orgullo para él, el irresistible emblema de su virilidad avejentada; no es un peinado, es una actitud ante el mundo. Manos de manicura. El tipo de hombre que lleva camisas azules con cuello blanco y que se coloca un pañuelo en la chaqueta. Un viejo donjuán. Habrá intentado tirarse a la mitad del personal y seguro que atribuye a su encanto éxitos que son solo fruto de la probabilidad. Su bata sigue impecablemente planchada pero él ha perdido por completo la cara de imbécil que tenía en la escalera. Al contrario, parece autoritario. De hecho, habla con Camille mientras hace otra cosa, como si el asunto estuviese resuelto y no tuviera tiempo que perder.
—Yo tampoco —dice Camille.
—¿Cómo?
El doctor Dainville levanta la cabeza, el ceño fruncido. Le hiere no entender algo. No está acostumbrado. Deja de rebuscar entre sus papeles.
—Digo que yo tampoco tengo tiempo que perder —prosigue Camille—. Ya veo que está usted muy ocupado, y resulta que yo tampoco me puedo quejar de falta de trabajo. Usted tiene sus responsabilidades, yo las mías.
Dainville tuerce el gesto. La argumentación no le convence demasiado y vuelve a sus impresos administrativos. Pero el pequeño policía permanece en la puerta, sin comprender que la entrevista ha terminado.
—Esa paciente necesita descanso —exclama por fin—. Ha sufrido un traumatismo muy severo —entonces mira fijamente a Camille—. Su estado es un milagro, podría estar en coma. Podría haber muerto.
—También podría estar en su casa. O en el trabajo. O podría incluso estar de compras, sí. El problema es que se ha cruzado en el camino de un tipo que tampoco tenía tiempo que perder. Un tipo como usted. Que pensaba que sus razones eran mejores que las de los demás.
Dainville levanta bruscamente la mirada hacia Verhoeven. Con ese género de hombres, se establece de inmediato una rivalidad, pura cabellera blanca erguida sobre espolones de gallo. Lamentable. Y belicoso. Mira a Camille por encima del hombro.
—Sé muy bien que la policía cree que puede campar a sus anchas, pero estas habitaciones no son salas de interrogatorio, comandante. Esto es un hospital, no un campo de maniobras. Se dedica usted a corretear enloquecido por los pasillos, asustando al personal…
—¿Cree que corro por los pasillos para hacer deporte?
Dainville corta la discusión con un gesto.
—Si esa paciente representa un peligro, para ella o para el centro, trasládela a un lugar más seguro. En caso contrario, déjenos hacer nuestro trabajo en paz.
—¿Cuántas plazas tienen en la morgue?
Dainville, sorprendido, mueve ligeramente la cabeza con un gesto seco. De nuevo ese lado gallito.
—Se lo pregunto —continúa Camille— porque mientras no podamos interrogar a esa mujer, el juez no ordenará traslado alguno. Usted no opera sin estar seguro, nosotros tampoco. Y nuestro problema se parece mucho al suyo. Cuanto más tarde intervenimos, más serios son los daños.
—No comprendo esas metáforas suyas, comandante.
—Seré más claro. Es posible que esté buscándola un asesino. Y si me impide trabajar y provoca una masacre en su hospital, tendrá usted un doble problema. Una morgue sin sitio suficiente y, puesto que su paciente está en condiciones de responder a nuestras preguntas, una denuncia por obstrucción a la labor policial.
Es curioso este Dainville, funciona como un interruptor: la corriente pasa o no pasa. No hay término medio. Llega un momento en el que, de golpe, pasa. Mira a Camille, divertido, con una sonrisa muy sincera, de dientes igualados, alineados a la perfección, una porcelana de buena calidad. Porque al doctor Dainville le gusta la resistencia, es brusco, altivo, descortés, pero adora los problemas. Agresivo, incluso pendenciero, en el fondo le gusta perder. Camille ha conocido montones de hombres así. Te aplastan y, cuando estás en el suelo, te tienden la mano.
Tiene un lado femenino, quizá por eso es médico.
Se miran. Dainville es un hombre inteligente, que siente las cosas.
—Bueno —dice Camille con calma—. ¿Qué hacemos, concretamente?
10.45 h
—No me van a operar —suelta ella.
Camille necesita unos segundos para digerir la información. Le gustaría alegrarse, pero elige la prudencia.
—Bien… —contesta con tono animado.
Las radiografías y el escáner confirman lo que el joven interno le dijo el día anterior. Necesitará cirugía dental, pero lo demás curará solo. Seguramente quedará alguna cicatriz cerca de la boca, pero sobre todo la de la mejilla izquierda. ¿Qué quiere decir alguna? ¿Varias? ¿Visibles? Anne se contempla en el espejo, sus labios están tan destrozados que es difícil adivinar qué permanecerá y qué desaparecerá. En cuanto a la cicatriz de la mejilla, como está cubierta de puntos de sutura es imposible adivinarlo.
Cuestión de tiempo, ha dicho el interno.
El rostro de Anne dice claramente que piensa lo contrario. Y precisamente tiempo, a Camille tampoco le queda mucho.
Ha venido para transmitirle un mensaje fundamental. Están solos en la habitación.
Espera unos segundos y después se lanza:
—Espero que puedas reconocerlos…
Anne esboza un gesto vago que puede significar muchas cosas.
—El que te disparó, me dijiste que era bastante… ¿Cómo era?
Resulta ridículo intentar hacerle hablar ahora. Los de Identificación empezarán desde cero, insistir de esta forma puede ser hasta contraproducente. Y sin embargo:
—Seductor —dice Anne.
Anne articula aplicadamente. Camille se precipita:
—¿Qué? ¿Cómo que seductor?
Anne mira a su alrededor. Camille no cree lo que ve: acaba de dibujar una especie de sonrisa. Llamémoslo una sonrisa, para abreviar, porque sus labios solo se han recogido sobre los tres dientes rotos.
—Seductor… como tú…
Durante la agonía de Armand, Camille tuvo en varias ocasiones la misma impresión: a la menor mejoría, uno cae del lado del optimismo más firme. Anne está bromeando, un poco más y Camille correría a exigir el alta. La esperanza es asquerosa.
Le gustaría responder en el mismo tono, pero le ha pillado desprevenido. En el tiempo que tarda en balbucear algo, Anne ya ha cerrado los ojos. Ahora está menos seguro de su lucidez, de si comprende lo que acaba de decir. Abre la boca, pero le interrumpe el móvil de Anne, que empieza a vibrar en la mesilla. Camille se lo tiende. Nathan.
—No te preocupes —responde de entrada Anne, cerrando los ojos.
Adopta el tono paciente de la hermana mayor, ligeramente desbordada, que acostumbra. Camille entreoye la voz del hermano, insistente, febril.
—Ya te lo he contado en mi mensaje…
Anne se esfuerza más en hablar con normalidad que con Camille. Quiere hacerse entender, pero sobre todo tranquilizar a su hermano, calmarlo.
—No hay nada más —añade, casi contenta—. Y no estoy sola, no te preocupes.
Alza la mirada en dirección a Camille. Parece un tipo insoportable, ese Nathan.
—¡Que no! Oye, tengo que ir a hacerme una radiografía, te vuelvo a llamar. Sí, yo también.
Apaga el móvil y se lo entrega a Camille suspirando.
Él aprovecha, porque su intimidad no va a durar mucho tiempo. Su mensaje fundamental:
—Anne…, no debería ocuparme de tu caso, ¿lo entiendes?
Lo entiende. Responde «mmmm…» meneando la cabeza. Eso quiere decir sí.
—¿Lo entiendes de verdad?
Mmmm… Mmmm… Camille suelta aire, se libera de la presión, por su bien, por el de ella, por los dos.
—Me he precipitado un poco, sabes. Y además…
Le sostiene la mano, la acaricia con la yema de los dedos. La mano de él es más pequeña, pero masculina, muy venosa; Camille siempre tiene las manos muy calientes. Para no aterrorizarla, necesita elegir bien qué contarle.
No decirle: el atracador que te ha dejado así se llama Vincent Hafner, es muy violento, ha intentado matarte y estoy seguro de que lo volverá a hacer.
Sino más bien: estoy aquí, estás protegida.
Evitar: mis superiores no me creen pero, si tengo razón, está loco y no le teme a nada.
Preferir: lo encontraremos pronto y todo habrá terminado. Para eso es necesario que nos ayudes a reconocerlo. Si puedes.
Olvidarse de: vamos a ponerte un policía en la puerta durante el día, es totalmente inútil porque, te lo aseguro, mientras este tipo esté en libertad, corres peligro. Nada lo detendrá.
No mencionar: la entrada de esos tipos en su apartamento, el robo de la documentación, el plan que han puesto en marcha para encontrarla. Ni los medios de los que dispone Camille, casi inexistentes. En gran parte, por su culpa.
Decir: todo irá bien, no te preocupes.
—Lo sé…
—Me ayudarás, Anne, ¿verdad? ¿Me vas a ayudar?
Anne asiente con la cabeza.
—No digas a nadie que nos conocemos, ¿de acuerdo?
Anne dice sí. Sin embargo, en su mirada hay un brillo de desconfianza. Una nube de malestar flota por encima de ellos.
—El agente de fuera, ¿por qué está ahí?
Lo ha visto en el pasillo al entrar Camille. Él levanta las cejas. Normalmente miente con un aplomo impresionante, pero ahora actúa con la torpeza de un niño de ocho años. Es el tipo de hombre que pasa de lo mejor a lo peor sin transición.
—Es…
Una sola sílaba basta. Para alguien como Anne, esa sílaba ni siquiera es necesaria. Hay algo en la mirada de Camille, un milisegundo de duda, que ella aprovecha.
—¿Crees que va a volver?
Camille no tiene tiempo de reaccionar.
—¿Me estás ocultando algo?
Camille titubea solo un segundo, pero cuando quiere responder que no, Anne ha comprendido ya que sí. Lo mira fijamente. Él lamenta ser tan inútil y la soledad de ambos en un momento en el que deberían apoyarse el uno al otro. Anne mueve la cabeza y parece preguntarse: ¿qué va a ser de mí?
—Entonces…, ha venido —dice por fin.
—Honestamente, no lo sé.
No es la manera de responder de un hombre que, honestamente, no lo sabe. Anne empieza a temblar de inmediato. Primero los hombros, los brazos, su rostro palidece, mira la puerta, la decoración de la habitación, como si acabaran de anunciarle que ese lugar será el último que vea; imagínense que alguien les enseña su lecho de muerte. Torpe como nunca, Camille añade a la confusión:
—Aquí estás segura.
Es igual que si la hubiese insultado.
Ella vuelve la cabeza hacia la ventana y se echa a llorar.
Lo más urgente ahora es que descanse. Que recupere fuerzas, toda la energía de Camille se enfoca en ese fin. Si ella no reconoce a nadie en las fotos, la investigación tomará un camino que llevará directo al precipicio. Si les ofrece un hilo del que tirar, solo el primero, Camille se siente con suficientes fuerzas para rebobinarlo todo.
Y acabar con esto. Pronto.
Siente vértigo, como si hubiese bebido más de la cuenta, su epidermis crepita, un poco como si la realidad bailara a su alrededor.
¿En qué se ha metido?
¿Cómo acabará todo?
12.00 h
El técnico de Identificación tiene un apellido polaco, unos le llaman Krystkowiak, otros pronuncian Krystoniak, solo Camille lo dice bien: Krysztofiak… Un tipo con tupé y aspecto de roquero nostálgico. Transporta su material en una pequeña maleta con refuerzos de aluminio.
El doctor Dainville les ha concedido una hora, pensando que tendrían tiempo de sobra. Camille sabe que serán cuatro. El técnico, con más de un millar de sesiones a sus espaldas, sabe que pueden llevar seis horas. Y llegar hasta dos días.
Dispone de un archivo con varios centenares de fotos, debe realizar una severa selección. La finalidad es no enseñar demasiado, porque al cabo de un rato todas las caras se parecen y la prueba resulta inútil. Ha mezclado entre muchas la de Vincent Hafner y las de otros tres tipos que han sido cómplices suyos. Ya se verá. Y todo lo que el fichero contiene de serbios y similares.
Se inclina sobre Anne:
—Buenos días, señora…
Bonita voz. Muy dulce. Gestos lentos, precisos, que transmiten seguridad. Anne está incorporada en la cama, con el rostro lleno de moratones e innumerables almohadas en los riñones. Ha dormido una hora. Para demostrar su buena voluntad, esboza una especie de sonrisa, sin separar los labios, por lo de los dientes rotos. Al abrir la maleta para instalar el material, el técnico pronuncia las frases habituales, perfectamente trabajadas con el tiempo.
—Es posible que terminemos pronto, a veces hay suerte.
Y dibuja una amplia sonrisa de ánimo. Siempre intenta introducir un toque de ligereza en la situación, porque cuando enseña sus fotos a una persona, o bien ha recibido una paliza, o ha sido testigo de una escena repentina y violenta, o la han violado, o han asesinado a alguien ante sus ojos; ese tipo de cosas. Así que la atmósfera no suele ser muy distendida.
—Pero otras veces —prosigue con gesto serio, ponderado— hace falta tiempo. Así que cuando se canse me lo dice, ¿de acuerdo? No tenemos prisa…
Anne asiente. Su mirada lechosa se dirige hacia Camille: lo comprende. Accede.
Es la señal, y el perito dice:
—Bien, le explicaré cómo vamos a proceder.
