9

Sonne me abre la puerta de la enfermería. Son las 21 horas. Encuentro una compresa de gasa. Intenta paliar su inseguridad poniéndose en posición de firme. Porque soy una mujer. Porque no me entiende. Porque hay algo que intenta decirme.

—En el entrepuente, cuando llegamos con todo el equipo de extinción de incendios, usted estaba envuelta en dos mantas.

Doy unos ligeros golpecitos allí donde la piel ha reventado con una solución diluida de agua oxigenada. Nada de mercromina para mí. Quiero notar cómo escuece antes de poder creer que sirve de algo.

—Volví más tarde. Pero las mantas ya no estaban.

—Alguien debe de habérselas llevado —digo—. Es reconfortante que alguien se preocupe del orden.

—Pero, sin embargo, no se llevaron esto.

Ha estado ocultando un saco de yute doblado y húmedo detrás de la espalda. La sangre de Maurice ha dejado sobre él unas enormes manchas moradas.

Pongo la compresa sobre la herida. La gasa está provista de una especie de adhesivo que hace que se quede enganchada a la piel.

Cojo una venda elástica grande. Me sigue cuando salgo por la puerta. Es un joven danés de buen ver. Debería estar a bordo de uno de los petroleros de la East Asiatic Company. Ahora podría haber estado en el puente de uno de los barcos de Lauritzen. Podría haber estado sentado en casa de su mamá y su papá, en Aeroeskoebing, debajo del reloj de cuco, comiendo albóndigas en salsa y elogiando las virtudes culinarias de su madre y siendo objeto del orgullo mal disimulado de su papá. En cambio, ha ido a dar con esto. En una compañía peor de la que es capaz de imaginarse. Siento compasión por él. Constituye un pedacito de la parte saludable de Dinamarca. La honestidad, la rectitud, el empuje, la obediencia, el pelo cortado al cepillo, la economía saneada.

—Sonne —le digo—, ¿es usted de Aeroeskoebing?

—De Svaneke.

Está sorprendido.

—¿Su madre sabe hacer albóndigas?

Asiente con la cabeza.

—¿Buenas albóndigas? ¿Con la costra crujiente?

Se ruboriza. Le gustaría protestar. Le gustaría que le tomaran en serio. Le gustaría imponer su autoridad. De la misma manera que le gustaría a Dinamarca. Con ojos azules ingenuos, mejillas sonrosadas y buenas intenciones. Pero a su alrededor están las grandes fuerzas, el dinero, el desarrollo, los abusos, la colisión entre el nuevo y el viejo mundo. Y todavía no ha entendido lo que está sucediendo. Que sólo será tolerado mientras siga la corriente. Y que es a todo lo que alcanza su fantasía. A seguir la corriente.

Para saber plantarse se requieren talentos muy diferentes. Talentos mucho más rudos, más clarividentes. Mucho más exasperados y rencorosos.

Tiendo la mano y le acaricio la cara. No puedo evitarlo. El rubor inunda su rostro desde el cuello, como una rosa debajo de la piel.

—Sonne —le digo—, no sé qué es lo que hace usted pero, a pesar de todo, siga haciéndolo.

Cierro mi puerta con llave, coloco la silla debajo del paño y me siento sobre la cama.

Cualquiera que haya viajado durante el tiempo necesario a lugares lo suficientemente fríos, se encontrará, antes o después, con que ha de mantenerse despierto con tal de seguir con vida. La muerte está incorporada en el sueño. El que muere congelado, atraviesa un corto estado de sueño. El que se desangra, duerme. El que es enterrado bajo un alud compacto de nieve mojada se adentra a través del sueño en la muerte por ahogamiento.

Necesito dormir. Pero no puede ser, no todavía. En esta situación, la zona nebulosa entre el sueño y la conciencia proporciona un cierto descanso.

Durante la primera Inuit Circumpolar Conference descubrimos que todos los pueblos establecidos alrededor del océano Ártico compartían el Relato del Cuervo, el Génesis ártico. En él, se cuenta lo siguiente sobre el cuervo:

«En un principio, él también habitaba en un cuerpo humano y anduvo a ciegas, dando tumbos, y sus actos eran fruto del azar, hasta el momento en que le fue revelado quién era y cuál era su cometido».

Descubrir cuál es tu cometido. Tal vez sea esto lo que Isaías me ha dado. Lo que cualquier niño puede darte. La sensación del sentido de la vida. De que, a través de mí y, posteriormente, a través de él, gira una rueda en un movimiento enorme y frágil pero, al mismo tiempo, necesario.

Es esta rueda la que se ha roto. El cuerpo de Isaías en la nieve significó una rotura. Estando todavía en movimiento, era un opinante que daba su parecer, que me proporcionaba una razón de ser. Y, como siempre, no fui capaz de medir el alcance de lo que significaba para mi vida hasta que hubo desaparecido.

