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El agente de Relaciones Familiares que reemplazó a Linda Buckley era un policía joven, delgado y demasiado educado. Tenía unos veinticinco años y se llamaba Chris Willingham. Llevaba una maleta pequeña en la que dijo que tenía todo lo que necesitaba para pasar la noche entera despierto y, al cabo de unos minutos, estaba felizmente instalado en el salón con un iPod conectado a los oídos y una guía de Croacia abierta sobre el regazo.

Glenn Branson había llamado para decir que volvería a pasarse dentro de una hora, y Tom se preguntó si tendría información. También estaba decidido a interrogarle sobre por qué aquella tarde en la central del Departamento de Investigación Criminal no le había dicho que Reginald D’Eath era el capullo del tren, cuando evidentemente había visto que era él.

Tom dejó a Chris Willingham con un café solo y una bandeja de galletas digestivas de chocolate y se retiró al santuario de su estudio con el Sunday Times, que aún no había abierto. Por lo general, los domingos por la noche, él y Kellie se desplomaban en el sofá del salón con todas las secciones del Sunday Times y del Mail on Sunday esparcidas por la alfombra. Él siempre empezaba por las páginas de economía, buscando empresas destacadas que pudieran convertirse en clientes suyos. Kellie comenzaba con la revista You del Mail.

Sin embargo, aquella noche era una pérdida de tiempo intentar leer el periódico; lo único que veía era la página borrosa. Se sentía tan solo, tan asustado. Estaba absolutamente perdido y aterrado.

Tenía muchísimo miedo por Kellie.

A Reginald D’Eath, el capullo del tren, el hombre que se había olvidado el CD, lo habían encontrado muerto en su casa. Estrangulado en el baño.

¿Quién había sido?

¿La misma gente que había amenazado con matar a su familia?, se preguntó Tom.

En las noticias, habían informado que D’Eath —que se había cambiado el nombre por el de Ron Dawkins— había llegado a un trato con la fiscalía para declarar en un juicio próximo contra una red de pederastas. ¿Lo había asesinado un profesional? ¿O había sido la venganza del padre de un niño del que había abusado?

O, especuló incoherentemente, la espiral de miedo que notaba en el estómago y que no dejaba de ofuscarle, ¿era un castigo por haber perdido el disco? ¿El mismo castigo que les amenazaba a él y a su familia por haberlo encontrado?

Hacía veinticuatro horas, estaban bebiendo champán en el salón de la casa de Philip Angelides. No había sido una gran noche, pero al menos la vida era normal. Ahora simplemente no sabía qué hacer. Intentaba concentrarse en mañana, lunes, pero le costaba trabajo pensar más allá de los minutos siguientes. No podía cancelar la presentación de Land Rover e imaginó que tendría que delegar en uno de los miembros de su equipo, lo que implicaría tener que pagar a uno de los dos vendedores una comisión sobre el pedido, si llegaba a concretarse, y reducir, otra vez más, los márgenes de beneficio y su capacidad para ofrecer un precio competitivo, Pero, en estos momentos, ésa era la menor de sus preocupaciones.

Entonces, de repente, se enfadó con Kellie. Era irracional, lo sabía, pero no pudo evitarlo. ¿Cómo había podido hacerle esto en un momento así?

Casi de inmediato se sintió culpable por el mero hecho de pensar aquello.

«Dios santo, cielo, ¿dónde demonios estás?». Enterró la cara entre las manos y se esforzó por pensar con claridad a pesar de la confusión de aquella pesadilla, y se odió a sí mismo por sentirse tan inútil.

Al cabo de más de una hora, un turismo azul se detuvo delante de la casa. Al mirar por la ventana del estudio, Tom vio que Glenn Branson se bajaba por la puerta del conductor y que otro hombre —blanco, de casi cuarenta años, con el pelo muy corto y que parecía un poli de los pies a la cabeza— salía por el otro lado.

Bajó corriendo las escaleras, antes de que llamaran al timbre y despertaran a los niños. Abrió la puerta. Lady salió al recibidor dando saltos, pero logró tranquilizarla y evitar que ladrara. Era evidente que se había recuperado del virus, o del intento de envenenamiento.