12.15 h
La primera impresión de Camille, aunque no esté de humor, es que se trata de una broma o de una provocación de la comisaria Michard. Pero no, va completamente en serio. El agente uniformado que le han enviado es el mismo que se cruzó la víspera en el pasaje Monier, el tipo escuálido con ojeras azules que le dan aspecto de recién salido de la tumba. Si Camille fuera supersticioso, vería en ello un mal presagio. Y es supersticioso. De los que realizan gestos de conjura, teme los malos augurios y, al ver en la puerta de la habitación de Anne a un policía con cara de muerto, le cuesta mantener la calma.
El policía esboza un saludo con el índice hacia la sien, que Camille interrumpe a la mitad.
—Verhoeven —dice.
—Comandante… —responde a pesar de todo el policía, que le tiende una mano esquelética, fría.
Un metro ochenta y tres, calcula Camille.
Es metódico. Ya ha trasladado hasta el pasillo la mejor silla de la sala de espera. A su lado, apoyada en la pared, una pequeña bolsa azul marino. Su mujer debe de prepararle el bocadillo y el termo, aunque lo que sobre todo percibe Camille es el olor a tabaco. Si fuesen las ocho de la tarde y no las doce le pondría de patitas en la calle en ese mismo instante, porque durante el primer cigarrillo el asesino al acecho observa su recorrido, cronometra cuidadosamente su ritual, con el segundo cigarrillo verifica los tiempos y, al tercero, le deja salir y en cuanto el policía está a la máxima distancia, no tiene más que subir a la habitación y acribillar a Anne con la escopeta de repetición. Le envían el más alto pero también el más tonto. Nada grave por ahora. Camille no cree que el asesino vaya a volver tan pronto y en pleno día.
El momento decisivo será el relevo de la noche. Entonces veremos. De todas formas, Camille insiste:
—No se mueva usted de aquí, ¿entendido?
—¡Sin problema, comandante! —responde el policía con entusiasmo.
El tipo de respuesta que asusta de verdad.
12.45 h
En el otro extremo del pasillo hay una pequeña sala de espera a la que nunca va nadie, muy mal situada, uno se pregunta qué hace allí. Quisieron transformarla en un despacho pero está prohibido, ha explicado Florence, la enfermera que quiere beberse la vida a tragos. Al parecer una norma obliga a que se quede así, inútil. Es el reglamento. Europeo. Por el momento el personal guarda material allí, porque les falta mucho espacio. Cuando viene la inspectora de seguridad colocan todo en carritos, lo mandan al sótano y después lo vuelven a subir; la inspectora de seguridad se marcha contenta y sella el formulario en el lugar correcto.
Camille aparta dos pilas de cajas de vendajes y saca dos sillas. En la esquina de una mesa baja, hace balance con Louis (traje Cifonelli color antracita, camisa blanca Swann & Oscar, zapatos Massaro, todo hecho a medida, es el único poli de la criminal que lleva encima el monto de su salario anual). Louis mantiene a Verhoeven informado acerca de las investigaciones en curso: la turista alemana efectivamente se suicidó, el automovilista del puñal ha sido identificado, está en paradero desconocido pero lo detendrán en dos o tres días, el criminal de setenta y un años ha confesado su móvil, los celos. Camille lo despacha todo con indiferencia y llegan a lo que le preocupa.
—Si la señora Forestier confirma que se trata de Hafner… —empieza Louis.
—Aunque no lo reconozca —le corta Camille—, tampoco quiere decir que no se trate de él.
Louis suspira levemente. Ese nerviosismo no es común en su jefe. Hay algo en todo esto que no encaja. Y no será fácil explicarle que ha comprendido de qué se trata…
—Por supuesto —admite Louis—. Incluso si no lo reconoce puede seguir tratándose de Hafner. Lo que pasa es que ha desaparecido completamente de la circulación. Me he puesto en contacto con los compañeros que se ocuparon del asalto de enero, que, por cierto, se preguntan por qué no les han encargado este caso…
Camille hace con la mano un gesto de indiferencia, le da igual.
—Está en paradero desconocido desde enero. Los rumores son numerosos, hablan del extranjero, de la Costa Azul… Con un muerto a sus espaldas y al final de su carrera, es comprensible que se muestre discreto, pero ni sus allegados más próximos tienen pinta de saber…
—Tienen pinta…
—Sí, yo pensé lo mismo, debe de haber alguien al corriente, nadie desaparece así de la noche a la mañana. Lo más asombroso es esa vuelta repentina. Era más probable que siguiese escondido.
—¿Ha habido algún soplo?
Queda pendiente saber cómo lo han preparado. Delincuentes que asaltan tiendas y disparan hay todos los días, pero los auténticos profesionales solo pasan a la acción con ciertas garantías, cuando el botín previsto vale el riesgo que corren si hay problemas. Y entonces, la fuente de información es siempre lo primero por lo que se interesa la policía, normalmente la caza empieza por ahí. En lo referente a la galería Monier, el empleado que llegó tarde está libre de sospechas. Así que la atención se dirige hacia otro lado:
—Preguntaremos también a la señora Forestier qué es lo que hacía en el pasaje Monier —dice Camille.
Le hará esa pregunta para mantener las apariencias, porque en el fondo implicará una respuesta a duras penas. Se la planteará porque debe hacerlo, porque es lo que haría en cualquier situación, eso es todo. No entiende nada de los planes de Anne, qué días está en París, qué días no, le cuesta memorizar sus desplazamientos, sus citas, y se limita a saber si estará esa noche o mañana, el día después es siempre una gran incógnita.
Ahora bien, Louis Mariani es un excelente policía. Ordenado, inteligente, mucho más culto de lo necesario, intuitivo y… ¿y qué más? Suspicaz. Muy bien. Para un policía, es una cualidad esencial.
Por ejemplo, cuando la comisaria Michard cuestiona que Hafner haya entrado en el hospital y en la habitación de Anne con una escopeta, no está siendo más que escéptica, pero cuando pregunta a Camille qué está haciendo y le exige un informe diario, es suspicaz. Y cuando Camille se pregunta si Anne no habrá visto algo más que la cara de los atracadores, es suspicaz.
Por tanto, cuando Louis investiga sobre una mujer que se ha visto envuelta en un atraco a mano armada, se pregunta por la razón que tenía para estar allí, en ese instante preciso. Un día de diario en el que debía estar trabajando. A la hora de apertura de los comercios. Es decir, cuando casi no hay más visitantes ni más clientes que ella. Podría habérselo preguntado directamente, pero, de forma inexplicable, siempre es su jefe quien interroga a esa mujer, podría hasta pensarse que es su coto vedado.
Así que, como Louis no la ha interrogado, ha procedido de otra forma.
Camille ya ha planteado la cuestión; cumplida la formalidad, se dispone a abordar el siguiente punto cuando se ve interrumpido por el gesto de Louis, que desliza un brazo hacia el suelo y busca tranquilamente en su cartera. Extrae un documento. Desde hace algún tiempo usa gafas para leer. Generalmente, piensa Camille, la presbicia llega más tarde, pero… ¿qué edad tiene entonces Louis? En cierto modo es como si tuviese un hijo, es incapaz de recordar su edad a la primera, se la pregunta al menos tres veces al año.
El documento es una fotocopia con el membrete de la bisutería joyería Desfossés. Camille se pone también las gafas. Lee: «Anne Forestier». Se trata de la copia de una hoja de pedido de un «reloj de lujo». Ochocientos euros.
—La señora Forestier iba a recoger un encargo efectuado diez días antes.
La joyería había pedido ese plazo para realizar el grabado. El texto está indicado en la hoja, en letras mayúsculas porque no pueden cometerse errores en un regalo de ese precio. Imagínense la cara de la clienta si hubiera una falta de ortografía en el nombre… Se le pide incluso que lo escriba ella misma, de su puño y letra, para que no haya discusión en caso de error. El documento muestra la caligrafía de Anne.
El nombre grabado en el reloj es «Camille».
Silencio.
Los dos hombres se quitan las gafas. Su sincronización acentúa la incomodidad. Camille no levanta la mirada, empuja ligeramente la fotocopia hacia su ayudante.
—Es… una amiga.
Louis asiente con la cabeza. Una amiga. De acuerdo.
—Cercana.
Cercana. De acuerdo. Louis comprende que va con bastante retraso. Que se ha perdido capítulos de la vida de Verhoeven. Hace balance de su retraso a la máxima velocidad.
Se había quedado en Irène, cuatro años atrás. La conocía bien, se caían bien, Irène le llamaba «mi querido Loulou» y él se ruborizaba cuando ella le interrogaba sobre su vida sexual. Después, tras la muerte de Irène, fue regularmente a la clínica hasta que Camille le dijo que prefería estar solo. Y meses más tarde hizo falta una intervención del comisario Le Guen para que Camille volviera[6], a la fuerza, a ocuparse de casos «duros», casos de homicidio, chantaje, secuestro, asesinato…, y pidiese de nuevo la ayuda de Louis. Entre la clínica y este momento, Louis no sabe qué ha sido de la vida de Camille. Sin embargo, en la vida de un hombre tan ordenado como Verhoeven, la irrupción de una mujer debería haber sido evidente gracias a múltiples señales, pequeñas modificaciones en su comportamiento, en la organización del tiempo, todas esas cosas a las que Louis es generalmente muy sensible. Pero no ha visto nada, no se ha enterado de nada. Hasta hoy, habría afirmado que la presencia de una mujer en la vida de Verhoeven era puramente secundaria, porque una relación amorosa formal en la existencia de un viudo con tendencias depresivas tendría que ser bastante espectacular. Y, a pesar de ello, esa exaltación de hoy, esa febrilidad… Existe una contradicción que Louis no consigue resolver.
Louis mira sus gafas, posadas sobre la mesa, como si esperase que le permitieran ver mejor la situación: así que Camille tiene una «amiga cercana». Se llama Anne Forestier. Camille se aclara la garganta.
—No te pido que te mezcles en esto, Louis. Yo ya estoy hasta el cuello. No necesito que me recuerden que actúo en contra de las reglas, es cosa mía, solo mía. Y tú no estás obligado a compartir ese riesgo —mira fijamente a su ayudante—. Solo te pido un poco de tiempo, Louis —silencio—. Tengo que resolver este caso rápidamente, antes de que Michard se entere de que la he mentido para encargarme de una investigación que afecta a una persona muy cercana. Si detenemos a esos tipos rápidamente, todo esto no será más que cosa del pasado. Al menos podremos arreglarlo. Por el contrario, si el caso se alarga y me pillan con las manos en la masa… Ya la conoces, va a armar la de San Quintín. Y no hay razón alguna para arrastrarte conmigo.
Louis parece distraído, permanece pensativo, mira a su alrededor, se diría que está esperando a un camarero para pedir. Finalmente sonríe con tristeza y señala la fotocopia.
—¡Esto no va a ser de gran ayuda! —dice. Habla con el tono de un hombre que creía haber encontrado una pista y está muy decepcionado—. ¿No le parece? Camille es un nombre muy común. Ni siquiera sabemos si se trata de un hombre o de una mujer…
Y como Camille no responde:
—¿Qué quiere que haga con ello? —concluye.
Se arregla el nudo de la corbata.
Y el mechón, con la mano izquierda.
Se levanta dejando el documento sobre la mesa. Camille lo recoge, hace una bola con él y se lo mete en el bolsillo.
13.15 h
El técnico de Identificación ha guardado su material y se ha marchado. Ha dicho:
—Gracias, creo que hemos hecho un buen trabajo.
Es la frase que pronuncia habitualmente, sea cual sea el resultado.
A pesar de que se marea cada vez que lo hace, Anne se ha levantado y ha vuelto al cuarto de baño. No puede resistirse al impulso de mirarse, de verificar el alcance de los daños. Sin las vendas de la cabeza, ya no se ve más que su pelo corto y sucio, que han afeitado en varios sitios para coser. Como agujeros en el cráneo. Puntos de sutura también en la mandíbula. Hoy el rostro parece más voluminoso aún, los primeros días es así, todo el mundo se lo dice, se infla —sí, lo sé, ya me lo dijo, joder—, pero nadie le ha descrito el efecto real. Se hincha como un globo, la cara se congestiona como la de una alcohólica. El rostro de una mujer maltratada evoca la decadencia, Anne experimenta una violenta sensación de injusticia.
Toca sus pómulos con la punta de los dedos, es un dolor sordo, difuso, solapado, que parece haber llegado para quedarse.
Y los dientes, Dios mío, es una sensación desgarradora, no sabe por qué, como si le hubieran arrancado un seno, siente que ha perdido su integridad. Ya no es la misma, ya no está entera, le colocarán dientes falsos, nunca se recuperará de esa pérdida.
Pero por ahora ya está. Acaba de proceder a la identificación, ha visto decenas de fotos. Ha hecho lo que le han pedido, se ha mostrado obediente, disciplinada, ha señalado con el índice cuando ha reconocido su foto.
Él.
¿Cómo terminará todo?
Camille es incapaz de protegerla él solo, y sin embargo, ¿con quién puede contar frente a un hombre decidido a matarla?
Que, sin duda, quiere acabar con esto. Como ella. Todos quieren acabar con esto, cada uno a su manera.
Anne se seca las lágrimas, busca los pañuelos de papel. No es tarea fácil sonarse con una fractura nasal.
13.20 h
Gracias a mi experiencia, acabo siempre obteniendo lo que quiero. En este momento he tenido que recurrir a métodos expeditivos porque tengo prisa, pero también por mi carácter. Así soy yo, impaciente y expeditivo.
Necesito dinero y no quiero perder el que me he ganado a pulso. Ese dinero, para mí, es como cotizar para la jubilación, pero más seguro.
Y no voy a dejar que cualquiera eche por tierra mis expectativas de futuro.
Por eso pongo toda la carne en el asador.
