—¿El qué?
—¿A cómo estamos hoy? La fecha.
—Ah..., no sé, no sé... Son las dos y media.
Tres policías en la esquina de Belascoaín y San Lázaro. Rey derivó hacia Marqués González, escapó por allí y luego fue atravesando por todas las calles pequeñas, hacia Jesús María. En las avenidas estaban los policías de guardia. En la puerta de un solar, en Animas, una señora muy muy muy gorda tomaba el fresco. Casi desnuda. Apenas un vestido viejísimo, raído y transparente de tanto lavarlo. Se le veían sus enormes tetas, sus grandísimos pezones, su extraordinario barrigón, quizás debajo de aquella masa gelatinosa, sudada, acida, calenturienta, habría un monte de venus con una vagina húmeda y palpitante y todo lo demás. Quizás realmente existía todo eso, lo difícil era llegar hasta allí sin morir asfixiado. La señora no era muy vieja, podía tener entre treinta y cincuenta, o tal vez entre veinticinco y cincuenta y cinco. La vida azarosa difumina muchas cosas, añade arrugas, en fin. Miró a Rey sonriéndose con sorna. Rey le preguntó:
—¿Usted sabe a cómo estamos hoy?
La mujer se quedó sorprendida y se echó a reír como si la pregunta fuera un buen chiste:
—Jajajajá. No sé. Jajajajá.
—Bueno...
—Pero ven acá, no te vayas..., jajajá.
La señora lo agarró por una mano. Tenía unos brazos como jamones y sus manos eran gruesas y fuertes. Rey intentó desprenderse, pero ella no lo soltó. Lo sostuvo con más firmeza y le dijo seductoramente, o por lo menos con la intención de ser tan seductora y sexual como el Lobo frente a Caperucita Roja:
—¿Para qué quieres saber la fecha?
—No, para nada..., suéltame que voy echando.
—No te vayas... ¿Y ese apuro?
—¡Suéltame, cojones, ehh!
Lo soltó y al mismo tiempo le dijo:
—Vamos a mi cuarto pa' que tú veas los chorros de leche que yo suelto..., tú nunca has visto eso..., tú eres un niño... Ven acá..., no te vayas... Ven acá.
Rey ya iba lejos, pensando en lo imbécil que era esa gorda: «¿Quién cojones se va a templar a ese mastodonte? Primero me hago cincuenta pajas.» Y, muy gráficamente, se imaginó intentando levantar aquellas toneladas de grasa, de tripa y barriga, para buscar el bollo y la pendejera de aquella mujer. Se imaginó alzando toda aquella mole y ella riéndose, y él sin encontrar el sexo, y sólo sudor y mugre y peste a sudor ácido. Y se sonrió. Ah, sería divertido después de todo.
Apresuró un poco sus pasos. Había mucho silencio y tranquilidad, y mucha oscuridad y peste a basura podrida. Al parecer los camiones de la recogida de basuras hacía días que no pasaban. En las esquinas se acumulaban lomas de desechos podridos lanzando su fetidez, atractiva para las ratas, las cucarachas y todo lo demás. No le gustó tener que caminar entre tanta oscuridad. Sólo las avenidas estaban un poco iluminadas. Algunos negros del barrio bebían ron y conversaban sosegadamente, sentados en las puertas de sus calurosas y pequeñas habitaciones. La gente decía que El Niño tenía la culpa de tanto calor. «¿Qué niño será ese»?, pensaba Rey.
En la siguiente cuadra casi todos estaban fuera. No podían dormir y lo tomaban filosóficamente, salían a refrescar a la acera hasta que el sueño los venciera. Total, nadie trabajaba, nadie tenía horarios, nadie tenía que levantarse temprano. No había empleo y todos vivían así, milagrosamente, sin prisa. Rey subió por Factoría y se detuvo en la esquina del edificio en ruinas. Aún seguía en pie. Todo bien. «Bueno, hay que decidirse», pensó. Miró a los alrededores. Nadie a la vista. Sigilosamente entró al edificio, subió las escaleras a tientas y golpeó en la puerta de Magda. No hubo respuesta. El candado no estaba colocado, así que Magda dormía. Volvió a tocar y llamó muy bajo, haciendo bocina en una rendija:
—Magda, Magda... Magdalenaaaa... Insistió un poco más. Al fin, al otro lado de la puerta, Magda respondió:
—¿Quién cojones es a esta hora?
—Rey.
—¿Rey? ¿Rey?
—No grites más, habla bajito. Magda abrió la puerta. Casi no se veían. A tientas, Magda lo abrazó, lo besó como una loca, y aguantando apenas los sollozos, lo apretó contra ella:
—¡Rey, yo pensaba que estabas preso, mi amor! ¡Ay, Rey, por tu madre, menos mal que regresaste!
Rey no habló. Por primera vez en su vida sintió dentro de sí algo increíblemente hermoso, absolutamente inexplicable. Un sentimiento desconocido pero bellísimo que le crecía dentro. Y su respuesta fue una erección formidable, alegre, total. La erección más risueña y feliz de su vida. Y templaron como dos salvajes, amándose como nunca les había sucedido, orgasmo tras orgasmo hasta el amanecer. Entonces se quedaron dormidos, así, bien puercos, embarrados de sudor y semen y mugre y hollín. Durmieron como dos marranos felices sobre aquel jergón asqueroso.
Magda tenía ladillas y se las pegó a Rey. Pero lo convenció de que era él quien las tenía y se las había pegado a ella. Y todo quedó así. A pesar de las ladillas y la bronca, estuvieron tres días encerrados, en una locura desenfrenada de amor, pasión y sexo. Gastaron los dólares que le quedaban a Rey y se alimentaron con ron, mariguana, cigarros, cerveza. Al cuarto día tenían una resaca abominable, estaban agotados, con calambres en los músculos, Magda creía que podía estar embarazada. A Rey le ardía la cabeza de la pinga y las perlanas estaban irritadas. A Magda le sucedía lo mismo en el bollo y el culo. Las ladillas habían procreado exitosamente con tanto calor y humedad, y se los comían vivos. Tenían los estómagos asados y con gastritis. Y por si fuera poco, sólo quedaban veinticinco centavos de dólar, cinco pesos al cambio.
Rey metió la mano en el bolsillo, y cuando comprobó que sólo tenía aquella monedita, se sintió bien. En realidad, le molestaba el dinero y no sabía qué hacer con él. Se acordó de su cumpleaños:
—Magda, ¿ya habrá pasado el siete de enero?
—¿Por qué?
—El siete de enero es mi cumpleaños.
—¿No me digas? ¿Cuántos cumple mi nene chiquito? Dime, que te voy a hacer una fiestecita con piñata y caramelos.
—Ah, no jodas. Contigo no se puede hablar.
Fue hasta él. Lo abrazó y lo besó. Ahora sí estaban hediondos y pestilentes, de tanto revolcarse en aquella colchoneta sudada, con chinches y piojillos. Por supuesto, ellos no lo percibían. Se sentían bien. Magda lo besó con tanto amor que logró ablandarlo:
—Dime, papi, ¿cuántos cumples? Yo creo..., déjame ver... Hoy es... Llegaste al amanecer del domingo cuatro y templamos sin parar el domingo cuatro, el lunes cinco y el martes seis. Hoy es miércoles siete de enero. ¡Hoy es tu cumpleaños!
—¿De verdad?
—Sí. ¿Cuántos cumples? Dime la verdad.
—Diecisiete.
—¡Coño, verdad que la vida te ha llevado a paso de conga! Parece que tienes treinta. —Ah, no jodas.
—Bueno, da igual. Hay que celebrar.
—¿Celebrar con qué, Magda? Llevamos tres días celebrando. Cuatro días. Ya ni sé. Y me quedan veinticinco centavos en el bolsillo.
—Yo busco algo. Aunque sea pa'un poco de ron.
Ambos estaban realmente cochambrosos. Y rascándose. Entre las chinches, los piojillos y las ladillas, los tenían locos. Rey se paró en la puerta del cuarto y se le ocurrió mirar hacia el cuarto de Sandra. Estaba abierto. Fue hasta allí. Se asomó. No había nada. Vacío y abandonado. Se habían robado hasta los palos que servían para apuntalar aquella parte resquebrajada. Regresó y preguntó a Magda:
—¿Qué pasó en el cuarto de Sandra?
—Ni sé ni me importa.
—Pero... Magda..., ¿cómo no vas a saber?
—Tú debes saber mejor que yo..., cada vez que me acuerdo, me da una rabia por dentro..., tan bugarrón como eres.
—¿Yooo? No.
—Dicen que cogieron preso a ese maricón y vinieron a registrar. Yo no vi nada. Eso dijeron aquí.
—Pero ¿y todas las cosas de él? ¿El televisor, el equipo de música, el refrigerador? Sandra tenía de todo ahí dentro.
—Ya te dije que ni sé ni me importa. Si está preso, ojalá le metan veinte años.
—Ah, carajo, ¿por qué tú eres tan mala idea?
—Nada, nada. Muerto el perro se acabó la rabia.
Dieron fuego al último cigarrillo que les quedaba y se sentaron en la escalera. A esperar una idea. Magda no tenía dinero ni maní que vender. Rey, con veinticinco centavos en el bolsillo. Estuvieron mirando un charco de agua en el piso de abajo. Se había oxidado con unos hierros del derrumbe y estaba roja. Rey le dijo:
—Podemos vender veneno para cucarachas.
—¿De dónde vas a sacar el veneno?
—Esa agua roja parece veneno... en unas botellitas y listo.
—No comas mierda, Rey. Nadie compra veneno de cucarachas. ¿Qué le importan a la gente las cucarachas?
—Entonces, hay que buscarse un santico y pedir limosnas.
—Dos santicos. Uno pa'mí y otro pa'ti.
Salieron caminando. Parecían dos zombies. Subieron por Campanario hasta la iglesia de La Caridad. Allí estaban los santicos de yeso. Varias de aquellas figurillas, descabezadas y rodeadas de brujería, depositadas en la puerta de la iglesia. Agarraron dos. Les reajustaron la cabeza en equilibrio y probaron suerte allí mismo. Pero no. Nadie les dio un centavo. Fueron hasta Galiano, donde miles de personas pululaban mirando de tienda en tienda, y otros miles revendiendo de todo en la calle. Trapicha desde joyas de fantasía hasta zapatos de marca. Por allí la gente tendría dinero, pensaron. Y pidieron, con cara compungida, musitando cualquier cosa. Nada. Increíble pero cierto. Nada. Ni una moneda. Magda no tenía mucha paciencia para esto. Debía buscar como fuera diez o veinte pesos, para comprar maní y papel y dejar esta comemierdá con el muñeco. Se puso a mirar ansiosamente a unos viejos borrachínes en el parque de Galiano y San Rafael. Ninguno mordió el anzuelo. Pero ella nunca se daba por vencida fácilmente. Fue hasta ellos. Si tenía que sacarles los pesos del bolsillo, se los sacaba del bolsillo, pero ella volvía al maní de porque sí. Saludó alegremente, provocó, sonrió. Puso cara de sexo anhelante. No logró nada. Estaban demasiado viejos y borrachos y la ignoraron totalmente. Rey observó de lejos. Y se burló de ella:
—Estás perdiendo cualidades..., jajajá...
—Me he abandonado demasiado. Me tienes reventa con tu templeta loca a todas horas. Además, ésos son unos viejos comemierdas, que no se les para ni con una grúa.
—Tú lo que estás muy viejuca. Yo estoy entero.
—¿Viejuca de qué? Tengo veintiocho años na'má.
—Parece que tienes cuarenta.
—Ah, ya, ya..., además, estoy buscando unos pesos para celebrar tu cumpleaños.
—Déjate de teatro. Estás buscando unos pesos para no morirnos de hambre.
—¡Qué malagradecío eres, muchachito! ¡Le salas la vida a cualquiera!
—Malagradecío no. Yo lo que soy durísimo, igual que la canción: tú no juegues conmigo, que yo sí como candela.
—Ahh, el bárbaro, El Rey de La Habana..., jajajá.
—¿Jajajá de qué? ¡Sí, El Rey de La Habana! Durísimo. No hay quién me ponga un pie alante.
—Tú eres un niñito, Rey. No te hagas el bárbaro. Te falta mucho por aprender.
—¿Y quién me lo va a enseñar, tú?
—Ni yo ni nadie. Tú eres un salao. O aprendes solo o te revientas.
—No tengo ma'ná' que aprender.
Hablando así fueron bajando por Galiano hasta Malecón. Un turista, con una gran mochila a cuestas y cara de susto, les preguntó por la Avenida Italia. No sabían dónde podía ser. Iban por Galiano. El turista se quedó desconcertado:
—¿Esta es la avenida Italia?
—No, señor, ésta es Galiano. La Avenida Italia no existe.
—Ohh.
El tipo ganó en desconcierto. Ellos le pidieron una monedita para comer. El turista hizo un gesto de desprecio con la mano y siguió muy apresurado. Buscando desesperadamente la Avenida Italia. Quizás le iba en ello la vida.
Siguieron hacia el Malecón. Dos personas les dieron moneditas. Ahora tenían treinta centavos. Atardecía y la mar estaba tranquila. Dos tipos lanzaban al agua sus neumáticos inflados. Pasaban las noches pescando, sentados sobre esas balsas, con el culo y los pies mojados. Flotaban a doscientos-trescientos metros de la orilla, y lanzaban un par de sedales con anzuelos y plomos. A veces aguardaban toda la noche en vano. En otras ocasiones agarraban algún buen ejemplar. Sobre todo si se colocaban exactamente sobre el canal de entrada al puerto. A menudo sólo cogían un manojo de pequeños peces. Al día siguiente los vendían. Ése era el sueño de Rey. Poseer una de esas balsas y pasar la noche silenciosamente, flotando en las aguas oscuras, palpando los sedales hasta que picara un buen peje. No sabía nadar. Pero podía aprender. Se quedó un tiempo absorto, mirando a los tipos, y soñando con tener sus aparejos y su balsa y con agarrar buenos pejes cada noche. Magda lo sacó de sus cavilaciones.
—Oye, dale, muévete.
—¿Pa'dónde?
—Vamos hasta la parada del camello.
Diez minutos después estaban sentados en la escalera de entrada de la capilla. Con los santicos en la mano. Los devotos de La Milagrosa entraban y salían y algunos les daban unas moneditas. Los camellos pasaban con frecuencia y cientos de personas subían y bajaban, medio histéricas, mirando con odio a alguien que le agarró una nalga o intentó meterle la mano en el bolso. Los que subían acumulaban energía para empujar y batirse. Los que bajaban respiraban y se relajaban, tranquilizando sus nervios. Magda, con el ceño duro y fruncido, se encontraba en su ambiente. Había tenido relaciones con unos cuantos conductores de los camellos. O tal vez ni tanto, pero al menos les había meneado el rabo por cinco pesos. Algo, en fin. Ahora, sin maní no era nadie. Llegó un camello, Magda buscó con la vista al conductor, y cuando lo reconoció, saltó como si tuviera un resorte en el culo. Se acercó a la ventanilla, hablaron en voz baja. Ella señaló hacia Rey. Volvieron a hablar. El camello se fue. Magda regresó sonriente y le dijo:
—Chino, te conseguí una pinchita. —¿De qué?
—De estibador, en La Caribe.
—¡Coñoooó! ¿Estibando cajas de cerveza?
—Claro.
—Yo estoy muy flaco pa'eso. Y con mucha hambre.
—Pero estás fuerte, papi. Tú eres una tranca.
—¿Y cómo es eso?
—Ese tipo es mi socio y el hermano de él es jefe de almacén allí. Mira, me prestó veinte pesos pa'comprar maní y papel.
—Vamos a comer algo.
—¡Estos veinte pesos son pa'l maní! Lo que tenemos son..., no llega a tres pesos... Hay que seguir con los sanacos. Y mañana vas a la fábrica.
—¿Y mi fiesta? ¿No dijiste que ibas a buscar dinero pa'celebrar?
—Celebramos otro día, mi amor. No me hagas gastar este dinerito.
Rey no respondió. Sólo tenía hambre. Un hambre de perro. Miró a su alrededor. En la esquina dos tipos vendían pan con croquetas y tomates. Tenían una gran bandeja apoyada en su carrito. Le dio su santico a Magda y le dijo:
—Aguántame esto. Te voy a esperar en el portal de Yumurí. Ve atrás de mí.
Fue fácil. Se acercó a los tipos. Les pidió cuatro panes. Hizo como si buscara dinero en el bolsillo. De repente agarró los cuatro panes y salió corriendo por Marqués González hacia arriba. Los tipos gritaron: «¡Ataja, ataja, que se lleva los panes, ataja!» Nadie les hizo caso. Rey corrió un par de cuadras como alma que lleva el diablo. Se detuvo. Nadie lo seguía. Salió a Belascoaín. Se sentó en un portal y se comió los cuatro panes. Por poco se atraganta. En un bar le dieron un vaso de agua. Subió hasta Reina y Belascoaín y se sentó en el portal del correo a esperar a Magda. Ya era casi de noche. Llegó una hora después, riéndose:
—¡Eres un loco, papi!
—Me los comí los cuatro, así que compra algo pa'ti.
Al día siguiente Magda lo despertó demasiado temprano. Aún era de noche. El, como siempre, con la pinga parada, tiesa, deseosa de encontrar un hueco donde introducirse para escupir la leche sobrante. Nada. Magda no le permitió semejante devaneo.
—Dale, dale, que después te cogen las diez de la mañana sin salir de aquí. Templamos por la noche.
—Coño, no jodas. Dale una mamaíta aunque sea.
—Si le doy una mamaíta me la meto yo misma hasta por el culo. ¿Tú crees que yo soy de hierro o qué? Arriba, levántate y vete. Coges el camello que va por cincuenta y uno y te quedas en La Polar.
—¡Uh, cojones! Hoy pareces un general.
—General ni pinga, que me estás cansando con tu vagancia. Lo único que quieres es templar. Con la barriga vacía pero templando diez veces al día. No puede ser.
Llegó a la fábrica a las siete de la mañana, sin lavarse la cara ni tomar café, sucio y con la pinga medio parada porque en el camello aprovechó para pegársele a una negra con un culo grande y duro. Cuando la negra percibió aquello, se recostó para atrás, y cuando Rey se bajó ya tenía la leche en la puntica, pero hasta ahí. Ahora casi tembiaba y le dolían los huevos. Buscó a un viejo grande y gordo con cara de borracho empedernido. Allí todos tenían pinta de borrachos habituales, pero aquel viejo al parecer nació con la botella en la mano. Era un viejo especial. Lo miró con cuidado de arriba abajo, con desaprobación, y le dijo:
—¿Tú eres el que manda Carmelito?... Cada día estamos más jodíos en este país. Todo lo que sirve se ha ido pa'l carajo... Ven pa'cá.
Lo llevó por un pasillo hasta una oficina. Le indicó una silla:
—Ahora, cuando venga la muchacha, le das tu tarjeta de identidad y que te ponga en la plantilla del almacén. Un mes a prueba, no creas que estás fijo.
—No, no, qué va.
—¿Qué va de qué?
—Es que no tengo la tarjeta de identidad aquí.
—No la tienes ni aquí ni allá.
—Uhm.
—Bueno, entonces tu bisnecito es conmigo directo. Y vas a salir mejor. Te doy todos los días diez pesos. De mi bolsillo. ¿Está claro? Y cierra el pico. Lo que tú veas en el almacén, sea lo que sea, no te interesa, no viste y no sabes. ¿Estás claro?
—Sí, sisisisisí.
—Exacto. Vámonos.
Un momento después Rey cargaba cajas de malta y de cebada en el almacén. Había que ponerlas en una pequeña vagoneta eléctrica que las llevaba al departamento de fermentación. No era difícil. Solitario en aquel almacén enorme. El tipo de la vagoneta no hablaba. Una hora después el hambre le apretó las tripas. Buscó al viejo gordo. El tipo no apareció. Siguió cargando cajas y sudando. A las diez de la mañana creía que iba a perder el conocimiento. Estaba muy débil. Y rascándose. Las ladillas se entusiasmaban con el calor y el sudor. Y picaban más y mejor. Al fin reapareció el viejo gordo. Rey, desfallecido, le dijo:
—Óigame, señor, me hace falta comer algo, porque...
—Ah, sí, sí, se me olvidó. Agarra por este pasillo. Al final hay un kiosco. Allí venden croquetas y refrescos.
—Uhmm.
—¿Qué?
—Uhm..., no tengo dinero.
—Coño, compadre, pero habla. Habla, que nadie es adivino. Toma. Cinco pesos, una monjita, por la tarde te doy la otra.
Rey comió croquetas. Almorzó arroz con chícharos. Estibó cajas todo el día. A las cinco de la tarde cobró el resto de su dinero. Olía a perro muerto. El viejo gordo le alcanzó el billete desde lejos y le preguntó:
—¿Vas a venir mañana?
—Sí, cómo no.
—Bueno, no te ofendas, pero... báñate, acere, báñate, porque estás echando candela.
—Uhmm... ¿Aquí hay baños?
—Hay duchas allá atrás, pero no tienen agua, eso es de cuando El Morro era de madera.
—Uhmm.
—Mira, coge un cubo de agua, en fermentación, y vete pa'llá'trá y báñate.
—Está bien.
—¿Y te vas a quedar con esa ropa hedionda? Bueno..., allá tú.
Ese día Rey se fue limpio, aunque con la misma ropa asquerosa. Al día siguiente el viejo gordo le regaló un pedazo de jabón, al otro día una camiseta limpia. Al otro día un pantalón. Al otro día lo llevó al médico de la fábrica para que le curaran las ladillas y la sarna. A la semana Rey tenía mejor aspecto y el viejo gordo le dijo:
—Rey, en el almacén no tienes búsqueda. Trabajar por diez pesos al día no es un buen negocio.
—Uhmm.
—¿Quieres pasar a estiba de producción? —¿Qué es eso? —Estiba de producción. —Ah.
—¿Quieres o no quieres?
—Uhm.
—Vamos.
Fueron a la fábrica. Embotellaban cerveza. La tecnología de latas aún no había llegado. El ruido de las botellas chocando entre sí en la línea. Las mujeres tenían caras jóvenes y ajadas. Mulatas y negras sabrosonas, alegres y sudadas, jodian mucho con los estibadores. Había buen ambiente de relajo. Y las botellas salían unas tras otra. Había que colocarlas en las cajas. Las cajas en los palets. Los montacargas se llevaban los palets. Y venían más y más botellas. Unos negros fuertes y sudados estibaban aquellas cajas. Cinco o seis negros. Lo miraron un poco torvos, y siguieron. El viejo gordo lo ubicó con dos negros. No había que trabajar aceleradamente. Se podía hacer con un ritmo cómodo, pero sin detenerse. Había que llevar el ritmo de la embotelladora. A veces tenían que cargar un camión directamente. Y los negros se apresuraban más. El camión se iba subrepticiamente, con cierta intriga. Y ellos seguían con los palets y el montacargas llevando cajas para el almacén. Mucho ruido. No se podía hablar. Si había que decir algo era gritando. A Rey le dio deseos de cagar. Se aguantó. No se podía cagar. Le dio más deseos aún. Oh. Apretó bien el culo y aguantó. Sintió que se iba a cagar en los pantalones. Por supuesto, no tenía calzoncillos. Jamás había usado calzoncillos. ¿Tendría que cagarse en los pantalones? No. Le gritó a uno de sus compañeros:
—¡Oye, me estoy cagando! ¿Dónde se puede cagar por aquí?
