Aquel pedazo de azotea era el más puerco de todo el edificio. Cuando comenzó la crisis en 1990 ella perdió su trabajo de limpiapisos. Entonces hizo como muchos: buscó pollos, un cerdo y unas palomas. Hizo unas jaulas con tablas podridas, pedazos de latas, trozos de cabillas de acero, alambres. Comían algunos y vendían otros. Sobrevivía en medio de la mierda y la peste de los animales. A veces al edificio no llegaba agua durante muchos días. Entonces vociferaba a los muchachos, los despertaba de madrugada, y a golpes y empujones los obligaba a bajar los cuatro pisos y subir por la escalera unos cuantos cubos, de un pozo que increíblemente estaba en la esquina, cubierto con una tapa de alcantarillado.

Los niños tenían entonces nueve y diez años. Reynaldo, el más pequeño, era tranquilo y silencioso. Nelson, más fogoso, se rebelaba siempre y a veces le gritaba enfurecido:

—¡No me grites más, cojones! ¿Qué tú quieres?

Ella era coja de la pata derecha y un poco fronteriza o tonta. No andaba bien de la cabeza. Desde niña. Quizás de nacimiento. Su madre vivía también con ellos. Tendría unos cien años, o más, nadie sabía. Todos en un cuarto derruido de tres por cuatro metros, y un pedazo de azotea al aire libre. La vieja llevaba años sin bañarse. Muy flaca de tanta hambre. Una vida larguísima de hambre y miseria permanente. Estaba encartonada. No hablaba. Parecía una momia silenciosa, esquelética, cubierta de suciedad. Se movía poco o nada. Sin hablar jamás. Sólo miraba a su hija medio tonta y a sus dos nietos dándose palos por la cabeza mutuamente y ofendiéndose en medio del cacareo de las gallinas y los ladridos de los perros. «Esos son locos», decían los vecinos. Y nadie intervenía en aquellas broncas continuas.

A veces encendía un cigarrillo y se recostaba en la baranda de la azotea, a mirar a la calle, a pensar en Adalberto. De joven tuvo decenas de hombres. Le gustaba excitarlos. De cualquier edad. Algunos le decían: «Oye, boba, ven y dame una mamaíta. Te voy a dar dos pesos si me la mamas», y allá iba: a chupar. Algunos le daban dinero. Otros no. Le soltaban la leche y le decían: «Espérame aquí, no te vayas que vengo enseguida», y se perdían. Con Adalberto fue distinto. Los niños son de él, pero el muy cabrón nunca quiso vivir con ellos en la azotea, y cuando la vio embarazada por segunda vez desapareció para siempre. Ahora ya está medio viejuca, monga, apestosa a rayo, coja de una pata, muñéndose de hambre. Sacaba su cuenta y concluía: «¿Quién coño se me va a acercar? Si yo lo que tengo es ganas de morirme.» Pensaba así y se enfurecía consigo misma. Arrojaba el cigarrillo a la calle y, desesperada, gritaba a los muchachos:

—¡Rey, Nelson, bajen a buscar aguaaaa! ¡Repinga, bajen a buscar aguaaaa!

Los niños obedecían. A regañadientes pero obedecían. Al menos ya no los encerraba en un closet oscuro y pequeño durante días. Desde muy pequeños hasta que tuvieron siete años, los metía en aquel lugar húmedo, lleno de tuberías y cucarachas. Sin razón. Sólo para alejarlos de la vista. Los niños se aterraban porque cuando entraban en el encierro podían pasar uno, dos y hasta tres días sin comer, lamiendo la humedad de los tubos. Otras veces los zambullía de golpe en un tanque de agua, gritándoles que se callaran y no jodierán más. Del susto los muchachos se callaban. A veces los hundía en el agua y no los sacaba hasta que —medio asfixiados— pataleaban desesperados. Ahora, mayores y más fuertes, se rebelaban e impedían esos castigos. Vivían a su libre albedrío, aunque a veces iban a la escuela, en San Lázaro y Belascoaín. Más para huir de ella que para aprender. Los maestros enseñaban poco porque los alumnos eran metralla pura. Las muchachitas con trece años ya estaban jineteando a todo trapo sobre los turistas en el Malecón. Los muchachos, batidos con la mariguana y con los negocitos, para hacerse de algún fula cada día. Los padres y las madres brillaban por su ausencia. A nadie le interesaba aprender matemática ni cosas complicadas e inútiles. Y los maestros ya no podían más con aquellas fierecillas. En fin, Nelson y Rey iban tres o cuatro días a la escuela y el resto de la semana se entretenían en la azotea con las palomas y los perros. Tenían cinco perros recogidos en la calle.

Muchas veces la única comida del día era un pedazo de pan y un jarro de agua con azúcar, pero así y todo crecieron. Descubrieron que las palomas de otros venían a posarse en la azotea de ellos, y no era difícil cazarlas vivas. Entonces idearon un señuelo: un hermoso palomo, macho y seductor, que volaba por encima de todos los edificios. Siempre aparecía alguna palomita incauta, admiradora de aquel bello galán. Y allá se iba. Alzaba el vuelo tras él y el palomo la conducía hasta su jaula para hacerle el amor a pierna suelta. Entonces: trass. Rey y Nelson cerraban la puerta de la jaula. En el mercado de Cuatro Caminos pagaban cuarenta o cincuenta pesos por la paloma. Hasta cien pesos si era blanca. Con la crisis y el hambre y la locura por irse del país, todos hacían trabajos de santería, y las palomas, chivos y gallos se vendían a buen precio. Igual las gallinas negras, que son muy buenas para limpiezas y quitarse lo malo de arriba. Cuando los muchachos vendían una paloma la cosa mejoraba: comían un par de pizzas y un batido de fruta. Llevaban pizzas a su madre y a la abuela.

Así y todo, ella seguía gritándoles siempre, como una loca. Vociferando, humillándolos. Ya los dos tenían pendejos en la pelvis y en el culo, la pinga les había crecido y engordado, tenían pelos en las axilas y esa peste a sudor fuerte de los hombres, y la voz un poco más ronca y gruesa. Se pajeaban, escondidos entre las jaulas de los pollos, mirando a la vecinita de la azotea de al lado. En realidad era la misma azotea del edificio, pero años atrás alguien la dividió por la mitad con un muro bajo, de menos de un metro. Esa era la frontera con los vecinos: una vieja gorda y tetona, con una hija de unos veinte años, y muchos más hijos que vivían por ahí y jamás se acordaban de que ella era su madre. La muchacha era una panetela chorreando almíbar: mulata delgada, bella, jinetera. Sólo salía de noche, elegante y provocativa, y regresaba de madrugada. Durante el día andaba por su pedazo de azotea con unos shorts pequeños y ajustados y una blusita mínima, sin sostenes, y los pezones bien marcados, y ahhh. Una tentación. Reynaldo ya tenía trece años y Nelson catorce. Habían dejado la escuela hacía tiempo. Les apenaba seguir siempre en séptimo grado. Repitieron tres veces el mismo curso, hasta que abandonaron.

Se consideraban hombres. Seguían con las palomas. Cada día eran mejores robando palomas y todos los días vendían una o dos. Era un buen negocito. Eran hombres y ya mantenían a todos en su casa. Pero la madre seguía igual de estúpida. La odiaban por aquellos berrinches y aquellas rabietas delante de todos. Se sentían humillados y le respondían:

—¡No seas monga! ¡Cállate, cojones, cállate!

La azotea cada día estaba más puerca, con más peste a mierda de animales. La abuela casi no se movía. Se sentaba sobre un cajón medio podrido, o en cualquier rincón. Y permanecía horas bajo el sol. Tenían que entrarla al cuarto y acostarla. Andaba como muerta en vida. También tenían que controlar a su madre porque cada día era más estúpida. Ya ni atinaba a bajar las escaleras. La empujaban y le gritaban para que se callara, pero ella berreaba más aún, agarraba un palo y les entraba a palo limpio, intentando defender su territorio. Ellos le quitaban el palo y la reducían con unos bofetones en pleno rostro. Ella lloraba de rabia, gritando, sollozaba, encendía un cigarrillo y se quedaba silenciosa y tranquila, fumando, recostada en la baranda de la azotea, mirando los autos, las bicicletas y la gente que pasaba por San Lázaro. Ya ni se acordaba de Adalberto.

Una mañana, a eso de las once, estaba fumando y mirando a la calle. Nelson le había dado un bofetón duro en la boca y tenía el labio superior hinchado y partido por dentro. Se pasaba la lengua y sentía el sabor a hierro de la sangre. Estaba furiosa. Lanzó la colilla a la calle, escupió un salivazo sanguinolento, con deseos de que le cayera a alguien en la cabeza, y se volteó para entrar al cuarto. El sol estaba demasiado fuerte y le dolía la cabeza. Los muchachos, escondidos detrás del gallinero, miraban a la putica vecina. Los dos tenían los ojos chinos, soñadores, y se la meneaban rítmicamente. La mulatica estaba medio desnuda, tendiendo una toalla y unos pequeños slips rojos, de encaje. Le gustaba que los muchachos se pajearan mirándola. La toalla chorreaba agua y ella la exprimía y se mojaba para refrescarse bajo el sol. En realidad le gustaría verlos de cuerpo entero, frenéticos ante ella, botándose sus pajas, pero aún eran muy niños para atreverse a tanto. Cuando crecieran un poco más serían buenos «disparadores» y exhibirían sus pingas en los portales del Malecón a todas las que quisieran verlos. Por ahora lo hacían a escondidas.

Cuando ella vio aquel espectáculo se sulfató más aún. La furia se le encabritó:

—¡Sigan con las pajas! ¡Sigan con las pajas! ¡Descaraos, se van a morir, salgan de ahí! ¡Los dos! ¡Salgan de ahí!

Agarró un palo para golpearlos, pero de pronto se viró hacia la vecinita provocativa:

—Y tú, puta de mierda, lo haces para joder, porque eres una puta. No los provoques más, que se van a morir. ¡Sin comer y pajeándose todo el día! ¡Los vas a matar, cacho de puta! ¡Los vas a matar!

—Oye, monga, déjame tranquila, yo estoy en mi casa y hago lo que me dé la gana.

—Tú lo que eres una puta.

—Sí, pero con mi bollo. Y vivo mejor que tú veinte veces, que eres una monga y una cochina. ¡So puerca!

Los perros empiezan a ladrar y las gallinas también se alborotan. En medio de tanto ruido y tanta locura, ella trata de cruzar el pequeño muro que separa ambas azoteas, el palo en la mano, amagando con golpear a la vecinita, pero ya Nelson está sobre ella y le quita el palo. Furiosa, intenta cruzar de todos modos al patio vecino, gritando:

—¡Tú lo que eres una puta! ¡Y tú un pajero! Quítame las manos de encima. Suéltame, pajero de mierda.

—¡No me ofendas más, cojones, no me ofendas más!

Nelson está fuera de sí, descontrolado. Es un hombre de catorce años y le duele aquella humillación. Encima las carcajadas burlonas de la vecinita, que ahora provoca más aún:

—¡Vaya, pajero, descarao, te vas a volver loco con tanta paja! Búscate una mujer.

Y se da vuelta y entra en su casa, muy tranquila, meneando el culo a uno y otro lado. En medio del forcejeo, la burla de la putica lo hiere más aún. Le da un fuerte tirón a su madre y la lanza de espaldas contra el gallinero. Un pedazo de cabilla de acero sobresale en una esquina de la jaula y se le entierra por la nuca hasta el cerebro. La mujer ni grita. Abre los ojos con horror, se lleva las manos al sitio por donde entró el acero. Y muere aterrada. En segundos se forma un charco de sangre espesa y de líquidos viscosos. Muere con los ojos abiertos, horrorizada. Nelson ve aquello y de golpe desaparece el odio que siente por su madre. Lo inunda el dolor y el pánico.

—¡Ay, mi madre! ¿Qué hice, qué es eso?

Agarra a su madre, tratando de levantarla, pero no puede. Está ensartada por la nuca en la cabilla de acero.

—¡Yo la maté, yo la maté!

Gritando como un loco sale corriendo hasta la baranda de la azotea y se lanza a la calle. No siente el estrépito de su cráneo al reventarse contra el asfalto cuatro pisos abajo. Murió igual que su madre, con una expresión desfogada de crispación y terror.

La abuelita vio todo aquello sin moverse de su sitio, sentada sobre un cajón de madera podrida. Sin hacer un gesto cerró los ojos. No podía vivir más. Ya era demasiado. Y el corazón se le detuvo. Cayó hacia atrás y quedó recostada contra la pared, impávida como una momia.

Rey no había salido de su escondite detrás del gallinero. Todo fue rapidísimo y aún tenía la pinga tiesa como un palo. La guardó como pudo y se la colocó entre los muslos para controlarla y que no hiciera bulto, hasta que se bajara sola. Se quedó sin habla. Fue hasta la baranda de la azotea y miró. Allí estaba su hermano, estrellado en medio de la calle, rodeado de gente y de policías, el tráfico detenido a un lado y otro de San Lázaro.

En un instante los policías llegaron a la azotea. Venían belicosos:

—¿Qué pasó aquí?

Rey no pudo contestar. Se encogió de hombros y le dio por sonreír a los policías. Los tipos se quedaron boquiabiertos:

—¿Y todavía te ríes? ¿Qué fue lo que hiciste? A ver, dime. ¿Qué fue lo que hiciste?

De nuevo se rió, tenía la mente en blanco, pero al fin pudo hablar:

—Nada, nada. Yo no sé.

—¿Cómo que no sabes? ¿Qué tú hiciste?

—Nada. Yo no sé.

Lo esposaron. Lo bajaron por las escaleras. Le hicieron montar en un auto patrulla y lo condujeron a la estación de policía, a unas cuadras. Lo encerraron en una celda, en el sótano, junto con tres delincuentes. Y allí se quedó. Sin pensar en nada, amodorrado.

Los técnicos de criminalística demoraron tres horas en llegar a San Lázaro. Trabajaron escrupulosamente toda la tarde. El cadáver de Nelson lo levantaron del asfalto a las cinco de la tarde y lo llevaron a la morgue, junto con el de la abuela. Con ella se demoraron un poco más. Ya era de noche cuando decidieron desengancharla de la cabilla y enviarla a la morgue. Era evidente que alguien había empujado violentamente al muchacho desde la azotea y a la mujer, de espaldas, contra el gallinero. La viejita murió de un paro cardíaco, sin violencia. Sólo que no había testigos. Nadie vio nada. Siempre es igual en este barrio. Nadie ve nada. Jamás hay un testigo.

Interrogaron durante tres días a Rey. Estaba aturdido y repetía una y otra vez lo mismo:

—No sé, no vi nada.

—¿Dónde tú estabas? ¿Qué te hicieron? ¿Por qué los mataste?

—No sé. Yo no vi nada.

Rey tenía trece años. No se le podía hacer juicio. Lo enviaron a un correccional de menores, en las afueras de La Habana. Por lo menos era un lugar muy limpio, con los pisos pulidos y todos con uniformes limpios. Le chequearon entre un médico, un dentista, un sicólogo, un instructor policial, un profesor. Rey se enfrió ante aquella gente. Escondió todo lo que sentía y se dedicó a buscar sistemáticamente por dónde escapar. No resistía aquella jodienda de pedir permiso continuamente, levantarse de madrugada a hacer ejercicios, sentarse de nuevo en un aula a escuchar cosas que no entendía ni quería entender. A los tres o cuatro días de estar allí, un negro dos años mayor que él, fuerte y grande, le mostró la pinga en las duchas. Una pinga grandísima. Se le acercó abanicándose aquel animal con la mano derecha:

—Mira, mulatico, ¿te gusta este animal? Tú tienes unas nalgas lindas.

Rey no le dejó terminar. Le fue arriba a piñazo limpio. Pero el cabrón negro estaba enjabonado y los piñazos resbalaban. Los otros los rodearon y empezaron a apostar:

—¡Voy cinco al negro! El mulato está perdió.

—Voy tres al mulato, voy tres al mulato.

Enseguida entraron cuatro guardias repartiendo porrazos a diestra y siniestra. Los apartaron. Les ordenaron vestirse sólo con los pantalones y los llevaron a los calabozos de castigo. Oscuridad absoluta, casi sin espacio para moverse, humedad permanente, ratones y cucarachas. Perdió la noción del tiempo. No sabía si era de día o de noche. Cuando ya no aguantaba más el hambre y la sed, le trajeron un jarrito de agua y un plato de aluminio con un poco de arroz y chícharos en caldo. Le repitieron esa dieta cuatro o cinco veces. Al fin lo sacaron y lo reintegraron a su grupo. Volvió a sentirse una persona, porque en el calabozo ya olía a cucaracha, pensaba y se sentía igual que una cucaracha. El instructor que lo atendía lo llevó a su oficina. Se sentó tras un buró y lo dejó de pie frente a él:

—¿Qué fue lo que pasó?

—Ese negro me quería coger el culo.

—Exprésese correctamente. Aquí nadie es negro ni blanco ni mulato. Todos son internos.

—Bueno..., lo mismo..., cambie negro por interno.

—¿Usted se cree simpático?

—...

—Le estoy haciendo una pregunta. Conteste.

—No. Yo no soy simpático.

—Le voy a advertir una cosa: yo soy el instructor suyo. Yo soy el que decide el tiempo que usted va a estar aquí. Usted tiene trece años. Si sigue fajándose y provocando desórdenes, va a llegar a los dieciocho aquí adentro y automáticamente, el mismo día que cumpla dieciocho, pasa a la cárcel... ¿Está claro? Automáticamente lo envían a los caimanes... pa'que se lo coman. Así que se lo digo una sola vez. Esto no se lo voy a repetir: procure colaborar y portarse bien, a ver si podemos hacer algo por usted.

Y poniéndose de pie. Con aire marcial:

—¡Retírese! ¡Incorpórese a su grupo!

Rey dio media vuelta y salió de la habitación. Fue a sentarse en un banco, en el patio interior del correccional. Y, sin darle vueltas al asunto, pensó directamente cuál era la regla del juego: «Entonces, aquí hay que ser durísimo pa'que no me cojan el culo, pero sin que este tipo se entere. Okey, voy alante.»

Se levantó del banco y fue al albergue. A partir de ahí jamás se rió con nadie ni tuvo amigos. Aprendió a hacer tatuajes, mirando a un blanquito ganso que sabía dibujar. Por suerte el negro no se le acercó más. No era tan duro como aparentaba. De todos modos, le sacó punta y filo a un cepillo de dientes y lo tenía bien escondido en la colchoneta. A veces lo sacaba y comprobaba su punta. Con eso podía taladrarle el corazón al que viniera a abusar. Tenía ganas de metérselo al negro por el cuello y escarbarle bien hasta cortarle todas las venas y desangrarlo. Le tenía odio. Creyó que él era maricón y que le podía coger las nalgas y desprestigiarlo delante de todos. Nada de eso. Él era un tipo durísimo. No se le olvidaba el calabozo por culpa de aquel negro bugarrón, pero iba a salir de allí sin más problemas. Por las noches se botaba una paja pensando en la mulatica jinetera, y cuando soltaba la leche se decía: «Te voy a coger el bollo, puta, te voy a coger. Yo salgo de aquí.»

Por las mañanas iba a las clases. Para nada. No atendía a los maestros. Por las tardes trabajaba en los cítricos. Una plantación enorme de naranjas y limones rodeaba el correccional. Después se bañaba. No tenía costumbre de bañarse todos los días, ni le gustaba el agua y el jabón, pero lo obligaban. Se tragaba el poquito de comida malísima. Casi siempre unas cucharadas de arroz, frijoles y un pedazo de papa o boniato. Veía un poco de televisión. A las nueve se acostaban todos y se botaba su paja. Algunos aprovechaban la oscuridad para templarse a los flojos. Los oía resoplando. Uno aguantando por el culo, el otro soltando leche. Un par de veces se la metió a unos maricones, pero no le interesaba eso. Le gustaban las mujeres. En la escuela estuvo con dos muchachitas. Las dos le dejaron por lo mismo: «Tienes peste a grajo. Siempre tienes peste a grajo y no te bañas nunca. Eres tremendo cochino.» El no se olvidaba de ellas. Las tetas duras, el bollo pelú, las nalgas, la cara bonita, el pelo largo, la voz suave, los besos, ahhh..., tenía que salir de allí. Con calma. Hasta ahora las cosas iban bien. No hablaba con nadie. Se acordaba de su abuela silenciosa y se decía: «Eso es lo mejor. No hablar con nadie. Que no me jodan.»

Al único que se acercaba era al tipo de los tatuajes. Los hacía con un alfiler. Fabricaba tinta con jabón y tizne de un mechero de kerosene. Se demoraba días para un dibujo, escondiéndose de los guardias. Punto a punto, con mucha paciencia. Rey se ponía a mirar cómo era aquello. El tipo cobraba dos o tres cajas de cigarros o una camiseta, un bolígrafo. Algo, cualquier cosa. Está bien, no era mal negocio. Consiguió un bolígrafo prestado, se dibujó una paloma volando, en la parte interior del antebrazo, cerca de la muñeca. Allí los guardias no se la verían y no preguntarían nada. Le pidió prestado el alfiler al tipo. No se lo quiso prestar. Lo agarró por las orejas y lo lanzó al piso. El tipo le dio el alfiler sin abrir la boca. Cogió el mechero y el jabón y se fue a marcarse su paloma. Le dolían los pinchazos, pero le gustaba aquello. Le quedó bien, negra y nítida. Si no fuera por los guardias seguiría pintándose todo el cuerpo, pero no quería más enredos con el instructor.

Al otro día un jabao le dijo que quería tatuarse una paloma igual.

—¿Qué me das?

—Una caja de cigarros.

—No. Una paloma da mucho trabajo.

—Te doy una caja ahora y otra dentro de quince días.

—Está bien.

Un mes después había hecho tres tatuajes, incluyendo una Virgen de la Caridad del Cobre, y ya era el dueño del negocio. Todo le fue un poco más fácil. Lo respetaban. Nadie se le acercaba para conversar tonterías. La rutina es lo ideal para que el tiempo pase. Se aficionó a la mariguana. A veces, en los naranjales, se fumaba un cigarrito aprisa cuando los guardias se alejaban lo suficiente. Le gustaba aquel letargo. En realidad detestaba la escuela por la mañana. Y detestaba más aún trabajar por las tardes, y bañarse siempre, y comer y acostarse todos los días a la misma hora. Como un animalito. Una vez se tiró un pedo en el comedor, durante la comida, y casi tuvo un pie en el calabozo. ¡Hasta eso estaba prohibido allí! ¡Cojones, así no se puede vivir!

Durante algún tiempo pensó que podría escaparse desde los naranjales. Sin hablar con nadie fue analizando el terreno. Estuvo meses con esa idea. Hasta que desistió. Donde menos se lo imaginaba había un guardia controlando un buen pedazo de terreno. Y además los perros. No. Tuvo que desistir de la idea.

Después de abandonar su plan de fuga se interesó por las perlas en el glande. En la enfermería siempre había alguien con la herida infectada. Esos tenían mala suerte: les curaban la infección y además les operaban y les extraían la perla. Pero a otros muchos les sanaba bien y nadie se enteraba. Algunos se colocaban hasta tres perlas. No eran exactamente perlas. Eran municiones de acero, de los rodamientos de bicicletas. Dos tipos se dedicaban a eso. Una tarde de domingo vio cómo lo hacían: agarraban el pene del «paciente», lo desinfectaban con alcohol y le hacían una incisión por arriba, en la piel, cerca de la cabeza. Halaban esa piel, hacían la incisión, colocaban una, dos o tres municiones. De nuevo colocaban la piel en su sitio y lo sellaban todo con esparadrapo para que sanara. Curaban la herida a diario, con alcohol. Usaban un cuchillo plástico, de cepillo de dientes. En una semana ya estaba listo: sano o infectado. Si había que ir a la enfermería el paciente decía que se lo hizo él mismo.

Le hicieron cuentos de cómo las mujeres se vuelven locas con esas perlas en el glande, «perlanas» en el argot de presidio.

—Cuando se sabe usar, las jebas se arrebatan, acere —le dijo uno de los tipos que operaban.

—¿Cuánto cobras por eso? —le preguntó Rey.

—¿Cuántas quieres ponerte?

—Dos.

