47

El municipio de Brighton y Hove tenía muchas caras distintas, pensó Grace, y mucha gente diferente. Parecía que algunas ciudades estaban divididas en comunidades étnicas distintas, pero en Brighton y Hove se trataba más de comunidades sociológicas diferentes.

Estaban los ancianos refinados, con sus mansiones o viviendas tuteladas, que iban a ver el criquet al County Ground, jugaban a la petanca o se sentaban en sillas en el paseo, en las playas en verano; si tenían dinero, pasaban el invierno en España, en Canarias, por ejemplo. Por otro lado, estaban los ancianos más pobres, que temblaban en invierno —y durante medio verano— y permanecían encerrados en sus pisos subvencionados fríos y húmedos.

Estaban las clases medias adineradas y descaradas, con sus casas elegantes en Hove 4, y las más discretas, con sus bellas mansiones en el paseo marítimo. Por otro lado, se hallaban las más modestas, como la de Grace, con casas situadas hacia el oeste, en el barrio de Southwick, justo detrás del puerto comercial de Shoreham, y con barriadas por toda la ciudad que se extendían hasta los Downs.

Gran parte del color y el dinamismo de Brighton y Hove lo aportaban la muy visible, y a menudo loca, comunidad gay, y los numerosos estudiantes de las universidades de Sussex, Brighton y una plétora de universidades más, que habían colonizado zonas enteras de la ciudad. Estaban los delincuentes visibles —los traficantes que merodeaban por las peores esquinas, que desaparecerían entre las sombras al oler un coche patrulla— y los menos visibles, los ricos en la cima de su negocio, que vivían tras los muros altos de las casas elegantes de Dyke Road Avenue y las calles adyacentes flanqueadas de árboles.

Los barrios de viviendas subvencionadas bordeaban la ciudad; los dos mayores, Moulscombe y Whitehawk, tenían fama de ser un nido de delincuencia y violencia, pero Grace opinaba que no se la merecían del todo. Había delincuencia y violencia en toda la ciudad y la gente se sentía cómoda señalando estos barrios, como si allí viviera una especie totalmente distinta de Homo sapiens, en lugar de personas decentes, en su mayoría, que no tenían suficiente dinero para comprar petulancia.

Y estaba la triste clase marginada. A pesar de los intentos que regularmente se llevaban a cabo para sacarlos de las calles, en cuanto llegaba el buen tiempo, los borrachos y los vagabundos volvían a las entradas de las tiendas, a los porches, a las aceras y a las marquesinas. Era malo para el turismo y aún peor para la conciencia de la ciudad.

Desde el inicio del Festival en Mayo y la llegada de la primavera, aparecían mesas y sillas delante de todos los cafés, bares y restaurantes, y las calles de la ciudad cobraban vida. En esos días, pensó Grace, uno casi podía imaginar que se encontraba en el Mediterráneo. Luego, entraba un frente desde el Canal, un viento huracanado del suroeste acompañado de una lluvia castigadora que repiqueteaba en las mesas vacías y azotaba los escaparates de las tiendas llenas de maniquíes con ropa de baño, como si se burlara de todo aquel que osara fingir que Inglaterra realmente tenía verano.

El corazón palpitante del centro de la ciudad, por el que ahora pasaban, ocupaba un kilómetro y medio cuadrado más o menos a cada lado del Palace Pier. Estaban las casas adosadas de la época de la Regencia apretujadas en Kemp Town, en una de las cuales había vivido Janie Stretton; los Lanes, donde se concentraban los anticuarios; y el barrio de North Laines, lleno de tiendas pequeñas y modernas y de casas minúsculas, entre las que estaba la fábrica reformada donde Cleo Morey tenía su piso.

Nick Nicholl conducía el Ford Mondeo camuflado. Grace iba sentado en el asiento del copiloto, ocupado tomando notas en su Blackberry. Norman Potting iba detrás. Bajaban por London Road, en el centro de Brighton. En casi cualquier momento del día o de la noche, estarían avanzando lentamente entre el denso tráfico, pero un domingo a esta hora temprana de la mañana, aparte de un par de autobuses, prácticamente tenían la calle para ellos solos.

Grace miró su reloj. Esperaba que el interrogatorio a Reggie D’Eath no se alargara demasiado y pudiera arañar un par de horas para estar con su ahijada. El tiempo suficiente para llevarla a comer, si no podían ir hoy a ver las jirafas.

Estaban pasando por delante del Royal Pavilion, el monumento histórico distintivo de la ciudad, a la derecha. Ninguno de los tres hombres lo miró, era uno de esos lugares que resultaban tan familiares que se había vuelto invisible.

