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Un acontecimiento se considera decisivo cuando desbarata nuestras vidas por completo. Camille Verhoeven había leído esta afirmación unos meses antes, en un artículo sobre «La aceleración de la historia». Ese acontecimiento decisivo, sobrecogedor, inesperado, capaz de provocar un cortocircuito en el sistema nervioso, lo podrán distinguir inmediatamente del resto de accidentes vitales porque transmite una energía y una intensidad particulares. En cuanto ocurra, serán conscientes de que sus consecuencias van a ser de proporciones gigantescas, de que lo que ha pasado es irreversible.
Por ejemplo, tres disparos de una escopeta de repetición sobre la mujer que uno ama.
Eso es lo que le va a suceder a Camille.
Y poco importa que ese día hayan tenido que acudir, como él, al entierro de su mejor amigo y que tengan la sensación de que ya ha sido suficiente para una sola jornada. El destino no es de los que se contentan con ese tipo de banalidades; es perfectamente capaz, por el contrario, de manifestarse en forma de asesino armado con una Mossberg 500 del calibre 12 y cañón recortado.
Queda saber ahora cómo reaccionarían. Esa es la cuestión.
Porque la capacidad de razonar queda aturdida hasta tal punto que la mayoría de las veces se reacciona de forma puramente instintiva. Por ejemplo cuando, antes de los tres disparos, muelen literalmente a palos a la mujer amada y después se ve claramente al asesino empuñar la escopeta tras haberla cargado con un golpe seco.
Sin duda en esos momentos surgen los hombres extraordinarios, aquellos que saben tomar las mejores decisiones en las peores circunstancias.
Pero si ustedes son tan solo ordinarios se defenderán como puedan. Y con toda probabilidad, frente a un seísmo de tales dimensiones, estarán condenados a lo aproximativo o al error, cuando no reducidos directamente a la impotencia.
Si uno es lo suficientemente mayor como para haber pasado por alguna de estas situaciones, imagina que ya está inmunizado. Es el caso de Camille. Su primera mujer fue asesinada, un cataclismo del que tardó años en recuperarse. Cuando se ha atravesado ese mal trago, uno piensa que no le puede pasar nada peor.
Es una trampa.
Porque bajamos la guardia.
Para el destino, siempre atento, es el mejor momento para cruzarse en nuestro camino.
Y recordarnos la infalible puntualidad del azar.
Anne Forestier entra en la galería Monier poco después de que abran. El vestíbulo principal está casi vacío, todavía flota un olor un poco mareante a producto de limpieza. Las tiendas van abriendo con parsimonia y sacan sus puestos de libros o de joyas y los expositores.
La galería, construida en el siglo XIX al pie de los Campos Elíseos, alberga boutiques de lujo, papelerías, peleterías y tiendas de antigüedades. Está cubierta de cristaleras, de modo que, al levantar la vista, el paseante curioso puede descubrir un montón de detalles art déco, cerámicas, molduras y pequeñas vidrieras. Anne podría admirarlas también si tuviese ganas, pero, como ella misma admite, las mañanas no son lo suyo. Y a esas horas, las alturas, los detalles y los techos son lo que menos le importa.
Lo único que necesita por encima de todo es un café. Muy cargado.
Porque hoy, precisamente, Camille ha remoloneado en la cama. Al contrario que ella, es madrugador. Aunque Anne no estaba muy por la labor esta vez. Así que, rechazando amablemente las proposiciones de Camille —que tiene las manos muy cálidas, es difícil resistirse a ellas—, se ha metido en la ducha olvidando la cafetera que había dejado puesta, ha vuelto a la cocina mientras se secaba el pelo, se ha encontrado el café ya frío, ha recuperado una de sus lentillas a pocos milímetros del desagüe del lavabo…
Y después de todo eso, la hora se le ha echado encima y no ha tenido más remedio que salir. Con el estómago vacío.
A su llegada al pasaje Monier, poco después de las diez, se sienta pues en la terraza del pequeño café que hay a la entrada. Es la primera clienta. La cafetera está calentándose aún, tiene que aguardar a que le sirvan y si consulta su reloj varias veces no es porque tenga prisa. Es por el camarero, para quitárselo de encima. Como no tiene gran cosa que hacer aparte de esperar a que esté lista la máquina, el hombre aprovecha para intentar entablar conversación. Pasa la bayeta a las mesas de alrededor mientras la observa por debajo del brazo y, como quien no quiere la cosa, se va acercando en círculos concéntricos. Es un tipo alto, delgado, parlanchín, un rubio con el pelo graso de los que se ven a menudo en las zonas turísticas. Cuando termina su última vuelta se planta cerca de ella, con una mano en los riñones, lanza un silbido de admiración mirando al exterior y suelta su reflexión meteorológica diaria, de una mediocridad lamentable.
Este camarero es un imbécil pero no carece de gusto, porque Anne, a sus cuarenta años, sigue siendo una preciosidad. Delicadamente morena, con sus hermosos ojos verde claro y una sonrisa arrebatadora… es una mujer francamente luminosa. Con hoyuelos… Y sus gestos lentos, elásticos, que provocan unas ganas irreprimibles de tocarla porque todo en ella parece redondo y firme: sus senos, sus nalgas, su pequeño vientre, sus muslos. En verdad todo en ella es redondo y firme, el tipo de tentación que vuelve loco.
Cada vez que lo piensa, Camille se pregunta qué hace con él. A sus cincuenta, está casi calvo, pero sobre todo, sobre todo, mide un metro cuarenta y cinco. Para hacerse una idea, tiene la estatura aproximada de un chico de trece años. Hay que decir también, para evitar elucubraciones, que Anne no es muy alta, pero en cualquier caso mide veintidós centímetros más que él. Le saca casi una cabeza.
Anne responde a las insinuaciones del camarero con una sonrisa encantadora y muy expresiva: vete a tomar por saco (el hombre da señales de haberlo comprendido, no le vayan a reprochar el ser amable), y una vez apurado el café, atraviesa el pasaje Monier en dirección a la rue Georges-Flandrin. Está llegando casi al otro extremo cuando introduce la mano en su bolso, sin duda para coger la cartera, y siente algo húmedo. Sus dedos se ponen perdidos de tinta. Una pluma que ha reventado.
Para Camille, la historia propiamente dicha empieza con esa pluma. O con el hecho de que Anne eligiese ir a esa galería y no a otra, precisamente esa mañana y no otra, etcétera. La suma de coincidencias necesarias para que sobrevenga una catástrofe es de todo punto desalentadora. Pero Camille y Anne se conocieron también gracias a una suma similar de coincidencias, así que no puede quejarse.
Esa pluma, por tanto, con su corriente cartucho de tinta que gotea. Azul oscuro y muy pequeña. Camille la recuerda. Anne es zurda, su mano adopta una posición muy particular cuando escribe, uno no sabe cómo lo consigue, pero es que además tiene una letra enorme, como si encadenara con rabia una serie de firmas y, curiosamente, elige siempre plumas minúsculas, lo que hace que el espectáculo sea todavía más asombroso.
Cuando saca del bolso su mano cubierta de tinta, el primer impulso de Anne es inquietarse por los daños. Busca una solución y la encuentra, a su derecha, en una jardinera. Apoya el bolso en el borde de madera y comienza a sacarlo todo.
Está bastante molesta, pero el susto es mayor que el estropicio. De hecho, si la conociésemos un poco, veríamos que no hay nada que temer. Anne no posee nada. Ni en su bolso ni en su vida. Cualquiera podría comprarse lo que lleva encima. No tiene casa ni coche propios, gasta lo que gana, no más pero tampoco menos. No ahorra porque no lo lleva en la sangre: su padre era comerciante. Justo antes de declararse en bancarrota, se fugó con la caja de una cuarentena de asociaciones que lo acababan de elegir tesorero y no se le volvió a ver. Lo que sin duda explica que Anne tenga una relación muy distante con el dinero. Sus últimas preocupaciones financieras se remontan a la época en que educaba sola a su hija, Agathe, mucho tiempo atrás.
Anne tira la pluma a la papelera y se guarda el móvil en el bolsillo de la chaqueta. La cartera está manchada y no tiene arreglo, pero los papeles que hay en el interior siguen intactos. En cuanto al bolso, el forro está húmedo pero la tinta no lo ha atravesado. Anne piensa quizá en comprarse otro esa misma mañana, una galería comercial es el lugar ideal, pero no lo sabremos nunca porque lo que pasará después le impedirá seguir adelante con cualquier proyecto. Mientras tanto, intenta hacer un apaño tapizando el fondo del bolso con unos pañuelos de papel y, al terminar, lo único que le importa son sus dedos llenos de tinta, ahora los de ambas manos.
Podría volver a la cafetería, aunque encontrarse de nuevo con el camarero es una perspectiva bastante desalentadora. Cuando ya se ha hecho a la idea, ve ante ella el cartel de unos aseos públicos, algo no muy frecuente en un lugar de ese tipo. Es un espacio situado justo después de la pastelería Cardon y la joyería Desfossés.
A partir de ese momento las cosas se aceleran.
Anne recorre los treinta metros que la separan de los servicios, empuja la puerta y se encuentra de frente a dos hombres.
Han entrado por la salida de emergencia que da a la rue Damiani y se dirigen hacia el interior de la galería.
Es solo un segundo… Suena ridículo pero resulta evidente: si Anne hubiese entrado cinco segundos después, ya se habrían colocado los pasamontañas y todo habría sido muy distinto.
Pero esto es lo que ocurre en realidad: Anne entra y todos se quedan de piedra mientras se observan fijamente.
Ella mira a uno de los hombres y luego al otro, atónita por su presencia y su indumentaria, sobre todo los monos negros.
Y sus armas. Escopetas de repetición. Aunque no sepa nada de armas, impresionan.
Uno de los tipos, el más bajo, lanza un gruñido, algo similar a un grito. Anne lo mira, está pasmado. Vuelve después la cabeza hacia el otro. Más alto, con un rostro duro, rectangular. La escena dura apenas unos segundos, pero los tres protagonistas permanecen mudos, estáticos, tan estupefactos la una como los otros. Todos desprevenidos. Los dos hombres se colocan precipitadamente el pasamontañas. El más alto levanta su arma, se gira y, como si sostuviera un hacha y se dispusiese a talar un roble, golpea a Anne en plena cara con la culata de la escopeta.
Con todas sus fuerzas.
Le revienta literalmente la cabeza. Lanza incluso un bramido que le sale del vientre, como los tenistas cuando golpean una bola.
Anne cae hacia atrás, intenta agarrarse a cualquier cosa pero no encuentra nada. El golpe ha sido tan repentino y violento que tiene la sensación de que su cabeza se ha separado del resto del cuerpo. Sale proyectada un metro hacia atrás y la parte posterior de su cráneo golpea la puerta. Con los brazos abiertos, se derrumba en el suelo.
La culata de madera le ha abierto casi la mitad del rostro, desde la mandíbula hasta la sien, le ha aplastado el pómulo izquierdo, que se ha partido como una fruta, y se ha llevado por delante unos diez centímetros de mejilla. La sangre empieza a brotar. Desde fuera, el ruido ha sido parecido al de un guante de boxeo contra el saco de entrenamiento. Anne, sin embargo, lo ha sentido desde dentro como un martillazo, pero de un martillo de veinte centímetros de largo, asido e impulsado con las dos manos.
El otro tipo empieza a gritar, furioso. Anne lo oye como en la lejanía, porque a su mente le cuesta mucho fijar la atención.
Como si nada, el más alto avanza hacia ella, apunta con el cañón de su arma a su cabeza, la carga con un golpe seco y se dispone a disparar cuando su cómplice grita de nuevo. Esta vez mucho más fuerte. Quizá hasta le agarre por la manga. Anne, aturdida, no consigue abrir los ojos, solo sus manos se agitan, se abren y cierran en el vacío, en un movimiento espasmódico y reflejo.
El hombre que sostiene la repetidora se detiene, se da la vuelta, duda: es cierto que un disparo es la mejor forma de atraer a la poli antes de haber empezado, cualquier profesional lo sabe. Por un momento vacila sobre los pasos a seguir y, una vez tomada la decisión, se vuelve de nuevo hacia Anne y le lanza una larga serie de patadas. Ella trata de esquivarlas, pero incluso si hubiese tenido fuerzas se lo habría impedido la puerta contra la que está arrinconada. No hay salida. Por un lado la puerta, por el otro el hombre, en equilibrio sobre su pie izquierdo, que la golpea violentamente con la punta del zapato. Entre una sacudida y la siguiente, Anne recupera fugazmente la respiración, el tipo se detiene un instante y, como no consigue lo que se propone, decide pasar a un método más radical: da la vuelta a la escopeta, la levanta por encima de la cabeza y empieza a machacarla a culatazos. Con todas sus fuerzas, con saña.
Se diría que intenta clavar una estaca en un suelo helado.
Anne se contorsiona para protegerse, se gira, resbala en su propia sangre, abundante, y cruza las dos manos sobre la nuca. El primer golpe llega a la altura del occipucio. El segundo, más ajustado, le aplasta los dedos.
El cambio de método tampoco logra que se pongan de acuerdo, porque el otro hombre, el más bajo, agarra a su cómplice y le impide que siga golpeándola sujetándole el brazo y gritándole. Eso hace que el tipo abandone su idea y recurra de nuevo a la fórmula artesanal. Vuelve a patear el cuerpo de Anne, con golpes bien encajados, llevados a cabo con una fuerte bota de cuero de estilo militar. Apuntando a la cabeza. Agazapada, Anne continúa protegiéndose con los brazos. Los golpes llueven sobre el cráneo, la nuca, los antebrazos, la espalda. Pierde la cuenta de las patadas, los médicos dirán que al menos ocho, el forense más bien nueve, váyase a saber, caen por todas partes.
Es en ese momento cuando Anne pierde el conocimiento.
Para los dos hombres el asunto parece resuelto. Pero el cuerpo de Anne bloquea la puerta que conduce a la galería comercial. Sin ponerse de acuerdo, se inclinan, el más bajo agarra a Anne de un brazo y tira hacia él. La cabeza de la mujer golpea y se balancea por el suelo. Cuando la puerta puede abrirse por fin, le suelta el brazo, que cae pesadamente pero en una posición casi celestial, como las manos de algunos retratos de la Virgen, sensuales y lánguidas. Si hubiese sido testigo de esa parte de la escena, Camille habría captado enseguida el extraño parecido del brazo de Anne, ese abandono, con el de La víctima, también llamado La asfixiada, de Fernand Pelez, lo que habría sido muy perjudicial para su ánimo.
Ahí podría terminar la historia. El relato de una circunstancia desafortunada. Pero el más alto de los dos no lo considera así. Está claro que es el que manda y comprende de inmediato cómo están las cosas.
¿Qué va a pasar ahora con esa chica?
¿Se despertará y empezará a gritar?
¿O irrumpirá en la galería Monier?
Peor aún: ¿puede huir, sin que se den cuenta, por la salida de emergencia y buscar ayuda?
¿Se esconderá en uno de los retretes, cogerá el móvil y llamará a la policía?
Adelanta, pues, el pie para mantener la puerta abierta, se inclina sobre ella, la agarra del tobillo derecho y sale del baño arrastrándola por el suelo una treintena de metros, como un niño que tira de un juguete, con la misma facilidad, con la misma indiferencia de lo que pasa a su espalda.
El cuerpo de Anne tropieza aquí y allá, el hombro choca contra la esquina de los aseos, la cadera contra la pared del pasillo, la cabeza se balancea al ritmo de las sacudidas, se topa con un zócalo, con la esquina de un macetero de los que bordean la galería. Anne no es más que un trapo, un fardo, un maniquí amorfo, sin vida, que se vacía de sangre y deja tras de sí un largo rastro rojo que se coagula al cabo de unos minutos. La sangre se seca pronto.
Está como muerta. Cuando el hombre la suelta, abandona en el suelo un cuerpo desarticulado al que ni siquiera mira, ya no es asunto suyo. Acaba de cargar la escopeta con un gesto firme, definitivo, que da cuenta de su determinación. Los dos hombres irrumpen en la joyería Desfossés gritando órdenes. El establecimiento acaba de abrir. Si hubiese habido un observador, no habría podido dejar de sorprenderse ante el desfase entre la brutalidad que demuestran en cuanto entran y la poca gente que se halla en la tienda. Los dos hombres vociferan sus órdenes al personal (solo hay dos mujeres) y comienzan a repartir golpes de inmediato, en el vientre, en la cara. Todo sucede muy deprisa. Se oye el ruido de vitrinas rotas, gritos, gemidos, jadeos de terror.
Como consecuencia, quizá, de haberse visto arrastrada treinta metros, por los tumbos que ha dado durante el traslado, por la pulsión de seguir viva…, por lo que sea, en ese momento Anne intenta volver a conectarse con la realidad. Su cerebro, como un radar enloquecido, busca desesperadamente encontrar un sentido a lo que pasa, pero es inútil, tiene la conciencia aturdida, literalmente anestesiada por los golpes, por lo repentino de lo que está sucediendo. En cuanto a su cuerpo, está entumecido por el dolor, le resulta imposible mover un solo músculo.
El espectáculo del cuerpo de Anne desplomado en el pasaje y vertiendo un mar de sangre a la entrada de la tienda tendrá un efecto positivo: acelerará definitivamente el golpe.
Dentro no se encuentran más que la dueña y una aprendiza, una jovencita de dieciséis años, delgada como una hoja, que se hace un moño de vieja para ganar un poco de prestancia. En cuanto ve aparecer a los dos hombres cubiertos y armados, en cuanto comprende que se trata de un atraco, se queda con la boca abierta como un pez, hipnotizada, sacrificada, pasiva como una víctima dispuesta a la inmolación. Sus piernas no la sostienen, debe apoyarse en el mostrador. Antes de que sus rodillas cedan, recibe el cañón de un arma en plena cara y se derrumba lentamente, como un suflé. Pasará el resto del tiempo en esa posición, contando los latidos de su corazón, con los brazos sobre la cabeza como si esperase una lluvia de piedras.
En cuanto a la propietaria de la joyería, se atraganta al ver el cuerpo inerte de Anne siendo arrastrado por el suelo por un pie, con la falda levantada hasta la cintura, y el largo rastro de sangre que va dejando tras ella. Intenta pronunciar una palabra que permanece bloqueada en alguna parte. El más alto de los hombres se coloca en la entrada de la tienda, vigila los laterales; el más bajo se precipita sobre ella, apuntándola con su arma. Se la clava brutalmente en el abdomen, a la altura del estómago. Ella consigue retener las náuseas. Él no pronuncia palabra alguna, no es necesario, ya ha puesto el piloto automático. La mujer desactiva torpemente el sistema de seguridad, busca las llaves de las vitrinas, pero no las lleva todas encima, debe ir a la trastienda, y al dar el primer paso se da cuenta de que se ha orinado encima. Entrega el manojo de llaves con mano temblorosa. Nunca lo dirá en sus declaraciones, pero en ese momento le susurra al hombre: «No me mate…». Cambiaría el mundo entero por veinte segundos de existencia. Mientras lo dice, sin que se lo pidan, se tumba en el suelo, con las manos sobre la nuca, y se la escucha murmurar febrilmente: está rezando.