—Vamos a hacer un arreglo. Me haces un tatuaje de Santa Bárbara, en la espalda. Grande. Que abarque toda mi espalda. Y listo.

—Okey. Primero me pones las perlas y cuando esté sano te hago el tatuaje.

Rey era un mulato delgado, de estatura normal, ni feo ni bonito, no recordaba haber comido carne jamás. Ni siquiera de cerdo. Si alguna vez la probó fue de pequeño y no se acordaba. Sin embargo, no tenía mala salud. Le pusieron las dos municiones de acero, aunque insistían en llamarlas «perlas». No soltó mucha sangre. Se tragó un buche de alcohol para resistir mejor el dolor. Cuatro días después ya estaba sana la herida. Cuando saliera para la calle, podría decir a las jebas que era marinero y que las perlanas se las colocaron en China. Eso decían todos los presidiarios con perlas en el glande. Nadie decía que estuvo guardado en el «tanque». Nadie decía la verdad. «En este mundo nadie dice la verdad. Todo es mentira. ¿Por qué yo voy a decir la verdad? Nada. Marinero. Y los marineros siempre tienen pesos y se les pegan las jebas como moscas al azúcar», pensaba.

Todo lo demás fue aburrido en el correccional. Cada cierto tiempo el instructor lo llevaba a la oficina e intentaba saber qué sucedió aquella mañana en la azotea.

—Acaba de decir qué pasó. Ayúdame a resolver tu caso.

No le salían las palabras, no podía. Cada vez que aquella escena se le estaba borrando de la cabeza, venía este tipo con su jodedera a pedirle que recordara.

—No, no sé, no sé.

—¿Cómo no vas a saber, muchacho?

—No. No sé.

Los meses siguieron pasando con la misma monotonía de siempre. Pasaron tres años y cumplió dieciséis. Tranquilo, sin una visita jamás. No tenía a nadie. Debido a su carácter amargado y receloso tampoco tenía amigos. Siempre andaba solo. Un día los jefes dijeron que los naranjos estaban mal atendidos. Reorganizaron los grupos de trabajo. El grupo que obtuviera mejores resultados tendría un viaje a la playa. ¿Un viaje a la playa? ¿Para qué? Él no sabía nadar. No le importaba ese viaje a la playa y siguió al mismo ritmo de siempre: andando por inercia, trabajando lo menos posible, haciendo los tatuajes y metiéndose algún trancazo de mariguana cuando podía. Una mañana los reunieron a todos y felicitaron el grupo al que pertenecía Rey: eran los mejores y el premio consistía en pasear el sábado por la noche, a Guanabacoa. Todo un lujo. Una orquesta de salsa se presentaría en la casa de cultura. El jefe del grupo pidió permiso para hablar:

—El premio era un día entero en la playa, según habían dicho.

—No. Eso será otro día.

—Correcto. Permiso para sentarme.

—Puede.

A Rey le daba igual. Ni sabía nadar, ni sabía bailar, ni le gustaba la música, ni le gustaba el agua, así que al carajo. Se disgustó con aquel premio morronguero. Tendría que ir porque era obligatorio, pero se sentaría en un rincón hasta que terminara aquella mierda. Estuvo de mal humor varios días. El sábado anduvo más amargado aún, pero no quería pedir permiso para quedarse en el albergue porque no se lo darían. Únicamente con diarrea o con cuarenta de fiebre podría quedarse. Subió a la guagua tranquilamente. Iban cuatro guardias con ellos. Llegaron a la casa de cultura. Los sentaron juntos y los guardias se quedaron en los pasillos. Al rato llegó la orquesta y enseguida comenzó el concierto. Tocaban bien. Una salsa rica. El local empezó a llenarse hasta los topes de gente joven. Todos bailando menos ellos. Eran veintitrés internos, vestidos de gris. Muchachos entre trece y dieciocho años. Bailando en sus asientos, ansiosos, mirando a las muchachitas que bailaban meneando mucho la cintura, con sus faldas cortas y mostrando el ombligo. Ahora la moda era mostrar el ombligo. Los guardias también se habían relajado y bailaban un poquito, pero suave, sin perder el control y sin moverse de sus puestos. El erotismo del baile inundaba el salón, y la música, incesante, estimulaba los sentidos, pero Rey seguía de pésimo humor, y además tenía deseos de orinar. Deseos urgentes de orinar. A la derecha de la sala, hacia atrás, había un baño de hombres. Pidió permiso para ir.

—Dale, ve y apúrate.

Rey fue al baño. Orinó. Salió de nuevo a la sala. Su grupo y los guardias estaban en la parte delantera, a unos cuarenta metros de distancia. El salón atestado de gente ruidosa, sudando. Todos bailando. Nadie miraba hacia el baño. Tranquilamente, sin pensar nada, Rey salió caminando hacia la puerta principal. Nadie lo miró, nadie le preguntó nada, y siguió caminando por la acera, hacia cualquier lugar. No sabía adonde iba ni por qué hacía eso. Salió del pueblo, cruzó frente a un cementerio. La noche era muy oscura. Le gustaba aquello. Iba despacio, paseando, sin prisa. Más allá del cementerio había un grupo de casas a ambos lados de la carretera. En una tendedera se secaban unas camisas, un short, una camiseta. La gente dormía temprano por allí. «Coño, esto es un regalito pa'mí.» Agarró aquella ropa y siguió. Más adelante se cambió, tiró el uniforme gris en una cuneta. Ahora iba de civil, aunque tenía la cabeza rapada, pero muchos hombres usaban ese pelado. Siguió caminando sin prisa por la carretera oscura. A lo lejos, a la izquierda, se veía la antorcha de la refinería y más allá las luces de la ciudad. ¿Lo estarían buscando? Bueno, si lo agarraban iba al calabozo de cabeza. Esto sí era grave. Pero no. No tenían que encontrarlo. Además, le daba igual. «Total», pensaba, «aquí afuera no tengo nada que hacer y allá dentro tampoco. ¿Para qué nace la gente? ¿Para morirse después? Si no hay nada que hacer. No entiendo para qué pasar todo este trabajo. Hay que vivir, batirse con los demás pa'que no te jodan y al final todo es mierda. Ahh, me da igual estar adentro que afuera.»

Caminó hasta cansarse. Ya andaba cerca del puerto. Por allí se veían los barcos bien iluminados en medio de la bahía. Aquella zona era de fábricas, almacenes, enormes extensiones cubiertas de hierros viejos enredados en matorrales, carrocerías de autos chocados, contenedores metálicos podridos, todo abandonado y desolado. Sin un alma. Tenía sueño y se internó entre la herrumbre y los arbustos de aquel sitio oscuro y silencioso. Se acomodó dentro de un contenedor viejo, lejos de la carretera. Allí no lo vería nadie. Y se quedó dormido.

Cuando despertó, el sol estaba alto y ardiente. Permaneció tranquilo, escuchando, alerta, inmóvil. Fue identificando los sonidos: camiones que iban y venían por la carretera, zumbidos entremezclados de las fábricas, un martillo neumático, unos gritos. Todo lejano. Mucho más cerca, el piar de varios tipos de pájaros. Quizás cantaban posados en unos árboles frondosos, a pocos metros. Una ráfaga de aire fresco lo sacó de la modorra. Se estiró, bostezó y se puso de pie. Con mucho cuidado miró los alrededores, y le gustó lo que vio: un mar de chatarra oxidada y retorcida, matorrales, algunos árboles, tranquilidad y silencio. A lo lejos se divisaban unas fábricas pequeñas y, bajando una leve pendiente, frente a él, la bahía, con unos pocos buques fondeados esperando turno. La brillante luz solar lo enceguecía, pero haciendo un esfuerzo vio a lo lejos a varias personas registrando en un basurero, niños y adultos. Tenía hambre y pensó que quizás en el basurero podría encontrar algo. Esperó a que se fueran, pero se iban unos y aparecían otros. Se hizo de noche y vio una lucecita en dirección del basurero. Quizás había alguien que le podía dar algo de comer. Se acercó sigilosamente, sin ruido. Eran tres hombres y una mujer, muy sucios. Tal vez eran los buzos que vio de día en el basurero. Tenían cara de buena gente. Estaban callados y un mechero los iluminaba bien en medio de la oscuridad. Le costó trabajo, pero al fin se decidió. Se acercó y saludó:

—Buenas noches.

Lo miraron y no le contestaron. Eran muy cochambrosos y se quedaron a la expectativa, tensos:

—¿Tienen algo de comer que me puedan...?

—¡No! —le interrumpió uno de los hombres.

Otro de los tipos se puso de pie, con un pedazo de tabla en la mano. Lo amenazó:

—Dale, dale, sigue tu camino.

Rey se alejó unos pasos, sin darle la espalda al tipo amenazante, y volvió a insistir:

—Es que tengo hambre.

—Nosotros también. Dale, agila, largo de aquí.

—Así se le dice a los perros.

—Eso es lo que tú eres. ¡Fuera! ¡Fuera!

Salió a la carretera. Pasaron dos camiones a descargar en el basurero y le soplaron polvo en el rostro. Iban aprisa. Detrás venía un carro de patrulla de la policía. Lo vio cuando ya era tarde para esconderse. Del susto le dieron ganas de cagar, pero pasaron velozmente por su lado. Respiró aliviado. Dos segundos después la policía interceptó a los camiones. El se internó entre los matorrales para cagar. Tenía un poco de estreñimiento y le dolió el culo. Hacía días que no cagaba, así que le vino bien el susto. Se limpió con un pedazo de la camisa. Regresó a su escondite. Desde allí observó todo. A los pocos minutos llegaron dos patrulleros más. Registraron los camiones. Hablaron. Revisaron papeles. Esperaron. Hablaron de nuevo. Finalmente se fueron. Cada uno por su rumbo. ¿Qué habría pasado allí? Rey se quedó dormido. Cuando despertó tenía un hambre de perro. Aún era de noche. Se levantó y salió caminando despacio. Nunca se daba prisa. ¿Para qué?

Amanecía cuando vio las primeras casas de Regla. Veía por primera vez ese pueblecito, al otro lado de la bahía. Mientras vivió en San Lázaro jamás salió de aquellas pocas cuadras. Escuchaba a la gente hablar del Cerro, de Luyanó, de Regla, de Guanabacoa, pero nunca se movieron. Después, tres años y pico encerrado.

¿Lo estarían buscando? Bueno, le daba igual. Se sentó en el quicio de una puerta a esperar que amaneciera. Estaba acostumbrado al hambre. Desde siempre. ¿Qué tiempo llevaba ahora sin comer y sin beber agua? Dos noches y un día. Se quedó medio aturdido, recostado en la pared. Al poco rato abrieron un puestecito de fiambres a unos pasos de él. Alguna gente comenzó a pasar. Se acercaban, bebían café. Algunos comían una empanada. El hambre, la sed y la caminata lo habían agotado y tenía mareos, pero hizo un esfuerzo y se arrastró hasta allí. Extendió la mano: «Ayúdeme, para comer.» La gente lo miraba con asco, como si vieran a un perro sarnoso. El dueño del puesto lo ahuyentó: «Dale, aléjate de aquí.» Se alejó unos pasos, pero siguió con la mano extendida: «Ayúdeme a comer.» Un negro viejo se detuvo ante él y lo miró. Vestía pobremente y tenía tres collares de colores al cuello:

—¿Qué te pasa?

—Ayúdeme a comer algo, señor.

—¿Por qué no trabajas, chico, con lo joven que estás?

—Ayúdeme, señor, tengo hambre.

El hombre le dio unas monedas y siguió caminando. Rey compró una empanada. La masticó despacio. El resto no le alcanzó para un refresco. Puso aquellas monedas sobre el mostrador:

—Déme un poquito de refresco.

—No, es un peso. Ahí tienes veinte centavos. Dale, vete de aquí. Te dije hace rato que te fueras.

—Déme un poquito de agua.

—No hay agua. Vete de aquí, ¿tú no oyes?

Se alejó de nuevo y siguió pidiendo. Nadie le dio ni una moneda más. Ya el sol estaba alto. Empezó a observar un bar-cafetería, al frente. Vendían pan con croqueta, refrescos, ron, cigarros. Se sentó en la acera a ver si se le ocurría algo. Al rato llegaron dos mendigos. Registraron el contenedor de basura junto al bar. Escarbaron, buscaron a fondo. Se fueron con las manos vacías. Por un pasillo, entre el bar y otro edificio, salió uno de los dependientes y tiró restos de la comida en un cubo. Era sancocho para los puercos. Apestoso a comida podrida. En aquel caldo asqueroso sobresalían unos pedazos de pan, restos de croquetas, cáscaras de mangos. Recogió todo y salió a la calle tragándose aquella porquería. Un niño lo vio y le gritó al dependiente del bar: «Tío, mira, se está robando el sancocho.» El hombre detrás del mostrador le gritó: «Oye, dale, huye de aquí. No entres más ahí.» A pesar de los gritos, Rey sonrió y le pidió un vaso de agua. «No hay agua, no hay nada. Te dije que te pierdas de aquí o llamo a la policía.»

Rey se alejó rápido, en dirección a los muelles. Se tiró en un rincón y se puso a mirar el desembarcadero de la lancha de pasajeros, entre La Habana y Regla. Al frente hay una plazoleta amplia y la iglesia de la Virgen de Regla. Él no sabía nada de iglesias ni religión. Ni su madre, ni su abuela, nadie jamás le había hablado del asunto. En el barrio mucha gente usaba collares, había toques de tambor, altares. Vio todo aquello desde niño, pero no tenía nada que ver con él. ¿Para qué la gente haría todo eso? Entraban y salían de la iglesia. ¿Qué harían allí dentro? Se sentó en el muro. Su vida siempre transcurría lenta. Horas esperando, sin hacer nada. Días, semanas, meses. El tiempo pasando poco a poco. Por suerte, él no pensaba mucho. No pensaba casi nada. Se quedaba observando a su alrededor, sobre todo a las mujeres. Tranquilo. No tenía nada en que pensar.

Unos viejos borrachos venían trastabillando por la acera, pasándose una botella de ron. Muy delgados, sucios, patilludos, apenas vestidos con unos harapos, pero muy animados, conversando los tres al mismo tiempo, quitándose la palabra uno al otro. Se sentaron cerca de él y siguieron su cháchara de borrachínes profesionales. Uno de ellos lo miró y —automáticamente— Rey le extendió la mano:

—Déme algo para comer.

El borrachito lo miró seriamente. Se distanció un poco para enfocarlo mejor y —muy pomposo, convencido de que decía algo imperecedero— alzó la mano derecha para acentuar más aún. Arrastrando las erres, dijo:

—Primera vez en la historia de la humanidad, primera vez, no se les olvide, primera vez, que un muertodehambre le pide limosna a otro muertodehambre.

—Para comer algo, señor.

—¿Dónde tú tienes los ojos? ¿En el culo?

—Es que tengo hambre.

—Ah, el hambre ya te quemó. Ya tú no ves bien, ni sabes nada. Mira, atiéndeme. —Le puso un brazo sobre los hombros y lo estrechó con camaradería—. Date un trago. No hay que comer nada. Lo que hay que hacer es beber, y olvidar las penas. Penas de amor, de salud y de dinero. Venimos a sufrir a este mundo. A este valle de lágrimas.

—Yo no tengo penas. Lo que tengo es hambre.

—Todos tenemos hambre, pero hay que beber. ¿Quieres un cigarro?

—Yo no fumo.

—Un trago. Bebe.

—No.

—Bebe.

—No.

—Coge, chico, date un trago. No seas maleducado.

Rey agarró la botella y bebió un buche corto. Era matarratas y le cayó como una bomba en el estómago.

—Esa es la cosa. Coge un cigarro ahora.

—No, no. Dame algo para comer.

—Y dale con la jodienda del comió. No hay comida. Ron y cigarros es lo que hay.

Rey se levantó y se alejó un poco. No quería oír letanías de borrachos abajo de aquel sol.

—Ven acá, ven acá —le llamaron de nuevo.

Los tres borrachitos se registraron los bolsillos. Reunieron unas monedas y se las dieron. Él las tomó.

—Gracias.

—No, no. Gracias no. Fíjate lo que te voy a decir: los hombres beben ron. No se puede pedir dinero para comer. Hay que beber y beber y beber...

—Sí, ya, deja eso.

Rey salió caminando a la cafetería del frente, pensando: «Están peor que yo. Siempre hay alguien peor que uno. Al menos no soy borracho.» Compró un refresco y unos panes con croquetas. Una pizza valía cinco pesos. No le alcanzaba para tanto.

Aquella noche no tuvo fuerzas para hacer el camino de regreso hasta los hierros viejos. Se recostó en un árbol en el jardín de la iglesia. Y se durmió. Lo despertaron unos tiros a medianoche. Entre la bruma del sueño vio dos policías corriendo detrás de un negro flaco. Se perdieron por una callejuela, más atrás iba un hombre grueso, muy blanco, con aspecto de extranjero, corriendo pesadamente. Quedó dormido de nuevo y despertó en la mañana. Al rato llegaron unos policías. Se alejó y se ocultó un poco mejor. Casi sin pensarlo entró en la iglesia. Dentro había oscuridad y unos muñecos grandes colocados por aquí y por allá. La gente no hacía nada. Se arrodillaban, se sentaban, iban a encender velas, hablaban en voz baja. Una negrita entró, vestida de azul, se quitó los zapatos y fue arrodillada, arrastrándose, hasta la muñeca negra y la cruz para poner unas flores. Y allí se quedó largo rato. En fin, tremendo aburrimiento. No le gustó. No comprendía absolutamente nada. Sólo recordaba que su madre repetía encolerizada: «¡Me cago en Dios, cojones, me cago en Dios!»

Salió de la iglesia. Los policías aún permanecían allí, pero ni lo miraron. Un viejito, sentado en el quicio de la puerta, recogía limosnas. Tenía un muñeco igual que los de la iglesia, pero más pequeño, y una caja de cartón. Casi todo el que entraba o salía de la iglesia le tiraba unas monedas, y hasta billetes, en la caja. Al viejo le faltaban las dos piernas. Junto a él tenía una silla de ruedas. Rey se decidió y se le acercó después de observarlo un buen rato:

—Óigame, señor, ¿cómo es eso? ¿Dónde se consiguen esos muñecos?

—¿Qué muñeco, chico?

—Ese que usted tiene.

—Ése es San Lázaro, hijo.

—Pero... no..., San Lázaro es la calle donde yo vivía.

—No, no..., bueno, sí, pero..., ay, no me enredes. Estoy cumpliendo una promesa para San Lázaro.

El viejito siguió en lo suyo y no le atendió más. Rey quedó de pie a su lado. Miró a la cajita. Tenía una tonga de dinero. Si le arrebataba la caja y salía corriendo, nadie lo podía agarrar. Sí. Los dos cabrones policías seguían donde mismo. El viejo entendió las intenciones del muchacho y sacó un cable eléctrico grueso, con un tornillo en la punta. Era rígido. Lo tenía escondido debajo de él. Agarró el cable, puso la cajita a resguardo y miró al muchacho. Ahora Rey sí le vio bien la cara de hijodeputa. El viejo no le dijo nada. Pero agarró más fuerte el cable.

—Yo no le voy a hacer nada.

—Vete de aquí.

—Présteme el San Lázaro cuando termine con él.

—No te hagas el comemierda y piérdete de aquí.

—Usted lo que no quiere prestármelo.

—Los santos no se prestan. Vete.

Rey le dio la espalda y se alejó. Se olió las axilas. Estaba cochambroso, con peste a sudor y a suciedad. Le gustaba ese olor. Le recordaba su casa. Pero no quería tener recuerdos de nada ni de nadie. Borró. Había gente vendiendo flores y velas. Una vieja muy gorda vendiendo mangos. Todos frente a la iglesia. Los policías, un poco más allá. De nuevo tenía hambre. Qué jodienda esta de buscar comida y buscar comida y buscar comida. El sol ardía en la plazoleta, entre la iglesia y los muelles. La lanchita llegó y soltó un tropel de gente apresurada. «¿Para qué se apuran, si de todos modos se van a morir?», pensó.

Del grupo se apartó una persona mayor, muy negra y muy gruesa, vestida con una falda amplia, una blusa ancha y un pañuelo. Todo en blanco y azul, igual que los collares en el cuello. Vino directamente hasta muy cerca de él. Se arrodilló junto a una ceiba frondosa, se persignó, rezó un rato, sacó de una bolsa unas frutas, maíz tostado, un coco, plátanos, un santo con la cabeza despegada del cuerpo, monedas, clavos, cintas de telas de colores, roció todo aquello con miel de abeja. Masculló algo más, se persignó, se puso en pie y entró a la iglesia.

«Coño, está bueno eso», pensó Rey. En cuanto la vieja entró a la iglesia, él fue hasta allí y lo recogió todo. Se comió las frutas, aunque estaban medio podridas. Guardó las monedas y preparó el santo con las cintas de colores dentro de una cajita de cartón que recogió por allí. Se situó a cierta distancia de la puerta de la iglesia. Cada vez que alguien pasaba frente a él, sacudía la cajita con las monedas y los clavos y musitaba una letanía de pedigüeño.

Así se iban los días. El truco del muñeco era bueno. Moneda a moneda todos los días recogía unos cuantos pesos y nadie lo molestaba. Comía una pizza caliente y unos panes con croquetas. Cada día más y más cochambroso. Por suerte era casi lampiño y no tenía que afeitarse.

A veces aparecían otros limosneros. Se le acercaban. Intentaban hablar. El los miraba y no respondía. Mejor así. Creyeron que era sordomudo. Cuando insistían demasiado se iba a otro sitio. Le molestaba la gente. No quería oír a nadie. Se aburría de pasar todo el día con ese muñeco y la cajita en la mano. Salió caminando sin rumbo, enfiló por la carretera y llegó hasta el rastro de hierros viejos. Una tormenta de verano se formaba, con mucho viento y truenos. Poca gente por allí. Nadie le vio entrar a los matorrales. Comenzó la lluvia con rachas furiosas y remolinos y rayos. Entró al viejo contenedor. Ya le gustaba ese sitio y lo podía controlar. Se quitó toda la ropa y puso en un lugar seco la cajita, el santo, el dinero, unos pedazos de pan. Salió desnudo a la lluvia. Era un aguacero torrencial. Se lavó un poco. Al menos se refrescó. El agua nunca le había gustado. Al parecer era algo hereditario en su familia. Pero esta agua fría lo estimuló. Se frotó la pinga, los huevos, se lavó lo mejor posible, hasta tener una erección. La primera en muchos días. Ya ni se acordaba de que tenía pinga y que se le paraba. La lluvia, incesante, era como una cortina a su alrededor. El solo, en medio de los hierros retorcidos y los matorrales. La pinga no se baja. Se frota y ahh... qué bien. Se masturbó jugando con la lluvia. Lo mismo que hacía de niño con su hermano: jugar bajo la lluvia, en la azotea. Masturbándose se ríe y recuerda cuando era un niño en aquella azotea. Y lanzó el semen. Mucho semen. Ufff. Ya. Ahora quedó más tranquilo, lavándose bajo la lluvia y recordando. Hacía años que no recordaba.

—¡Al carajo, no tengo que acordarme de nada, de nadaaaa! —gritó muy alto, amparado bajo el estruendo torrencial del aguacero.

Lavó un poco su ropa. Después se quedó desnudo dentro del contenedor. Cuando cesó la lluvia ya era un tipo tranquilo y fresco. Poco a poco llegó la noche y le gustó. Salió del contenedor, y allá, hacia la ciudad, enrojecía un hermoso atardecer. Lo miró un instante y tuvo una buena sensación de bienestar y de paz. Pero eso fue apenas unos segundos. Enseguida observó los alrededores. No se desprendía del miedo a la persecución. Podían estar tras él. No había nadie en todo aquello. Al rato se quedó dormido.

Al día siguiente se levantó, se vistió con su ropa harapienta y todavía húmeda. Salió caminando sin rumbo, con el santo en la mano. No tenía prisas, se entretuvo mirando calmadamente a los obreros que entraban y salían de las fábricas, a las mujeres, unos estibadores descargando cajas de pescado congelado. Se acercaba a todos con su santo en la mano. Nadie le dio un centavo. Algunos le decían socarronamente: «Ponte a pinchar y no te hagas el bobo.» Uno de los negros estibadores se le acercó y le tocó los músculos del brazo:

—Estás flaco pero fuerte. Dale que aquí están buscando estibadores. Deja el santico.