Ahora, el significado de la vida es, para mí, llegar a entender por qué murió. Adentrarme y esclarecer este detalle mínimo y, a la vez, absoluto que constituye su muerte.

Me pongo la venda elástica alrededor del pie e intento activar la circulación de la sangre. Entonces abro la puerta, salgo y me dirijo al camarote de Jakkelsen.

Sigue pletórico de vigor químico. Pero el efecto está decayendo.

—Quiero entrar en la cubierta de botes —le digo—. Esta noche. Y tú tienes que ayudarme.

Se incorpora, camina y llega rápidamente hasta la puerta, con la intención de marcharse. No intento detenerle. Una persona como él no tiene, en realidad, ninguna posibilidad de elegir por sí mismo.

—Debes estar loca, ¿sabes? Es zona prohibida. ¿Por qué no te arrojas al mar, Smila? ¿Por qué no haces eso y te dejas de estupideces?

—Vas a tener que ayudarme —le digo—. Si no, me veré obligada a subir al puente y pedirles que vengan a buscarte. Entonces, ante varios testigos, te arremangaré las mangas de tu camisa para que te ingresen en la enfermería, te aten a la camilla y te pongan un tipo vigilando la puerta.

—Eso no lo harías nunca, ¿me oyes?

—Mi corazón se rompería al verme obligada a delatar a un héroe de la mar. Pero tendría que hacerlo, pese a todo.

Está luchando con la incredulidad.

—Además dejaría caer unas cuantas palabras ante Verlaine sobre lo que has visto.

Este último comentario es el que lo derriba. Se pone a temblar de manera incontrolada.

—Me despedazaría —dice—. ¿Cómo puedes hacerme esto después de haberte salvado la vida?

Tal vez podría conseguir que lo entendiera. Pero eso exige una explicación que no puedo darle.

—Quiero —digo—, quiero saber lo que vamos a buscar. Para qué ha sido acondicionada la bodega.

—¿Por qué, Smila?

Empieza y acaba por un ser humano que cae desde un tejado. Pero, en medio, existe una serie de conexiones que acaso nunca podrán ser desenmarañadas. Y lo que necesita Jakkelsen es una aclaración tranquilizadora. Los europeos necesitan explicaciones sencillas. En todo momento preferirán una mentira unívoca a una verdad llena de contradicciones.

—Porque se lo debo —le digo—. Se lo debo a alguien a quien amo.

No es una equivocación hablar en presente. Isaías ha dejado de existir sólo en un sentido reducido y físico.

Jakkelsen me observa con una mirada escudriñadora, desilusionado y melancólico.

—Tú no amas a nadie. Ni siquiera te gustas a ti misma. No eres una mujer de verdad. Cuando te arrastré escaleras arriba, vi aquella pequeña espiga que salía del saco. Un destornillador. Como un pequeño pene erecto. ¡Cómo lo elevaste!

Su rostro está lleno de asombro.

—No te clasifico, en serio. Eres el hada madrina en la jaula de los monos. Pero también eres endiabladamente fría, ¿me oyes?, tienes algo de alma en pena.

Cuando salimos al entramado de la cubierta superior, suenan dos repiques dobles del reloj del puente. Son las dos de la madrugada, estamos en el meridiano de la guardia.

El viento se ha calmado, la temperatura ha disminuido y pujuq, la niebla, ha levantado cuatro muros blancos alrededor del Kronos.

A mi lado, Jakkelsen ya ha empezado a temblar. No soporta demasiado bien el frío.

Ha pasado algo con el contorno del barco. Con la regala, los palos, los focos, la antena de radio que, a una altura de treinta metros, se extiende desde el palo de proa hasta el palo de popa. Me froto los ojos. Pero, sin embargo, no se trata de una visión mía.

Jakkelsen pone un dedo sobre la regala y lo vuelve a quitar. Donde lo había posado, aparece una marca negra una vez se ha fundido la capa fina y lechosa de hielo.

—Hay dos tipos de heladas, ¿no? Está la helada fea que proviene de las olas que rompen contra el casco, y se hielan en cubierta. Más y más, cada vez más rápido, cuando los obenques y todo lo que está derecho sobre el barco empieza a cubrirse con una capa cada vez más gruesa. Y está la mala de verdad. Aquella que proviene de la niebla marina. No requiere que haya oleaje, sencillamente se posa por todos lados. Como algo que simplemente está allí.

Hace un gesto hacia la blancura.

—Esto es el comienzo de la mala. Cuatro horas más y tendremos que sacar los mazos.

Sus movimientos carecen de fuerza pero sus ojos brillan. Odiaría tener que machacar el hielo con un mazo. Pero en algún lugar de su interior, hasta este aspecto del océano despierta un júbilo salvaje en él.

Camino diez metros a proa. Hasta donde no pueda ser vista desde el puente. Pero desde donde pueda abarcar con la vista una parte importante de los portillos en la cubierta de botes. Todos están a oscuras. Todos los portillos en la superestructura están a oscuras, salvo la luz tenue que proviene de la sala de oficiales. El Kronos duerme.