En vista de la brutalidad de esos hombres, uno se pregunta si la oración, por muy fervorosa que sea, constituye una solución práctica. Poco importa, mientras reza no pierden el tiempo, abren todas las vitrinas y vacían el contenido en grandes sacos de tela.
El atraco está bien organizado, dura menos de cuatro minutos. La hora ha sido bien elegida, la entrada por los aseos bien planeada y se han repartido las tareas de forma muy profesional: mientras el primer hombre recoge las joyas de las vitrinas, el segundo, cerca de la puerta, bien plantado, firme y decidido, vigila la tienda por un lado y la galería por el otro.
Una cámara de vídeo situada en el interior del establecimiento mostrará al primer atracador abriendo las vitrinas y los cajones y apropiándose del botín. Una segunda cámara cubre la entrada de la joyería y una pequeña parte de la galería comercial. En esas imágenes se ve a Anne tirada en el pasaje.
En ese instante es cuando la organización del atraco empieza a fallar. A partir del momento en que, en el vídeo, se ve cómo Anne se mueve. Es infinitesimal, algo semejante a un tic. Camille no lo tiene claro al principio, no está seguro de haber visto bien, pero sí, no hay duda, Anne se mueve… Gira la cabeza, la balancea de derecha a izquierda, muy lentamente. Camille conoce ese gesto. En algunos momentos del día, cuando quiere relajarse, se recoloca las cervicales y los músculos del cuello, habla del «esternocleidomastoideo», Camille ni siquiera sabía que existía. Evidentemente, esta vez el movimiento no tiene ni la amplitud ni la suavidad del gesto de relajación. Anne está tumbada de lado, con la pierna derecha doblada de tal manera que la rodilla toca su pecho, su pierna izquierda está estirada, tiene el tronco girado de través, como si fuera a rotar sobre sí misma, mientras su falda, completamente levantada, deja ver sus bragas blancas. La sangre brota con fuerza de su cara.
No está tumbada, la han tirado allí.
Al principio del atraco, el hombre que permanecía cerca de Anne ha estado echándole rápidos vistazos, pero como no se movía, toda su atención se ha dirigido hacia la vigilancia del lugar. Ya no se ocupa de ella, le da la espalda y ni siquiera advierte que un chorro de sangre ha llegado hasta su talón derecho.
Anne empieza a salir de la pesadilla e intenta encontrarle sentido a lo que sucede a su alrededor. Al levantar la cabeza, la cámara capta su rostro muy brevemente. Es desgarrador.
Cuando lo descubre, Camille se queda tan impactado que se equivoca de botón, corrige dos veces, para, rebobina: ni siquiera la reconoce. No hay nada en común entre la tez luminosa y los ojos alegres de Anne y ese rostro bañado en sangre, abotargado, de mirada vacía, que parece tener el doble de volumen y ha perdido su forma original.
Camille se agarra al borde de la mesa y siente unas ganas repentinas de llorar, porque Anne está frente al objetivo de la cámara, mirando aproximadamente hacia él, como hablándole, pidiéndole socorro. Es lo primero que se le ocurre, un pensamiento desolador. Imagínense a uno de sus allegados, a alguien que cuenta con su protección, imagínenselo sufriendo, a punto de morir. Seguro que les recorre un sudor frío. Pues imaginen, aún más allá, que se dirige a ustedes en el preciso instante en que su terror es intolerable. Sentirán ganas de morir. Camille está en esa situación, delante de la pantalla, completamente impotente, sin poder hacer otra cosa que mirar esas grabaciones cuando todo ha pasado ya…
Insoportable, absolutamente insoportable.
Visionará esas imágenes decenas de veces.
En cuanto a Anne, se va a comportar como si todo lo que la rodea hubiese dejado de existir. Si el atracador se colocase sobre ella y apuntara de nuevo a su nuca con el cañón de la escopeta, haría lo mismo. Su instinto de supervivencia resulta increíble, aunque visto desde el otro lado de la pantalla se parece más a un suicidio: en esa posición, a menos de dos metros de un hombre armado que ha demostrado, minutos antes, estar dispuesto a pegarle un tiro en la cabeza sin el menor parpadeo, Anne se dispone a hacer lo que nadie más se atrevería a hacer. Va a intentar levantarse. Sin preocuparse de las consecuencias. Va a tratar de huir. Anne es una mujer con carácter, pero de ahí a enfrentarse desarmada a una escopeta de repetición hay un trecho.
Lo que vendrá después es el resultado casi mecánico de la situación, del enfrentamiento entre dos energías opuestas. Una u otra tendrá que vencer. Están atrapadas en un engranaje. La diferencia es, evidentemente, que una cuenta con un calibre 12. Eso ofrece una ventaja indiscutible. Pero Anne es incapaz de medir la relación de fuerzas presentes, de calcular de manera razonable sus posibilidades, actúa como si estuviese sola. Reúne toda la vitalidad que le queda —y en las imágenes puede verse que no es gran cosa—, mueve la pierna, se apoya en sus brazos, le cuesta mucho, sus manos resbalan en el charco de sangre, está a punto de volver a derrumbarse, lo intenta por segunda vez, y la lentitud con la que trata de levantarse hace que la escena tenga algo de alucinante. Se mueve con pesadez, entumecida, casi podría oírse cómo jadea, y dan ganas de compartir su esfuerzo, de tirar de ella y ayudarla a ponerse en pie.
Camille desea más bien suplicarle que no haga nada. Aunque el tipo tardase un minuto en volverse, Anne, en el estado de embriaguez y de extravío en el que se encuentra, no podría recorrer ni tres metros antes de que la primera descarga de escopeta la partiese prácticamente en dos. Pero Camille está detrás de la pantalla, varias horas después, y lo que pueda pensar ahora no tiene ninguna importancia, es demasiado tarde.
La conducta de Anne no obedece a un pensamiento previo, es la resolución en estado puro y escapa a toda lógica. En el vídeo se ve con claridad diáfana: en su determinación no hay otra cosa que instinto de supervivencia. No parece una mujer amenazada, a quemarropa, por una escopeta, sino una borracha al final de la velada que recoge su bolso —al que permanece aferrada desde el principio, arrastrado tras ella y bañado en su sangre— y, tambaleándose, busca la salida para volver a casa. Se podría jurar que su principal adversario es su aturdida conciencia y no un arma del calibre 12.
Las cosas esenciales no tardan más de un segundo en producirse: Anne no reflexiona, se levanta con dificultad. Encuentra algo parecido al equilibrio, pero su falda se ha quedado enganchada y deja al descubierto toda la pierna… Sin estar aún por completo en pie, comienza a huir.
A partir de ese momento todo se va a torcer, no será más que una sucesión de incongruencias, azares y torpezas. Se podría pensar que Dios, sobrepasado por los acontecimientos, ya no sabe dónde poner orden, de modo que los actores improvisan y la cosa sale mal, claro.
Primero porque Anne no sabe dónde está, no consigue situarse geográficamente. Ha tomado una dirección completamente equivocada para escapar. Si alargase el brazo tocaría el hombro del tipo, no le haría falta más, él se volvería y…
Vacila durante un instante interminable, ebria, anonadada. Mantiene de milagro su equilibrio inestable. Se limpia el rostro ensangrentado con el reverso de la manga, inclina la cabeza a un lado, como para escuchar algo, quiere dar un paso… Y, de pronto, a saber por qué, decide echar a correr. Al ver eso en el vídeo, Camille pierde la compostura, siente que se disuelve la poca sangre fría que le queda.
La intención de Anne es buena. Lo que falla es la ejecución, porque sus pies resbalan en el charco de sangre. Solo consigue patinar. En un dibujo animado hasta sería gracioso; en la realidad resulta patético ver cómo chapotea en su propia sangre, cómo intenta permanecer de pie buscando una salida y no logra más que tambalearse peligrosamente. Da la impresión de estar corriendo a cámara lenta en las narices del hombre del que pretende huir. Es aterrador.
El tipo no se percata de inmediato de la situación. A Anne le falta un pelo para caer sobre él, pero de pronto sus pies hallan un poco de terreno seco, recupera una pizca de aplomo, el mínimo indispensable para echar a correr, como propulsada por un resorte.
En la dirección equivocada.
Primero realiza una trayectoria extraña, girando sobre sí misma, como una muñeca desarticulada. Dibuja un cuarto de vuelta, avanza un paso, se detiene, se vuelve de nuevo como un peatón desorientado buscando su camino y milagrosamente acaba tomando una dirección aproximada hacia la salida. Pasan unos segundos antes de que el atracador vea que su presa está huyendo. En cuanto se da cuenta, se da la vuelta y dispara.
Camille pasa y repasa el vídeo: no hay duda, el tirador está sorprendido. Sostiene el arma a la altura de la cadera. Es el tipo de postura que suele adoptarse con una escopeta de repetición para destrozar casi todo lo que haya en un radio de cuatro o cinco metros. Quizá no ha recuperado todo su aplomo. Quizá, por el contrario, se siente demasiado seguro de sí mismo, ocurre con frecuencia: cojan una persona extremadamente tímida, denle una escopeta del calibre 12 y libertad para usarla, y ya verán cómo se envalentona. O quizá es tan solo la sorpresa, o una mezcla de todo ello. Lo cierto es que el cañón mira hacia arriba, demasiado arriba. Es un tiro reflejo, sin apuntar.
Anne no ve nada. Conmocionada, avanza por un agujero negro cuando la lluvia de cristal cae sobre ella con ruido de tormenta, porque el disparo ha reventado la lucerna situada justo sobre su cabeza, a pocos metros de la salida, una vidriera semicircular de casi tres metros de base. Conociendo el destino de Anne, resulta cruelmente paradójico: la vidriera representa una escena de montería. Dos apuestos jinetes caracolean a pocos metros de un ciervo de desmesurada cornamenta literalmente asediado por una jauría desbordante de agresividad, relucientes colmillos y fauces codiciosas. Nadie apostaría un céntimo por el ciervo… Es increíble, la galería Monier y su vidriera semicircular sobrevivieron a dos guerras mundiales, llega un atracador armado y torpe y… Hay cosas difíciles de aceptar.
Todo tiembla: escaparates, espejos, suelo…, y todo el mundo se protege instintivamente como puede.
—Metí la cabeza entre los hombros —dirá el anticuario a Camille imitando el gesto.
Es un hombre de treinta y cuatro años (que insiste en esa cifra, no le vayan a confundir con alguien de treinta y cinco). Lleva un peluquín demasiado pequeño y con las puntas levantadas por delante y por detrás. Tiene la nariz grande y su ojo derecho permanece prácticamente cerrado, un poco como el del personaje con casco de la Infidelitas de Giotto. Con solo recordar la explosión, revive el impacto que le causó.
—Simplemente pensé que era un atentado terrorista —cree que con eso lo dice todo—. Pero después me dije: no, un atentado aquí…, es ridículo, no es un objetivo y tal.
Es el tipo de testigo que reconstruye la realidad a la velocidad de su memoria. Sin embargo, no es de los que pierden el norte. Antes de salir a la galería para ver qué había ocurrido, echó un vistazo a su tienda para comprobar si se habían producido daños.
—Ni esto —dice, maravillado, chascando la uña del pulgar con el incisivo.
La galería es bastante más alta que larga, un pasillo de unos quince metros flanqueado por tiendas cubiertas de escaparates. La deflagración resulta colosal para un espacio de ese tipo. Pasada la explosión, las vibraciones se propagan a la velocidad del sonido para después volver sobre sí mismas, rebotando en cada obstáculo que encuentran, dando la impresión de un eco en el que todas las olas llegan en una reverberación continua.
Primero el disparo, y después los miles de fragmentos de vidrio que se derraman como el granizo detienen de golpe a Anne. Levanta los brazos por encima de su cabeza para protegerse, aplasta el mentón contra el pecho, se tambalea, cae, esta vez de lado, y su cuerpo rueda sobre los cristales, pero hace falta algo más que un tiro de escopeta y el estallido de una vidriera para detener a una mujer como ella. No se sabe cómo, vuelve a ponerse en pie.
El tirador ha fallado el primer disparo, y ha sacado una lección provechosa. Ahora se toma su tiempo. En las imágenes puede verse cómo vuelve a cargar el arma e inclina la cabeza. Si el vídeo fuese lo suficientemente preciso, se vería cómo su índice se contrae sobre el gatillo.
De pronto aparece una mano enguantada de negro. Es el otro hombre, que le golpea en el hombro en el momento en que dispara…
El escaparate de la librería revienta en centenares de trozos. Placas enteras de vidrio, algunas grandes como platos, cortantes como cuchillas de afeitar, caen y estallan en el suelo.
—Yo estaba en la trastienda…
Una mujer de unos cincuenta años, comerciante hasta la médula, baja y ancha, segura de sí misma, con un dineral en maquillaje encima. De las que van dos veces por semana a la esteticista y llevan innumerables pulseras, collares, cadenas, anillos, pendientes (es sorprendente que los atracadores no se la hayan llevado con el botín), con la voz ronca de tanto fumar, quizás también de beber. Camille no tiene tiempo de profundizar en ello. Todo ha ocurrido pocas horas antes, y se encuentra muy mal, quiere saber, está impaciente.
—Salí corriendo… —dice ella señalando con un gesto amplio la galería.
Hace una pausa dramática, se pirra por cualquier cosa que le dé protagonismo. Dosifica bien los efectos. Pero con Camille eso no va a durar mucho.
—¡Vaya al grano! —murmura con voz grave.
Para ser policía no es muy amable, piensa ella, debe de ser por su estatura, seguro que le provoca deseos de venganza, irritabilidad. Lo que ella vio, poco después del disparo, fue el cuerpo de Anne propulsado contra el escaparate, como si una mano gigante la hubiese empujado por la espalda, para rebotar después contra la luna y desplomarse en el suelo. La imagen es todavía tan poderosa que la librera olvida por un instante sus consecuencias.
—¡Se estampó contra el escaparate! ¡Aun así, nada más tocar el suelo, intentaba levantarse de nuevo! —se muestra realmente asombrada, hasta llena de admiración—. Iba ensangrentada y parecía muy febril, muy agitada, movía los brazos en todas direcciones, no podía mantenerse en pie, ¿sabe?…
En el vídeo, durante un breve instante, los dos hombres parecen paralizados. El que ha desviado el disparo empujando brutalmente a su cómplice ha tirado los sacos al suelo y, con los brazos caídos, hace frente a su compañero. Bajo el pasamontañas se puede apreciar que aprieta los labios, parece que escupe las palabras.
En cuanto al tirador, ha bajado la escopeta. Sus manos se tensan sobre el arma, parece titubear, pero finalmente se impone la realidad y renuncia. Se vuelve a regañadientes hacia Anne. Sin duda la ve levantarse y caminar tambaleándose hacia la salida del pasaje Monier, pero el tiempo corre y en su mente debe de haber saltado la alarma: todo eso empieza a durar demasiado.
El cómplice recoge los sacos y le lanza uno al tirador. Ese gesto es decisivo. Los dos huyen corriendo y salen de escena. Una fracción de segundo más tarde, el tirador da media vuelta y se le ve de nuevo a la derecha. Recupera el bolso que Anne ha abandonado en su fuga y se marcha. Ya no volverá atrás. Se sabe que los dos hombres regresaron a los aseos y salieron unos segundos más tarde a la rue Damiani, donde otro cómplice les esperaba dentro de un coche.
Anne no sabe dónde se encuentra. Cae, se vuelve a levantar y consigue, a pesar de todo, sin saber muy bien cómo, llegar a la entrada de la galería y salir a la calle.
—Estaba llena de sangre mientras caminaba… ¡Parecía un zombi!
De origen sudamericano, pelo negro, tez cobriza, unos veinte años. Trabaja en la peluquería, justo en la esquina, y había salido a buscar café.
—La máquina se ha estropeado, hay que ir a buscar café para las clientas.
Lo explica la patrona. Janine Guénot. Sólidamente plantada frente a Verhoeven, parece una madame, tiene todos los atributos. Y también el sentido de la responsabilidad, no dejaría a una de sus chicas charlar con hombres en la acera sin velar por los ingresos. Poco importa la razón del desplazamiento, los cafés, la máquina rota, Camille lo rechaza todo de plano. Bueno, no todo.
Porque en el instante en que Anne irrumpe en la calle, la peluquera lleva una bandeja redonda con cinco cafés y camina deprisa porque las clientas, en ese barrio, son particularmente quisquillosas, tienen mucho dinero, para ellas ser exigentes es como hacer uso de un derecho milenario.
—Un café tibio es un drama —explica la jefa con cara de pena.
Sigamos con la joven peluquera.
Ya sorprendida e intrigada por las dos explosiones que ha escuchado desde la calle, corre por la acera con su bandeja y se encuentra de frente a una loca, cubierta de sangre, que sale de la galería tambaleándose. Un shock. Las dos mujeres se dan de bruces, la bandeja sale volando. Adiós a las tazas, los platillos, los vasos de agua…, la peluquera se tira los cafés encima de su traje azul, el uniforme de trabajo. Los disparos, los cafés, la pérdida de tiempo, pase, pero un traje tan caro, joder, dice la patrona subiendo el tono de voz como para remarcar el perjuicio. Vale, vale, dice Camille con un gesto, y ella pregunta quién va a pagar la tintorería, debe de haber alguna ley que la proteja. Vale, repite Camille.
—¡Y ni siquiera se detuvo! —subraya la jefa, como si se tratase de un caso de atropello con motocicleta.
Empieza a relatar el asunto como si le hubiese sucedido a ella. Adopta un tono autoritario porque ante todo se trata de «su chica» y porque lo de los cafés en el traje le da derecho a ello. Ese tipo de cosas se le quedan grabadas a la clientela. Camille la agarra del brazo, y ella baja la mirada hacia él, curiosa, como si mirara una mierda sobre la acera.
—Usted… —dice Camille en tono muy bajo—, deje de tocarme los cojones.
La patrona no cree lo que acaba de oír. ¡De ese enano! Qué desfachatez. Pero cuando Verhoeven la mira fijamente a los ojos, impresiona. Frente a semejante tensión, la joven peluquera quiere demostrar que le importa su empleo.
—Estaba gimiendo… —precisa para cambiar de tema.
Camille se vuelve hacia ella, quiere saber más. ¿Cómo que gemía? Sí, unos gritos débiles, como…, es difícil de explicar…, no sé cómo decirlo. Inténtalo, dice la jefa, que a pesar de todo quiere quedar bien con la policía, nunca se sabe. Toma a su chica por el codo, venga, haz lo que dice el señor, esos gritos…, ¿qué gritos? La chica les mira, pestañea, no está segura de haber comprendido lo que se le pide, y de pronto, en lugar de intentar describir los gritos, empieza a imitarlos, a emitir pequeños quejidos, una especie de gemidos, buscando la tonalidad correcta, iii, iii, o más bien aaa, aaa, algo así, dice, muy concentrada, aaa, aaa, y al encontrar por fin la sonoridad adecuada, sube el volumen, cierra los ojos, los vuelve a abrir por completo, al cabo de unos segundos, aaa, aaa, se podría jurar que va a tener un orgasmo.