El se alejó y no contestó. El negrón siguió jodiendo:

—¿Será bobo o se hace el comemierda? —le preguntó a uno de sus compañeros.

Rey continuó su rumbo: «Que trabaje el coño de su madre. No voy a trabajar más nunca en mi vida», pensó.

Una hora después llegó a Regla. Se detuvo frente al embarcadero de la lanchita, y sin pensarlo, impulsivamente, pagó con una moneda y subió. Por primera vez navegaría. Le daba un poco de miedo. La embarcación se atestó. Rey pensó que iría directo hacia La Habana. Pero no. La lanchita salió hacia la desembocadura de la bahía, torció a la derecha y se detuvo en Casablanca. Rey bajó allí mismo. Bajaron unos pocos, subieron otros, y la lancha de nuevo partió, cruzó la bahía y desembarcó al otro lado, en La Habana. Rey la siguió con la vista. Le gustó navegar. Temía llegar a La Habana. Se había fugado del correccional hacía muchos días. Ya no lo estarían buscando, pero no se podía confiar. En Casablanca le dieron limosnas. Mucha gente aguardaba allí por el tren eléctrico de Hersey. En ese momento arribó la vieja locomotora con sus vagones rústicos. Hacía un viaje muy lento hasta Matanzas. Una mujer le decía a una niña: «Verás qué viaje más bonito, a campo traviesa.» El único campo que Rey conocía eran los naranjales del correccional, y no le gustaba. Para él aquello significaba sol, trabajo, hormigas bravas, espinas y arañazos, hambre todo el día. «¿Existirá otro tipo de campo? Lo dudo», pensó. Estuvo tentado de montar en el tren y viajar hasta Matanzas. No. Desechó la idea. Siguió caminando con su santo, cruzó unas pocas calles, pendiente arriba, se internó por un camino de tierra, con malezas, y de repente llegó a la inmensa estatua blanca del Cristo de Casablanca. «La gente hace muñecos y los pone por todas partes. ¿Cómo harían éste tan grande?», pensó.

No había nadie en los alrededores. Desde allí divisaba muy bien toda la bahía. Era una buena altura. Le gustó dominar todo, al menos de aquel modo. Estaba solo allí arriba y era el gran observador. Se sintió poderoso. Con la vista abarcaba todos los muelles, los buques, la gente minúscula moviéndose, los camiones, las pequeñas lanchitas de pescadores, muchos caminando por el Malecón, y más allá, la ciudad. La inmensa ciudad que se perdía de vista entre la bruma de la humedad y el resplandor de la luz solar cegadora. A la derecha, los edificios altos y ruinosos de su barrio. Centro Habana seguía igual de hermosa y ajada, esperando que la maquillaran. Inconscientemente su mirada buscó un edificio exacto, un punto ligeramente más adentro de tierra. A cien metros del Malecón. Allí estaba su azotea. Aún no se había derrumbado. El corazón le latió con más fuerza y casi se le sale del pecho. Todos los recuerdos le llegaron juntos: su madre estúpida; pero era su madre y la quiso a pesar de todo. Su hermano, que se arrebató y se lanzó a la calle sin pensar, su abuela que no resistió más, y él sin saber qué hacer de pie detrás del gallinero. Los ojos se le llenaron de lágrimas. «¡Qué horror! ¿Qué me está pasando? ¿Por qué me sucedió esto? Si los quiero olvidar y no puedo. ¡Me cago en Dios, cojones! Quiero olvidarme y no puedo. La azotea ahí y yo de vagabundo, que ni sé dónde meterme. ¿Qué sería de las palomas y los perros y las gallinas?» Las lágrimas le brotaron con fuerza y no pudo parar de llorar, como un niño. Allí se quedó horas, deprimido, sin fuerzas, pensando en su familia destruida de un golpe. Sentado, con el santo descabezado en la mano. Un torrente incontenible de lágrimas. Por primera vez en su vida se sintió desamparado, abandonado, solitario. Y le dio mucha rabia. Se le acabaron las lágrimas. Y se entró a golpes por la cabeza y la cara. Autoagresivo. No quiere recordar nada. No puede permitírselo. Y sigue golpeándose con saña. Agarra una piedra y se golpea aún más duro. Le duele mucho, pierde el control. La rabia por haber llorado, por haber recordado, le hace golpearse hasta sacarse sangre.

Termina exhausto, herido, cubierto de sangre, y muy adolorido. Todavía está lleno de odio y rencor, y piensa en su madre, que le daba palazos y le gritaba: «No llores, cojones, no llores. Los hombres no lloran», pero lo molía a palos. «Para la próxima le entro a cabezazos a una pared y me mato. Tengo que olvidarme de todo», piensa. ¿Por qué había caído tanta mierda encima de él? No podía comprender. Por primera vez pensaba en todo esto. No podía llorar y ablandarse como un niño. El era un hombre y los hombres no se pueden aflojar. Los hombres tienen que ser duros o morirse.

Atardecía cuando al fin pudo levantarse, pero no tenía hambre ni sed. Y no bajó de la loma. Se quedó allí, a los pies de la estatua. Mirando cómo la ciudad encendía sus luces escasas. Era una hermosa ciudad. Alrededor de su azotea sólo había oscuridad. Ya no la veía. Al menos se le habían acabado las lágrimas. Lloró mucho recordando. Y no había nada que hacer. Nada. Sólo seguir viviendo, hasta que le tocara su turno.

Aquella noche durmió allí mismo. Durmió mal. Despertó muchas veces en la noche, y siempre miraba a la ciudad. Una y otra vez. La vista se le escapaba hasta aquel pedacito que fue su barrio. Al día siguiente bajó a la terminal de trenes, caminó un poco por el pueblo. Comió unas sobras que le regalaron en una cafetería. Tenía un aspecto desastroso: muy delgado por tanta hambre acumulada, con grandes ojeras, su pelo ensortijado de mulato creciendo vertiginosamente, golpeado, con moretones y rasguños, heridas en las mejillas, los labios, la frente. Sangre reseca por todas partes, más la suciedad y los harapos. Estaba hecho trizas. Parecía un cazador de gatas en celo. La gente lo miraba con una mezcla de asco y compasión, pero no le permitían acercarse.

Cuando anocheció subió de nuevo al Cristo. Pero ya no lloró. Con los ojos despejados, mirando hacia su casa, empezó a maquinar la idea de ir hasta allá y averiguar qué había sucedido. Cuando se lo llevaron de allí tenía trece años. Ya tenía dieciséis. Recordó que la vecina era buena gente, la madre de la jinetera, quizás ella podría ayudarlo.

Decidió cruzar la bahía y llegar a su casa. En tres años y pico había cambiado mucho. No sería fácil reconocerlo. Ni sus amigos del barrio. ¿Todavía criarán palomas? El tiempo de los pobres es diferente. No tienen dinero, y por tanto no tienen auto, ni pueden pasear y viajar, no tienen buenos equipos de música, ni piscina, no pueden ir los sábados al hipódromo, ni entrar a los casinos. El pobre en un país pobre sólo puede esperar a que el tiempo pase y le llegue su hora. Y en ese intermedio, desde que nace hasta que muere, lo mejor es tratar de no buscarse problemas. Pero a veces uno sí se busca problemas. Caen del cielo. Así, gratuitamente. Sin buscarlo.

De todos modos decidió cruzar. Pero una cosa es decidirse a cruzar la bahía y otra hacerlo realmente. Regresó a su viejo contenedor, donde se sentía seguro y bien protegido por la soledad.

Así estuvo varios días y noches. Por primera vez en su vida enfrentaba una indecisión. Hasta ahora siempre otros habían decidido por él. Una tarde se acercó al muelle. Puso las monedas en las manos del cobrador y pasó a la lancha. Otro tipo le hacía competencia: un negro viejo y flaco, con la cabeza rapada, cubierto de tatuajes, tocando incesantemente una pequeña tumbadora. Era un show continuo. El tipo no se detenía. Recogía las monedas en una gorra y unos turistas le tomaron fotos. Algunos se acercaban para ver mejor los cientos de tatuajes de su cuerpo. Se quitó la camisa y subió un poco los pantalones para que le vieran. Era un negro simpático. Sonreía y tocaba el tamborcito, hacía muecas, y volvía a sonreír. La gente lo miraba y se divertía, pero nadie le dio ni un centavo. En pocos minutos cruzaron la bahía y Rey se vio caminando por la Avenida del Puerto.

Eran las siete de la tarde, pero el sol aún estaba alto y fuerte. Caminó despacio, llegó frente al Hotel Deauville y descansó un rato sentado en el muro. Había poca gente. De noche el lugar se cubre de jineteras y chulos, travestis, mariguaneros, gente de provincias que no se enteran de nada. Pajeros, vendedoras de maní, jineteros con ron y tabaco falsificado y coca verdadera, puticas recién importadas desde las provincias, músicos callejeros con guitarras y maracas, vendedoras de flores, triciclos con sus taxi-drivers multioficio, policías, aspirantes a emigrantes. Y algunas mujeres infelices, algunas viejas, algunos niños, los más pobres entre los pobres, que se dedican a pedir monedas incesantemente. Cuando un turista incauto y melancólico aterriza en medio de esta fauna no agresiva, pero picara y convincente, generalmente cae fascinado en esa trampa. Finalmente compra ron o tabaco mierdero, creyendo que es original y que él es un tipo hábil y con una buena estrella. A veces, meses después, se casa con una de aquellas espléndidas muchachas o forma pareja con un muchacho-pinguero. Después de esas proezas, el turista le asegura a sus amigos que ahora es feliz, que la vida en el trópico es maravillosa y que le gustaría invertir aquí su dinero y tener una casita junto al mar, con su negrita complaciente y atractiva, y abandonar el frío y la nieve y no ver más a las educadas, cuidadosas, calculadoras y silenciosas personas de su país. En fin, cae en trance hipnótico y sale de la realidad.

Ahora, en cambio, sólo había allí dos borrachitos, bebiendo profesionalmente bajo el sol. El los miró y puso el santico por delante:

—Una ayuda para el santo.

—Mira, te voy a dar lo que tengo en el bolsillo. Total, ya me da lo mismo. Y ése es San Lázaro..., ¿no? Sí.

El borracho era un hombre de unos sesenta años, delgado en exceso, vestido con una guayabera raída y sucia, aunque conservaba cierto aire de persona decente y educada. Ahora estaba demasiado ebrio y no veía bien. Sacó unos billetes del bolsillo, unas monedas, un llavero sin llaves. Todo lo dejó caer en la cajita. Rey se quedó callado. Intentó irse rápido, antes de que el viejo borracho rescatara su dinero. Pero el otro borracho lo agarró por el brazo y no lo dejó irse. Era un tipo mugriento y vulgar:

—No, no. Espérate..., ¿adonde tú vas? ¿Con qué vamos a comprar la otra botella? ¿Le diste todo el dinero?

—Sí, pero es mi dinero. A ti no te importa eso.

—Está bien..., es verdad, es tu dinero...

—Yo no puedo beber más. Ya estoy completo.

—¿Cómo que no puedes? Eso no se dice nunca..., un hombre nunca dice eso.

—Bueno, sí puedo, pero tengo que hacer algo..., tú eres mi amigo..., tú eres mi amigo.

Y le dio un fuerte abrazo.

—¿Y ese abrazo? ¿Por qué tú me abrazas?

—Tú eres mi amigo..., hasta luego.

El viejo agarró a Rey por un brazo y salió caminando. El otro borracho se quedó sentado, mirando al vacío. El viejo se apoyó en el brazo de Rey y siguió hablando, arrastrando las palabras. Estaba muy curda y se balanceaba de un lado a otro, a punto siempre de caer al suelo. No cesaba de hablar:

—Tú estás joven. Yo no puedo más ya. Ayúdame...

—¿Adonde tú quieres ir?

—Te di todo mi dinero..., mira..., todos me dejaron..., todos. Mis hijas, los nietos, mi mujer, los maridos de mis hijas. Todo el mundo se fue..., y yo no puedo más...

Comenzó a sollozar y agarró fuertemente el brazo de Rey. Lo conducía por los portales de Galiano.

—Ahora perdí hasta el cuarto, estoy en la calle hace días..., bueno, lo vendí todo, poco a poco, para el ron y los cigarros. Hay que olvidar las penas..., pero no puedo olvidar a ninguno. Jamás me han llamado por teléfono, ni una carta. ¿Qué hice de malo? ¿Una copa de vez en cuando? ¿Por eso soy mal padre y me echan a un lado? ¿Por eso yo... mal padre? Me gusta el ron. ¿Qué voy a hacer?

—¿Pa'dónde se fueron? —preguntó Rey.

—Pa'fuera, chico. Pa'fuera. Pa'dónde se va todo el mundo.

—¿Por qué no te fuiste con ellos?

—Nooo..., yo no tengo que irme. Yo nací en Cuba y me muero en Cuba.

Del bolsillo posterior extrajo una botella con bastante ron. Contuvo los sollozos y, con una sonrisa amarga, le dijo a Rey:

—Ésta es mi reserva especial, de mis bodegas privadas.

—¿De qué?

—Tú eres un ignorante y un inculto. Con las personas ignorantes no se puede hablar. ¿Tú sabes leer?

—Ahh, viejo, deja esa trova. Voy echando.

El viejo lo retuvo:

—No, no. No te puedes ir. Te di todo mi dinero..., espérate un momento..., no te puedes ir. Ayúdame a subir a mi edificio, a la azotea.

—¿Tú no dices que perdiste el cuarto?

—Sí, pero yo sigo por allí más o menos..., vamos a la azotea.

—¿Dónde es?

—En la otra esquina. Vamos, yo no puedo subir las escaleras.

Siguieron caminando. Entraron en un viejo edificio derruido. Alguna vez fue elegante y hermoso. Ahora tenía una fosa derramando mierda en el centro del vestíbulo, y una bella escalera de mármol blanco, arruinada y sucia, como todo. Había olor a mariguana. Rey olfateó y le gustó. Un negro y una negra muy jóvenes, en un rincón oscuro, fumaban y se besaban y se gozaban chupándose mutuamente. El viejo no hizo caso a nada. Rey miró y se excitó al instante. Uhmm. Comenzaron a subir. Rey empujaba al viejo por la espalda y lo sostenía. A duras penas ascendieron. Cinco pisos. El viejo comenzó a sollozar.

—¿Por qué estás llorando? ¿Tú vives aquí arriba?

—No, no, vamos a seguir hasta la azotea.

Salieron por una puertecita a la azotea del edificio. A Rey le gustó aquel fresco después de tanto ejercicio. Ya era de noche bien cerrada y había refrescado. Se entretuvo mirando los alrededores desde aquella altura. El viejo seguía sollozando. Agarró de nuevo la botella y se dio un trago largo. La extendió hacia Rey:

—Toma, quédate con esto y pídele a San Lázaro por mí.

Pasó una pierna sobre la baranda y se lanzó con la cabeza hacia abajo.

—¡Ay, mi madre! Pero...

Rey hizo un gesto para asomarse y mirar abajo, a la calle. Pero no. Sólo pensó en escapar. Temblando de miedo bajó las escaleras lo más rápido que pudo. El hambre y los trabajos le habían restado fuerzas. Cuando llegó abajo adoptó la expresión de tonto medio dormido que usaba para pedir limosnas. Allí estaba el viejo. Cayó de cabeza y su cráneo se hizo añicos. Quedó en una postura grotesca, como si no tuviera huesos y fuera de goma. Los vecinos y transeúntes miraban a cierta distancia. Aún no había policías. Rey se alejó Galiano arriba. Ya venían dos policías corriendo. Alguien los había llamado. Caminó muy poco y se sentó en un banco, en el parque de Galiano y San Rafael. Sacó el dinero del viejo y lo contó. Ochenta y tres pesos. Era rico. Jamás en su vida tuvo tanto. Cuando lo comprendió, recuperó el apetito. Bajó por el bulevar de San Rafael. Quería comer caliente. Una señora vendía cajas de cartón con arroz, frijoles, lomo ahumado y boniato frito. A veinte pesos.

En pocos minutos se tragó una caja y tres refrescos, sentado en la acera. Uf, tuvo un fuerte mareo, se recostó en la pared. Toda aquella comida de repente en su estómago. Al rato pudo seguir caminando bulevar abajo. Dobló por Águila y siguió caminando hasta el parque de la Fraternidad. Estaba muy oscuro. Cuando sus ojos se adaptaron, descubrió que había gente sentada en todos los bancos. Maricones. Se besaban, cuchicheaban, chupaban, suspiraban, se quejaban. Un auto iluminó por unos segundos y vio a uno en cuatro patas sobre la hierba, clavado por el culo. Tenía sueño. Se acomodó en la tierra contra un árbol grueso y se durmió.

Al rato la lluvia lo despertó. Un chubasco con viento y truenos. Se empapó. No había nadie a su alrededor. Todos habían escapado al portal de enfrente. Medio adormilado aún se levantó y caminó hasta el portal. Se tiró en un rincón y se quedó dormido de nuevo.

Por la mañana estaba húmedo aún. Entonces se acordó del viejo borracho de la noche anterior. Quizás él un día tenía que tomar la misma decisión y se lanzaba cabeza abajo cuando ya no pudiera más. Se levantó del piso y regresó por Águila. En esa calle, entre Dragones y San Rafael, quedaban en pie varios edificios medio derruidos y abandonados. Eran buenos sitios para pasar la noche. Siguió por Águila abajo y volvió al Malecón, frente al Deauville. Descansó un rato, sentado en el muro, y al rato reinició su marcha. Un momento después llegó a la esquina de su casa. Se sentó de nuevo en el muro del Malecón y se dedicó a observar el ambiente.

Nada había cambiado. Todo sucio, derruido, la gente sentada en la acera, tomando fresco, charlando, bebiendo ron, escuchando música. Nadie trabaja. Se gana más con algún negocito. Es mejor que romperse el lomo por cuatro pesos al día. Rey cruzó la avenida y se sentó en el pequeño parque de la esquina, construido donde hace años se derrumbó un edificio. Pedía limosnas a todos los que pasaban. Nadie lo reconoció. Desde allí podía ver bien su casa y a la vecina. Se quedó un buen rato. Nada sucedió. Nadie se asomó por la baranda. Sin pensarlo dos veces dejó su puesto de observación y fue caminando pausadamente hasta la puerta del edificio. Subió los cuatro pisos, hasta la azotea, y tocó en la puerta. Le abrió la vieja vecina. La reconoció, pero se había puesto demasiado flaca. Ella, que siempre fue gorda y tetona. Era un saco de huesos. Cuando lo vio, le dijo:

—Ay..., ¿usted ha subido hasta aquí pidiendo limosnas? Espérese.

Entró. Regresó enseguida con unas monedas, las depositó en la cajita, y fue a cerrar la puerta. Rey la detuvo con un gesto:

—Fredesbinda, ¿usted no se acuerda de mí?

La mujer lo miró mejor, pero no se tomó mucho tiempo:

—No me acuerdo.

—Yo soy Reynaldo, el de aquí al lado.

—¡Ay, muchacho, por tu madre!..., entra, entra.

Y le abrió paso. La puerta daba a la azotea. Atravesaron entre cacharros viejos y oxidados, jaulas de pollos y otras porquerías acumuladas a lo largo de años. Llegaron al pequeño cuarto de tres por cuatro metros, idéntico al que en otros tiempos ellos ocuparon. Justo al lado de éste. Tuvo que contarle a Fredesbinda lo que le había sucedido en los últimos años. Lo resumió todo en dos minutos y eludió decirle que se había fugado.

—¿Y qué hicieron con mi madre y mi hermano y abuela?

—No sé, mi hijito. Se los llevaron para la morgue. No sé.

—¿El cuarto está cerrado?

—No. Enseguida vino una familia de orientales y ahí están. Son buena gente, la verdad. No molestan mucho.

—¿Y quién les dio ese cuarto?

—Ellos llegaron, entraron, y ahí están. Son siete. No sé cómo caben en ese cuartico.

A Rey le daba igual. Se quedó callado un rato. ¿Así que eso era todo? Estuvo a punto de marcharse. Pero se acordó de la mulatica jinetera, hija de Fredesbinda, y le preguntó:

—¿Y su hija?

—Mejor ni hablar de eso.

—¿Por qué?

—Uhmm..., está en Italia.

—¿Sí?

—Se casó con un italiano.

—Bueno, bastante jineteó aquí, ¿se acuerda? Ahora vive bien por lo menos.

—No hables así. Ella no jineteaba, pero era muy alegre. Siempre andaba de fiesta con los extranjeros..., era muy divertida.

—¿Le ha mandado dinero?

—Al principio sí. Dos veces. Pero hace más de un año que no sé nada.

—Ahhh..., pero... a lo mejor no le gusta escribir.

—No, Rey. Yo conozco a mi niñita. A ella le sucedió algo..., ay, yo no quiero ni pensarlo.

Y comenzó a sollozar.

—No piense lo malo, Fredesbinda.

—No lo pienso, pero estoy desesperada. Yo presiento algo que no es bueno. Esa niña me quiere mucho para estar un año sin llamar, sin escribir...

—Ella era inteligente.

—Yo sé lo que te digo —dijo Fredesbinda sorbiendo mocos y enjugando lágrimas.

—¿Y qué usted cree? ¿Que se murió?

—Muchacho, esas cosas no se hablan. Que Dios no lo quiera... Dicen que a muchas las obligan a trabajar..., tú sabes..., de putas en cabarets..., ay, mi madre.

Rey se quedó en silencio. Estuvo a punto de irse. Fredesbinda tenía solo cincuenta y dos años, pero estaba demacrada, flaca y triste. De aquellas hermosas y grandes tetas que él tanto admiraba cuando se pajeaba en su azotea, sólo quedaban unos pellejos abundantes y flácidos cayendo hasta la cintura dentro de la blusa. Atormentada, miraba al suelo, olvidada de Rey. Entonces pareció acordarse de él:

—Estás hecho un desastre. Mucho peor que cuando vivías aquí.

Rey no contestó. Ya no tenía deseos de hablar más.

—Voy a calentar algo para que almuerces. Pero báñate primero para botar esos trapos churriosos. Ahí tengo una ropita limpia que te puede servir.

La vieja tenía un baño microscópico dentro de la habitación. Le alcanzó un cubo de agua fría, un jabón y un trapo. El se restregó sin prisa. No le gustaba bañarse, pero de vez en cuando venía bien.

—Lávate bien la cabeza para que vayas a pelarte luego por la tarde.

Rey no contestó. Pensó: «¿Ella se creerá que voy a quedarme aquí?»

La vieja siguió:

—Porque... no tienes que irte enseguida. Te puedes quedar y mañana vamos a averiguar cómo tenemos que reclamar tu casita. Tú tienes derecho, pienso yo.

—No. No tengo interés en eso.

—Bueno, no te apures tanto. Te puedes quedar unos días.

«Ah, esta vieja quiere un rabaso por el culo, pero esto es una trampa, aquí no me puedo quedar muchos días», pensó.

En ese momento Fredesbinda corrió la mínima cortina plástica del baño y le extendió un pantalón, desteñido pero en buen estado. Al mismo tiempo su vista se corrió hasta el sexo de Rey:

—Tú ves, bañado y limpio es otra cosa. Toma, agua de colonia..., a ver, yo te la pongo.

De sentir a Fredesbinda mirándolo, Rey sintió que su tranca empezaba a hincharse. Cuando ella le frotó el pecho y el cuello con agua de colonia, la pinga se le puso tiesa como un palo. A la vieja le brillaron los ojos, su rostro se puso alegre y pareció retroceder en un instante de los cincuenta y dos a los veinte gloriosos años:

—¡Oh, qué pinga más linda!

La agarró con las dos manos, apretando. Le sobó los huevos. Era una espléndida y gruesa tranca de veintidós centímetros, de un color canela bien oscuro, con una pelambrera negra y brillante. Hacía mucho tiempo que no tenía sexo. Le había cogido el culo a unos cuantos maricones en el reformatorio. Pero no abundaban allí los maricones y se los disputaban a golpes, lo cual divertía mucho a las locas. Ver a los machitos fajados por ellas. El se lió a golpes dos veces, pero después decidió que no merecía la pena. Entonces se masturbaba cada noche, pero nada como una buena mamada experta, seguida de un buen bollo húmedo y oloroso después, con sus respectivas tetas, una cara linda con el pelo largo, y además, el culo opcional, para variar un poco de hueco.