Veinte minutos de atenta observación tras haber inspeccionado los alrededores a pie, luego en coche y después otra vez a pie. Nadie. Me tomo otros diez minutos para escrutar las proximidades con los prismáticos. Confirmo mi llegada con un mensaje de texto, apresuro el paso, atravieso la fábrica, me acerco al camión, abro la puerta trasera, subo y cierro detrás de mí.
El vehículo está aparcado en un polígono abandonado. Este tipo encuentra siempre lugares así, no sé cómo lo hace, ha debido de trabajar en el negocio del cine antes que en el del armamento.
El interior del camión está ordenado como el cerebro de un informático, todo en su sitio.
El perista me ha concedido un pequeño avance, casi el máximo autorizado en esta clase de transacciones. A un tipo de interés que merecería una bala entre las cejas, pero no tengo elección, es necesario saldar este asunto: abandono por el momento el uso de la Mossberg y elijo un fusil de seis disparos, un M40A3 calibre 7,62. En el estuche está el equipamiento completo: el silenciador, la mira telescópica Schmidt & Bender, dos cajas de munición de larga distancia, limpia y precisa, seis disparos seguidos. En cuanto a la pistola, opto por una Walther P99 compacta de diez disparos que incluye un silenciador asombrosamente eficaz. Me llevo de regalo un puñal de caza Buck Special de quince centímetros, que nunca viene mal.
La chavala ya tiene una muestra de mis prestaciones.
Ahora vamos a pasar a cosas más serias, necesita sensaciones fuertes.
13.30 h
Efectivamente, se trata de Vincent Hafner.
—La chica no tiene dudas —Krysztofiak, el perito de Identificación, se ha unido a Camille y a Louis en el cuartito—. Tiene buena memoria —dice, satisfecho.
—A pesar de que no tuvo mucho tiempo de verlos… —se arriesga a decir Louis.
—Puede bastar, depende sobre todo de las circunstancias. Hay testigos que pueden ver a un sujeto durante varios minutos y no son capaces de reconocerlo una hora después. Otros entrevén a una persona solamente un minuto pero sus rasgos se graban en su memoria, no se sabe por qué.
Camille no reacciona, se diría que están hablando de él: si se fija en la cara de alguien en el metro, dos meses más tarde puede dibujar hasta sus arrugas.
—A veces —prosigue Krysztofiak— los sujetos reprimen sus recuerdos, pero a un tipo que te ha dado una paliza y te ha disparado casi a quemarropa desde un coche tienes tendencia a recordarlo bastante bien.
Si ha pretendido ser gracioso, nadie se ha dado cuenta.
—Hemos cotejado franjas de edad, categorías físicas, etcétera. Para ella no hay duda, es Hafner.
Muestra en la pantalla la foto de un hombre de unos sesenta años, alto, retratado de pie, durante un arresto. Un metro ochenta, calcula Camille.
—Metro ochenta y uno —precisa Louis, que consulta la ficha policial y conoce a su jefe hasta cuando calla.
Camille superpone mentalmente el hombre que tiene ante sus ojos con el atracador de la galería Monier, encapuchado, armado, que apunta y dispara después de haber golpeado con la culata, en la cabeza, en el vientre… Traga saliva.
La instantánea muestra a un hombre ancho de hombros, de rostro anguloso, pelo grisáceo, cejas blancas y finas que acentúan una mirada firme, sin expresión. Un veterano. Un tipo feroz. Camille parece hipnotizado por la fotografía. Louis observa las manos de su jefe, están temblando.
—¿Y los demás? —pregunta Louis, siempre dispuesto a cambiar de tema.
Krysztofiak muestra en su pantalla una jeta velluda, en una foto de frente tomada con luz antropométrica, cejas espesas, mirada oscura.
—La señora Forestier ha dudado un momento. Es comprensible, para nosotros se parecen bastante, es fácil perderse. Ha dudado entre varios y se ha decidido por este, porque aunque ha querido ver más, ha vuelto siempre al mismo. Podemos calificarlo de altamente probable. Se llama Dušan Ravic. Serbio.
Camille levanta la cabeza. Se están acercando. Louis ya ha realizado la búsqueda en su ordenador:
—Instalado en Francia en 1997 —hojea el informe a toda velocidad—. Un tipo hábil —debe de leer a la velocidad del sonido y, además, es capaz de resumir—. Detenido dos veces, sin cargos, puesto en libertad. No es imposible pensar que trabaje con Hafner. Hay muchos delincuentes pero pocos profesionales, ese gremio es bastante pequeño.
—¿Y dónde está?
Louis se encoge de hombros. Eso… Sin noticias desde enero, completamente desaparecido, carga con una muerte a sus espaldas, con su parte del cuádruple atraco tiene razones para ocultarse un buen rato. La reaparición de la banda es una auténtica sorpresa, sobre todo con los mismos miembros. Están acusados de un crimen y vuelven a actuar… Extraño.
Regresan a Anne.
—¿Qué grado de fiabilidad tiene su testimonio?
—Como es habitual, decreciente. Elevado para el primero, alto para el segundo; si hubiese tres, continuaría cayendo.
Camille ya no aguanta en su sitio. Louis alarga la conversación porque espera que su jefe recupere la sangre fría, pero cuando el perito se marcha comprende que su esfuerzo ha sido en vano.
—Necesito a esos tipos —dice Camille colocando con calma sus manos abiertas sobre la mesa—. Los necesito de inmediato.
Una reacción pasional. Louis asiente y piensa: ¿cuál es el motor de esa energía, de esa ceguera?
Camille examina los dos perfiles.
—A este —dice señalando la foto de Hafner—, lo voy a buscar en primer lugar. Él es el peligro. Yo me encargo.
Ha pronunciado esas palabras con una determinación tal que Louis, que lo conoce, siente acercarse la catástrofe.
—Escúcheme… —empieza a decir.
—Tú —le corta Camille— te ocuparás del serbio. Voy a ver al juez y a Michard y a obtener las autorizaciones. Mientras tanto, habla con todo el personal disponible. Llama a Jourdan de mi parte, pídele que nos preste hombres. Habla también con Hanol, pregúntale a todo el mundo, voy a necesitar gente.
Ante la avalancha de órdenes cada vez más dudosas, Louis se coloca el mechón con la mano izquierda. Camille se da cuenta.
—Haz lo que te digo —dice con voz muy suave—. Yo te cubro, no tienes que preocuparte d…
—No me preocupo. Solo que el trabajo es más fácil cuando se comprende.
—Ya lo has comprendido todo, Louis. ¿Qué quieres que te diga que no sepas? —Camille prosigue en voz baja, casi hay que inclinarse para escucharlo. Coloca su mano ardiente sobre la de su ayudante—. No puedo fallar ahora…, ¿lo entiendes? —está emocionado pero se contiene—. Así que en marcha.
Louis asiente con la cabeza, de acuerdo, no está seguro de entenderlo todo pero hará lo que le pida.
—Los chivatos —prosigue Camille—, los soplones, las putas, pero, sobre todo, nos centramos en los irregulares.
Son los inmigrantes sin papeles conocidos y fichados y con los que se hace la vista gorda porque constituyen una fuente de información de todo tipo sin par. Información o avión de vuelta, un trato muy productivo. Si el serbio conserva lazos con su comunidad (como no puede ser de otra manera), localizarlo no es cuestión de días, sino de horas.
Ha dado un golpe espectacular veinticuatro horas antes… Si después del cuádruple atraco y con un muerto a sus espaldas no ha abandonado Francia, es que tiene buenas razones para quedarse.
Louis se coloca el mechón, mano derecha.
—Prepara urgentemente la operación —concluye Camille—. En cuanto consiga vía libre, te llamo. Yo me uniré cuando esté en marcha, pero permaneceré localizable.
14.00 h
Camille delante de la pantalla.
Expediente «Vincent Hafner».
Sesenta años. Casi catorce en prisión, sumando penas. De joven probó un poco de todo (robo, extorsión, proxenetismo), pero encontró su verdadera vocación a los veinticinco años, en 1972, asaltando un furgón blindado en Puteaux. La cosa falla, llega la policía, un herido y ocho años en prisión. Cumple dos tercios y aprende la lección: el trabajo le ha gustado. Simplemente ha pecado de imprudencia, no volverá a pasar. En realidad, sí, lo detienen en varias ocasiones, pero solo sufre condenas menores, dos años por aquí, tres por allá. En total, lo que se denomina una bonita carrera.
Y a partir de 1985, ningún arresto. Hafner, en la madurez, ha llegado a la cima de su arte. Es sospechoso de once atracos, pero no lo detienen por ninguno, no va a juicio ni hay pruebas contra él, su ficha está limpia, sus coartadas son sólidas como el hormigón, con testigos de acero templado. Un artista.
Hafner es un jefe de los de verdad —su hoja de servicios lo confirma—, de los que no bromean. Está perfectamente informado, sus golpes son preparados meticulosamente, pero, una vez en movimiento, suele recurrir a la fuerza bruta. Víctimas heridas, golpeadas o molidas a palos, secuelas a veces graves, no hay muertos pero no faltan lesionados. Hafner deja a su paso gente herida, renqueante, cojeando, incontables caras rotas y una suma de bastantes años de rehabilitación. La técnica es sencilla: hacerse respetar con un golpe al primero que se cruce, así los demás comprenden de inmediato y todo va mucho mejor.
La primera que se cruzó, ayer, fue Anne Forestier.
El caso de la galería Monier encaja con su perfil. Camille dibuja caras de Hafner en el margen de su cuaderno mientras hojea los interrogatorios de antiguos casos.
Durante varios años, Hafner se apoya en un restringido vivero de una decena de tipos, que utiliza en función de las necesidades y disponibilidades. Camille calcula rápidamente que siempre hay una media de tres personas entre rejas, en preventiva o en condicional. En cuanto a Hafner, casi siempre consigue salir indemne. Pero en el negocio del atraco, como en los demás, es difícil encontrar personal estable y cualificado. La mala calidad en el sector es incluso superior a la media. En el transcurso de unos años al menos seis miembros históricos de la «banda Hafner» se esfuman. Dos son condenados a perpetua por homicidio, dos acaban muertos (gemelos, juntos hasta el final), un quinto está en silla de ruedas tras una caída en moto y el último es dado por desaparecido cuando la avioneta en que viajaba cae al mar, frente a Córcega. Para Hafner, su serie negra. De hecho, pasa muchos meses sin ser acusado de nada. Todo el mundo llega a la conclusión lógica: Hafner, que debe de tener bastante ahorrado, se ha retirado por fin. Los empleados y los clientes de las joyerías pueden encender una vela a su santo patrón.
El cuádruple atraco del pasado enero resulta pues sorprendente. Y más por lo excepcional que es en la carrera de Hafner, por su magnitud. El trabajo en cadena no es algo común entre los atracadores. Es difícil imaginar lo que un solo golpe precisa en cuestión de fuerza física y desgaste nervioso, sobre todo con los métodos violentos de Hafner. También hace falta una organización perfecta y cuando se proyecta asaltar cuatro establecimientos en un mismo día, los cuatro blancos deben estar listos a las mismas horas, las distancias deben ser compatibles… Se requiere la conjunción de tantas circunstancias positivas que no es extraño que la cosa termine mal.
Camille observa las fotos de las víctimas.
En primer lugar, la del segundo robo de enero. La cara del joven empleado de la joyería de la rue de Rennes después del paso de los grandes profesionales. Unos veinticinco años, completamente destrozado… A su lado, Anne parece casi una niña de primera comunión. Él estuvo cuatro días en coma.
El del tercer atraco. Un cliente. Es un decir. Parece más un tullido de la guerra del 14 que un cliente del Louvre des Antiquaires. El informe comienza describiendo su estado como de «seria gravedad». Vista su cara, deforme (recibió varios culatazos en la cara, otro punto en común con Anne), no se puede estar más de acuerdo, es seria.
Última víctima. La que terminó bañada en sangre en medio de su tienda de la rue de Sèvres. En cierta forma, un trabajo más limpio, dos balas en el pecho.
Este punto no encaja en la carrera de Hafner. Hasta entonces sus golpes no habían conllevado muertes. Quizá porque en esa ocasión, en vez de con su equipo histórico, se ve obligado a trabajar con el personal disponible en el mercado. Y elige a los serbios. Error. Son valientes, pero brutales.
Camille mira la página de su cuaderno de dibujo. En el centro, la cara de Vincent Hafner, inspirada en una foto antropométrica y, rodeándola, garabateados con prisa, bocetos de sus víctimas. La que mayor impresión produce es la de Anne, dibujada de memoria tal como la vio la primera vez que entró en la habitación del hospital.
Camille arranca la página del cuaderno, la arruga y la tira a la papelera. Después anota una palabra que resume su análisis de la situación:
«Urgencia».
Porque Hafner no renunció a su jubilación el pasado enero —y encima junto a un equipo improvisado— sin una razón imperiosa.
Aparte de los apuros económicos, es difícil pensar en otra cosa.
Urgencia también porque no se contenta con volver a entrar en escena. Para maximizar los beneficios, se arriesga a un cuádruple asalto cuyo resultado es bastante aleatorio.
Urgencia, por último, porque tras conseguir un botín excepcional en enero, que debió de suponer para él doscientos o trescientos mil euros, seis meses más tarde está de vuelta. Hafner revival. Y si esta vez no ha obtenido tanto como esperaba, volverá a la carga, con inocentes en peligro, así que lo más prudente sería atraparlo antes.
Cualquiera olería a gato encerrado. Camille no sabe de qué se trata, pero ahí está. Algo que no cuadra. Un acontecimiento, en alguna parte.