Están en la calle, hay bastante gente (se encuentran en el lugar donde los empleados municipales han pasado la manguera sin mucho esmero sobre la sangre de Anne, que se extiende hasta la alcantarilla, con la gente pisando las manchas todavía visibles, cosa que duele en el alma a Camille…), los peatones descubren a un policía de un metro cuarenta y cinco y, frente a él, a una joven peluquera de piel morena que le mira de forma extraña y lanza gemidos orgásmicos y agudísimos, ante la mirada aprobadora de su madame… Dios mío, lo nunca visto por aquí. Los demás comerciantes, a la puerta de sus establecimientos, asisten al espectáculo aterrados. Lo de los disparos no es la publicidad ideal para la clientela, pero es que, ahora, esa calle está bajando francamente de categoría.
Camille va recogiendo las declaraciones y las combina para comprender cómo terminó todo.
Anne sale del pasaje Monier a la rue Georges-Flandrin, a la altura del número 34, completamente desorientada, tuerce a la derecha y sube en dirección al cruce. Unos metros más allá se tropieza con la peluquera pero no se detiene, prosigue su camino apoyándose, paso a paso, en la carrocería de los coches aparcados, donde se encuentran las huellas de sus palmas ensangrentadas, bien marcadas, en el techo de los vehículos y en las puertas. Para todos los que se topan con ella fuera después de haber escuchado las explosiones en la galería, esa mujer ensangrentada de los pies a la cabeza es una auténtica aparición. Flotando mientras camina, tambaleándose pero incapaz de detenerse, ya no sabe lo que hace ni dónde está. Avanza, gime (aaa, aaa) como si estuviese ebria, pero no deja de avanzar. La gente se aparta a su paso. Sin embargo, alguien se arriesga y le dice: «¿Señora?», pero toda esa sangre impresiona…
—Se lo aseguro, señor, esa joven daba miedo… No supe qué hacer.
Está descompuesto. Un anciano de rostro tranquilo, con el cuello terriblemente delgado y la mirada un poco velada —cataratas, piensa Camille, su padre tenía la misma mirada al final de su vida—. Después de cada frase se sumerge en un sueño. Sus ojos se clavan en Camille, una bruma cubre su mirada y, antes de retomar el relato, hace una pausa. Lo siente, abre los brazos, también muy delgados, Camille traga saliva, bombardeado por las emociones.
El anciano la llama: «¡Señora!», pero no se atreve a tocarla, está como sonámbula, la deja pasar, Anne anda un poco más.
Y entonces, gira de nuevo a su derecha.
No busquen una razón, no la encontrarán. Porque a la derecha está la rue Damiani. Y dos o tres segundos después de la aparición de Anne, el coche de los atracadores circula a toda velocidad.
En dirección a ella.
Y al ver a su víctima a pocos metros de él, el tipo que le ha partido la cabeza y ha fallado el tiro en dos ocasiones no puede resistirse a la idea de volver a agarrar la escopeta. De acabar el trabajo. Cuando el coche llega a la altura de Anne, la ventanilla está bajada y el cañón la apunta de nuevo, todo sucede muy rápido, ella ve el arma pero es incapaz de hacer un movimiento más.
—Miraba el coche… —dice el anciano—, no sabría explicarle…, como si lo esperase.
Es consciente de estar diciendo una barbaridad. Camille lo comprende. Quiere decir que Anne se ve invadida por un inmenso hartazgo. Después de todo lo que ha vivido, se dispone a morir. De hecho, todo el mundo está de acuerdo en ese punto, Anne, el tirador, el anciano, el destino…, todo el mundo. Hasta la joven peluquera:
—Vi cómo el cañón salía por la ventanilla. Y también tuvo que verlo la señora. Lo seguimos todos con la mirada, pero es que ella estaba justo delante, ¿sabe?
Camille contiene la respiración. Así que todo el mundo está de acuerdo. Salvo el conductor del coche. Para Camille —le ha dado muchas vueltas al asunto—, el conductor no sabe exactamente en qué punto se encuentra la masacre. Agazapado en su asiento, ha escuchado las detonaciones, el tiempo previsto para el atraco se ha sobrepasado hace un buen rato. Impaciente, inquieto, debía de encontrarse golpeando nerviosamente el volante, quizá dudando si darse a la fuga, cuando, por fin, ve salir a sus cómplices, el uno empujando al otro hacia el vehículo… ¿Ha habido muertos?, se pregunta. ¿Cuántos? Por fin, los atracadores suben al coche. Presionado por los acontecimientos, el conductor arranca y, al llegar a la esquina de la calle —habrán recorrido, ¿cuánto?, doscientos metros, y el coche ya tiene que frenar considerablemente para atravesar el cruce—, descubre en la acera a una mujer ensangrentada que se tambalea. Al verla, el tirador sin duda le grita que vaya más despacio, baja precipitadamente la ventanilla, quizá llega a lanzar un alarido de victoria, una ocasión así no debe desperdiciarse, cualquiera diría que es un guiño del destino, como si acabase de encontrarse con su alma gemela. Lo había dado por perdido y mira por dónde. Coge la escopeta, se la echa al hombro y apunta. El conductor, por su parte, se ve en una fracción de segundo cómplice de un asesinato casi a quemarropa, frente a una docena larga de testigos, sin contar con lo que ha podido pasar en la galería, que desconoce pero de lo que se sabe copartícipe. El golpe se ha torcido, no esperaba que las cosas salieran así…
—El coche se quedó clavado —dice la peluquera—. ¡En seco! Menudo frenazo…
Las huellas de los neumáticos sobre el asfalto permitirán determinar el modelo, un Porsche Cayenne.
En el interior del habitáculo, todos los ocupantes son propulsados hacia delante, incluso el tirador. El disparo revienta las dos puertas y las ventanillas laterales del vehículo aparcado en el que se apoya Anne, a punto de morir. En la calle, los viandantes echan cuerpo a tierra, salvo el anciano, que no tiene tiempo de esbozar el más mínimo gesto. Anne se derrumba, el conductor pisa a fondo el acelerador, el coche da un bote y las ruedas chirrían nuevamente sobre el asfalto. Cuando vuelve a levantarse, la peluquera ve al anciano, que se sujeta a una pared con una mano y se lleva la otra al corazón.
Anne ha quedado tumbada en la acera, con un brazo colgando del bordillo y una pierna bajo el vehículo aparcado. «Resplandecía», dirá el anciano. No puede ser de otra manera, está cubierta de fragmentos del parabrisas que ha estallado.
—Sobre ella, parecía nieve…
10.40 h
Los turcos no están contentos.
Nada contentos.
El gordo, que tiene pinta de bruto, conduce prudentemente, pero atraviesa la place de l’Étoile y baja por la avenue de la Grande-Armée con los puños apretados sobre el volante. Frunce el ceño, quiere parecer convincente. O quizá sea algo cultural manifestar así sus emociones.
El más nervioso es el hermano pequeño. Un tipo agresivo. Moreno hasta decir basta, con un rostro brutal, en el que se adivina su carácter desconfiado. También hace muchos gestos, blandiendo el dedo índice, amenazando. Resulta bastante cansino. No entiendo nada de lo que dice —yo, el español…—, pero no es difícil adivinarlo: nos llaman para un golpe rápido y suculento y nos encontramos con un tiroteo interminable. Abre los brazos del todo: ¿y si no te hubiese detenido? Una atmósfera bastante pesada se apodera del habitáculo, seguramente pregunta qué habría pasado si la chica hubiese muerto. De repente, no puede evitarlo, se vuelve a dejar llevar por la cólera: esto era un atraco, no una matanza, etcétera.
Cansino de verdad. Por fortuna, soy una persona tranquila. Si me enfadase, el asunto empezaría ya a degenerar.
No tiene importancia, pero resulta pesado. Ese chico se está agotando con tanta recriminación, valdría más que conservase sus fuerzas, porque va a necesitar reflejos.
La cosa no ha ido exactamente como estaba previsto, pero hemos conseguido el objetivo global, eso es lo que importa. Hay dos sacos repletos a nuestros pies. Un buen pico. Y esto es solo el principio porque, si todo va bien, voy a tirar del hilo de esos sacos y a hacerme con más. El turco también está echando un ojo a los sacos. Está hablando con su hermano, parecen ponerse de acuerdo, el conductor asiente con la cabeza. Se las están arreglando en familia, como si estuviesen solos, deben de estar calculando la compensación que me pueden exigir. Exigir…, habrase visto. De vez en cuando el más pequeño se interrumpe para dirigirse a mí, con rabia. Puedo entender dos o tres palabras: «pasta», «reparto». Habría que preguntarse dónde las han aprendido, no llevan más de veinticuatro horas en Francia… Lo mismo los turcos tienen un don para los idiomas, vete a saber. En realidad, poco importa. Por ahora me vale con adoptar un aire avergonzado, encogerme un poco y asentir. Ya estamos en Saint-Ouen, vamos a buen ritmo, sin problemas.
Atravesamos el extrarradio. Hay que ver cómo se desgañita el otomano, increíble. A fuerza de vociferar, cuando llegamos delante del almacén la atmósfera en el coche se ha vuelto irrespirable, se nota que nos dirigimos hacia la Gran Explicación final. El más pequeño grita una pregunta, la repite varias veces, exige una respuesta y, para demostrar hasta qué punto es agresivo, blande su dedo índice y lo golpea sobre el puño cerrado de la otra mano. El gesto debe de tener un significado claro en Esmirna, pero en Saint-Ouen la cosa es más problemática. De todas formas se entiende bien la intención general, reivindicativa y amenazante, hay que asentir con la cabeza, decir de acuerdo. En el fondo no es mentira, porque pronto llegaremos a un acuerdo.
Mientras tanto el conductor ha bajado del coche, pero por mucho que se esfuerza con la llave del trastero no consigue levantar el cierre. Gira la llave en todos los sentidos, alucina, vuelve al coche, está claro que no lo entiende, cuando la probó funcionaba a la perfección. Suda mientras el motor sigue en marcha. No hay riesgo de llamar la atención, porque estamos en un largo callejón sin salida en medio de ninguna parte, pero no me gustaría que esto se eternizara.
Para ellos se trata de otro contratiempo, uno más. Y ya es demasiado. Esta vez, el pequeño está al borde de la apoplejía. Nada está saliendo como habían previsto, se siente estafado, traicionado. «Franchute de mierda.» Tengo que poner otra vez cara de compungido, eso de que el cierre no se abra es incomprensible, debería funcionar, lo probamos ayer mismo. Salgo con calma del coche, extrañado e incómodo.
La Mossberg 500 es una escopeta de siete cartuchos. En vez de aullar como hienas, estos incas deberían haber contado las municiones. Se van a enterar de que cuando se es mal cerrajero más vale ser bueno en aritmética, porque una vez de pie, con la puerta del coche abierta, me basta con avanzar hasta el cierre metálico, apartar ligeramente al conductor para ponerme en su lugar —déjame intentarlo…— y, al volverme, estar justo en la posición ideal. Me queda en la escopeta lo justo para apuntar al conductor y lanzarlo contra el muro de hormigón de un disparo en el pecho. En cuanto al pequeño, es suficiente con girar levemente el cañón para tener el placer de volarle los sesos a través del parabrisas. Un chorro fulgurante. El parabrisas estalla, las ventanillas laterales se cubren de sangre, ya no se ve nada del interior. Hay que acercarse para descubrir el resultado, la cabeza ha estallado en pedazos, no queda nada, solo el cuello, y debajo, el cuerpo contoneándose. Los pollos también hacen eso cuando son decapitados, siguen corriendo. Pasa algo parecido con los turcos.
La Mossberg hace un poco de ruido, pero después, ¡qué tranquilidad!
Ahora no debo perder tiempo. Echar los dos sacos a un lado, sacar la llave correcta para abrir el almacén, arrastrar al gordo dentro del garaje, meter el vehículo con el hermano pequeño hecho pedazos en el interior —debo pasar sobre el cuerpo del otro, pero qué más da, ya no puede guardarme rencor—, cerrar la puerta y listo.
Basta ahora con recoger los sacos, caminar hasta la boca del callejón y subir al coche alquilado. Pero esto no ha terminado. Bien mirado, no ha hecho más que empezar. Es necesario cerrar el círculo. Sacar el móvil y marcar el número del teléfono que activa la bomba. La detonación se siente hasta aquí. Y eso que estoy bastante lejos, pero el coche alquilado tiembla por efecto de la onda expansiva. A más de cuarenta metros. ¡Menuda explosión! Los turcos irán directos al jardín de las delicias. Ya pueden dedicarse a sobar a las vírgenes, ese par de gilipollas. Una columna de humo negro empieza a ascender por encima de los tejados de las naves industriales, en su mayor parte tapiadas, expropiadas por el Ayuntamiento para reconstruir encima. Al fin y al cabo, es echarle un cable a la comunidad, se ve que uno puede ser atracador y tener además conciencia cívica. Los bomberos se pondrán en marcha en treinta segundos. No hay tiempo que perder.
Dejar los sacos con las joyas en la consigna de la estación del Norte. El cliente enviará a alguien para recogerlo todo. La llave, en un buzón del boulevard Magenta.
Y, por último, hacer balance. Se dice que los asesinos vuelven siempre al lugar del crimen.
Respetemos la tradición.
11.45 h
Dos horas antes de salir hacia el entierro de Armand llaman por teléfono a Camille y le preguntan si conoce a una tal Anne Forestier. Su número, que figura en primer lugar de su lista de contactos, es el último que ha marcado. La llamada le produce un escalofrío: así es como uno se entera de la muerte de alguien.
Pero Anne no está muerta. «Víctima de una agresión, acaban de llevarla al hospital.» Por el tono de voz de la informante, Camille comprende de inmediato que su estado es grave.
De hecho, Anne está muy grave. Demasiado débil incluso para interrogarla. Los policías encargados del caso han dicho que llamarían, que volverían para verla en cuanto fuera posible. Son necesarios varios minutos de negociación con la enfermera de planta, una mujer de unos treinta años con los labios demasiado gruesos y un tic en el ojo derecho, para que Camille pueda acceder a la habitación. Con la condición de no quedarse mucho tiempo.
Abre la puerta y permanece un instante en el umbral. Descubrirla en ese estado lo derrumba.
Al principio solo ve su cabeza completamente vendada. Se diría que ha sido arrollada por un camión. La mitad derecha de su rostro no es más que un enorme hematoma entre negro y azul, tan hinchado que sus ojos han desaparecido debajo, como hundidos en el interior de la cabeza. El lado izquierdo deja ver una larga herida, de unos diez centímetros, de bordes rojos y amarillos, remendada por puntos de sutura. Tiene los labios partidos, tumefactos, y los párpados azules y abotargados. La nariz, fracturada, ha triplicado su volumen. La encía inferior muestra un par de heridas, Anne mantiene la boca un poco entreabierta, dejando caer un hilo de saliva permanente. Parece una anciana. Encima de las sábanas reposan sus dos brazos vendados hasta los dedos, en cuyos extremos se vislumbran las férulas. En la mano derecha, un apósito más ligero cubre una herida profunda y suturada.
Cuando advierte la presencia de Camille, intenta tenderle la mano mientras su mirada se enturbia de lágrimas. Después parece perder energía, cierra los ojos, los vuelve a abrir. Unos ojos vidriosos, apagados, que han perdido incluso su bonito color verde claro.
Con la cabeza inclinada hacia un lado, se expresa con voz ronca. La lengua, pesada, le duele mucho, se ha mordido con fuerza, apenas se entiende lo que dice, las labiales no suenan.
—Me duele…
Camille se queda sin voz. Anne intenta hablar, él apoya la mano sobre la sábana para calmarla pero ni siquiera se atreve a tocarla. De pronto ella se muestra nerviosa, agitada, a Camille le gustaría hacer algo pero no sabe qué. ¿Llamar? Anne le mira febrilmente, quiere expresar algo, con urgencia.
—… gado… erte…
Lo repentino de los acontecimientos la tiene aún estupefacta, como si acabasen de producirse.
Inclinado sobre ella, Camille la escucha con atención, finge entenderla, intenta sonreír. Es como si Anne masticase sin cesar un puré hirviendo. Atrapa sílabas muy deformadas, pero a fuerza de concentrarse, después de unos minutos, empieza a discernir las palabras, a deducir su sentido… Traduce mentalmente. Es increíble lo pronto que podemos adaptarnos. A cualquier cosa. A veces es deprimente.
«Atrapado», comprende, «pegado», «fuerte».
Las cejas de Anne se levantan, sus ojos se abren con pavor, como si el hombre estuviese de nuevo ante ella y se dispusiese a machacarla otra vez a culatazos. Camille tiende la mano, la apoya en su hombro, Anne se sobresalta violentamente y lanza un grito.
—Camille… —dice.
Gira la cabeza de izquierda a derecha, su voz se vuelve casi inaudible. Los dientes que le faltan hacen que silbe. Porque también tiene tres dientes rotos, incisivos del lado izquierdo, arriba y abajo. Cuando abre la boca, Anne tiene treinta años más, parece una mala versión de Fantine[1], ha hablado insistentemente con la enfermera, pero nadie quiere darle un espejo.
De hecho, aunque le resulte trabajoso, intenta taparse la boca cuando habla. Con el dorso de la mano. La mayoría de las veces no sirve de nada, la boca es un agujero enorme, de labios blandos y azulados.
—¿Me… an operar…?
Es lo que Camille entiende que ha preguntado. Vuelven las lágrimas, da la impresión de que son independientes de lo que dice, brotan y se desbordan, sin lógica aparente. El rostro de Anne no expresa otra cosa que un mudo estupor.
—No lo saben aún… Cálmate —responde en voz muy baja—. Todo irá bien.
Pero la mente de Anne ya ha volado más allá. Gira la cabeza al otro lado, como si sintiese vergüenza. De pronto, lo que dice es aún menos inteligible. Camille cree escuchar: «Así no…», no quiere que nadie la vea en ese estado. Consigue darse la vuelta por completo. Camille apoya la mano sobre su hombro pero Anne no reacciona; congelada en una posición de rechazo, su espalda refleja solo sus silenciosos sollozos.
—¿Quieres que me quede? —pregunta él.
No hay respuesta. Permanece allí, sin saber qué hacer. Al cabo de un buen rato, Anne dice no con la cabeza, no, no se sabe bien qué niega, todo, lo que pasa, lo que ha pasado, ese absurdo que se apodera de nuestras vidas sin avisar, la injusticia a la que las víctimas no pueden evitar dar un significado personal. Imposible dialogar con ella. Es demasiado pronto. No están en el mismo punto. Callan.
Ella se duerme. O no se sabe. Se gira lentamente, vuelve a tumbarse boca arriba, con los ojos cerrados. Y ya no se mueve.
Ya está.