Fredesbinda era la reina de la mamada. Vivía orgullosa de su capacidad succionadora. Se la sacó un instante de la boca. Apenas el tiempo necesario para cerrar la puerta, desnudarse, lanzarlo a él sobre la cama y ella encima. A seguir chupando. Después se la introdujo ella misma, ansiosa. Tenía un chocho oscuro, pero igual de succionador, musculoso, potente. Rey se vino tres veces sin perder la erección, y ella pidiendo más. Al fin terminaron, sudando, agotados, y dormitaron un rato. El calor era insoportable y se levantaron abotargados. Comieron un poco de arroz y frijoles. Fredesbinda le dio dos pesos y fue a pelarse. Se sentía bien y había recuperado confianza en sí mismo. Echar un buen palo y dejar satisfecha a una mujer siempre es estimulante. Rey se sentía bien macho. Vigoroso como nunca.

Cuando regresó de la barbería parecía otro. Afeitado, bien pelado, con ropa limpia y unas chancletas de goma casi nuevas. A pesar de esto parecía tener más de dieciséis años. Podía pasar por veintidós y hasta veinticuatro. Tenía una expresión dura en el rostro. Y hambre, mucha hambre. Así pasó una semana. Ni él ni Fredesbinda trabajaban. Sólo encerrados, templando, comiendo y bebiendo ron. Las perlanas de Rey la tenían loca:

—Papi, ¿de dónde sacaste esas perlas en tu pinga? Yo nunca había visto eso. ¡Eres un loco, cabroncito!

Rey aprendió a usar las perlas frotándolas contra el clítoris de Fredesbinda. Y las perlas convirtieron definitivamente a Rey en El hombre de la Pinga de Oro.

Se acabó el dinero y la comida de la vieja. Templaban tres o cuatro veces al día y la vieja se demacró, le brotaron más arrugas, tenía el cuello cubierto de chupones violáceos. Ron, cigarros, sexo y música de la radio. Buena música de salsa. ¡Eso era la vida! ¡Eso es la vida! ¡Eso será la vida! ¿Qué más se puede pedir?

Fredesbinda imaginó algo y precavidamente no le dijo a nadie quién era aquel muchacho. Rey a veces salía por la noche a la azotea, miraba hacia lo que una vez fue su casa, y no sentía absolutamente nada. Ni nostalgia, ni recuerdos, nada. Él era un tipo duro. Cuando pensaba así le entraban deseos de boxear. De pegarle duro por la cara a un negro fuerte. Recibir unos cuantos pescozones, asimilar, y devolver, pegando más duro aún. Duro, más duro, hasta poder soltar un gancho al hígado y reventar al tipo contra la lona.

Esa noche estuvo un poco violento en la cama. Le sonó unos cuantos bofetones a Fredesbinda. Por nada. Sólo por motivarse. Le agarraba los pellejos de las tetas y se los retorcía. A ella le gustaba:

—Ay, sí, papi, dame golpes, que me duela..., apriétame las tetas..., ay..., toma, coge mi leche, cabrón, eres un salao...

Eso lo excitaba mucho más y terminaron extenuados. Durmieron como dos piedras. Al día siguiente no había ni café ni una peseta. El bajó las escaleras con el estómago vacío. Ya había pensado que en el agromercado de Ánimas podía encontrar algo que hacer. Odiaba trabajar, pero no quería volver a registrar en la basura y comer cosas podridas cubiertas de gusanos.

Merodeó un poco por el mercado, preguntó y consiguió ayudar a estibar un camión de plátanos, después otro. Tuvo trabajo hasta el mediodía. Ganó veinte pesos. Se robó unos plátanos maduros, unos mangos casi podridos y un puñado de limones. Cuando llegó a casa de Fredesbinda con todo eso, ella se alegró:

—Ay, titi, ¡tú eres El Rey de La Habana!

—Jejejé —se sonrió muy orondo, orgulloso de su faena.

—¡El Rey de La Habana! —repetía Fredesbinda, atragantándose de plátanos y mangos.

Así pasaron los días. El, muy disciplinado, se levantaba de noche aún y se iba a descargar camiones al mercado. Le gustaba aquel olor a frutas y vegetales maduros y podridos, los chistes brutos de los otros estibadores, los campesinos azorados que llegaban con los camiones, mancharse de tierra roja con las yucas y boniatos. Fue perfeccionando el robo. Ahora ponía un saco en algún rincón oscuro y lo llenaba poco a poco. Antes de que amaneciera agarraba el saco, salía por la puerta de atrás y se lo llevaba a Fredesbinda, que ya lo esperaba.

—¡Ahí viene El Rey de La Habana!

—Reynaldo na'más. Reynaldo na'más.

—No, papi, no. Tú eres El Rey de La Habana.

A veces el saco sólo contenía pepinos y ajos. Otras veces sólo melones y calabazas. De todos modos, Fredesbinda los vendía y hacían unos pesitos más. Rey cada día era más hábil. La fiesta le duró un par de semanas. Ahora estaba más fuerte, mejor alimentado, musculoso, y un poco más alegre. Le bombeaba su semen a Fredesbinda dos o tres veces al día. La vieja también había olvidado el posible drama de su hija en Italia. ¿Seducida y abandonada? ¿O seducida y explotada?

Todo lo que comienza termina. Una madrugada apareció un policía en la puerta del mercado, en el momento exacto en que Rey salía con su saco repleto de vegetales. Lo habían denunciado. El policía se le acercó a paso rápido y le instó:

—Ciudadano, deténgase y muestre su carnet de identidad.

Rey se aterró tanto que ni pensó lo que hacía. Lanzó el saco contra el policía. Lo derribó al suelo y salió corriendo en dirección opuesta. Corrió como un demonio, llegó a San Lázaro y siguió por el parque Maceo hasta el Malecón. Muy asustado, se sentó un rato a mirar si lo seguían. No. Nadie. Amanecía lentamente. A los pocos minutos ya andaban por allí los primeros pajeros del día. Cazaban a las mujeres que pasaban solas y apresuradas hacia sus trabajos. Les mostraban la pinga y se masturbaban. Siempre se colocaban junto a una columna o en el túnel bajo la avenida del Malecón. Sabían hacerlo. Eran expertos. Se calentaban hasta que pasaba alguna muy especial y delante de ella soltaban su semen. Se limpiaban y se iban caminando o en bicicleta.

Cuando el sol apretó un poco, Rey salió caminando. No sabía adonde. No podía volver al mercado. La capilla de La Milagrosa estaba abierta. En los escalones de entrada algunos pedían limosnas con los santicos en las manos. Rey se sentó allí a observar. «Creo que voy a buscarme un santico otra vez», pensó. La cola del camello estaba sabrosa. Los camellos pasaban con rapidez, cada diez minutos. En cada uno doscientas personas, sudando y rabiando unos encima de otros. Sexo, violencia y lenguaje de adultos. Pero la cola seguía igual. No disminuía. Una avalancha tras otra de gente. Él observaba a dos negritos carteristas que aprovechaban cuando el camello llegaba. Todos se precipitaban en tropel a subir, dándose codazos, empujando, apurados. Los negritos metían las manos en las bolsas, en los bolsillos, y la gente no los percibía. Hicieron zafra. Robaron por lo menos seis carteras y se perdieron de allí. Eran muy hábiles. A Rey le gustó aquello, y pensó: «Parece fácil, pero yo soy muy torpe para meterme a carterista. Es un vacilón porque no hay que romperse el lomo cargando sacos, pero...»

—¿Quieres maní?

Una voz dulce de mujer le interrumpió. Le puso delante un manojo de cucuruchos de maní. Él la miró y le gustó. Era bien morena, con una boca carnosa, un rostro bonito, pelo largo pintado de rubio con largas raíces negras. Alta, muy delgada. Tenía rostro de pasar hambre a pesar de la sonrisa. Y muy sucia. Era evidente que no le gustaba bañarse. Tenía una ropa vieja, desteñida, asquerosa, y mostraba el ombligo provocativamente, aunque manchado de tizne y hollín.

—No tengo dinero.

—Te doy uno. Y cuando puedas me lo pagas. A otro no, pero a ti sí.

—Dame.

Rey cogió el cucurucho y empezó a masticar maní. Ella se sentó a su lado. Atrás de ellos, en un panel de la iglesia, un gran cartel decía con letras rojas: «Y entrando en el templo, comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él. San Lucas: 19-45.» Y más abajo, con letras negras: «Prohibido sentarse en las escaleras. Deje el paso libre.»

—¿Y por qué a mí sí y a otro no?

—Ah —le dijo ella sin sonreír, con un gesto duro.

—Ah de qué.

—Ay, deja eso. Me da la gana de dártelo.

Rey no contestó. Al frente, en el parque Maceo, dos tipos hacían volar unos cometas japoneses, grandes y hermosos, con bellos dibujos en colores.

—Mira qué lindo —le dijo él.

—Sí.

—¿Tú habías visto eso antes?

—Sí. A veces son diez o doce al mismo tiempo.

—Ah.

Ella vendió unos cucuruchos. Hicieron silencio largo rato. A Rey le gustaba, pero no sabía cómo entrarle. Los dos eran cortos de palabras. Ella vendía maní. Le hubiera gustado que todos dijeran: «Oh, ella cantaba boleros.» Pero no. Ella vendía maní. Lo miraba de soslayo, coquetamente, y se sonreían. Se gustaban y nada más. Tres o cuatro horas después terminó todo el maní. Era el mediodía. Ella tomó la iniciativa:

—¿Vamos o te quedas?

—Vamos.

Salieron caminando por Belascoaín.

—¿Quieres una pizza?

—No tengo dinero.

—No me lo digas más. Ya lo sé.

Ella compró dos pizzas. Un poco más arriba, en un bar, compró una botella de ron mataperros y una caja de cigarrillos. Cada uno bebió un buche. Rey hizo una mueca.

—¡Argh, caña de azúcar! ¿Cómo te llamas?

—Magdalena. Me dicen Magda. ¿Y tú?

—Rey. Me dicen El Rey de La Habana.

—Jajajá. Eso tienes que probarlo.

—No tengo que probar nada. Me dicen así.

Ella se reía, pero la mirada seguía dura, con sus grandes cejas oscuras y sus hermosos ojos negros. Parecía una gitana hermosa, delgada, tensa y vibrante como una caña.

—¿Qué edad tú tienes, nene?

—Veinte, ¿y tú?

—No, hombre, no. Tú tienes menos de veinte.

—Dieciséis.

—Ah, pero eres un niño.

Rey la miró muy serio, y le respondió:

—Sí, niño, pero con un pingón así...

Y señaló con las dos manos un buen pedazo.

—Oye, yo no te he dado confianza, deja la gracia.

—No es gracia, es la verdad.

Siguieron caminando en silencio. Se dieron otro buche de la botella. Rey comenzó a hablar de nuevo:

—¿Y tú?

—¿Y tú qué?

—¿Qué edad tú tienes?

—Ah, yo soy una vieja pa'ti.

—Tú debes tener como treinta y pico.

—Veintiocho.

Siguieron Belascoaín arriba. Bajaron por Reina, entraron por Factoría y se metieron en el barrio de Jesús María. Cuando llegaron a un edificio casi totalmente destruido, Magdalena le indicó:

—Ven por aquí.

Entraron en aquellas ruinas. Subieron la escalera, sin baranda. Alguna vez fue un hermoso edificio. Por algunos sitios quedaban restos de azulejos sevillanos, grandes planchas de mármol blanco enchapando los muros y trozos de hermosas barandas de hierro forjado. Ahora estaba arruinado por completo. Más de la mitad se había desplomado. En el pedazo que aún se sostenía en pie existían tres habitaciones. Cada una con una puerta y un candado. Una era de Magdalena. Dentro sólo había una colchoneta tirada en el piso. En un rincón una cazuela, un jarro, una cuchara, una lata con agua, una hornilla de carbón vegetal y tres cajas de cartón: una con alguna ropa muy vieja y raída; otra con unos cartuchos de arroz, frijoles, azúcar, y otra más con una bolsa de maní crudo y una provisión de papel blanco para confeccionar cucuruchos.

Magda bebía ron y fumaba cigarrillos. A veces un poco de mariguana. Y poca comida. No hablaron mucho. Casi nada. O nada. Ella cerró la puerta, abrió una ventanita para airear un poco el cuarto. Se miraron y se besaron. Sobraban las palabras.

A ninguno le molestaba la suciedad del otro. Ella tenía un chocho un poco agrio y el culo apestoso a mierda. El tenía una nata blanca y fétida entre la cabeza del rabo y el pellejo que la rodeaba. Ambos olían a grajo en las axilas, a ratas muertas en los pies, y sudaban. Todo eso los excitaba. Cuando ya no pudieron más estaban extenuados, deshidratados, y se hacía de noche. Ella y los otros vivían allí ¡legalmente porque el edificio se podía derrumbar en cualquier momento. Por tanto, no tenía agua, gas ni electricidad. No tenían ni una vela. Se hizo de noche y siguieron tirados sobre el jergón, en la oscuridad, medio borrachos, medio embotados por tanto sexo desaforado.

—Rey, tengo el culo ardiendo. El culo y el bollo. Acabaste conmigo.

—Porque tú eres una vieja. Yo estoy entero.

—Ahh, ¿estás entero?..., espérate..., tú vas a demostrar ahora si eres El Rey de La Habana o El Culo de La Habana.

Buscó en el fondo de una caja. Tenía medio kilo de mariguana escondido entre aquellos trapos sucios. Preparó dos. Guardó de nuevo el paquete y dieron fuego a los cigarrillos. Absorbieron bien a fondo. A reventarse los pulmones. Ella empezó a calentarlo. Agarró la pinga muerta y se la metió en la boca. La hierba era buena. Hizo buen efecto. El animal se desenroscó cimbreante, buscando a quién morder. Empezaron de nuevo. Ya Rey no tenía leche. A pinga seca. Tres horas más. Se quedaron dormidos.

Al día siguiente despertaron tarde. Ella encendió la hornilla de carbón, tostó maní. Prepararon cien cucuruchos. Ya era mediodía cuando Magda salió a vender. Antes cagó en un pedazo de papel, hizo un envoltorio y lo lanzó a la azotea del edificio de al lado. Bajaron la escalera.

—¿Qué vas a hacer, Rey?

—Voy a recoger botellas plásticas en esa cafetería. Tienen la basura repleta de vasos y botellas.

—Las grandes se venden a dos pesos.

—Yo lo sé.

—Toma —le dio cinco pesos—, come algo porque te lo ganaste. Anoche me dejaste muerta.

—Jajajá... ¿Soy El Rey o no?

—Uhmmm.

—Adiós, te veo por la noche.

Rey recogió de la basura las botellas vacías de cola, los vasos. Intentó venderlos en una cervecera a granel. Los curdas no tenían vasos ni botellas, pero allí estaba Rey proveyendo. De todos modos, tenía un aspecto demasiado puerco y nadie le compró. Otros vagabundos un poco más limpios también vendían vasos y botellas recogidos por ahí, en las basuras de cafeterías de dólares. Había competencia en ese bisnecito.

Irritado, de mal humor, Rey regresó al edificio de Magda. Eran casi las nueve de la noche. Subió en la oscuridad, se acercó a la puerta y escuchó suspiros y quejidos. Era Magda, templando con otro. Se encabronó mucho. «Ah, esta puta se está burlando de mí», pensó. Tocó fuerte. Cesaron los suspiros. Silencio.

—¡Magdalena! ¡Abre!

Ella abrió e intentó atajarlo. Pero él entró como una tromba. Un hombre viejo, flaco, sucio, un poco andrajoso, intentaba ponerse los pantalones precipitadamente. Rey lo agarró por el cuello. Lo sopapeó un poco. El tipo era endeble.

—¡¿Qué es esto, chica?! ¡Tú lo que eres una puta!

Sacó al tipo del cuarto. El infeliz no abrió la boca y salió corriendo escaleras abajo. Magda le gritó:

—Mañana nos vemos, Robertico. ¡No te pierdas! ¡No le cojas miedo que éste no es peo que rompa calzoncillo!

Rey se enfureció más aún cuando escuchó aquello. Ella se le enfrentó:

—Oye, repinga, ¡¿quién cojones eres tú pa'hacerme esto?! ¡¿Tú te crees mi marido o qué?!

—¡Yo soy tu marido! ¡Yo soy tu marido, y tienes que respetarme!

—Tú lo que eres un comemierda y un muertodehambre que no tienes dónde caerte muerto.

—¿Y tú? ¿Tú eres millonaria o qué?

—¿Tú no sabes que esos viejos me pagan veinte o treinta pesos por cada palito? Y ni se les para la pinga.

—¿No se le para? Y te oí suspirando como una loca.

—Teatro, mi hijito. Teatro pa'calentarlo. A todos los viejos hay que hacerles mucho teatro. Además, me da igual si se les para o no. Si me la meten o la dejan afuera. Yo me he metido quinientas pingas desde que tenía ocho años hasta hoy, y antes de morirme me voy a meter quinientas más. ¡No te creas tan duro ni un cojón de tu madre!

—Tú lo que eres una singa.

Magda cambió el tono de repente y se puso melosa y seductora:

—Ya, papi, ya. No te pongas bravito.

—¡Bravito ni pinga!

—Ya, ya, mi niñito, ya. Mira lo que tengo aquí... —Sacó una botella de ron—. Si yo estaba esperándote, chinito. Es que ese viejo me cayó atrás y, te voy a decir la verdad, pon los pies en la tierra: cada vez que me pueda ganar veinte pesos con uno de estos viejos, me los gano. Les abro las patas y que den lengua y dedo...

—Bueno, ya está bien.

—Ah, tú ves, tú eres inteligente, pero a veces te haces el bruto. Ven, dame un besito.

Se desnudaron y se tiraron en el jergón. Pasaron las horas, con ron y buena hierba. Y las horas y los días y las semanas. Rey se acostumbró a los viejos vagabundos que pagaban unos pesos por lamer aquel chocho agrio y apestoso, masturbarla con los dedos, intentar metérsela. A veces él salía de la habitación y se sentaba en la escalera. Le gustaba escucharla a ella con su teatro de suspiros y quejidos. A veces bramaba un poco, resoplaba, gritaba y les chillaba a los viejos: «Coge mi leche, méteme el dedo, mételo todo. Tú sí sabes..., ay, viejo maricón, salao, tú sí sabes, coge más leche.» Rey creía que era demasiado para ser teatro solamente. Y se ponía celoso como un perro. Le entraban deseos de ir adentro, agarrarlos a los dos por el pescuezo y reventarles la cabeza contra la pared.

Un día se la encontró frente a La Milagrosa, sonsacando a un conductor del camello. Era un negrón prieto y fuerte. Rey fue prudente. Esperó a que el camello se fuera para acercarse:

—Ese no era viejo, cacho de puta.

—Ah, ¿ahora vas a velarme?

—Ese no era un viejo.

—Pero es un negrón lindísimo y sato. Y yo le gusto.

—¿Entonces qué? ¿Te gustan los negros?

—Y los mulatos como tú, papi.

—¿Los blancos no?

—No. ¿Blancos? No. Desde niña me acostumbré a los negros con sus pingones bien prietos, grandes y gordos..., como tú papi, tú tienes una pinga lindísima. Verdad que eres El Rey de La Habana.

—Yo no soy negro, no confundas.

—Pero eres un mulato riquísimo y me gustas mucho, y eres tremendo loco.

—Oye, ya que se me está parando.

—Ay, sí, qué rico..., vamos pa'l Malecón. Hace tiempo que no singo en el Malecón, arriba del muro.

Cruzaron el parque Maceo. Se sentaron sobre el muro. Ella se recostó a una columna y abrió las piernas. Tenía una falda amplia que le llegaba a los tobillos. Rey se acomodó de frente, sacó su animal, que se endureció apenas olfateó el bollo apestoso y ácido de Magda, y allí mismo copularon frenéticamente, mordiéndose por el cuello. Por supuesto, automáticamente aparecieron los voyeurs consuetudinarios del parque Maceo. Desenvainaron y a pajearse como locos disfrutando el frenesí ajeno. A Magda le gustaba eso. Con el rabillo del ojo miraba alguna de aquellas pingas erectas y desaforadas que los rodeaban. Era una descraneá loca, desde niña, desde siempre. Loca a los pajeros, a vacilarlos con sus caras frescas a veces y asustados en otras ocasiones, escurridizos, alejados, siempre moviéndosela.

En ningún momento ella soltó el manojo de cucuruchos de maní. Se vinieron muchas veces, como siempre. Ella quedó medio dormida, extenuada, pero siguió pregonando sin cesar: «Maní, lleva tu maní, manicito pa'l niño, vamo a vel..., maní.» Los pajeros también concluyeron, se sacudieron bien y se alejaron sin dar el frente, caminando de lado, como los cangrejos. Ninguno compró maní.

Dieron fuego a unos cigarrillos mientras reposaban un instante:

—Oye, Rey, volviendo al tema...

—¿A qué tema?

—Al de los negros.

—Ahh.

—Yo tengo un hijo de cinco años..., con un negro... Ivancito..., salió prieto como un totí, igual que su padre, de mí no sacó nada.

—¿Y dónde está?

—En el campo, con una de mis hermanas.

—¿Y eso?

—Ellos dicen que estoy loca y que el niño se iba a morir de hambre. Y qué sé yo. Vinieron y se lo llevaron.

—¿Hace tiempo?

—Sí. Hace más de un año que no lo veo. Allá está mejor.

—¿Y tú estás loca de verdad?

—Sí, de la cintura pa'bajo. Loca por meterme todas las pingas que me gustan. Si tú eres El Rey de La Habana, yo soy La Reina, papito, La Reina de La Habana.

El bisnecito de las botellas y los vasos plásticos era una mierda. Rey estuvo días deambulando por ahí, sin saber qué hacer. Magda lo mantenía. Ron, mariguana, cigarros, mucho sexo, algunos pesos a diario. Rey estaba flaco, con el esqueleto cubierto sólo de pellejo, igual que Magda. A ella le gustaba mantenerlo.

—Me gusta, papi. Me gusta ser tu puta y darte dinero... Ay, si yo pudiera jinetear y buscar fulas y tenerte como un rey de verdad. Hasta una cadena de oro te iba a comprar.

—Ah, no sueñes más.

—¿Por qué?

—Porque tú estás muy cochina y muy flaca y muy estropajá por todos esos viejos churriosos.

—Oye, oye, vete a ofender al coño de tu madre.

—¡Oye, mi madre está muerta!

—¡Ay, perdona!

—Sí, muerta de la risa cagándose en el coño de la tuya.

—Jajajá.

Magdalena a veces se perdía una noche completa. Siempre regresaba a su cubil, pero eso desquiciaba a Rey. En esas ocasiones pasaba la noche en blanco: sin dinero, sin comida, sin ron ni mariguana. Nada. No podía ni entrar al cuarto y se dormía en un escalón de la escalera, con las cucarachas y los guayabitos pasándole por encima. El viejo pantalón que Fredesbinda le regaló estaba roto y cochambroso. Se le salían los huevos y el rabo por un rajón de la tela en la entrepierna. Una noche, tirado en el escalón, esperanzado en que Magda llegara de madrugada, se quedó dormido como una piedra. En sueños sintió que una mano delicada lo masturbaba. El tenía una gran erección y alguien lo masturbaba a través del hueco en la entrepierna del pantalón. No, no eran sueños. Se estaba despertando. Abrió un poco los ojos y vio que era realidad. Nada de sueños, aunque la vida es sueño. Despertó totalmente, se restregó los ojos. A pesar de la oscuridad reconoció a un maricón que vivía en el cuarto de al lado, masturbándolo y sonriendo. Hizo un gesto brusco para apartar al tipo, que, delicado, se retiró pidiendo disculpas:

—Perdona, pero no resistí la tentación. La tenías tiesa, esperando una caricia...

—¡Qué caricia ni qué cojones, chico!

Rey se incorporó de un salto. Como un tigre. Flaco pero tigre. Le dio unos cuantos pescozones al maricón, que ahora gritaba pidiendo auxilio:

—¡Ay, ya, ya, abusador, no me des más! ¿Por qué no le das a un hombre como tú?