—Nonononono.
—Nonononono ¿qué? Me estoy cagando, cojones. ¿Tú no me oyes? ¿Dónde se puede cagar?
—Hasta que toque el timbre. Cuando toque el timbre puedes ir.
—Vete pa'l recoño de tu madre, ¿quién repinga eres tú? ¡Me voy a cagar por mis cojones!
Rey fue a bajar de la tarima de estiba, situada a unos dos metros del piso. El negro lo agarró brutalmente por el pescuezo y le sonó un piñazo duro:
—Te dije que no te puedes ir. Cágate en los pantalones.
Rey apretó el culo. Y se puso igualmente brutal. Le pegó un buen pescozón al negro, pero el tipo era de hierro. No sintió nada y agarró una botella. El otro negro intentó aguantarlo, pero el tipo se zafó y trató de asestar un botellazo en la cabeza. Rey esquivó. El negro perdió el equilibrio. Rey lo empujó con fuerza. El tipo cayó hacia atrás, de culo, en el mismo borde de la tarima. No pudo sostenerse y se precipitó al piso. Dos metros. Cayó de espalda. Golpeó duro. Al parecer se jodió un hueso. Intentó levantarse. No pudo. Se quejaba. La línea de producción seguía soltando botellas y cajas. Los otros no podían detenerse para auxiliar al tipo en el piso. Rey por poco se caga en los pantalones. Salió corriendo para una esquina, detrás de unas cajas de cerveza, y cagó. Cagó mucho y bien. Uf. Creyó que había terminado. No. Cagó un poco más. Listo, ahhh. No tenía con qué limpiarse. Con la mano. Se limpió lo mejor posible con los dedos, y a su vez limpió los dedos en el piso. Se puso el pantalón y salió. Ya auxiliaban al tipo caído. Tenía algo roto y le dolía mucho. No podía levantarse por sí solo. Se lo llevaron cojeando. El negro le gritó algo, pero él no lo oyó, y tampoco le prestó atención. Volvió a su puesto. No miró a nadie. Y siguió trabajando.
Por la tarde el viejo gordo lo llamó aparte. No le mencionó nada del incidente. Le dio cincuenta pesos. —¿Y esto?
—La búsqueda de hoy.
—¿Qué búsqueda?
—¿Tú no ayudaste a cargar cuatro camiones?
—Sí.
—Eso es pa'nosotros. Cada vez que entre un camión hay que cargarlo rápido y que se vaya.
—Uhmm.
—Si viene algún inspector de la empresa, tú no sabes ná ni has visto ningún camión aquí.
—Nosotros na'má' tiramos pa' los palets y el montacargas.
—Exacto.
—Uhmm.
Cincuenta pesos al día era otra cosa. Todos los días entraban tres o cuatro camiones. El tipo de los golpes no apareció más. Los otros se ablandaron un poco. Magda también se tranquilizó cuando vio que Rey regresaba todos los días con cincuenta pesitos. Ya no protestaba y hasta le lavó la ropa alguna que otra vez y cocinaba algo de vez en cuando. Boniatos hervidos y un aguacate. O arroz blanco y una yuca sancochada.
Una tarde, cuando terminaron, uno de los negros se le acercó:
—Oye, mulato, tú siempre te vas echando en cuanto toca el timbre. Y esto no es así. Hay que compartir con los amigos.
—Uhm.
—Dale, ven con nosotros.
—¿A qué?
—Tenemos unos lagues fríos allá abajo, acere.
Fueron al sótano. Escondidos detrás de los motores tenían un gran tanque con pedazos de hielo y muchas botellas de cerveza helada. Los cinco negros estibadores parecían boxeadores peso completo. Tres tenían las narices con el tabique roto. Otro tenía un gran navajazo por la mejilla hasta el cuello. Todos con muchos tatuajes. No era necesario que hablaran. Bastaba con la mirada y el silencio. Cada diez minutos los enormes y antiguos compresores se disparaban y el zumbido no permitía hablar ni escuchar música. Entonces bebían solamente. Los compresores chirriaban unos minutos y se detenían. Diez minutos de música. Y de nuevo se lanzaban a zumbar y a disparar frío por las tuberías hacia arriba. Ya habían bebido unas cuantas botellas. La fábrica fue construida en 1921. Y todo era de entonces: el edificio, los compresores, la tecnología, la peste a humedad, moho y orina, las cucarachas. Entonces aparecieron tres mulatas. Venían directamente de la línea de producción al sótano. Se quitaron los gorros y los tapabocas de tela verde, sonrieron, saludaron, y bebieron cerveza. Dos estaban un poco ajadas y con los dientes destruidos. Pero la más joven se veía muy bien. Un culo duro, senos pequeños, delgada, y con un rostro aceptable. Todo bien. Bebieron más cerveza, y a bailar. Casino, por supuesto. Del mejor, del perfecto. Unas veces con la música del radio y otras con los compresores. Se hacía de noche. Encendieron una bombilla con luz escasa y mortecina. Los compresores se disparaban y no se oía la música, pero las mulatas y los negros seguían bailando. Por inercia. Bailaban con el ronquido de los viejos compresores, y se divertían en aquel sótano húmedo, apestoso a moho y a cucarachas, lleno de compresores y tuberías, casi sin luz, pero la cerveza era interminable. Bien helada. ¡Oh, sí, qué buena es la vida! Alguien preparó dos cigarritos de hierba, y circularon. Uhmm, muy bien. Sabrosa hierba de Baracoa. Dos cigarritos más. Y circularon. Y más cerveza. A las mulatas se les fue la hierba y el lague para la cabeza. Empezaron a desnudarse. Suavemente. Provocativamente. Sin prisa. Las tres. Se quedaron en bragas. Rey quedó absorto, mirando a la más joven. Las otras dos habían parido y tenían las tetas y la barriga un poco flojas. Los culos sí eran inmejorables. Duros y muy bien colocados. Ohh. Tuvo una erección formidable. Cuando miró a su lado, los cinco negros se pajeaban, suavemente, sin prisa. Todos borrachos. ¡Riquísimo! ¡Esta gente está fuera de liga! El también desenvainó su material. Las mulatas seguían bailando sensualmente, admirando las espléndidas pingas oscuras. Se acercaban, acariciaban alguna. Se bajaron las bragas. Quedaron totalmente desnudas. Los negros se pusieron brutos y querían meter al mismo tiempo las cinco pingas en los tres bollos. Pero evidentemente era imposible. Ellas querían probar. Tal vez era posible. Rey se quedó pajeándose suave, sin prisa, observando. Una de las mulatas tomó la iniciativa:
—No, quiero verla, dentro no, dentro no. Échala en mi barriguita, ven. Aquí en las tetas.
Ya no pudieron resistir más. Era demasiado. Uno soltó todo su semen sobre la barriga y las tetas de aquella que lo pedía. Los otros no pudieron aguantar más y ahh, mucha leche. Cinco pingas disparando al mismo tiempo sobre tres vientres. Rey se contuvo más. Los otros terminaron y entonces Rey se levantó, meneándola aprisa. Los compresores estaban chirriando y zumbando. No se escuchaba nada. Rey les indicó que se pusieran una junto a la otra. El tenía los ojos chinitos, ellas también. La orgía de la leche. Las tres se frotaban el semen que corría por sus vientres. Entonces Rey disparó su chorro. Un poco para cada una. Como una ametralladora. Fuerte. Potente. Ah, qué bien. Todos respiraron profundamente. Guardaron sus tarecos. Las mulatas se vistieron, muy divertidas, todos riéndose. Y siguieron bebiendo. La cerveza estaba helada. Y sabrosa. Muy sabrosa.
La curda fue en grande. Las mulatas y dos tipos se fueron. Rey y los otros tres se quedaron. Hasta el final. Buscaron en el fondo del tanque. Aún quedaban unas cuantas botellas. Siguieron bebiendo. Cuando no pudieron más, se tiraron por allí a dormir. Por la mañana, uno logró despertarse, levantó a los otros, subieron las escaleras y fueron a trabajar. Llegaron con media hora de retraso. La línea de producción atascada. Esperaban por los estibadores. Dos no podían hacer el trabajo de seis. El director de la fábrica, furioso, impartía órdenes tajantes al viejo gordo. Comenzaron su trabajo con una gran resaca, a media máquina. Llegó un camión, pero no pudieron cargarlo. El viejo gordo, asustado, le pidió que se fuera vacío cuanto antes. El director seguía dando vueltas y órdenes. Preguntó por aquel camión. Le dijeron cualquier cosa y se lo creyó. Todo bien. La línea de producción comenzó a moverse con más rapidez. Todo mejor. El director se fue. Al mediodía, durante el almuerzo de arroz con chícharos, el viejo gordo se le acercó. La resaca y el sueño lo tenían reventado y con dolor de cabeza.
—Rey, ¿qué pasó anoche en el sótano?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Nada.
—Rey, yo sé lo que pasó. El director me pidió que los bote a todos esta misma tarde. Rey, usa la cabeza. Yo no quiero botar a nadie, pero no se pueden aparecer a las ocho y media, borrachos.
—Borrachos no.
—Borrachos sí.
—Yo no puedo trabajar con gente que me dé pérdidas. No los voy a botar, pero eso no puede suceder de nuevo. ¿Okey?
—Okey.
—Se meten todos los lagues que ustedes quieran. Aquí todos bebemos en tranca. El día entero bebiendo. Pero los hombres tienen que saber beber. Nada de andar en cuatro patas. ¿Okey?
—Okey.
Durante la tarde Rey trabajó a media máquina. Los negros boxeadores habían asimilado, y lanzaban las cajas de botellas como si fueran pelotitas de papel. Rey andaba como un ratón envenenado. Al fin sonó el timbre, a las cinco de la tarde. Rey salió con el tropel de obreros por la puerta principal. Los hombres discutían de béisbol: «Ornar Linares tenía que estar ahí. Nananá, siempre son los mismos. Sí, pero ése resuelve.» Rey jamás había visto un partido de béisbol. A lo mejor una de estas noches iba al estadio Latinoamericano. No sería mala idea. A ver si entendía algo. En el fondo no le interesaba, pero quizás. Bueno, uf, sólo quería dormir un poco ahora. Alguien le agarró la mano. La mulata bonita caminaba a su lado, sonriente:
—¿Qué vas a hacer? ¿No hay fiesta hoy en el sótano? Jajajá.
—Me voy a dormir. Estoy muerto con lo de anoche.
—Ah, que no se diga..., ¿tú eres flojo de pata o qué?
—Tú te fuiste, pero nosotros seguimos hasta el final.
—¿Cuántas cervezas te tomaste?
—Trescientas.
—Más la hierba.
—Uhm.
—¿Cómo tú te llamas?
—Rey. ¿Y tú?
—Yunisleidi.
—Bueno, Yuni, mañana te veo.
—No, nada de mañana. Vamos conmigo, tú verás que se te quita el cansancio.
—Mamita, tú estás riquísima, pero...
—Y tú eres tremendo loco. ¿Tú sabes para dónde te llevo?
—No.
—¿Entonces? ¿Por qué protestas? Vamos.
Subieron al camello, en La Polar. A empujones lograron subir. Bajaron en el parque de La Fraternidad. Durante todo el trayecto, Yunisleidi fue abrazada, besando y calentando a Rey. Ahh. ¡Qué maravilla, Goyo! ¿De qué te quejas, Reynaldito? ¿Con una mulata de lujo y quejándote?
Yunisleidi tenía alquilada una habitación en un tercer piso en la calle Monte. Pequeña, pero fresca, con un balcón a la calle y un pequeño baño. Una llave de agua, un infiernillo de kerosene. Todo muy limpio. Rey comprendió que no era habanera. Hablaba con un cantaíto simpático.
—¿De dónde tú eres?
—De Las Tunas.
—Ah.
—Alquilé aquí con mi hermano, pero él anda en lo suyo y no me resuelve nada. A veces me paso dos o tres días y no lo veo. ¿Tú eres habanero?
—Uhmm.
—¿Habanero, habanero?
—Uhm, uhm.
—¿Y tienes tarjeta de identidad con dirección de La Habana?
—¿Tu eres policía o qué volá contigo?
—Titi, si tú eres palestino no puedo cargar contigo. Conmigo basta y sobra.
—Yo soy habanero. Legítimo.
—Ay, menos mal, porque en La Habana nadie es de La Habana.
—¿Qué tú quieres?
—Tengo que dejar esa fábrica. Ayúdame por las noches...
—¿En qué?
—La policía. Ya me conocen. Y eso que sólo llevo un mes aquí. Si me paro en el Malecón, frente al Riviera, en cualquier lugar. Ahí están arriba de mí, con su jodienda, que si jinetera, que si qué sé yo. Ya tengo tres actas de advertencia y están al mandarme para Las Tunas.
—Chica, cómo tú hablas, cojoneee... ¿Qué tú quieres?
Yunisleidi lo abrazó, lo besó, lo desnudó, lo lanzó sobre la cama, admiró las hermosas perlanas en la cabeza de su pinga, lo chupó por todas partes, se arrebató con aquellas perlas prodigiosas. Ella misma se la metía y se la sacaba por todos los huecos posibles. Genial. Sencillamente genial. Se entregaba con alma, corazón y vida, como la ranchera, y le gritaba:
—¡Ay, me voy a enamorar de ti, cabrón! ¡Tiémplame todos los días! ¡Eres un loco! ¡Eres un loco! ¡Ayyy, esas perlanas me arrebatan, me estás deslechando, métemela más, más, más, hasta el fondo, titi!
La gran locura. Yunisleidi era alegre, comunicativa, amorosa, tenía un hijo de tres años en Las Tunas. Lo cuidaban sus abuelos. Ella desde aquí mandaba dinero. Ah, pero nada, si no lo decía, parecía virgen. Le habló de su hermano:
—Vinimos los dos para La Habana porque allá nos morimos de hambre. A luchar aquí. El es pinguero. Es un arrebatao. Yo no sé cómo puede. Rey, mi hermano trajo la otra noche a un viejo maricón, no sé de dónde porque yo no le entendía nada. Mi hermano sí le entendía. Dice que lo empató en el Nacional. El viejo de plata. Estuvo dándole pinga más de dos horas. Yo no sé cómo puede..., argh..., tremendo estómago.
—No te hagas. Tú también te tiemplas al que sea.
—No es igual. Yo abro las patas y cierro los ojos. Pero el hombre tiene que..., verdad, que aquel viejo le dio cien faítos.
—¿Cien?
—Quería pagarle cincuenta, pero mi hermano le agitó cincuenta más. Si el viejo no suelta el billetaje, Carlos le entra a pescozones. Todos mis hermanos son iguales. Brutos y salvajes...
—¿Cuántos son?
—Nueve. La única hembra soy yo. Y Carlos es el más civilizado. Por lo menos fue a la escuela y..., vaya..., habla y eso...
—Yuni, no hables tanto que me mareas. Pon música.
Yunisleidi puso el radio. Salsa. Mucha salsa, y se vistió un poquito: un shorcito y un tope mínimos, mínimos. Se le veía un pedacito de los pezones, y la cuarta parte de las nalgas. Era un cráneo aquella mulata. Bajó a buscar ron y cigarrillos. Trajo un puro para Rey:
—Me gustan los hombres que fuman tabacos. Dale fuego y bebe ron. Me gusta verte bien macho y yo ser tu hembra, y que me des pinga diez veces al día. Y ser tu puta. Voy a trabajar pa'ti, papi. Te voy a poner a vivir como un rey.
—¿Tú sabes cómo me dicen?
—¿Cómo?
—El Rey de La Habana.
—Tenía que ser. Pero tú vas a ser mi rey. Mi rey particular. Tienes una pinga de oro. Y voy a vivir pa'ti, papi. Estoy enamorada de ti como una perra. Eres un loco...
—Ya, Yuni, ya. No seas empalagosa. Déjame oír la música.
—¿Quieres que te cocine algo? Hay pan y huevos. Y te voy a lavar esa ropa. Quiero que estés siempre limpio y perfumado.
Lo abrazó de nuevo, besándolo:
—Y en cuanto levantemos unos pesos, te voy a comprar una cadena de oro, una sortija y un reloj, y bastante ropa. Tú vas a ser mi rey, muchacho, tú vas a ver.
—¡Yuni, ya está bueno, no hables más, cojones! ¡Eres una melcocha!
—¿Y eso es malo? ¿Es malo ser una melcochita con mi maridito rico?
—Uhmmmm.
Yunisleidi frió huevos. Lavó la ropa de Rey. Limpió el cuarto esmeradamente. Planchó algo. Se bañó. Se dio barniz en las uñas. Era un remolino imparable y le encantaba tener un macho y jugar a las casitas. Tarareaba alegre, sonriente, al son de la salsa radial. Ah, se puede ser feliz con tan poco, el cerebro en baja, con pocas revoluciones por minuto. La buena vida. Yunisleidi revoloteando alrededor de Rey, como una mariposa nocturna fascinada por la luz:
—Ya tienes el baño listo. Báñate. Te pones ropa de Carlos y nos vamos.
—¿Pa'dónde?
—Al Malecón, a los hoteles, por ahí. Dale, no se puede estar pasmao aquí. Hay que luchar los faos en la calle. Vamos, báñate.
—¿Y tengo que bañarme?
—Claro, chino, estás sudadito del trabajo, de la templeta..., ay, papi, yo creo que la gente en La Habana no se baña mucho..., en Las Tunas...
—En La Habana no hay agua.
—¿Y cómo aquí sí hay agua?
—Suerte la tuya. Yo nunca he vivido en un lugar con agua.
—Bueno, báñate. Yo en Las Tunas me bañaba dos o tres veces al día...
—Ya, ya, cojones, deja la trova. Voy a bañarme.
Rey entró al bañito diminuto. Yuni le alcanzó toalla, ropa limpia. En ese momento tocaron a la puerta. Era Carlos, un ejemplar perfecto de macho oriental: alto, musculoso, fuerte, con voz recia, pelo en pecho, cabello negro ensortijado, mandíbula cuadrada, manos grandísimas, gruesa cadena de oro con un medallón de Santa Bárbara. Venía acompañado. Un marinero jovencito, blanco, muy delgado, tripulante de un buque escuela surto en el puerto. Hablaba un poquito de español y le brillaron los ojos cuando vio a Yunisleidi vestida tan vaporosamente, casi desvestida. Venían medio curditas y se sirvieron más ron. Carlos ni miró a Rey. Lo ignoró. Rey no abrió la boca. Se mantuvo aparte. El marinero, Carlos y Yuni bebiendo, sonriendo, hablando por señas en el balcón. A los pocos minutos Carlos le preguntó al marinero:
—¿Te gusta?
—Sí.
—Acuéstate con ella. Cama. Ahí, ustedes dos...
—How much? ¿Cuánto?
—Después arreglamos. ¿Tienes dinero?
—¿Eh?
—Dinero, faos, dollars, dollars, ¿tienes?
—Oh, yes. Oh, sí.
—Dale, Yuni. Es tuyo. Vuélvelo loco que yo me ocupo de lo demás. ¿Y este tipo?
—Ay, Carlos, déjame tranquilo a Rey, que ése es mi marido.
—Es que tú todos los días tienes un marido nuevo, vaya..., ponte pa'las cosas.
—Bajen, bajen un ratico. Después yo los llamo.
Yuni ya desnudaba al marinero. Y daba instrucciones a los dos hombres.
Con este guacarnaco no me demoro ni quince minutos. Bajen y tomen ron.
—Yuni, tú eres un poco marañera. Y no quiero meterte un pescozón. Me llamas para cobrar yo. ¿Está claro?
—Sí, Carlos, sí. Dale, bajen.
Rey y Carlos bajaron. Optaron por comprar otra botella de ron y sentarse en la acera a beber tranquilamente, bajo el balcón. Cuando bebieron un par de tragos, ya eran amigos. Carlos tomó la iniciativa:
—No le hagas mucho caso a Yuni. Desde niña es así. Se enamora y se desenamora todos los días. A los ocho años se enamoró de un vecino de nosotros, allá en el pueblo. Un hombre de casi cincuenta años. Aquello fue tremendo porque el tipo quería que mis padres se la dieran para acabar de criarla y después casarse.
—¡Cojones, ¿con ocho años?!
—Yuni siempre ha sido más caliente que una plancha. Bueno..., mi padre no quería, pero ella de todos modos se fue con el tipo y vivió con él dos años. Dejó de ir a la escuela. Todo el tiempo metida en casa del vecino.
—Pero...
—No, eso aquí en La Habana no se usa, pero Oriente es otra cosa. Eso es normal. Mi madre empezó con mi padre con diez años. Ella con diez y él con treinta. Y tuvieron nueve hijos. Ahí están, enteros los dos y bebiendo ron y dándole a la hierba, jajajá. ¿Tú nunca has ido a Oriente?
—No.
—Ah.
En menos de media hora bebieron la botella. Buena curdita. Carlos resopló.
—Oye, habanero, vamos a subir, porque Yuni se está demorando demasiado. Eso era un culaso na'má. Vamos a ver qué está haciendo.
Subieron, trastabillando un poco, escaleras arriba. Tocaron. Yuni abrió. Estaban desnudos. El marinero, ebrio, sobre la cama. Yuni se cubrió con una sábana y le susurró a Carlos:
—Ay, es que no se le para. No hemos podido hacer nada.
—Pues que pague y se vaya. Yo le voy a quitar la borrachera.
Y diciendo y haciendo. Carlos era un tipo impetuoso y brutal permanentemente. No sabía actuar de otro modo. El fuego le salía por los ojos. Fue hasta la cama, agarró al muchacho por los hombros y lo estremeció:
—Oye, me debes cincuenta faos. Paga y vístete para que te vayas.
—¿Ehh?
—Cincuenta faos. Dollars. Cincuenta. Paga y vete.
—¿Eh?
El joven, con los ojos semiabiertos, intentaba comprender por qué lo estremecían. Al fin entendió:
—Yo no. Nada de sexo. Yo no.
—Pues paga. Cincuenta. Dollars. Dale, cojones, no me hagas ponerme bruto. Paga.
—Nada de sex. Rien de sex. Nothing, nothing.
—Cincuenta, cincuenta dollars.
—No money, rien de sex, niente, niente.
Intentó levantarse para alcanzar su ropa. Carlos lo aplastó contra el colchón con una de sus manazas. Y fue hasta la ropa del marinero. Trastabillando un poco. Estaba borracho. Encontró una cartera: siete dólares y calderilla, dos preservativos. Lanzó todo al piso:
—Ah, este tipo se burló de mí. ¡Se quemó!
Le fue arriba al marinero y lo sopapeó:
—Oye, descarao, busca cincuenta dólares o te reviento contra el piso. ¿No te ves muy comemierda pa'burlarte de mí?