Camille la mira, pone una mano sobre la suya, escucha nervioso su respiración, intenta comparar ese ritmo con el que conoce de sus sueños. Ha dedicado horas a verla dormir. Al principio, por las noches, se levantaba incluso para observarla y dibujar su perfil, parecido al de una nadadora, porque durante el día no conseguía nunca encontrar la magia exacta de su rostro. Hizo de ella centenares de bocetos, pasó un tiempo infinito tratando de plasmar sus labios, su pureza, sus párpados. O esbozando su silueta sorprendida bajo la ducha. En la grandeza de su fracaso comprendía hasta qué punto le resultaba importante: podía reproducir los rasgos de cualquiera, en solo unos minutos, con una exactitud casi fotográfica, pero Anne encerraba algo irreductible, inalcanzable, que escapaba a su mirada, a su experiencia, a su observación. Y la mujer allí tumbada, tumefacta, vendada, como momificada, ha perdido toda la magia, no queda de ella sino su envoltorio, un cuerpo feo, terriblemente prosaico.
Eso es lo que, al cabo de unos minutos, provoca la cólera de Camille.
A veces se despierta de pronto, lanza un gritito, mira a su alrededor y Camille descubre en ella lo que también vio en Armand las semanas que precedieron a su muerte: expresiones desconocidas, completamente nuevas, que revelan el estupor de estar en esa situación, la incomprensión. La injusticia.
Todavía no ha logrado encajar toda esa angustia y la enfermera ya ha entrado a recordarle que su tiempo de visita ha terminado. Se comporta de forma discreta, pero no sale de la habitación hasta que él se marcha. En su placa pone «Florence». Permanece erguida con las manos en la espalda, en una posición que aúna insistencia y respeto y con una sonrisa comprensiva que el colágeno o el ácido hialurónico han vuelto totalmente artificial. A Camille le hubiera gustado quedarse hasta que Anne pudiese contarle algo, siente una gran impaciencia por saber qué ha ocurrido. Pero no puede hacer más que esperar. Salir. Anne debe descansar. Camille sale.
Para entender, habrá que esperar veinticuatro horas.
Y veinticuatro horas es mucho más tiempo del que necesita un hombre como Camille para arrasar el planeta.
Al salir del hospital, solo cuenta con algunos datos que le han dado por teléfono y aquí, en el hospital. En realidad, aparte de las generalidades, nadie sabe nada, todavía es imposible trazar con precisión el hilo de los acontecimientos. Camille no tiene más que la imagen terrible de Anne desfigurada, lo que ya es mucho para un hombre muy sensible a las experiencias fuertes, y esa visión aumenta su cólera natural.
En cuanto sale de urgencias, entra en ebullición.
Quiere saberlo todo, de inmediato, quiere ser el primero en saber, quiere…
Hay que entender que Camille no es en absoluto un vengador. Tiene sus rencores, como todo el mundo, pero, por poner un ejemplo, Buisson, el hombre que mató a su primera mujer hace cuatro años[2], sigue vivo y Camille nunca ha pensado en ordenar su asesinato en la cárcel, y no habría sido complicado a juzgar por los contactos que mantiene en ese entorno.
Ahora, con Anne (no es su segunda mujer, pero no sabe muy bien qué término emplear), con Anne no se trata de eso, no, no es afán de venganza.
Es como si su propia vida estuviese amenazada por este suceso.
Necesita actuar porque se siente incapaz de imaginar las consecuencias de un acto que afecta a su relación con ella, lo único que, desde la muerte de Irène, ha dado sentido a su vida.
Quien piense que no es más que grandilocuencia es que no es responsable de la muerte de alguien a quien ha amado. Eso marca una diferencia radical.
Mientras baja precipitadamente las escaleras del hospital vuelve a ver el rostro de Anne, sus ojos con ojeras amarillas, el preocupante color de los hematomas, la carne abotargada.
Acaba de verla muerta.
Todavía desconoce de qué forma ni por qué razón, pero alguien ha querido matarla.
La repetición es lo que le preocupa. Después del asesinato de Irène… Las dos circunstancias no tienen nada que ver. Irène era el blanco personal de un asesino, Anne simplemente se ha cruzado con la persona equivocada en el momento equivocado, pero en ese instante Camille no distingue entre los dos sentimientos.
Es sencillamente incapaz de dejarlo pasar sin reaccionar.
Sin intentar reaccionar.
De hecho, ya ha realizado una primera acción sin darse cuenta, por instinto, durante la conversación telefónica de primera hora de la mañana. Anne ha resultado «herida» durante un atraco a mano armada en el distrito VIII y «tiene lesiones», le ha dicho la funcionaria de la Prefectura de Policía. A Camille le encanta esa expresión: tener lesiones. A la policía le encanta. También les fascinan los términos «individuo» y «estipular», pero lo de «tener lesiones» es mucho mejor. Con dos palabras se cubre una gama que va desde un simple empujón hasta una paliza, y el interlocutor realiza su propia composición de lugar, lo cual es muy práctico.
—¿Cómo que «lesiones»?
La funcionaria no tenía más información, debía de estar leyendo un papel, cabría preguntarse incluso si comprendía de verdad lo que estaba diciendo:
—Un robo a mano armada. Se han producido disparos. La señora Forestier no ha recibido ninguno, pero presenta lesiones. Ha sido trasladada a urgencias.
¿Alguien ha disparado? ¿Sobre Anne? ¿Durante un atraco a mano armada? Así expuesto, no resulta fácil de entender, de imaginar. Anne y «a mano armada» son dos conceptos tan alejados el uno del otro…
La chica ha explicado que Anne no llevaba ningún tipo de documentación, ni bolso, solo habían encontrado su nombre y su dirección en el teléfono móvil.
—Hemos llamado a su casa pero no hay nadie.
Y entonces han marcado el teléfono con más llamadas, el de Camille, en primer lugar en la lista de contactos.
La funcionaria le ha preguntado su nombre y su relación con ella. Pronunciaba «Ferven», y Camille ha tenido que precisar: Verhoeven. Tras un corto silencio, le ha pedido que lo deletreara.
El fogonazo de Camille ha llegado en ese momento. Ha sido un acto reflejo.
Porque Verhoeven no es un apellido corriente, pero entre los polis es francamente raro. Y no es por alardear, pero Camille forma parte de esos comandantes de policía que uno recuerda. No solo por su altura, también por su historia personal, su reputación, Irène, el caso de las bombas[3] y todo lo demás. Para bastante gente, lleva encima la etiqueta «Visto en televisión». Ha protagonizado apariciones destacadas, los cámaras adoran grabarle en picado con su mirada aguileña y su cráneo reluciente. Pero la asistente no lo ha relacionado con Verhoeven, el policía, la tele y todo lo demás, le ha pedido que deletree su apellido.
Retrospectivamente, la cólera indica a Camille que esa ignorancia es quizás la buena noticia de un día que no tendrá más.
—¿Ha dicho usted Ferven? —ha insistido la chica.
Y Camille ha respondido:
—Eso es, Ferven.
Y lo ha deletreado.
14.00 h
La humanidad está hecha así, hay un accidente y todos se asoman al balcón. Mientras quede una sirena encendida o un rastro de sangre, quedará alguien mirando. Y esta vez quedan muchos. Con razón, un atraco y disparos en pleno París. Al lado de esto, el parque de atracciones es una tontería.
Teóricamente la calle está cortada, pero eso no impide que los peatones la atraviesen. La consigna es dejar pasar solo a los vecinos, pero es inútil, todo el mundo se ha convertido en vecino porque todo el mundo quiere saber qué ha ocurrido. Ahora ha vuelto la calma, pero a tenor de los comentarios, a última hora de la mañana esto era un auténtico caos. Vehículos policiales, camionetas, técnicos, motos, y todo reunido al pie de los Campos Elíseos, donde el atasco ha crecido en ambos sentidos y en dos horas lo ha bloqueado todo, desde Concorde hasta la place de l’Étoile y desde Malesherbes hasta el Palais de Tokyo. Pensar que soy el responsable de todo ese desbarajuste es bastante adulador.
Cuando has disparado varias veces a una chica ensangrentada de la cabeza a los pies y has huido después derrapando en un todoterreno con cincuenta mil euros en joyas, volver al lugar de los hechos produce un poco el mismo efecto que la magdalena de Proust. Nada desagradable, por cierto. Cuando los negocios funcionan, uno se siente ligero. Hay un café, en la rue Georges-Flandrin, justo a la salida del pasaje Monier. Muy bien situado. Le Brasseur. ¡Vaya ambiente que tiene todavía! No se habla más que de eso. Y claro, todo el mundo lo ha visto todo, lo ha escuchado y lo sabe todo.
Me siento discretamente, lejos de la entrada, en un extremo del bar, donde se concentra más gente. Me fundo en la masa y escucho.
Una buena retahíla de gilipolleces.
14.15 h
Da la sensación de que el cielo otoñal ha sido pintado para ese cementerio. Hay mucha gente. Es la ventaja de los funcionarios en activo, se desplazan en delegación a los entierros, enseguida se forma una muchedumbre.
De lejos, Camille divisa a los allegados de Armand, su mujer, sus hijos, sus hermanos y hermanas. Todos pulidos, rectos, tristes y serios. No se sabe exactamente a qué se parecen en realidad, pero el conjunto recuerda a una familia de cuáqueros.
La muerte de Armand, cuatro días antes, apenó inmensamente a Camille. También lo liberó. Semanas y semanas visitándolo, cogiéndole de la mano, hablándole, incluso cuando nadie era capaz de saber si todavía escuchaba o entendía algo. Así que se contenta con dedicar un gesto con la cabeza a su esposa, desde lejos. Tras esa larga agonía, con todas las palabras que le ha dicho a su mujer, a sus hijos, Camille ya no tiene nada para ellos. Hasta podría haberse abstenido de acudir, todo lo que podía dar a Armand ya se lo ha dado.
Les unían muchas cosas a los dos. El hecho de haber comenzado su carrera juntos, un lazo de juventud más valioso si se tiene en cuenta que ni uno ni otro habían sido nunca realmente jóvenes.
Después, el hecho de la avaricia patológica de Armand. Nadie puede imaginar de lo que era capaz en ese sentido. Estaba en una permanente lucha a muerte contra el gasto y, finalmente, contra el dinero. Camille no puede evitar interpretar su muerte como una victoria del capitalismo. Evidentemente no era la avaricia lo que les unía, sino el complejo de sentirse asombrosamente pequeños y la obligación de cargar con ello. Era, si puede decirse así, una especie de solidaridad entre tullidos.
Y además, eso quedó confirmado durante toda su agonía, Camille era el mejor amigo de Armand.
Lo que uno significa para los demás es un vínculo terriblemente fuerte.
De los cuatro miembros históricos de su equipo, Camille es el único con vida presente en ese cementerio, algo que le resulta difícil de explicar.
Louis Mariani, su ayudante, no ha llegado todavía. No hay por qué preocuparse, tiene un gran sentido del deber, llegará a tiempo: en su cultura, faltar a un entierro es como eructar en la mesa, inconcebible.
Armand está excusado por su cáncer de esófago, nada que reprochar.
Queda Maleval, al que Camille hace años que no ve. Un policía brillante antes de que lo expulsaran del cuerpo. Louis y él hacían buenas migas; a pesar de la diferencia de clase, tenían la misma edad y se complementaban bastante bien. Hasta el seísmo: Maleval había sido el informante del asesino de Irène, la mujer de Camille. No lo hizo adrede, pero lo hizo. En ese momento Camille se lo hubiera cargado con sus propias manos, estuvieron a dos pasos de una tragedia griega, los Atridas en versión Brigada Criminal. Pero tras la muerte de Irène el valor de Camille se partió en dos, quedó hundido en la depresión, y después aquello no habría tenido ningún sentido.
Echa de menos a Armand más que a nadie. Con él, la brigada Verhoeven desaparece de golpe. Con este entierro comienza el tercer capítulo de una historia sobre la que Camille intenta reconstruir su vida. Nada más frágil.
La familia de Armand está entrando en el crematorio cuando llega Louis. Traje beis de Hugo Boss, muy elegante. Buenas tardes, Louis. Louis no responde buenas tardes, jefe. Camille se lo tiene prohibido, dice que no están en una serie de televisión.
La pregunta que Camille se plantea a veces sobre sí mismo está más justificada aún en el caso de su ayudante: ¿qué hace este tío en la policía? Es rico de nacimiento, y además está dotado de una inteligencia que le abrió las puertas de las mejores escuelas que pueda frecuentar un diletante. Tras lo cual, inexplicablemente, ingresó en la policía para recibir el salario de un maestro de escuela. En el fondo, Louis es un romántico.
—¿Todo bien?
Camille asiente con la cabeza, todo bien, claro, perfecto. La mayor parte de sí mismo permanece en la habitación de hospital donde Anne, medio anestesiada por los analgésicos, está esperando a que le hagan radiografías y escáneres.
Louis mira a su jefe un segundo de más, sacude la cabeza, pronuncia una especie de mmmm. Es un chico extremadamente fino, y en él ese mmmm es como colocarse el flequillo. Todo un lenguaje que depende de si lo hace con la mano derecha o con la izquierda. Y ese mmmm dice con claridad: no tiene usted cara de entierro, hay algo más.
Y para que hoy ocupe más sitio que la muerte de Armand, debe de ser bastante importante…
—Nos van a asignar un atraco que ha tenido lugar esta mañana, en el distrito VIII…
Louis se pregunta si será esa la respuesta a su pregunta.
—¿Con víctimas?
Camille balancea la cabeza, sí y no.
—Una mujer…
—¿Muerta?
Sí y no, no exactamente; Camille mira hacia el frente, como si hubiese niebla, frunciendo el ceño.
—No… Bueno, todavía no…
Louis está bastante sorprendido. No es el tipo de casos que se adjudican normalmente a su unidad, los atracos no son la especialidad del comandante Verhoeven. Al mismo tiempo, parece decirse, por qué no, pero ha trabajado lo suficiente junto a Camille como para discernir cuándo las cosas no marchan correctamente. Muestra su sorpresa con una ojeada a sus zapatos (unos brillantes Crockett & Jones), acompañada de una tos seca, apenas perceptible. Que es más o menos el súmmum de la emoción que puede expresar.
Camille señala el cementerio, la entrada al crematorio.
—En cuanto esto haya terminado, me gustaría que te informases un poco. Con discreción… No nos lo han asignado todavía, sabes… —Camille vuelve por fin la mirada hacia su ayudante—. Se trata de ganar algo de tiempo, ¿entiendes?
Ya está buscando con la mirada a Le Guen entre el gentío, y lo encuentra sin dificultad. Imposible no verlo, es un mastodonte.
—Bueno, es la hora.
Cuando Le Guen era todavía su comisario, Camille no tenía más que levantar un dedo para obtener lo que quisiese, ahora la cosa está más difícil.
Justo al lado del comisario jefe Le Guen camina la comisaria Michard, balanceándose como si fuera una oca.
14.20 h
El café Le Brasseur vive uno de los grandes momentos de su existencia. No habrá otro atraco como este en cien años. Hasta los que no han visto nada están de acuerdo. Los testimonios se suceden a buen ritmo. Han visto una chica, a veces dos, o a una mujer, armada, desarmada, con las manos vacías, que gritaba. ¿No es la propietaria de la joyería? ¡No! ¡Es la hija! ¿Ah, sí? No sabía que tenía una hija, ¿está usted seguro? Un atraco con un coche, ¿qué tipo de coche? Las opiniones cubren toda la gama de vehículos extranjeros vendidos en Francia.
Degusto tranquilamente mi café, es el primer momento de descanso en una jornada bastante larga.
El dueño, un auténtico cabeza de chorlito, estima el botín en cinco millones de euros. Como mínimo. No se sabe de dónde ha sacado esa cifra, pero no tiene duda alguna. Te dan ganas de darle una Mossberg cargada y de arrastrarlo hasta la primera joyería del barrio. Cuando haya terminado el atraco y vuelto a su bar, que cuente el botín, y si obtiene una tercera parte de lo que esperaba que se jubile, el imbécil, porque no podrá hacerlo mejor.
¡Y el cochazo que llevaban! ¿Cuál? ¡Ese! ¡Se diría que ha atropellado a un búfalo en plena estampida! ¿Con qué le dispararon, con una bazuca o qué? Ahí llegan los comentarios balísticos, igual que con los coches: se citan todos los calibres, dan ganas de pegar un tiro al aire para que se callen. O al montón, para que haya paz.
Hinchado como un pavo, el dueño sentencia:
—Calibre 22 largo.
Cierra los ojos al final de la frase, convencido de su análisis.
Me lo imagino decapitado como un turco por un calibre 12, y eso me sube la moral. Sea un 22 largo o lo que sea, la clientela da su aprobación, nadie tiene ni idea. La poli se va a divertir con testigos como estos.
14.45 h
—Pero… ¿por qué me pide eso? —pregunta la comisaria mientras se gira.
Efectúa una amplia rotación en torno a su eje principal: un culo titánico, babilónico. Absolutamente desproporcionado. La comisaria Michard tiene, digamos, entre cuarenta y cincuenta años, un rostro marcado por algunas promesas sin cumplir, el pelo muy negro y sin duda con bastantes canas cuando no se lo tiñe, grandes incisivos de conejo en primer plano y, sobre ellos, unas gafas rectangulares que proclaman que es una mujer autoritaria, de mano férrea. Un carácter «fuerte» (para decirlo claramente, una tocapelotas), una inteligencia muy despierta (su capacidad de fastidiar está multiplicada por diez) y, por encima de todo, lo más espectacular, ese culo inmenso. De un volumen alucinante. Uno se pregunta cómo lo sostiene. Curiosamente, la comisaria Michard (con un apellido así es fácil imaginar las bromas que suscita[4], que, a medida que se la conoce mejor, descienden desde lo indecoroso hasta lo sórdido) tiene un rostro bastante blanduzco que no pega nada con lo que se sabe de ella: su indiscutible competencia, su sentido extremadamente agudo de la estrategia, sus notables actos de servicio. Vamos, el tipo de jefa que trabaja diez veces más que el resto y está encantada de ser la líder. Cuando asistió a su ascenso, Camille comprendió que además de Doudouche (su gata, un animal con carácter, una histérica, es verdad, pero a la que adora), la tocapelotas de casa, tendría otra en el trabajo.
Así pues, «¿por qué me pide eso?».
Delante de ciertas personas es difícil mantener la calma. La comisaria Michard se acerca a Camille, mucho. Siempre le habla así. Su físico de butacón frente a la evanescencia de Verhoeven da la sensación de que ambos están en un casting para una comedia americana, pero el ridículo no hace mella en esa mujer.
Plantados el uno delante del otro, estorban en el camino al crematorio, y son de los últimos en entrar. Camille ha tenido que maniobrar bastante para llegar a ese punto, a ese instante preciso. Porque, en el momento en que hacía su petición, justo al lado de ellos pasaba el comisario jefe Le Guen, amigo íntimo de Camille y predecesor de la comisaria (el juego de las sillas musicales, uno asciende a la subdirección, el otro se convierte en comisario). Es algo que sabe todo el mundo, Camille y Le Guen son más que amigos. Camille ha sido incluso testigo de todas sus bodas, lo que supone mucho trabajo. Le Guen acaba de contraer matrimonio por sexta vez casándose de nuevo con su segunda mujer.