—Buenas noches, otra vez, señor Bryce. Sentimos molestarle.

—No. Gracias. Me alegro de verlos.

—Él es el comisario Grace, el inspector jefe de este caso —dijo Branson.

Bryce miró brevemente al comisario, sorprendido de que vistiera de un modo tan informal, pero lo único que sabía él de la policía era lo que veía de vez en cuando en algún episodio de Morse o Dalziel and Pascoe o CSI y, si se paraba a pensarlo, los detectives de esas series a menudo también vestían informalmente. El hombre tenía una cara robusta y agradable, penetrantes ojos azules y un aire convincente de autoridad.

—Gracias por venir —dijo Tom Bryce, que les indicó que pasaran y luego los condujo a la cocina.

—¿Ninguna novedad, señor Bryce? —preguntó Glenn Branson, separando una silla de la mesa de la cocina.

—Una, pero creo que ya están enterados. El hombre del tren era el pederasta al que encontraron muerto hoy. ¿Reginald D’Eath? He reconocido su cara en las noticias.

Grace, con la mirada, recorrió rápidamente la estancia; registró los dibujos de los niños en la pared, la nevera elegante con televisor incorporado y los armarios de aspecto caro; luego, se sentó y mantuvo la mirada fija en los ojos de Tom Bryce.

—Señor Bryce, siento mucho lo que le ha sucedido a su esposa, Kellie. Sólo quiero hacerle unas preguntas que nos ayuden a localizarla.

—Por supuesto.

—¿Puede decirme cuándo compraron el Audi que se encontró quemado? —le preguntó Grace observando los ojos de Tom Bryce como un halcón.

Los ojos del hombre se movieron de inmediato hacia la derecha.

—Sí, en marzo.

—¿En un concesionario de la ciudad?

De nuevo, sus ojos se movieron hacia la derecha, lo cual estableció que su memoria estaba en el hemisferio derecho del cerebro. Aquello significaba que si sus ojos se movían hacia la izquierda cuando respondiera una pregunta, Bryce estaría accediendo al hemisferio creativo de su cerebro y estaría en modo «Construcción»: mintiendo. En estos momentos, estaba diciendo la verdad.

—Sí, en Caffyns.

Grace sacó su libreta.

—Me gustaría comenzar por la cronología de los hechos. ¿Podemos repasar los acontecimientos que precedieron a la desaparición de Kellie?

—Claro. ¿Puedo ofrecerles algo de beber? ¿Un té o un café?

El inspector jefe escogió un café solo, y Glenn Branson, un vaso de agua del grifo. Tom puso agua a hervir y comenzó a repasar detalladamente los acontecimientos de la noche anterior.

—¿Usted y su mujer no tuvieron ninguna pelea ni nada? ¿Ni antes de salir ni en el camino de vuelta? —le preguntó Grace cuando acabó.

—En absoluto —contestó Tom, y sus ojos se movieron rápidamente a la derecha otra vez.

El hombre volvió a pensar en el trayecto de regreso anoche desde la casa de los Angelides. Kellie estaba un poco rara, pero era algo que ya le había sucedido en numerosas ocasiones, y después no había desaparecido.

—¿Puedo hacerle una pregunta bastante personal? —dijo Grace.

—Adelante.

—¿Tienen un buen matrimonio? ¿O hay problemas en su relación?

Tom Bryce negó con la cabeza.

—No es que tengamos un buen matrimonio. —Y añadió enérgicamente—: Tenemos un matrimonio extraordinario.

El agua comenzó a hervir. Tom Bryce empezaba a levantarse cuando la siguiente pregunta de Grace lo dejó clavado en la silla.

—¿Su economía anda bien, señor Bryce?

Por la expresión de esos ojos penetrantes, Tom podía adivinar que Grace sabía algo de sus problemas.

—Pues no anda muy boyante, no.

—¿Tiene la señora Bryce un seguro de vida?