El marinero reaccionó y le indicó que aguardara un momento. Se levantó, mareado, desequilibrado, fue hasta su ropa, y del bolsillo de la camisa extrajo una navaja. La abrió y trató de atacar a Carlos. Era cómico: un tipo flaco, blanco como el papel, debilucho, desnudo por completo, intentando atacar con una navajita a aquel troglodita. Todo sucedió en segundos. Carlos le dio un pescozón que lanzó al tipo sobre la cama y le hizo perder la cuchilla. Carlos no le dio tiempo a recuperarse. Con mucha furia se precipitó sobre él, lo envolvió en la sábana, lo cargó como si fuera algodón de azúcar y lo lanzó por el balcón hacia la calle.
Yunisleidi y Rey se quedaron boquiabiertos. Yuni habló:
—Ay, Carlos, ¿qué tú has hecho?
—Que no se burle de mí. Es un comemierda.
—¡Carlos, lo mataste!
—¿Tú crees?
—¿Cómo que si creo? ¡Carlos, lo mataste! ¡Hay que irse de aquí, pero ya!
Yunisleidi se vistió en un instante, agarró su bolso y dirigió la operación: salieron al pasillo. Al fondo había una ventana. Saltaron por allí a la azotea del edificio colindante. Corrieron. Saltaron una baranda y cayeron en otra azotea, llena de escombros, de un edificio muy arruinado. Había una escalera desvencijada. Bajaron por allí hasta la calle. Salieron a veinte metros del marinero despetroncado contra la ancha acera de la calle Monte. Mucha gente le rodeaba. No pudieron verlo. Los curiosos se acercaban por decenas. Ellos siguieron caminando aprisa hacia la estación de ferrocarriles. Iban muy asustados y habían perdido la borrachera. Un tren salía hacia Guantánamo en dos horas. Carlos ni lo pensó:
—Yuni, vamos a regresar para la casa.
—No. Rey y yo nos vamos para Varadero. Vete tú para la casa y refresca. No te aparezcas en La Habana por lo menos en un año.
Yunisleidi abrió su bolso y le dio dinero. Se besaron en la mejilla, como buenos y dulces hermanos.
—Cuídate, Carlos, no hagas más barbaridades.
—Cuídate tú también. Habanero, cuida a la niña.
—Uhm.
Yunisleidi y Rey estuvieron toda la madrugada escondidos, agazapados en un edificio en ruinas cerca de la estación. Por la mañana buscaron algo en qué ir para Varadero. Nada. A la playa sólo dejan entrar en taxis estatales, muy caros.
—Además, a ustedes no los dejan entrar —les dijo el taxista.
—¿Por qué?
—Tengo que dejarlos en el puente y de allí no los dejan pasar..., vaya, no es que ustedes parezcan jineteros ni ná, pero... tú sabes...
Al fin consiguieron ir hasta Matanzas. Yunisleidi habló con un camionero. Ella fue delante, en la cabina. Rey atrás. El camión transportaba arena. En la cabina sucedió algo un par de veces. El camión se detuvo a la orilla de la carretera y se escuchó al chofer resoplando. «Uhm, mejor ni me asomo a ver», pensó, molesto porque tenía arena hasta en el culo. En Matanzas el tipo los llevó a un amigo de él, chofer de una hormigonera. Les pidió diez faos. Yuni le dijo que cinco. Está bien, cinco. Se metieron dentro del trompo de la hormigonera. Por supuesto, dentro había restos de cemento y arena resecos. Nada cómodo. El camión paró en el puente levadizo. Control, revisión, todo bien. A nadie se le ocurrió mirar dentro del trompo. Siguieron. El tipo los dejó en la Cuarenta y dos. Cobró sus cinco faos y chau, si los vi ni me acuerdo.
A Rey le pareció bonito el lugar. Al menos había mar y poca gente. Yunisleidi, muy decidida, salió caminando hacia una de las casas cercanas.
—Yuni, ¿tú conoces esto?
—Claro, Rey. Pero la policía siempre me agarra.
—¿Y te sacan?
—Tres veces me han sacado, y cartas de advertencia y jodienda. Esta es la cuarta. Si me agarran me tiran pa'dentro.
—¿Y qué vas a hacer?
—No preguntes tanto.
Fueron a casa de una negra gorda y fuerte, con aspecto de matrona experimentada.
—Mi amor, tú sabes que aquí sólo se quedan las muchachitas. Yo no puedo alquilarle a un hombre.
—¿Y qué le voy a hacer? El es mi marido. ¿Lo dejo en la calle?
—Mijita, los maridos se quedan en la casa con los niños. Las putas no pueden andar con maridos a retortero, jajajá.
El chiste no le hizo gracia a ninguno de los dos. Finalmente acordaron que por tres dólares diarios se hospedaba Yuni en un catre, en una habitación grande con otros nueve catres y sus respectivas muchachitas. Rey se quedaría en otro catre, colocado en un pasillo, al fondo de la casa. Yuni sacó cuentas. Tenía suficiente para pagar diez días. Pero se pagaba día a día, nada de adelanto. Okey. Descansaron un poco. A la diez de la noche salieron. Dieron un paseo de reconocimiento, por la Avenida Primera, cerca de los hoteles. Yunisleidi se había bañado. Sus colegas le prestaron perfumes, cosméticos, una blusa transparente. Estaba coqueta y deliciosa como una tartaleta de chocolate. Rey, como siempre, con su aspecto desaseado y los ojos abiertos y azorados. No consiguieron nada. A la una de la mañana, extenuados, fueron hasta la autopista del Mar del Sur. Había luna llena y buena brisa. Unas pocas nubes oscuras corrían hacia el sudoeste. La noche azul. El mar oscuro y plateado, tranquilo e infinito, reflejando la luna. Todo calmo y silencioso, con un buen olor a salitre y yodo, a mariscos y algas. Fueron hasta la orilla del agua. Los enormes poliedros rompeolas parecían juguetes gigantescos. Sobre uno de ellos se habían posado diez o doce gaviotas blancas. Al parecer dormían. Ni se movieron cuando ellos se acercaron. A lo lejos las llamas naranjas del gas en los campos de petróleo daban una iluminación adicional y un poco soñadora. Un buque, apenas alumbrado, salía lentamente del puerto de Cárdenas. Se sentaron junto al agua, silenciosos, a mirar aquel panorama extraño y brillante. Algún que otro auto pasaba veloz por la autopista, y de nuevo el silencio y el leve rumor de las olas en la orilla. Estuvieron un rato sin hablar. Rey rompió el silencio:
—¿Qué cojones hago yo aquí?
—¿Tú? Que eres mi marido y me tienes que cuidar.
—Yo estoy pa'que me cuiden a mí.
Una mancha de sardinas se acercó a la orilla. Saltaban en la superficie. Pequeños hilos plateados reverberando en el agua. Miles de cápsulas plateadas saltando, casi al alcance de la mano, brillando. Una nube densa y negra cubrió por un instante la luna. Todo se oscureció de repente y las sardinas, asustadas tal vez, se hundieron y desaparecieron. La nube pasó y todo volvió a ser hermosamente azul y refrescante.
—Rey, ¿por qué no te bañaste esta tarde y te cambiaste...?
—Ni tengo ropa, ni me gusta bañarme, ni me gustan las candangas arriba de mí. Yo hago lo que me sale de los cojones.
—No es candanga, papito. En este negocio hay que estar limpio y presentable, chinito.
—Ya, ya.
—Ya ya, no. Aparece una yuma, tú le gustas y ahí mismo hiciste el pan. Cincuenta o cien faítos. Y si tienes suerte, se mete contigo y te lleva pa'su país. Entonces sí hiciste el pan de verdad.
—No sueñes más. No estoy pa'eso.
—¿Y pa'qué tú estás, chico? ¿Pa'pasar hambre y pa'estar estrallao, siempre sin un centavo?
—Siempre he sido un salao, Yuni. No trates de arreglarme.
—Bueno, allá tú. Mañana voy a ver a un coreógrafo amigo mío, del Hotel Galápagos. Si entro de bailarina en el cabaret del hotel no hay quién me saque de Varadero hasta que aparezca un yuma que se case conmigo y me lleve por ahí, a vivir bien.
—Uhm.
—Rey, no me gusta verte así, tristón. Mañana tienes que bañarte y te voy a comprar algo nuevo. Aunque sea un short, una camiseta y unas chancletas de goma. Así que arriba, ríete.
—Yo no sé qué cojones hago aquí contigo. Ni toqué a ese marinero. Ese lío no es mío.
—Ah, Rey, por tu madre, ni hables de eso. Olvídate de ese marinero. Lo bien que yo vivía en ese cuartico. Y contigo iba a ser mejor todavía.
—Es que tu hermano...
—Mi hermano es un salao. Está bien dos días y después anda estrallao seis meses. No levanta cabeza. A ver si ahora se aconseja, y se mete pa'las lomas a recoger café por lo menos un año, hasta que la cosa se refresque.
Salieron caminando abrazados, besándose, muy complacidos de estar juntos. Llegaron a la casa donde se hospedaban. Yunisleidi entró a la habitación de las muchachitas y se acostó. Rey abrió su catre, lo colocó en el pasillo, donde la vieja matrona le había indicado, y se durmió como una piedra en menos de un minuto.
Al día siguiente despertó al mediodía. Yuni ya se había ido. La esperó todo el día. No apareció. Se hizo de noche. A las once no podía aguantar el hambre. La vieja matrona lo vio sentado en el catre, esperando, y se le acercó:
—Si te vas a quedar esta noche tienes que pagar ahora. Esto no es un asilo de la Cruz Roja.
—Yuni regresa enseguida. Ella le paga.
—No. Es uno cincuenta. ¿Tú no tienes para pagar?
—No.
—Yo conozco a esa chiquita. Siempre hace lo mismo. Se desaparece de repente.
—Es que iba a hacer una gestión con...
—Espérala en la calle. Cuando ella regrese, pagan y entran.
Rey no contestó. Fue a sentarse en la acera. No tenía ni un centavo en el bolsillo. Lo mismo de siempre. Nada nuevo. Pensó: «Y aquí, con estos turistas tan extraños, no se puede ni pedir limosnas, y no tengo ni un santico.» Automáticamente se levantó y salió caminando hacia el Hotel Galápagos. Impresionante edificio. Ocho plantas, iluminado, elegante, jardines, fuentes, autos de lujo, porteros con chaquetas rojas y entorchados de oro. Jamás podría acercarse a un sitio así. Ni remotamente podía imaginarse cómo sería por dentro. Buscó un lugar para dormir, en un rincón del jardín, bajo unos almendros. Los mosquitos lo acribillaron. Millones de mosquitos y jejenes se cebaron en él. Pero ni eso lo despertó. Cuando abrió los ojos, el sol estaba alto y caliente. Un jardinero regaba los macizos de flores, con una hermosa manguera blanca y roja. Hasta los chorritos de agua en espiral eran bonitos y agradables. Todo muy lindo. Lo saludó. El jardinero apenas lo miró. Siguió concentrado en sus flores. Preciosas. Quinientas grandes flores en menos de un metro cuadrado. «Uhm. Todo es posible donde hay mucho dinero», pensó Rey. Se levantó y fue hasta allí:
—Mi socio, échame un poco de agua en la cara.
—Lo que te hace falta es bañarte completo, con jabón y rasqueta. Échate pa'llá, que tú debes tener piojos.
—No, no. Ya no tengo.
—Jajajá.
Rey se enjuagó un poco y se quedó observando al tipo. Entonces se le ocurrió algo:
—Chico, ¿habrá una pinchita aquí pa'mí?
—¿Pa'ti? No creo.
—¿Por qué? Yo estoy fuerte. He trabajado de estibador, de...
—Sí, pero aquí hay muchos requisitos. Esto es área dólar.
—¿Qué es eso?
—Área dólar. ¿Tú no eres de este país?
—Yo creo que sí.
—¿Tú crees?
—Uhm.
—Ah.
—¿Y cuáles son los requisitos?
—Bueno, hay que ser graduado universitario, militante, menos de treinta años, tener otro idioma.
—¡Coño!
—El mes pasado convocaron veinte plazas y se presentaron mil trescientos aspirantes. Todos con esos requisitos. Vinieron de todo el país.
—¿Plazas de qué?
—Para lo que sea. Yo soy ingeniero civil, con siete años de experiencia. Y hablo inglés y francés.
—¿Ingeniero pa'un jardín? Eso lo puedo hacer yo.
—¡Qué va! Tú aquí no tienes chance. Vete echando que aquí no te dejan ni poner un pie.
—Sí, ya me voy pero..., coño, es que tengo un hambre que no puedo más.
—No, no, aquí no hay nada pa'ti. Vete echando. Si te agarra la seguridad del hotel, te van a botar a lo bruto.
—¿Dónde está la basura?
—Si te agarran registrando en la basura..., bueno, allá tú. Son aquellos contenedores, pero yo no te dije nada. Allá tú.
—Coño, compadre, déjame vivir.
—De compadre nada. Ni me mires más.
Rey fue hacia la basura, pero recordó algo y regresó:
—Chico, deja preguntarte una cosa.
—¡Ah, no jodas más!
—¿Tú conoces a una mulatica muy bonita, que es bailarina aquí?
—Yo no conozco a nadie de esa gente.
—Se llama Yunisleidi.
—No conozco a la gente que trabaja adentro. Lo mío es aquí afuera. Vete echando y no jodas más.
Rey fue hasta los contenedores. Intentó destapar uno pero no pudo. Un joven vestido de blanco venía con un cubo de basura y en cuanto vio sus intenciones, lo echó:
—Fuera, fuera, aquí no hay nada para ti.
—Tengo hambre, déjame buscar algo.
—No busques nada. Vete, arranca de aquí o llamo a la seguridad del hotel.
Rey tuvo que retirarse. Aprisa. A pocos pasos encontró una gorra blanca con el símbolo DRYP en verde. Igual que la bandera grandísima que ondeaba en lo alto de un mástil, en medio del jardín. Los dueños de toda aquella belleza. «Uhm, qué bonita, coño, qué suerte tengo hoy», pensó, y se la caló muy orgulloso de participar de modo tan rutilante en aquella empresa. Atravesó el jardín. Fue hasta la carretera. Entonces se le ocurrió regresar e ir hasta la playa. Quizás algún turista le daba algo. Se acercó con cuidado, caminando entre las uvas caletas y los almendros. Lo habían amenazado tanto esa mañana que era mejor andar con pies de plomo. Sigilosamente se asomó entre unos cocoteros y unas dunas, y se quedó fascinado. Nunca había visto una playa tan hermosa, con el agua verde esmeralda, el mar tranquilo y brillante, todo plácido. Unos pocos turistas tomaban el sol y: «¡Cojones, esas mujeres están con las tetas al aire! ¡De pingaaa! ¡Qué tetas más lindas! Se ve que por aquí no hay cubanos. Si vienen los quemaos de Centro Habana pa'cá se pasan el día pajeándose.» No se dejó hipnotizar por las tetas europeas. Desconectó de aquello y observó mejor. En efecto: unos policías playeros, con shorts, cuidaban la zona. En realidad, tuvo deseos de tirarse al agua. Por primera vez en su vida sintió deseos de mojarse. Era un lugar hermoso como nunca había visto. «Pa'trá, Rey, pa'trá», pensó. Y se retiró cuidadosamente. Entre los árboles había un pequeño bar-cafetería. Aquí tuvo suerte. Fue por atrás. No había nadie. Abrió los latones de basura y fácilmente encontró restos frescos y abundantes de pizzas y sandwiches, y un trozo de embutido algo podrido, pero apetecible y nutritivo. Tragó rápido todo aquello y se fue tranquilamente, sin que lo molestaran. Feliz y satisfecho.
Se sentía muy bien con aquel almuerzo y decidió arriesgarse de nuevo. Quería ver la playa y solazarse un poco. Repitió la operación de acercarse poco a poco, entre almendros, cocoteros, uvas caletas. Se acomodó en una sombra. Los policías estaban lejos. No había tetas a la vista. Pero la playa era increíble. Se recostó en un tronco y se quedó dormido plácidamente durante cuatro horas. Cuando despertó habían colocado una tentación apenas a dos metros de su escondite. Una toalla grandísima sobre la arena y encima alguna ropa, tennis, frascos de crema, una botella de ron añejo, vasos. Tres personas jugaban en el agua, a sesenta metros. Pensó rápidamente: «¿La toalla con todo? ¿La ropa y los tennis? ¿El ron?» Esperó unos minutos. La gente, bien entretenida en el agua. Se acercó casi arrastrándose por la arena. Agarró la ropa y los tennis y regresó. Observó. No le habían visto. Un poco nervioso se alejó de allí. Era una zona muy tranquila. Se quitó su ropa sucia y raída y se vistió con un pantalón corto beige, una camisa playera muy fresca y unos tennis azul marino que parecían hechos para él. Todo de excelente marca. Pero, ya se sabe, el hábito no hace al monje. A pesar de aquel vestuario distinguido y nuevo, Rey seguía pareciendo el mismo mulato muertodehambre, flaco, desnutrido, con la piel de brazos y piernas cubiertas de ampollas y forúnculos con pus por las picadas de mosquitos y jejenes, el pelo desgreñado y cochambroso, los ojos con legañas, y sobre todo, con aquel aire de susto y desamparo, temeroso de que le dieran una patada por el culo en cualquier momento.
No obstante, Rey se sentía mejor. Con peste a grajo, pero bien vestido. Al menos de lejos no parecía un pordiosero y los policías no lo acosarían tanto.
Decidió hacer un último intento para encontrar a Yunisleidi. Fue hasta la casa. La vieja matrona lo vio bien vestido y, muy sonriente, lo detalló de arriba abajo. Intentó ser agradable:
—Yunisleidi no ha aparecido, pero si tú quieres te puedo alquilar a ti solo.
—No tengo dinero.
—¿Con esa ropa y no tienes dinero?
—Uhm.
Atardecía. Y hacía buen fresco. Rey salió caminando hacia el puente levadizo. Lo cruzó. Unos policías se ocupaban de alguien que quería entrar. A él ni lo miraron. El problema era entrar. Siguió caminando por la orilla del canal y dejó atrás el Red Coach, el Oasis, se hizo de noche, Carbonera, los campos de henequén. Siguió caminando. Salió la luna llena y todo se hizo azul. En la costa la espuma blanca contra los arrecifes, el suave rumor del oleaje. Rey se detuvo un par de veces a descansar. Sin pensar. No tenía nada en que pensar. Nunca tenía necesidad de pensar, de tomar decisiones, de proyectarse hacia acá o hacia allá. Sólo caminaba al fresco, sobre la hierba al borde de la carretera, y veía la noche azul, el mar azul, la tranquilidad del infinito. Y siguió caminando. Dejó atrás Camarioca, el faro de Maya, Canímar. Casi al amanecer llegó a Matanzas. No conocía aquella ciudad. Nada le decía. Podía seguir y llegar a La Habana caminando. Pero no fue necesario. A media mañana un camión recogió a varias personas en la Avenida de Tirry, frente a un viejo caserón marcado con el número ochenta y uno. Una señora rubia y sonriente, al parecer desordenada de amor, se asomó entre las persianas francesas. Por un instante se miraron a los ojos, pero todo quedó en ese fugitivo rayo de luz entre dos personas que se tocan con la mirada, presienten un leve temblor en sus respectivos campos magnéticos, y cada una sigue su camino. Las premoniciones no siempre se cumplen.
Rey subió al camión sin preguntar. El chofer empezó a cobrar: diez pesos hasta La Habana. Subieron cuatro personas más. Dos más. Hacía horas que no salían autobuses hacia La Habana, dijo alguien, sofocado y molesto porque había llegado corriendo desde la cercana estación de ómnibus. El camión no tenía permiso para esto. Un tropel de gente venía corriendo con sus bultos desde la estación. Dos policías se acercaron. El chofer bajó y habló con ellos muy bajo. Intercambiaron algo. El chofer subió de nuevo a cobrar. Rey intentó hacer una finta de engaño, pero el tipo conocía su bisnecito. Negociaron. Rey se quedó sin camisa. Dos horas después el camión entraba por Guanabacoa, salió a Diez de Octubre y fue soltando gente poco a poco. Podía llevar cuarenta, pero traía doscientos. «Y menos mal que apareció esto, nosotros llevábamos diez horas en la estación», repitió más de veinte veces una vieja gorda que se sofocaba y le faltaba aire y pedía que le dieran espacio. Alguien se burlaba de la vieja y le decía que no había más espacio, que hubiera tomado un taxi. La vieja gorda contestaba que ya no podía jinetear. «Así que estoy luchando igual que tú en este camión, como las vacas.» Todos se reían con las ocurrencias de la vieja gorda. Rey bajó en Cuatro Caminos. Ah, todo sucio y arruinado. Todo bien puerco. La gente desaliñada, picara y ruidosa. Las mulatas recién llegadas de Oriente, con sus grandes y tentadores culos, prestas a todo por tres o cuatro pesos. Qué bien. Varadero estaba demasiado limpio y hermoso, demasiado tranquilo y silencioso. No parecía Cuba. «Aquí está el sabor, esto es lo mío», se dijo. El Rey de La Habana, otra vez en su ambiente.
Era mediodía y la plaza del mercado estaba en efervescencia. Rey se quedó por allí, dando vueltas. A lo mejor se le pegaba una pinchita. En la zona de los animales vivos había poco movimiento y mucho en las carnes. Pero las carnes estaban bajo control de dos o tres macetas. Un tipo gordo, barrigón, con una gran cadena de oro y cara plácida, miraba a sus alrededores. Los cuchillos, el olor de la carne de puerco, la sangre, los empleados vociferando sus mercancías y sus precios. Le gustaba aquel lugar. Dedicarse a cortar trozos de carne, dar hachazos a los huesos y partirle la cabeza a los puercos y meterle la mano en sus entrañas calientes para sacar los mondongos. «Cómo me gustaría trabajar aquí y matar tres o cuatro puercos todos los días. Un palo por los sesos y partirles el corazón con un puñal largo, jajajá. Después a descuartizar, el reguero de sangre...» Se sorprendió pensando todo eso, mirando fijamente al gordo de la cadena de oro y caminando hacia él. Le preguntaría si tenía trabajo. El tipo era el dueño, sin dudas. Se acercó y casi abrió la boca para preguntarle, pero le impresionó la fuerza que generaba aquel hombre. Era un tipo alto, corpulento, barrigón, vestido de limpio, con anillos, reloj, cadena, pulsera. Todo de oro macizo. Hasta casquillos de oro en los dientes. El tipo dominaba todos sus alrededores, sonriente, tranquilo, calmado. Al mismo tiempo se le veía peligroso. Era un tipo que podía hacer cualquier cosa sin alterarse. Y eso lo hacía temible. Ni una gota de sangre o sudor manchaba su camisa blanca impecable o su pantalón gris claro. Otros trabajaban para él y sudaban y vociferaban y se manchaban de sangre y grasa de los puercos, y se les veía nerviosos. El sólo recogía las ganancias y controlaba todo con su sonrisa cínica y distante. Rey se paró en seco ante aquel señor. No se atrevió ni a mirarle a los ojos. Bajó la vista al piso y continuó su camino. El tipo lo ignoró. Era un piojo infeliz. Un limosnero de mierda.