La comisaria Michard, recién nombrada, tiene todavía que «nadar entre dos aguas» (le encantan las frases hechas, y se esfuerza en darles un nuevo brillo original), ha de saber lo que se juega antes de empezar a agitar el gallinero. Y cuando el amigo de su superior pide algo, hay que tenerlo bastante en cuenta. Sobre todo ahora, cuando son los últimos en entrar. Debería tomarse un tiempo para madurar la petición, pero Michard tiene reputación de reflexionar con rapidez y presume de tomar las decisiones de inmediato. El maestro de ceremonias los mira a su entrada en la sala, van a empezar. Lleva un traje cruzado, tiene el pelo rubio apagado y aires de futbolista, los enterradores ya no son lo que eran.
Esa pregunta —¿por qué Verhoeven quiere ocuparse de un caso de ese tipo?— es la única que Camille ha tenido tiempo de prepararse, porque es la única que en realidad puede plantearse.
El atraco se ha producido hacia las diez de la mañana y no son ni las tres de la tarde. En el lugar de los hechos, el pasaje Monier, los técnicos están finalizando la recogida de indicios y sus compañeros terminando los interrogatorios de los primeros testigos, pero el caso no ha sido todavía asignado a ninguna brigada.
—Porque tengo un soplón —suelta Camille—. Muy bien informado…
—¿Sabía usted lo del atraco?
Abre los ojos de forma muy teatral, a Camille le recuerda enseguida las miradas furibundas de los samuráis en la iconografía japonesa. Quiere decir: me está usted contando demasiado o no lo suficiente, el tipo de expresión hecha que adora.
—¡Por supuesto que no, no sabía nada! —exclama Camille. Se muestra muy convincente en esa escena, da la impresión de creer en sus propias palabras—. Yo no, pero de mi soplón estoy menos seguro… Y la cosa está que arde. Como una brasa —Verhoeven está convencido de que ese tipo de metáforas son las que le gustan a la Michard—. En este momento está muy colaborador… Sería una pena no aprovecharlo.
Basta con una mirada para que la conversación, técnica, se vuelva puramente táctica. Una mirada de Camille hacia el fondo del cementerio para que la figura paternal del comisario jefe planee como una sombra sobre la charla. Silencio. La comisaria sonríe, señal de que ha comprendido: de acuerdo.
Camille añade, por cortesía:
—No es un simple atraco, hay una tentativa de asesinato con agravante y…
La comisaria le mira de forma extraña y después asiente con la cabeza, lentamente, como si, más allá de la maniobra, en definitiva bastante arriesgada, del comandante vislumbrara una pequeña lucecita, indefinible, como si intentara comprender algo. O como si ya lo hubiese comprendido o estuviese a punto de comprenderlo. Camille sabe bien lo sensible que es esa mujer, en cuanto hay un marrón la alarma de su sismógrafo empieza a chillar.
Por eso retoma la iniciativa, con su tono más convincente, hablando muy rápido:
—Se lo voy a explicar. Mi informante estaba en contacto con otro tipo que formaba parte de un equipo, el año pasado, en un asunto que nada tiene que ver, pero ellos tenían…
La comisaria Michard le corta la palabra con un gesto, con cara de decir que ya tiene suficientes problemas. Que lo ha entendido. Que de todas formas ella lleva muy poco tiempo en el puesto como para interponerse entre su jefe y su subordinado.
—Está bien, comandante. Hablaré con el juez Pereira.
No lo demuestra, pero eso es exactamente lo que Camille estaba deseando.
Porque si no hubiese obtenido esa rendición tan rápida, no tiene la menor idea de cómo habría podido terminar su frase.
15.15 h
Louis se ha marchado rápidamente. Camille, obligado por el cargo, ha tenido que esperar casi hasta el final. La ceremonia era larga, muy larga, y eso que se limitaba a que cada uno exhibiera sus habilidades en materia de discursos. Camille se ha escapado discretamente en cuanto ha podido.
Mientras se dirige a su coche, escucha un mensaje que acaba de recibir. Es de Louis. Ya ha realizado unas cuantas llamadas y dispone de lo esencial:
—De una Mossberg 500 en un atraco solo existe una coincidencia. El pasado 17 de enero. El parecido deja pocas dudas. Y este asunto no es baladí… Llámeme en cuanto pueda.
Camille llama.
—Lo de enero —explica Louis— fue bastante más fuerte. ¡Atraco cuádruple! Un muerto. Sabemos quién es el jefe de la banda. Vincent Hafner. No hay noticias suyas desde el asunto de enero. Con esto firma un regreso bastante espectacular…
15.20 h
Repentina agitación en Le Brasseur.
Las conversaciones quedan interrumpidas por las sirenas, todo el mundo se precipita hacia la terraza y se asoma a la calle. Da la impresión de que el sonido de los faros giratorios ha subido un tono. El dueño lo tiene claro: es el ministro del Interior. Intentan recordar cómo se llama, en vano. Si fuera un presentador de la tele sería más fácil. Se reanudan las conversaciones. Algunos piensan que tanta agitación se debe a que hay novedades, han descubierto un cadáver o algo así, pero el dueño cierra de nuevo los ojos, petulante. La oposición de la clientela es un homenaje a su erudición.
—Les digo que es el ministro del Interior.
Seca los vasos serenamente con una sonrisita, sin mirar hacia la terraza, para subrayar hasta qué punto está seguro de sus conclusiones.
La espera es febril, todos contienen el aliento, como antes del paso de una etapa del Tour de Francia.
15.30 h
Tiene la impresión de que su cabeza está llena de algodón hidrófilo y de que alrededor no hay más que venas gruesas como puños que la golpean rítmicamente.
Anne abre los ojos. La habitación. El hospital.
Intenta mover las piernas, se siente paralizada, como una anciana con reúma. Es doloroso, pero consigue levantar una rodilla, y después la otra. Las piernas dobladas le proporcionan un instante de alivio. Mueve lentamente la cabeza para recuperar sensaciones, su cabeza pesa una tonelada, y sus dedos, cubiertos de vendas, parecen pinzas de cangrejo pero más sucias. Las imágenes son un poco borrosas, la puerta del baño en la galería comercial, un charco de sangre, las detonaciones, la sirena de la ambulancia, tan obsesiva, el rostro del radiólogo y, en alguna parte, detrás de él, la voz de una enfermera diciendo: «Pero ¿qué le han hecho?». La emoción la invade de pronto, contiene las lágrimas, respira hondo. Debe dominarse, no dejarse llevar, no abandonarse.
Y para eso tiene que levantarse, seguir viva.
Con un solo movimiento, aparta la sábana, baja una pierna y después la otra. Se marea, permanece un segundo en equilibrio al borde de la cama, se apoya en los pies, se yergue y vuelve a sentarse; ahora es cuando siente punzadas de dolor de verdad, por todas partes, precisas, en la espalda, en los hombros, en la clavícula. La han machacado. Busca su respiración, se yergue de nuevo y por fin está en pie, por decirlo de alguna manera, porque tiene que apoyarse en la mesilla.
Tiene el aseo enfrente. Como si estuviera escalando, pasa de un punto de apoyo a otro, del travesaño de la mesita al pomo de la puerta, al lavabo, y ya está de cara al espejo. Dios mío, ¿es ella?
Esta vez no puede contener el mar de sollozos que la invade. Los pómulos azules, las costras, los dientes rotos… Y esa herida en la mejilla izquierda, el pómulo reventado, la larga serie de puntos de sutura…
¿Qué le han hecho?
Anne se agarra al lavabo para no caer.
—Pero ¿qué hace usted de pie?
Se vuelve, mareada; la enfermera no tiene tiempo de agarrarla y cae al suelo. La enfermera se inclina y asoma fugazmente la cabeza al pasillo.
—Florence, ¿puedes venir a ayudarme?
15.40 h
Camille camina nervioso y rápido, con Louis a su lado. Unos pocos centímetros detrás de su jefe, la medida exacta de la distancia que mantiene con Verhoeven es el resultado de una sabia dosis de respeto y familiaridad, solo él es capaz de realizar cálculos tan delicados.
A pesar de la prisa y la preocupación, Camille levanta maquinalmente los ojos hacia los edificios que bordean la rue Flandrin. Arquitectura haussmaniana, ennegrecida por la contaminación, hay tanta en este barrio que uno no se da ni cuenta. Su mirada atrapa al vuelo la línea de balcones sostenida en sus extremos por dos atlantes monumentales con taparrabos hinchados por una excepcional protuberancia, y bajo cada balcón, por cariátides de senos ultrajantemente generosos que miran al cielo. Son los senos los que miran al cielo, las cariátides tienen la mirada dulzona y falsamente puritana de quienes están seguras de su efecto. Camille prosigue su camino pero asiente con la cabeza, lleno de admiración.
—René Parrain, diría yo —dice.
Silencio. Camille cierra los ojos mientras espera la respuesta.
—Más bien Chassavieux, ¿no?
Siempre lo mismo. Louis tiene veinte años menos que él y sabe veinte mil veces más cosas. Lo que más le fastidia es que no se equivoca nunca. O casi nunca. Camille ha intentado pillarlo una y otra vez, pero no hay nada que hacer, ese tipo es una enciclopedia.
—Sí —contesta—. Quizá.
Al acercarse al pasaje Monier, Camille se da de bruces con el vehículo reventado por el calibre 12, que está siendo cargado en una grúa.
Le dirán que apuntaron a la cara de Anne desde el otro lado de ese coche.
El pequeño es el que manda. Ahora resulta que en la policía pasa igual que en la política, el grado es inversamente proporcional a la altura. A ese poli lo conoce todo el mundo. Claro, con un físico así… Es suficiente haberlo visto una vez para que se quede grabado en la memoria, pero en cuanto a su nombre, en el café, las propuestas varían mucho. Recuerdan que tiene un apellido extranjero, pero ¿de dónde?, ¿alemán, danés, flamenco? Uno dice ruso, y otro exclama sí, Verhoeven, eso es, risas, es lo que yo decía, tenían razón, ya se han quedado a gusto.
Se le ve llegar a la entrada de la galería. No muestra su acreditación, hay dispensa por debajo del metro cincuenta. Tras el cristal de la terraza todos contienen la respiración, pero una sensación triunfa sobre la anterior, vaya día: acaba de entrar en el bar una joven muy morena. El dueño saluda ostentosamente su llegada y todo el mundo se vuelve. Es la peluquera de al lado. Pide cuatro cafés, la máquina de la peluquería se ha estropeado.
Lo sabe todo, sonríe con modestia esperando que la sirvan. La asedian a preguntas. Dice que no tiene tiempo pero enrojece, que es como decirlo todo.
Ahora sabrán la verdad.
15.50 h
Louis da la mano a sus compañeros. Camille quiere ver el vídeo. De inmediato. Louis se extraña. Sabe la poca estima que Camille siente por los usos y protocolos, aunque saltarse así el procedimiento sorprende en alguien de su nivel y experiencia. Louis se coloca el mechón con la mano izquierda pero sigue a su jefe hasta la trastienda de la librería, convertida en cuartel general provisional. Camille estrecha distraídamente la mano de la encargada, un árbol de Navidad que fuma un cigarrillo plantado en una boquilla de marfil, el tipo de cosas que hace un siglo que no se ven. Camille no se anda por las ramas. Los agentes han recuperado las grabaciones de dos cámaras.
En cuanto se coloca delante del ordenador portátil, se vuelve hacia su ayudante.
—Vale —dice—, voy a ver esto. Tú mientras tanto recoge información.
Señala la habitación de al lado, que es como señalarle directamente la salida. Se sienta sin esperar delante de la pantalla y mira a todo el mundo. Cualquiera diría que quiere estar solo para ver una película porno.
Louis se comporta como si todo le pareciera perfectamente lógico. Tiene algo de mayordomo.
—Vamos —dice empujando a los demás—, nos instalaremos allí.
La grabación que interesa a Camille es la de la cámara situada sobre la puerta de la joyería.
Veinte minutos más tarde, mientras Louis la ve a su vez, compara las imágenes con los primeros testimonios y elabora sus primeras hipótesis de trabajo, Camille camina hasta el pasaje central y se coloca aproximadamente en el lugar donde se encontraba el tirador.
La toma de huellas ha finalizado, los técnicos se han marchado, los trozos de cristal han sido recogidos y el perímetro del atraco está marcado con cinta adhesiva, a la espera de los peritos y los técnicos de seguros. Después lo aislarán todo, llamarán a los albañiles y en dos meses quedará como nuevo, y un atracador demente podrá volver a disparar a la clientela en horario comercial.
El lugar está custodiado por un uniformado, un tipo alto y delgado de mirada cansada, rostro prognato y grandes bolsas bajo los ojos. Camille lo reconoce enseguida, se lo ha cruzado cien veces en escenas de crímenes, como a un actor secundario cuyo nombre nunca recuerda. Se saludan con la mano.
Camille observa la tienda devastada, los escaparates reventados. Aunque no sabe nada de joyería, tiene la impresión de que no es el lugar que él habría elegido para llevar a cabo un atraco. Pero también sabe que se trata de una impresión completamente equivocada. Si observan una sucursal bancaria, no parece nada extraordinario, pero si se llevan todo lo que contiene tendrán suficiente para comprarla.
Aunque se esfuerza por conservar la calma, Camille mantiene las manos en los bolsillos de la gabardina, porque desde que ha visto el vídeo —lo ha pasado y vuelto a pasar tantas veces como el tiempo se lo ha permitido y esas imágenes le han dejado atónito y destrozado— sus manos no dejan de temblar.
Sacude la cabeza como si tuviera agua en los oídos, como si quisiera vaciar el exceso de emoción, recuperar la distancia, pero claro, esa mancha ahí, en el suelo, es la sangre de Anne. Ella estaba allí, acurrucada en el suelo, el tipo debía de estar aquí plantado… Camille se aleja unos pasos, el policía alto lo mira, algo inquieto. De pronto, Camille se vuelve, sosteniendo en la cadera una escopeta imaginaria, y el policía alto apoya su mano en el walkie-talkie. Camille da tres pasos, mira alternativamente el emplazamiento del tirador y la salida de la galería, y de pronto, sin avisar, echa a correr. Esta vez, sin dudarlo, el agente agarra el aparato, pero Camille se para en seco y el funcionario detiene su gesto. Camille, preocupado, con un dedo en los labios, vuelve sobre sus pasos, levanta los ojos, sus miradas se cruzan y se sonríen temerosos, como si quisieran simpatizar aunque no hablasen la misma lengua.
¿Qué ha podido pasar realmente?
Camille mira a derecha e izquierda, hacia arriba, a la lucerna destrozada por los disparos, avanza, se sitúa a la salida de la galería, en la rue Georges-Flandrin. No sabe qué es lo que busca, una señal, un detalle, un chispazo, su memoria casi fotográfica de lugares y gente clasifica sus impresiones en un orden diferente.
Sin saber por qué, tiene ahora mismo la sensación de ir por mal camino. De no tener nada que hacer aquí. De no haber cogido el caso por el lado correcto.
Así que vuelve sobre sus pasos y retoma los interrogatorios.
A los colegas que han tomado las primeras declaraciones les dice que quiere «hacerse una idea». Habla con la librera, con el anticuario, interroga a la peluquera en la acera. La joyera está hospitalizada. En cuanto a la aprendiza, pasó todo el atraco de cara al suelo y con las manos en la cabeza. Da un poco de pena esa niña, fútil, insignificante, Camille le dice que se vaya a casa y pregunta si hay que llevarla, ella contesta que su amigo la espera en Le Brasseur, señala el café al otro lado de la calle, la terraza atiborrada, con todas las miradas dirigiéndose a ellos. Camille dice: vamos, márchese.
Ha escuchado a los testigos y ha observado atentamente las imágenes.
Ese empeño en matar a Anne se debe en primer lugar a la electricidad, a la terrible tensión que reina durante un atraco y, después, al encadenamiento de circunstancias. Un círculo vicioso.
Sí, pero esa obstinación, ese encarnizamiento…
El juez está de camino, llegará de un momento a otro. Mientras tanto, vuelve atrás. El asalto es clavado, en detalle, a otro que tuvo lugar en enero.
—¿Es así? —pregunta Camille.
—Sin duda —confirma Louis—. Lo único que cambia es la escala. Hoy tenemos un atraco, en enero efectuaron cuatro. Cuatro joyerías asaltadas en menos de seis horas…
Camille deja escapar un leve silbido de admiración.
—El mismo método de hoy. Tres hombres. El primero obliga a abrir las cajas y arrasa con las joyas, el segundo lo cubre con una Mossberg de cañón recortado, el tercero conduce el vehículo.
—Y en enero, ¿dices que hubo un muerto?
Louis consulta sus notas.
—Ese día su primer objetivo se encuentra en el distrito XV, a la hora de abrir. Saldan el asunto en diez minutos de reloj, es el golpe más limpio de la jornada porque sobre las diez y media irrumpen en una joyería de la rue de Rennes. Cuando se marchan, dejan en el suelo a un empleado que ha tardado en abrir la caja de la trastienda, con un traumatismo craneal. Cuatro días en coma, el chico se recuperó pero con secuelas, está batallando con la administración para conseguir una pensión de invalidez parcial.
Camille escucha con tensa atención. De eso ha escapado Anne de milagro. Tiene los nervios a flor de piel, necesita respirar profundamente, esforzarse en relajar los músculos, cómo se llamaba, «esterno… claudio…», joder.
—Hacia las dos de la tarde —prosigue Louis—, cuando vuelven a abrir las tiendas, la banda irrumpe en una tercera joyería, en el Louvre des Antiquaires. No se andan con tonterías, ya están rodados. Diez minutos más tarde se marchan abandonando en la acera el cuerpo de un cliente que ha levantado la mano demasiado… Menos serio que lo del empleado de la mañana, pero aun así diagnosticado como herido grave.
—Va a más —dice Camille, que sigue el hilo de sus pensamientos.
—Sí y no —responde Louis—. Los tipos no actúan a la ligera, simplemente hacen su trabajo a su manera.
—Aunque tengan una jornada bien cargada…
—Sin duda.
Hasta para un grupo bien entrenado, preparado y motivado, cuatro atracos en seis horas representan un rendimiento excepcional. Al cabo de un rato, inevitablemente, llega el cansancio. Un atraco a mano armada es como bajar una pista de esquí, los accidentes ocurren siempre al final del día, es el último esfuerzo el que provoca más daños.
—En la rue de Sèvres —prosigue Louis—, el director de la joyería se empeña en hacerse el fuerte. En el momento en que la banda se dispone a partir, cree que puede intentar retrasarlos, agarra por la manga al encargado de llevarse el botín e intenta derribarlo. El que cubre no tiene ni tiempo de apuntarle con la Mossberg, porque el otro le mete dos balas de 9 mm en pleno pecho.
Sin duda no se sabrá nunca si la jornada había terminado o si tenían otros proyectos y la muerte del joyero les obligó a darse a la fuga.