El edificio con torretas y minaretes al estilo de los palacios indios fue encargado por el rey Jorge IV cuando era príncipe de Gales, para tener un picadero junto al mar para él y su amante, Maria Fitzherbert, a finales del siglo XVIII. Y por lo que a picaderos junto al mar se refería, desde entonces no se había construido nada tan imponente en ningún lugar del mundo.

Se detuvieron en una rotonda, en la intersección con el paseo marítimo, el Palace Pier delante de ellos, llamativo incluso un domingo por la mañana a una hora tan temprana. Una rubia de piernas largas que llevaba una falda que a duras penas le tapaba el trasero cruzó sin ninguna prisa por delante de ellos, y les lanzó una mirada coqueta mientras balanceaba con gracia el bolso.

—Vamos, nena. ¡Inclínate y enséñanos el coñito! —murmuró Potting, que había estado callado unos minutos.

Se abrió un hueco en el tráfico y Nick Nicholl giró a la izquierda.

—¡Qué buena está, la tía! —dijo Potting, que se dio la vuelta para mirarla por la luna trasera.

—Sólo que la tía es un tío —le corrigió Nick Nicholl.

—¡Cojones! —dijo Potting.

—¡Sí, exacto! —contestó el sargento.

Recorrieron Marine Parade, dejando atrás los restos de los vasos rotos y de los envases de comida delante de una discoteca, el edificio supermoderno Van Alen, luego las fachadas de sílex blancas y negras de las casas de la época de la Regencia que daban a la Royal Crescent, la calle imponente en forma de media luna donde, le había dicho Glenn Branson a Grace miles de veces, había vivido Laurence Olivier.

—¡No digas gilipolleces! —contestó Potting—. ¡Era guapísima!

—Tenía una nuez enorme —dijo el sargento—. Es así como se sabe.

—No me jodas —intervino Potting.

—Seguro que él habría estado encantado, si se lo hubieras pedido amablemente.

—No deberían dejarle salir así a la calle, maldito bujarrón.

—Eres un grosero, Norman —dijo Grace, dándose la vuelta—. Eres bastante ofensivo, ¿lo sabías?

—Bueno, lo siento, Roy, pero los maricas me parecen ofensivos —dijo Potting—. Nunca los he entendido, ni nunca lo haré.

—Sí, bueno, resulta que Brighton es la capital gay del Reino Unido —dijo Grace, irritado de verdad con el agente—. Si tienes un problema con eso, o te has equivocado de trabajo o de ciudad. —«Y eres un puto imbécil, y ojalá no estuvieras en mi coche ni en mi vida», le habría gustado añadir, mientras buscaba en el bolsillo otro paracetamol.

A su izquierda, pasaron por delante de una hilera tras otra de imponentes casas adosadas blancas de la época de la Regencia. A la derecha, estaban las velas de docenas de yates, que acababan de salir del club náutico para una regata dominical.

—Este tipo con el que vamos a charlar —dijo Potting—, Reginald D’Eath, ¿también es de ésos?

—No —dijo Nick Nicholl—. No es de ésos, le gustan las chicas, siempre que no tengan más de cuatro años.

—Eso es algo que no puedo entender —dijo Norman Potting.

Mientras sacaba una cápsula de la lámina de papel de aluminio, Grace pensó sombríamente: «Genial, al menos tenemos eso en común».

Subieron por una cuesta empinada detrás de Rottingdean, al lado del campo de juegos de una escuela privada de primaria que tenía marcado un campo de criquet en el centro y dos marcadores blancos grandes con ruedas. Enfrente, había casas bonitas. Entonces, entraron en una calle con casitas a cada lado. Era el tipo de zona tranquila donde sobresaldría cualquier cosa fuera de lo normal, como advertían las pegatinas amarillas de la patrulla de vigilancia, que se exhibían en un lugar visible en todas las ventanas que daban a la calle.

Un buen lugar donde ubicar una casa segura, pensó Grace, salvo por un pequeño detalle que, al parecer, habían pasado por alto. ¿Qué persona en sus cabales colocaría a un pederasta en una casa situada a unos cientos de metros del campo de juegos de un colegio? Meneó la cabeza con incredulidad. ¿No se le había ocurrido a nadie?

—¿El señor D’Eath nos está esperando? —preguntó Nicholl.

—Con café recién hecho y una caja de bombones jovencitos, espero —dijo Norman Potting, y soltó una risita gutural.

—La mujer de la agencia de protección de testigos con la que he hablado —dijo Grace, sin hacer caso al chiste horrible— me ha dicho que le habían dejado un mensaje.

Se detuvieron delante del número 29. La casita de los cincuenta parecía un poco menos cuidada que el resto, el revestimiento rugoso marrón del exterior necesitaba una reparación; hacía bastante tiempo que la habían pintado. El pequeño jardín delantero también estaba en muy mal estado, lo que recordó a Grace que tenía que cortar el césped de su casa en algún momento del fin de semana, y hoy era el día perfecto. Pero ¿cuándo tendría tiempo?