Rey lo agarró por el pescuezo y lo iba a lanzar escaleras abajo, cuando vio que estaba disfrazado de mujer. Tenía una cara lindísima y una peluca rubia. Y se contuvo. Se miraron de frente. Era preciosa. Una mujer limpia, con su cutis delicado, perfumada. Con una falda corta. Se quedaron en silencio mirándose. El travestí masajeando sus golpes:

—¡Ay, coño de tu madre, acabaste conmigo!

—¡Yo soy hombre, cojones! ¿Quién te mandó a pajearme ni un carajo?

—Ay, niño, no es para tanto..., estaba ahí esperándome, erecta en el medio de la escalera. La carne es débil.

—Pero yo soy hombre, no me jodas.

—Ay, sí, todos somos hombres..., por desgracia..., qué aburrido.

—Por desgracia ni tarro. A mí me gusta ser hombre.

—Ah, no te hagas, no te hagas, que aquí el que no canta La Bayamesa la tararea. Ven conmigo...

—¿Pa'dónde?

—Ven conmigo y no preguntes. ¿Qué tú haces ahí abandonado? Esa puta te tiene tirado a mierda. Ven para acá.

Receloso, dudando de aquel maricón tan recontramaricón, Rey le obedeció y fue tras él. Era preferible antes de seguir en la escalera. Y lo más probable era que Magda no regresara.

Cuando Rey entró al cuarto se quedó asombrado. ¡Allí dentro había de todo! Desde luz eléctrica hasta televisor, refrigerador, cortinas de encajes, una cama amplia con muñecos de peluche encima, una coqueta cubierta de frascos de cremas y perfumes. Todo limpio, inmaculado, sin una mota de polvo, las paredes pintadas de blanco, adornadas con grandes pósters en colores de bellísimas mujeres desnudas. En un rincón un altar presidido por un crucifijo y la tríada inevitable en Cuba: San Lázaro, la Virgen de la Caridad del Cobre y Santa Bárbara. Y flores, muchas flores. Muñequitos plásticos y de vidrio por todas partes. Pequeños budas, elefantes, chinas, bailarinas de mambo, indios de yeso. Todo mezclado. El kitsch elevado a su máxima expresión.

El maricón encendió una varilla de incienso. Agarró unos manojos de albahaca y de otras hierbas, fue hasta un rincón donde tenía un pequeño canastillero. Tocó la madera, besó los guerreros, despojó con las hierbas, roció todo con perfume y con un buche de aguardiente, hizo sonar una campanilla. Y regresó a atender a su invitado.

Rey lo miró bien, ahora en la luz. Le había golpeado duro. Tenía un par de moretones en las mejillas. Y era lindo. ¿O linda? Era precioso, en realidad. Parecía una mujer bellísima, pero al mismo tiempo parecía un hombre bellísimo. Rey nunca había visto algo parecido. Al menos de cerca, con tanto detalle. Estaba sentado con sus andrajos en la única butaca que había en la habitación. No sabía qué decir.

—¿Estás fascinado?

—Eh.

—Que si estás fascinado... ¿por mí?

—¿Qué es fascinado?

—No, nada..., ¿quieres comer algo?

—Sí.

—¿Por qué no te bañas primero?

—¿Bañarme? Aquí no hay agua. ¿De dónde tú sacas la corriente y todo eso?

—Hay, niño, no averigües..., acabas de conocerme y ya estás averiguando todo..., para controlarme..., niño, tú como marido debes ser terrible.

—Oye, oye, ¿qué vola contigo? ¿Qué marido de qué?

—Yo me llamo Sandra. Apréndetelo. San-dra. San-dra. No me digas «oye». No me gustan las vulgaridades. Y tampoco me gusta que me traten mal. Yo soy así, como una princesa.

—Ah, pues a mí me dicen El Rey de La Habana.

—Eso tienes que demostrarlo. Ese es un título nobiliario de alcurnia..., tienes que demostrarlo.

—Eso mismo dice Magda.

—Ay, niñoooo, no menciones más a esa mujer, pelandruja, churriosa, puta, muertadehambre, chismosa y bretera. Mira cómo te tiene..., hecho tierra. Y tú aguantando. Total por gusto, porque en definitiva...

—¿En definitiva qué?

—En definitiva, ¿qué tiene ella que no tenga yo?... A ver, dime. Yo por lo menos me baño todos los días y cuando tengo un hombre lo cuido como si fuera un príncipe. Y no le falta nada. Nada. Yo sí cuido a mis hombres.

Sandra aprovechó para erguirse y remarcar sus pequeños pechos. Estaba orgullosa de ellos. Eran pequeños pero originales. Nada de silicona. Los había logrado con Medrone, una pastilla anticonceptiva y reguladora de la menstruación, a base de hormonas femeninas.

Rey observó los pechos de Sandra y pensó que eran hermosos, pero se guardó la lengua. Sandra percibió la mirada de Rey:

—Ya ves que no me falta nada. Na-da. Y al menos soy más divertida que esa mujer. Debía llamarse Angustia.

—Oye, no hables más de Magda. Déjala tranquila.

—Y todavía la defiendes, tontico lindo. Vamos para que te bañes y te quites esa ropa para botarla. Ay, niño, se puede ser pobre pero no indigente.

Rey no contestó. Le dolió lo de «indigente», pero enseguida pensó que no era más que un indigente desde que nació. «Esta Sandra es una serpiente venenosa. Los maricones del reformatorio eran niños de teta al lado de ella», pensó.

En un rincón de la habitación había un desagüe en el piso. Alguna vez existió un lavabo. Todavía permanecía la marca. Se bañó. Sandra le alcanzó una toalla y le regaló un pantalón corto y una camiseta. Después preparó una tortilla con pan y un refresco frío. Sandra se quedó mirándolo con desfachatez:

—Ni pienses que te vas a acostar en mi cama, porque debes estar comido de piojos y ladillas.

—Oye, ¡¿qué repinga piojos de qué?!

—Ya, ya. Te dije que odio las vulgaridades..., ay, no encuentro un hombre fino, elegante, caballeroso, que me regale flores. No. Todos son iguales de groseros, sucios, malhablados.

—Deja la mariconá esa...

—Bueno, bien. Duermes en el piso, y mañana te voy a revisar la cabeza y todo lo demás porque tampoco quiero un ladilloso aquí.

Rey se quedó en silencio. Le convenía no protestar. Sandra le alcanzó un cojín y durmió en el piso. Tranquilamente. Por la mañana, cuando despertó, Sandra tenía el café listo. Abrió una ventana y entró la luz, deslumbrante. Había cambiado. Ahora vestía con un short ajustado, que dejaba ver un pedacito de las nalgas. Hacia arriba, un topecito mínimo, de algodón, ocultaba sus pechos. Era un mulato muy claro, con un suave color canela y una hermosa piel. Delgado, un culito compacto, insinuante, el pelo corto y negro, un bello perfil con labios carnosos, piernas y brazos largos y delgados. Todo era flexibilidad y delicadeza, con una atmósfera de suavidad femenina seductora. En cuanto él abrió los ojos le alcanzó el café:

—No debí hacerte eso..., pobrecito.

—¿Hacerme qué?

—Dormir en el piso.

—Ahh. Estoy acostumbrado.

—Tómate el café.

Sandra se asomó a la ventana, fumando delicadamente, admirando la belleza derruida del barrio de Jesús María: los edificios de sólo dos o tres plantas, muy antiguos y arruinados. Los patios enormes, con grandes árboles: ceibas, mangos, mamoncillos. El leve ruido del barrio, sin tráfico alguno. La luz intensa de la mañana. El calor y la humedad agobiantes desde temprano. La sensualidad de los olores. Sandra fue hasta la radio y puso música. Se sentía bien:

—Ohhh, lo perfecto: tener un hombre en casa. ¿A qué te dedicas, Reynaldito?

—A nada.

—¿Magda te mantiene? —No.

—Pero te da dinero, si no te mueres de hambre, por lo que veo.

—Ah, sí.

—Ven acá. Acércate a la ventana, que hay más luz.

Sandra le agarró la cabeza. Le colocó la frente entre sus pequeños pechos y comenzó a buscar piojos. Rey protestó débilmente:

—Yo no tengo piojos.

—Eso voy a verlo, y después te voy a registrar las ladillas.

—Oye, oye, eh...

Rey sintió la presión de aquellos pechos. Y le gustó. Sandra olía diferente. Tenía una suave fragancia a limpieza. Magda siempre olía a suciedad. Tuvo una erección, que se mantuvo imperturbable. A los pocos minutos, Sandra lo separó de sí:

—No tienes piojos, ¡qué extraño! Ahora vamos a las ladillas, porque..., ¡ay, niño, qué susto, qué es eso! Siempre la tienes parada y tiesa y después te ofendes si uno te mira..., ay, no entiendo a los hombres. Nunca los entenderé.

Rey intentó esconder su pinga tiesa, aprisionándola entre las piernas, pero ya era tarde. Sandra lo había descubierto, con gran alharaca, como hacía todo.

—Ya, ya, déjame tranquilo.

—No te voy a dejar tranquilo, porque yo estoy muy limpia y me cuido mucho. Y no puede ser. Nada de ladillas.

Le bajó el short. Aquel animal erecto y potente se puso aún más duro. Sandra intentó buscar ladillas entre el vello púbico, pero no soportó la tentación:

—¡Ay, Rey, no puedo aguantarme!

Y se la introdujo en la boca. Rey fue a rechazarla, pero ya se sabe lo intensamente débil y pecadora que es la carne. Y le dejó hacer. Sandra, arrodillada ante él, se quitó el topecito y mostró sus pechos preciosos, perfectos, firmes. Rey tocó los pezones, que se erizaron. Sandra dejó por un instante lo que hacía. Subió hasta él. Lo besó. Oh, sí. Era una cabroncita. ¡Qué boca, qué beso, con lengua y todo! Sandra volvió a su quehacer abajo, a la vez que se quitaba el short y quedaba desnuda. Ya Rey estaba sulfatado. Sandra se viró de espaldas. Tenía un bellísimo culo, anhelante. Ella misma dirigió la operación. Y fue penetrada y gozada. Rey terminó, pero ella quería más. Era golosa, y no le dio tiempo a desfallecer. De nuevo comenzó a besarlo y a masturbarlo. Rey siguió erecto. Ella buscó un paño húmedo. Le limpió un poco el animal y se lo introdujo en la boca.

—No te apures, papito, no te apures. Gózame.

Pero Rey tampoco pudo resistir mucho. En pocos minutos tuvo su orgasmo. Repitieron por tercera vez. A Rey le gustaba realmente. Lo disfrutaba. Sandra era una experta moviéndose, provocando. En la tercera vuelta Rey se fijó que ella también tenía un buen animal erecto entre las piernas. Casi tan grande como el de él. ¡Pero él era un hombre y no le gustaba aquello! Y desvió la vista. Sandra se masturbó levemente. Y terminaron juntos, suspirando, besándose. Rey no se dio por enterado del orgasmo de Sandra. Hizo como si nada. Se vistió para irse.

—Ay, niño, ¿y ese apuro? ¿Adonde tú vas? Ya soltaste la leche y te vas, como los animales, ay, los hombres, todos son iguales..., por eso me gustan tanto..., jajajá.

Rey se sonrió del chiste. Era divertido este maricón... Sandra... era divertida.

—Mira, Rey, no sé por qué, pero... quiero ayudarte. Yo soy así, me cogiste de buena.

Sacó de un escondite cinco cajas de cigarrillos de primera calidad:

—Toma. Esto se vende a siete pesos cada una. En fulas son más caras. No me tienes que dar nada. Y no te pierdas, papito, que tú eres capaz de eso y de mucho más.

—¿Tú estás aquí por la noche?

—No, mi amor, por la noche estoy trabajando. Si no trabajo me muero de hambre. A mí no me mantiene nadie..., ay, si apareciera un millonario en mi vida, como en las novelitas. Un tipo canoso, alto, elegante, con un castillo en el corazón de Europa, y me convirtiera en Lady DiSandra. Con yates y joyas y champagne. Y el millonario arrebatado por mí. Y yo arrebatada por el millonario, dando la vuelta al mundo..., ahhh...

—Ah, te volviste loca.

—Siempre he sido loca. Loca arrebata. Desde que nací.

—Sí, ya veo. Me voy.

—Ven de día, soy tuya. Al menos hasta que aparezca el millonario soy tuya. Pero siempre de día, porque de noche soy un ave, una mariposa nocturna, una flor marchita, una mercenaria del amor...

—¿Qué estás hablando, qué es eso?

—Nada, nada, Reyeito, Rey mío, Recontrarrey, Rey loco, pinga grande, me has dejado..., ay, si me vuelves a templar así, me enamoro para siempre de ti, para siempre, loco...

—Ya, ya. No seas empalagoso.

—Empalagosa.

—Empalagosa.

Se besaron en la boca. A Rey le gustó. No le gustó. Le gustó. Se fue con sus cigarrillos.

Rey salió caminando sin prisa por Reina, Carlos Tercero, Zapata. Cuando llegó a la puerta del cementerio de Colón aún le quedaban dos cajetillas. Se detuvo un rato. Entraron varios entierros. Con pocos dolientes. La gente cada día va menos a los mortuorios. Es normal, la vida es más interesante que la muerte. Bastante jodio es todo para agregar aún más lágrimas. Rey jamás había entrado a un cementerio. Ni se imaginaba cómo era la cuestión adentro. Ofreció a todos sus cajas de cigarrillos. Las vendió. Ya se iba cuando se le acercó un viejo feísimo, pequeño y un poco retorcido, como si tuviera el espinazo hecho trizas. Con una cara furibunda, le gritó:

—Oye, muchacho, ¿te quedan cigarros?

—No. Se acabaron.

—Ah, carajo.

—¿Usted trabaja aquí?

—Sí.

—Puedo ir a buscarlos y se los traigo.

—Ve a La Pelota. Yo voy a estar trabajando allá..., donde veas el bulto de gente del entierro, ahí mismo estoy.

Unos minutos después Rey regresaba con los cigarrillos. El viejo y otro bajaban un ataúd al fondo de una sepultura. El viejo parecía más amargado aún. Cinco personas observaban la operación. Sin lágrimas. En cuanto la caja llegó al fondo la gente se fue. Tenían prisa. Uno puso un billete en la mano del viejo, le dio las gracias y se apresuró para alcanzar a los demás. Ya otro muerto esperaba cerca, en la estrecha calle, a unos cincuenta metros. También venía acompañado por otros cuatro o cinco dolientes. Los sepultureros operaban rápida y hábilmente. Metían tres ataúdes en cada sepultura, colocaban una pesada tapa de cemento. Abrían la bóveda siguiente. Tres muertos al hueco. Colocar tapa. Abrir la otra. Otros tres pa'bajo. Así todo el día. A veces, entre un entierro y otro disponían de diez o quince minutos. Y eran sólo dos. Rey observó todo aquello después de entregar los cigarros y cobrar, incluida una pequeña propina.

—¿Quieres trabajar aquí? —le preguntó el viejo.

—No, no.

—¿Por qué no?

No contestó. Sólo hizo un gesto de «me da igual».

—¿Quieres o no quieres?

—Bueno... ¿Cuánto se gana?

—El cuadre es conmigo. Según las propinas que me den. Te puedo dar diez o veinte pesos al día. —Está bien.

—Ponte aquella gorra y dale, que siguen llegando. Al mediodía aguantan un poco. Por la tarde vuelven a empezar, hasta las seis más o menos.

Rey pasó todo el día bajando muertos a los huecos. En un receso al mediodía comieron un bocadillo y fumaron un cigarro. Ninguno de los tres habló. Todos en lo suyo. A Rey se le ocurrió decir:

—Debían quemarlos. Total. Tantos muertos... Yo los quemaría.

—En otros países incineran al que lo pida —le dijo el viejo.

—¿Sí? ¿Usted sabe de esto?

—Veintinueve años aquí. De lunes a domingo. Sin descansar un día.

—¡Cojones! ¿Ni un día de descanso?

—Nada.

—Bueno, a usted le gustarán los muertos... Se siente bien.

—No, no. Me siento mal. Yo fui feliz el día que me casé. A los dos días mi mujer se fue. Y ya. Nunca en mi vida he tenido otro día feliz.

El otro tipo ni levantó la mirada del suelo. Al rato siguieron enterrando muertos. A las seis se acabaron los muertos.

—Ya se pueden ir.

—Pero hay que sellar las tapas con cemento y arena. Y son muchas —dijo Rey.

—Yo me ocupo de eso. Fuera. Mañana aquí, a las ocho —dijo el viejo, extendiendo un billete de veinte pesos a cada uno.

Salieron juntos. Ambos tenían la misma idea:

—Te invito a un trago de ron.

—Vamos a La Pelota.

A esa hora otros pelandrujos merodeaban por allí. Después llegaron dos mujercitas igual de sucias, feas, alcohólicas, andrajosas. Aceptaron unos tragos. Bebieron juntos. Las mujercitas eran alegres y bebían duro. En dos horas los cuatro estaban borrachos. No demasiado, sólo con una buena nota. Ya habían calentado tocándose. Y se fueron a templar. Por atrás del cementerio hay una calle muy oscura y unas pocas casitas y árboles. El tipo agarró a una de las mujercitas, la recostó contra un árbol y se la templó. Ella reía y él resoplaba. Rey hizo lo mismo. Nada especial. En realidad fue una mierda. A Rey ni se le paró bien. Terminaron. Cada mujercita recibió unos pesos y se fueron riéndose. Aún quedaba un poco de ron en la botella. Bebieron un poco más, sentados en la tierra, recostados al árbol, en la oscuridad. El tipo fue el de la idea:

—Oye, vamos a saltar la cerca para buscar al viejo.

—Es casi medianoche. Ese viejo amargao debe estar durmiendo.

—Yo creo...

—¿Qué tú crees?

—Llevo una semana de ayudante..., ese viejo está en algo y me está eliminando. El tiene algún bisnecito.

—¿Qué bisnecito va a tener en el cementerio? ¿Qué va a hacer? ¿Vender muertos?

—No, no. Yo sé lo que digo. Todas las tardes es lo mismo. Se queda él solo y no quiere que lo ayude a sellar las bóvedas.

Saltaron la cerca. Caminaron un buen trecho entre las tumbas y se acercaron a la zona de los muertos frescos. Allí estaba el viejo todavía. Alumbrándose con un farol. Era una luz pequeña. Se acercaron con cuidado y se pusieron a observar. El viejo abría los ataúdes. Despojaba de la ropa a los muertos. Les registraba la boca. Si tenían oro en los colmillos se los arrancaba con una pinza. A su lado tenía un saco donde guardaba ropa, zapatos. A algunos los enterraban con traje y corbata. Rey observó detenidamente a aquellos muertos pálidos. Y el viejo desnudándolos uno por uno. Sin prisa. Después de un rato allí, el tipo se levantó de repente y partió hacia el viejo, increpándolo.

—Oye, viejo salao, ¿y yo qué? Me tienes fuera del negocio.

El viejo quedó sorprendido y sin saber qué hacer. Entre las penumbras desnudaba a uno de aquellos lívidos cadáveres. Enseguida reaccionó. Tenía una pala en la mano.

—Ven, ven.

Avanzó hacia el otro, con la pala en alto y aquella expresión de hijoputa furibundo. Rey no quería ver más muertes. Allá ellos. Fue a retirarse, pero, medio curda aún, algo le retuvo en su escondite. Quería ver.

El viejo le asestó un buen palazo por la cabeza al otro. Y lo lanzó al suelo. No perdió tiempo. Lo golpeó más, con el canto de la pala. Siempre por la cabeza. Hasta destrozarle el cráneo. Era un viejo retorcido y pequeño, pero fuerte. Una pulpa de sangre y masa encefálica se derramó en el piso. El viejo agarró el cadáver. Hizo un esfuerzo y lo cargó como un saco, sobre sus hombros. Lo tiró en la sepultura abierta. Hasta el fondo. Con sus grandes manazas recogió la masa pulposa y la tiró también al fondo del hueco. Con el pie borró las manchas de sangre que quedaron en la tierra. Hizo lo mismo con la pala. Listo. Aquí no pasó nada. Siguió en su tarea con aquel cadáver, que tranquilamente seguía esperando a que lo despojaran del pantalón y los zapatos y los calcetines.

Con mucho cuidado Rey se alejó sin hacer ruido, pensando que ese viejo era de cuidado. «Ese sí es un tipo duro..., uhmmm..., durísimo el viejo.»

Regresó lentamente. No tenía prisa. Le gustaba caminar de madrugada, vagabundear sin rumbo. Era mejor olvidarse del cementerio. Además, había que pinchar demasiado por veinte pesos. Llegó muy temprano al edificio. Subió las escaleras. Tocó en la puerta de Magda. Ella le abrió somnolienta.

—Eh, al fin apareciste.

—Eso mismo digo yo.

Magda se tiró de nuevo en el jergón. Y él a su lado. Se durmieron al instante. Cuando despertaron ya eran más de las doce. Como siempre, despertó con una erección fenomenal. Magda estiró la mano. Palpó aún medio dormida. Lo apretó. El le puso la mano en el sexo. Y sin abrir los ojos se acariciaron. Él se le acercó. Ésa era Magda. Con olor a mugre, igual que él. Lamió su cuello. Olió sus axilas grajientas. Eso lo excitaba mucho. Subió sobre ella, la penetró, y se sintió muy bien. Realmente bien. ¿Sería amor? Ni se acordó de la borrachita de la noche anterior. Ni de Sandra. Se templaron a profundidad, es decir, sintiendo lo que hacían. Después del primer orgasmo siguieron, se pusieron un poco más frenéticos. Oh, qué bien.

—¿Tú me quieres, titi?

—Sí, papito, cómo me gustas..., qué bien me siento contigo.

Los dos cuerpos unidos se comunicaban susurros, con pequeñas frases de amor. Se acariciaban, se deseaban con cada pedacito de sus sentidos. Después, cuando enfriaban su sensualidad, les apenaba sentir tanto amor. La sutileza del amor es un lujo. Disfrutarlo es un exceso impropio de los estoicos.

Se levantaron del jergón a las tres de la tarde. Magda le ofreció ron. Quedaba un poco en una botella.

—No. Tengo hambre.

—Ni comida, ni café, ni cigarros. No hay nada. Ron nada más.

—Eres un desastre.

—Tú eres más desastre que yo, Rey. Si yo no busco los pesos, nos morimos de hambre.

—Bueno, dale muévete. Busca algo.

—Espérate, chino, tengo un dinerito aquí.

—¿De los viejos?

—De lo que sea, nene. No empieces con la misma jodienda. Te he dicho cincuenta veces que los viejos dan más dinero que el maní. Vamos pa'la calle, a buscar algo de comer.

—No, me quedo. Tráelo tú. Y no te demores.

—Eres el más güevón del mundo. El Rey de La Habana no. ¡El Güevón de La Habana!

Magda salió. Rey se tiró en el jergón de nuevo. Y se durmió. Cuando despertó no había nada. Ni Magda ni comida. Fue a la caja de los trapos. Quedaba un poco de mariguana. Oscurecía. Buena hora para prepararse un cigarrito y tocarse sabroso. Pero no encontró un pedacito de papel en el cuarto. Nada. Fue al cuarto de Sandra. Ella se alegró cuando lo vio:

—¡¿Apareciste de nuevo?! Menos mal. Yo creía que habías mordido la manzana de la bruja de Blancanieves.

—¿Qué tú hablas, chico? ¿Quién es Blancanieves? Nunca te entiendo.

—Por ignorante que eres. No se puede hablar contigo. Bueno, es la tosquedad tuya. Eres un tosco y un bruto. Lo tuyo es meter la tranca, soltar leche y ni hablar..., niño... ¿Cuándo dejarás de ser tan brutal?

—Nunca. Los machos somos así. Y no hablamos tanta mierda como tú. En boca cerrada no entran moscas.

—Tú no tienes arreglo..., padeces de machismo brutal agudo, y te vas a morir con esa enfermedad.

En eso llegó Yamilé. Una jinetera preciosa, de dieciocho años, con un largo vestido negro y unas plataformas blancas de diez centímetros de altura. Parecía una modelo delicada, elegante, encantadora. Pero en cuanto abría la boca soltaba una cloaca pestilente. Y no se medía. En cualquier sitio. Llegó aturdida, loquita como siempre.