Tiene experiencia suficiente para saber que un hombre como Hafner va a ser difícil de localizar. Y que, por el momento, lo más rápido, lo más rentable consiste en encontrar a Ravic, su cómplice.
Y esperar que se pueda, gracias a él, tirar del hilo hacia arriba.
Y para que Anne siga viviendo, es absolutamente necesario que ese hilo sea el correcto.
14.15 h
—Le parece a usted… ¿pertinente? —se inquieta el juez Pereira al teléfono; por su tono, está bastante perplejo—. De hecho, ¡lo que usted me pide es una redada!
—No, señoría, ¡una redada no!
Un poco más y Camille fingiría que se va a echar a reír. No lo hace porque el juez es demasiado listo para caer en la trampa. Pero está lo suficientemente ocupado como para confiar en policías experimentados cuando le proponen soluciones.
—Al contrario —justifica Camille—, serán detenciones muy concretas, señoría. Sabemos quiénes son los tres o cuatro contactos a los que Ravic podría haber pedido ayuda en su fuga, tras el asesinato de enero, y se trata simplemente de sacudir un poco el cocotero, nada más.
—¿Y qué piensa de esto la comisaria Michard? —pregunta el juez.
—Está de acuerdo —sentencia Camille.
Todavía no ha hablado con ella pero garantiza su opinión. Es el más antiguo de los métodos administrativos: decir a uno que el otro está de acuerdo y viceversa. Como todas las técnicas rodadas, esta es muy eficaz. Bien utilizada, es casi infalible.
—Entonces, bien. Suerte, comandante.
14.40 h
El policía alto ha seguido jugando con su teléfono antes de darse cuenta de que la persona que acaba de pasar es la que él está encargado de vigilar. Se levanta precipitadamente y va detrás de ella mientras la llama, señora, ha olvidado su nombre, señora, ella no se vuelve, solo se detiene un instante al pasar delante del cuarto de enfermeras.
—Me voy.
Suena bastante ligero, como un adiós, hasta mañana. El policía alto aumenta sus zancadas, alza la voz.
—¡Señora…!
La joven enfermera del arito en el labio está de guardia. La que cree haber visto una escopeta pero al final no, aunque quién sabe. Sale corriendo sin decir palabra y adelanta al policía, es una forma de tomar cartas en el asunto, también les enseñan a imponerse en la facultad. En cualquier caso, tras seis meses en el hospital ya sabes hacer de todo en la vida.
Llegada a la altura de Anne, la agarra del brazo muy suavemente. Anne, que esperaba cierta resistencia, se detiene y se vuelve. Para la joven, es la firmeza de la paciente lo que convierte la circunstancia en delicada, está bien plantada en el suelo. Para Anne, es la capacidad de persuasión de la enfermera lo que complica su decisión. Mira el piercing de la chica, su cráneo afeitado, esos rasgos que transmiten cierta bondad, cierta fragilidad, su rostro común pero con ojos de animal doméstico, de los que te enamoran, y de los que sabe servirse bien.
No hay oposición frontal, ni reprimenda, ni moral, ella se guía por otro registro.
—Si quiere usted marcharse, primero tengo que quitarle los puntos.
Anne se toca la mejilla.
—No —dice la enfermera—, esos no, es demasiado pronto. Estos.
Tiende la mano hacia la cabeza de Anne y pasa los dedos muy delicadamente sobre la zona, con una mirada profesional pero sonriente y, considerando la propuesta como aceptada, la lleva de una mano hacia la habitación. El policía alto se echa a un lado y, sin saber si avisar a sus superiores o no, sigue a las dos mujeres.
Se detienen a medio camino, justo enfrente del cuarto de enfermeras, en una salita que sirve para curas ambulatorias.
—Siéntese… —la enfermera busca sus instrumentos. Insiste con amabilidad—. Siéntese…
El policía permanece fuera, en el pasillo, y vuelve púdicamente la mirada, como si las dos mujeres estuviesen en el baño.
—Sssss…
Anne ha saltado al momento. Sin embargo, la joven no ha hecho más que rozar la cicatriz con la punta de los dedos.
—¿Le duele?
Pone cara de preocupación: esto no es normal, ¿y si toco aquí?, ¿y aquí? Sería mejor esperar antes de quitar los puntos, ver al médico, podríamos pedir otra placa, ¿no tiene usted fiebre? Toca la frente de Anne, ¿le duele la cabeza? Anne se da cuenta de que está donde la enfermera quería llevarla, sentada, dependiente, dispuesta a volver a su cuarto. Y entonces se revuelve.
—No, nada de médicos, nada de placas, me voy —dice levantándose.
El policía alto agarra su teléfono de servicio, en todo caso, pase lo que pase, llamará a su jefe para pedir instrucciones. Lo mismo que haría si el asesino apareciese por el otro lado del pasillo armado hasta los dientes.
—No es prudente —dice la enfermera, preocupada—. Si se infecta…
Anne no sabe cómo interpretarlo, si el peligro es real o si la frase está destinada tan solo a impresionarla.
—Oh, a propósito —la enfermera cambia bruscamente de tema—, ¿todavía no han informado a su seguro? ¿Ha pedido que le traigan los papeles? Voy a llamar al médico para que venga o para que le hagan la radio rápidamente y pueda marcharse lo antes posible.
El tono es sencillo, conciliador, la proposición se presenta como la solución adecuada, la solución razonable.
Anne está agotada, asiente, se dirige a su habitación caminando pesadamente, a punto de desmayarse. Todo la agota, pero tiene otra cosa en la cabeza, que acaba de recordar. Que no tiene nada que ver con la radiografía ni con los papeles. Se detiene, y se vuelve:
—¿Fue usted la que vio al hombre con una escopeta?
—He visto a un hombre —responde la chica al vuelo—, pero no una escopeta.
Se esperaba la pregunta. La respuesta es pura formalidad. Desde el principio de la negociación, siente que esa paciente está interiormente aterrada. No es que quiera marcharse: quiere huir.
—Si hubiese visto una escopeta, lo habría dicho. Y creo que ya no estaría usted aquí, esto no es un hospital de campaña.
Joven pero muy profesional. Anne no se cree ni una palabra.
—No —dice mirándola fijamente, como si pudiese adivinar su pensamiento—. No está usted segura de lo que vio y ya está.
A pesar de todo, entra en su habitación, la cabeza le da vueltas, ha hecho demasiado esfuerzo, está exhausta, necesita tumbarse. Dormir.
La enfermera cierra la puerta. Pensativa. Aun así, ese visitante, ese chisme debajo del impermeable, largo, aparatoso, ¿qué podía ser?
14.45 h
La comisaria Michard pasa buena parte del día reunida. Camille ha consultado su agenda, tiene una cita tras otra, va de reunión en reunión, perfectamente pautadas. Camille ha dejado siete mensajes en su móvil en menos de una hora. «Importante.» «Inaplazable.» «Prioritario.» «Imperativo.» Ha agotado prácticamente todo el léxico de la urgencia y ha aumentado la presión al máximo, por lo que espera que conteste de manera agresiva. La comisaria, por el contrario, se muestra muy paciente y comedida. Hila aún más fino de lo que imaginaba. Susurra al hablar por teléfono, seguramente ha salido al pasillo unos minutos.
—¿Y el juez está de acuerdo con esas redadas?
—Sí —asegura Camille—. Precisamente porque no se trata de redadas, quiero decir, en el sentido estricto, v…
—Comandante, ¿cuántas detenciones va a realizar exactamente?
—Tres. Pero ya sabe usted que una detención lleva a otra, hay que golpear el hierro mientras esté caliente.
Cuando Camille recurre a un proverbio, cualquiera que sea, puede decirse que está quemando sus naves.
—Ah, el hierro… —sopesa la comisaria.
—Necesito algo de gente.
Siempre lo mismo, el tema de los recursos. Michard resopla con fuerza. Lo que más le piden a uno es lo que no tiene.
—No mucho tiempo —ruega Camille—. Tres o cuatro horas.
—¿Para tres detenciones?
—No, para…
—Lo sé, para golpear el hierro… Pero dígame, comandante, ¿no teme usted que produzca el efecto contrario?
Michard se conoce el repertorio: la batida hace ruido, la presa huye y cuanto más se busca, menos oportunidades de cazarla.
—Por eso necesito gente.
La conversación puede durar horas. En el fondo, a la comisaria le importa un rábano si Verhoeven dirige una redada. Su papel consiste únicamente en resistirse lo suficiente para poder decir después: se lo había dicho.
—Si el juez está de acuerdo… —cede—. Hable con su gente. Si puede.
La profesión de atracador se parece mucho a la del actor de cine, se pasa mucho tiempo esperando para luego terminar el trabajo en pocos minutos.
Así que espero. Y calculo, anticipo, uso mi experiencia.
Si su estado de salud lo permite, la policía ha debido de someter a la chica a una prueba de identificación. Si no ha sido hoy será mañana, es cuestión de horas. Le enseñarán fotos, y si es buena ciudadana y tiene un poco de memoria se pondrán en marcha inmediatamente. Lo más fácil para ellos, de primeras, será buscar a Ravic. Es lo que yo haría en su lugar. Porque es la técnica más sencilla entre las más seguras, se colocan ratoneras por todas partes y se golpea la puerta con un ariete. Algo de ruido, amenazas, más viejo que la misma policía.
Y el mejor observatorio está en el Luka. Rue de Tanger. El lugar de encuentro preferido de la comunidad serbia. Unos mafiosos de segunda que pasan su tiempo jugando a las cartas, apostando a los caballos y fumando un tabaco terriblemente espeso, como apicultores que trabajan en las colmenas. Les gusta estar informados. Cuando pasa algo importante, la onda llega al garito a la velocidad del teléfono.
15.15 h
Verhoeven ha ordenado soltar a los perros. Zafarrancho de combate. Suena hasta un poco desmesurado.
Con el respaldo de la comisaria en el bolsillo, Camille solicita todo el personal disponible en ese momento, llama por teléfono ante la mirada inquieta de Louis, pide a los compañeros que le echen una mano. Le prestan un agente por un lado, dos por el otro, aunque es un poco chapucero acaban siendo muchos, ninguno sabe muy bien qué pinta en esto pero se hacen pocas preguntas. Camille reparte instrucciones con mucha autoridad, y además, por qué no decirlo, resulta divertido plantar las sirenas en el techo de los coches, atravesar la ciudad a gran velocidad, sacudir un poco los bajos fondos, zarandear a traficantes, rateros, delincuentes habituales, proxenetas, que también se entra en la policía para jugar a los vaqueros, joder. Camille ha dicho que solo se trata de unas horas. Una buena patada al avispero y volvemos a casa.
Hay algunos compañeros dubitativos aquí y allá, se nota que Camille está nervioso porque va desgranando toneladas de razones pero casi ninguna explicación. Lo que quiere poner en marcha no es exactamente lo que habían entendido, pensaban que se trataba de detener a tres personas al mismo tiempo, nada más, y sin embargo Camille está organizando una operación igual de fulminante pero mucho más vasta, quiere todavía más gente, nadie parece saber a cuántos ha reclutado ya, y eso les preocupa.
—Si encontramos al tipo que buscamos —ha explicado Camille—, todo volverá a su lugar, los superiores estarán contentos y repartirán medallas al mérito entre los jefes de equipo. Y, bueno, como mucho será cosa de un par de horas. Si trabajamos bien, antes de que los jefes se pregunten en qué bar os estáis tomando el aperitivo, habremos vuelto al trabajo.
No se necesita más para que los compañeros cedan y ofrezcan algunos agentes; todos suben a los coches, con Camille a la cabeza, mientras Louis se instala al teléfono.
La operación Verhoeven no será un modelo de discreción. Y eso es exactamente lo que quiere.
Una hora más tarde no queda en París un solo delincuente nacido entre Zagreb y Móstar que no esté al corriente de que la policía busca a Ravic. Está escondido en alguna parte, se escudriña hasta el último callejón, hasta el último túnel, se acorrala a las prostitutas y se arrambla con todo, en especial con los sin papeles.
Terapia de choque.
Suenan las sirenas, los faros azules barren las fachadas, en el distrito XVIII se corta una calle por ambos extremos, tres hombres salen corriendo y son atrapados; Camille, de pie cerca de uno de los vehículos, observa la escena mientras habla por teléfono con un equipo que está tomando un lóbrego hotel en el distrito XX.
Si se parara a pensar en ello, Camille podría sentir nostalgia. Antaño, en ese tipo de circunstancias —en los buenos tiempos del Gran Equipo, de la brigada Verhoeven—, Armand se encerraba en el archivo y rellenaba grandes hojas cuadriculadas con centenares de nombres que extraía de casos interconectados, y después, dos días más tarde, rescataba los dos únicos que probablemente les harían avanzar. Y mientras tanto, en cuanto Louis se daba la vuelta, Maleval repartía patadas en el culo a todo lo que se movía, ponía a unas chicas en cueros a base de hostias y, cuando uno estaba a punto de reprochárselo, demostraba su eficacia enseñando un testimonio decisivo que les hacía ganar tres días.
Camille no piensa en eso. Está concentrado en la tarea.
Sube de cuatro en cuatro los escalones de hoteles roñosos acompañado de policías que irrumpen en plena faena, desalojan a maridos avergonzados con el miembro en la mano, levantan a las prostitutas que estaban tumbadas debajo; buscan a Dušan Ravic, a él, a su familia, a cualquiera, hasta un primo les vale, pero no, nadie ha oído hablar de él. Continúan interrogándolas mientras los clientes se ponen precipitadamente el pantalón y esperan salir sin ser vistos, con el susto de sus vidas. Las chicas llevan los senos al aire, muy pequeños, minúsculos, los huesos de las caderas marcados. Ravic, no les suena de nada. ¿Dušan?, repite una de ellas como si ni siquiera conociese ese nombre, pero tienen miedo, se nota. Camille dice: nos las llevamos. Quiere meter el miedo en el cuerpo a todo el mundo y no tiene mucho tiempo. Dos horas. Tres, si todo va bien.