—Excepto por el número de joyerías en un mismo día, la forma de operar es bastante clásica. Los nuevos profesionales, los jóvenes, gritan, gesticulan, pegan tiros al aire, saltan por encima de los mostradores, eligen armas como las que han visto en los videojuegos, totalmente sobredimensionadas, y se ve enseguida que están muertos de miedo. Nuestros atracadores se muestran muy decididos, muy organizados, no se mueven sin pensar. Si no se hubiesen cruzado con un aspirante a héroe, se habrían marchado dejando atrás algunos daños colaterales, nada más.
—¿El botín de enero? —pregunta Camille.
—Seiscientos ochenta mil euros —anuncia Louis—. Declarados.
Camille levanta una ceja. No es que se extrañe, porque los joyeros no declaran nunca la totalidad de los robos, siempre tienen mercancía en negro. No, Camille simplemente pregunta la verdad.
—Seguramente más de un millón. En la reventa, unos seiscientos mil. Quizás seiscientos cincuenta. Bonito beneficio.
—¿Hay alguna idea de por dónde se ha movido?
Con un botín de esa clase, tan elevado como dispar, se produce mucha pérdida en la reventa, y no hay muchos peristas competentes en París.
—Se supone que la mercancía pasó por Neuilly, pero bueno…
Es evidente. Sería la mejor elección. Se murmura que el perista es un cura que ha colgado los hábitos. Camille no lo ha confirmado, pero tampoco le sorprende, considera que las dos funciones se parecen mucho.
—Envía a alguien a dar una vuelta.
Louis apunta el pedido. En la mayoría de los casos, es él quien se encarga de distribuir las tareas.
Y entonces aparece el juez Pereira. Ojos azules, nariz demasiado larga y orejas de perro. Preocupado, atareado, da la mano a Camille mientras camina, qué tal, comandante, y tras él, su secretaria, una bomba de treinta años, todo pecho, cuyos tacones vertiginosos resuenan sobre las baldosas de cemento. Alguien debería decirle que se pasa un poco. El juez sabe que provoca un escándalo inaudito y que, aunque camine tres pasos por detrás de él, no queda lugar a dudas, la reina del mambo es ella. Si quisiera, hasta podría deambular por la galería haciendo globitos con el chicle. Camille opina que Lolita, con treinta años, parece más bien una auténtica puta.
Improvisan una reunión. Camille, Louis y dos compañeros del equipo que acaban de presentarse. Louis se encarga de oficiar. Sintético, preciso, metódico, informado (a pesar de haber aprobado la oposición de entrada a la ENA[5], prefirió estudiar Ciencias Políticas). El juez escucha con atención. Se habla de acentos del este. Se nombra a una banda de serbios o bosnios, hombres violentos, no hay que olvidar que han disparado cuando podrían haberlo evitado. Y a Vincent Hafner, del que se pasan a enumerar sus antecedentes. El juez asiente. Hafner y los bosnios, una mezcla explosiva, me sorprende que no haya más daños porque son de los peores, dice, con razón.
Después pregunta por los testigos. Normalmente, a la hora de apertura de la joyería, además de la gerente y la aprendiza hay otra empleada, pero esta mañana ha llegado tarde. Apareció justo después de la batalla y solo tuvo tiempo de escuchar el último disparo. Cuando un empleado escapa milagrosamente de un atraco a la tienda o la oficina bancaria en que trabaja, la policía sospecha de inmediato de él.
—Nos la hemos llevado —dice uno de los polis, no muy convencido—. Vamos a investigarla, pero parece tener las manos limpias.
La secretaria se aburre mortalmente. Se contonea sobre los zancos, se balancea de un pie a otro mirando con descaro la salida. Lleva los labios pintados de un rojo muy oscuro, comprime sus senos en una blusa cuyos dos primeros botones están abiertos, como si hubiesen cedido, exhibiendo un surco blanco increíblemente profundo. Todo el mundo está pendiente del tercer botón, que resiste aún pero alrededor del cual el tejido se estira peligrosamente, como una sonrisa carnívora. Camille la observa, la dibuja mentalmente. Produce efecto, pero solo en conjunto. Porque mirada al detalle la cosa cambia: pies grandes, nariz corta, rasgos un poco groseros, trasero respingón pero demasiado levantado. Un culo para alpinistas. También lleva perfume… Con base de yodo. Tiene la impresión de estar hablando al lado de un cesto de ostras.
—Bien —susurra el juez llevándose a Camille a un aparte—. Me ha dicho la señora comisaria que tiene usted un soplón…
Dice «señora» con voz afectada, como si se entrenase para decir «señor ministro». La secretaria detesta los apartes. Lanza un largo y ruidoso suspiro.
—Sí —confirma Camille—. Sabré algo más mañana.
—Así que esto debería ir rápido.
—Debería…
El juez está satisfecho. No es comisario, pero de todas formas le gusta tener los números a favor. Decide levantar el campamento. Una mirada seria a la secretaria:
—¿Señorita?
Tono autoritario. Seco.
Se nota en el rostro de Lolita que se lo va a hacer pagar caro.
16.00 h
El testimonio de la joven peluquera es muy jugoso. Repite lo que ha dicho a los polis con una caída de ojos digna de una recién casada. Es el más preciso de todos los que ha escuchado. Muy preciso, incluso. Con gente así no se arrepiente uno de llevar pasamontañas. Vista la agitación que reina fuera, me mantengo lo más lejos posible de la terraza, cerca de la barra, y pido otro café.
La chica no está muerta, lo peor se lo ha llevado el coche aparcado. A ella la ha recogido el SAMU.
Ahora, al hospital. A urgencias. Antes de que salga o la trasladen.
Pero antes, a llenar el cargador. Siete cartuchos en la Mossberg.
Los fuegos artificiales no han hecho más que empezar.
Vamos a cambiar el decorado.
18.00 h
A pesar de su nerviosismo, Camille evita que sus dedos tamborileen sobre el volante. Todos los mandos están centralizados en su coche, no hay otra solución cuando los pies cuelgan a varios centímetros del suelo y los brazos son demasiado cortos. Y en un coche equipado para minusválidos, hay que tener cuidado con dónde pone uno los dedos, un gesto fuera de lugar y acabas en la cuneta. Además Camille, entre otros defectos, no es muy hábil con las manos, es francamente torpe en cualquier cosa que no sea dibujar.
Tras detener el coche, atraviesa el aparcamiento del hospital mientras ensaya las frases destinadas al médico, el tipo de frases trabajadas que se pasa uno puliendo horas y que se olvidan cuando se presenta la ocasión. Por la mañana, el vestíbulo estaba lleno de gente y subió directamente a la habitación de Anne. Esta vez se detiene, el mostrador está a la altura de sus ojos (un metro cinco, opina Camille, que en esos temas raramente se equivoca en más de un centímetro o dos). Da la vuelta y empuja con autoridad la portezuela lateral, sobre la que cuelga el típico cartel de «Prohibida la entrada».
—Pero bueno —exclama la chica—, ¿no sabe usted leer?
Camille le muestra su placa.
—¿Y usted?
La chica se echa a reír, con el pulgar hacia arriba.
—¡Excelente!
Le ha gustado de verdad. Es negra, delgada, con ojos muy vivos, sin pecho, con los hombros huesudos y unos cuarenta años. Antillana. En su tarjeta de identificación pone: «Ophélia». Lleva una blusa con chorreras francamente fea, grandes gafas blancas, hollywoodienses, en forma de mariposa, y apesta a tabaco. Le indica a Camille con la palma de la mano muy abierta que espere, contesta una llamada, la despacha, cuelga y después se vuelve hacia él con admiración.
—¡Pues sí que es usted bajito! Para ser policía, quiero decir… ¿No hay una altura mínima para entrar?
Camille no está de humor para ese tipo de cosas, pero la chica le hace gracia.
—Obtuve una dispensa —dice Camille.
—¿Un enchufe?
Cinco minutos más y la cordialidad terminará en descaro. Policía o no, acabarán dándose palmaditas en la espalda. Camille corta en seco y pide hablar con el médico que se ocupa de Anne Forestier.
—A estas horas hay que hablar con el interno de planta.
Camille le hace una seña para indicarle que ha comprendido y se dirige hacia el ascensor. Luego vuelve atrás.
—¿La han llamado por teléfono?
—No que yo sepa…
—¿Está segura?
—Créame. Aquí no hay muchos pacientes que estén en disposición de responder al teléfono.
Camille se va.
—¡Eh, eh, eh!
De lejos, la mujer agita una hoja de papel amarillo, como si abanicase a alguien más alto que ella. Camille regresa. Ella le dedica una tierna mirada.
—Una cartita de amor… —murmura.
Es un formulario de ingreso. Camille se lo guarda en el bolsillo y sube a la planta. Pregunta por el médico, debe esperar.
En urgencias, el aparcamiento está a rebosar. Ideal para esconderse: nadie distinguirá un coche aquí, a condición de no dejarlo demasiado tiempo en el mismo sitio. Basta con permanecer atento, discreto. En movimiento.
Y mantener la Mossberg cargada en el asiento delantero, debajo de un periódico. Por si acaso.
A ver, los siguientes pasos.
Esperar a que la chica salga del hospital es una primera opción. Incluso la más simple. La Convención de Ginebra impide dispararle a una ambulancia, salvo si a uno le importa una mierda. Las cámaras de vigilancia del vestíbulo no sirven para nada, están ahí para disuadir a los posibles candidatos, lo que no impide reventarlas con un calibre 12 antes de empezar el trabajo. Nada moralmente irreparable. Nada técnicamente imposible.
No, en esa solución el punto espinoso es más bien logístico, la salida propiamente dicha. Hay un cuello de botella. Siempre se puede pegar un tiro al guardia de seguridad para pasar la barrera —la Convención de Ginebra no prevé nada a propósito de los guardias—, pero no es lo más práctico.
Otra solución: después de la barrera. En ese caso se abre un ángulo de tiro cuando al salir del hospital las ambulancias se ven obligadas a girar a la derecha y a esperar a que el semáforo se ponga verde cuarenta metros más allá. Al llegar van deprisa, transportan mercancía perecedera, pero al salir, en cambio, la cosa es más relajada. Mientras la ambulancia se detiene en el semáforo, un tirador centrado puede llegar tranquilamente por detrás, abrir el portón en un segundo, añadir un segundo más para apuntar y otro para tirar, y si se tiene en cuenta la estupefacción del conductor y los eventuales testigos en ese tipo de situación, queda tiempo suficiente para subir al coche, rodar en dirección prohibida cuarenta metros hasta llegar al bulevar de dos carriles y después huir por la vía de circunvalación. Tan pancho. Asunto resuelto. Con todo engrasado, la pasta se ve cada vez más cerca.
En ambos casos ella tiene que salir, tanto si vuelve a casa como si es trasladada.
Y si no hay ángulo de tiro, habrá que estudiar el problema.
Queda la posibilidad de hacerlo a domicilio. En plan florista o pizzero. Subir a la habitación, llamar educadamente a la puerta, entrar, hacer entrega del envío y volver a salir. Hay que ser muy preciso. O, al contrario, hacerlo en plan escandaloso. Dos tácticas diferentes, cada una de ellas con sus virtudes. La primera, la del disparo certero, requiere una mayor experiencia y da más satisfacción, pero es un método narcisista, se piensa más en uno mismo que en el otro, le falta un poco de generosidad. La segunda, disparar a discreción, es un método indiscutiblemente más generoso, magnánimo, casi filantrópico.
De hecho, a menudo son los acontecimientos los que deciden por nosotros. Por eso es necesario calcular. Anticiparse. Ese era el defecto de los turcos, estaban organizados pero, francamente, en cuanto a anticipación eran unos mantas. Cuando uno deja su pueblo para dar un golpe en una capital europea del crimen, ¡hay que preverlo todo! Pero ellos no, aterrizan en Roissy frunciendo sus gruesos ceños negros para dejar claro que son de los malos… Ya ves, los primos de una puta de la Porte de la Chapelle, toda su experiencia anterior consistía en el atraco de una tienda de ultramarinos en las afueras de Ankara y de una gasolinera en Keskin, así que… Para lo que iban a pintar en esta historia no era necesario buscar en las altas esferas, pero, joder, tener que contratar a semejante par de gilipollas… Incluso si era lo más práctico, es un poco humillante.
Dejémoslo. Al menos habrán visto París antes de morir. Podrían haberme dado las gracias.
La paciencia siempre tiene recompensa. Aquí llega nuestro poli, que atraviesa el aparcamiento con su pasito apresurado y entra en urgencias. Estoy tres pasos por delante de él y pienso conservar la ventaja hasta el final. Desde aquí le veo plantarse delante de la ventanilla de información, seguro que la chica no ve más que su coronilla, como en Tiburón. Patalea, ese policía tiene nervio. De hecho, ha dado la vuelta enseguida.
Pequeño pero con carácter.
No importa, le vamos a servir la contradicción a domicilio.
Salgo del coche. Voy a echar un vistazo. Lo importante es ser rápido y liquidar el asunto.
18.15 h
Anne se ha dormido. Los vendajes de su cabeza están manchados de productos cicatrizantes, de un amarillo sucio, que dan a su rostro un tono blanco lechoso, los párpados cerrados parecen inflados con helio, y su boca… Camille visualiza su forma en la memoria, esa línea que habrá que volver a encontrar para dibujarla, pero se interrumpe, la puerta se abre, asoma una mirada, le llaman. Camille sale al pasillo.
El interno es un indio serio, con gafitas y un apellido de sesenta letras en su tarjeta de identificación. Camille debe mostrar de nuevo la placa, que el joven médico estudia detenidamente, pensando sin duda en qué actitud tomar en semejante caso. Los policías son frecuentes en urgencias, pero la Brigada Criminal no tanto.
—Necesito conocer el estado de la señora Forestier —explica Camille señalando la puerta de la habitación—. El juez querrá interrogarla…
Eso es asunto del jefe de servicio, según el interno, que deberá decidir qué es posible y qué no.
—Mmmm… Y cuál es el estado de… ¿En qué estado está?
El médico lleva en las manos unas radiografías y unas páginas con el diagnóstico, pero no las necesita, se sabe la ficha de memoria: fractura de nariz («limpia», subraya, no necesitará intervención), una clavícula astillada, dos costillas rotas, dos esguinces (muñeca y pie izquierdos), dedos rotos, también limpiamente, un número incalculable de cortes en las manos, los brazos, las piernas y el vientre, y una incisión profunda en la mano derecha que no afecta a ningún nervio, bastará con un poco de rehabilitación. La larga herida en el rostro es algo más problemática, no puede descartarse que quede una cicatriz, y hay también arañazos incontables, aunque las radiografías son categóricas:
—Resulta espectacular, pero la conmoción no ha provocado alteraciones neuropsicológicas o neurovegetativas. Tampoco hay fractura craneal. Necesitará cirugía dental, habrá que colocar alguna férula… Y tampoco es seguro. Eso se verá después del escáner. Mañana.
—¿Sufre? —pregunta Camille—. Se lo pregunto —añade precipitadamente— por lo de la entrevista con el juez, ya me entiende…
—Sufre lo menos posible. Tenemos cierta experiencia en ese ámbito.
Camille consigue sonreír, balbucea un agradecimiento. El interno le observa de forma extraña, tiene una mirada muy profunda. Qué emoción la de este hombre, parece estar pensando… Como si Camille no le pareciese muy profesional, como si deseara volver a pedirle su acreditación. Pero prefiere apiadarse de él, porque añade:
—Va a hacer falta tiempo para que todo vuelva a su sitio, los hematomas se reabsorberán, quedarán algunas cicatrices, pero la señora… —consulta su nombre en el informe— Forestier está fuera de peligro y no sufre lesiones irreversibles. Diría que el problema principal de esta paciente ya no son las heridas sino el shock. Vamos a mantenerla en observación un par de días. Después… podría necesitar ayuda.
Camille le da las gracias. Debería marcharse, porque ya no tiene nada que hacer ahí, pero no quiere ni pensarlo. Es incapaz de irse.
Nada útil en el lado derecho del edificio. Mucho mejor a la izquierda. Una salida de emergencia. De hecho, bastante familiar: la puerta es casi igual a la de los aseos de la galería Monier. El tipo de puerta cortafuegos con una gran barra horizontal en el interior que se abre fácilmente desde el exterior con una placa de metal flexible. Uno se pregunta si los ingenieros no la diseñaron para los ladrones.
Pego una oreja a la puerta, en vano, es demasiado gruesa. No importa, habrá que echar un vistazo a cada lado, deslizar la placa entre las dos hojas, abrir e ir a dar a un pasillo. Al final, otro pasillo, unos pasos firmes y voluntariamente ruidosos por si me cruzo con alguien y, de pronto, me encuentro en el fondo del vestíbulo, justo detrás del mostrador de información. Se diría que los hospitales están hechos para los asesinos.
A mano derecha, el plano de evacuación de la planta. El edificio es complicado, fruto de las muchas ampliaciones, reconstrucciones, reformas…, un rompecabezas para la seguridad. Y más si se tiene en cuenta que nadie mira los planos de la pared, en caso de incendio habría que improvisar y luego vendrían los lamentos, aunque cuando se miran así, en frío… Sobre todo en un hospital. Aunque el personal esté desbordado, uno tiene la impresión de estar en buenas manos, pero frente a un tipo resuelto y armado con una Mossberg de cañón recortado, un buen conocimiento del plano de evacuación resultaría sin duda más útil.
No importa.
Saco el móvil y le hago una foto al plano. Todas las plantas son parecidas, los ascensores y las bocas contra incendios obligan a respetar cierta configuración.
De vuelta al coche. A pensar. Un riesgo mal calculado es precisamente lo que puede hacerte fracasar a pocos centímetros de la meta.
18.45 h
Camille no enciende la luz en la habitación de Anne, se queda sentado en la silla en la penumbra (en los hospitales, las sillas son muy altas) e intenta recuperar la calma. Todo va terriblemente deprisa.
Anne ronca. Siempre ha roncado un poco, depende de la postura. Cuando se da cuenta, se siente confusa. Ahora todo está cubierto de hematomas, pero normalmente se pone muy guapa cuando se ruboriza, tiene casi la piel de una pelirroja, con pecas minúsculas y muy claras que solo salen a la luz si se siente incómoda o en alguna otra circunstancia.
Camille suele decirle:
—No roncas, respiras fuerte, no tiene nada que ver.
Se pone roja y se toca el pelo para recuperar la compostura.
—El día en que pienses que mis defectos son defectos —dice sonriendo—, habrá que romper definitivamente.
Es habitual, por su parte, evocar la separación. Habla sin distinción de los momentos en que están juntos y de aquellos en los que ya no lo estarán, como si entre ambos no hubiese más que una cuestión de matiz. A Camille le alivia ese planteamiento. Un reflejo de viudo, de depresivo. No sabe si sigue siendo un depresivo, pero sigue siendo viudo. Desde que llegó Anne las cosas son menos claras, menos formales. Avanzan juntos en un periodo del que no saben nada, discontinuo, incierto y reconducible.
—Camille, lo siento…
Anne acaba de abrir los ojos. Articula cada palabra con dificultad. A pesar de los labios embotados, los dientes sibilantes, la mano delante de la boca, Camille entiende todo, y de inmediato.
—Pero ¿qué es lo que sientes, amor mío? —pregunta.