Rey fue hacia la zona de atrás. La más grande. Había al menos ochenta tarimas con vegetales. Todo a precios altísimos. El público circulaba por los pasillos, preguntaba precios, compraba muy poco o nada, y seguían mirando y asombrándose por los precios, y pasando hambre. Algún que otro viejo murmuraba: «Se están haciendo millonarios y el gobierno no hace nada. Es contra el pueblo, todo contra el pueblo.» Nadie le hacía caso. Algunos viejos seguían esperando que el gobierno solucionara algo de vez en cuando. Les habían machacado esa idea y ya la tenían impregnada genéticamente.
En la zona de vegetales tampoco había chance. Los negros tenían ocupadas todas las posibilidades de estibar sacos de arroz y frijoles, y canastas de frutas, viandas y legumbres. En una tarima se robó dos plátanos y se los comió. Era difícil. Todos cuidaban bien su mercancía. Preguntó a unos cuantos vendedores:
—¿Necesitas ayuda?
—Vender es lo que necesito. ¡Qué ayuda ni qué pinga!
Salió afuera. Por la calle Matadero estaban los merolicos y un par de cartománticas, fumando tabacos, con sus faldas amplias. Sentados en los quicios de los grandes ventanales del mercado. Una de las barajeras no tenía clientes en aquel momento. La otra echaba las cartas a una campesina y a su hija. Les aconsejaba, ordenaba remedios, oraciones, amuletos, baños con hierbas y palos del monte. La campesina, su hija, el hijo, el marido, todos tenían problemas, muchos problemas. Un gran racimo de problemas para cada uno. «Tó' tiene arreglo. Tó' tiene arreglo. El muerto dice que tó' se puede arregla», repetía la negra, lanzaba las cartas, surgían los problemas y atrás los remedios para cada uno. La campesina, azorada y temerosa. Rey observó. Y escuchó. «Uhm», pensaba. Sólo eso: «Uhm, uhm.» La otra barajera lo llamó:
—Ven acá. Siéntate.
—No tengo dinero.
—Yo sé que no tienes ni dónde caerte muerto. Pero esto es una obra de caridad. Siéntate, tengo que decirte dos o tres cosas para que se te abran los caminos.
—No, no.
—Tú tienes un muerto oscuro con cadena. Y toíto eso lo estás arrastrando desde que naciste. Siéntate que no te voy a cobra.
Rey siguió caminando. Le dio miedo aquello. La mujer siguió hablando, aún le dio tiempo a escuchar algo más:
—Lo tuyo no es un sorbo. Es un muerto fuerte y te arrastra...
Se dio prisa y se alejó de aquella negra impresionante, con su tabaco y sus muertos. «¡Pa'l carajo. Solavaya!», se dijo Rey, y fue a sentarse en la otra esquina. Dos viejos sucísimos patilludos, con la ropa raída y asquerosa, vendían tubos de pasta de dientes, cuchillas de afeitar, dos paquetes pequeños de café. Se sentó junto a ellos. Uno le preguntó algo, pero Rey no lo oyó. La negra le dio miedo. «Muerto oscuro con cadenas. Pa'su madre.» Se levantó y siguió dando vueltas. Tenía hambre. Preguntó a otros vendedores. Nadie quería ayuda. «Voy a tener que robarme unos panes con tortilla», pensó. Miró en los alrededores. No había policías a la vista. Podía arrebatar los panes, cruzar la avenida corriendo hacia la estación de ferrocarriles y seguir por Monte arriba. Ni lo pensó. Se acercó al puesto. No había clientes. Sólo el vendedor. Pero falló porque nerviosamente se mojó los labios con la punta de la lengua. Cuando se lanzó sobre los panes con tortilla, el vendedor, un jabao joven y ligero, lo esperaba, y a su vez le agarró por las muñecas y gritó: «Policía, policía.» Rey se aterró cuando se vio atenazado así y sacó fuerzas, removió al tipo, pateó el puesto y casi derriba el piso todo, el tipo lo soltó y él salió corriendo. No había robado nada. Así que no era culpable. Siguió por Belascoaín arriba. Primero pensó ir al barrio de Jesús María a buscar a Magda. Serían las cinco de la tarde. En un bar varios hombres bebían ron y fumaban tranquilamente, mirando a las mujeres que pasaban por la acera: negras, mulatas, blancas. Provocativas, con buenos culos, alegres, sudando, mostrando el ombligo y las barriguitas con sus blusas muy cortas y los bollos bien marcados por las licras. La lujuria, el deseo, la sensualidad, el sudor corriéndoles por la espalda, el suave caminar moviendo bien las nalgas, con la mirada retadora. Aquél era un buen lugar. Sucio, derruido, arruinado, todo echo trizas, pero la gente parecía invulnerable. Vivían y agradecían a los santos cada día de vida y gozaban. Entre los escombros y la cochambre, pero gozando.
¿Debía buscar a Magda? Era muy temprano. Magda debía estar vendiendo maní. Siguió caminando lentamente por Belascoaín hasta el Malecón. A veces le gustaba observar. Ahora tenía un hambre de perro. Sin comida y sin dinero, tenía que observar mejor aún. Quizás aparecía algo comestible. Llegó al Malecón. Se sentó en el muro a tomar fresco. Como siempre le sucedía: tenía tanta hambre que ya no la sentía. Hacía mucho calor, aunque ya el crepúsculo se encendía sobre el mar con tintes rosados, naranjas, grises, rojos, azules, violetas, blancos. Sólo es creíble cuando se ve. El sol hundiéndose en el mar y todos aquellos colores en el cielo. A Rey, sin camisa, le chorreaba el sudor desde las axilas, y por la espalda hasta las nalgas. Los huevos también sudaban y todo él apestaba a rayo encendió. Hacía muchos días que no se bañaba. Se olió las axilas. Le gustaba. Se olía varias veces al día. Le excitaba olerse. Tuvo un poco de erección. Pero quería mear. Se sentó bien al borde del muro. Sacó su rabo medio parado y meó hacia el mar. Una mujer que se besaba con su novio, se le quedó mirando fijo, embelesada por aquel hermoso aparato. Rey lo percibió, y le gustó. Se la meneó un poco. Escupió en la cabeza de la pinga, para que resbalara mejor, y se pajeó un poco en honor de su admiradora. El hombre, de espaldas, no imaginaba lo que sucedía. Ella le aguantaba la cabeza, lo besaba en el cuello, y se le desorbitaban los ojos mirando el tareco de Rey. Se había excitado oliéndose a sí mismo, como hacen los monos y otros muchos animales, incluyendo al hombre. Y ahora tenía una admiradora tan entusiasta que en cualquier momento dejaba plantado a su novio y venía hasta donde Rey para concluirle gentilmente la masturbación. Pero Rey recordó su hambre y pensó: «Si me vengo ahora me desmayo, ¡qué va!» Guardó el material, miró por última vez a la joven fan y salió caminando por el Malecón hacia el puerto. Se detuvo un instante y taladró con la vista en busca de Magda: la parada del camello en la esquina de San Lázaro y Marqués González, la puerta de la capilla, la esquina del hospital, el parque Maceo. Miró despacio. Magda no andaba por allí. Tenía deseos de verla, de acostarse con ella, de besarle el culo y formar aquellas templetas locas que duraban tres días y terminaban cuando ya les ardía tanto el bollo y la pinga que tenían que dejarlo o comenzaban a sangrar. «¿Por dónde andará esa loca? ¿Con quién estará?», se preguntó un par de veces y la borró. Siguió por el Malecón dos cuadras más. No sabía adonde iba. Con hambre y sin dinero. Su suerte y su desgracia es que vivía exactamente en el minuto presente. Olvidaba con precisión el minuto anterior y no se anticipaba ni un segundo al minuto próximo. Hay quien vive al día. Rey vivía al minuto. Sólo el momento exacto en que respiraba. Aquello era decisivo para sobrevivir y al mismo tiempo lo incapacitaba para proyectarse positivamente. Vivía del mismo modo que lo hace el agua estancada en un charco, inmovilizada, contaminada, evaporándose en medio de una pudrición asqueante. Y desapareciendo.
De nuevo se sentó en el muro. El crepúsculo se encendía más aún. El cielo, el agua, las paredes de las casas, las piedras de los arrecifes costeros y el liquen verde que los recubría, la piedra de cantería de El Morro, todo lo que tocaba aquella luz se convertía en dorado, rosado, violeta, colores indescifrables. La belleza lo rozaba. En los crepúsculos, en las mujeres, en la alegría de vivir que latía a su alrededor, en la música, en la presencia infinita del mar, en el aire saturado de olores. La vida latiendo. Y él ajeno a todo.
Sin embargo, en aquel momento Rey se sentía bien. No sabía por qué. Nadie le había enseñado a degustar lo hermoso. Pero aquél era un buen momento. Miraba al mar plácidamente y de pronto fijó su vista en un bulto blanco que flotaba cerca. La corriente y los vientos del noreste lo empujaban hacia la orilla. Era una sábana blanca manchada con sangre seca, bien amarrada. Contenía algo. ¿Sería un niño muerto? ¿Una madre que parió, lo mató y lo tiró al agua? ¿Sería un pedazo de algún descuartizado? Rey miró a su alrededor. No había nadie cerca. Se concentró en aquel bulto. Intentó adivinar la forma de una cabeza, de un brazo. No podían ser tripas y mierda de un puerco o un carnero. Nadie tira una sábana. Habían matado a alguien en la cama, lo picaron en pedazos y aquel bulto contenía unos cuantos trozos. Estuvo a punto de bajar a las rocas y registrar. El paquete ya chocaba contra los arrecifes, flotando sobre las olas suaves. Sólo había que desatar un nudo y descubrir el contenido. Pero reaccionó a tiempo. En cuanto hiciera eso acudiría la gente. Tan morbosos como él, y enseguida la policía. «No. Que lo encuentre otro. Yo no he visto nada», se dijo, y siguió caminando por el Malecón hacia el puerto. Dos policías venían por la acera hacia él. Se aterró al pensar que podían descubrirlo cerca de aquel bulto con fiambre humano. Terror vacuo, pero terror. Cruzó la avenida y siguió caminando por San Lázaro. Anochecía. Entró a su barrio de la infancia. De Belascoaín a Galiano. Un tipo ensangrentado, con una herida en la cabeza, caminaba por la calle. No iba por la acera. El tipo salió por Lealtad a San Lázaro, dobló a la derecha y siguió hacia La Habana Vieja. Era un blanco muy flaco, con tres tatuajes en los brazos: un Jesucristo, un letrero que decía: «Lorensa madre hai una sola», y un cuchillo goteando. Todo muy mal dibujado. Vestía sólo con un short viejo y descolorido y unas chancletas de goma muy gastadas. Tenía mucho pelo negro, encharcado en sangre. Llevaba un pedazo de trapo negro en la mano, quizás un pañuelo, y se secaba la sangre que chorreaba por la frente y lo cegaba. Estaba borracho o enmariguanado, en shock. Caminaba como un zombi, pisando fuerte, lanzando torpe y duramente los pies hacia delante. Tenía una expresión perdida y levemente sonriente. Todo el cuerpo manchado de sangre casi coagulada, hasta los pies. La gente lo miraba. Sólo lo miraban, sin hablar. Era evidente que el tipo hacía un gran esfuerzo para continuar caminando. Es decir, en cualquier momento podía desplomarse en medio de la calle. A veces se desequilibraba hacia uno u otro lado. Pero de nuevo centraba y reanudaba la marcha. Con frecuencia miraba atrás, como si alguien lo persiguiera, y se apresuraba más aún. Rápidamente se perdió calle abajo.
Era totalmente de noche. Y Rey tenía deseos de mear. Siguió un poco más adelante. Miró hacia su casa o lo que fue su casa. No quería ver más desgracias por hoy. Tatiana ciega, Fredesbinda llorando. No. Entró a un edificio de ocho pisos en la esquina de Perseverancia. Subió un tramo de escalera y meó allí mismo. De su infancia recordaba aquel lugar. La gente entraba allí a cagar, a mear, a templar, a fumar mariguana. Si aquella escalera hablara sería una enciclopedia. Alguna vez, desde que lo construyeron en 1927, fue un edificio lujoso, con escalera de mármol blanco y apartamentos amplios y confortables. Sólo vivían profesionales y americanos. Ahora, cada día más arruinado, era un buen meadero. Casi terminaba, impulsando el chorro contra la pared, cuando de golpe apareció Elenita la boba. También la recordaba de su infancia. Debía de tener cuatro o cinco años más que él. Con los ojos extraviados, hablaba un poco gangoso, pero era tremenda loca. La boba descendía y lo sorprendió meando. Rápidamente estiró el brazo para cogerle el rabo, al tiempo que le pegaba el cuerpo y le decía, con su voz nasal y la lengua enredada:
—Oye aghn aghn, oye...
Rey la dejó hacer porque tenía buenas tetas y él las sentía pegadas a su brazo. Eso lo calentó. Tampoco perdió tiempo. Metió la mano dentro del vestido amplio y fresco de Elenita. Oh, qué pendejera tan abundante. Introdujo el dedo. Ah, húmedo. Se olió el dedo. Ufff, qué rico. Tenía un olor suave y apetecible. Elenita encontró el animal tieso, rápida y brutalmente endurecido. Y bajó a lamer. En ese instante alguien comenzó a subir los primeros peldaños. Al parecer el ascensor estaba roto. Al escuchar los pasos, Elenita rápidamente lo tomó del brazo y ascendió las escaleras arrastrando su presa. Subieron hasta el sexto piso y entraron a un pequeño recibidor que al menos los aislaba de los transeúntes de la escalera. Al mismo tiempo se encontraban a un metro de la puerta del apartamento de Elenita. A través de la puerta, sucia, endeble, entreabierta, se oía el televisor y salía una peste intensa a mierda de pollo. La boba no perdió tiempo. Bajó nuevamente y recomenzó su tarea lamedora. Descubrió las dos perlanas sobre la cabeza del glande y se entusiasmó. Ella misma se la introdujo. Tenía una vagina acogedora y muy peluda. Y buenas tetas y buen culo. Era una boba cariñosa, besadora. Gozadora, se quejaba y suspiraba. Casi sin terminar de introducirla hasta el final tuvo su primer orgasmo. Suspiró y se quejó como si estuvieran solos en medio del monte. Su marido, también un poco fronterizo, medio bobo o medio loco, no se sabía bien, se asomó a la puerta, y casi los sorprende. Apenas le dio tiempo a Rey de recostarse a la pared hacia el lado opuesto. Tenía la voz gangosa y estúpida, igual que su mujer:
—Elenita, ¿qué tú haces ahí? ¿Compraste los cigarros?
—Ughnnn, no, no, voy ahora.
—¿Y por qué te quejas tanto? ¿Que tú...? ¿Tú estás con alguien? Te voy a...
—Aghnnnnn, no, no, sigue durmiendo, sigue durmiendo.
—No estoy durmiendo, Elenita. Entra.
—No. Sigue durmiendo.
—Entra. Hay un programa buenísimo en el televisor.
—¿Qué cosa es?
—El noticiero.
—Déjame aquí, aghnnn.
El bobo se dirigió a alguien en el interior del apartamento:
—Mamá, es Elenita, pero no quiere entrar. Y no compró los cigarros.
Una señora, madre de la boba, suegra del bobo, respondió enseguida:
—No discutan. Déjala tranquila. Cierra la puerta y déjala.
El bobo se tomó medio minuto para pensar en esa posibilidad y contestó, dirigiéndose a Elenita:
—Bueno, está bien, voy a cerrar la puerta pero no te vayas de ahí. Quédate ahí mismo y ya no te quejes más. ¿Te duele algo, Elenita? ¿Ehhh? ¿Te duele algo?
—Uhgnn, ughnn.
—Entonces no te quejes. No te vayas de ahí.
Y cerró la puerta. La boba era insaciable. El piso estaba asqueroso, pero ella se quitó el vestido, lo tendió y siguieron. La escalera y aquel pequeño recibidor estaban muy oscuros. La gente se robaba las bombillas. Siguieron templando en medio de la oscuridad, casi sin verse. Elenita tuvo muchos orgasmos y en todos suspiraba. Lo hicieron en todas las posiciones posibles. El bobo interrumpió varias veces, entreabriendo la puerta:
—Mi amor, entra. ¿Qué haces en la escalera toda la noche? Entra. Ven a dormir.
Desde más atrás se oía la voz de Elena, poniendo orden:
—Deja a Elenita tranquila que ella sabe lo que hace. No discutan más. Cierra la puerta.
Entonces el tipo cerraba la puerta y ellos seguían templando, por delante y por detrás. A la boba le encantaba por el culo. Rey se vino cuatro veces. No podía más. Se le cayó y ya no la pudo parar más. Estaba fuera de caldero por completo. El hambre lo desgarraba, y se le ocurrió preguntarle a la boba:
—¿Tienes algo de comer? ¡Tengo un hambre...!
—Ahgnn, ahgnnn.
La cogió por el cuello y la amenazó:
—¡Oye, no te hagas la boba, cojones! Te haces la boba cuando te conviene. ¡Búscame algo de comer!
—Aghnn, chico, suéltame... ¿Quieres un pollo?
—Sí.
Elenita se puso el vestido. Entró a su casa y un instante después salió de nuevo, con un pollo vivo agarrado por las patas. Se lo dio a Rey. La madre y el marido de Elenita intentaron impedirlo:
—¿Elenita, adonde tú vas con el pollo?
—¡Elenita, ven acá!
Criaban pollos en el baño. Tenían casi veinte. Todos grandes y buenos para comer. Rey agarró el pollo. La boba fue a despedirse con un beso y un abrazo. No había tiempo para despedidas. Rey bajó las escaleras como un rayo, con el pollo en la mano. Se oían los gritos de Elenita:
—¡No seas abusador! ¡No abuses conmigo, que soy mujer! Ahgnn, aghnnn... ¡Yo te quiero mucho, Tito, yo te quiero mucho!
Y la madre intercediendo.
—Ustedes dos están acabando con mi vida. ¡Están acabando con mi vida! Tito, déjala tranquila, no abuses más de la niña. ¡Basta ya!
En un minuto Rey llegó a la calle. Su primera intención fue salir caminando tranquilamente hacia Jesús María y cocinar el pollo con Magdalena. Pero en ese momento la madre de Elenita se asomó por un balcón y, desde el sexto piso, sobre la calle San Lázaro, empezó a llamar a la policía.
—¡Ataja, ataja! ¡Policía, se robó un pollo, se robó un pollo! ¡Policía! Que no hay un salao policía cuando hace falta. ¿Dónde están los policías? ¡Ataja, se robó un pollo!
Al escuchar aquello, Rey salió corriendo hacia la parada de guaguas, en Manrique. En ese momento pasó una guagua. Un tropel de gente inquieta subió. Alguien dijo que iba hasta Guanabo. Rey subió también. Cuando el conductor fue a cobrarle, Rey tartamudeó un poco. Sabía que lo iban a bajar. A su lado iba un hombre vestido de modo tan inusual, tan correcto y tan convencional, que parecía un pastor protestante de provincias. Rey apenas le dijo al conductor:
—Chico, dame un chance hasta allá alante. Es que no tengo dinero.
—No, no. Si no pagas te bajas aquí mismo.
El pastor protestante detuvo la conversación:
—Un momento, no se baje. Yo pago por él.
Rey se sintió agradecido por aquella bondad inesperada. Se turbó y no pudo darle las gracias. Miró al piso y caminó al fondo de la guagua.
Era bien de noche. Quizás las diez, las once, las doce. Rey jamás se preocupaba por saber la hora, el día, el mes. Para él todo era igual. La noche era oscura. Rey se quedó en Guanabo, en la última parada. Pensó en ir hasta la playa, hacer una hoguera y asar su pollo. En el correccional lo hizo varias veces, con patos, conejos, pollos y gatos. Necesitaba sal y limón. La playa estaba desierta y oscura, pero un kiosco permanecía abierto. Dos tipos y dos jineteras bebían cerveza, sentados en una mesa frente al kiosco. No había más clientes ni nadie más en todo aquello. Sólo aquella luz en la playa enorme, extensa y negra. Dos empleados tras el mostrador. Rey se acercó. Estaba seguro de que lo echarían, como siempre. Pero no. Les causó gracia aquel tipo pidiéndoles sal para cocinar su pollito, y se rieron:
—Coño, acere, tú sí eres luchador. Así es como es.
El empleado le puso sal, mostaza y catshup en un plato plástico, y se lo dio. Rey se fue feliz. Buscó unos palos secos y preparó la hoguera. Le reventó la cabeza al pollo machacándola contra una piedra, lo desplumó, lo desgarró con la punta afilada de un madero, limpió las tripas en agua de mar. Le untó sal, mostaza y catshup. Entonces recordó que no tenía fósforos. Volvió al kiosco. El tipo lo ayudó a encender dos maderos. Lo hizo de buena gana. Estaba aburrido y al menos se entretenía con aquel vagabundo robapollos.
El asado quedó perfecto. Después de la cena Rey salió caminando por la playa. Estaba cansado. Oía el suave rumor del oleaje sobre la arena. No corría brisa y hacía mucho calor. Se quitó los tennis y sintió la arena húmeda, el agua cálida. Se quitó el short. Lo dejó todo tirado sobre la arena y entró en el mar totalmente desnudo. El agua tibia y negra le rodeaba. Tuvo una sensación extraña y voluptuosa. Cerró los ojos y se sintió abrazado por la muerte. No había brisa alguna. El agua caldeada, la oscuridad infinita que lo rodeaba. El terror a ahogarse, porque no sabía nadar. Mantuvo los ojos cerrados y se abandonó, flotando boca abajo, con la cara dentro del agua. Se sintió atraído por aquella sensación deliciosa de irse para siempre.
Permaneció un tiempo así. Flotando. Apenas sacaba el rostro del agua para respirar y volvía a abandonarse. Estuvo tentado de no respirar más. Dejar el rostro bajo el agua. No respirar. Hundirse en el agua negra. Hundirse en el silencio. Hundirse en el vacío. De repente un cuerpo frío, resbaladizo, duro, lo rozó en los pies y las piernas. Era un pez largo y potente. Nadaba silenciosa y rápidamente y se atrevió a acercarse a la orilla. Lo rozó por un instante que a Rey le pareció un siglo. Aterrado, se incorporó. Tocó la arena del fondo con los pies y salió corriendo hacia la orilla. El agua la tenía a la altura de la cintura o poco más. El pez tendría tiempo para perseguirlo y devorarlo en medio de la oscuridad. Y Rey luchó. Con el corazón desbocado, saliéndosele por la boca, salió al fin del agua y se lanzó boca arriba sobre la arena, temblando de pavor.