Le dijo a Norman Potting que esperara en la calle, por si Reginald D’Eath no había recibido el mensaje de que iban a visitarle e intentaba escapar. Luego, acompañado por Nicholl, se dirigió a la puerta de la casa. Le preocupó que las cortinas del cuarto delantero aún estuvieran corridas a las once menos cuarto de la mañana de un domingo. ¿Quizás el señor D’Eath se levantaba tarde? Pulsó el timbre de plástico. En el interior de la casa, sonaron unas campanillas. Luego, silencio.

Esperó un momento y volvió a llamar.

Tampoco hubo respuesta.

Abrió la tapa del buzón, se agachó y llamó al hombre.

—Hola, señor D’Eath, ¡soy el comisario Grace, del Departamento de Investigación Criminal de Brighton!

Tampoco hubo respuesta.

Seguido de Nicholl, fue al lateral de la casa, por el estrecho espacio que quedaba entre los cubos de basura, y abrió una verja alta de madera. El jardín trasero estaba mucho peor que el delantero, el césped cubierto de malas hierbas y muy alto, y los arriates eran una maraña triste de correhuelas y ortigas. Pasó por encima de una regadera de plástico tirada en el suelo, luego llegó a la puerta de la cocina de cristales esmerilados, uno de los cuales estaba roto. En el camino de ladrillos había fragmentos de cristal.

Miró a Nick Nicholl, cuyo ceño fruncido era un reflejo de su propia inquietud. Intentó girar el pomo y la puerta se abrió sin oponer resistencia.

Entraron en una cocina de otro tiempo, con un viejo frigorífico Lee, tristes módulos imitación madera y encimeras de formica en las que había una tostadora destartalada y un hervidor de agua de plástico. En una mesita deprimente había restos de una comida —un plato de huevos y alubias resecos y a medio comer, además de una taza de té medio vacía— y, junto a una fuente, descansaba una revista, abierta a doble página, con niños desnudos.

—Dios mío —comentó Grace con repugnancia al ver la revista. Luego, metió un dedo en el té; estaba frío. Se secó con un paño de cocina que colgaba de un estante, luego gritó—: ¡Hola! ¡Reginald D’Eath! ¡Policía de Sussex! ¡Puede salir, es seguro! ¡Sólo hemos venido a hablar con usted! ¡Necesitamos que nos ayude en una investigación!

Silencio.

Era un silencio que no gustó a Grace, un silencio que le recorrió toda la piel. El olor que percibía tampoco le gustaba. No era el olor de la vieja cocina destartalada y cerrada, sino un olor más picante que conocía, pero que no podía ubicar, aunque algo en su memoria le decía que no era propio en absoluto de una casa.

Necesitaban desesperadamente a D’Eath. Estaba impaciente por hablar con él sobre lo que miraba en su ordenador. Por lo que le había dicho Jon Rye, sabía que Reggie D’Eath había seguido los mismos links que Tom Bryce y no dudaba que el pederasta tendría información sobre lo que había visto su testigo.

De momento, era la mejor pista que tenían en la investigación sobre el homicidio de Janie Stretton. Y, como no dejaba de pensar, no se trataba sólo de hacer avanzar la investigación, sino de salvar su carrera.

«Tenía que resolver este caso, maldita sea».

Con un gesto, le indicó a Nick Nicholl que comenzara a buscar por el resto de la casa. El detective salió de la cocina, y Grace lo siguió hasta un pequeño salón, donde el olor era aún más fuerte. Allí había un sofá y dos sillones baratos a juego, un viejo televisor, un par de pósteres de cuadros de Turner muy mal enmarcados en las paredes y una única fotografía sobre la repisa de una chimenea eléctrica.

Grace contempló a la pareja de la fotografía, que estaba posando muy erguida: un hombre de aspecto débil y con cara de niño de unos treinta años, con poco pelo y vestido con un traje gris, corbata chillona y el cuello de la camisa demasiado alto, que rodeaba con un brazo a una rubia recia, delante de la entrada de lo que parecía un juzgado de paz.

Entonces oyó un grito.

—¡Roy! ¡Dios mío!

Asustado, salió corriendo del salón y vio al detective en el pasillo a poca distancia, con una mano en la cara, tosiendo delante de una puerta abierta.

Cuando llegó a donde estaba, el olor acre y penetrante le apresó la garganta. Aguantó la respiración y tras pasar por delante del detective entró en un cuarto de baño color verde aguacate. Y, mientras sentía que se asfixiaba, se encontró cara a cara con Reggie D’Eath.

O, al menos, con lo que quedaba de él.