—¿Qué repinga pasa aquí? ¿No quedamos que a las ocho estabas lista, cacho de puta?

—Ay, Yamilé, deja esa guapería. Mira, te voy a presentar a un amigo.

Yamilé lo miró despectivamente. De lejos se veía que era un muertodehambre. Y le hizo un mohín a modo de saludo:

—Uhmmm.

—Niña, saluda bien, no seas maleducada. Mira que te enseño, pero no aprendes a comportarte en sociedad... Ése es mi marido.

—¿El churrioso este? Cuando yo te digo que tú vas pa'trás como el cangrejo.

Rey la miró nada más. No contestó. Sandra comenzó a tararear «El Pichi» y fue a bañarse a un rincón del cuarto.

—Rey, hice tamal en cazuela. Sírvete tú mismo, mi santo, porque yo tengo que apurarme o me dejan fuera las putas.

—Ah, ¿pero tú estás ahora en el cocinaíto para el maridito? Ay, pobrecita... Sandra, te veo preñada, con cuatro hijos y metida en la casa, limpiando y lavando mierda, y este gorila aplastándote, jajajá.

—Ay, Yamilé, qué más quisiera yo. Si Dios fuera mejor conmigo y me dejara parirle a mi marido..., ay..., qué lindo..., yo de madre, de ama de casa, con alguien que me represente.

—La vida es así, Sandra. Dios le da barba al que no tiene quijá. Yo tengo un anticonceptivo amarrado allá dentro desde los trece años. Así y todo me han preñado tres veces. Y esos tres abortos han sido... peor que parir.

—Ay, Yamilé, yo tú, ya hubiera parido..., un hijo siempre...

—Ah, deja eso, Sandra, ¿parir pa'qué? ¿Aquí? ¿A pasar trabajo y hambre los dos? No, conmigo pasando hambre ya basta y sobra. Si algún día paro, tiene que ser de un hombre muy especial, y fuera de Cuba.

Rey ni oía aquella chachara. Se sirvió dos platos de tamal. Se los atragantó. Si acaso la Yamilé se antojaba de comer, ya era tarde. Ah, barriga llena, corazón contento. Sandra, en blúmers y con las teticas al aire, comenzó a maquillarse. Primero se rasuró bien la cara, las axilas, las piernas. Cremas suavizadoras, bases, polvos, pintura de labios, peluca rubia, sombra en los ojos, pestañas postizas, uñas postizas. Le llevó más de una hora. Aquel mulato hermoso, andrógino, bello, fue mutando lentamente en una mulata especialmente atractiva, con un fuerte magnetismo sexual. Rey se limitó a mirar, sin hablar. Le gustaba. Cogió un cigarro Popular que le dio Yamilé, lo abrió, botó el tabaco, puso la hierba, lo enrolló y le dio fuego. Cuando Yamilé olfateó, le dijo:

—Está fuerte. Tú no pierdes tiempo.

Rey le ofreció para que fumara, pero lo rechazó.

—Eso es para jugar por el día. Lo de nosotras de noche es al duro.

Sacó un sobrecito de coca. Calentó un plato, la preparó, hizo cuatro rayas. Sacó un billete nuevo de diez dólares, conformó un tubito. Aspiró una raya por cada fosa nasal. Sandra hizo lo mismo con la de ella y..., ohh, maravilla..., en dos minutos se transformaron en las vedettes más alegres de La Habana. La euforia. Riéndose a carcajadas interpretaron una breve coreografía para Rey, con griticos lujuriosos y cancán, a lo Moulin Rouge, para terminar presentándose ellas mismas:

—Con ustedes, ladies and gentlemen..., directamente desde el Caribe, de La Habana... ¡Las chicas de la pimienta!

«¡Pimienta pura y molida!

»¡Pimienta caliente, llena de sol!

»¡Las pepper girls!

Yamilé inició un striptease muy insinuante, pero apenas se levantó la falda y bajó un poquito las bragas hasta mostrar los vellos. Sandra retornó a terminar su maquillaje. Rey se descocó: «Una mujer es una mujer. Como quiera que sea. A ésta sí se le puede dar pinga veinticuatro horas sin parar», pensó, y tuvo una erección genial. Se la masajeó un poco. La hierba hizo lo suyo. Todos estaban sabrosos. Se sacó su gran mandarria y comenzó a masturbarse ante Yamilé.

—¡Sandra, mira a este salvaje lo que está haciendo, jajajá! ¡Tremendo pingón! Tú los escoges, Sandrita, nunca tienes a un pichicorto, jajajá.

—Yamilé, deja la putería con mi marido, que él no es un tipo de relajo.

Rey se paró delante de Yamilé masturbándose. Sabía que aquella tranca era hipnótica. Estaba con los ojos chinitos, ido, descocado.

—Deja verte completa, chinita. Deja verte completa.

—No, no. Ya se acabó. Tú estás muy cochino.

—Sí, pero con tremendo pingón.

—Ay, si eso fuera todo... Donde quiera hay una como ésa y más grandes también..., además, a mí no me gustan así porque me dan inflamación pélvica. Allá tú con Sandra.

Sandra ya había terminado sus retoques y se divertía:

—Yamilé, mira que tú eres mala. Para eso lo provocaste, pobrecito... Ven, papi, ven, toma. Coge lo tuyo.

Y se le puso de nalgas. Rey se enfureció con aquella burla. Agarró a Sandra y le dio unos bofetones en pleno rostro:

—Dame el culo, cojones, que estoy volao. Sandra bajó el short y las bragas rápidamente y casi llorando:

—Ay, abusador, brutal..., siempre es lo mismo, haces de mí lo que quieres... Ay, salao, así no, que me duele. En seco no. Échale saliva, ay, papi, échale más saliva..., así, no la botes en el piso, dale que la tenías en la puntica..., para eso estoy yo aquí, titi.

Yamilé miraba, riéndose, desde la ventana. Cuando terminaron, ella también estaba descocada, húmeda, se le salía la babita ante aquel espectáculo, y le dijo a Rey:

—Si te bañas te doy el bollo. Así, cochino, ni te me acerques.

Entonces saltó Sandra:

—¡Puedes creer que no! ¡Esa pinga es mía! Y no la comparto. Rey, ya. Se acabó. Vámonos, Yamilé, que yo estoy lista.

Rey había quedado satisfecho. Y no insistió. Sandra llevaba un short negro ajustado y mínimo, con una blusa blanca bordada. Todo de satén brillante. Zapatos de cuero natural y plataforma alta. Peluca platinada, con resplandores dorados, y la boca carnosa, deliciosa, resaltando con pintura negra plateada. Era toda una madame del amor. Yamilé, mucho más sencilla, con un vestido negro largo. Una jovencita decente y encantadora, morena, con su pelo largo y suelto hasta los hombros, sin joyas, con poco maquillaje, muy natural, deliciosa. Parecía una inocente jovencita de preuniversitario buscando un novio decente, para casarse vestida de blanco en una iglesia católica de barrio. Sandra le puso tres dólares a Rey en la mano y le dijo al oído:

—Cada día me gustas más. Me parece que mañana te voy a proponer un negocio. No te pierdas. Yo soy hija de Ochún y conmigo vas a adelantar mucho.

Y se fueron. Rey quedó sentado en la escalera tranquilamente, con los tres dólares en la mano.

Cuando Magda llegó, él se había dormido en la escalera. Era de madrugada. Ella venía con una pizza en la mano. Lo despertó. Casi ni hablaron. Se comió la pizza. Se tiraron en la colchoneta y durmieron profundamente. Al parecer, Magda también había tenido sus tropelías, y estaba tan agotada como Rey.

Así pasaron varios días. Magda vendiendo el maní. A veces se perdía por ahí con sus viejos lujuriosos y reaparecía a poco. Sandra hizo mutis también. Rey pasaba los días sin hacer nada. Sentado en la esquina. Esperando por si caía algo. Por supuesto, nada caía. Se sentía incómodo. Le gustaba moverse. Cayó sólito en la telaraña tejida entre Sandra y Magda. Pensó dar una vuelta por atrás del puerto. Quedarse en su contenedor. Cambiar de ambiente. Cuando calculaba todo esto, un auto parqueó frente a él. El chofer le dijo que le daba diez pesos si lo fregaba bien. Era una bola de tierra. Rey lo pulió en media hora y lo dejó resplandeciente. Se quedó por allí con su lata de agua y su trapo, ofreciendo sus servicios. Perdió dos días en eso. Nadie quería pagar para que le pulieran el auto. La gente se ahorraba el dinero y lo hacían ellos mismos.

Magda y él cada día templaban mejor. Con más cariño, tal vez, o más amor. Se gustaban. Amor y lujuria sobre el jergón. Indiferencia y distancia cuando estaban vestidos. Ambos se cuidaban. Nada de entregarse demasiado. A veces se trataban despectivamente, pero cada uno sabía que sólo era de dientes para fuera.

Una mañana Rey salió caminando hacia su antiguo barrio, en San Lázaro. ¿Qué pasaría con Fredesbinda? Hacía tiempo que se había perdido de allí. Todo seguía igual. Fredesbinda le abrió la puerta. Tenía cara de angustia:

—Ah, Rey, pensé que te habías muerto. Te fuiste sin decir ni adiós.

Rey atravesó la azotea hasta la habitación de Frede y ni se acordó de que su infancia transcurrió en la azotea de al lado. Ni miró hacia allí. Lo había borrado. En el cuarto estaba la hija de Fredesbinda. Aquella jineterita tan linda, con la que se pajeaban él y su hermano. Estaba inmaculada, bellísima, bien vestida en medio de aquella mugre y la peste perenne a mierda de pollo. Usaba unas gafas oscuras y escuchaba música. Cuando él llegó no volteó la cara para mirarle.

—Tatiana, saluda a este muchacho. Es Reynaldito, de aquí al lado. ¿No te acuerdas?

La muchacha extendió una mano al aire y esperó que se la estrecharan. Con una sonrisa suave, Rey le estrechó la mano:

—Buenos días.

—Tatiana, ¿no te acuerdas de él? Del accidente aquel día..., la policía se lo llevó y... ¿No te acuerdas? —Sí, cómo no.

Tatiana seguía mirando al vacío. Rey comprendió que algo sucedía. Le preguntó con un gesto a Fredesbinda, quien le indicó que Tatiana no veía. Salieron de nuevo a la azotea para hablar sin que la muchacha escuchara. A Fredesbinda se le salían las lágrimas:

—Ay, Rey, por tu madre. Esto es un castigo de Dios.

—¿Qué le pasó?

—Regresó ciega. Con los ojos vacíos.

Fredesbinda se ahogó en llanto.

—Cálmate un poquito, Frede. ¿Cómo fue eso?

—Ay, la tienen que pagar..., les voy a echar con un palero... aunque me cueste la vida, han desgraciao a mi hija.

—Frede, cálmate porque no entiendo qué pasó.

—Ay, Rey, por tu madre...

Y más llanto y más lágrimas y suspiros ahogados, intentando que Tatiana no la oyera. Rey se quedó en silencio. Iba a irse pa'l carajo. Si no quería decir lo que había pasado, se iba. Hizo un gesto para marcharse. Fredesbinda lo agarró por un brazo:

—No te vayas, Rey... Ay, Rey, deja desahogarme. Yo ni sé qué hacer.

Rey se cruzó de brazos a esperar. Después de más llanto y más lágrimas, Fredesbinda se controló algo:

—Le hicieron firmar un papel y le sacaron los ojos.

—¿Vendió los ojos?

—No. El papel decía que ella los donaba a la hija de ese hombre. El papel estaba en otro idioma y ella ni sabía lo que firmaba..., ay, qué desgraciao. Y parecía una persona decente, qué educado y qué fino.

—¿Dónde está el papel? Ve a la policía.

—Ella lo tiene ahí, pero no se entiende nada. Está en otro idioma.

—Pero... yo la veo muy tranquila.

—Llegó medio loca. La montaron en un avión y me la devolvieron. Ay, Rey, ese tipo tiene que pagar..., era un tipo de dinero, ¿para qué hizo eso? Me ha dejado ciega a mi niñita. La engañó.

—Tómate una pastilla, Frede, porque estás nerviosa.

—Conseguí unos Diazepán, pero se los doy a ella porque está medio loca. Yo ni duermo, Rey. Desde que empezó en eso..., a salir de noche con los extranjeros, le dije que tuviera cuidado, pero nunca me hizo caso... Ay, la juventud, Dios mío.

Fredesbinda lloraba desesperadamente. Se tranquilizaba un minuto y volvía de nuevo. Rey fue en silencio hasta Tatiana. Y la miró bien. Estaba igual que antes. Bellísima. Si él tuviera dinero y una casa, se juntaba con ella y hasta se casaba con papeles. Si pudiera coger al hijoputa que le hizo eso, le sacaba los ojos a punta de cuchillo. Regresó a Fredesbinda:

—Es verdad, Frede, la gente con dinero es más hijoputa que nosotros.

Fredesbinda asintió con la cabeza. Rey no se despidió. Fue hasta la puerta. La dejó abierta para no hacer ruido y bajó las escaleras despacio.

Salió caminando hasta el Malecón. Unas pipas de cerveza a granel. Estaban preparando para el carnaval. Compró un poco de cerveza barata. Sabía a vinagre. Bebió. Compró más. Bebió. Cogió media nota. Al atardecer empezó a llegar más gente. Se acabó el dinero. Quería seguir bebiendo. Alrededor de una pipa se formó un gran bulto de gente para comprar cerveza. No alcanzaba para todos. Nada alcanzaba. Querían cerveza de todos modos. Se metió entre ellos. Estaban sudados y olían fuerte. Casi todos eran negros, musculosos, con peste a sudor, agresivos, se apretaban unos a otros, lanzaban su energía violentamente, disparaban su grajo, sus pañuelos rojos, sus collares de santería. Rey, metido en aquella algarabía, apretujado. Lo pisoteaban. Lo comprimían. Igual que en un toque de tambor. Hay fuerza y carácter. Músculos y sudor y calor. Un olor acre. Los negros luchando por un jarro de cerveza pésima, barata, avinagrada. Junto a la pipa, en un mostrador cercano, sacaron a la venta una bandeja con alas de pollo fritas. Sólo alas. Más de cien negras se precipitaron a comprar aquello. Y cuatro o cinco blancas pelandrujas. Al duro. Los hombres en el lague. Las mujeres con las alas de pollo. Las mujeres, claro, gritaban más que los hombres. Una negra gorda y fuerte agarró a otra por los pelos, y le gritaba:

—¡Tú no vas ahí! ¡Quítate!

La otra insistió en quedarse. La negra gorda se puso más violenta. Con la mano izquierda la sostuvo por la nuca y con la derecha le dio un piñazo durísimo en la boca. Le partió los labios y los dientes. Sangre. Nadie se apartó. Todas querían comprar alas de pollo fritas. Como fuera.

En medio de la reyerta, Rey puso una botella plástica en la mano del dependiente. La llenaron, se la devolvieron, le dijeron diez pesos. El no tenía un centavo.

—¡Ya te pagué! —le gritó al tipo, y se escabulló hacia atrás. El tipo le gritó algo, pero los negros eran una masa compacta. No pudo recular. Se agachó un poco y salió de medio lado, aprisa.

Al fin se vio libre de aquella prisión humana, dura y olorosa a sudor, se apresuró y se alejó enseguida. Ya era de noche. Tomó su cerveza sorbo a sorbo. Ya no sabía a vinagre. Es así. El ser humano se acostumbra a todo. Si todos los días le dan una cucharada de mierda, primero hace arqueadas, después él mismo pide ansiosamente su cucharada de mierda y hace trampas para comer dos cucharadas y no una sola. A lo lejos bailaban unas comparsas. El Alacrán. Las tumbadoras resonando, las trompetas chinas. Todos riéndose muy divertidos. Panem et circenses, decían los romanos. Y si se moja con alcohol, mejor aún. Rey estuvo a punto de salir bailando hacia las comparsas y las luces de colores, pero también había policías y barreras de hierro y carros patrulla. Se fue acercando, pero pensó que sin dinero y sin tarjeta de identidad, más el arrastre. No. Aquél no era su lugar. Bebió lo que quedaba de cerveza y se metió por una calle hacia Jesús María.

Cuando llegó al barrio, todo estaba oscuro y silencioso. La gente estaría en el carnaval. Siguió caminando hasta la estación de ferrocarril. Le gustaba merodear por allí. Era zona de gente de campo. Llegaban con sus bultos y en ocasiones se descuidaban. Ahora no había policías a la vista. Estarían patrullando el carnaval. La zona tenía pocas luces. Podía esperar a que llegara un tren. Se sentó en un banco del parquecito junto a la estación. Todavía tenía media nota. Dormitó un rato, velando con frecuencia por si aparecía un tren. Se fue quedando dormido poco a poco. El sueño lo venció.

Despertó con unos pitazos. Un tren entraba a los andenes. Se despejó y se puso alerta. Dio un paseíto por el parque. No había policías. Y los guajiros empezaron a brotar por las puertas de la estación. Todos venían cargados y azorados. Nadie puede venir a La Habana sin traer cajas de alimentos. Arroz, frijoles, viandas, carne de puerco. Esto era fácil. Ya lo había hecho otras veces. Se metió entre la manada de guajiros, a escoger a su víctima. La encontró enseguida. Una mujer sola, con tres niños y seis cajas de cartón pesadas. No podía con aquello y se le veía nerviosa y desesperada. Los niños lloraban de sueño y cansancio. Casi veinte horas desde Santiago, en un tren de cuarta categoría, con asientos duros. La mujer no podía controlar todo aquello. Rey se le acercó, gentil:

—Señora, la ayudo. Tengo una carretilla allá afuera y le sale barato. Hasta los niños van en la carretilla. —Sí, sí, gracias. Voy hasta Cuba y Amistad.

—Ah, eso es cerquita. Cinco pesos na'má.

—Está bien.

—Déme dos cajas..., a ver..., no, no. Usted no puede. Mire, espéreme aquí con los niños y yo voy llevando las cajas de dos en dos. Mi socio está cuidando la carretilla, no hay lío.

—Ah, gracias, menos mal, porque yo no sabía qué hacer.

Rey agarró las dos cajas más grandes y pesadas. Casi no podía con ellas. Y todavía les hizo un chiste a los niños:

—Ustedes tres también van en la carretilla. A pasear por La Habana.

Salió hacia la calle con las dos cajas... y adiós Lolita de mi vida, si te vi no me acuerdo.

En pocos minutos llegó al edificio de Magda, extenuado con aquellas cajas tan pesadas. Subió las escaleras corriendo. Tocó. Magda abrió la puerta casi dormida.

—Oye, despiértate, que traigo comida.

—Coño, Rey, no jodas..., estoy dormida...

—¡Muchacha, despiértate! ¡Vamos a ver qué hay aquí!

—¿De dónde sacaste eso?

—Olvídate de dónde lo saqué.

Rey estaba eufórico. Abrió las cajas. Una contenía arroz. La otra frijoles negros.

—¡Uhhh! Magda, aquí hay jama pa'dos meses.

—Si la cocinas tú, porque si vas a esperar por mí...

Se acostaron. Rey intentó. Magda lo rechazó.

—Oye, ¿qué te pasa?

—Tengo sueño. Déjame dormir, repinga. Siempre estás con la pinga tiesa y yo estoy muerta de cansancio.

—Sí, de templar con esos viejos puercos.

—Ahh, ya, ya.

—No, ya ya no. Ya ya no. Mira cómo estoy de volao. ¿Qué tú quieres, que me haga una paja?

—Sí, hazte una paja, métete el dedo por el culo, haz lo que tú quieras.

Magda se durmió. Rey se desveló. Al fin tuvo que botarse una paja él sólito. Puso la mano izquierda sobre las nalgas de Magda, y eso fue suficiente para descranearse un poco. Magda dormida boca abajo ni se enteró. Enseguida Rey tuvo su orgasmo y entonces pudo controlarse y dormir.

Cuando despertó al día siguiente, Magda se había marchado. La puerta estaba abierta. «¿Qué le pasará a esta loca? Está en alguna volá extraña y no quiere que yo lo sepa», pensó. Se quedó un rato remoloneando en la colchoneta, con la tripa pegada al espinazo, como siempre. Ésos eran sus entretenimientos favoritos: nada que hacer, remolonear, dar vueltas y más vueltas, dejar que el tiempo pase, y tener hambre. «La única propiedad del pobre es el hambre», decía su abuela cuando aún hablaba. Desde pequeño le enseñaron a no darle importancia a esa propiedad. Hacer como si no existiera. «Olvídate del hambre porque no hay nada que comer», le gritaba su madre siempre, todos los días, a cualquier hora. Entonces se acordó y se dijo a sí mismo:

—¡¿Coño, Rey, de qué te quejas?!

De un salto se puso en pie y fue a casa de Sandra. Tenía la puerta abierta, la radio con música, y ella fregando los pisos, muy ama de casa:

—¡Eh, machito lindo! Espérate, no entres que estoy puliendo el piso con kerosene y puedes resbalar. Quédate ahí mismo.

A los pocos minutos el piso se había secado.

—Rey, entra por la orillita, papi. No me ensucies el piso, chinito, y siéntate en la cama. ¿Quieres café?

—Sí.

Sandra le dio el café y siguió trajinando. Quitando polvo, limpiando los muñequitos y los adornos, lavando unas braguitas y un vestido rosado. La mitad de la habitación estaba apuntalada con unos gruesos palos. Por allí el techo y la pared estaban rajados de muerte y se filtraba la lluvia. Tenía muy mal aspecto. Sandra disimulaba aquella zona con plásticos y cortinas, una lamparita roja colocada sobre una extraña mesa de tres patas, que en realidad era una lata de galletas cubierta con un paño. En fin, toda una escenografía de casita de juguete para esconder los escombros y dejar visible sólo la belleza kitsch.

—Sandra, ¿no tienes hambre?

—Voy a cocinar un almuercito, papi. Para mí y para ti solitos. Tú verás qué bien..., toma...

Le dio veinte pesos. Rey trajo cerveza. Cuando regresó ya Sandra cocinaba arroz con pollo.

—Pon la cerveza en el frío.

—Verdad que tú vives bien, Sandrita. Tú sabes vivir.

—Yo sí.

—Anoche conseguí un poco de arroz y frijoles negros. Espérate, te voy a traer un poco...

—No, no. Déjale eso a la bruja. Tú aquí no tienes que traer nada, papi. Nada. Yo te mantengo, mi amor..., ehh... ¿Por qué no te bañas?

—No, deja eso. No estoy sucio.

—Rey, chinito, hay que bañarse todos los días, y afeitarse, y usar desodorante y ropa limpia. No seas puerco. Vas a coger sarna y me la vas a pegar a mí.

—Ah, estás igual que los guardias de...

—¿Los guardias de qué? Termina.

—De nada.

—Mira, niño, cuando tú ibas con la harina, yo venía de regreso con el pan. Esa paloma que tienes en el brazo, y esa perlana tan gozadora en la punta de la pinga..., eso es de presidiario. Tú estuviste en la cárcel o estás fugado.

—No te mandes a correr, Sandra. No te hagas el adivino y déjame tranquilo.

—No me hago la adivina, chino. Tú para mí eres un libro abierto. No me tienes que contestar, pero te voy a decir una cosa: tú estuviste en el tanque. ¿Cómo saliste? No sé. Pero ¿tú ves todo lo maricón que yo soy? Yo soy loca de carroza, pero en mí puedes confiar veinte veces más que en esa puta churriosa que jamás se baña, te tiene hecho tierra y comiendo en su mano, y por veinte pesos lo mismo le bota una paja a un policía en la esquina que te chivatea y te echa pa'lante.

—Chico, ¿por qué Magda te cae tan mal?

—Por nada, y no me digas chico, dime chica. Chi-ca. Chi-ca.

Le puso el cubo de agua a Rey en el rincón que hacía las veces de baño. Y ella misma le lavó la espalda, los pies, la cabeza, los huevos, lo frotó bien. Le paró la pinga frotándola con la toalla. Y terminaron en la cama. Se deseaban. Lo hicieron en todas las posiciones imaginables. Sandra era una experta, aunque jamás había leído el Kama Sutra. Rey evitó que Sandra le tocara las nalgas y él no tocó ni miró, al menos no directamente, el falo erecto de Sandra.

—Yo soy hombre. No me toques las nalgas —le dijo.