La playa era un buen lugar para vivir. Se podía dormir sobre la arena, aunque a veces los mosquitos se ponían insoportables. Pero no siempre. Había pocos policías, y en general no molestaban. En los contenedores de basura de los kioscos se encontraban restos frescos y apetitosos de pan y fiambres. Por si fuera poco, la gente sonreía, estaba relajada y daban limosnas. Sin el santo. No era necesario. Rey se acercaba y les pedía y muchos le daban monedas. Vivió unos cuantos días dando vueltas por la arena, siempre a la intemperie. Cuando el sol apretaba, se colocaba a la sombra de unos cocoteros. Un día por la tarde llegaron dos muchachos perdularios, flacos, sucios, sólo con un short y unas zapatillas viejas y despegadas. Uno de ellos subió a un cocotero y tiró a la arena ocho cocos. Rey se acercó a ellos. Bebieron agua de coco y comieron la masa blanca. Unos italianos fueron a observar y los muchachos intentaron vender algunos cocos. Los italianos no querían comprar cocos. Sólo miraban y se sonreían. Los muchachos ya tenían unos catorce años y no usaban calzoncillos. Rey comió masa y agua de coco hasta reventar. Después ayudó al empleado de una cafetería muy simpática: era una gran lata de cola. Y el tipo dentro de la lata parecía una bacteria de la soda. Vendía mucho y necesitaba alguien que le recogiera los platos y vasos plásticos, las latas de cerveza, las servilletas, los restos de comida y toda la porquería que los clientes tiraban tranquilamente en la arena. A cambio le daba algo de comer. A Rey le gustó ese negocito. Recogía basura y de paso pedía algunas monedas. El sol lo quemaba duro. A veces le daban deseos de meterse en el mar y refrescar un poco. Pero no se atrevía. De noche se acomodaba lejos del agua, sobre unos cartones, en la arena suave de las dunas. Y dormía sin preocupaciones, bajo las estrellas, al fresco. Así estuvo días. Tal vez semanas. Hasta que llegó —como siempre— la cabrona tentación. No en forma de serpiente y manzana, sino como una camisa, con unas gafas de sol, algo de dinero en el bolsillo, una gorra y unas chancletas de goma. Todo colocado al pie de un cocotero durante dos horas. Rey resistiendo la tentación. Había perdido su camisa en el viaje desde Matanzas. ¿Qué hacer? Recogía la basura en los alrededores. Miraba la camisa. El dueño estaría nadando. Finalmente la serpiente venció: lo agarró todo, tranquilamente, hizo un bulto apretado y salió caminando hacia la avenida. Ahora tenía que perderse de allí. Caminó más de un kilómetro. Contó el dinero que había encontrado en el bolsillo de la camisa. Ocho dólares. Se puso la camisa, las gafas de sol, la gorra nueva. Le ofreció un dólar a un taxista. Veinte minutos después el auto corría por el túnel de la bahía. Y Rey feliz. Se sentía muy bien. «El Rey de La Habana, con siete faos en el bolsillo, y montando en taxi, raudo y veloz como el caballo de Guaitabóoooo..., tari ra ráaaa», cantaba mentalmente, y sonreía.
Bajó en Prado y se dijo: «Ahora sí voy a buscar a Magda y la invito a comer pollo frito, papas y cerveza. Yo el bacán, jajajá...» Tomó por Ánimas. Y encontró un bar. Se sentía tan bien que necesitaba un trago de ron. Entró y pidió un doble. Pagó. Era todo un señor con una camisa limpia y sus estentóreas gafas de sol. Se recostó en la barra, a mirar a la calle. Allí estaba Cacareo. Era un viejito medio mulato, medio indio, borrachito eterno, con una carretilla construida por él mismo. Al parecer transportaba de todo. En la realidad no podía con nada: el hambre, el alcohol, los años, lo habían liquidado. Pedía buchitos de ron a todos. No pedía dinero ni comida. A veces, para ganarse el trago, cantaba o berreaba un pedazo de algún bolero o de una guaracha. Cacareo dejó la carretilla en la calle y se acercó a Rey y a otro hombre que bebían ron. Eran los únicos clientes. El viejo, pequeñito, flaco, ligero, vestido con harapos de colorines, sonrió de oreja a oreja y entonó una rumbita acompañada de algunos pasillos torpes. Al final extendió una lata para que le vertieran un poquito de ron. Era un bufón patético y ridículo. A Rey le pasó un pensamiento por el cerebro: «Voy a ser así cuando sea viejo. Un payaso de mierda.» Le entró una rabia incontrolable y salvaje. Estrelló el vaso contra el piso, empujó al viejo con tanta violencia que lo tumbó de espaldas. Y salió del bar a grandes zancadas. Ni oyó al camarero que le decía: «Oiga, ¿usted está loco? Tiene que pagar el vaso.»
Magda podía estar con los cucuruchos de maní en la parada del camello. Y salió hacia allá. Serían las cinco o las seis de la tarde. A su lado pasó un tipo corriendo elegantemente. Rubio, blanco, alto, bien alimentado. Un excelente ejemplar ario haciendo jogging entre los escombros. Con la mejor ropa deportiva y unas costosas zapatillas de gran marca. Evidentemente no entendía ni cojones. Dobló por Campanario hacia Malecón, trotando por medio de la calle. En la carnicería de Ánimas y Campanario había un molote de treinta o cuarenta personas cogiendo su cuota de picadillo de soja. Uno dijo: «Mira ese tipo..., está loco.» Una señora le contestó: «Locos estamos nosotros, que no tenemos ni fuerzas para correr a coger la guagua. Nosotros sí estamos locos.» Otra mujer también metió la cuchareta, con cara de amargura: «Y seguimos comiendo mierda aquí en vez de irnos pa'l carajo.» Los otros, prudentemente, mantuvieron la boca cerrada.
Rey vio al rubio extranjero corriendo con gallardía, ostentosamente, en medio de la miseria, oyó los comentarios. No comprendió nada. Siguió hasta el hospital. Frente a la capilla de La Milagrosa había un tipo tirado en el piso. Era un desastre. Poliomielitis tal vez. Al parecer dormía o estaba inconsciente. Tenía un pedazo de plástico extendido en el piso, con un pequeño San Lázaro, muchas monedas y un letrero:
«Ésta es mi última promesa a mi padre
San Lázaro. Tengo
mareos emoroides y mi enfermedad.
La telmino hoy a las 6:30 y
voi al Rincón Ayude y Salu Para
todos
promesa para respetal.»
La gente leía aquel letrero. Todos se condolían de aquel despojo humano. Algunos ponían monedas y se persignaban. Rey sacó conclusiones: «Este sí es un bárbaro. Me voy a hacer un letrero mejor que ése... Uhmmm..., y tengo que engarrotarme un poco..., uhmm..., yo creo que Magda tampoco sabe escribir mucho, y ese letrero está bien hecho. Ya veremos quién lo hace, uhmmm.»
Pensando en cómo hacer un letrero tan perfecto como aquél, se sentó en los escalones de entrada de la capilla. Se entretuvo mirando al frente, a la gente. Magda se sentó a su lado, sonriente, con sus cucuruchos en la mano:
—¿Qué buscas por aquí, nene?
Rey se sorprendió:
—¡Ehhhh!
—¿Te asustaste?
—No.
—¿Qué buscas?
—¿Cómo qué busco? Estás perdida de aquí. ¿Por dónde tú andas?
—Por ahí.
—¿Cómo que por ahí? ¿En qué tú andas, Magda?
—¿Yoooo?... Chico, ¡verdad que tú eres cojonú!
—¿Por qué?
—Porque eres cojonú. Estás perdió yo no sé desde cuándo y ahora vienes a buscarme, y exigiendo, haciéndote el marido.
—Tú no sabes en lo que yo...
—¿Estuviste preso?
—No, pero me enredé y no podía...
—Tú lo que eres un descarao, Rey. Voy echando. ¡Y no me sigas porque no quiero un espectáculo en el medio de la calle!
—Oye, pero... ¿tú estás loca o qué volá?
—Te dije que voy echando y que no me sigas. ¡Ni te hagas el cabrón conmigo porque te planto un circo de bofetones en tu cara grande! Y después te echo a la policía.
Rey se enfureció. Tenía deseos de cogerla por el pescuezo. Logró controlarse.
—Magda, vamos a hablar.
—No vamos a hablar ni cojones, piérdete de mi vista.
—Por lo menos dime...
—Esto se acabó, Rey. Tú eres un barco. Yo necesito un hombre. ¡Un hombre! Que me ayude y que haga algo por mí.
—Pero yo puedo...
—Tú no puedes ni cojones. ¡Tú eres un chiquillo y un comemierda! Adiós.
Magda se fue. Rey pasó de la furia al desconcierto y de ahí a la tristeza. De repente se sintió abandonado, solitario, sin asideros. Y se le salieron unas lágrimas. No un llanto copioso. Apenas unas lágrimas. Lo invadió una sensación de vacío y soledad. Y caminó sin rumbo. Deprimido, con deseos de morirse. Más de una vez pensó: «¿Por qué no me ahogué aquella noche en la playa?» Cuando se cansó de caminar se sentó en el quicio de una puerta. Era bien entrada la noche. Pocas personas por allí. Se acomodó un poco y se durmió. Al día siguiente, a las seis de la mañana, una señora alta y delgada, de sesenta y tres años, con un pelo bien entintado de negro y grandes argollas en las orejas, con toda la pinta de gitana, abrió la puerta. Traía un cubo de agua y hierbas. Había «limpiado» el cuarto de sus santos y consultas. Siempre quedan sorbos cuando se trabaja con muertos y se consulta tanta gente día a día. Esa era la rutina diaria de Daisy la gitana. Limpiar el cuarto y toda la casa, recoger lo malo, tirarlo fuera a la calle junto con el agua del cubo. Perfumar la casa, poner flores a los santos, saludar a los orishas con aguardiente, miel, humo de tabaco, alguna fruta, lo que pidieran. Había que tenerlos contentos. Y prepararse para las consultas. Tenía su pequeña cuota de popularidad como cartomántica. Cada día iban de cinco a diez personas. Aspiraban a conocer su futuro y a intentar corregirlo favorablemente, con los remedios y consejos de Daisy, aunque ella decía siempre: «Yo no te mando nada. Yo no sé ni para qué sirve la manzanilla. Es Rosa la gitana la que habla. Yo ni sé lo que ella te dice.»
Ahora estuvo a punto de lanzar el agua sobre Rey. Se sorprendió al ver aquel tipo durmiendo en su puerta:
—¡Hey, pero qué es esto! Oye, sal de mi puerta. Vete, vete de aquí.
Rey despertó con el cuerpo adolorido. Aún más triste que la noche anterior. Le daba igual. No se movió. Daisy se molestó y lo empujó con el pie:
—Dale, sal de mi puerta.
Rey se arrastró un poco a la derecha para quitarse de la puerta. Allí se quedó, sentado en la acera, recostado a la pared. Daisy lanzó el agua, lo salpicó un poco. Hizo su oración y entró de nuevo. Rey se hallaba en estado de abandono total. No se movió de allí en todo el día. Sólo quería morirse. Daisy se dedicó a sus consultas y se olvidó de aquel tipo. Por la noche, a las ocho, salió hasta la puerta a despedir a su última cliente: una señora del campo que siempre le traía pollos, arroz, frijoles, ristras de ajo, y además le pagaba bien. Ella la atendía y la señora era fiel a las predicciones y remedios de la gitana. Daisy encendió un cigarrillo, le dio un beso en la mejilla a su dienta y se quedó un instante en la puerta, lanzando el humo y tratando de refrescar un poco el cerebro. Ganaba buena plata pero terminaba agotada todos los días. El tipo seguía tirado en la acera. Lo observó. Estaba sucio aunque no iba mal vestido:
—Oye, muchacho, ¿tú no te ves muy joven para estar tirado ahí? ¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
Rey había desconectado de todo. Y no tenía deseos de responder. Ya ni sentía hambre o sed. Daisy siguió insistiendo con sus preguntas. Rey no contestó. Pero Rosa le susurró al oído: «No lo dejes abandonado. Ayúdalo.» Y lo que Rosa dijera era sagrado. Daisy lo ayudó a pararse. Lo apoyó en su hombro y lo entró en la casa. En el bar del frente, en la esquina de Virtudes y Águila, dos vecinos bebían ron y observaron el lío de la gitana con el vagabundo:
—Lo que le faltaba a la cartomántica. Antes recogía perros y gatos callejeros. Ahora recoge limosneros.
—Está buena esa gitana. Debía recogerme a mí.
—Está flaca y vieja..., bueno, verdad, por eso te dicen «chupavieja»...
—No, acere, no, deja el nombrete que yo te respeto.
—Jajajajá.
—Está vieja, pero tiene forma todavía. Y con casa y billete.
—¿Tú crees que tiene el baro largo?
—Claro. Si todos los días da como veinte consultas. Si me recoge, empiezo a vivir como un rey.
—Coño, ¿si te gusta tanto por qué no le fajas?
—No me hace caso. Estoy atrás de ella hace años pero se me escabulle siempre entre las manos.
Daisy cerró la puerta. Rey estaba muy flaco y demacrado, pero de todos modos ella no podía con él. Lo dejó en el piso. Al menos ya tenía los ojos abiertos. Le dio un vaso de agua con azúcar. Rey se repuso un poco.
—¿Estás herido, estás enfermo o algo?
—No.
—¿Cómo te llamas?
—Rey.
—Yo me llamo Daisy. Voy a calentar agua para que te bañes, y preparo comida para los dos.
—¿Por qué haces esto?
—Por los santos. Me dijeron que lo hiciera.
—Total..., yo quiero morirme.
—No hables así y no te señales, que es malo. Ya, ya. Arriba, a bañarte.
Rey no tuvo fuerza para oponerse al baño. Era un caserón grande, del siglo XIX. Colonial, de gruesas paredes de cantería y un puntal muy alto. Tenía zaguán, sala, saleta, cuatro cuartos. Todo desproporcionadamente grande. Un patio ancho a lo largo de los cuatro dormitorios. Al fondo la cocina inmensa, el comedor y el baño. Daisy era maternal. Y lo proveyó de jabón, toalla, un pantalón, calzoncillo, medias, camiseta. Todo del ejército. Era viuda de un oficial desde hacía años. Lo guardaba todo: gorras, botas, medallas, grados de bronce, diplomas, trofeos. Cuando tenía algún joven en su casa —le encantaban los jóvenes pero se cuidaba mucho de las lenguas viperinas del vecindario—, lo protegía y le obsequiaba con aquellos fetiches. Así disolvía poco a poco el recuerdo del difunto, que fue siempre su macho, padre, esposo, amigo, protector, dueño, el que la preñó y la hizo parir cuatro veces. Fue su todo. La gran locura de los dos era templar con él vestido de uniforme y con la pistola al cinto. Sólo se sacaba la pinga y los huevos por la portañuela. Eso arrebató siempre a Daisy. Murió apenas con cincuenta años y todo acabó abruptamente. Desde entonces Daisy comenzó a ser cada día más gitana. Más y más gitana. Algo irresistible. Vivía sola en aquel caserón. Tres hijos en Miami, otro vivía con su esposa, y ella perdida allí con los santos y el espíritu permanente de Rosa murmurándole al oído.
Cuando Rey salió del baño era otra cosa. Daisy preparó una comida decente: arroz, frijoles negros, carne guisada, plátano maduro frito, ensalada de aguacate, habichuelas y pina, agua fría, café.
—¿Quieres un tabaco y una copa de ron?
—Sí.
Por primera vez en su vida Rey se sintió persona. Jamás había comido de aquel modo, con aquella sazón, y además, sentado a una mesa. Siempre comía con el plato en la mano. Jamás había tenido a su lado a una mujer limpia, olorosa a perfumes y colonias, en una casa tan grande, con santos y flores, que lo mimara de aquel modo. Aquello era increíble. ¿Cómo le podía suceder?
—¿Qué edad tienes, Rey?
—Ehmmm...
—Ya vas a decir mentiras. Dime la verdad.
—Diecisiete.
—Me lo imaginaba.
—¿Por qué?
—Pareces tener treinta, pero yo sabía que eres un niño.
—¿Treinta?
—La vida te ha maltratado un poquito...
—A lo mejor.
—O tú has maltratado a la vida..., quién sabe. Daisy dio fuego a un cigarrillo y fumaron en silencio un rato. Ella apagó la colilla en el cenicero y lo miró:
—Así que diecisiete...
No pudo resistir más. Fue hasta él y lo besó. Lo abrazó. Él reciprocó. Cuando se sintió correspondida, se expansionó un poco más:
—Ay, mulato, por tu madre, ¡qué lindo eres, qué rico!
Rey intentó reciprocar el entusiasmo, pero no tuvo erección. Demasiado olor a jabón y perfumes. Apenas se le hinchó un poco. Por el momento Daisy se contentó con eso, y —como siempre sucedía con todas las mujeres-cuando descubrió las perlas sobre la cabeza del glande, se arrebató. Rey hizo un ademán para desvestirse. Ella lo impidió:
—No, no. ¡Con la ropa! No te la quites. Bájate la cremallera. Tengo que buscarte una pistola.
—¿Una pistola? ¿Pa'qué?
—Para que te la pongas a la cintura y te tiemples a Rosa.
—¿Qué tu dices? No entiendo nada. Yo no resisto las pistolas ni los guardias ni un carajo.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Por qué no?
—Porque no..., ahhh, sigue mamando, cojones.
—Ay, loco, tienes una perla.
—Dos.
—Sí, dos, loco, loquísimo.
Rey cerró los ojos y se descraneó con Magda. Cada vez que Daisy —o Rosa, quién sabe— intentaba subir a besarlo, él le mantenía la cabeza abajo. No quería oler la fragancia y limpieza de Daisy. «Magda, suda, Magda, suda, con tu peste a grajo.» Así mantuvo la erección más o menos y soltó mucho semen en la boca de Magda, o en la de Daisy, o en la de Rosa. Y ya. «¡Qué trabajo da la buena vida, cojones!», pensó. Daisy quería más, por supuesto. Ella se había quedado en blanco. Pero era una vieja experta y comprendió que era mejor darle tiempo al tiempo.
—¿Quieres un batido de mango?
—Sí.
Daisy le puso mucha leche al batido y hasta unas píldoras de concentrados vitamínicos que sus hijos le enviaban regularmente de Miami. Nunca supo por qué. Pero las enviaban siempre.
—Aliméntate, papi, que estás muy flaquito y abandonado.
Así fueron pasando los días. Rey rápidamente se adaptó a las píldoras vitaminadas, a las buenas comidas, a disponer de ropa limpia, aunque fuera de uniforme militar. Y a que Daisy le diera unos cuantos pesos cada mañana.
—Toma, mi niñito, esos pesitos son para lo que tú quieras. Pero aféitate. No salgas así para la calle. ¿Te cepillaste los dientes?
A la semana, Rey estaba repuesto, había aumentado de peso, y además, completamente domesticado: desayunaba, almorzaba, cenaba, todo a su hora. Se bañaba a diario, se rasuraba. Sólo daba algunas vueltas por el barrio y no se alejaba de la casa. Por las noches algún trago de ron y un puro. Daisy ocupaba todos los días con las consultas. Pero por las noches invariablemente quería su cuota. Y Rey haciendo malabares con su mente. Nada de grandes templetas. Rey apenas quedaba bien. No lograba ponerla completamente dura. Siempre con los ojos cerrados y soñando con la suciedad y el hálito de Magda. Daisy no tenía sabor. Todo se ponía gris, monótono y aburrido para Rey. Una noche Daisy quiso tirarle las cartas. Rey se opuso:
—Es importante para ti. Yo soy la única que te puede ayudar.
—No necesito ayuda.
—Todos necesitamos ayuda. De Dios. Somos amor y luz, pero sin Dios nos convertimos en odio y oscuridad...
—Ah, deja esa trova, Dios ni qué cojones. Yo me cago en Dios.
—En mi casa no se puede hablar así. Di que te arrepientes.
—Me cago en Dios.
—Di que..., perdónalo, Dios mío. No sabe lo que dice.
—Me cago en Dios.
—Ya. Voy a rogar por ti. Dios te tiene que perdonar.
—¡Pinga Dios! ¡Pinga Dios! Dios no existe ni un cojón. Tú porque vives como una reina. Claro que tienes que creer en todos esos santos y en tus barajas y toda esa mierda. ¡Yo no creo en nada! ¡No creo ni en mí!
—Yo te entiendo, Rey. Que Dios te perdone.
—¡No me repitas más la misma mierda!
Rey se había enfurecido. Salió de la casa y se fue al bar del frente a beber ron. Estaba realmente furioso, iracundo. Tenía veinte pesos en el bolsillo, los puso sobre el mostrador y le dijo al tipo:
—Completo de ron.
El dependiente le puso delante un vaso y tres cuartos de botella de un ron barato y peleón. Rey bebió con sed. En dos minutos tenía una nota sabrosa. Daisy apareció en la puerta del bar y lo llamó:
—Rey, ven acá un momento.
—Déjame tranquilo.
—No te emborraches, Rey, ven acá. Vamos para la casa.
El bar estaba casi vacío y en silencio a esa hora. El barrio se quedaba muerto a partir de las ocho de la noche. Sólo Rey, dos clientes y el cantinero. Uno de los clientes, un viejo mulato flaco y jodedor, empezó a cantar con muy buena voz:
Usted es la culpable
de todas mis angustias
y todos mis quebrantos.
Usted llenó mi vida
de dulces inquietudes
y amargos desencantos,
su amor es como un grito
que llevo aquí en mi alma...
Rey no soportó. Se aguantó para no meterle un botellazo por la cabeza a aquel viejo burlón. Cerró los ojos para contenerse. Agarró la botella de ron y salió caminando por Águila hacia Neptuno. Daisy apenas con una bata ligera y las llaves de la casa en la mano, chancletas de caucho, siguió tras él, suplicando:
—Muchacho, después de todo lo que he hecho por ti. No seas malagradecido.
—Déjame tranquilo.
—Rey, por tu madre, no te vayas así. Yo nunca te he preguntado quién eres ni de dónde saliste. Nada...
—Ni te interesa.
—Yo sé que no me interesa. Nunca te voy a preguntar nada. Pero déjame cuidarte, Rey. No sigas bebiendo.
—Déjame tranquilo y no me jodas más, vieja de mierda.
—¿Cómo que vieja? ¿Yo vieja?
—Sí, tú misma. Vieja de mierda. Déjame tranquilo y vete pa'la casa.
—Me voy contigo. Sola no.
Daisy se le acercó más y lo agarró por un brazo. La discusión era en voz alta. Rey vociferando en medio de la calle. Ella hablaba con más cuidado. Alguna gente los observaba desde los balcones y desde las aceras. El espectáculo preferido de los habaneros. Las broncas callejeras entre marido y mujer. Alguien le gritó a Daisy desde un balcón:
—¡Vaya, castigadora..., cómo te gustan los niños, sala!
Daisy se volvió hacia el lugar de donde salía la voz intrusa:
—¡Ése es mi marido! De niño nada. ¡Tiene una pinga que te puede partir el culo a ti, singao! ¡Dale, baja, maricón!
La misma voz burlona y nasal para evitar que lo reconocieran:
—¡Dale, vieja gozadora, llévate tu niño pa'la cuna!