Tom se puso de pie, enfadado.

—¿Qué diablos está insinuando?

—Me temo que tendré que hacerle preguntas muy personales, señor Bryce. Si cree que se sentiría más cómodo con un abogado presente, o si hay algo que no quiera contestar sin que haya uno presente, está en su derecho.

Mientras el hervidor de agua se apagaba solo, Tom volvió a sentarse.

—No necesito que nadie esté presente.

—De acuerdo, gracias —dijo Roy Grace—. Entonces, ¿puede decirme si la señora Bryce tiene un seguro de vida?

Los ojos del hombre se movieron rápidamente hacia la derecha otra vez.

—No. Los dos teníamos seguros de vida, por los niños, pero tuve que cancelarlos hace unos meses por el coste.

Tom se levantó para preparar el café. Le sirvió a Branson un vaso de agua. Grace esperó a que volviera a sentarse y pudiera verle la cara con claridad otra vez.

—¿Ha notado algún cambio en el comportamiento de la señora Bryce en los últimos meses?

Y ahora Grace vio la vacilación parpadeando en los ojos de Tom Bryce; se movieron muy claramente hacia la izquierda, hacia el modo «Construcción». Estaba a punto de mentirles.

—No, ninguno.

Luego, inmediatamente después de contestar, Tom se preguntó si era el momento de ser claro y hablarles del tema del vodka. ¿Y de los momentos extraños de Kellie? Pero le daba miedo que si lo hacía, perdieran interés. Así que, ¿qué sentido tenía contárselo?

Grace levantó su taza de café, luego volvió a dejarla sin llevársela a los labios.

—¿Le preocupa que Kellie pueda tener una aventura? —preguntó clavando la mirada de nuevo en los ojos de Bryce.

Ojos otra vez claramente a la derecha.

—No, en absoluto. Nuestro matrimonio es sólido.

Roy Grace continuó con sus preguntas durante media hora más, al final de las cuales Tom tuvo la impresión de que el comisario le había descuartizado con pericia y a conciencia, y a veces, de manera más que desagradable.

Casi a las once de la noche, cuando por fin cerró la puerta tras despedirse de los policías, se sentía agotado, y también incómodo. Por las preguntas del sargento —y la forma en que había reaccionado a las respuestas de Tom—, parecía haberse convertido en el principal sospechoso de la policía. Era una situación que quería cambiar, deprisa, porque mientras sospecharan de él, estarían centrando sus energías en la dirección equivocada. Y se dio cuenta de que había olvidado preguntarle al sargento Branson por qué aquella tarde había guardado silencio respecto a la identidad del capullo.

Tom asomó la cabeza por la puerta del salón y vio al agente de Relaciones Familiares enfrascado en su libro. Le dijo que podía coger lo que le apeteciera de la cocina y se disculpó por no tener una cama libre. El detective Willingham le dijo que había dormido un poco durante el día y que tenía pensado estar despierto toda la noche.

Luego Tom subió las escaleras hasta su estudio, demasiado nervioso como para plantearse dormir. Tenía que escribir e-mails importantes sobre la presentación de la mañana y tenía que sacar fuerzas de algún lado para concentrarse en eso.

Pulsó la tecla de retorno de su ordenador, para reiniciarlo. Al cabo de unos momentos, se descargó una gran cantidad de mensajes. Veinte, treinta, cuarenta. El filtro de correo basura arrastró la mayoría, así que sólo quedaron media docena. Tres eran de amigos, sin duda contenían chistes. Uno era de Olivia, su secretaria siempre eficiente, en el que le enumeraba las citas de la semana y en el que le recordaba lo que necesitaba para la presentación de mañana. Otro era de Ivanhoe, la página web de medicina a la que estaba suscrito, pero que rara vez tenía tiempo de leer como era debido.

El último era de postmaster@escarabajo.tisana.al. El asunto decía simplemente: «Privado y confidencial».

Hizo doble clic para leer el e-mail. El texto era breve y no estaba firmado:

Kellie tiene un mensaje para usted. Siga conectado.