—Duermen.

Jakkelsen ha salido al castillo de popa para poder ver los portillos que dan a popa.

—Todos deberíamos estar durmiendo, joder.

Bajamos hasta la cubierta de botes. Él continúa hasta el siguiente rellano. Desde allí podrá ver si alguien piensa abandonar el puente. O si alguien piensa abandonar la cubierta de botes. Dentro de un saco, por ejemplo.

Llevo puesto mi uniforme negro de servicio. Carece prácticamente de valor como coartada, aquí, a las dos de la madrugada. No se me ha ocurrido otra cosa. Estoy actuando con la sensación de no tener que pensar. Porque no existen otros caminos, otras direcciones, que no sea seguir hacia delante, tampoco existe la posibilidad de detenerme. Meto la llave de Jakkelsen en la cerradura. Entra con facilidad. Pero no puedo girarla. Han cambiado la cerradura.

—Me huelo que esto es una señal. Una señal que nos dice que deberíamos dejarlo.

Ha bajado conmigo y está a mis espaldas. Le cojo por el labio inferior. El hematoma todavía no ha desaparecido. Hubiera protestado de no ser porque le estoy tapando la boca.

—Si es una señal, entonces es una señal de que, detrás de esa puerta, hay algo que se han molestado en que no podamos ver.

Le he estado susurrando en el oído. Ahora lo suelto. Tiene muchas cosas que le gustaría decir pero se las aguanta. Sigue mis pasos cabizbajo. En cuanto surja la oportunidad, se tomará su venganza y me pisoteará, me venderá a quien sea o me dará el último empujón por la espalda. Ahora mismo, sin embargo, le tengo sometido.

Cualquier salón que tiene por finalidad acoger a la colectividad, se hace irreal cuando se abandona. Escenarios de teatro, iglesias, comedores. La sala de oficiales está oscura y desierta pero, a pesar de ello, poblada por el recuerdo de la vida y de las comidas.

La cocina desprende un fuerte olor a ácido, a levadura y a alcohol. Urs me ha contado que su pan fermenta durante seis horas, desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Disponemos de una hora y media, como mucho de dos.

Cuando abro las dos puertas correderas, Jakkelsen se percata de lo que va a suceder.

—Sabía que estabas loca, Smila. Pero que lo estuvieras hasta tal punto…

El montacargas de servicio ha sido limpiado y, dentro, han depositado una bandeja con tazas, platillos, platos de almuerzo, cubiertos y servilletas. La preparación simbólica de Urs para el nuevo día que despunta. Retiro la bandeja y la cubertería.

—Me está entrando claustrofobia —dice Jakkelsen.

—No eres tú el que va a subir en el montacargas.

—Padezco también por los demás.

La caja del montacargas es rectangular. Me siento sobre el mármol de la cocina y me introduzco en él de lado. Primero pruebo si es posible meter la cabeza entre las piernas. Luego meto la parte superior del cuerpo en la caja.

—Me enviarás hasta la cubierta de botes, ¿de acuerdo? Cuando haya salido, el ascensor deberá permanecer allí, para no hacer más ruido que el estrictamente necesario. Luego subes hasta la escalera y esperas. Aunque te pidan que te vayas, tú te quedarás allí. Si insisten, dirígete a tu camarote. Me das una hora. Si no he vuelto, despierta a Lukas.

Se retuerce las manos.

—No puedo, ¿me oyes?, no puedo.

Me veo obligada a estirar las piernas, mientras intento no meter las manos en la pasta que está reposando sobre la mesa.

—¿Por qué no puedes?

—Es mi hermano, Smila. Por eso es por lo que estoy aquí. Por eso tengo la llave. Cree que estoy limpio.

Lleno los pulmones de aire una última vez, expiro y, retorciéndome, logro meterme en la pequeña caja.

—Si no he vuelto en una hora, despiertas a Lukas. Es tu única posibilidad. Si no venís a buscarme, se lo contaré todo a Toerk. Él hará que Verlaine se encargue de ti. Verlaine es su hombre.

No hemos encendido la luz, la cocina está a oscuras, dejando aparte el débil resplandor que proviene del mar y de la reflexión de la niebla. Sin embargo, noto que le doy. Estoy contenta de no poder ver su cara.

Meto la cabeza entre las piernas. Las puertas se cierran. Hay un ligero zumbido de un motor eléctrico que se encuentra en algún lugar en la oscuridad debajo de mí y entonces asciendo a los pisos superiores.

El movimiento dura, tal vez, unos quince segundos. Mi único pensamiento se centra en la desolación y el desamparo en que estoy sumida. El miedo a que algo o alguien me esté esperando allí arriba.

Saco el destornillador. Para tener algo que ofrecer cuando abran las puertas de golpe y me arrastren fuera.