Más lejos, al norte, delante de un edificio de las afueras, cuatro polis comprueban una dirección al teléfono con Louis, luego entran sin llamar, armados, lo revuelven todo, encuentran doscientos gramos de cannabis. Nadie conoce a Dušan Ravic, pero se llevan a la familia entera, menos a los ancianos, y aun así es mucha gente.
Camille, mientras su coche patrulla es conducido por un as que no baja de cuarta con la sirena a todo trapo, no suelta el móvil, está en comunicación constante con Louis. A fuerza de órdenes y presión sobre los equipos, el comandante ha contagiado su fiebre a todo el personal.
Tres jóvenes kosovares son llevados a la comisaría del distrito XIV. No, Dušan Ravic, no, ni idea. Pero les sacuden un poco de paso, para que vayan anunciando por ahí la buena nueva: la poli busca a Ravic.
Informan a Camille de que dos tironeros oriundos de Požarevac permanecen retenidos en la comisaría del distrito XV, y él consulta a Louis, que a su vez consulta el mapa de Serbia. Požarevac está en el noreste, Ravic es de Elemir, bastante al norte del país, pero nunca se sabe. Camille da la señal, a la trena. Para meter miedo. Para impresionar.
Al teléfono, Louis responde a todo el mundo, perfectamente tranquilo. Su cerebro ha cartografiado el plano de París, ha clasificado las zonas y ha jerarquizado la población susceptible de tener información.
Alguien hace una pregunta a Camille, le da una idea, él se lo piensa un cuarto de segundo y responde que sí, de modo que empiezan a detener acordeonistas en el metro, los agarran incluso dentro de los vagones, los obligan a bajar del convoy a patadas, ellos aprietan en sus bolsillos las bolsitas de tela donde suenan las monedas. ¿Dušan Ravic? Miradas de asombro, un policía agarra a uno de la manga. Dušan Ravic, el tipo niega con la cabeza, pestañeando, a este me lo envolvéis para llevar, dice Camille, que sale al aire libre porque abajo el móvil no funciona y quiere saber todo lo que está pasando. Mira el reloj inquieto, pero no dice nada. Se pregunta cuánto falta para que la comisaria Michard se le eche encima.
La poli apareció en el Luka hace una hora, sin avisar. Se llevaron a la mitad, sin criterio aparente, quizá ni ellos mismos lo sepan. Quieren asustar. Y esto no ha hecho más que empezar. Mis cálculos son exactos, en menos de una hora van a poner en pie de guerra a toda la comunidad y las ratas van a empezar a correr en todos los sentidos, buscando la salida.
A mí me bastaría con una sola rata. Dušan Ravic.
Ahora que ha empezado la operación, no hay tiempo que perder. Atravieso París y ya está.
Una pequeña calle del distrito XIII, entre la rue Charpier y Ferdinand-Conseil, prácticamente un callejón. Un edificio en el que las ventanas de la planta baja han sido tapiadas, la puerta original ha desaparecido hace lustros, reemplazada por un tablero de contrachapado roído por la lluvia, sin cerradura, sin pomo, que no deja de golpear día y noche hasta que alguien se decide a encajarlo, y dura lo que dura, hasta la entrada de un visitante o del siguiente ocupante, cuando empieza de nuevo a golpear de forma obsesiva. Aquí hay un desfile permanente, drogadictos, traficantes, inmigrantes ilegales, familias enteras. He pasado días y días (y también bastantes noches) escondido aquí para nada, me conozco la calle como la palma de mi mano. La odio tanto que la volaría con dinamita hasta los cimientos sin dudarlo un segundo.
Es donde acompañé a Ravic, ese gordo de Dušan, una noche de enero, mientras preparábamos el Gran Atraco histórico. Al llegar ante el edificio me sonrió, con sus gruesos labios rojos.
—Cuando tengo una titi, la traigo aquí.
Una titi… Gilipollas. Ningún francés se atrevería a decir eso, hace falta ser serbio.
—Una titi… —dije—. ¿Qué titi?
Mientras lo preguntaba, observaba el lugar, haciéndome una idea inmediata del tipo de chica a la que se podía traer aquí, de dónde la habría sacado y qué haría con ella, Ravic en estado puro.
—No solo una —dijo Ravic.
Le gustaba que le consideraran un seductor. Tener ocasión de dar detalles. Pero aquello en realidad era bastante simple: ese cretino de los Balcanes usaba un camastro en ese edificio abandonado y saqueado para tirarse al tipo de zorra que podía pagarse.
Su vida sexual no ha debido de ser muy activa en los últimos tiempos, porque Ravic lleva una temporada sin poner un pie aquí —lo he vigilado lo suficiente para saberlo— y seguro que no tiene ninguna gana de volver. Uno no acude a este tipo de sitios por placer, titi aparte, sino porque no tiene otro sitio adonde ir. Y precisamente, si me acompaña la suerte y la poli hace su trabajo decentemente, no le va a quedar otra alternativa.
Si logran levantar la liebre, Ravic empezará a dudar, pero comprenderá pronto que el único sitio donde nadie vendrá a buscarlo es esta madriguera infame.
He desmontado el silenciador para colocar la Walther P99 en la guantera, tengo tiempo para un café, pero en menos de media hora he de estar en mi puesto, porque si Ravic aparece por aquí, quiero ser el primero en recibirle.
Al menos le debo eso.
En una sala de la comisaría se sienta un tipo alto, sus papeles dicen que es de Bujanovac, Louis lo comprueba: al sur del país. ¿Dušan Ravic, o su hermano, o su hermana? Cualquier cosa valdrá, todo lo que nos ayude a encontrarlo será bienvenido. El tipo alto ni siquiera comprende lo que le piden, da igual, un policía le suelta una bofetada. ¿Dušan Ravic? Ahora lo entiende mejor, pero no lo conoce. Segunda bofetada. Camille dice: déjalo, no sabe nada. Quince minutos más tarde, tres chicas. Dos de ellas son hermanas, dan pena, no tienen ni diecisiete años; indocumentadas, hacen mamadas en Porte de la Chapelle, sin condón si pagan el doble, delgadas, no son más que piel y huesos. ¿Dušan Ravic? Responden que no lo conocen. No importa, decide Camille, y les explica que las retendrán durante el tiempo máximo autorizado por la ley, aprietan los labios, saben que sus chulos les van a dar una paliza proporcional a la duración del arresto, no les gusta perder dinero —el capital está hecho para circular, para gastar la acera—, y se echan a temblar. ¿Dušan Ravic? Dicen de nuevo que no, así que van camino del furgón policial… A sus espaldas, Camille hace una discreta seña a su compañero, suéltalas.
En las comisarías, los gritos resuenan en los pasillos, las quejas, los que chapurrean francés amenazan con llamar al consulado, a la embajada, como si nos importara algo. Ya pueden llamar al papa si es serbio.
Louis, que no se despega del teléfono, da órdenes, informa a Verhoeven, distribuye los equipos. En su cartografía mental se iluminan pequeñas luces, sobre todo hacia el norte y el noreste. Louis centraliza, informa, despacha. Camille vuelve a subir al coche. Ni rastro de Ravic. Todavía no.
¿Las chicas son todas delgadas? No, para nada. En un edificio en ruinas del distrito XI hay una enorme, de unos treinta años, cuyos niños lloran, son al menos ocho; el padre, en camiseta de tirantes, delgado como un espárrago, no muy alto pero lo suficiente como para mirar a Camille desde arriba, con bigote —todos llevan bigote—, va a buscar sus papeles en un cajón de la cómoda. Todos proceden de Prokuplje, al teléfono Louis dice que está en el centro del país. ¿Dušan Ravic? Se queda callado, pensativo —no, nada, de verdad—. Se lo llevan, los niños se agarran a sus pantalones, en cierto modo su oficio es el melodrama, dentro de una hora estarán en la calle, pidiendo limosna entre la iglesia de Saint-Martin y la rue Blavière con un cartón escrito con rotulador y faltas de ortografía.
En cuestión de información, pocos mejores que los de las timbas. Pasan los días dándole a la lengua mientras las mujeres trabajan, las más jóvenes haciendo la calle y el resto cuidando de los niños. Camille se acerca a una con tres tipos, que tiran sus cartas sobre la mesa con gesto de hastío. Es la cuarta vez en un mes que los molestan, aunque en esta ocasión es un enano, bien abrigado, con sombrero, el que va mirando a los jugadores uno por uno a los ojos, el que clava la mirada en su retina con aire salvaje y resuelto, como si los estuviera buscando precisamente a ellos. ¿Ravic? Sí, les suena, pero vagamente. Se miran entre ellos, ¿tú lo has visto? No —pequeñas muecas de desolación, les hubiera gustado ayudar—. Ya, dice Camille, y se lleva al más joven a un aparte, un tipo largo, cualquiera diría que ha elegido al más alto, y no sin razón, porque no tiene más que alargar el brazo para agarrarlo de los huevos, mirando al infinito, mientras el tipo se dobla sobre sus rodillas gritando. ¿Ravic? Este, si no dice nada, es que no sabe nada. O sus cojones ya no le funcionan, apuesta un compañero. Risas. Camille no ríe, sale del local. Todo el mundo detenido.
Una hora más tarde, unos agentes bajan por una escalera con la cabeza gacha, el techo es muy bajo de camino al sótano, amplio como un almacén pero con menos de un metro sesenta de altura. Veinticuatro máquinas de coser, veinticuatro sin papeles. Debe de haber unos treinta grados dentro, trabajan todos a pecho descubierto, ninguno tiene más de veinte años. En las cajas se amontonan centenares de polos con el logo de Lacoste; el jefe quiere explicarlo, le cortan la palabra. ¿Dušan Ravic? Se trata de un negocio familiar tolerado, se hace la vista gorda porque el jefe ofrece mucha información. Esta vez frunce el ceño, hace como que reflexiona, esperen, esperen, un agente dice que sería mejor llamar al comandante Verhoeven.
A la espera de que llegue Camille, la policía ha desparramado todas las cajas y ha confiscado los escasos documentos, le deletrean los apellidos a Louis y los jóvenes obreros permanecen pegados a la pared como para fundirse con la piedra. Veinte minutos después de la irrupción de la policía, hace un calor tan intenso en el interior que los obligan a salir, son alineados en la calle, esperando lo peor o aterrorizados.
Camille llega minutos más tarde. Es el único que no necesita agacharse para bajar la escalera. El jefe es de Zrenjanin, al norte, no lejos de Elemir, la ciudad de Ravic. ¿Ravic? No lo conozco, dice. ¿Estás seguro?, pregunta Camille.
Se nota que aquello le escuece.
16.15 h
No me he alejado mucho tiempo, por temor a perderme la llegada de mi amigo. Estoy demasiado acostumbrado a esconderme como para cometer el error de fumar o abrir la ventana para airear el habitáculo, pero si el gordo de Ravic tiene que refugiarse aquí, haría bien en presentarse rápidamente porque su viejo amigo se muere de cansancio.
La poli está removiendo cielo y tierra, así que no tardará en aparecer.
Y hablando del rey de Roma, ¿qué es esa figura que se dibuja en la esquina de la calle? La silueta de mi amigo Dušan, perfectamente reconocible, grande como una chimenea, sin cuello y con los pies arqueados como los de los payasos.
He aparcado a unos treinta metros de la entrada, a unos cincuenta del sitio por donde acaba de aparecer. Puedo observarle mientras camina, ligeramente encorvado. No sé si hay una titi en el gallinero, pero el gallo tiene mala cara.
Francamente patético.
Por la ropa que lleva (un plumas que debe de tener más de diez años) y sus zapatos gastados, no hay que ser adivino para saber que no tiene un céntimo.
Y eso es muy mala señal.
Porque en condiciones normales el botín de enero tendría que haberle servido para renovar el vestuario. Con ese montón de pasta es fácil imaginárselo comprando americanas brillantes, camisas hawaianas y zapatos de cocodrilo. Verlo hecho un pordiosero resulta inquietante.
Para ocultarse después de la muerte y los cuatro atracos, seguramente tuvo que trapichear. Y su titi era el apaño más escandaloso. Hay que estar realmente desesperado para venir a refugiarse aquí.
Así que, por lo que parece, también le traicionaron. Como a mí. Era bastante previsible, pero también bastante desmoralizador. Tendré que arreglármelas.
Sin preámbulos, Ravic empuja la puerta de contrachapado, que rebota violentamente. Dušan no es muy delicado, todo lo contrario.
De hecho, nos encontramos en esta situación por culpa de su fogosidad, si no hubiese descargado dos balas de 9 mm en el pecho del joyero en enero…
Salgo del coche con discreción, llego a la entrada pocos segundos después que él y oigo sus andares pesados en alguna parte a la derecha. El recubrimiento del techo ha desaparecido, el pasillo está tenuemente iluminado por la luz que se escapa de los apartamentos cuyas puertas no cierran. Subo tras él, de puntillas, un piso, dos, tres, es horrible lo que apesta este sitio, orina, hamburguesa, porros. Le oigo llamar, así que me detengo una planta más abajo. Sabía que estaría acompañado, eso no hará más fácil el encuentro, todo depende de cuántos sean.
Arriba se abre una puerta, se vuelve a cerrar. Subo. Tiene una cerradura de verdad pero es un modelo antiguo, fácil de forzar. Antes, pego la oreja y reconozco la voz de Ravic, ronca a causa del tabaco, me produce una sensación extraña oírlo de nuevo. Ha costado mucho encontrarlo, hacerlo salir de su madriguera.