Ella señala su cuerpo yacente, la habitación, su gesto engloba a Camille, el hospital, su vida, el mundo.
—Todo esto…
Su mirada perdida le da ese aire de superviviente que tienen las víctimas de un atentado. Camille le acaricia una mano, pero sus dedos se encuentran con las vendas. Tienes que descansar, ya no te va a pasar nada, estoy aquí. Como si eso sirviera de algo. Por muy agobiado que esté por sentimientos tan personales, los reflejos profesionales salen a la superficie. Y lo que le inquieta es la perseverancia con la que el asesino de la galería Monier ha querido matarla. Hasta el punto de intentarlo en cuatro ocasiones. La tensión del atraco, el círculo vicioso, claro, pero aun así…
—Allí, en la joyería, ¿has visto u oído alguna otra cosa? —pregunta.
Ella no está segura de comprenderle. Balbucea:
—¿Otra cosa… de qué?
No, nada. Él intenta sonreír, sin convicción, y apoya la mano en su brazo. Ahora debe dejarla dormir. Pero tiene que conseguir que le hable lo antes posible, que le cuente todo, con detalle, quizás haya algo que se le escape. Es necesario saber qué, esa es la clave.
—Camille…
Él se inclina.
—Lo siento…
—Anda… —responde suavemente—, déjalo ya.
Con sus vendas, la carne tumefacta oscureciéndole el rostro y la boca rota, en medio de la penumbra, el aspecto de Anne es horrible. Camille ve pasar el tiempo. Los hematomas, terriblemente hinchados, pasan inadvertidamente del negro al azul, con tonalidades violetas y amarillentas. Lo quiera o no, tendrá que marcharse. Lo que más le duele son las lágrimas de Anne. Brotan como de una fuente. Incluso cuando duerme.
Se levanta. Esta vez está decidido a marcharse.
Aquí, de todas formas, no puede hacer nada más. Cierra la puerta de la habitación cuidadosamente, como si fuera el cuarto de un niño.
18.50 h
La chica de información está casi siempre hasta arriba de trabajo. Cuando tiene un momento, sale a fumar un cigarrillo. Normal, en los hospitales el cáncer se considera un compañero de trabajo. Cruza los brazos mientras fuma tristemente.
La ocasión de oro. Deslizarse hasta el edificio, abrir la puerta de emergencia y echar una ojeada para verificar que la telefonista no ha vuelto a su puesto. Se la ve de espaldas, allí en la explanada.
Tres pasos, estirar el brazo y pescar la hoja de admisiones. Basta con tender la mano.
Aquí los medicamentos están bajo llave, pero las fichas personales de los pacientes están al alcance de cualquiera. Las enfermeras piensan que el peligro procede de las enfermedades y las medicinas, es lógico, no tienen en cuenta a los atracadores ocasionales.
Procedencia: Galería Monier — París VIII
Intervención: SAMU LR-453
Hora de llegada: 10.44 h
Paciente: Forestier, Anne
Habitación: 224
Fecha de nacimiento: n. c.
Dirección: Rue de la Fontaine-au-Roi, 26
Traslado: n. c.
FPA: Escáner progr.
Cobertura sanitaria: En espera
Intervención: Gd-11.5
Vuelta al aparcamiento. La mujer enciende otro cigarrillo, me habría dado tiempo a fotocopiar la carpeta entera.
Habitación 224. Segundo piso.
De nuevo en el coche, acaricio, sobre mis rodillas, el cañón de la Mossberg, como a un animal doméstico. Quería averiguar si van a trasladar a la paciente a una unidad especializada o la van a dejar aquí, pero nada.
Si todavía hay pasta en juego, será mucha. Estas cosas son lo uno o lo otro. Y con toda la preparación que ha sido necesaria no voy a arriesgarme ahora a perderlo todo por falta de concentración.
La foto del plano de evacuación en mi teléfono confirma que nadie tiene la menor idea del conjunto de lo que representa ese edificio, una especie de estrella con ciertas puntas romas. Si se mira por un lado es un polígono, y si se le da la vuelta, como con esos dibujos para niños en los que hay que buscar al lobo, aparece una calavera. No es muy delicado para un establecimiento hospitalario.
Lo importante no es eso. Si mis cálculos no fallan, podré subir a la habitación 224 por la escalera; una vez en la planta, la habitación está a menos de diez metros. Para la salida hay que optar por un recorrido más complejo, para borrar pistas. Subir un piso, atravesar el pasillo, volver a subir, atravesar las habitaciones de neurocirugía, tres puertas batientes sucesivas, llegar al vestíbulo por el ascensor opuesto, a veinte pasos de la salida de emergencia, y después rodear todo el aparcamiento hasta el coche. Con el espectáculo que se va a montar, a quién se le va a ocurrir buscarme ahí.
Queda la posibilidad de que sea trasladada. En ese caso, será mejor que espere aquí. Conozco el nombre de la paciente, así que lo más seguro es informarse.
Busco y marco el número del hospital.
Marque 1, marque 2, qué coñazo. La Mossberg es mucho más rápida.
19.30 h
Como no ha puesto un pie en el despacho en todo el día, Camille llama a Louis para hacer balance de los casos abiertos. En este momento tienen a un travesti estrangulado, una turista alemana que sin duda se ha suicidado, un automovilista apuñalado por otro automovilista, un sin techo desangrado en el sótano de un gimnasio, un joven drogadicto rescatado en una alcantarilla del distrito XIII y un crimen pasional cuyo culpable, de setenta y un años, acaba de confesar. Camille escucha, da instrucciones y toma decisiones, pero tiene la cabeza en otra parte. Afortunadamente, Louis continúa ocupándose de lo cotidiano.
Cuando termina, Camille no se ha quedado con casi nada.
Si tuviera que hacer un resumen diría: ¡vaya lío!
Con un poco más de reflexión se daría cuenta de la que ha armado. Ha puesto en marcha un mecanismo difícil de controlar. Le ha hecho trampas a la comisaria con la excusa de un soplón que no tiene, ha mentido a sus superiores, ha dado un nombre falso a la Prefectura de Policía para así poder encargarse de un caso con implicaciones personales…
Peor aún, es el amante de la víctima principal.
Que resulta que también es testigo clave de un caso de atraco violento relacionado con otro atraco con víctimas mortales…
Cuando piensa en esa concatenación de circunstancias, en esa serie catastrófica de decisiones estúpidas, indignas incluso de su experiencia, se queda aterrado. Se siente prisionero de sí mismo. De sus arrebatos. Es un completo idiota porque actúa como si no confiase en nadie, él, que, precisamente, no tiene ninguna confianza en sí mismo. En el fondo, incapaz de ir más allá, se limita a hacer lo que sabe hacer. La intuición, que a veces es lo que le diferencia de los demás, se convierte esta vez en pasión, desmesura, ceguera.
Su actitud resulta más estúpida incluso porque el asunto no es tan difícil de entender. Unos tipos entran a dar un golpe y se cruzan con Anne, que ve sus caras. La golpean y la arrastran hasta la puerta de la joyería por si tuviese la mala idea de fugarse. Cosa que finalmente intenta. El que vigila le dispara y, desprevenido, falla, y cuando quiere acabar el trabajo, su cómplice se interpone. Es hora de largarse con el botín. En la rue Flandrin se le presenta otra oportunidad, pero sus cómplices se lo impiden de nuevo, y Anne salva su vida.
El encarnizamiento de ese tipo le horroriza, pero se comprende por la tensión del momento, él persigue a Anne porque se ha puesto a tiro.
Con eso queda todo dicho.
Los atracadores deben de estar lejos. Difícil creer que se hayan quedado por aquí. Con un botín como ese pueden ir a cualquier parte, no tienen más que elegir.
Su arresto dependerá de la capacidad de Anne para reconocer al menos a uno. Después, lo clásico. Con los medios de los que disponen y los casos que continúan acumulándose día a día, hay una posibilidad entre treinta de encontrarlos pronto, una entre cien de encontrarlos en un plazo razonable y una entre mil de encontrarlos un día por casualidad o por milagro. En cualquiera de esas situaciones, de alguna manera, el caso está cerrado. Hay tantos atracos actualmente que cuando no se detiene a los autores enseguida, si son profesionales, tienen muchas garantías de huir para siempre.
Entonces, se dice Camille, lo mejor consiste en dejarlo todo antes de que la historia sobrepase el nivel de Le Guen. Él podría arreglarlo todavía, sin problema. Una mentirijilla más, para él, no es nada, es el comisario jefe, pero si esto llega más allá no habrá nada que hacer. Si Camille se lo explica, Le Guen hablará con la comisaria Michard, quien estará tan encantada de que su jefe le deba un favor, que sin duda algún día se podrá cobrar, que lo considerará una especie de inversión. Hay que pararlo todo antes de que el juez Pereira empiece a inquietarse.
Camille apelará a la tentación, a la cólera, a la ceguera, al error, a nadie le costará reconocerlo en todas esas cualidades.
Su decisión le reconforta.
Pararlo todo.
Que otro se ocupe de encontrar a los atracadores, tiene compañeros muy competentes. Y así podrá consagrar su tiempo a ayudar a Anne, a cuidarla, que es lo que más va a necesitar.
De hecho, ¿qué iba a hacer él mejor que los demás?
—Mire usted…
Camille se acerca a la recepcionista.
—Dos cosas —dice ella—. El formulario de ingreso que se metió en el bolsillo. Supongo que a ustedes les importa un comino, pero aquí la administración es muy puntillosa, no sé si me entiende.
Camille saca el formulario. Como no tenían el número de la seguridad social, no han rellenado la ficha de ingreso de Anne. La chica señala un cartel desteñido, pegado al cristal con cinta adhesiva y con las esquinas medio rotas, y recita el eslogan:
—«En el hospital, la identidad es la clave de la admisión.» Incluso nos imparten cursillos sobre ese tema, así que comprenderá la importancia del asunto. Parece que las pérdidas se cifran en millones.
Camille le hace una seña para asegurarle que lo comprende. Tendrá que ir a casa de Anne. Asiente con la cabeza. Ese tipo de cosas le aburren mortalmente.
—Otra cosa —prosigue la recepcionista. Adopta un gesto provocativo, pone cara de niña encantadora, sin conseguirlo—. En cuestión de multas —pregunta—, ¿tiene usted mano, o es mucho pedir?
Mierda de profesión.
Camille, agotado, tiende la mano con hastío. La chica se precipita sobre un cajón. Hay por lo menos cuarenta notificaciones. Sonríe, como si mostrara un trofeo, no tiene un solo diente igual.
—Bueno —dice con tono adulador—. Hoy estoy de guardia pero… no todos los días.
—Entiendo —dice Camille.
Mierda de profesión.
Las multas no caben todas en un bolsillo, las reparte a izquierda y derecha. Cada vez que las puertas de cristal se abren, el aire del exterior le golpea, pero apenas le despierta.
Camille está tan cansado…
No está previsto traslado alguno. Nada antes de un día o dos, dice la chica al teléfono. No voy a pasarme dos días en el aparcamiento. Ya llevo mucho tiempo esperando.
Son casi las ocho de la tarde. Vaya horario para un poli. Se disponía a salir, pero de pronto ha vuelto a entrar, absorto en sus pensamientos, mira las puertas de cristal como si no las viera. Dentro de un instante se marchará.
Ha llegado el momento.
Arranco, aparco en el otro extremo, no hay nadie en esa zona, demasiado alejada de la entrada, al lado de la pared del recinto, a dos pasos de la salida de emergencia por la que podré salir si Dios quiere. Y le interesa querer, porque ya no estoy de humor…
Salir del coche y atravesar el aparcamiento ocultándome tras los vehículos aparcados, llego inmediatamente a la salida de emergencia.
Ya estoy en el pasillo. Nadie.
Al pasar veo de lejos, de espaldas, la silueta del pequeño poli, que continúa rumiando sus pensamientos.
Pronto tendrá otras ocasiones para meditar, porque le voy a propulsar hasta la estratosfera, rapidito.
19.45 h
Mientras abre la puerta de cristal que conduce al aparcamiento, Camille vuelve a pensar en la llamada telefónica de la Prefectura y de pronto toma conciencia de que el azar acaba de señalarle como el ser más cercano a Anne. Evidentemente no es verdad, pero fue a él a quien avisaron, él es el encargado de informar a los otros.
¿Qué otros?, se pregunta. Por mucho que rebusque, no conoce a «los otros» de la vida de Anne. Se ha cruzado con algún compañero de trabajo, recuerda especialmente a una mujer de unos cuarenta años y poco pelo, con grandes ojos cansados, que caminaba con cuidado y parecía temblar de frío. «Es una compañera…», dijo Anne. Camille intenta acordarse de su nombre. Charras, Charron… El nombre le viene a la mente: Charroi. Cruzaban el bulevar, ella llevaba un abrigo azul, se saludaron con un gesto, una sonrisa, a Camille le pareció conmovedora. Anne volvió la cabeza. «Una auténtica arpía…», susurró, sonriendo.
Siempre llama a Anne al móvil. Antes de dejar el hospital, busca el número fijo de su trabajo. Son las ocho de la tarde pero nunca se sabe. Una voz de mujer:
—Ha llamado a Wertig & Schwindel. Nuestro horario…
Camille siente una subida brusca de adrenalina. Por un instante ha creído que era la voz de Anne. Eso le ha conmocionado porque ya vivió la misma circunstancia con Irène. Un mes después de su muerte, llamó por error a su propia casa, y le recibió la voz de su mujer: «Hola, ha llamado al teléfono de Camille e Irène Verhoeven. Ahora no podemos…». Fulminado, se echó a llorar.
Debe dejar un mensaje. Balbucea: les llamo para decirles que Anne Forestier… ha sido hospitalizada, no podrá (¿qué?) ir a trabajar… no ahora, un accidente…, no es grave, bueno, sí (¿cómo explicarlo?), les llamará lo antes posible…, si puede. Un mensaje lioso, confuso. Cuelga.
La irritación consigo mismo crece como una marea imparable.
Se da la vuelta, la recepcionista le mira con cara divertida.
20.00 h
Ya he llegado al rellano.
A la derecha, la escalera. Todo el mundo prefiere el ascensor, nunca hay nadie en la escalera. Sobre todo en los hospitales, donde uno debe ahorrar fuerzas.
La Mossberg tiene un cañón de poco más de cuarenta y cinco centímetros. Con una culata de pistola, cabe sin dificultad en el gran bolsillo interior del impermeable. Eso obliga a caminar un poco rígido, con aire de robot, muy estirado, porque hay que mantener el arma contra el muslo. Pero es inevitable si se quiere estar dispuesto a disparar o a salir corriendo. O las dos cosas. Sea como sea, lo importante es ser preciso. Y decidido.
El pequeño policía ha bajado. Ella está sola en su habitación. Si todavía no se ha marchado, desde abajo va a oír el jaleo, y tendrá que subir sí o sí para cumplir con su trabajo. No apostaría mucho por su futuro.
Llegada al primero. Pasillo. Atravesar el edificio hasta la escalera del lado opuesto. Subir al segundo.
Es la ventaja de los servicios públicos: hay tanto trabajo que nadie se fija en ti. En el pasillo hay familias angustiadas, amigos impacientes que entran y salen de las habitaciones de puntillas, como en una iglesia. La institución intimida, las enfermeras atareadas van y vienen sin que nadie se atreva a dirigirles la palabra.
El pasillo está libre. Una auténtica avenida.
La habitación 224 está al fondo, la situación ideal para un mejor reposo. En cuestión de reposo, vamos a echar una buena manita.
Camino hacia la habitación.
Hay que abrir la puerta con precaución, una escopeta recortada cayendo brutalmente al suelo en un pasillo de hospital hace saltar las alarmas de inmediato y la gente acude sin pensar. El picaporte gira con la suavidad de la seda, planto el pie derecho en el umbral, paso la Mossberg de una mano a la otra, el impermeable se abre ligeramente. Ella está tumbada en la cama, desde la entrada diviso los pies, como los de un muerto, inmóviles, abandonados, y si me inclino un poco veo el cuerpo entero.
¡Joder, cómo tiene la cara!
Hay que ver cómo la dejé.
Duerme con la cabeza ladeada, babea, sus párpados están hinchados como ostras, no es el tipo de chica que uno se ligaría. Me viene a la mente la expresión «no levantar cabeza». Una imagen muy ajustada. La suya parece un bloque, como una caja de zapatos, son sin duda las vendas, aunque el color de la piel, sin ir más lejos, es impresionante. Como pergamino. O lona. Y completamente abotargada. Si tenía alguna cita en la agenda, va a tener que posponerla.
Permanecer en el umbral y, sobre todo, mostrar la escopeta.
No he venido con las manos vacías.
A pesar de que la puerta se ha abierto completamente, continúa durmiendo. Mira tú qué bien, se molesta uno en venir y lo reciben así. Por lo general, los heridos graves son como los animales, sienten las cosas. Se despertará, es cuestión de segundos. Instinto de conservación. Sus ojos verán el arma, ya se conocen, son casi amigos.
En cuanto nos vea, a mí y a la Mossberg, se quedará aterrada. A la fuerza. Se revolverá, se incorporará sobre la almohada, sacudirá la cabeza de derecha a izquierda.
Y empezará a gritar.
En condiciones normales, tal y como tiene las mandíbulas, no debería ser capaz de armar un discurso correcto. Todo lo que conseguirá bramar será «uuueee» o quizás «uueeoo», en fin, algo de ese estilo, pero en vez de ser clara pondrá todas sus esperanzas en el volumen, un alarido de terror que atraerá a todo el personal. Si llega a suceder, antes de que la cosa se ponga seria, le haré una señal para que se calle, chisss, con el índice pegado a los labios, chisss. Continuará gritando como una descosida. Chisss, esto es un hospital, ¡joder!
—¿Señor?
En el pasillo, justo detrás de mí.
Una voz, bastante lejana.
No hay que volverse. Hay que seguir erguido, rígido.
—¿Busca algo…?
Aquí nadie se fija en nadie, pero cuando llevas una escopeta de caza, enseguida se te pega una celosa funcionaria a la espalda.
Levantar la mirada hacia el número de la habitación, como quien se da cuenta de su error, la enfermera no está muy lejos. Y sin girarse, articular con voz balbuceante:
—Me he equivocado…
La sangre fría, esa es la clave. Para dar un atraco o hacer una visita de cortesía a una paciente en urgencias, la sangre fría es esencial. Mentalmente vuelvo a visualizar el plano de evacuación. Hay que llegar a la escalera y subir un piso, después es justo a la izquierda. Será mejor acelerar, porque si me volviera ahora tendría que sacar la Mossberg, disparar y privar a la sanidad pública de una enfermera, como si les sobrase personal; desataría una locura. Pero en primer lugar es necesario cargar. Nunca se sabe.
El problema es que para introducir un cartucho en la recámara hay que colocar las dos manos delante. Y además, un arma de este tipo hace un ruido muy especial, muy metálico. En el pasillo de un hospital resonará de una manera inquietante.
—Los ascensores están ahí…
Al oír el ruido del arma, la voz se interrumpe de golpe, dejando lugar a un silencio ansioso. Una voz joven, fresca pero inquieta, como abatida en pleno vuelo.