Pero nada de eso ocurre. El montacargas se detiene en su hueco de oscuridad y yo permanezco sentada. Y no hay nada más, salvo el dolor en la parte posterior de mis muslos y el movimiento del barco en las olas y el lejano ruido de las máquinas que ahora se aprecia.

Introduzco el destornillador entre las dos puertas correderas y las separo. Después salgo de espaldas y aterrizo sobre la mesa.

La sala está inundada por una luz tenue. Es la luz de navegación del palo de popa, que en esta cubierta llega a través de un tragaluz. La sala es una especie de pequeña cocina equipada con una nevera, un aparador y un par de fogones eléctricos.

Una puerta da a un pasillo estrecho. En el pasillo me siento en cuclillas y me pongo a esperar.

Hay personas que se hunden en situaciones transitorias. En Scoresbysund se disparaban los unos a los otros en la cabeza con escopetas de caza cuando el invierno empezaba a quitarle la vida al verano. No hay nada más sencillo que montarse en el bienestar y la opulencia sobre un equilibrio ya asegurado de una vez por todas. Lo difícil es todo lo nuevo. El hielo nuevo. La luz nueva. Los nuevos sentimientos.

Me siento. Es mi única posibilidad. Es la única posibilidad de todos los hombres. Darse a sí mismos el tiempo necesario para adaptarse.

La escotilla que hay delante de mí vibra a causa de una máquina lejana que viene de abajo. Al otro lado debe de estar la escotilla. Esta cubierta está construida alrededor de su enorme caja rectangular.

A mi izquierda vislumbro, a ras de suelo, una luz débil. Es la luz de emergencia de la escalera, que se enciende de noche. Esa escotilla representa mi camino de salvación.

A mi derecha, primero encuentro el silencio. Entonces, del silencio surge una respiración. Es mucho más débil que los demás ruidos a bordo del Kronos, los ruidos cotidianos que se han convertido en un fondo discreto contra el cual destaca toda alteración. Incluso los ligeros ronquidos de una mujer dormida.

Esto significa que hay uno, tal vez dos camarotes aquí a babor y que, sin duda, debe de haber uno o dos más arriba. Es decir, que el salón y la sala de oficiales dan al castillo de proa.

Permanezco sentada. Tras unos instantes, una tubería lejana empieza a hacer ruido. El Kronos está equipado con retretes de alta presión. En algún lugar, por encima o por debajo, alguien ha vaciado la cisterna de un retrete. El movimiento en las tuberías me dice que los baños y los lavabos de esta cubierta se encuentran delante de la chimenea y que están pegados a ella.

Me he traído el despertador en el bolsillo del delantal. ¿Qué otra cosa podía hacer, si no? Le echo un vistazo y de inmediato me pongo en movimiento.

La cerradura de la escotilla de salida es de resorte. Bloqueo el resorte. Para que pueda, si las circunstancias lo exigen, salir rápidamente. Pero, sobre todo, para que puedan entrar.

Entre el pasillo corto que lleva hasta la escotilla de salida a cubierta y lo que debe ser el salón, voy tanteando las paredes hasta que encuentro una escotilla. Acerco la oreja a ella y aguardo. Todo lo que soy capaz de oír es el lejano reloj del puente, que da las horas. A través de la puerta, me introduzco en una oscuridad que es más profunda que la dejada atrás. Aquí también me detengo y espero. Entonces pulso el interruptor. No se enciende una luz de las habituales. Se encienden cientos de lámparas de acuario sobre cientos de diminutos acuarios cerrados, incrustados en marcos de goma y sujetados por estructuras que cubren las tres paredes. En los acuarios hay peces. En mayor cantidad y variedad que en una tienda de peces tropicales.

A lo largo de una de las paredes han instalado una mesa negra con dos grandes pilas planas de porcelana con una batería de mezcla que se acciona con el codo. Sobre la mesa hay dos fogones de gas y dos quemadores Bunsen, todos provistos con unas tuberías fijadas a la entrada del gas. Sobre una mesa adicional han atornillado un autoclave. Una balanza Mettler. Un pH-metro. Una cámara de fuelle grande montada sobre un trípode. Un microscopio bifocal.

Debajo de la mesa hay una estantería de metal con pequeños y profundos cajones. En pequeñas cajas de cartón del Laboratorio Químico de Struer se guardan pipetas, tubos de goma, tapones, varillas de cristal y papel tornasol. Productos químicos en pequeños matraces de cristal. Magnesio, pergamanganato potásico, limaduras de hierro, polvo de azufre, cristales de sulfato de cobre. Contra la pared, en cajas de madera forradas con paja y cartón ondulado, hay pequeños balones con diversos ácidos. Ácido fluorhídrico, ácido clorhídrico, ácido acético en varias concentraciones.

Sobre la mesa que está en el lado opuesto, han colocado cubetas de plástico fijas, líquido de revelado y una ampliadora. No entiendo nada. La sala está acondicionada como si fuera una mezcla del Acuario de Dinamarca y un laboratorio químico.