Daisy no respondió. El burlón siguió con sus chistes:
—Llévalo pa'la casa y dale el biberón.
Ella no prestó atención a las burlas. Se pegó a Rey y le acarició el brazo.
—Papito, tú estás como loco. Déjame hacerte una limpieza. Tú verás que se te aclara la mente.
—¿Vas a empezar con la misma jodienda?
—No, no. Yo no te digo nada. Pero vamos para la casa, mi cielo. Mañana temprano te hago la limpieza. Es para tu bien, Rey, tú verás qué bien te vas a sentir.
Rey prefirió no responder. Guardó silencio. Siguieron caminando. En Águila, llegando a Zanja, frente a la compañía de teléfonos, había un solar yermo grandísimo, con escombros. Y mucha oscuridad. Era casi medianoche. Una zona de maricones, ligues, pajeros, las muchachitas rayadoras de pajas bajan por allí a buscarse unos pesos, los limosneros, los bisneros de cualquier cosa. Rey entró al solar. Daisy se asustó:
—Ay, Rey, por tu madre, éste es un lugar peligroso.
—¡El peligroso soy yo! Toma, date un trago.
Se sentaron sobre una piedra grande. Se tranquilizaron. Y bebieron el resto de la botella. Rey comenzó a sentirse bajo control de nuevo. A su alrededor, en las penumbras, había movimiento: una muchachita pajeaba a uno. Una negra y un negro templaban desaforados, se les oía a pocos metros y se adivinaban sus bultos. Algunos voyeurs pasaban por la acera y fumaban, disimulando, alistándose para entrar en acción en cualquier momento. La atmósfera tenebrosa, cargada de gente subrepticia. Sexo furtivo. Rey se calentó. Se le paró sola. Como un clavo.
—Uhmmm..., ven acá, viejuca, ven acá.
Levantó la bata de Daisy. Sólo una braguita. Ya tenía la pinga tiesa, durísima. Palpó bien a la gitana. Estaba flaca y con buena pelambre en la pelvis. Desenvainó. Daisy lo tocó y se arrebató:
—Ay, papi, la perlana está temblando.
—¡Las perlanas! Son dos, cojones.
—Ay, papi, sí, son dos. Dale, dale, arrebatao.
Rey le abrió un poco las piernas, rompió las braguitas y las botó. La recostó contra la piedra. La penetró como nunca y la hizo chillar:
—Ay, papi, por tu madre, esto sí es una pinga..., ay, difunto, perdóname, pero aquí sí hay, aquí sí hay pinga. Dale hasta el fondo, dale.
Tres voyeurs se acercaron a pocos metros y se masturbaron viendo aquel palo genial. Rey contuvo su orgasmo. Quería que Daisy se viniera y se desquitara. Ella tuvo muchos orgasmos cortos y seguidos, dos por minuto. Se iba de la realidad. Gritaba, suspiraba, se mordía la mano. La viejuca de sesenta y tres retornó a sus quince años. Hasta que al fin él soltó su leche. Los pajeros también. Todos terminaron al mismo tiempo. Algo antológico en la historia sexual de la humanidad. Cuando Daisy y Rey abrieron los ojos, los pajeros ya se habían retirado a una distancia prudente. Y todos fueron felices.
En los días siguientes retornaron a la normalidad. Es decir, a la rutina de Daisy, sus comiditas especiales, las vitaminas, bañarse y afeitarse a diario. A veces Rey se escapaba. Iba caminando hasta Prado. Se sentaba un rato a ver pasar a las mujeres. No tenía nada que hacer, nada en que pensar, nada que esperar. Siempre con veinte o treinta pesos en el bolsillo. Funcionaba por inercia. Habló en varios lugares, buscando trabajo. No había nada. Hasta en la construcción tenían ocupadas todas las plazas. Daisy le insistió en la limpieza:
—No busques más. Hasta que no te des unos baños con hierbas, te hagas el despojo y los otros remedios no vas a encontrar. Tienes todos los caminos cerrados y no me quieres creer.
—Yo no sé pa'qué me hablas de esa mierda todos los días.
—Porque vas al fracaso. Y quiero ayudarte, mi niño. Así no se te da nada. Ni trabajo, ni dinero, ni mujeres, nada. Hay que quitarte el arrastre.
Daisy con la misma candanga cuatro veces al día. Siete días a la semana. Ya aburría. Pasaba el día consultando. Por la tarde, casi de noche, se bañaban, comían, tomaban un poco de fresco en el patio. Daisy se ponía provocativa con unas batas transparentes y pequeños «negligés», que usaba con bragas mínimas, sin sostenes. Y mucho maquillaje, perfumes, y el pelo bien cepillado y estirado, para olvidar ciertas raíces africanas perdidas entre los abuelos. A Rey no se le paraba bien con tanto artificio. Era un tipo rústico. Prefería el aliento a ron, a tabaco, el olor a sudor y la pendejera sin afeitar en los sobacos.
Para refrescarse la cabeza le dio por fumar y beber. Todos los días gastaba treinta pesos o más en ron, cigarrillos y puros. En el bar de enfrente. Una tarde fue al bar, como siempre. Daisy en sus consultas. Aún tenía tres clientes. Terminaría a las nueve de la noche o quizás un poco más. Se lo tomaba en serio. Rey reprimía sus deseos de irse. Salir caminando y no decir adiós. Pidió un doble de ron. En la acera un negrito jugaba solo: puso unas piedrecitas en el piso, encima otras y otras. Fabricó un pequeño monumento, una pequeña pirámide. Y bailó alrededor. Se despojaba, hacía los sonidos de los tambores y bailaba alrededor del tótem. Rey lo observó largo rato. Era un niño de cinco o seis años jugando con su tótem. Muy concentrado en lo que hacía. Sonriendo. Fascinado con su tótem.
A pocos pasos, en el solar, alguien empezó a gritar. Se formó una bronca. Cada unos cuantos días se armaban estos líos. El solar fue un gran caserón colonial de dos plantas, con un patio central. Dividido todo en treinta y siete pequeñas habitaciones. Legalmente, allí vivían ciento ochenta personas, a las que se añadían unas cincuenta más, ilegales: familiares de otras provincias, amigos en desgracia, amantes, etc., todos disponían apenas de dos baños mínimos. El patio central alguna vez fue amplio y ventilado, pero construyeron más habitaciones para aprovechar tanto espacio. Ahora era sólo un pasillo estrecho, de dos metros de ancho, siempre con ropa tendida secándose. En aquel pasillo los vecinos armaban una rumba o una bronca, se fajaban dos negras por el mismo marido o se brindaban café amigablemente, fumaban mariguana o —en la oscuridad de la noche— templaban y suspiraban los amantes copulando de pie.
Lo que se armó en aquel pasillo hacía tiempo no se veía allí: un jabao oriental comenzó a discutir con un negro grandísimo, por cierta estafa que uno le hizo al otro. Nunca se supo quién era el estafador. Y se fueron calentando. Empezaron a salir los hermanos y los primos del negro. Los amigos del negro. Los ecobios del plante. Ya eran dieciocho negros amenazantes. Todos deseosos de partirle la cabeza al jabao oriental, solitario y sin apoyo. De repente apareció un machete en la mano del jabao. Su mujer lo trajo y se lo alcanzó, diciéndole:
—No te dejes joder, que tú eres un macho.
El jabao ni lo pensó. Empezó a dar tajazos a diestra y siniestra. Le cortó la barriga a uno y un brazo a otro. La sangre brotó. Rojísima y espesa. Entonces sí se hizo pequeño y estrecho el pasillo. El jabao tenía copada la única salida a la calle. Por atrás no había escape. El tipo tenía un empingue de cuatro pares de cojones y cuando vio sangre se le montó Oggún. Entonces sí quería sangre. Los negros, desarmados, daban volíos como tigres en la selva. Intentaban ascender por las paredes como moscas, con los ojos salidos de las órbitas. Desde arriba, dos viejas gritaban y vertían cubos de agua. Estaban seguras de que así podrían enfriarlos. El jabao se cegó. Dio machetazos a todo lo que se le pusiera cerca, pero sin moverse de su puesto, para que no pudieran escapar hacia el portón. Estaba dispuesto a completar la sangría. Los acosó con saña, como una fiera asesina. Cinco negros heridos y dos botando sangre. Por lo menos veinte cubos de agua habían caído sobre ellos. Todos los perros ladrando, las mujeres gritando:
—¡Amárrenlo, amárrenlo! ¡Oriental hijoputa!
—¡Llegó ayer y ya quiere ser dueño de La Habana!
—¡Llamen a la policía!
—¡Busquen un palo! ¡No le cojan miedo! ¡Busquen un palo!
—¡Abusador! ¡A mano limpia no te fajas! ¡Abusador!
Al fin llegaron dos policías. El oriental, furioso, de espaldas, no vio cuando se le acercaron. Lo desarmaron con dos golpes de kárate en el tronco del pescuezo. El tipo se quedó sin aire, paralizado, dejó caer los brazos y el machete. Lo esposaron. El jabao recuperó aire y empezó a chillar y a patalear para que lo soltaran. Uno de los policías lo sonó con la goma por la espalda. El tipo cayó boca abajo al piso. El policía le dio unos cuantos gomazos más, cruzados con la columna vertebral.
—¡No te hagas el cabrón y cállate!
El jabao se calló y dijo bajito:
—Abusador, singao, porque me amarraste, singao.
El policía le metió unos cuantos gomazos más, a partirle los huesos. El jabao casi pierde el conocimiento. Se calló.
Los negros intentaron salir corriendo. Los policías, pistola en mano, dispararon cuatro veces al aire. La estampida se contuvo. Algunos escaparon de todos modos. Quedaron once negros contra la pared. Tranquilos. Llamaron a los carros de patrulla. Las mujeres empezaron a acosar a los policías con su gritería:
—Suéltenlos. Ellos no hicieron nada. No se los lleven.
—El del machete fue el que empezó.
—El del machete. El oriental.
—Esos muchachos son de aquí y son decentes, son buena gente.
—El oriental es el singao. Aquí jamás se forma bronca.
Llegaron refuerzos. Dos carros patrulla. Se los llevaron a todos. Las mujeres, impertinentes, histéricas, seguían atravesadas. Los policías fueron controlando a las fieras. Al fin limpiaron el terreno. El solar quedó en efervescencia.
Al frente, Daisy se asomó por la ventana. Miró un instante y comentó con su cliente:
—Los negros del solar fajados. Como siempre. Eso es todos los días.
Y siguió con sus barajas.
Rey, en el bar, aprovechó para acercarse a Ivon, una negrita culona, tetona, dulce y silenciosa, que vivía en un cuarto del solar. Sola, con su hija de cinco años. Rey la observaba hacía días. Y ahora le llegó el momento. Ivon se quedó en la acera. Cuando vio la bronca se detuvo a esperar que todo pasara. Rey hacía tiempo que quería meterle el rabo. Aprovechó y le sonrió. El no sabía enamorar ni hablar mucho. Se le ocurrió brindarle ron:
—¿Quieres un trago?
—No, gracias.
—Yo soy el vecino del frente.
—Sí, te he visto con la gitana. ¿Qué pasa en el solar? La bronca es grande.
—Sacaron cinco heridos tintos en sangre. Había un tipo con un machete. Y se dio gusto.
—Ahhh.
—Date un trago. Toma.
—Jajajá. La vieja te va a matar si te agarra hablando con otra mujer...
—¿Y a ti qué te hacen?
—¿A miiiiií? No, mi amol, yo soy libre, independiente y soberana.
—Yo también.
—A otro perro con ese hueso.
—Bueno, deja eso. ¿Cómo tú te llamas?
—Ivon.
—Rey.
Se dieron la mano. Se sonrieron. Ivon aceptó un trago de ron peleón. En strike. Sin hielo.
—Hace tiempo que no bebo.
—¿Y eso?
—No, es que... ná. No bebo.
—¿Ná, qué?
—No me gusta beber sola.
—Ivon, tú con ese cuerpo, con esa sonrisa..., ¿tú estás sola, sola, sola?
—Aunque no lo creas.
—Jajajá. Y lo seria que te pones. ¿Qué tiempo llevas sola? ¿Una semana?
—Meses, meses.
—Quizás porque eres muy exigente.
—No me gusta este negrerío. Se ponen a beber y ya tú ves: la bronca, los machetazos. No me gusta la cochina y la vulgaridá.
—Tú eres fina. Una negrita fina y de salir.
—No seré fina, pero te repito que no me gustan los hombres vulgares.
—Entonces, si vamos a entrar en talla, tengo que ponerme fino.
—No te mandes a correr..., no te mandes...
—No, titi, estoy caminando.
Ivon aceptó otro doble. Siguieron calentando. A Rey le gustaba aquella mujer. Por lo menos era joven como él. Tenía buen cuerpo. No parecía demasiado bretera y buscapleitos. Para vivir en el solar, estaba bien. Era una negra bien prieta y él un mulatico claro. A lo mejor hasta tenían un mulatico bien parecido. Rey se la imaginó preñada, con un barrigón de él. Habían bebido unas cuantas copas. Se sentían sabrosos. Oscurecía. Congeniaban bastante bien. Daisy continuaba con sus consultas cuando ellos entraron al solar sin que nadie los viera. Al menos eso les pareció. Había silencio y tranquilidad. El cuarto de Ivon era pequeño: cuatro por cuatro metros, sólo una puerta y una ventana. Dentro había una cama y un colchón desvencijados. Una pequeña mesa con un infiernillo de petróleo. No había dónde sentarse. Sobre una silla casi desarmada, dobladas cuidadosamente, bien lavadas, algunas blusas, un par de faldas y unas pocas piezas de niña. Un par de chancletas gastadas bajo la cama. Una caja de cartón con un poco de arroz, una cazuela. Mucho calor. Olor a moho, a humedad, a encierro, a sábanas sucias. Entraron. Rey sostenía un vaso de ron. Se sentaron en la cama, con la puerta abierta. Rey puso el vaso en el piso, la besó, trató de acostarla. Ella se resistió:
—No. Mi niña debe estar al llegar. Esto no es así. ¿Tú crees que yo soy una cualquiera?
—¿Tienes una hija?
—Sí. De cinco añitos. Está con la abuela.
—¿Es lejos?
—Aquí mismo. En los altos.
—Sube. Invéntale algo para que se quede un rato más.
—No. Se va a dar cuenta.
—¿Y a ti qué?
—Es la abuela por parte de padre. Este cuarto es de él.
—¿Dónde está?
—En prisión.
—Ah.
—Vamos a cerrar la puerta. Un ratico na'má', Rey. Un ratico na'má'.
Ivon cerró la puerta. Ya Rey estaba como Compay Segundo: se le salía la babita... del glande. La fiesta fue en grande, con glande grande. Rey se venía y seguía con el animal tieso, y las perlanas vibrando de emoción sobre el clítoris rojo-violeta de Ivon. Rey inspirado con aquel culo prominente, duro, perfecto, negro, pelú, increíblemente bello, seguido de una vagina olorosa, de labios negros, con el interior morado, apretada, capaz de atrapar la pinga y masajear con unos músculos vigorosos y másturbadores que una mano. Y el vientre bellísimo, con mucho vello del ombligo abajo. Los pechos redondos, hinchados, duros, con pezones grandes, redondos, suaves. Ivon, desnuda, parecía una muchachita púber. No había estrías, nada delataba su parto ni su edad. Tenía treinta y cuatro años. Parecía tener veintidós. ¡Y era tan dulce! Rey se lo decía una y otra vez:
—Ah, Ivon, cómo me gustaría vivir contigo aquí.
—Disfruta esto, papi. Olvídate de lo demás..., ay, si sigues dándome pinga así me voy a enamorar de ti..., ¿qué es esto?
Sudaban copiosamente. No había ventilador. Y aquello era un horno. Ivon salió dos veces del cuarto. Trajo más ron. Arregló el asunto de la niña para que se quedara con una vecina. La suegra no podía saber lo que ella hacía. Si el negrón en el tanque sabía algo, la vida de Ivon no valía un centavo. El tipo saldría algún día. Y vendría directo a buscar sangre. Ivon a veces jineteaba. Ganaba cincuenta o cien dólares por uno o dos días. Eso era otra cosa. Ella tenía que mantener a su hija. Y se lo contaba al tipo tranquilamente cuando lo visitaba en el tanque. Entonces el tipo ladraba:
—¿Y lo mío qué?
—Toma, papi, aquí está.
Ella le ponía diez o quince dólares en la mano.
—¿Eso na' má'?
—¿Y qué más tú quieres? ¿Con qué mantengo a tu hija? ¿Y yo qué? ¿Vivo del aire?
—Ya, ya. Está bien.
Ivon se las arreglaba sola. Rey insistió en quedarse. Ya medio borracho.
—Me voy a quedar a vivir contigo.
—No, papi, no. Ese negrón sale y nos cose a puñalás a los dos. Le echaron veinte años, pero ya lleva dos, y en cualquier momento lo sueltan. Ese negro es peligroso.
—Yo soy durísimo, Ivon.
—Sí, sí...
—¿Tú sabes cómo me dicen?
—No.
—El Rey de La Habana. La pinga más sabrosa de Cuba.
—Es verdad, papi. Eres un loco..., tremendo loco en la cama... Pero como tú hay millones mi-llo-nes y no sólo en Cuba. Hay cada italiano y cada gallego, que de ahí pa'l cielo..., así que no te hagas el bárbaro y sigue con tu vieja pa'que te mantenga.
—Ella no me mantiene.
—No, ¡qué va! Tú te tiemplas a la viejuca de gratis. ¡No jodas, chico! Mira, sigue con la gitana y, cuando se pueda, nos vemos, gozamos un rato, y cada uno por su camino. Pero suave. Sin coger lucha ni ná.
—No, no. Yo quiero que tú seas mi mujer... y preñarte. Hacerte un barrigón.
—Ah, deja la borrachera. No le paro más a un muertodehambre por ná del mundo. Mira la niña..., ahora soy yo quien tiene que mantenerla y el negrón en el tanque. Porque él es guapo y se faja. Cuando yo para es con un yuma, que tenga mucho billete, de lo contrario nada de preñadera..., ¡ni loca!
—Ah, pero...
—Ah, pero nada. Vístete pa' que vayas echando, que ya está amaneciendo y no te pueden ver aquí.
Discutieron un poco más. Rey que no se iba, Ivon que sí. Al fin salió al fresco de la madrugada. Era de noche. Fue directo hasta la puerta de Daisy. Se detuvo antes de tocar. No. Necesitaba otro trago de ron. Y un tabaco. No le quedaba ni un peso. Siguió caminando. Y como siempre, cada vez que no sabía adonde ir, tomaba hacia la estación de trenes, al barrio de Jesús María. «Ah, Magda, Magda.» Pensó un instante: «Cómo me gusta Ivon. Pero es verdad lo que ella dice. El negrón sale del tanque, nos caza la pelea, nos corta la cabeza y nosotros ni sabemos quién fue. Es inteligente. Es una mujer que sabe lo que hace.» Subió por Águila. Eran casi las cinco de la mañana. De noche oscuro. Una noche fresca. Rey estornudó. Varias veces. Había un poco de frialdad, pero en el aire, además, había un olor penetrante, ácido. Unas sirenas sonaban a lo lejos. Hacia Tallapiedra. En la oscuridad de aquellas calles comenzaron a aparecer miles de personas. Levantadas de sus camas. Envueltas en frazadas, en pantalones cortos y chancletas, arrastrando a los niños, o cargándolos dormidos. Mujeres casi desnudas. Viejas y viejos somnolientos, cubiertos con una toalla, una sábana. Algunos vestidos con un impermeable. Muchos viejos envueltos en mantas de lana. Todos abandonaron precipitadamente sus camas. Y emigraban. ¿Qué sucedía? Las sirenas seguían ululando con insistencia cada vez más feroz. Rey iba a contracorriente. Se le fue despejando la mente. El ron, el desgaste seminal, el sueño. Caminaba embotado. A los balcones se asomaban muchas personas. El olor ácido era más agudo en la zona del Capitolio, hacia el parque de la Fraternidad. Se metía por la nariz. Alguien desde los balcones preguntó qué sucedía. Le contestaron:
—Un escape de amoniaco.
—Dicen que en Tallapiedra, que puede explotar.
—Hay una tonga de gente con asfixia. Se los están llevando pa'Emergencia.
Desde los balcones siguieron preguntando. Los que escapaban eran los vecinos de aquella zona, en los alrededores de Tallapiedra. Un auto patrulla con altoparlante transitaba lentamente por Águila. La luz roja giraba en medio de la oscuridad. Iluminaba brevemente los edificios en ruinas, la gente fantasmal. La voz de un policía, estentórea, rebotó sobre las paredes, haciendo eco:
—Deben dirigirse ordenadamente al Malecón. Abandonen la zona. Deben esperar el cese de alarma en el Malecón. Eviten accidentes. No sucede nada. Eviten el pánico. Desalojen la zona. Desalojen la zona. Con orden pero rápidamente. Hacia el Malecón. No sucede nada, pero hacia el Malecón.
Rey siguió subiendo a contracorriente. Era un mar de gente somnolienta bajando en la noche hacia el Malecón. Cada vez el olor del amonio era más intenso en el aire. Rey pensaba en Magda: «Se ahoga. Debe de estar en el cuarto.» Llegó hasta Monte. Carros de bomberos y patrullas de policías. Habían tendido un cordón. Le impidieron pasar.
Allí el olor era muy fuerte. Los policías tenían pañuelos amarrados sobre el rostro. Y se pusieron brutales con él.
—Pa'bajo. Pa'bajo. Pa'l Malecón. ¡No puede pasar, ciudadano!
Eran millares los evacuados. Las sirenas de los autos policiales y los camiones también ululaban. Había que despertar a todos y hacerlos salir velozmente de sus casas. No había modo de llegar a Magda. No quiso discutir con los policías y los bomberos. Era inútil. Se retiró por Industria y se sentó en la acera, detrás del Capitolio, frente a la Partagás. El olor del amonio dificultaba respirar. Miles de personas pasaban tosiendo, cansadamente, adormilados tal vez, medio intoxicados. Varios le tocaron en el hombro:
—Muchacho, dale, camina. No te quedes ahí.
—Ahí te vas a ahogar. Dale pa'bajo.
El no se movió. Sólo tenía a Magda en la cabeza. La gente seguía pasando a su alrededor. Poniéndose a salvo. Quizás estuvo media hora. Una hora. Comenzó a amanecer. El olor había desaparecido. ¿O se había acostumbrado? Las sirenas ya no sonaban. Se levantó. Estiró las piernas. Se movió. Emprendió de nuevo el camino hacia Jesús María. En ese momento las sirenas reiniciaron el ulular. Los policías y los bomberos comenzaron a retirarse. Un auto patrulla, dos autos patrullas, tres autos, cuatro, todos hablando al mismo tiempo por los altoparlantes. No se entendía lo que decían. A Rey le pareció escuchar:
—Pueden regresar..., cese de..., controlado..., escape..., deben regresar..., eviten... accidentes..., hogares..., regresar de inmediato...