Ravic, por su parte, no parece contento. Dentro hay alboroto. Y después una voz de chica, joven, que habla en voz baja, tiene pinta de estarse quejando pero no demasiado, más bien gime.
Sigo al acecho. De nuevo la voz de Ravic, me gustaría estar seguro de que solo son dos, permanezco así un buen rato, sin escuchar otra cosa que mi corazón latiendo con fuerza. Creo que solo hay dos, pero no importa, me pongo el gorro, me coloco bien el pelo dentro, me calzo un par de guantes de goma, saco la Walther, la cojo con la izquierda mientras fuerzo la puerta y, cuando escucho el inconfundible ruido del pestillo que cede, agarro la pistola con la derecha, abro y los veo a los dos de espaldas, inclinados sobre no sé qué. Al sentir una presencia tras ellos se incorporan bruscamente, se vuelven, la chica debe rondar los veinticinco años, fea, morena.
Y muerta, porque le clavo inmediatamente una bala en plena frente. Abre mucho los ojos, como si se escandalizara, como si le estuvieran proponiendo un precio muy por debajo de su tarifa o acabase de ver entrar a Papá Noel en calzoncillos.
El gordo de Ravic introduce precipitadamente la mano en el bolsillo y, a él, le pego un tiro en el tobillo izquierdo. Primero brinca en el aire, bailotea sobre ambos pies como si anduviera sobre un suelo incandescente, para luego derrumbarse ahogando un grito.
Ahora que hemos celebrado el reencuentro, vamos a poder tener una conversación.
El apartamento es un estudio de una sola pieza, bastante grande, con cocina americana y cuarto de baño, pero todo revuelto y, sobre todo, lo más sucio que puede estar.
—Oye, chaval, tu titi no era muy hacendosa.
He visto enseguida la mesita llena de jeringuillas, cucharas y papel de aluminio… Espero que Ravic no se haya fundido toda la pasta en heroína.
Tras recibir la bala de 9 mm, la chica ha caído sobre el colchón que hay en el suelo. Exhibe unos brazos delgados llenos de pinchazos. No he tenido más que levantarle las piernas para dejarla tumbada sobre un bonito lecho de muerte. El montón de ropa y mantas que tiene debajo forma una especie de patchwork, resulta muy original. Sigue con los ojos abiertos, aunque su expresión escandalizada de antes se ha vuelto más serena, parece haberse resignado a su suerte.
Pero Ravic continúa gritando. Está sentado en el suelo, sobre una sola nalga, con la pierna tendida, los brazos estirados hacia su tobillo hecho trizas, que chorrea sangre, y mientras tanto grita: «Ay, joder, ay, joder…». Aquí a nadie le importa el ruido, hay teles por doquier, parejas peleándose, niños llorando y seguramente tipos tocando la batería a las tres de la mañana cuando van puestos hasta las trancas… Aun así, al menos para poder hablar, será mejor que mi serbio favorito se concentre un poco.
Le planto un culatazo con la Walther en plena jeta, para centrar su atención en la conversación, y se calma un poco. Se agarra la pierna pero trata de contener los gritos, gime con la boca cerrada. Progresa. Sin embargo, no estoy seguro de poder contar con él, con su delicadeza, no es un chico de natural reservado, sino más bien con tendencia a berrear. Hago una bola con una camiseta que he encontrado tirada y se la meto en la boca. Y, para estar realmente en paz, le ato una mano a la espalda. Con la otra sigue intentando agarrarse el tobillo ensangrentado, pero tiene los brazos demasiado cortos, dobla la pierna, se contorsiona, le duele de verdad; el tobillo parece un punto muy sensible, lleno de huesitos por todos lados, bastante frágil en sí mismo, se tuerce uno un pie en una escalera y es un martirio, así que cuando te lo destrozan con una 9 mm, cuando queda unido a la pierna apenas por algunos ligamentos, un pedacito de músculo y una papilla de huesos aplastados, el sufrimiento es atroz. Y no puedes hacer nada. De hecho, cuando le doy una patada en lo que le queda de tobillo, me doy cuenta de que le duele, de que no está fingiendo.
—Tío, menos mal que tu titi está muerta porque le daría mucha pena verte en ese estado.
Pero Ravic, vete a saber por qué, quizá porque no le importaba tanto su titi, no parece estar muy preocupado por ella. Se diría que solo piensa en sí mismo. La atmósfera se vuelve irrespirable, el olor a sangre, el olor a pólvora, voy a abrir la ventana. Espero que el alquiler no sea muy caro, las vistas dan a una tapia.
Vuelvo, me inclino sobre él, está empapado en sudor, claro, no deja de moverse, se retuerce en todos los sentidos, presiona la pierna con su mano libre. También le sangra la cabeza. A pesar de la mordaza, consigue babear por la comisura de los labios. Lo agarro del pelo, es la única manera de que me haga caso.
—Escúchame bien, chaval, no vamos a estar aquí toda la noche. Te voy a dar la ocasión de hablar y te aconsejo que seas elocuente. A estas horas no me queda mucha paciencia. Llevo dos días sin dormir, así que, si me tienes suficiente cariño, responderás a mis preguntas con rapidez y nos iremos todos a la cama, la titi, tú, yo, todos, ¿de acuerdo?
Ravic nunca ha hablado un francés muy fluido, su charla está repleta de un montón de errores de sintaxis, falta de vocabulario…, con él hay que ser muy claro. Encontrar palabras simples, gestos convincentes. Por ejemplo, para reforzar mis buenas intenciones, le hundo el cuchillo de caza en lo que le queda de tobillo, la hoja lo atraviesa de arriba abajo y la punta se clava en el suelo. Con ese agujero en el parqué seguro que perderá la fianza cuando se vaya del apartamento, pero no importa. Llega a gritar a pesar de la mordaza, no puede estarse quieto, se revuelve como un gusano, su mano libre se agita en el aire como el ala de una mariposa.
Ahora creo que ha comprendido lo esencial. Dejo que repose la información el tiempo necesario para evaluar la situación. Después le explico:
—Me parece que, al principio, te pusiste de acuerdo con Hafner para traicionarme. Tú también debías de pensar que tres eran multitud, mejor dos. Claro, las partes son más grandes, eso sin dudarlo.
Ravic me mira a través de sus ojos llenos de lágrimas, no es pena, es dolor, pero creo que he dado en el clavo.
—Pero como eres tonto del culo… ¡Ay, sí, Dušan! ¡Eres tonto! ¿Por qué crees que te eligió Hafner sino por tu estupidez? ¿Te das cuenta?
Hace una mueca, ese problemita en el tobillo parece atormentarlo bastante.
—Así que ayudas a Hafner a traicionarme… y él te traiciona a su vez. Lo que nos lleva a esa conclusión: ¡eres tonto del culo!
Su coeficiente intelectual no parece su interés principal. Ravic, en este instante, está más preocupado por su salud, evalúa los daños. Y tiene razón, porque noto que hablar del tema me está poniendo aún más nervioso.
—Creo que no fuiste detrás de Hafner. Demasiado peligroso, ese tipo. No te sentiste con fuerzas para reclamarle nada, no das la talla y lo sabes. Además, tenías un crimen a tus espaldas, preferiste esconderte. Pero yo necesito a Hafner. Así que me vas a explicar todo lo que sabes para ayudarme a encontrarlo: cuál era vuestro acuerdo, qué pasó en realidad, me dirás todo lo que sabes, ¿verdad?
Mi propuesta parece razonable. Le retiro la mordaza, pero su carácter volcánico se impone de inmediato y grita algo que no entiendo. Me agarra de la ropa con su mano libre, tiene un puño de campesino, el muy cabrón, muy fuerte, me suelto de milagro. Eso me pasa por confiarme.
Para colmo me escupe.
En ese contexto su reacción es comprensible, pero no quita que sea poco amistosa.
Comprendo que me he equivocado. He querido mostrarme amable, pero Ravic es un paleto que no se anda con chiquitas. Sufre demasiado como para oponer una verdadera resistencia, es inconstante, de manera que lo tumbo en el suelo de dos patadas en el cráneo y, mientras trata de liberarse del cuchillo que mantiene su tobillo clavado al suelo, busco lo que necesito.
Y la titi lo tiene debajo. Qué le vamos a hacer, agarro el edredón (hay que tener mucho estómago para dormir debajo) y tiro con fuerza. La chica gira sobre sí misma y se queda boca abajo, con la falda medio levantada, sus piernas son blancas y delgadas. También se pinchaba detrás de las rodillas. De todas formas tenía las horas contadas.
Me vuelvo en el instante en que mi amigo Ravic consigue arrancarse el cuchillo del tobillo. Ese tipo tiene la fuerza de un caballo.
Le pego un tiro en la rodilla, su reacción es explosiva, si se me permite la expresión. Su cuerpo se alza literalmente del suelo, grita, pero antes de que se recupere le doy la vuelta, lo cubro con el edredón y me siento encima. Busco la mejor posición, no quiero que se asfixie, lo necesito, solo quiero que se concentre en mis preguntas. Y que deje de gritar.
Tiro de su brazo hacia mí, es curioso estar sentado sobre él, se bambolea como en una atracción de feria o como si montara un potro salvaje, cojo mi cuchillo de caza y apoyo su mano abierta contra el suelo. Hay que ver lo que se mueve el animal, es como si hiciese pesca de altura y estuviera tirando de un pez de cien kilos.
Le corto primero el meñique. A la altura de la segunda falange. Normalmente uno se toma tiempo para deshuesar limpiamente, pero con Ravic todo lo que suponga un poco de delicadeza es innecesario. Me contento con cortar, algo decepcionante cuando uno es un esteta.
Estoy dispuesto a apostar a que en menos de un cuarto de hora Ravic me va a decir todo lo que necesito saber. Le interrogo más que nada por quedar bien, porque todavía no está suficientemente concentrado y, con el edredón y conmigo encima, sin contar lo del tobillo y la rodilla, no le resulta fácil expresarse en francés.
Prosigo mi trabajo, ahora con el índice, cómo se mueve el tío, increíble, mientras vuelvo a pensar en mi visita al hospital.
Si no me equivoco, dentro de un momento mi querido serbio me anunciará malas noticias.
Y la solución pasará entonces por esa chica. Me parece totalmente inevitable. Lógicamente, ahora debería mostrarse más cooperativa.
Lo espero por su bien.
17.00 h
—¿Verhoeven?
Ni siquiera «comandante». Demasiado estresada. Ni preliminares, ni fórmulas inútiles. La comisaria Michard no sabe ni por dónde empezar, tiene tantas cosas que decir… Así que opta por una fórmula clásica:
—Tiene que ponerme al corriente…
La jerarquía es siempre el recurso de los seres sin imaginación.
—Habló usted al juez de una «operación limitada», después me sale con «tres objetivos», y al final monta una redada en cinco distritos, ¿se está usted riendo de mí?
Camille abre la boca. Ella le corta la palabra de inmediato, como si lo estuviera viendo venir:
—De todas formas, ya puede detener su demostración de fuerza, comandante, ahora es inútil.
Fracaso. Camille cierra los ojos. Se ha metido en un esprint y acaban de sobrepasarle a pocos metros de la meta.
Louis, a su lado, mira a su alrededor apretando los labios. También lo ha comprendido. Camille, con un dedo, le confirma que el caso se ha ido al garete, con la mano le hace una seña para que mande a casa a todo el mundo y Louis empieza inmediatamente a marcar números en su móvil. La cara del comandante Verhoeven es suficiente para entender. Junto a ellos, los compañeros bajan la cabeza, falsamente decepcionados, les van a echar una buena bronca pero lo han pasado de fábula. Algunos, camino de sus coches, le saludan con complicidad, Camille les responde con gesto abatido.
La comisaria le deja tiempo para digerir la información, pero ese silencio no es más que una pausa teatral, insidiosa, saturada de sobreentendidos.
Anne está de nuevo frente al espejo cuando la enfermera hace su entrada. La mayor, Florence. En fin, mayor… Sin duda es más joven que Anne, menos de cuarenta, pero le gustaría tanto tener diez años menos que eso la envejece.
—¿Va todo bien?
Sus miradas se cruzan en el espejo. Mientras anota la hora en el tablero que cuelga del pie de la cama, la enfermera le sonríe. Incluso con labios como esos, nunca más tendré esa sonrisa, piensa Anne.
—¿Va todo bien?
¡Qué pregunta! No quiere hablar, y menos con ella. No tendría que haber cedido frente a la otra enfermera, la más joven. Debió marcharse, aquí se siente en peligro. Al mismo tiempo, tampoco consigue decidirse, tiene tantas razones para irse como para quedarse.
Y además, está Camille.
En cuanto piensa en él tiembla de miedo, está solo, impotente, nunca lo conseguirá. Y si lo consigue, será demasiado tarde.
Número 45 de la rue Jambier, la comisaria dice que llegará enseguida. Es en el distrito XIII. Camille se presentará allí en menos de un cuarto de hora.
En cierta forma, la redada ha dado sus frutos aunque no sean los deseados. La comunidad serbia se ha movilizado para reencontrar la paz y la discreción que necesita para prosperar, vivir o simplemente sobrevivir, ha puesto en marcha sus redes, ha cercado a Ravic, un juego de niños, y una llamada anónima ha señalado su cuerpo, rue Jambier. Camille esperaba un cuerpo vivo, en vano.