El salón tiene puertas de doble hoja en los tabiques. Un detalle que te hace recordar que el Kronos fue construido de acuerdo con la distinción y elegancia dominantes en los años cincuenta, ahora obsoletas y ya entonces en desuso. Se encuentra debajo del puente de mando y parece del mismo tamaño que un salón de techos bajos en una casa danesa normal y corriente. Tiene seis grandes portillos que dan al castillo de proa. Todos están cubiertos con una capa de hielo y a través del hielo se cuela una débil luz gris azulada.

A babor, han apilado cajas de madera y de cartón sin marcar, sostenidas por una driza que han pasado entre dos radiadores.

En medio del salón hay una mesa fija y en unas cavidades del tablero de la mesa hay varios termos. A lo largo de dos de los mamparos han colocado otras dos mesas de trabajo provistas de lámparas Luxo. También han atornillado una pequeña fotocopiadora. Al lado de ésta hay un telefax. Encima, un armario repleto de libros.

Cuando me dirijo a la estantería veo la carta náutica. Está metida debajo de una plancha de plexiglás antirreflectante y por eso no me he fijado en ella hasta ahora. Enciendo mi linterna.

Han cortado el texto en el margen, por lo que tardo algunos segundos en identificarla. En las cartas náuticas, la tierra firme es un detalle, una sencilla línea, un contorno que se hunde entre el enjambre de cifras que indican las profundidades. Entonces reconozco el promontorio que se levanta frente a Sisimut. Debajo de la plancha de plexiglás, en el borde de la carta, han metido varias fotocopias menores de cartas específicas. «Período medio desde la culminación de la luna (superior o inferior) en Greenwich hasta el comienzo de la marea alta en Groenlandia Occidental». «Sinopsis de las corrientes superficiales al oeste de Groenlandia». «Carta sinóptica de las divisiones sectoriales en la zona de Holsteinsborg».

En la parte superior, cerca del mamparo, han puesto tres fotografías. Dos de ellas son fotografías aéreas en blanco y negro. La tercera parece un detalle fractal de Mandelbrot sacado por una impresora de color. Las tres tienen el mismo contorno en el centro. Una figura que se curva, con forma cuasi circular, alrededor de una abertura. Como un feto de cinco semanas que se dobla en forma de pez alrededor de la vejiga respiratoria.

Intento abrir los archivadores pero están cerrados con llave. Estoy echándoles un vistazo a los libros cuando se oye una puerta en algún lugar de la misma cubierta. Apago la lámpara y me echo al suelo. Se abre y se cierra otra puerta y se hace el silencio. Pero la cubierta ya no parece dormida. En algún lugar hay gente despierta. No es necesario mirar el reloj. Tengo tiempo de sobra pero me faltan nervios para seguir.

Tengo la mano en la escotilla de salida cuando alguien sube por las escaleras. Retrocedo de espaldas por el pasillo. Una llave es introducida en la cerradura. Hay un momento de asombro cuando ese alguien descubre que la escotilla no está cerrada. Empujo la puerta de la cocina, entro y la cierro detrás de mí. Los pasos se aproximan por el pasillo. Tal vez sean algo cautelosos, inquisitorios; tal vez alguien se esté extrañando de que la escotilla no estuviera cerrada con llave; tal vez tengan previsto inspeccionar la cubierta. Tal vez tenga visiones, tal vez me lo esté imaginando todo. Me subo a la mesa de la cocina y me meto en el montacargas. Cierro las contrapuertas pero es imposible acabarlas de cerrar desde dentro.

La puerta que da al pasillo se abre y después se enciende una luz. En el suelo, delante del resquicio que no he podido cerrar, está Seidenfaden, en ropa de abrigo, todavía con los cabellos azotados por el viento tras una vuelta por la cubierta. Se dirige hacia la nevera y desaparece fuera de mi campo visual. Hay como un silbido de algún líquido carbonatado y vuelve a entrar en mi campo de visión. Está de pie, bebiéndose una cerveza directamente de la lata.

En ese mismo momento en que su rostro parece lleno de satisfacción introvertida y él está a punto de toser, sus ojos se dirigen a donde estoy yo, pero, sin embargo, no me ven. En ese instante, el montacargas empieza a zumbar, sonoro y crujiente.

No tengo espacio para estremecerme. Todo lo que puedo hacer es sacarle el corcho al destornillador y prepararme para ser descubierta dentro de dos segundos.

Entonces desciende el montacargas.

Sobre mi cabeza, en la oscuridad, las puertas del pequeño ascensor se abren. Pero yo ya estoy lejos, estoy bajando.

Ruego porque sea Jakkelsen quien haya percibido un movimiento en el hueco del ascensor y, desafiando mi prohibición, me haya enviado hacia abajo. Espero que todo esté a oscuras cuando se abran las puertas. Y que las manos temblorosas de Jakkelsen estén allí para sujetarme cuando salga del cubículo.

Me detengo, las puertas se abren. Fuera está todo oscuro.