Rey se apresuró un poco más. Bajó por Ángeles y fue directo al edificio de Magda. O mejor: a los escombros donde vivía Magda.
Se encontraron de sopetón frente al edificio y casi chocan:
—¡Eh, Magda!
—¡Rey!
—Coño, menos mal que saliste a tiempo.
—Jajajajá.
—¿De qué te ríes? Estoy seguro que poco faltó para que te asfixiaras.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque tú duermes como un tronco..., ni escuchaste las sirenas.
—Jajajá, cómo me conoces, papi. Así mismo fue. Poco faltó pa'que me partiera. Ahora estuviera pa'l otro lado.
—¿Y qué...?
—El vecino. El viejo de al lado. Me pateó la puerta hasta que desperté.
—Te salvó la vida.
—Nos llevaron a los dos pa'l hospital. Salimos medio asfixiados.
—¿Y él?
—Lo dejaron ingresado. Ya está muy viejo, figúrate. Pero aquello..., allí hay como quinientas personas medio asfixiadas. Al viejo lo tienen tirado en un rincón. Y yo me fui pa'la pinga..., total.
Hablaban y subían la escalera. Rey se sentía feliz. En su ambiente. Sólo de mirar a Magdalena tuvo una espléndida erección. No la ocultó. Le gustaba exhibir su picha rígida.
—Rey, ¿pa' dónde tú vas? ¿Yo no te dije que no vinieras a mi casa?
—Mira esto, mamita. Mira cómo me tienes. Magda miró. Hacía días que no tenía sexo.
—Eh, ¿y esa paradera de pinga? Si yo ni te he tocado.
—De mirarte na'má' me pongo así. ¿Qué tú quieres?
—Ay, papi, tú cada día eres más loco.
Magda se la agarró por encima del pantalón. Se la apretó. La soltó apenas un instante para abrir el candado. Entraron. Y de nuevo se la apretó y le masajeó sobre las perlas. Magda estaba flaca de pasar tanta hambre, se bañaba muy poco por la falta de agua y jabón, no se rasuraba las axilas porque no tenía cuchilla, la ropa sucia, los dientes manchados. Cuando tenía unos pesos los gastaba en ron y cigarros. En fin, un desastre. La cochambre. Los dos eran cochambrosos. No venían del polvo y al polvo regresarían. No. Venían de la mierda. Y en la mierda seguirían.
Se desnudaron. Magda con sus costillas marcadas bajo el pellejo. El esqueleto a la vista. Rey un poquito más cuidado y vitaminado últimamente. Pero, de todos modos, la cabra tira al monte. Fue la locura. No se cansaron. Si aquello no era amor, se parecía mucho. La paranoia del sexo, de las caricias, de la entrega. En algún momento, Magda le metió el dedo por el culo a Rey. Dos dedos. Tres dedos. Y Rey lo gozó por primera vez. Magda le mamó el culo y siguió gozándolo con los dedos. Y Rey se dejó hacer, y chilló y suspiró, desfallecido de placer. Algo que su machismo a rajatabla no le había permitido hasta ahora. Era la entrega total.
Como siempre, se alimentaron con ron, mariguana, maní, cigarrillos. Llegó la noche, durmieron. Siguieron al día siguiente. Rey salió un par de veces a buscar ron, panes con croquetas, cigarrillos. No había dinero para más. Magda cocinó un poco de arroz. Comieron un plato, con aguacate. Volvió a llegar la noche. Dormían un par de horas, y de nuevo Rey con la tranca tiesa. Y seguían y seguían. Al tercer día, por la mañana, Magdalena reaccionó:
—Rey, me quedan veinte pesos y tengo que comprar maní. No puedo gastar ese dinero en ron.
—Bueno, está bien.
—Voy a la plaza y vengo enseguida.
Hacía más de cuarenta y ocho horas que se habían aislado del mundo. Habían reanimado su amor desaforado y el sexo loco. Se sentían muy bien. Magda orgullosa nuevamente de tener un marido así:
—Verdad que eres El Rey de La Habana, papi. Eres un loco.
—Voy haciendo los cucuruchos.
—En menos de una hora estoy de regreso. Haz cien cucuruchos na'má.
Rey hizo los cien cucuruchos de papel. Las horas pasaron. Se tiró a dormir en el jergón. Llegó la noche. Se despertó rabiando de hambre en medio de la oscuridad. Y Magda perdida. Ni tenía dinero ni deseos de salir a la calle. Quedaba un poco de ron y cigarrillos. Con unos cuantos buches cayó noqueado. Durmió hasta el día siguiente. Despertó con una resaca terrible, con gastritis. Hizo un esfuerzo y salió a la calle de algún modo. A pesar de la ropa limpia, había recuperado aquel aspecto desgarbado de vagabundo. Con grandes ojeras, el pelo enredado y sucio, cara de borracho agotado y mugriento. Tomó por Factoría. Llegó a Monte. Su cuerpo y su mente eran una mezcla de hambre y extenuación tal que no podía pensar. Sólo caminaba. Fue hacia Galiano y se detuvo por allí, en aquella encrucijada. Muchísima gente vendiendo y comprando. Sin pensarlo extendió la mano y murmuraba algo al paso de la gente. Nadie se fijó en él. «Tengo hambre, por favor..., tengo hambre, por favor, dé..., tengo hambre, por favor, déme algo pa..., tengo hambre..., tengo hambre, por favor, démeal...» Nadie le dio un céntimo. Tenía que robar algo, arrebatar un bolso. Seguía con la cantaleta pidiendo y al mismo tiempo ojo avizor. Al primer descuido de alguien..., había varios policías por allí. Un ruido de cristales rotos. Un negro en pantalones cortos, sin camisa, con una sola chancleta de goma, el otro pie descalzo. Tiró una piedra contra el escaparate de una peletería. Los vidrios caían al piso hechos añicos. El tipo intentó agarrar un bolso de piel. No los zapatos. Sólo un bolso. Se cortó los pies, los brazos, las manos. Unos turistas lo filmaban en video y tomaban fotos. Dos policías llegaron corriendo. Enfurecidos, claro. Desenfundaron sus blacks jacks de goma sólida. Vieron las cámaras. Guardaron los blacks jacks. El tipo ya tenía el bolso en la mano. Estaba ensangrentado, pero no huía. Cientos de personas se habían detenido a mirar. Los policías, apaciblemente, le quitaron el bolso y lo agarraron. El tipo se zafó y empezó a injuriarlos, porque él quería su bolso de piel. Seguramente estaba loco. Los policías de nuevo lo agarraron y con mucho cuidado, como si se tratara de una torta de merengue, trataron de conducirlo lejos de allí. Unas negras jodedoras y alegres, con sus culos enfundados en licras bien ajustadas, aprovecharon la confusión para robar unos zapatos de la vidriera. Comprobaron que sólo había un zapato de cada par. Sólo exhibían el izquierdo. El derecho lo guardaban bien. Entonces lanzaron los zapatos de nuevo dentro del escaparate. Dos empleados de la tienda fueron corriendo y, desde dentro, retiraron zapatos, bolsos, zapatillas. Las cámaras lo captaban todo. Llegaron otros dos policías enfurecidos. Los que actuaban les dijeron algo rápidamente. Los nuevos protagonistas miraron a las cámaras. Oh, siiií. Guardaron los black jacks. Entre los cuatro, muy suavemente, se llevaron al tipo, que insistía en regresar y agarrar el bolso. La gente siguió moviéndose. Los turistas hicieron su última toma. Todo había sucedido en dos o tres minutos. En ese tiempo Rey estuvo alerta, observando alguna oportunidad. Nada. Las mujeres agarraban firmemente sus bolsas. No había turistas tontos. Nada. Siguió pidiendo. Sin esperanzas, pero pidiendo.
Entonces se nubló. En quince minutos el cielo se cubrió de nubarrones negros y cargados. Se alzó un viento fuerte, del norte. Unos truenos con relámpagos. Comenzó a llover con grandes goterones. Los vendedores callejeros recogieron apresuradamente sus cosas. Rey pensó arrebatar unos panes a un tipo que vendía pan con lechón en un carrito. Pero no se atrevió. Había demasiada gente. Al tipo se le cayeron al piso dos panes con lechón asado. Tres panes. Iban a ser cuatro. El tipo logró agarrar el cuarto en el aire. Hizo un gesto para recogerlos del piso, pero mucha gente le observaba. No. De un salto Rey cayó junto al carrito. Agarró los panes y se los comió. ¡Uhm, pan con lechón! Estuvo a punto de pedirle al tipo que le pusiera un poco de salsa picante. Pero el hombre lo miraba con mala cara. Rey se contuvo.
La lluvia y el viento arreciaban. Era una cortina de agua densa. Truenos y relámpagos. La gente se refugiaba en los portales. Algunos entraron a Ultra. Pasar el tiempo mirando en una tienda. Ya escamparía y todos se pondrían en marcha de nuevo.
Pero no escampó. Llovió durante horas y más horas. La gente se fue, mojándose. Poco a poco los portales quedaron desiertos. Rey permaneció allí, con su hábito de pedir limosnas. El tipo del pan con lechón no vendió más. A las nueve de la noche tiró los panes sobrantes. La carne la recogió y se la llevó en el carrito. Eran dieciocho panes, sin carne, pero con salsita. Bajo aquel diluvio infernal, Rey recogió los panes, los envolvió en un pedazo de polietileno y bajó de nuevo por Ángeles hasta el edificio. Llegó ensopado, pero contento. Magda no había llegado. Para quitarse la rabia, habló en voz alta:
—¡Cojones, hace doce horas que fue a buscar maní! ¿Lo estará sembrando?
Se comió unos panes. El cuarto se mojaba por todas partes. Entraba agua por el techo rajado, por las grietas de las paredes y por la pequeña ventana, cubierta apenas por un pedacito de tabla. En medio de la oscuridad, el agua corría por el piso, Rey encontró una esquina seca, junto a la puerta. Ahí puso la colchoneta y se durmió, escuchando la lluvia incesante, las ráfagas de viento, los truenos.
Al día siguiente continuó la lluvia. Escampaba una hora y llovía cuatro, intensamente. ¿De dónde salía tanta agua? Rey pasó todo el tiempo solo, comiendo panes. Preocupado por la ausencia de Magda. «Estará con algún viejo. Seguro que regresa con pesos», pensó. Por suerte aquel pequeño pedazo de piso se mantenía seco. El resto del cuarto era un río. «Llueve más adentro que afuera», pensó. Dormitó un poco por la noche. Amaneció. Seguía lloviendo. Ya era demasiado. No había mucho viento. «¿Será un ciclón?» Nunca había visto uno. Lo sabía por los relatos de su abuela y su madre. Hacía un día y medio que llovía. Le quedaban unos cuantos panes. Los contó. Siete. Salió al pasillo. El agua corría por todas partes. El edificio estaba casi totalmente demolido. En el pedazo que quedaba en pie vivió Sandra, el viejo que le salvó la vida a Magda y ellos dos. No había nadie ahora. Sandra en la cárcel, el viejo en el hospital, o muerto, Magda perdida bajo la lluvia. Rey no aguantó más los deseos: se agachó allí y cagó tranquila y abundantemente. Se limpió con papel de los cucuruchos. Casi terminaba cuando apareció Magda, ensopada, subiendo por la escalera. Venía chorreando agua. Cuando vio a Rey cagando, se echó a reír a carcajadas.
—¿De qué te ríes, chica?
—Pareces un mono cagando, jajajá.
—Te pierdes dos días y todavía tienes ganas de reírte.
—Si no te conviene, vete echando. Yo estoy en lo mío, papi.
—¿Cómo que en lo tuyo?
Entraron al cuarto. Magda se asombró:
—¡Ay, mi madre, esto nunca se había mojado tanto!
—No cambies el tema, Magda.
—Menos mal que pusiste la colchoneta en un lugar seco.
—Magda, ¿en qué andas? ¿Cuál es tu putería?
—Mira, traje el maní, y unas cajitas de comida...
—Magda, respóndeme.
—Ay, papi, ya, no te hagas más el marido.
—No me hago. Llevo dos días esperando por ti. Y tú perdía.
—Ya, ya, bobito, vamos a comer esto...
—No vamos a comer ni cojones, Magda... No te burles de mí.
—¿Tú estás bravo?
—¡Claro que estoy bravo! ¡Empingao es lo que estoy! Tú lo que eres una puta...
—¡Puta ni pinga, Rey! ¡Puta ni pinga, Rey! No te hagas el duro. Tú lo que eres un chiquillo comemierda y muertodehambre, de diecisiete años. Yo estuve con el padre de mi hijo, que es un negrón grandísimo y fuerte, de cuarenta años, que tiene una casa con todo adentro, y me quiere mucho, y tiene pesos. ¡Eso sí es un hombre! ¡Con mucho billete y mucho que me ayuda! ¡Tú eres un comemierda, Rey, un cagao, así que no jodas más!
Rey le fue arriba y le entró a galletazos. Magda se defendió y lo arañó por la cara. Rey le dio un buen piñazo. Ella cayó al suelo. Él le dio unas cuantas patadas. Ella lo agarró por un pie y le hizo perder el equilibrio. Se revolcaron en el agua fangosa. Eso los enfrió un poco. No se ofendieron más. Quedaron tranquilos. Sin moverse. Magda empezó a sollozar. Rey se ablandó cuando la vio llorando:
—Magda, por tu madre, no llores.
—Ay, Rey, yo te quiero mucho, Rey, te quiero mucho. Cómo me gustas, qué falta me haces.
—¿Y ese negro?
—También.
—¿También qué?
—También me gusta. Estoy enamorada de los dos. ¿Tú no te das cuenta, cretino, imbécil?
—No me ofendas. ¡No me ofendas!
—Los quiero a los dos. Ay, Rey, estoy en el medio..., pero olvídate de eso. Ahora estoy contigo.
—Sí, después le dices lo mismo a él.
—No, papi, no.
—Ahhh.
Rey no entendía aquello. Los celos lo enfurecieron de nuevo. Magda lo acarició y lo besó con tanta ternura que Rey se tranquilizó. Se desnudaron. Fueron hasta el jergón. Hicieron el amor suavemente, como nunca. Rey la penetró profundamente, con todo el amor del mundo. Y se adoraron de nuevo.
Magda tenía algún dinero. Rey se lo pidió para comprar ron.
—¿Estás loco, Rey? Todo está cerrado. Hay inundaciones por todas partes.
—¿Cómo tú lo sabes?
—El padre del niño tiene una casa normal. Hasta con un radio. No una pocilga como ésta.
—Ahh.
—Además, tuve que venir a pie. No hay guaguas ni ná. Ná de ná. Ahora sí se jodio esto.
—Pues no hay ron, ni cigarros.
—No hay ná, papi. Ná.
No había nada, pero se adoraban. Afuera seguía lloviendo copiosamente. A veces con mucho viento. Al día siguiente, a las tres de la tarde, el temporal continuaba en su apogeo. Hacía setenta y dos horas que llovía sobre La Habana, con vientos fuertes, rachas, truenos. La ciudad paralizada.
—Cuando escampe quiero ir al campo. Hace tiempo que no veo al niño.
—A quien tú quieres ver es al padre del niño. No me juegues con mente.
—¿Yoooo?
—Sí, tuuuú. No te hagas la caimana.
—Qué cínico eres.
—Y tú una hijoputa.
—Jajajá.
Oscurecía. Se hacía de noche, y Magda riéndose a carcajadas. Le gustaba provocar la ira de Rey. En ese momento los muros comenzaron a ceder. Habían absorbido toneladas de agua. Las piedras de cantería, agrietadas, después de más de un siglo soportando, decidieron que ya era suficiente y se quebraron. Un estruendo enorme y todo se precipitó abajo. El techo y los muros. El piso cedió también y todo siguió cinco metros más, hasta el suelo. Sólo quedó en pie el pedazo de muro más seco y firme, junto a la puerta de entrada. Allí estaban ellos, sentados sobre el jergón. En medio del polvo y la oscuridad se tocaron y se abrazaron. ¡Estaban vivos!
—¡Ay, Rey, por tu madre! ¿Estás bien? Vamos, hay que irse rápido, corre.
—No, no, coño, ¡ayyy... cojones!
Rey intentaba sacar su pierna izquierda, aplastada bajo un enorme pedazo de piedra. No podía. Al fin Magda logró ver lo que sucedía, a pesar del polvo y la oscuridad. Intentó ayudarlo moviendo la piedra. Era inútil. Pesaba demasiado. Escuchaban los crujidos del muro y del pedazo de techo aún en pie. En cualquier momento se derrumbaba también. En su desespero, atrapado, Rey tanteó alrededor y encontró un pedazo de tubo. Lo haló:
—¡Toma, Magda, haz palanca con eso!
Lo intentó varias veces. La piedra se movió un poco.
Otro poco más. Rey haló fuerte y sacó su pierna, espachurrada en aquella trampa. Había que huir. Salieron al pasillo. La escalera no existía. También se había derrumbado. Ellos estaban en un pedacito de piso y muro, a cinco metros de altura. Increíblemente aquello todavía se mantenía en pie. Rey no lo pensó. Agarró a Magda por la mano y sólo le dijo:
—¡Vamos!
Se lanzaron y cayeron en cuatro patas sobre los escombros. Se destrozaron manos y rodillas. Rey cojeaba. Huyeron hacia la calle. A pesar de la lluvia, había un grupo de treinta o cuarenta curiosos. Uno gritó:
—¡Mira, quedaron dos vivos!
Ellos no miraron atrás. Salieron caminando hacia la terminal de ferrocarriles. A sus espaldas resonó un estruendo: el último trozo de la habitación de Magda también se vino al piso.
Rey caminaba cojeando. Le dolía el tobillo. Vestía sólo con un pantalón corto. Magda tenía un short y una blusa harapienta que atinó a agarrar a tiempo. Ambos sin zapatos. Cubiertos de polvo blanco. Azorados. Desorientados. Parecían dos locos salidos del infierno. La estación de ferrocarriles estaba repleta de familias evacuadas, niños llorando, gente haciendo cola para un cubo de agua. En los alrededores también mucha gente daba vueltas. Era zona de catástrofe. Decenas de edificios desplomados. Nadie sabía cuántos muertos y cuántos heridos había hasta ese momento. Y seguía lloviendo intensamente. Magda se abrazó a Rey, refugiados en el quicio de una puerta, en Egido:
—Coño, Rey, perdí una caja de maní y cincuenta pesos.
—Da igual. Suerte que salvamos la vida.
—¿Te duele la pierna?
—El tobillo.
Magda lo revisó. No tenía inflamación. Le dolía.
—¿Tendrás un hueso partido?
—Yo qué sé.
Al frente, en el portal de la estación, había una tienda de campaña con una bandera de la Cruz Roja.
—Mira, Rey. Ahí debe haber un médico.
—No, no, no.
—¡Cómo que no! ¡Vamos!
—Que no. No voy.
—¿Por qué, Rey?
—No me gustan los médicos ni los dentistas ni nada de eso.
—¡Rey, no seas anormal! ¡Vamos!
Magda lo agarró por el brazo y casi lo arrastró. Aquello era sólo para urgencias graves. No podían atenderlo. Alguien les indicó que en los almacenes del patio habían instalado un pequeño hospital. Mojándose más, llegaron al patio del ferrocarril. El hospital parecía un manicomio. Eran los almacenes de carga por expreso. En medio de objetos de todo tipo llegados desde las provincias, pero que no se podían entregar, habían instalado catres, camastros, o simples colchas en el piso. Allí estaban los enfermos, los médicos y mucha gente. Todos caminaban, corrían, gritaban, hablaban. Todo al mismo tiempo. A mucha jodienda de Magda —Rey no hablaba—, una enfermera los atendió. Le revisó el tobillo a Rey:
—Sí, puede que tenga fractura..., no sé..., aunque... no está inflamado... ¿Te duele?..., no sé qué decirte..., tiene que verlo un ortopédico.
—Bueno, vamos a verlo.
—Nooo, mi amolll, aquí no puede ser.
—¿Por qué no puede ser, mi hijita?
—Aquí no hay ortopédicos. Vayan a un hospital normal. Esto es para emergencias na'má'.
—Chica, pero esto es una emergencia. Mi marido se descojonó una pata con una piedra. La casa nos cayó encima y...
—¡Oiga, señora, contrólese! Y hable correctamente que no está en su casa. El no está herido ni se está desangrando, así que no es grave ni de urgencia. Aquí-no-hay-or-to-pé-di-cos. ¿Está claro? No es que yo no quiera atenderla. Es-que-no-hay-or-to-pé-di-cos. ¡Entiéndame, pol favolll!
La enfermera siguió corriendo hacia otro sitio. Decenas esperaban atención. Rey y Magda se marcharon. Salieron de nuevo a la lluvia.
—Menos mal que dejó de relampaguear, Santa Bárbara bendita.
—¿Por qué?
—Me dan miedo los rayos.
Rey iba renqueando, apoyado en Magda. La ciudad estaba paralizada completamente. A oscuras. A las veinticuatro horas de lluvia la ciudad cayó en estado de coma. Se interrumpió el fluido eléctrico, el suministro de agua, los teléfonos, el gas, el transporte público. Nada de alimentos. Rey y Magda no se enteraban.
La lluvia a veces cedía y se convertía en una fina llovizna. Salieron a la Avenida del Puerto, fueron a los elevados del tren. En los alrededores de Tallapiedra había dónde refugiarse: maquinaria abandonada y oxidada, planchas metálicas, matorrales. Se metieron debajo de un camión medio podrido. Al menos estaba seco. Estornudaban. Se habían resfriado. Descansaron un poco y se durmieron.
Al día siguiente les dolían todos los huesos. Intentaron ponerse en pie. Rey hizo un esfuerzo extraordinario y se puso en marcha. Estaba nublado, pero la lluvia y el viento habían cesado. Reynaldo se encaminó por su antigua ruta. Sabía adonde iba.
—¿Pa'dónde vamos, Rey?
—Pa'mi casita. Tú verás.
—Jajajá.
—¡Magda, por tu madre! ¡No te rías por gusto, cojones!
—«Pa'mi casita», cualquiera que lo oye cree que es verdad.
—Ahh, tú eres demasiado burlona.
Caminaron una hora más. Cuando se les calentó el cuerpo se sintieron mejor y caminaban deprisa. Magda suspiró y dijo:
—Pide y te será concedido.
—¿Qué?
—Lo que dicen los curas.
—¿Tú vas a la iglesia?
—No, pero me paro en la puerta, con el maní. Y los curas dicen así: «Pide y te será concedido.»
—Buena mierda.
—Uhm, uhm.
—Pide una casa, Magda. A ver si nos cae del cielo.
—Y comida, Rey..., ¡qué hambre tengo!
—Yo también.
El rastro de carrocerías oxidadas y podridas estaba a la vista. Rey se animó. Había mucha maleza verde y espinosa. Y mucho lodo. Pequeñas corrientes de agua corrían sobre la tierra. Después de cuatro días de lluvia, el suelo no podía absorber más. Rey la guió. Entraron por allí, sin zapatos, chapoteando agua y fango. El conocía muy bien el lugar, pero no encontró el contenedor. Se alojaron en el carapacho de un viejo autobús. La gente le había arrancado trozos de hojalata, pero aún le quedaba algo. El hambre les mordía las tripas.