Sandra estaba acostumbrada a eso. Se puso más femenina aún y lo sacó de las casillas. Terminaron deslechados, felices, bebieron un poco de cerveza. Se recuperaron. De nuevo se bañaron para refrescarse de tanto sudor y semen. Sandra roció la habitación con alcohol y agua de colonia, encendió varillas de incienso. Se vistió vaporosa y provocativamente con unas braguitas de encaje y una blusa transparente y mínima. Todo en blanco. En las braguitas tan delicadas resaltaba la bola formada por sus huevos y su gran tolete. Aquello originaba una sensualidad brutal. Rey lo miró y se excitó muchísimo con aquel contraste tan atractivo, pero al instante comprendió que tenía que dominarse, y rechazó la idea: «Yo soy un hombre, cojones», pensó.

Y almorzaron el arroz con pollo y la cerveza. Delicioso todo. Sandra hizo café y le trajo a Rey un Lancero espléndido:

—Toma, papi. Aprende a fumar tabaco. Me gusta el hombre que fume puros, los cigarrillos no tienen bouquet.

—¿No tienen qué?

—Nada, nada. Déjame encenderlo y disfrútalo delante de mí.

Fumaron. Sandra sus cigarrillos mentolados con boquilla dorada. Rey su buen tabacón. Quedaron en silencio un rato, complacidos. Pero Rey tenía en su cabeza aquella descarga contra Magda:

—Al fin no me contestaste.

—¿Qué no te contesté, mi amor?

—Lo de Magda. ¿Por qué te cae tan mal?

—Por nada.

—Dime.

—Por nada.

—¿Qué te hizo?

—Nada.

—Dime.

—Ay, papi, déjame. No te voy a decir nada.

—Sí me lo vas a decir.

En un repentino exabrupto, Sandra se puso de pie, se agarró su masacote de pinga y huevos con las manos, por encima de las braguitas de encajes blancos. Se los remeneó como un macho y le dijo:

—Por esto, mira, por esto. Si yo pudiera, me los cortaba. ¡No quiero ser hombre! Lo que más quiero en la vida es ser mujer. Una mujer normal. Con todo. Con una vagina húmeda y olorosa y dos pechos grandes y hermosos y un buen culón, y tener un marido que me quiera y me cuide, y me preñe, y parirle tres o cuatro hijos. Quisiera ser una mulata linda, hacendosa, ama de casa. Pero mira lo que tengo: este pingón y estos huevos. Y esa puta cochina de Magda se desperdicia. Si no fuera por esta tranca, yo sería una mujer como ella. Sería limpia y sería madre... ¡Ay, qué horror, Yemayá y Ochún, cómo la envidio! Quítenla de mi camino.

Sandra se puso un poco histérica y empezó a temblar. Con pequeños ronquidos, como bufando, con los ojos cerrados. Rey quedó azorado. Sandra abrió los ojos. Los tenía en blanco y convulsionaba. Rey nunca había visto a alguien pasando un muerto. Las convulsiones se incrementaron y Sandra cayó al piso. Su muerto era una negra conga, muy sabrosona. Sandra se transformó en una vieja, pero con una cara dulce y simpática. Hablando en español enredado y en congo, casi ininteligible, pidió aguardiente y tabaco. Estiraba la bemba y hacía gesto de chupar: «chup-chup-chup-chup». Fue hacia Rey, le puso un brazo sobre los hombros y le pidió que la ayudara a llegar hasta la bóveda. Se dirigió hasta el pequeño altar de Sandra. Allí había una botella de aguardiente y dos puros. Bebió. Encendió el tabaco con mano temblorosa. Fumó. Aspiró a fondo. Bebió otro buche largo, y dijo:

—Tomasa va a habla pa'ti..., uhmmm, chup-chup-chup-chup..., ahora sí..., uhmm.

Con otro largo trago llevó la botella a la mitad. Tomasa venía con mucha sed. Y fumó un poco más antes de continuar:

—Tomasa va a habla... Tomasa viene a ayuda... Esa blanquita tuya no te quiere. Tiene otro hombre. Tiene un hijo con otro hombre. Tú la quieres, pero ella no. Ella es sangre y muerte. Desde que nació arrastra la sangre y la muerte. Y te va a arrastra..., uhmmm..., chup-chup-chup-chup..., uhmmmm.

Más aguardiente. Más tabaco. Se tomó su tiempo, con los ojos cerrados, poderosa la vieja. Y siguió.

—Uhmmm... Tú naciste con un arrastre grande, que viene de atrá, pero te cayó a ti. No é un sorbo. Es un arrastre de cadena pesa, pa'toa la vida. Te tocó a ti. Cadena muy pesa. Uhmmm..., chup-chup-chup-chup...

Bebió el aguardiente hasta el fondo. Los ojos se le pusieron chinos. Y fumó más.

—Uhmmm... ¿Y Sandra?..., uhmmm..., que se cuide. La justicia, y de una blanquita amiga de ella. No é su amiga. Hay justicia por el medio y cárcel y reja. Hay una mala acción que le van a hace a Sandra. Yemayá y Ochún se lavan la mano y no saben ná, cara..., ah, cara..., cómo se lavan la mano la do..., y Sandra sola... Uhmmm, chup-chup-chup-chup, uhmmm...

Volvieron las convulsiones y los bufidos. Cayó al piso y se golpeó. Se hizo daño. Rey ahora reaccionó y la sostuvo por los hombros. Sandra sudaba. Poco a poco recuperó su expresión normal y abrió los ojos. Rey le acariciaba la frente. Cuando pudo hablar pidió agua. Rey le alcanzó un vaso. Sandra estaba agotadísima. A duras penas logró sentarse en una silla. Bebió el agua. Se recuperó finalmente:

—Ay, Rey, por tu madre, ¿qué pasó?

—Yo no sé.

—Fue Tomasa, seguro. Ay, esa negra vieja, cómo jode. ¿Qué hizo?

—Yo no entiendo nada... Tú decías: «Tomasa va a habla», y me dijiste un montón de cosas de Magda.

—Yo no fui. No te he dicho nada. Ni sé nada. Fue Tomasa.

—¿Quién es Tomasa? ¿Qué es eso?

—¿Qué hizo? Seguro que se metió la botella de aguardiente, la muy puta. Borracha de mierda.

—Sí, ¿tú no estás borracho? Te metiste la botella de aguardiente en cinco minutos y te fumaste un tabaco.

—Se la tomó ella. Yo no bebí nada. ¡Argh, y se fumó un tabaco, qué asco! Siempre es lo mismo con Tomasa. Déjame explicarte una cosa, para que me ayudes. Cuando tú me veas así, con las convulsiones, es Tomasa. Pero no la puedo dejar. Yo no puedo pasar el muerto cada vez que ella quiera, porque acaba conmigo. Eso no es así, y tengo que ponerle control. Si estoy contigo y empiezan las convulsiones y a sudar frío, me pasas agua de colonia por la frente o alcohol, me lo das a oler y me dices bajito cualquier otro nombre, menos Sandra. Me dices cualquier otro nombre.

—¿Por qué?

—Para que Tomasa se confunda. Así cree que se equivocó de materia... Ay, mi hijito, qué ignorante tú eres, por Dios. ¿Tú no eres cubano, tú no naciste en La Habana? Tú naciste aquí, y en San Leopoldo nada más y nada menos, candela viva. A veces me parece que caíste de la luna. Dame más agua. Esta vieja sala me deja sin fuerzas cada vez que me agarra.

Rey le alcanzó otro vaso de agua.

—Ah, Tomasa dijo que te cuidaras de la justicia. Que hay cárcel. Y que te cuides de una blanquita amiga tuya, que no es amiga.

—¿Yamilé?

—No dijo nombre.

—Ay, Dios mío.

—Ah, y que Yemayá y Ochún se lavan las manos. —Lo que faltaba. ¡Yemayá y Ochún de espalda pa'mí! Ahora sí que me jodí. Esa Tomasa nada más que viene a traer malas noticias y a joder. ¡Qué barbaridad! Jamás me resuelve nada, jamás me da el número de la bolita, ni me busca el millonario de mi vida. ¡Nada!

Se levantó del asiento. Recogió la botella vacía y el cabo de tabaco. Llegó hasta el altar furiosa. Golpeó en la madera con los nudillos y le dijo:

—Tú me estás oyendo. Con tu borrachera y tus cosas, pero tú me estás oyendo, ponte pa'las cosas y ayúdame, porque si no la bronca se va a oír en Guantánamo, y todos esos negros van a venir pa'cá y no la vas a pasar bien. ¡Yo no puedo caer en una cárcel, y tú lo sabes! Ayúdame, porque esto lo vamos a resolver muy fácil: no te pongo más aguardiente ni más tabaco ni miel ni nada de nada. Flores y agua hasta que resuelvas. Te vas a morir de hambre. Así que allá tú. Qué cojones vas a venir a coger borracheras a cuenta mía y a fumar tabacos grandes. ¿Tú sabes qué te fumaste? Un Lancero Especial. De marca. No jodas, chica. Y después me dices que no puedes resolver. ¿Tú me has visto cara de comemierda a mí? Parece que tú no sabes quién es Sandra La Cubana. ¡Ponte pa'tu número, Tomasa, que estás jugando con Sandra La Cubana y eso es jugar con candela!

Cuando Sandra terminó hizo más café. Se sentaron a beberlo y a fumar. Ella buscó música en la radio. La música de siempre: son y salsa. Se quedaron en silencio, escuchando la música y fumando. Sandra se puso a lijar y esmaltar las uñas de sus pies, muy entretenida.

—Sandra, ¿qué negocio me ibas a proponer?

—Ahh, sí. Déjame terminar y vamos a ver a Raulito. Es cerca.

—¿Qué cosa es?

—No preguntes. Te conviene.

Al rato salieron. Sandra, como siempre, la putica del barrio, caminando a saltitos, con el culito empinado hacia atrás, un short mínimo mostrando la parte baja de las nalgas, sonriéndoles a todos los vecinos, feliz y lujuriosa. Rey se acomplejó un poco. Después le dio igual. Raulito era un viejo tránsfuga con colmillos de oro, tatuajes en los brazos, collares de Oggún, barrigoncito, bajo de estatura, con hocico de cerdo y sonrisa de hijoputa. Rey ni abrió su boca. El tipo no era confiable ni un poquito. Sandra se colaba por el ojo de una aguja. Saludó al Raulito muy sata, con un beso en la mejilla:

—Mira, Raulito, éste es el muchacho.

—Mucho gusto —dijo Raulito, sin mirar a Rey.

—¿Puede empezar hoy mismo? —preguntó Sandra.

—Espérate, Sandrita, esto no es así.

—Bueno, habla.

—Ven acá.

Se la llevó aparte:

—¿Quién es ese tipo?

—Mi marido. Yo respondo por él. ¿Tú quieres un adelanto?

—Claro. Me adelantas mil pesos y después son cien todos los días.

—No. Te adelanto quinientos y después son ochenta todos los días. No te hagas el chivo loco conmigo. —No, eso no es así...

—Sí es así, Raulito, y no me vas a meter el pie, porque ya hablé con todos los taxistas que tú tienes y con los de Roberto. Con todos. Y es quinientos y ochenta.

—Está bien, putica, está bien.

—¿Cuándo empieza?

—Que venga mañana a las siete y que traiga la tarjeta de identidad.

—Está bien. Yo vengo con él y te traigo el dinero.

Se fueron. Una vez en la calle, Sandra le explicó:

—Es un triciclo. Un taxi. Este hombre tiene como diez o doce trabajando para él, además de un paladar y tres apartamentos que alquila. Es un magnate..., trapichao, tú sabes..., por abajo del tapete.

—¿Y cómo es?

—Tú lo trabajas a tu modo y le pagas a él todos los días ochenta pesos. Más quinientos de adelanto, que hay que pagar mañana.

—No puedo meterme en eso.

—¿Por qué?

—¿De dónde voy a sacar quinientos pesos?

—Yo te los presto, papi riqui. Mañana antes de las siete estamos aquí. Trae tu tarjeta de identidad.

—No, no.

—No ¿qué?

—Uhmm.

—¿Uhmm qué?

—No tengo tarjeta.

—Me lo imaginaba.

—Así que olvídate.

—De olvidarse nada. ¿Quieres pinchar con el triciclo o no?

—Sí.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Vamos para hacerte una foto. Por la tarde tendrás una tarjeta nuevecita.

Un movimiento extraño. Unos pesos. Y a las cuatro y media de la tarde Rey tenía su tarjeta nuevecita a nombre de un tal José Linares Correa, de diecinueve años, nacido en Sibanicú y domiciliado en La Habana. Listo.

Al día siguiente comenzó con su bici-taxi. Hizo ciento cincuenta pesos. Bien para ser el primer día. Por la tarde, casi de noche, fue a ver a Sandra. Ella estaba enfrascada en su larga sesión de maquillaje y escenografía nocturna, con abundante brillo. Yamilé esperaba fumando, displicente y desganada, como siempre. La guapería del barrio centroha-banero exigía ese aire de «yo soy durísima y me da igual cualquier cosa». Rey venía entusiasmado. Sandra lo retuvo:

—Espéranos y nos llevas. ¿Estás muy cansado, papito? Báñate, come y descansa un poquito. Ahí tienes la comidita lista..., pero báñate primero y ponte ropa limpia. Allí está tu ropa. La lavé y la planché.

Rey hizo un mohín, pero no le quedó más remedio que obedecer. Aprovechó para bañarse de frente y mostrarle el rabo a Yamilé. Tenía la idea fija de darle un rabaso a esa blanquita. Se lo frotó para que engordara y se estirara. Quería deslumbrar a Yamilé con algo, ya que ella lo despreciaba tanto. Yamilé ni se dio por enterada. Él se secó, se vistió. Sandra le sirvió: arroz, frijoles negros, picadillo con papas fritas, ensalada de aguacate, agua fría, pan. De postre natilla de chocolate, café y otro de aquellos fabulosos Lanceros. Yamilé lo miró todo de reojo, hasta que no pudo soportar más y explotó:

—Oye, Sandra, ¿cuál es la explotación de este tipo contigo? ¿Qué repinga te pasa con este churrioso muertodehambre?

—Ay, Yamilé, déjame. Él es El Rey de La Habana y es mi marido, así que yo soy La Reina de La Habana, jajajá... El Rey y su Reina...

No había visto a Magda. Parada en la puerta del cuarto, en la penumbra del pasillo, había escuchado todo. Y saltó como una leona:

—Oye, cacho de bugarrón, ¡arranca pa'l cuarto antes que te parta la cabeza! Y tú, maricona vieja, ni te atrevas a mirar a mi marido, porque te voy a matar. ¿Quién eres tú pa'cocinarle ni un carajo?

—Ay, bruja, déjate de chusmería porque no estoy pa'ti.

Rey miró a una y a otra y siguió comiendo como si nada. Yamilé se preparó para divertirse.

—¿Tú no me oíste, Rey? Deja esa comida. Eso tiene brujería y te va a joder tó.

—Magda, vete pa'l cuarto que yo voy dentro de un rato.

—¡No seas descarao, chico! ¿Ahora te metiste a bugarrón? A bugarrón barato con este maricón cochino, porque si al menos fueras pinguero con los extranjeros y ganaras fulas..., pero no..., bugarrón barato con la negra puerca esta.

—Tú lo que me tienes envidia, porque tú eres una bruja sucia, y yo soy una vedette, toda una madame.

—¿Yo, envidia de ti, cacho de maricón?

—Ay, pero mira quién habla..., todo el mundo sabe que tú puteas con todos esos viejos puercos que te dan dos pesetas. Por eso estás tan estropajá, churriosa, y no te quitas el sorbo de arriba con nada. Lávate las patas, anda, y sal de mi cuarto.

—¡Más churriosa y más puerca eres tú, maricona!

Magda se lanzó sobre Sandra. Intentó agarrarla por los pelos, pero era una peluca. Sandra aprovechó para darle unos bofetones con la mano abierta, dando saltitos y grititos como una gata. Magda la sonó duro, a piñazos con el puño cerrado. Le partió la boca. Se golpearon un poco más. Yamilé, de lo más divertida con la pelea. Rey las dejó que se quitaran la picazón. Cuando creyó que ya era suficiente intervino:

—Bueno, ya. ¡Magda, ya! Suéltala y arranca pa'l cuarto. Yamilé, ayúdame. Agarra a Sandra.

Yamilé ni se movió. Se reía con todo aquello. Magda y Sandra seguían injuriándose y golpeándose. Ya habían calentado los motores. Detenerlas ahora era difícil. Rey logró colocarse entre las dos y al fin pudo aplacarlas.

—Vuelve a meterte aquí, bruja, puta vieja, que te voy a tasajear —le gritó Sandra.

—¡Deja tranquilo a mi marido, maricón hijoputa! ¡No lo vuelvas a mirar porque te voy a picar las nalgas y la cara! ¡Puedes jurar que te pico y te desgracio la cara, salao!

Rey logró llevársela, arrastrándola hasta su cuarto, oscuro y apestoso a humedad y mugre. A Rey ya no le agradaba estar allí. El cuarto ventilado de Sandra, siempre oloroso a perfumes, incienso y hierbas aromáticas, era mucho más atractivo.

—Que no te vea más con ese maricón, porque te voy a matar, Rey. Les pico la cara a los dos y los desgracio, aunque vaya pa'la cárcel.

—Yo hago lo que me salga de los cojones, Magda. Tú no eres mi dueña ni un cojón y no vas a picar a nadie.

—Repinga, yo soy tu mujer y no me vas a pegar los tarros con ese maricón, y al lado mismo de mi cuarto. ¡No lo vas a hacer! Porque no me sale a mí del culo. ¡No me vas a pegar tarros ni con este maricón ni con nadie!

—Ah, no jodas, Magda, si tú te pierdes dos o tres días a tus puterías. No vengas ahora de trágica con ese numerito de señora de su casa.

Magda se desplomó repentinamente. La histeria desapareció de golpe y se puso depresiva y llorosa:

—No acabes conmigo, Rey, por tu madre... Cada día estoy más enamorada de ti... No me hagas esto..., yo no quería enamorarme, ¿por qué..., por qué?

Y empezó a sollozar. Rey la observó dudando:

—Esas son lágrimas de cocodrilo. No me vas a ablandar, y me voy que tengo trabajo.

Magdalena, llorando como una Magdalena, se tiró boca abajo en el jergón. Rey salió hacia el cuarto de Sandra. El macho triunfal.

—Mira a la reputa de esa bruja lo que me hizo —le dijo Sandra, y le mostró abundantes moretones y arañazos en la cara y el cuello, que intentaba ocultar con maquillaje—. Y menos mal que no me partió un diente. Se faja igual que un hombre..., es una salvaje, nada femenina, yo no sé cómo tú puedes templarte a esa mujer que es un boxeador salvaje, bruja de mierda.

—Sandra, termina, mamita, entre el maridito nuevo, el maquillaje, la bronca, los arañazos y la peluca que se rompió, la vecina puta..., ohh, estás un poco trágica últimamente —le dijo Yamilé.

—¿Ustedes querían que yo las llevara? Arriba, andando, que no quiero más jodiendas esta noche con Magda.

—Espérense —dijo Sandra—, que estoy nerviosa y no me puedo pegar las pestañas. Yamilé, ayúdame.

Al rato Rey iba pedaleando por Reina, con las dos putas cómodamente sentadas detrás, tomando el fresco de la noche y fumando. Las dejó cerca del Riviera.

Esa operación la repitió tres noches. A la cuarta, Sandra le dijo:

—Espera aquí por nosotras. Si en media hora no salimos, te vas.

Ellas entraron al Café Rouge. Poco después salió Yamilé, le dio veinte dólares y le indicó una dirección. A los veinte minutos, Rey regresaba con dos sobres de coca. La recogió Sandra. Le dio cinco dólares y regresó al elegante café donde sólo aceptaban dólares. Rey recogió su billete verde y pensó: «Uhm, esto es otra cosa, aquí sí hay vida.»

Se aficionó a servir de mensajero. El bici-camello de la coca. Trabajaba poco por el día y de noche daba unos cuantos viajecitos. A cinco pesitos cada uno. Nunca tuvo tanto dinero. Pero ya se sabe. La felicidad dura poco en casa del pobre. Una noche dio dos viajes. En cada uno trajo cinco dosis al Café Rouge y Sandra las recogió y las llevó dentro. Al tercer viaje vino con siete sobres. El negocio iba viento en popa. Eran las dos de la mañana. No había un alma en los alrededores. Sólo dos taxistas adormilados, esperando clientes trasnochados, y unas jineteras mal vestidas que no podían entrar al café y esperaban clientes de última hora. Rey le entregó los sobres a Sandra, enmascarados dentro de dos paquetes de cigarrillos. De un auto cercano, aparentemente vacío, salieron dos tipos con pistolas en la mano:

—¡No se muevan! Policía. ¡No se muevan!

En un segundo los dos agentes estaban encima de ellos. Rey le dio un empujón a Sandra y la lanzó contra los policías. Así ganó unos segundos y salió corriendo hacia la calle lateral. A sus espaldas sonaron dos disparos. Corrió más duro aún. Sonó otro disparo. Llegó a la esquina y entró por una calle oscura. Corrió como alma que lleva el diablo. Dos cuadras más abajo construían un edificio de varias plantas. Entró en la construcción. Por la calle pasó un auto velozmente. El se quedó un rato tras una pared, escuchando, conteniendo la respiración. Silencio. Dos vigilantes paseaban ahora frente al edificio. «Bueno, hay que esperar un rato», pensó. Se dedicó a sacar cuentas. Cada noche ganaba diez o quince dólares sólo por los viajecitos de cinco cuadras. «Coño, qué rápido se me jodio este negocio.» Unos minutos después, los vigilantes fueron a dar una vuelta por atrás del edificio. Rey salió tranquilamente, caminando por todo el Vedado. Ahora tenía su tarjeta de José Linares Correa. Los policías la habían chequeado tres veces y siempre salió ileso. Caminaba tranquilo, con su identificación, con treinta dólares en el bolsillo, mejor vestido que nunca. «Estuve a punto de comprarme una cadena de oro..., bueno, a ver cómo salvo el pellejo ahora.» Por suerte no se aficionó a la coca. La probó un par de veces. Prefería el ron y la hierba.

Recordó que tenía un poco de hierba en el bolsillo. Se sentía muy seguro. Pensaba que Sandra no hablaría, aunque si habían agarrado también a Yamilé, entonces sí podía esperar cualquier cosa. «Piensa un poquito, Rey. Piensa un poquito para que sigas siendo El Rey de La Habana y no te metan en el tanque.» Se sentó en el muro del Malecón. Eran las tres de la mañana y una buena brisa se llevaría enseguida el humo. Preparó el cigarrito y se lo fumó. Nadie se acercó por allí. Cogió una notica sabrosa y entonces se le aclaró la mente: «Reynaldito, hijo, ellos te vieron la cara. Quién sabe desde cuándo te estaban observando, y tú comiendo mierda en el triciclo pa'rriba y pa'bajo. Así que si te exhibes mucho por La Habana, el tanque te espera de nuevo. Uhmm..., tienes que perderte unos días y después avisarle a Magda.»

Y así lo hizo. Salió caminando suave por todo el Malecón, Avenida del Puerto, Tallapiedra, elevados del tren, puerto pesquero. Ya era de día cuando llegó al rastro de viejas carrocerías y chatarras. Dos camiones enormes tiraban más inmundicia de hierro. Entró por cierto sendero que conocía bien. El contenedor oxidado y medio podrido lo esperaba. Rey lo miró con amor: «Ah, mi casita, qué felicidad aquí tranquilito», se dijo a sí mismo. Se sentía bien allí. Muy bien. Y se tiró a dormir encima de unos cartones medio podridos. Estaba como un cachorro en su nido.

Cuando despertó se sentía nuevo. Tenía hambre y se dijo a sí mismo: «Pa'Regla, Rey, que allí hay pocos policías y ahora tienes dinero. Así que nada de limosnas ni de santicos. El santico que me toque los cojones.» Y se puso en marcha. Ya era de noche y sintió un poco de frío. Cuando llegó a Regla había fiesta en el parque. Un gran letrero decía: «Feliz Año Nuevo», y en otro leyó: «Bienvenido 1998, con más esfuerzo defenderemos nuestras conquistas.»