Algo frío y húmedo presiona mi muslo. Algo es depositado sobre mi regazo. Algo se mete debajo de mis rodillas. Entonces se vuelven a cerrar las puertas, el montacargas empieza a zumbar, un motor se pone en marcha y yo me elevo en la oscuridad.

Me paso el destornillador a la mano izquierda y agarro la linterna con la derecha. Por un instante, la luz de la linterna me deslumbra, entonces vuelvo a poder ver.

A cinco centímetros de mis ojos, contra mi cuerpo, se alza, de pie, fría y mojada, con diminutas gotas de agua, una botella Magnum con una etiqueta en la que pone «Möet & Chandon 1986 brut imperial Rosé». Champán rosado. En mi regazo tengo una copa de champán. Debajo de las rodillas entreveo el fondo arqueado de otra botella.

Doy por sentado que me encontraré, en cuanto se abran las puertas, envuelta en luz, cara a cara con Seidenfaden.

No es así. Cuento dos sacudidas y sé que he pasado la cubierta de botes. Me dirijo al puente de mando, a la sala de oficiales.

Hay una parada y posteriormente un silencio en el que no acaece nada. Intento abrir las puertas. Es prácticamente imposible hacerlo porque me lo impiden las botellas.

En algún sitio, se abre y se cierra una puerta. Entonces alguien enciende una cerilla. Consigo separar las puertas un centímetro. La vela está en un candelabro sobre la mesa grande del comedor donde estuve sirviendo hace un par de días. Ahora alguien la levanta y la transporta hacia mí.

Las puertas se abren. Tengo una mano contra la pared que hay detrás de mí para poder impulsarme con la mayor fuerza posible en el golpe. Estoy esperando a Toerk o a Verlaine. He pensado ir a por los ojos.

La luz me deslumbra porque está muy cerca. No se ve nada, salvo un contorno oscuro. Que saca primero una botella y luego otra. Cuando retiran la copa, una mano me palpa la cadera durante un instante.

De la sala me llega un sonido ahogado de sorpresa.

El rostro de Kützow baja hasta donde estoy yo. Nos miramos a los ojos. Esta noche, sus ojos son saltones, como si hubiera sido atacado por la enfermedad de Graves-Basedow en su forma aguda. Pero no está enfermo en el sentido habitual. Está borracho como una cuba.

—¡Jaspersen! —exclama.

Entonces ambos reparamos en el destornillador. Está dirigido contra un punto entre sus ojos.

—Jaspersen —vuelve a decir.

—Una reparación menor —le digo.

Me resulta difícil hablar porque la postura encogida dificulta la respiración.

—Yo soy quien se encarga de las reparaciones a bordo.

Su voz es grave aunque pastosa. Logro sacar la cabeza por el portillo.

—Veo que también te encargas de las existencias de vino. Esto les interesará a Urs y al capitán.

Se sonroja, en un cambio de color lento pero, sin embargo, amplio, hacia el violeta.

—Puedo explicarlo.

Dentro de diez segundos empezará a pensar. Saco un brazo.

—No tengo tiempo —le digo—. Debo seguir con el trabajo.

En ese mismo instante, el montacargas desciende. A duras penas logro introducir el torso en él. Me da tiempo a notar una punzada de ira porque no hay un dispositivo de seguridad que impida que el montacargas se mueva mientras las puertas no estén cerradas.

También experimento en mi cabeza un descubrimiento total, una confrontación y un final catastrófico. Cuando llego a la cocina, mi fantasía ya no alcanza a más.

El montacargas no se detiene esta vez en la cocina. Prosigue su caída hacia abajo.

Entonces frena. Los últimos segundos transcurridos en su interior me han despojado de mis últimas fuerzas. En estos momentos, sólo dispongo del factor sorpresa. Abro las puertas, separándolas. Se abren de un golpe. Hacia mí llega un saco flotando en el aire en el que pone «50 kg Vildmose. Avituallamiento Naval Danés». Logro sacar ambas piernas, las pongo contra el saco y presiono todo lo que puedo. Su movimiento se detiene, se bambolea retrocediendo y se precipita hacia la esquina más lejana. Aterriza entre las cajas de cartón marcadas con «Zanahorias Lammefjord de Wiuff».

Recobro el equilibrio una vez en el suelo. Siento como si no tuviera pies. Pero tengo el destornillador delante de mí.

Detrás del saco aparece Urs.

No se me ocurre nada que decirle. Cuando me tambaleo cruzando la puerta, él todavía está de rodillas.

—Bitte, Fräulein Smila, bitte…

Inconscientemente contaba con que alguien se hubiera alarmado. Hombres armados esperándome. Pero el Kronos está sumergido en la oscuridad. Paso por tres cubiertas sin encontrarme a nadie.

La escalera debajo del puente está vacía. No se ve a Jakkelsen por ningún lado. Sin haberme propuesto ningún rumbo previo, salgo a la cubierta del puente a través de la escotilla en la que pone OFFICER’S ACCOMODATION y abro la puerta del lavabo de caballeros.