—Magda, no puedo más.
—Hay que buscar algo de comer, Rey. Si nos quedamos aquí nos morimos de hambre.
—Tengo que dormir. No puedo más.
—Verdad que los hombres son pendejos..., no es pa'tanto, Rey. Podíamos estar peor.
—Sí, siempre se puede estar peor..., qué cojones.
—Ahh, deja ver el tobillo..., ¿te duele?
—Sí, bastante.
—Pendejón. Eres tremendo pendejo.
—¿Pa'eso me preguntas? No seas burlona, chica.
—Rey, allá atrás hay unas casitas...
—Sí, yo nunca me he acercado a esa gente porque...
—Porque eres un casa-sola, pero yo sí voy a ir. A lo mejor me dan algo de comer.
—No te van a dar ná.
—¿Quieres jugarte algo?
—Sí. Voy cien fulas a que no.
—Y yo cien fulas a que sí. Dale deposítalo..., jajajá. nosotros con cien fulas..., ahhh...
—Me voy. Pon la mesa, los platos, las servilletas, todo, que ya estoy de regreso con la jama, jajajá.
Magda se fue. Dentro de la guagua quedaban pedazos de asientos. Rey preparó algo parecido a un diván. Se acomodó para dormir. El enorme basurero de la ciudad, a unos cien metros, emitía un hedor insoportable, nauseabundo. Rey olfateó y se sintió a gusto. Los olores de la miseria: mierda y pudrición. Sintió comodidad y protección a su alrededor. ¡Uhm, qué bien! Y se durmió tranquilamente.
Dos horas después regresó Magda. Traía un plato de arroz, dos papas hervidas y un jarro de agua con azúcar. Despertó a Rey:
—Dale, papi, cómete esto y dame mis cien fulas, que gané.
—¿Y tú?
—Ya comí.
—¿Ya comiste? ¿Quién te dio esto?
—Ah, jajajajá...
—Tú y los viejos y los viejos y tú.
—Come y no me regañes más.
Rey se durmió de nuevo. Magda ya roncaba a su lado. Cuando despertó era de noche. Magda se había ido. El tobillo no le dolía mientras estaba en reposo. Volvió a dormirse.
Magda regresó al día siguiente por la tarde. Traía una pizza, cinco pesos, cigarros. Le habían regalado unos zapatos viejos.
—Oye, qué rápido te mueves.
—Cómete la pizza. Debíamos buscar un médico. Ese tobillo...
—No. Nada de médico. Se cura solo.
—Pero te sigue doliendo.
—Cuando lo muevo.
En una bolsita, Magda traía una blusa, una falda, un pantalón, una camiseta. Todo de uso, pero limpio. Se vistieron.
—Tengo que conseguirte unos zapatos o unas chancletas. Así no puedes seguir.
Se quedaron en silencio un rato. Mirándose. Magda se rió a carcajadas. Y contagió a Rey. De nuevo se desvistieron. Y se miraron bien. Ya Rey tenía la picha a millón. Magda se paró sobre él, a horcajadas. Y Rey le mamó su bollo agrio, sucio, con olor a rayo. Le gustaba así, bien hediondo. Entonces ella se la mamó a él. Hicieron un sesenta y nueve. Hacía muchos días que no se bañaban. Eran dos puercos, deseándose como animales. Y formaron otra de sus grandes templetas locas. Ella le decía una y otra vez:
—¿Qué me has hecho, cabrón? ¡Cómo te quiero! ¡Ay, cómo me gustas! ¡Métela más! Toda. Toda. ¡Hasta el fondo! ¡Préñame, coño, préñame!
—¿De verdad? ¿Quieres que te preñe?
—¡Ay, siií! ¡Méteme ese pingón hasta atrás! ¡Hasta lo último! ¡Préñame! ¡Cada día me enamoro más de ti! ¡Préñame, yo quiero un hijo tuyo!
Así pasaron los días. Lentamente para Rey. Siempre esperando a que Magda regresara. A veces llegaba muy de noche, o de madrugada. Traía algo de comer, dinero, alguna ropa vieja. Rey se ponía celoso. Sobre todo cuando ella pasaba un día entero por ahí. Las broncas eran gigantescas. Se golpeaban, se ofendían. Los celos lo hacían rabiar. Ella lo tranquilizaba colmándolo con ron, mariguana, dinero, algo de comer. Y después una gran locura de sexo. Era un rito de odio y amor. Golpes y ternura. A ella se le salían las lágrimas de emoción cuando él la calzaba bien atrás, bien a fondo, y la besaba tiernamente, hasta que resoplaba como un toro y le soltaba sus chorros de semen caliente, fértil, abundante:
—¡Toma, cabrona, que te voy a preñar, cojones! ¡Toma leche que te voy a preñar!
Y ella la sentía cayendo caliente y espesa, y penetrando. Así cada día. Ella siempre regresaba. A cualquier hora. Y lo tenía a él en vilo. Rabiando de celos. Ella todos los días tenía su ración de golpes y seguidamente su ración de amor y semen. Ya Rey podía caminar. Cojeaba. Aún le dolía un poco. Encontró un pedazo oxidado de segueta. Le sacó filo pacientemente. Se hizo un cuchillo. Pequeño pero muy afilado. Cortó un palo y preparó un bastón. Tenía tiempo de sobra. Le talló una paloma, una serpiente, una espada. Recordó su época de los tatuajes. Le quedaban bien los dibujos. Aprovechó su tiempo en tallar pacientemente. Ahora caminaba mejor, apoyándose en el bastón. Pasaba mucho tiempo solo. Soñaba con preñar a
Magda. Una, dos, tres veces. Tener tres o cuatro muchachos. Quería a esa mujer. La adoraba. La quería para él solo. Lo único jodio es que ella se perdía demasiado tiempo y él nunca sabía con quién estaba, qué hacía, dónde se metía. Pensó que debía buscar unas tablas y unos pedazos de polietileno para armar una casita. Allí mismo. Lejos de la gente. Tal vez él podría vender maní también. O buscarse otro trabajo. Y controlar a Magda. Hacerla que respetara y se dejara de puterías. «Es una guaricandilla de mierda, pero cómo me gusta. Cómo me gusta esa guaricandilla», pensaba.
Recogió los materiales en los alrededores. Ese día Magda regresó temprano, aún era de día. Traía cuarenta pesos, comida, ron, y se había bañado.
—¿Y esas tablas, Rey?
—Voy a fabricar una casita.
—¿Aquí?
—Aquí.
—¡Cojones!
—¿Por qué cojones?
—Porque ya tengo guardados sesenta pesos. Y voy a empezar con el maní otra vez.
—¿Y qué? A lo mejor yo también vendo maní..., o algo..., no sé.
—Uhmmm..., no sé.
—No sé ¿qué? No me des más vueltas y habla.
—Creo que me preñaste.
—¿Yoooo?
—Sí, tuuuú. El único marido que tengo eres tú, y tus lechazos me llegan a la garganta, así que no inventes. ¡Es tuyo!
—¿Y los viejos? ¿Esa tonga de viejos que...?
—Ná, ná. Los viejos ni preñan, ni tienen leche, ni se les para, ni un cojón. ¡Ese es tuyo! ¡No te eches pa'trás!
Magda había traído una vela. Y templaron desaforadamente en aquella luz mínima. Se durmieron, rendidos de cansancio. Al otro día Magda se fue muy temprano. Rey comenzó a construir su casita. La recostó a la carrocería de la guagua para sostenerla mejor. Invirtió todo el día en eso. Y quedó orgulloso. No tenía herramientas. Sólo el pequeño cuchillo de acero y un pedazo de hierro que hacía las veces de martillo. ¡De verdad que era El Rey de La Habana!
Pero Magda no regresó esa noche. Ni al día siguiente. Ni al otro. Rey estaba ansioso, con mucha furia, rabiando de celos y frustración. Se daba cuerda a sí mismo. «Esta cabrona guaricandilla me está tirando a mierda. Y a mí nadie me puede tirar a mierda.»
Por poco destruye la casita. Para entretenerse construyó un pequeño banco de madera. Con clavos viejos que extrajo de unas cajas de embalaje. Ni eso le quitó la rabia. Pasaron tres días y tres noches. Magda regresó en la tarde del cuarto día. Llegó radiante de alegría en medio del crepúsculo. Tenía el cuello marcado de chupones violáceos y mordidas. Muy feliz, sonriente. Vestía una falda, una blusa, zapatos plásticos. Todo viejo, por supuesto, pero tenía buen aspecto. Rey la agarró por el cuello, violento, y le soltó dos bofetazos en el rostro.
—¿Dónde te metiste, cacho de puta? Llevas cuatro días perdida.
—¡Hey, suéltame! ¡Suéltame!
—Yo soy tu marido, y me tienes que respetar.
—¡No te respeto, ni eres mi marido, ni un cojón!
—¡Estás comía de chupones en el pescuezo, deseará! ¿Con quién estabas? ¡Dime!
—Vendiendo maní.
—¡Maní pinga! ¿Quién te hizo esos chupones?
—A ti no te importa. Rey la golpeó más.
—¡Dime, cacho de puta! ¿Quién fue?
—Sufre, porque no te lo voy a decir.
Rey se enfurecía más y más. La golpeó con fuerza. Le dio unos cuantos puñetazos y casi le desencajó la mandíbula.
—¡Estuve con el padre de mi hijo! Ése sí es un hombre. Que me atiende, me da ropa, comida, dinero, me saca a pasear. ¡Ese negrón sí es un hombre!
Rey la abofeteó más, cegado por la furia:
—¿Y yo qué soy, cacho de puta?
—¡Tú eres un muertodehambre! Un inútil. Un cagao. Esperando aquí por mí, maricón. ¡A mí me gustan los hombres, no los niños como tú..., comemierda!
—¡Tú lo que eres una puta!
—¡Puta, pero con el macho que me gusta! Ese negrón me dio pinga tres días seguidos. Sin parar. Tú eres un niño al lado de él. Y si estoy preña es de él. Pa'que lo sepas y no te hagas el bárbaro. ¡Le voy a parir otro hijo más!
Cuando escuchó eso, Rey enloqueció totalmente. Agarró el cuchillito y de un solo tajo le rajó la mejilla izquierda, desde la oreja hasta la barbilla. Una herida tan profunda que se le veían los huesos, los tendones, los dientes. Le gustó verla así, desfigurada, con el rostro rajado y la sangre corriendo por el cuello abajo:
—¿Viste, singa, que yo sí soy un hombre? ¿Lo viste?
Ella, aterrorizada, se llevó las manos a la herida y siguió gritándole:
—¡Maricón, hijodeputa! ¡Ese negro te va a matar! ¡Te lo voy a echar atrás pa'que te mate!
Rey, ya sin control, le asestó otro tajazo por el cuello. Le cortó la carótida. De un solo golpe. Un chorro de sangre saltó y empapó a ambos. Magda abrió los ojos desmesuradamente. Otro chorro de sangre a presión. Los bombazos del corazón. Otro más, mucho más débil. Magda se desvaneció. Cayó al piso. Manó mucha sangre por aquella herida. Y murió en unos segundos. Rey, en shock, no sabía qué hacer. Le quitó la ropa a Magda. Se desnudó. Ambos cuerpos cubiertos de sangre pegajosa. Coagulaba rápidamente. La tierra la absorbía. Estaba caliente aún. Y Rey tuvo una erección. Le abrió las piernas. Se la introdujo. Ella no se movía.
—¡Muévete, cabrona, muévete, y sácame la leche, cacho de puta! ¡Dime algo, anda, dime algo!
En pocos segundos Rey soltó su semen. Sacó su pinga aún erecta, chorreando leche, y se sentó sobre el abdomen de Magda. Oscurecía. Y allí se quedó. Sentado sobre el cadáver en medio del charco de sangre. En la oscuridad, sin saber qué hacer.
Al rato se levantó. Tenía la mente en blanco. No se oía nada. Sólo la fetidez repelente del basurero le recordaba que no estaba solo en el mundo. Volvió a entrar. Buscó un cabo de vela, lo encendió para mirar bien a Magda. Acercó la luz a su rostro. Tenía una expresión insoportable de horror. Y los ojos abiertos. El tajazo en la mejilla izquierda la hacía más repelente aún. Fue llevando la luz detenidamente por todo el cuerpo cubierto con costras de sangre. Sus teticas mínimas, su ombligo, los pendejos de la pelvis. Uhhh, tuvo otra erección. Colocó la vela en la tierra. Se masturbó un poco. Con la vista fija en el bollo de Magda. Se lo abrió con los dedos y puso la vela bien cerca, para verla mejor.
—No te voy a echar la leche afuera. Ni te lo imagines.
La penetró. Nunca había sentido algo tan frío en su pinga. Y se vino enseguida. Sin tocarla hacia arriba. No quería mirar. Estaba hipnotizado por el bollo de Magda. El resto del cuerpo era una cochambre de sangre coagulada. Cuando soltó toda su leche, la extrajo. Sacudió los restos y le habló en voz alta:
—¡A burlarte de otro, Magdalena! ¡Yo soy El Rey de La Habana! ¡De mí no se burla nadie y menos una puta callejera como tú!
Ahora estaba satisfecho. Apagó el trozo de vela. Se acostó y durmió tranquilamente toda la noche.
Al día siguiente se despertó al amanecer y se sintió bien. Miró el cadáver a su lado, cubierto de sangre, con aquella expresión de horror. Y volvió a hablarle:
—¿Vas a burlarte de mí? ¿Te vas a seguir burlando? Mira lo que te pasó. Sigue burlándote que te voy a tasajear más todavía. ¡Yo soy El Rey de La Habana y hay que respetarme!
Se asomó a la puerta. Tranquilidad absoluta. Nadie en todos los alrededores. Se miró las manos, los brazos, el pecho. Estaba cochambroso con tanta sangre coagulada. Hasta el pelo lo tenía pegajoso. Se raspó con el cuchillito. Cuidadosamente. Se raspó en seco todas las costras. Registró los bolsillos de la blusa de Magda. Nada, pero encontró una bolsa plástica. En la oscuridad no la había visto. Contenía treinta pesos, dos panes, cigarrillos, una camisa limpia. Se comió los panes, se probó la camisa. Le quedaba bien. Guardó el dinero y los cigarrillos. Salió. Colocó un pedazo de hojalata en la puerta, bien calzada con un trozo de hierro. Y se alejó hacia la carretera. Era poco probable que alguien encontrara aquella casita, rodeada de maleza y de chatarra oxidada. En cuanto uno se alejaba un poco, ya no se veía la casita, bien camuflageada entre toda la porquería.
Salió caminando, con su pata renqueante, apoyado en el bastón. Se sentía bien, libre, independiente, tranquilo. Y hasta alegre. Casi eufórico. Fue hasta Regla. Atravesó todo el pueblo. Llegó a los muelles. Compró una botella de ron y se sentó junto al mar, en aquellos escalones que tanto le gustaban. Frente a él un trozo de arena, manchada de petróleo y de residuos de todo tipo. A sus espaldas la iglesia. Al frente la bahía, con unos pocos buques fondeados. Más allá La Habana, espléndida, hermosa, seductora. A su izquierda la lancha de pasajeros entraba y salía cargada, cada quince o veinte minutos. Había un sol fuerte, pero también había silencio y soledad. Unos niños chapoteaban en la orilla, metidos en el agua sucia de petróleo, lodo, residuos albañales. Era buena idea. El también se metió en el agua, haciendo un acopio de fuerza, y se restregó un poco. Se quitó las costras de sangre que aún le quedaban. Salió y de nuevo se sentó plácidamente en los escalones a beber ron, mirando el paisaje, sin pensar en nada.
Terminó la botella. La lanzó al mar. Estaba curda como una mona. Pensó que debía enterrar a Magda. O tirarla al agua. «Algo tengo que hacer porque si las tiñosas la encuentran..., ¡cojones, las tiñosas! Ya deben estar dando vueltas pa'jamarse a Magda.»
Borracho, cojeando, dando tumbos, apresurado, regresó a su casita. Pensaba: «Las tiñosas no se pueden almorzar a Magda. ¡Qué va! ¡Eso no lo puedo permitir! El cadáver de la difunta hay que respetarlo..., cómo no..., hay que respetar el cadáver de esa putica..., jajajá.»
Cuando llegó ya era de noche. Estaba muy borracho aún. No veía nada en la oscuridad. Quitó la tapa de hojalata de la puerta, y un golpe de calor y olor a muerto podrido le dio en la nariz. En su borrachera le habló dulcemente:
—Así es como tienes que estar. Tranquilita. Sin moverte. En silencio. Respetando a tu marido. Eso te pasó por contestona. Si no fueras tan deseará no te hubiera pasado. ¿Tú ves? Te jodiste. Tienes que aprender a respetar, Magda..., bueno, ya no..., ya no vas a aprender..., te jodiste, Magda, te jodiste.
Se tiró en su jergón y se durmió al instante. Al día siguiente la muerta apestaba más aún. El sol brillaba, y dentro de la casita, el calor y la humedad aceleraban la putrefacción del cadáver. Rey despertó, la observó un buen rato. No pensaba en nada. Tenía dolor de cabeza y le dolía todo el cuerpo con la resaca. Hubiera querido irse pa'l carajo y dejar a Magda allí. Para las tiñosas.
—¿Qué hago contigo, cacho de puta? Putica de mierda, descará. ¿Dónde te meto? Lo que mereces es que te coman las tiñosas.
Se levantó y salió caminando entre las malezas y los hierros oxidados. Subió a una pequeña loma. Desde arriba se veía el basurero, a cien metros. Había gente. Un bulldozer revolcaba la basura y la acumulaba. Unos camiones descargaban. Diez o doce tipos rebuscaban, buceando en la porquería. «Uhmmm, aquí mismo. Esta noche te voy a enterrar ahí, Magdalenita», pensó. Escondido entre las malezas buscó un buen lugar. Tenía que enterrarla en un sitio alejado y seguro. No podían encontrarla rápido. Nadie. Ni los perros, ni las tiñosas, ni las personas. Se entretuvo analizando por dónde podría entrar al basurero y dónde abriría un hueco. Cuando supo bien lo que haría, regresó a su casita sin que lo vieran. La peste de Magdalena era terrible.
—Ya, hedionda, ya. Esta noche vas pa'l hueco. ¡No sigas pudriéndote, cojones! ¡Lo haces pa'molestar hasta después de muerta! ¡Pa'burlarte de mí hasta después de muerta! ¡No seas puerca y hedionda! ¡No te pudras más!
El resto del día lo pasó a la sombra. Recostado junto a la puerta de su casita. Por la tarde unas auras tiñosas comenzaron a volar en círculos sobre su cabeza. Algunas bajaban lentamente. Se posaban a veinte o treinta metros. Estudiaban el terreno. Habían olfateado la carroña. «Ahí llegaron tus amiguitas, Magdalenita, ¿no las vas a atender? Sal y atiende a tus amigas, Magdalenita. Dale, jueguen a las comiditas. Ellas te comen a ti y tú tranquilita, jajajá.» Tiró unas piedras contra las tiñosas. Las aves volaban, daban unos aletazos, y volvían a posarse. Su vocación carroñera era el único sentido de su vida. Y tenían que cumplirlo.
Al fin se hizo de noche. Se quedó muy tranquilo. Escuchando. No se apresuró. Pensó: «Eres serpiente, paloma y espada. Eres El Rey. Tranquilo, sin apuro. La putica que espere un poquito más.»
Nada. Silencio absoluto. Entró a la casita. En la oscuridad palpó el cadáver. Rígido, frío, apestoso a diablo. Hizo un esfuerzo y lo cargó sobre el hombro.
—Arriba, cacho de puta, que nos vamos.
Ya conocía el camino. Despacio, sin prisa, reprimiendo el deseo de soltar aquel cuerpo tan apestoso. El cadáver soltaba líquidos viscosos y repelentes por los oídos, la nariz, boca, ojos. Fue dejando un rastro asquerosamente oloroso. Llegó a la cima de la loma. Se agachó. Observó un buen rato. No había nadie en todo aquello. Bajó lentamente hasta el basurero, caminando entre malezas. Llegó a los grandes montones de basura en pudrición y se enterró hasta las rodillas. Caminó un poco más y llegó al sitio que había previsto. Tiró el cadáver allí y comenzó a excavar con las manos. Excavó un buen rato, apartando objetos, porquería sedimentada con los años. De repente sintió dolor en el pie. Otro más. Miró. ¡Ratas! Muchas ratas lo mordían. Se fajó con ellas, tirándoles cosas. Las ratas se comían el cadáver. Veinte. Treinta. Aparecían más y más. Cuarenta. Muchas más. Lo mordieron por los brazos, en las manos, la cara. Les arrebató el cadáver. Las ratas chillaban y se lanzaban contra él.
—¡Vamos, hijas de puta, vamos! ¡Quítense del medio! ¡Esto va pa'l hueco!
Logró lanzar el cadáver en el hueco. Las ratas siguieron mordiendo, enloquecidas con el fiambre. Arrancaban trozos del cadáver. Y lo mordían a él y le arrancaban trozos de piel. Tiró la basura sobre el cadáver y las ratas. Lo cubrió todo como pudo. Algunas ratas siguieron arriba, atacándolo sin cesar. Al fin terminó. Tenía todo el cuerpo adolorido. Decenas de mordidas. Cien tal vez. O más. Eran ratas enormes, fuertes, salvajes. Le habían arrancado trozos de los brazos, las manos, la cara, el vientre, las piernas. Quedó deshecho. Salió caminando como pudo, arrastrándose hasta su casita. Le llevó casi una hora llegar. Entró y se tiró en el jergón. Estaba mareado, con náuseas. Le dolía todo el cuerpo. Se quedó dormido.
Cuando despertó no sabía si era de día o de noche. Casi no podía abrir los ojos. No lo sabía, pero tenía cuarenta grados de fiebre, y siguió subiendo hasta cuarenta y dos. Vomitó. Las náuseas, el mareo, el dolor de cabeza, el delirio de la fiebre. Todo se unió para aplastarlo como si fuera una cucaracha. Y no pudo ponerse en pie. Por su mente pasaban imágenes locas. Una tras otra. Su madre muriendo, con aquel acero enterrado en el cerebro. Su abuela, tiesa delante de él. Su hermano, estrellado contra el asfalto. El con el san tico pidiendo limosna. Tenía mucha sed. Quería agua. «Magda, dame agua. Agua, Magda, agua, Magda, agua, Magda, agua...», pero no podía hablar, sólo lo pensaba. Tuvo una muerte terrible. Su agonía duró seis días con sus noches. Hasta que perdió el conocimiento. Al fin murió. Su cuerpo ya se podría por las ulceraciones producidas por las ratas. El cadáver se corrompió en pocas horas. Llegaron las auras tiñosas. Y lo devoraron poco a poco. El festín duró cuatro días. Lo devoraron lentamente. Cuanto más se podría, más les gustaba aquella carroña. Y nadie supo nada jamás.
La Habana, 1998