—¡Señor!
Ahora que la escopeta está lista, basta con tomarse tiempo y ser metódico. Lo importante es permanecer de espaldas. El impermeable deja adivinar la rigidez del arma, como si caminase con una pierna ortopédica. Doy tres pasos, el impermeable se entreabre, una fracción de segundo que deja a la vista el extremo del cañón de la Mossberg, prodigiosamente furtivo, como un rayo de luz o el reflejo del sol en un trozo de cristal. Casi nada, indefinible, y además, cuando solo se han visto armas en el cine, es muy difícil relacionarlo con lo que se acaba de ver. Está claro que ha visto algo, aunque duda, podría ser eso, no, imposible, sin embargo…
El tiempo de que la enfermera se percate…
El hombre se volvió, tenía la cabeza gacha, dijo que se había equivocado, se ajustó el impermeable, fue hasta la escalera… En lugar de bajar, subió. No, no creo que huyese, en ese caso habría bajado. Y esa rigidez… Qué raro. No podría asegurarlo. ¿Qué sería? Así, a primera vista, parecía una escopeta. ¿Aquí? ¿En el hospital? No. No puede ser. Corrí a la escalera…
—Señor…, ¿señor?
20.10 h
Hora de marcharse. Camille es un policía de servicio, no puede actuar como un vulgar enamorado. ¿Se imaginan a un detective pasando la noche al pie de la cama de la víctima? Ya ha hecho bastantes idioteces por hoy.
Justo. El móvil vibra: es la comisaria Michard. Vuelve a meter el aparato en el bolsillo, se dirige a la recepcionista y levanta la mano para despedirse. Ella le responde con un guiño y una pequeña seña con el índice, invitándole a acercarse. Camille piensa en hacer como que no la entiende, pero se acerca, es el efecto del agotamiento, no queda mucha resistencia. Aparte de las multas, ¿qué más va a pedirme?
—¿Ya nos vamos? No se acuesta uno pronto, siendo policía…
Debe de haber algún tipo de doble intención porque sonríe con todos sus dientes irregulares. Perder el tiempo para escuchar esto. Expira profundamente, finge sonreír, él también necesita dormir. Ya ha dado tres pasos cuando:
—Ha habido una llamada, pensé que le gustaría saberlo…
—¿Cuándo?
—Hace un rato… Sobre las siete.
Y antes de que Camille pregunte:
—Era su hermano.
Nathan. Camille no lo conoce, pero ha oído su voz varias veces en el contestador de Anne, una voz febril, apresurada y joven, se llevan más de quince años. Anne se ocupó mucho de él, está muy orgullosa, es investigador en una especialidad impenetrable, la fotónica, la nanociencia o algo así, el tipo de disciplina de la que Camille no entiende ni el nombre.
—Y no muy amable para ser el hermano. Escuchándole, una se alegra de ser hija única.
La idea estalla en el cerebro de Camille: ¿cómo se ha enterado de que estaba en el hospital?
Se da cuenta de pronto, se precipita hasta la portezuela, la empuja, pasa al otro lado del mostrador de recepción, la recepcionista no necesita que le haga la pregunta para responder.
—Una voz de hombre, y… —Ophélia abre mucho los ojos— ¡bastante directo!: «Forestier… Sí, claro, Forestier, ¿cómo quiere que se escriba? ¿Con dos efes?» —adopta un tono desagradable, autoritario—. «¿Qué es lo que tiene exactamente? ¿Qué dicen los médicos?» —su imitación se torna grosera—. «¿Cómo que no se sabe?» —voz atónita, casi escandalizada…
—¿Algún acento?
La recepcionista niega con la cabeza. Camille mira a su alrededor. Se le ocurrirá algo, lo sabe, espera a que se efectúen las conexiones neuronales, es solo cuestión de segundos…
—¿Una voz joven?
Ella frunce el ceño.
—No muy joven… Diría que unos cuarenta años. En mi opin…
Camille no escucha el resto. Echa a correr, atropellando a todo el mundo a su paso.
Llega a la escalera, da un empujón a la puerta del descansillo, que se cierra violentamente a su espalda. Ya está subiendo, tan deprisa como le permite la longitud de sus piernas.
20.15 h
A juzgar por el ruido de sus pasos, el hombre ha subido un piso, cree la enfermera. Veintidós años, el cráneo casi afeitado y un aro en el labio inferior, un aspecto provocador que no concuerda para nada con su interior, toda ternura, en la vida real es casi demasiado buena, y amable, increíble. Después oye el ruido de la puerta, piensa, duda, el hombre puede estar en cualquier sitio, en el pasillo, en la planta de arriba, puede volver a bajar, o por el contrario cruzar neurocirugía y después, para localizarlo…
¿Qué hacer? Primero debería asegurarse, no dar la voz de alarma así como así, es decir, sin estar segura… Vuelve a entrar en el cuarto de enfermeras. No, no es posible, nadie entra en un hospital con una escopeta. ¿Qué podría ser? ¿Una prótesis? Algunos visitantes vienen con ramos de gladiolos del tamaño de un brazo, ¿es temporada de gladiolos? Se ha equivocado de habitación, eso es lo que ha dicho.
Desconfía un poco. En la facultad asistió a un seminario sobre mujeres maltratadas, sabe que los maridos son tenaces, muy capaces de perseguir a sus esposas hasta el hospital. Se da la vuelta y echa un vistazo a la 224. La paciente no hace más que llorar, todo el rato, cada vez que entra en la habitación está llorando, no para de pasarse la mano por la cara, sigue la línea de sus labios, habla ocultando su boca con el dorso de la mano. La han encontrado dos veces delante del espejo del baño aunque apenas puede mantenerse en pie.
De todas formas, piensa mientras se aleja, ¿qué podía llevar ese hombre debajo del impermeable? (eso es lo que le preocupa), era como el palo de una escoba, pero en el instante en que se abrió el impermeable… vio algo como acero inoxidable o metal. ¿Qué podría parecerse tanto al cañón de una escopeta? Una muleta, quizá.
Está inmersa en sus reflexiones cuando, al otro extremo del pasillo, aparece el policía, el pequeño, el que está aquí desde primera hora de la tarde —no llega al metro sesenta, calvo, bonito rostro pero serio, no sonríe—. Viene corriendo como un loco, casi la empuja, abre la puerta de la habitación, se precipita dentro como si fuese a tirarse sobre la cama y exclama:
—¡Anne, Anne!…
Cualquiera lo entiende… Es policía pero, al verlo así, se diría que es su marido.
La paciente se muestra muy agitada. Gira la cabeza en todos los sentidos y, ante la salva de preguntas, levanta una mano que parece decir: deja de gritar. El policía repite:
—¿Estás bien? ¿Estás bien?
Tengo que pedirle que se calme. La paciente deja caer el brazo sobre la sábana y me mira. Está bien…
—¿Has visto a alguien? —pregunta el policía—. ¿Ha entrado alguien? ¿Lo has visto?
Su voz es grave, angustiada. Se vuelve hacia mí.
—¿Ha entrado alguien?
Tengo que decirle que sí, bueno, no exactamente, no…
—Alguien se ha equivocado de planta, un hombre, abrió la puerta…
No escucha la respuesta, se vuelve de nuevo hacia la paciente, la mira fijamente, ella mueve la cabeza, como si perdiese el hilo de sus pensamientos. No dice nada, simplemente niega con la cabeza. No ha visto a nadie. Ahora, se hunde en la cama, sube las sábanas hasta el mentón y llora. Claro, el pequeño policía la ha asustado con sus preguntas. Está más nervioso que una pulga. Intervengo.
—¡Señor, esto es un hospital!
Asiente, pero está claro que está pensando en otra cosa.
—Además, el horario de visitas ha terminado.
Se endereza:
—¿Por dónde se ha ido?
Y como no respondo con la suficiente rapidez, repite:
—Ese tipo, el que se ha equivocado de habitación, ¿por dónde se ha ido?
Le tomo el pulso a la paciente y digo:
—Por la escalera, allí…
Ya me da completamente igual, lo que me interesa es la paciente. De los maridos celosos, que se ocupe otro.
Sale disparado como una liebre sin dejarme acabar la frase. Le oigo precipitarse por el pasillo hacia la puerta y coger la escalera, imposible saber si sube o baja.
Y esa historia de la escopeta, ¿la habré soñado?
La escalera de hormigón resuena como una catedral. Camille se agarra a la barandilla, baja los primeros escalones. Y se detiene.
No, si fuese él, subiría.
Media vuelta. No son escalones estándar, deben de tener medio centímetro más de lo normal, al décimo te cansas, al vigésimo estás agotado. Sobre todo Camille, con sus piernas cortas.
Llega a la planta de arriba sin aliento y duda. Si fuera él, ¿subiría otro piso? ¿Sí? ¿No? Se concentra. No, saldría aquí, al descansillo. En el pasillo, Camille tropieza con un médico que exclama:
—¡Pero bueno!
Tiene el tiempo justo de verlo, sin edad definida, con la bata planchada (todavía se distinguen los pliegues), el cabello uniformemente blanco, se ha detenido, los dos puños en los bolsillos, con aire alarmado al ver aparecer a ese tipo tan nervioso…
—¿Se ha cruzado usted con alguien? —exclama Camille.
El médico inspira, adopta una postura de dignidad y prepara su réplica.
—¡Un hombre, joder! —grita Camille—. ¿Se ha cruzado usted con un hombre?
—No… Eh…
A Camille no le parece suficiente, se vuelve, abre la puerta como si quisiera arrancarla, regresa a la escalera y después al pasillo, primero a la derecha, luego a la izquierda, sin aliento. Nadie. Vuelve sobre sus pasos, corre, algo le dice (la fatiga quizá) que no va por buen camino. En cuanto se empieza a pensar eso, se corre con más lentitud, aunque le resultaría imposible acelerar, porque Camille llega al final del pasillo, un ángulo recto, y se topa con una pared con un armario eléctrico cuya puerta, de dos metros de alto, está abarrotada de símbolos que indican lo mismo: «Peligro de muerte». Gracias por la información.
La maestría consiste en salir igual que como se ha llegado.
Es lo menos sencillo, se necesita fuerza, concentración, vigilancia, lucidez, cualidades raras en un mismo hombre. En los atracos, que son algo parecido, siempre es al final cuando se corre más riesgo de meter la pata. Uno llega con intenciones pacíficas, se enfrenta a cierta resistencia y, si falta la calma, se encuentra disparando a la muchedumbre con un calibre 12 y dejando tras de sí una carnicería debida tan solo a una pequeña falta de sangre fría.
Pero la vía estaba libre hasta el final. Exceptuando a un matasanos, plantado en la escalera, qué demonios estaría haciendo allí, no había nadie.
En la planta baja hay que salir a paso rápido. La gente puede tener la prisa que quiera, pero no se corre en un hospital, así que cuando aceleras el paso te siguen con la mirada, pero estoy fuera antes de que nadie tenga tiempo de reaccionar. Y, de hecho, ¿reaccionar a qué?
Justo a la derecha, el aparcamiento. El aire fresco sienta bien. Mantener la Mossberg bien derecha bajo el impermeable, no vamos a comenzar a asustar a los pacientes, estar en urgencias ya es suficiente mal trago. Además, el ambiente aquí es bastante tranquilo.
Arriba, en cambio, la cosa debe de estar que arde. El canijo andará olisqueando la atmósfera, hocico al aire como los sabuesos, intentando entender qué ha pasado.
Y la enfermera no debe de estar muy segura…, ¿una escopeta? Sí, claro, ¿y qué más?
Se lo comenta a las compañeras, ¿estás de coña?, ¿una escopeta? Sí, venga ya…
Y llegarán las bromas, ¿qué bebes cuando estás de guardia, qué te has fumado?
Otra dice: de todas formas, deberías comentárselo a…
Y todo eso es tiempo más que de sobra para atravesar el aparcamiento, llegar al coche, subir, arrancar tranquilamente, unirse a la fila de coches que abandonan el hospital y en tres minutos estar en la calle. Giro a la derecha, semáforo en rojo.
Podré disparar desde aquí.
Y si no, será justo después.
Cuando uno está decidido…
Camille se siente vencido, pero de todos modos ha acelerado el paso.
Esta vez ha elegido el ascensor, para poder recuperar el aliento. Si estuviese solo, daría un puñetazo en la pared. Se contenta con inspirar profundamente.
Al llegar al vestíbulo, confirma su análisis de la situación. La sala de espera está llena, pacientes, personal, conductores de ambulancia que no dejan de entrar y salir. A su derecha un pasillo da a la salida de emergencia, otro a la izquierda desemboca en el aparcamiento.
Y esa no es más que una de las siete u ocho posibilidades de abandonar el edificio sin llamar la atención.
¿Interrogar a quién? ¿Tomar declaraciones, testimonios? ¿Declaraciones de quién? En lo que se tarda en hacer llegar a un equipo, dos tercios de los pacientes serán reemplazados por otros nuevos.
Se abofetearía a sí mismo.
A pesar de todo, sube a la planta y entra en el cuarto de enfermeras. La chica de los labios hinchados, Florence, está consultando un registro. ¿Su compañera? No, no lo sabe, dice sin levantar la vista. Pero Camille insiste:
—Tenemos mucho trabajo —responde ella.
—Razón de más, no debe de estar lejos.
Cuando quiere contestar, Camille ya ha salido. Da vueltas por el pasillo, asoma la cabeza en cuanto se abre la puerta de una habitación, entrará en los aseos de señoras si es necesario, en el estado en que se encuentra nadie podrá detenerle, pero no hace falta, porque la chica aparece.
Tiene un aire contrariado, se pasa la mano por el cráneo afeitado, Camille la dibuja en la cabeza, muy regular, esa tonsura da a su rostro un aspecto muy frágil, parece impresionada pero engaña, es una chica sólida. Su primera respuesta lo confirma. Habla mientras camina, así que Camille se ve obligado a correr a su lado:
—¿Ha oído usted su voz?
—No mucho, solo le he oído disculparse.
Pero correr así, al lado de una joven en el pasillo de un hospital para intentar obtener la información que necesita sin falta para salvar la vida de la mujer que ama, es demasiado para Camille. Agarra a la chica del brazo, obligándola a detenerse y a mirar hacia abajo para encontrar su mirada, en la que se lee su determinación, reforzada por una voz tranquila, grave y enérgica:
—Voy a tener que pedirle que se concentre, señorita…
Camille lee el nombre escrito en su placa: «Cynthia». Otros padres locos por las series de televisión.
—Ahora debe concentrarse, Cynthia. Porque necesito saberlo todo…
Y ella lo cuenta: el hombre ante la puerta abierta que se da la vuelta, con la cabeza gacha, sin duda por la confusión, un impermeable, sus andares un tanto rígidos… Después cuenta que se ha dirigido a la escalera y que un hombre que huye no sube, sino que baja, es evidente, ¿no?
Camille suspira y dice sí, claro, es evidente.
21.30 h
—Está al caer…
Al responsable de seguridad no le gusta eso. Primero, es tarde, y ha tenido que volver a vestirse. Una noche de partido, además. Ha sido gendarme, cejas bastante pobladas, vientre prominente, sin cuello, iracundo, adicto a la carne. Para ver la grabación de las cámaras necesita una autorización. Firmada por el juez. En regla.
—Por teléfono me dijo usted que ya la tenía…
—No —contesta Camille con seguridad—. Le dije que la tendría.
—No es lo que yo he entendido.
Testarudo. En general, Camille negocia, pero esta vez no tiene ganas ni tiempo de andarse con rodeos.
—¿Y qué es lo que ha entendido? —pregunta.
—Pues que tenía usted una or…
—No —le corta Camille—, no le estoy hablando de la orden judicial, le estoy hablando del tipo que ha entrado en su hospital con una escopeta de caza. ¿Qué ha comprendido de eso? ¿Ha comprendido que ha subido a la segunda planta para volarle la cabeza a una de sus pacientes? ¿Y que si se hubiese topado con alguien en su camino, sin duda habría disparado a mansalva? ¿Y que si vuelve y provoca una masacre será su cabeza la primera que caiga y tendrá que ponerse a régimen?
De todas formas, son las cámaras que cubren la entrada a las urgencias, hay pocas posibilidades de que el hombre, si existe, haya pasado por allí, no es idiota. Si existe.
De hecho, en la franja horaria en la que podía encontrarse allí no hay nada de particular. Camille vuelve a verificarlo. El responsable de seguridad no puede estarse quieto y suspira con fuerza para manifestar su disconformidad. Camille se inclina sobre la pantalla, contempla el flujo de ambulancias, de vehículos del SAMU y particulares, gente que entra y sale, heridos, sin herir, caminando o corriendo. Nada destacable que pueda servir de ayuda.
Se levanta y se va. Vuelve de nuevo, pulsa el botón, expulsa el DVD y se larga.
—¿Me toma por imbécil? —vocifera el responsable—. ¿Y la autorización?
Camille le hace un gesto: nos ocuparemos más tarde.
Ya está de vuelta en el aparcamiento. En su lugar, se dice mientras observa los alrededores, yo saldría por un lado. Por la salida de emergencia. Se inclina sobre la puerta para verla de cerca. Tiene que sacar las gafas. No hay marcas de que la hayan forzado.
—Cuando sale usted a fumar fuera, ¿quién la reemplaza?
La pregunta es obligada. Camille ha vuelto a recepción, ha caminado hasta el fondo del recibidor y a mano izquierda ha encontrado, como por azar, el pasillo que lleva a una salida de emergencia.
Ophélia sonríe con sus dientes amarillos.
—No tenemos suplente para las bajas por maternidad, ¡no nos lo van a poner para las pausas-cáncer!
¿Pasó por aquí o no?
Al volver al coche, escucha sus mensajes.
«¡Aquí Michard! —tono seco—. Llámeme. En cualquier momento, no tengo hora. Dígame dónde está. Y, de todas formas, tendré su informe mañana por la mañana a primera hora, ¿verdad?»
Camille se siente solo, muy solo.
23.00 h
La noche, en los hospitales, es algo especial. Hasta el silencio parece en suspenso. Aquí, en urgencias, las camillas no dejan de recorrer los pasillos, se oyen gritos, a veces lejanos, voces, pasos precipitados, timbres…
Anne consigue dormirse pero con un sueño agitado, lleno de golpes y sangre, nota bajo su mano el cemento de la galería Monier, vuelve a sentir con una exactitud hiperrealista la lluvia de cristales cayendo sobre ella, revive el choque contra el escaparate y el ruido de las detonaciones a su espalda, jadea, la joven enfermera del aro en el labio duda si despertarla. Pero no vale la pena, al final de la película Anne siempre se despierta sobresaltada, se incorpora gritando. Delante de ella tiene la imagen del hombre que se ajusta el pasamontañas a la cara, seguida de la culata de la escopeta en primer plano, dispuesta a aplastarle el pómulo.
En sus sueños, con la punta de los dedos, Anne se toca la cara, encuentra puntos de sutura, después los labios, busca sus dientes, encuentra encías, trozos de dientes rotos que sobresalen, como brotes.
Quería matarla.
Va a volver. Quiere matarla.