Está de pie al lado del lavabo. Ha estado peinándose. Su frente reposa contra el espejo, como si hubiera querido asegurarse de que realmente llegara a un resultado armonioso y elegante. Ha estado peinándose los rizos hacia atrás, por encima de las orejas. Pero está dormido. Su cuerpo, inconsciente y flexible, sigue los bandazos del barco manteniéndose incluso de pie. Pero ronca. Su boca está abierta y la lengua le cuelga un poco fuera.

Meto la mano en el bolsillo de su camisa de trabajo. Encuentro la goma. Se ha introducido en el lavabo y se ha inyectado una dosis para ponerse a tono. Luego ha querido acicalarse. Y entonces se ha sentido cansado.

Le propino una patada haciendo que desaparezcan las piernas debajo de él. Cae pesadamente sobre la cubierta. Pretendo levantarlo del suelo pero me duele demasiado la espalda. Sólo consigo levantarle la cabeza.

—Pasaste por alto a Kützow —le digo.

Una risueña sonrisita se posa sobre su rostro.

—Smila. Sabía que volverías.

Logro ponerlo en pie. Entonces meto su cabeza en el lavabo y abro el grifo del agua fría. Cuando, por fin, es capaz de sostenerse por sí mismo, lo arrastro hacia las escaleras.

Hemos bajado cinco peldaños cuando Kützow sale por la escotilla que hay detrás de nosotros.

No cabe la menor duda de que él mismo cree que se desliza sobre pies de gato. En realidad, sólo es capaz de mantenerse de pie porque se cuelga de cualquier cosa en la que pueda apoyarse. En cuanto percibe nuestra presencia, se detiene bruscamente, coloca la mano en el tablón del barómetro y fija los ojos en mí.

He empujado el cuerpo laxo contra la barandilla. Yo soy capaz de moverme sólo a duras penas.

El susto se abre camino lentamente a través de su borrachera, que ahora debe haberse reforzado con una o dos botellas Magnum burbujeantes.

—Jaspersen —croa—. Jaspersen…

Me siento cansada de los hombres y sus abusos. Ha sido siempre así, desde que llegué a Dinamarca. Constantemente te ves obligada a ir con cuidado para no encontrarte con gente que se ha envenenado a sí misma y que, sin embargo, creen que lo llevan con mucha dignidad.

—Vete a la mierda, señor jefe de máquinas —digo.

Me contempla con una mirada vacía.

No nos encontramos con nadie más en nuestro descenso. Envío a Jakkelsen a su camarote de un empujón. Se derrumba sobre su catre como un muñeco de trapo. Lo pongo de lado. Los bebés, los alcohólicos y los drogadictos corren el riesgo de ahogarse en sus propios vómitos. Entonces cierro la puerta desde fuera con su propia llave.

Cierro la mía con llave y me atrinchero detrás de ella. Son las 4:15 horas. Dormiré durante tres horas y luego me daré de baja por enfermedad y dormiré hasta las doce. Todo lo demás tendrá que esperar.

Duermo exactamente tres cuartos de hora. A través de las primeras pesadillas incipientes, en la superficie del sueño, irrumpe primero un aviso electrónico y, posteriormente, la voz exigente de Lukas.

Estoy trabajando a menos de dos metros de Verlaine. Está utilizando un mazo de goma dura que es tan largo como un hacha para talar árboles.

Por la sequedad de mis labios noto que está helando por debajo de los 10 °C bajo cero. Verlaine trabaja en mangas de camisa. Con una mano se agarra en la regala o en la valla que rodea las sondas de los radares. Con la otra, levanta el mazo en un arco suave y sentido detrás de la espalda, dejando que caiga sobre la cubierta con una explosión, como cuando se rompe el cristal de un escaparate. Su rostro está bañado en sudor pero sus movimientos parecen incansables y ágiles. Cada golpe desprende una placa de hielo de aproximadamente un metro cuadrado.

No sopla ningún viento pero la mar está rizada y alterada y en ella cabecea el Kronos duramente. Para colmo, nos rodea la niebla, como enormes superficies húmedas de blancura en la oscuridad.

Cada vez que atravesamos un banco de niebla, tan bajo que da la impresión de flotar sobre el agua, la capa de hielo aumenta su grosor visiblemente. Con el mango de un punzón rasco el hielo de las sondas. Cuando he terminado con uno, puedo volver al lugar donde estaba antes. Allí se ha posado, en menos de dos minutos, una capa de hielo duro y gris de un milímetro de espesor.

La cubierta y la superestructura viven. No por las diminutas y oscuras siluetas que golpean el hielo, sino por el hielo mismo. Todas las luces de cubierta están encendidas. La luz y el hielo han creado juntos un paisaje mitológico. Los obenques y los estays están cubiertos por treinta centímetros de hielo en guirnaldas que, desde el palo hasta la cubierta, cuelgan como rostros que escudriñan el mar.