Con el anuncio de la llegada de la policía, el inmueble se ha vaciado en un abrir y cerrar de ojos. No queda ni un alma, nadie a quien interrogar, ni un testigo, nadie que haya visto u oído nada. Es como investigar en el desierto. Solo han dejado a los niños, con ellos no hay nada que temer y todo que ganar, contarán lo que haya que saber a la vuelta, aunque por el momento los policías uniformados los mantienen a distancia, en la acera: juegan, se ríen, se llaman entre ellos. Como no van al colegio, un doble asesinato se convierte para ellos en un recreo.
Arriba, en el umbral del apartamento, la comisaria está de pie con las manos cruzadas, como en misa. Hasta que no aparezcan los técnicos de la científica no dejará entrar más que a Verhoeven, a nadie más, una medida de precaución de la que no está muy convencida y que no servirá de nada, ha debido de pasar tanta gente por el colchón de esa chica que recogerán, como mínimo, unas cincuenta huellas, cabellos y vello de diversa procedencia; se hará, pero más que nada por respeto al protocolo.
Cuando Camille llega, la comisaria ni le mira, ni se vuelve, solo se interna en la habitación, con paso muy cuidadoso, atento, precavido. Camille pisa por donde ella ha pisado. Silenciosamente, ambos proceden a su análisis y van anotando los indicios. La chica —droga y prostitución— murió en primer lugar. Viéndola boca abajo, como si estuviera enfurruñada, puede adivinarse que la manta que cubre púdicamente el cuerpo de Ravic estaba debajo de ella y la han sacado de un tirón, lanzándola brutalmente contra el tabique. Si solo se tratara de ese cuerpo pálido, uno entre miles, presa del rígor mortis, no habría gran cosa que decir, sobredosis o asesinato, mueren todas más o menos en la misma posición, pero como está el otro cuerpo, la cosa cambia.
La comisaria avanza lentamente, siempre alejada del charco de sangre que impregna el sucio parqué. El tobillo no es más que un amasijo de huesos unido a la pierna por unos pocos jirones de piel. ¿Seccionado? ¿Arrancado? Camille saca sus gafas, se agacha, observa, busca marcas en el suelo, encuentra algo más lejos el impacto de la bala, vuelve al tobillo; los huesos muestran la huella de un cuchillo, se inclina aún más, como un indio al acecho del enemigo, y descubre la marca limpia de la punta de un puñal en el parqué. Cuando se levanta intenta recomponer esa parte de la escena. En orden. Primero el tobillo, luego los dedos.
La comisaria hace inventario. Cinco dedos. La cuenta está clara, pero no así el orden, el índice aquí, el corazón allá, el pulgar un poco más lejos, todos cortados a la altura de la segunda falange. El muñón de la mano sobresale, pálido, por debajo de la manta, calada de sangre negra. Con la punta del bolígrafo, la comisaria la levanta. Aparece el rostro de Ravic, que dice a las claras lo que ha sufrido.
Todo terminó con una bala en la nuca.
—¿Y bien? —pregunta la comisaria Michard.
Con tono casi alegre, quiere buenas noticias.
—En mi opinión —empieza a decir Camille—, los tipos entraron…
—¡Ahórreme tonterías, comandante, está muy claro lo que ha pasado! A mí lo que me interesa es lo que está haciendo usted, ¡usted!
¿Qué está haciendo Camille?, se pregunta Anne.
La enfermera se ha marchado después de haber cruzado algunas palabras, Anne ha estado agresiva, la otra ha fingido no percatarse.
—¿No necesita nada?
No, nada, un único movimiento de cabeza. Anne ya piensa en otra cosa. Como en cada ocasión, verse en el espejo le ha destrozado la moral, y al mismo tiempo no puede evitarlo. Lo hace una y otra vez, se vuelve a acostar, se levanta. Ahora que tiene los resultados de las radiografías y del escáner no para quieta, la habitación la obsesiona y la deprime.
Huir. Lo tiene decidido.
Ha encontrado el valor de sus reflejos de niña para huir, para esconderse. Hay en eso algo en común con la violación, siente vergüenza. Vergüenza del ser en el que se ha convertido, también eso lo ha visto en el espejo.
¿Qué está haciendo Camille?, se pregunta.
La comisaria Michard ha reculado para abandonar la habitación y vuelve a tener los pies en el lugar exacto en el que los puso al entrar, con un margen de error milimétrico. Como en un ballet bien ensayado, su salida se ha coordinado con la llegada de los técnicos. La comisaria recorre una parte del pasillo marcha atrás, para que su trasero deje vía libre. Se detiene en el descansillo. Se vuelve hacia Camille, cruza los brazos y sonríe. Cuéntemelo.
—El cuádruple atraco de enero fue obra de una banda dirigida por Vincent Hafner y de la que formaba parte Ravic.
Señala con el pulgar la habitación, violentamente iluminada por los focos de la policía científica. La comisaria asiente con la cabeza, eso ya lo sabemos, prosiga.
—La banda ha vuelto a las andadas y atracó ayer la joyería del pasaje Monier. La operación se desarrolló bien salvo por un detalle, la presencia de esa clienta, Anne Forestier. No sé lo que ha visto aparte de sus caras, pero ha pasado algo. Continuamos interrogándola, tanto como su estado lo permite. No obstante, no hemos llegado a ninguna conclusión. En todo caso, es lo bastante importante para que Hafner haya intentado matarla varias veces. Incluso en el hospital… —levanta las manos al cielo—, ¡estoy seguro! ¡Aunque no tengamos prueba de ello!
—¿Ha pedido el juez una reconstrucción del atraco?
Desde su visita a la galería Monier, Camille no ha informado al juez de nada. Va a tener que decirle todo de golpe, será mejor tomar aliento.
—Todavía no —dice con tono seguro—. Pero, visto el giro de esta historia, en cuanto la testigo esté en disposición de…
—¿Y qué hay de esto? ¿Han venido a quitarle a Ravic su parte del botín?
—Sea lo que sea, han venido a hacerle hablar. Del botín, es posible…
—Este asunto plantea numerosas incógnitas, comandante Verhoeven, pero resulta que plantea menos que su actitud.
Camille ensaya una sonrisa. A estas alturas ha intentado ya de todo.
—Quizá me haya precipitado…
—¿Precipitado? Se salta usted todas las reglas, tiene autorización para una pequeña operación y al final pone patas arriba los distritos XIII, XVIII, XIX y la mitad del XV, sin pedir opinión a nadie.
Pone un poco de suspense y…
—Ha sobrepasado claramente el permiso del juez.
Tenía que ocurrir, pero le parece que llega antes de lo previsto.
—Y de sus superiores. Todavía no me ha entregado ni una sola línea de su informe, actúa como un electrón libre. ¿Quién se cree que es, comandante Verhoeven?
—Solo hago mi trabajo.
—«Servir y proteger.» ¡Pro-te-ger!
Camille se aleja tres pasos, le gustaría estrangularla. Respira hondo.
—Ha subestimado usted el caso —dice—. No se trata simplemente de la paliza a una chica. Los atracadores son reincidentes, mataron a una persona durante un cuádruple atraco. El jefe, Vincent Hafner, es un tipo sin piedad y está acompañado por serbios que tampoco son hermanitas de la caridad. Todavía no sé por qué razón, pero Hafner quiere matar a esa mujer y, aunque no quiera usted creerme, estoy convencido de que se ha presentado en el hospital con un arma. Si matan a nuestra testigo, habrá que dar explicaciones, ¡usted la primera!
—De acuerdo, esa chica es de una importancia estratégica inconmensurable, pero para anticiparse a un riesgo que no puede usted demostrar, arrambla en París con todo lo que ha nacido entre Belgrado y Sarajevo.
—Sarajevo está en Bosnia, no en Serbia.
—¿Cómo dice?
Camille cierra los ojos.
—De acuerdo —concede—, me he saltado el protocolo, en mi informe yo…
—No se trata solo de eso, comandante.
Verhoeven frunce el ceño, su alarma interna empieza a sonar con urgencia. Sabe perfectamente hasta dónde puede llegar la comisaria si lo desea. Señala con la cabeza la habitación donde yace el cuerpo de Ravic.
—Le ha obligado usted a salir de su escondrijo haciendo mucho ruido, comandante. Y se lo ha puesto en bandeja al asesino.
—Nada lo demuestra.
—No, pero la duda es legítima. Y, cuando menos, una redada brutal exclusivamente centrada en una etnia extranjera, organizada sin el aval de sus superiores y transgrediendo la autorización del juez, solo tiene un nombre, comandante.
Para ser sincero, Camille no había previsto ese punto de vista. Palidece.
—Se llama razia.
Cierra los ojos. Qué desastre.
¿Qué está haciendo Camille? Anne no ha tocado la bandeja de la comida. La auxiliar, originaria de Martinica, se la ha llevado intacta —hay que comer, no hay que abandonarse, qué pena ver cosas así—. Anne, de pronto, se siente agresiva con todo el mundo. Como con la enfermera, que un rato antes le decía:
—Todo irá bien, ya verá.
—¡Ya voy muy bien! —ha respondido Anne.
La enfermera era sincera, quería ayudar de verdad, ha sido un mal gesto desarmar su buena voluntad, sus ganas de hacer el bien, de esa manera. Pero cuando ha probado con el tópico, el recurso a la paciencia, Anne ha replicado:
—¿A usted le han dado ya una paliza? ¿Han intentado matarla a culatazos, a patadas? ¿Le disparan a menudo con una escopeta de caza? Vamos, cuéntemelo, eso me animará, estoy segura…
Cuando Florence ha salido, Anne le ha pedido llorando que volviera y le ha dicho: perdóneme, lo siento. La enfermera ha hecho un ligero gesto, no hay problema.
Da la impresión de que esas mujeres aguantan todo lo que se les diga.
—Ha querido y ha pedido encargarse de este caso, poniendo como excusa un informador que no ha servido de nada. Ya que estamos, ¿cómo se enteró del atraco, comandante?
—Por Guérin.
Le sale así, sin más. El primer compañero que le ha venido a la cabeza. Al no encontrar otra solución, se ha puesto en manos de la providencia, pero la providencia es como la homeopatía, si no se cree en ella… El resultado es catastrófico. Habrá que llamar a Guérin, pero solo ayudará a Camille si no corre demasiado riesgo. La comisaria se queda pensativa.
—¿Y cómo lo supo Guérin?
Se corrige:
—Quiero decir, ¿por qué se lo comentó a usted?
La perspectiva que contempla obliga a Verhoeven a subir la apuesta, cosa que no ha dejado de hacer desde el principio.
—Bueno, lo cierto es que surgió así…
No se le ocurre ninguna idea. Es evidente que la comisaria está cada vez más interesada en este caso. Se lo van a quitar. Quizá algo peor. La amenaza de informar al fiscal, de una investigación de Asuntos Internos, se perfila en el horizonte.
Durante una fracción de segundo, la imagen de cinco dedos cortados se interpone entre la comisaria y él; son los dedos de Anne, los reconoce sin dudarlo. El asesino está en movimiento.
La comisaria Michard arrastra su enorme trasero hasta el descansillo, dejando a Camille con sus reflexiones.
Piensa lo mismo que ella: no se puede descartar que haya ayudado al asesino a encontrar a Ravic, pero no tenía otra alternativa si quería actuar deprisa. Hafner pretende librarse de todos los testigos y actores del atraco de la galería Monier: Ravic, Anne, pronto le tocará al último comparsa, el conductor…
En todo caso, él es la clave del problema, el que manda en toda esta historia.
Asuntos Internos, la comisaria y el juez pueden esperar, piensa Camille. Para él, lo más urgente es proteger a Anne.
Recuerda haberlo aprendido en la autoescuela, cuando entras demasiado rápido en una curva hay dos soluciones. La mala reacción consiste en frenar, tienes todas las papeletas para acabar en la cuneta. Paradójicamente, lo más eficaz es acelerar, pero para conseguirlo hay que luchar contra un instinto de conservación que empuja a detenerse.
Camille decide acelerar.
Es la única forma de salir de esa curva peligrosa. No quiere pensar que también es lo que hay que hacer cuando uno quiere lanzarse por un precipicio.
Pero no hay muchas alternativas…
18.00 h
Cada vez que lo ve, Camille piensa que Mouloud Faraoui no se parece en nada a alguien que pueda llamarse Mouloud Faraoui. Los rasgos de sus raíces marroquíes siguen presentes en su nombre, pero en cuanto a su físico todo se ha diluido en tres generaciones de uniones inesperadas y acoplamientos casuales, una mezcla cacofónica de sorprendentes resultados. El rostro de ese chico es un concentrado de historia. Castaño muy claro, casi rubio, una nariz bastante larga, un mentón cuadrado atravesado por una cicatriz que debió de doler lo suyo y que le confiere un aspecto malvado, y unos ojos de un azul verdoso glacial. Su edad debe de situarse entre los treinta y los cuarenta, imposible decirlo. Para quedarse tranquilo es preciso leer su ficha, en la que se descubre una hoja de servicios que confirma una rara y precoz madurez. De hecho, tiene treinta y siete años.
Es un hombre tranquilo, casi despreocupado, de pocos gestos y palabras. Se sienta frente a Camille sin dejar de mirarle a los ojos, tenso, como si esperase que el comandante desenfundase su arma reglamentaria. Es desconfiado. Sin duda no lo suficiente, porque en lugar de estar tan tranquilo en su casa, está aquí, en la sala de visitas de la Prisión Central. Podían haberle caído veinte años, pero le condenaron a diez y cumplirá siete. Lleva aquí dos. A pesar de su actitud, Camille siente, al verlo, que se le hace terriblemente largo.
Frente a un poli, una visita inesperada, la desconfianza de Faraoui está por las nubes. Se sienta muy recto, cruza los brazos. Entre los dos hombres todavía no ha habido una sola palabra, pero el número de mensajes que se han intercambiado es sencillamente alucinante.