«Ah, coño, el siete de enero cumplo diecisiete años. Mejor celebro hoy el Año Nuevo y el cumpleaños y si mañana me cogen preso, que me quiten lo bailao, como decía abuela.» Compró cerveza. Al rato se empató con una negrita prieta, con buen culo y buenas tetas. Muy alegre y sonriente, y con mucha cascarilla espolvoreada en el pecho y la espalda, para espantar todo lo malo. Cuando Rey sacó los treinta dólares para pagar la cerveza, la negrita miró de reojo y se dijo: «Ya hice la noche.» Pero Rey le mostró los billetes y pensó: «Ya mordiste la carnada, pelandruja, te voy a dar pinga esta noche hasta por los oídos. La perlana está pidiendo carne.»

Y así fue. Bailaron un rato. Se masacotearon. Rey le compró otro lague. Se la llevó para un callejón atrás de la iglesia, y en aquella oscuridad la puso a mamar y le soltó el primer lechazo en el pecho, le embarró las tetas. Tenía semen de un par de días. Mucho semen. Y le dijo:

—No te limpies. Déjala que se seque ahí. Esa es la marca de El Rey de La Habana. Así vas calentando los motores.

En fin, Rey comenzó muy bien el año 1998. Gastó sus treinta dólares en ron, cerveza y una buena paella, bailó, templó toda la noche. Y a las seis de la mañana estaba rendido, con media botella de ron en la mano y la negrita deslechada como él, dormida con la cabeza recostada en sus muslos. Veía el amanecer, sentado en sus escalones preferidos junto al mar, frente a la iglesia de Regla. «Ya es primero de enero. Cómo he cambiado. Hasta sé bailar y me gusta la música.» Estaba alegre y satisfecho de su fiestecita. Se recostó hacia atrás y se durmió. Despertó con el sol alto y bien caliente. A su izquierda la lancha de pasajeros iba y venía atravesando la bahía. La negrita también se despertó. Se estiraron, bostezaron, se miraron. Ella le dio un beso, inesperadamente alegre y relambía:

—¡Ay, qué novio más lindo para empezar el año! Mulato maceta. ¿Cómo tú te llamas porque se me olvidó?

—No se te olvidó. Yo no te lo he dicho.

—Anoche me lo dijiste.

—No te dije nada. ¿Y tú cómo te llamas?

—Katia.

—Yo me llamo Rey.

—Ah.

—¿Qué?

—Cómprame un refresco. Tengo una sed...

—Deja ver... —Se registró en los bolsillos—. No. No me queda ni un centavo y me parece..., ay, mi madre...

—¿Qué cosa?

—Se me perdió la tarjeta de identidad...

—Candela...

—Sin dinero y sin tarjeta.

—Ah, Rey, no te hagas, que tú eres maceta. Anoche tenías tremendo bulto de fulas. Cómprame un refresco y guarda ese ron. No quiero más.

—No tengo dinero. No jodas más con el refresco. ¿Dónde tú vives?

—Aquí mismo.

—Bueno, ve echando porque la fiesta se acabó.

—Ay, papi, no digas eso. ¿Tú estás casado?

—No.

—Entonces, podemos seguir. Yo no tengo hijos ni nada.

—No tengo ni dónde vivir, muchacha. Vete echando, vas a salir mejor.

—No me voy. ¿Yo te gusto?

—Sí, claro. ¿No viste toda la tranca que te di anoche? Tengo la perlana echando candela en el pellejo.

—Ay, sí, papi, me volviste loca.

—¿En tu casa habrá algo de comer?

—¿En mi casa? ¡Tú estás loco! Nosotros somos catorce y vivimos todos en un cuarto, en un solar que está aquí cerquita, como a dos cuadras.

—Entonces mejor ni vamos.

—No, no, ¿pa'qué?

Salieron caminando sin rumbo. Katia, dichosa, feliz, abrazada a Rey, pensaba cuál promesa podría hacerle a Yemayá, la Virgen de Regla, para que aquel mulato Pinga de Oro no la dejara y se enamorara de ella para siempre. Rey, por su parte, pensaba en llevarla hasta el rastro de herrumbre y vivir acompañado un tiempo en el contenedor. La negrita era fibra y músculo. Después de todo, no merecía la pena estar allí solo y amargado. «¿Qué será de Magda, qué estará haciendo esta hora mi dulce y triste Magda de junco y capulí?» ¿Dónde había escuchado eso? ¿Sería en la escuela?

Hacia ellos venía un mulato alto, delgado, alegre, con una flamante gorra del servicio de limpieza de la ciudad de Chicago y una gran cadena de oro, con un medallón de la Virgen de la Caridad del Cobre. Saludó a Katia con un beso:

—¡Cogiste en grande el Año Nuevo!

—Jajajá... Mira, Rey, éste es Cheo, uno de mis hermanos.

—Mucho gusto.

—Uhm.

—¿Qué hacen?

—Nada.

—Tengo un güirito esta noche, vayan.

—¿Dónde?

—En el Nuevo Vedado.

—Uhm, muy lejos.

—Katia, ven acá. Disculpa un momento, Rey.

Cheo se apartó un par de metros con Katia:

—Oye, es un güirito con unos extranjeros. Son dos viejos y dos viejas, y pagan bien. Quieren ver un cuadro. ¿Qué vola con este tipo? Si es fu dale de lado y elimínalo.

—No, no. El es perfecto pa'eso. Tiene un pingón grandísimo y con dos perlas en la punta. Anoche me volvió loca. ¿A cómo tocamos? No me hagas maraña que tú eres tremendo marañero...

—No, fair play to' el tiempo. Cincuenta faítos pa'cada uno.

—Dame la dirección. No hay más que hablar.

Katia convenció a Rey en cuanto mencionó los cincuenta dólares. A las diez de la noche disfrutaban de una cerveza fría, sentados tranquilamente en una mansión apacible, de dos plantas. Los muebles, cortinajes y alfombras un poco raídos y descoloridos, los escasos adornos fueron nuevos cuarenta años atrás. En las paredes colgaba una mezcla ecléctica de lienzos: desde Lam, Mariano, Portocarrero y otros maestros cubanos modernos, hasta algún Romañach y numerosos europeos de medio pelo del siglo XIX, una acuarela sobre papel de Dalí y una tinta de Picasso. Cheo los hizo esperar una hora, sentados en aquel sofá polvoriento, con la cerveza que bebieron en dos minutos. Los cincuenta y ocho minutos restantes estuvieron tiesos, sobrecogidos en aquella residencia impresionante, sin atreverse ni a hablar entre ellos, respirando polvo y humedad. Un viejo maricón pasó varias veces, atravesando el salón. Siempre los miraba y les sonreía. A las once de la noche llegaron los invitados: dos hombres de sesenta años, barrigones, con relojes y cadenas de oro, un poco amanerados. Saludaron. Siguieron hacia otra habitación. Silencio. Rey estaba impaciente:

—Katia, creo que me voy. Aquí hay mucha intriga y no me gusta este lío.

—No te me rajes ahora, que son cincuenta faítos.

En ese momento reapareció Cheo, con su gorra de Chicago:

—Ya cuadré lo que vamos a hacer. Ahora ponemos música, nos damos unos tragos, conversamos, y entonces yo te aviso para que hagas un striptease, provocas a Rey. Tú desenvainas el animal y forman el relajito entre ustedes dos. Después yo también desenvaino y ya tú sabes...

—¿Ya tú sabes qué? Yo soy hombre, no quiero relajito conmigo.

—Bueno..., con Katia..., le tiro a Katia na'má.

—¿Katia no es hermana tuya?

—Ah, olvídate de eso.

Todo salió a pedir de boca: música, ron, cerveza, conversación banal, unos gramitos de polvo esnifado. El maricón de la casa y los maricones extranjeros no eran estimulantes. Pero allí estaba Katia, saboreando la manzana. El polvito los puso eufóricos y la negrita se graduó de vedette porno. Sabía hacerlo como una gran estrella. Rey tuvo su erección y desenvainó. Cheo se entusiasmó y se quitó el pantalón. Le daba lo mismo dar o que le dieran. Los maricones se limitaron a mirar. Cheo intentó varias veces dar o recibir, pero ellos lo rechazaron. Tenían miedo a las enfermedades tropicales. El show fue breve. No había buen ambiente. Los yumas pagaron y se fueron. El dueño de la casa mordió el anzuelo con Cheo y se fueron a una habitación aparte. Unos minutos después Cheo salió, agarró el pequeño cuadro de Picasso, lo puso en una bolsa plástica, se lo dio a Katia y le dijo:

—Llévame este cuadrito pa'la casa y guárdamelo.

—¿Y pa'qué tú quieres esta mierda tan fea y tan vieja?

—Pa'ponerlo de adorno.

—¿De adorno? ¿En aquel cuarto churrioso? Ah, tú está loco.

—Cuídalo, que no se pierda por nada del mundo. Te voy a dar diez faítos por el favor.

—Ah, bueno, así sí.

—Vayanse, que tengo un trabajito adicional ahora.

Katia y Rey salieron caminando en la madrugada, sin prisa. Cada uno con cincuenta dólares en el bolsillo. Rey sin tarjeta de identidad, y pensando en el problemita pendiente del Café Rouge, le dijo a Katia:

—Oye, me estoy regalando, y no me conviene chocar con la policía. Me voy a meter por un callejón de éstos y mañana sigo.

—Ah, me da igual.

Entraron por un callejón oscuro y arbolado, junto al zoo. Avanzaron por allí. Había pocas casas, pocas luces y muchos árboles. Escogieron un árbol frondoso, se sentaron, recostados al tronco, y durmieron escuchando los gritos, chillidos, bramidos, rugidos, de elefantes aburridos, leones torpes, monos y aves de todo el mundo, que despertaban en medio de la noche extrañando sus selvas y lamentando aquellos barrotes, aquella peste a mierda ajena y aquellos alimentos insulsos y escasos.

En cuanto amaneció iniciaron su camino a pie y el tropel de las aves y de los monos fue quedando atrás. Entonces recordaron que tenían dinero y que podían tomar un taxi hasta el desembarcadero de la lancha de Regla.

Media hora después bajaron del taxi en la avenida del puerto, frente al muelle de la lancha. Estaban bastante ajados y sucios, pero no se diferenciaban del resto. Un policía se les acercó y le pidió documentación a Rey. Otros tres policías hacían lo mismo al azar, con cualquier peatón. Revisaban bolsas y paquetes e indagaban por el origen de esto o aquello. Si encontraban cualquier anormalidad, detenían al ciudadano y se lo llevaban preso. Por «anormalidad» se entendía carne de vaca, huevos, leche en polvo, quesos, atunes, langosta, café, cacao, mantequilla, jabones, en fin, una cantidad de productos que circulaban en bolsa negra a mejor precio que en las tiendas de dólares y que no existían en las de pesos cubanos.

Al mismo tiempo que pidió la tarjeta de identidad, el policía le indicó a Katia con un gesto que abriera la bolsa y mostrara lo que llevaba. Ella mostró el Picassito.

—¿Yeso?

—Un cuadrito, un adorno pala casa.

—Ahh.

Fue a reiterarle a Rey que mostrara la identificación, pero otro de los policías había sorprendido a un traficante de bolsa negra, con una caja que contenía varios kilos de leche en polvo. El policía llamó a los otros para que le ayudaran con tan peligroso transgresor de la ley. Rey respiró aliviado y se apresuró para entrar al muelle de la lanchita. Dentro de unos días cumpliría diecisiete años, y quería estar en la calle. Aunque era difícil. Cada día había más policías y chequeaban más y más. ¿Tendría que vivir siempre como un ratón, escondido en su cueva? Katia lo sacó de esas cavilaciones.

—Por poco me meo y me cago con ese policía.

—¿Por qué?

—Tú sin identificación y yo con este cuadrito de mierda. Yo no sé pa'qué Cheo se robó esta porquería. Tengo ganas de tirarlo pa'l agua.

—Te dijo que se lo cuidaras por diez faos. No es de gratis.

—Por eso no lo tiro.

La lanchita atravesaba la bahía lentamente, moviéndose entre unos buques fondeados, silenciosos, sin nadie a la vista. En los muelles no se veía actividad. La impresión general del puerto era de huelga, o recesión o soledad. Bajaron en Regla. Más policías. Se metieron en la iglesia. Katia aprovechó para arrodillarse ante el altar mayor y rezar fervorosamente. Rey, sentado en un banco, la observaba fríamente mientras seguía pensando: «Si me pongo a pedir limosnas con un santico me dejan tranquilo. De pedigüeño es como único dejan de pedirme la tarjeta de identidad cada dos minutos.»

Katia terminó sus oraciones a Yemayá y salieron caminando discretamente hasta el solar. Ya Cheo los esperaba. Le arrebató el cuadro de las manos a su hermana.

—Cheo, dame el dinero.

—Después, ahora no tengo.

—No seas descarao, Cheo. Dame mis diez fulas. Por poco tiro esa mierda pa'l agua. ¿Pa'qué tú quieres eso?

—Toma tus diez fulitas, Katia. Y no preguntes tanto.

—Tú vas a vender ese cuadrito. Por algo me pagaste diez.

—No se lo digan a nadie, pero este cuadrito vale una tonga de pesos, en fulas. Y ya lo tengo vendido a un extranjero socio mío.

—¿Y cuánto te va a dar?

—Bueno, él me dijo que doscientos, pero yo se la voy a poner difícil, a ver si suelta trescientos, jajajá. Trescientos dólares por esta mierdita..., verdad que soy una mente pa'los negocios... ¡El bisne es mi vida, Rey, el bisne!

—Yo dudo que te den tanto por ese cuadrito morronguero.

—Oye, Rey, eso está cuadrao ya. El tipo se volvió loco cuando se lo dije y él tiene forma de sacarlo del país sin problema ni ná. La gente con fulas vive bien, acere. ¡Dinero, dinero, sin dinero no vives! Vamo' pa'llá fuera, acere. Vamo' a hablar de negocios.

Salieron del solar y se sentaron en el borde de la acera:

—Oye, Rey, yo ni te conozco, pero tú estás estrallao porque quieres, acere. Y si estás empatao con mi hermana..., vaya..., yo debo ayudarte.

—No sé por qué tú dices eso.

—Tú estás joven. Tienes un buen material. Ese colorcito tuyo se paga.

—¿Qué tú estás hablando?

—Oye, las yumas son enfermas a los negros y a los mulatos. Como tú y como yo. Y tú tienes un pingón que vale una fortuna. ¡Es oro lo que tienes entre las patas! ¡Oro puro!

—Chico, ¿tú eres maricón o qué volá contigo?

—Espérate, espérate, no te mandes a correr. Estoy tratando de ayudarte.

—¿Tratando de ayudarme? Así de gratis, por buena gente que tú eres..., con la cara de singao que tú tienes... ¡No jodas, compadre!

—Espérate, acere..., mira, atiéndeme. Yo estuve seis meses en Finlandia, empatao con una yuma de allí mismo, de la capital, y aquello fue un vacilón. Un frío y una nieve de cuatro pares de cojones, y no entendía el idioma, pero vaya, se vive..., todo el mundo vive allí como un rey.

—¿Y por qué regresaste entonces?

—No, no, porque tuve problemitas con la policía y eso y..., na', pero eso ya pasó. Mira, Rey, hay que proyectarse, ahora estoy empatao con una noruega. Viene en febrero a casarse conmigo, y me voy echando.

—¿Pa'dónde?

—Noruega.

—¿Dónde está eso?

—En casa del carajo. Ella dice que es igual que Finlandia, con tremendo frío y nieve y el idioma extraño, la misma jodienda, pero ahora voy casado, legal, y pa'trá no regreso ni pa'cogel impulso.

—Que te vaya bien.

—Sí, pero te lo digo, porque la jeba mía tiene dos o tres amigas. Cuando estén aquí yo te presento y te empatas pa'ir echando también. Después le mandamos un noruego pa'cá a Katia. Vaya, pa'que me entiendas, esto es sálvese quien pueda, pero si te puedo ayudar a ti y a mi hermana...

—No, no, conmigo no cuentes. Yo le tengo miedo a los aviones y nunca he salido ni de La Habana. Ni me hace falta. Lo mío es aquí.

—No seas bruto, Rey. Tú estás joven y tienes una pinga que te abre las puertas del mundo, hazme caso.

—Na, na. Deja eso. Voy echando.

—Ahh, tú vas a ser un muertodehambre toda la vida.

—Yo estoy acostumbrao a luchar, acere, y nunca me he muerto de hambre. Dile a Katia que me fui. Luego vengo por aquí.

Cheo se quedó sentado en el borde de la acera, pensando que aquel tipo era un imbécil. Entró al solar y le dijo a Katia:

—Oye, olvídate de ese mulato muertodehambre. El que nace pa'centavo nunca llega a peseta.

Rey estaba asustado. Compró unos panes con croquetas, refrescos, dulces. Se llenó la barriga y rehízo su ruta habitual. Salió de Regla. Dejó atrás los silos. Avanzó un poco más bajo el suave sol de enero y llegó al contenedor. Tenía demasiados problemas en la mente: la policía, Magda, el posible chivatazo de Yamilé y Sandra. Estaba agotado y con dolor de cabeza por lo de la noche anterior. «Después de todo, me busqué una tonga de fulas sin mucho trabajo», pensó, y se quedó dormido. Durmió profundamente veinte horas consecutivas. Nada le interrumpió. Cuando despertó al día siguiente era mediodía y tenía un hambre terrible. Se controló. Sabía cómo hacerlo. «No le hagas caso al hambre polque no hay na' que comer.» Esa frase de su madre la repetía automáticamente y se le quitaba el hambre. Lo hacía como un reflejo condicionado. Así de simple. Dormitó un poco más. Por pereza. Por pura pereza. Sabía que tenía que moverse. Hacia Regla y buscar a Katia. O hacia La Habana y buscar a Magda. ¿Qué hacer?... Ah, odiaba tomar decisiones. Jamás pensaba en términos de coordinación, precisión, sistematicidad, perseverancia, esfuerzo. A lo lejos ladraban unos perros. Muchos perros ladrando al mismo tiempo. Su mente se fue plácidamente hacia allí. Escuchó a los perros un buen rato. Entonces descubrió que además cantaban gallos, rugía algún camión, y que, mucho más cerca, el viento movía la hierba y la hacía murmurar. Nada de eso le interesaba. ¿Qué le interesaba? Nada. Nada le interesaba. Todo le parecía inútil. Y de nuevo se durmió. Tranquilamente.

Atardecía cuando se despertó. El hambre ya era tanta que no la sentía. Salió caminando por inercia hacia La Habana. Sin pensar. Estaba flaco y demacrado. Tenía dinero en el bolsillo, pero ni lo recordaba. Fue bordeando el barrio de Jesús María hasta el parque Maceo. Era muy tarde. No esperaba encontrar a Magda vendiendo maní a esa hora en la parada del camello. Y no la encontró. Un tipo discutía con otro. De repente agarró una muñeca plástica que llevaba en una bolsa y golpeó al otro en la cabeza:

—¡No abuses más de mí! ¡No abuses más de mí! ¡Está bueno ya!

El otro, con un gesto, se protegió con un brazo al tiempo que le agarraba la mano. El tipo se zafó del agarre y siguió golpeándole con la muñeca, que largó la cabeza y se deshizo en pedazos. Entonces soltó los restos de la muñeca y lo golpeó con los puños cerrados. Golpeaba como lo haría una niña desvalida y desnutrida. Al mismo tiempo, seguía insultándolo:

—Nunca había tenido un hombre tan abusador. ¡Nunca!

El tipo, sin abrir la boca, siguió escudándose como podía, hasta que en algún momento le agarró el brazo, se lo torció bruscamente, y en un acceso de rabia terrible, le quebró los huesos, partiéndolos fácilmente al chocarlos contra su rodilla. Quedó satisfecho y sarcástico mirando su obra: el del brazo partido, desde el piso, lo miraba con estupor, transido de dolor. Tenía tanto dolor que perdió el habla. Varias personas que miraban se quedaron igualmente mudas. El único que rompía el silencio era un viejo borracho que miraba la escena fijamente, al tiempo que repetía:

—Este mundo está perdió..., miren eso..., este mundo está perdió..., miren eso...

El del brazo partido se quedó tirado en el piso. El otro salió caminando como si nada. Todos se desentendieron y miraron a otra parte. Rey siguió caminando por el parque Maceo hacia el muro del Malecón. Quizás era medianoche, o las dos o las tres de la madrugada. Daba lo mismo. No había casi nadie. Dos o tres parejas bebiendo ron y templando en los bancos, y dos o tres pajeros observando y meneando sus tarecos rítmica y soñadoramente. Todo bien. No problem.

Entonces Rey recordó que tenía unos dólares en el bolsillo. Miró hacia la cafetería de la Fiat, y de repente el hambre rugió como un tigre en el fondo de sus entrañas. Literalmente. Sucede muy pocas veces en la vida. Se siente pavor porque se cree que realmente el tigre puede devorarlo a uno empezando por las tripas y saliendo afuera. Y ese pensamiento altera al más macho de los machos, qué cojones. Hay que buscar algo que comer urgentemente para tranquilizar al tigre. Rey caminó aprisa. Se abrió paso entre la fauna habitual de cándidos turistas en busca de sexo barato y de la mejor calidad, jineteras y jineteros anhelantes de encontrar al cándido turista de su vida que les propusiera matrimonio. También flotaban algunos maricones, y unas cuantas tortilleras brutalmente masculinas y serias, y revendedores de un ron asqueante, primorosamente envasado como legítimo paticruzao. En dos minutos devoraba tres perros calientes con bacon y dos cervezas. Esta vez escondió muy bien los dólares que le quedaban. Compró un paquete de cigarrillos y se fue al Malecón a fumar. No tenía sueño. Hacía días que no se bañaba ni se afeitaba, pero aún no parecía un mendigo. Sólo estaba un poco ajado, sucio, desgreñado, lo cual lo situaba muy orgánicamente en el apocalíptico ambiente citadino de fines del milenio. Maricones finísimos y sensuales y tortilleras crudas y borrachas le pedían cigarrillos continuamente. De ese modo repartió casi totalmente el paquete recién comprado, hasta que reaccionó: oh, se había sentado en el Malecón, frente a la cafetería de la Fiat, precisamente donde se reunían todos los gays y lesbianas buscavidas. Oh, las puertas de Dios. Se corrió un poco más allá, hacia el parque Maceo, territorio del amor heterosexual y de voyeurs acompañantes, evidentemente menos agresivos y más sumergidos en lo suyo.

No tenía sueño. ¿Qué hacer? Nada. Fumar dos cigarrillos que logró salvar. Dio fuego a uno y miró al mar oscuro y espumeante de enero. Había buen fresco y..., ah, recordó su cumpleaños. ¿A cómo estaremos hoy? Miró a su alrededor. A unos metros un negro se pajeaba mirando a una pareja que templaba un poco más allá, sentados de frente sobre el ancho muro del Malecón, se movían rítmicamente, y el negro, absorbido por el espectáculo, se la meneaba al mismo ritmo. Rey no dudó un instante.

—Psh, psh, oye, oye..., psh, oe, oe...

El tipo se sintió sorprendido. Asustado, guardó su falo precipitadamente y seguramente perdió la erección en un segundo, pensando que un policía lo había agarrado in fraganti-manus falus en vía pública. Miró disimuladamente hacia el sitio de donde le silbaban. Entonces Rey le preguntó:

—¿A cómo estamos hoy, acere?

—¿Eh?

—¿A cómo estamos hoy, acere?

—Ehh, ¿de qué? ¿Qué tú dices?

—La fecha, la fecha. ¿A cómo estamos?

—Ah, no..., ¡cojones, compadre!... No sé, no sé..., coñó, acabaste conmigo.

El negro se molestó mucho. Ignoró a Rey y de nuevo intentó concentrarse en su pasatiempo, para recuperar lo perdido y avanzar mucho más. Rey saltó del muro al piso y echó a andar. En la esquina de Belascoaín, dos policías aburridísimos. Rey se electrizó. Viró en redondo. Entró por el túnel del elevado, salió al parque. Más parejas y más pajeros. Frente a él cruzó un viejo con dos bolsas repletas de algo. Eran pesadas y el viejo marchaba aprisa y con cara de susto.

—¿A cómo estamos hoy, abuelo?

—Las dos y media.

—No. ¿A cómo estamos?