La mera visita del comandante Verhoeven es en sí un mensaje bastante complejo.
En una cárcel se sabe todo. Antes incluso de que el preso entre en la sala de visitas, la noticia corre por las galerías. Qué es lo que quiere un poli de la criminal de un proxeneta del calibre de Faraoui, esa es la gran pregunta. En el fondo, poco importa el motivo de la entrevista, los rumores invadirán el lugar; las hipótesis, desde las más racionales hasta las más disparatadas, se golpearán unas contra otras como dentro de un gigantesco billar y, según los intereses de cada uno y del peso respectivo de las bandas presentes, la madeja se desenrollará solita.
Por eso está Camille allí, sentado en el locutorio con las manos cruzadas, y se limita a mirar a Faraoui. Nada más. El trabajo se hace solo, sin levantar ni un dedo.
Pero el silencio se hace realmente pesado.
Faraoui, que sigue sentado, espera y observa, sin decir palabra. Camille no se mueve. Piensa en la forma en que el nombre de ese delincuente le ha venido a la cabeza cuando la comisaria le ha interrogado. Su inconsciente sabía ya lo que había que hacer, pero Camille lo ha comprendido más tarde: es el camino más rápido hacia Vincent Hafner.
Para llegar al final de la senda, del túnel que acaba de enfilar, Camille tendrá que atravesar momentos difíciles. La angustia le va llenando como el agua en una bañera. Si Faraoui no le mirase tan fijamente se levantaría a abrir la ventana. El solo hecho de entrar en la Prisión Central ya le ha producido una gran impresión.
Respirar. Volver a respirar. Y va a tener que seguir…
Vuelve a pensar en la forma en que dijo «un asunto a tres bandas». Su cerebro funciona más rápido que él, que solo más tarde entiende lo que ha decidido. Lo comprende ahora.
El reloj cuenta los segundos, luego los minutos, dentro del locutorio cerrado los sobreentendidos resuenan a la velocidad de las vibraciones.
Faraoui muestra en primer lugar desprecio, piensa que se trata de la prueba del silencio, en la que cada uno espera a que el otro hable, una especie de pulso de inercia, una técnica bastante vulgar, y le sorprende. Conoce la reputación del comandante Verhoeven, no es el tipo de poli que se rebaja a esa clase de prácticas. Así que hay algo más. Camille le ve bajar la cabeza, pensar lo más deprisa que puede. Como es inteligente, llega a la única explicación posible, y se dispone a levantarse.
Camille se anticipa, tst tst tst… sin mirarle. Faraoui, que tiene una excelente percepción del interés que suscita, decide seguir el juego. El tiempo continúa pasando.
Esperan. Diez minutos. Luego un cuarto de hora. Veinte minutos.
Camille da entonces la señal. Abre los brazos.
—Bueno. No es que me esté aburriendo…
Se levanta. Faraoui permanece sentado. Sonrisa discreta, apenas perceptible, incluso se recuesta en el respaldo de su silla como si quisiera tumbarse.
—¿Me toma usted por el cartero?
Camille está en la puerta. Golpea con la palma de la mano para que le abran, se vuelve.
—En cierto modo, sí.
—¿Y yo qué gano?
Camille pone cara de estar escandalizado.
—¡Habrás ayudado a la justicia de tu país! Joder, ¿te parece poco?
La puerta se abre, el guardia se echa a un lado para dejar pasar a Camille, que permanece un momento en el umbral.
—Dime, Mouloud, a propósito… El tipo que te denunció, esto…, cómo se llamaba… Joder, tengo su nombre en la punta de la lengua…
Faraoui nunca supo quién le había denunciado. Movió cielo y tierra para averiguarlo, daría cuatro años de prisión por enterarse, todo el mundo lo sabe. Y nadie es capaz de imaginar realmente lo que Faraoui hará con ese tipo cuando lo encuentre.
Sonríe y asiente con la cabeza. De acuerdo.
Es el primer mensaje de Camille.
Visitar a Faraoui es como decirle a alguien: vengo de hacer un trato con un asesino.
Si le doy el nombre de quien le entregó, no podrá negarse a nada.
A cambio de ese nombre, puedo ordenarle que vaya detrás de ti, estará a tus espaldas antes de que tengas tiempo de respirar.
A partir de ahora, puedes contar los segundos.
19.30 h
Camille se sienta en su despacho, los compañeros asoman la cabeza, hacen una seña con la mano, todo el mundo ha oído hablar de su caso, claro, y es el centro de todas las conversaciones. Sin contar a los que han participado en la «razia», que no están preocupados pero ya han oído la palabra por ahí, la comisaria ha comenzado su labor de zapa. Mal asunto. ¿Qué pretende Camille? Nadie lo sabe. Ni siquiera a Louis le ha dicho casi nada, así que el rumor circula a gran velocidad, un policía de ese nivel, como si tuviera algo que reprocharse; algunos se muestran sorprendidos, otros asombrados, se sabe que la comisaria está furiosa, y eso no es nada comparado con el juez, que va a convocar a todo el mundo. Hasta el comisario jefe Le Guen está que no hay quien se le acerque, pero, oh, sorpresa, cuando uno se asoma al despacho, se ve a Verhoeven tecleando su informe, tranquilo como Juan el Bautista, como si la cosa no fuese con él o el asunto del atraco con un equipo de asesinos se tratase de una cuestión personal —no entiendo nada, ¿y tú? Yo tampoco. Resulta extraño—. Pero nadie se detiene demasiado, la corriente los arrastra, se oye un alboroto por ahí, en los pasillos, y gritos. Aquí se trabaja día y noche, sin descanso.
Camille debe terminar ese informe, intentar limitar el desastre anunciado. Lo que necesita es un poco de tiempo, muy poco. Si su estrategia funciona, encontrará a Hafner rápidamente.
Un día o dos.
Ese es el objetivo de su informe. Ganar dos días.
En cuanto localicen y detengan a Hafner todo se aclarará, las nieblas del caso se disiparán, Camille se justificará, pedirá excusas, recibirá la carta certificada con la advertencia administrativa, quizá el despido, el bloqueo de cualquier ascenso hasta el final de su carrera, deberá quizá pedir —o aceptar— un cambio de destino, pero nada de eso importará. Hafner entre rejas, Anne a salvo. Lo demás…
En el momento de comenzar la redacción de algo tan delicado (esto de los informes, a él…) recuerda la página del cuaderno que ha tirado a la papelera, hace unas horas. Se levanta, la recupera. El rostro de Vincent Hafner, el de Anne en su cama de hospital. Mientras alisa la hoja arrugada sobre la mesa con la palma de la mano, con la otra llama a Guérin, para dejarle un mensaje, el tercero del día. Si Guérin no le responde rápidamente es que no quiere hacerlo. En cambio, el comisario jefe Le Guen lleva detrás de Camille varias horas, todo el mundo corre detrás de todo el mundo. Cuatro mensajes, uno detrás de otro: «¿Qué coño estás haciendo, Camille? ¡Llámame!», está muy enfadado. Y con razón. De hecho, Camille ha escrito apenas las primeras líneas de su informe cuando el teléfono se pone a vibrar de nuevo. Le Guen. Esta vez descuelga y cierra los ojos, preparado para la avalancha.
Al contrario, Le Guen habla en voz baja, tranquilo.
—¿No crees que deberíamos vernos, Camille?
Camille puede decir que sí o decir que no. Le Guen es amigo suyo, el único que le queda de todos sus naufragios, el único capaz de enderezar el rumbo. Pero Camille no dice nada.
Se encuentra en uno de esos momentos decisivos que pueden, o no, salvarle a uno la vida, y calla.
No crean que se ha vuelto súbitamente masoquista o suicida. Al contrario, se siente muy lúcido. En tres trazos, en una esquina en blanco, esboza el perfil de Anne. Hacía lo mismo con Irène en cuanto tenía un segundo libre, del mismo modo que otros se comen las uñas.
Le Guen intenta hacerle razonar, usa su tono más persuasivo, más aplicado:
—Has estado removiendo mierda toda la tarde, todo el mundo se pregunta si buscamos a terroristas internacionales, has roto todos los tratos. Los soplones están asustados. Echas por tierra el trabajo de tus compañeros con esa gente durante años. En tres horas arruinas un año de seguimientos y con la muerte del serbio ese, Ravic, todo se complica más aún. Ahora tienes que decirme exactamente lo que pasa.
Camille no se concentra en la conversación, mira su dibujo. Hubiera podido ser otra mujer, piensa, pero ha sido ella, Anne. En su vida y en la galería Monier. ¿Por qué ella y no otra? Misterio. Al recuperar en el dibujo la forma de los labios de Anne, Camille podría casi sentir su calor, subraya un trazo, ese punto, justo debajo de la mandíbula, que le gusta tanto.
—Camille, ¿me estás escuchando? —pregunta Le Guen.
—Sí, Jean, te escucho.
—No estoy seguro de poder salvarte esta vez de la quema, ¿sabes? Me está costando mucho calmar al juez. Es un tipo inteligente y, por eso mismo, no hay que tomarlo por idiota. Y naturalmente los jefazos se me han echado encima hace menos de una hora, pero creo que puedo limitar los daños.
Camille suelta el lápiz, inclina la cabeza, a fuerza de querer corregirlo ha estropeado completamente el retrato de Anne. Siempre pasa lo mismo, tiene que salir del tirón, si se retoca demasiado se arruina.
Y, de pronto, una nueva idea surge en su mente, una idea totalmente inédita, una cuestión que, por muy sorprendente que parezca, no se había planteado todavía: ¿qué va a ser de mí después?, ¿qué es lo que quiero? Y como a veces en los diálogos de sordos, aunque no consigan ni escucharse ni ser escuchados, curiosamente los dos hombres llegan a la misma conclusión:
—¿Es un asunto personal, Camille? —pregunta Jean—. ¿Conoces a esa chica personalmente?
—Que no, Jean, qué cosas se te ocurren…
Le Guen deja flotar un doloroso silencio. Después se encoge de hombros.
—Si pasa algo habrá una investigación…
Camille comprende de pronto que toda esa historia no es solo una cuestión de amor, que es otra cosa. Ha empezado a recorrer un camino oscuro y sinuoso, desconoce adónde le lleva pero siente, sabe que no está siendo arrastrado por una pasión ciega por Anne.
Hay algo distinto que le empuja a continuar, cueste lo que cueste.
En el fondo, hace con su vida lo que siempre ha hecho con sus casos, prosigue hasta el final para comprender cómo ha llegado hasta ahí.
—Si no te explicas inmediatamente —continúa Le Guen—, si no lo haces aquí, ahora, la comisaria Michard informará al Ministerio Público, Camille. No podremos evitar una investigación interna…
—Pero… una investigación interna… ¿sobre qué?
Le Guen se encoge de nuevo de hombros.
—Vale. Como quieras.
20.15 h
Camille llama suavemente a la puerta de la habitación, sin obtener respuesta. Abre. Anne está tumbada, mirando al techo, se sienta a su lado.
No se hablan. La toma simplemente de la mano, ella se deja hacer, todo en ella rezuma un terrible abandono, como una renuncia. Sin embargo, después de unos minutos, dice sin afectación:
—Quiero salir…
Se incorpora lentamente en la cama, apoyándose en los codos.
—Como no te van a operar —dice Camille—, podrás volver a casa dentro de poco. Es cosa de uno o dos días.
—No, Camille —habla lentamente—. Quiero salir ya, ahora.
Camille frunce el ceño, Anne mueve la cabeza de un lado a otro y repite:
—Ahora.
—No puedes salir así, en plena noche. Y además hace falta un alta médica, recetas, y…
—¡No! Quiero marcharme, Camille, ¿lo entiendes?
Camille se levanta, debe calmarla, está poniéndose nerviosa. Pero ella se le ha adelantado, ha sacado las piernas de la cama y se ha puesto en pie.
—No quiero seguir aquí, ¡nadie puede obligarme!
—Pero nadie trata de obli…
Ha calculado mal sus fuerzas, se marea, se apoya en Camille, se sienta en la cama y baja la cabeza.
—Estoy segura de que ha venido, Camille, quiere matarme, esto no va a quedar así, lo sé, lo presiento.
—¡No sabes nada, no presientes nada! —dice Camille.
Imponerse por la fuerza no es la estrategia adecuada, porque lo que impulsa a Anne es el pánico, inaccesible a la razón o a la autoridad. Ha empezado a temblar.
—Hay un agente en la puerta, no puede pasarte nada…
—¡Ya vale, Camille! Cuando no está en el servicio, ¡está jugando con el teléfono! Ni siquiera se percata de si salgo del cuarto…
—Voy a pedir que traigan a otro. De noche…
—¿De noche qué?
Intenta sonarse, pero le duele la nariz.
—Ya lo sabes… De noche todo da más miedo, pero te aseguro…
—No, tú no me aseguras nada. Precisamente…
Esa sola palabra hace un daño terrible, tanto al uno como al otro. Ella quiere marcharse precisamente porque él no puede garantizar su seguridad. Todo es culpa suya. Tira el pañuelo al suelo con rabia. Camille intenta ayudarla pero ella no quiere —déjame—, dice que se las arreglará sola…
—¿Cómo que sola?
—Déjame ahora, Camille, no te necesito.
Pero tras decir eso vuelve a acostarse, no es sencillo mantenerse en pie, el cansancio la vence, él la arropa. Déjame.
Entonces la deja, se vuelve a sentar, intenta acariciarle la mano, pero es una mano fría, inánime.
Su posición en la cama es como un insulto.
—Puedes marcharte… —dice.
No le mira. Gira el rostro hacia la ventana.