Sobre el palo, el faro del ancla brilla a través de su cápsula de hielo, como el cerebro ardiente en la cabeza de un animal mitológico. La cubierta es un mar gris y cuajado. Todo el que está de pie, se yergue en el aire con rostro inquisitivo y miembros fríos y grises.

Verlaine está en el lado de estribor. Detrás de mí está la regala y, al otro lado de la regala, una caída libre de cerca de veinte metros hasta cubierta. Delante de mí, detrás de los zócalos de los radares y la mesana provista de antenas, la sirena y un foco móvil para las maniobras en puerto, Sonne está quitando el hielo con una pala. Echa las placas que Verlaine desprende sobre la cubierta de botes, al lado del bote salvavidas. Allí está Hansen, con un casco protector amarillo en la cabeza, que las tira por la borda.

En el lado de babor, Jakkelsen quita el hielo de los zócalos de los radares con un martillo corto. Poco a poco, se va acercando a mí. Durante unos instantes, los radares nos resguardan del resto de la cubierta.

Se mete el martillo en el bolsillo de su chaqueta. Entonces apoya la espalda contra el radar. De su bolsillo saca un cigarrillo.

—Tal como tú lo auguraste —digo—. La helada terrible.

Su rostro está pálido por el cansancio.

—No —me dice—. No empezará hasta que no lleguemos a los cinco Beuafort y nos aproximemos a los cero grados. Nos ha llamado a cubierta demasiado temprano.

Echa un vistazo a su alrededor. No hay nadie inmediatamente cerca.

—Cuando me hice a la mar, ¿sabes?, solía ser el capitán quien navegaba el barco y el tiempo se medía con el calendario. Si estabas entrando en una helada, sencillamente reducías la velocidad. O modificabas el rumbo. O virabas, navegando entonces con el viento. Desde unos años a esta parte esto ha cambiado. Ahora son los armadores los que mandan, ahora son los despachos en las grandes ciudades los que pilotan los barcos. Y es con esto con lo que se mide el tiempo.

Señala su reloj de pulsera.

—Pero parece ser que tenemos prisa, que hay algo que no puede esperar. Por eso, le han dado órdenes de que siga adelante. Y eso hace. Está a punto de perder su touch. Porque, si de todas formas tenemos que atravesar el hielo, no había razón alguna para que nos llamara a cubierta ahora. Un barco menor puede soportar una capa de hielo del diez por ciento de su desplazamiento. Podríamos navegar con quinientas toneladas de hielo sin que importara. Podía haber enviado a un par de chicos para que liberaran las antenas.

Rasco el hielo de la antena radiogoniométrica. Mientras trabajo, estoy despierta. En cuanto me detengo, me sobrevienen cortos destellos de sueño.

—Teme que no podamos mantener la velocidad de crucero. Teme que se rompa algo. O que empeore todo súbitamente. Son sus nervios. Empiezan a estar gastados.

Deja caer su cigarrillo a medio fumar sobre el hielo. Nos adentramos en un nuevo banco de niebla. La humedad parece pegarse al hielo que ya se ha formado. Durante un instante, Jakkelsen queda casi oculto por la niebla.

Me pongo a trabajar alrededor del radar. Procuro estar constantemente dentro del campo visual tanto de Jakkelsen como de Sonne.

Verlaine está a mi lado. Sus golpes pasan tan cerca de mí que la presión despide aire helado contra mi rostro. Los golpes aterrizan en el zócalo de metal, con una precisión semejante a la de un corte quirúrgico, despegando cada vez una placa de hielo tan transparente como el cristal. Les da una patada, enviándolas hacia donde está Sonne.

Su cara está al lado de la mía.

—¿Por qué? —me pregunta.

Sostengo el punzón un poco detrás de mis espaldas. A unos metros, desde donde no nos puede oír, Sonne está limpiando el zócalo del palo con el mango de la pala.

—Yo ya sé por qué —dice—. De todas maneras, Lukas no se lo hubiera creído.

—Hubiera podido señalar la herida de Maurice —digo.

—Un accidente de trabajo. La sierra circular se puso en marcha mientras estaba cambiando el disco. La llave de fijación le dio en el hombro. Ya hemos dado parte y lo hemos explicado todo.

—Un accidente. Como el del niño sobre el tejado.

Su cara está cerca de la mía. No expresa nada, salvo falta de entendimiento. No sabe de qué le estoy hablando.

—Pero todo el asunto alrededor de Andreas Licht —digo—. El viejo del barco, todo ese asunto se entorpeció algo más.

Cuando su cuerpo se paraliza, surge en mí la ilusión de que se ha quedado congelado, de la misma manera que el barco que nos rodea.

—Os vi sobre el muelle —miento—. Cuando nadaba hacia el malecón.

Mientras se queda sopesando las consecuencias de lo que acabo de decirle, se descubre. Durante un segundo largo, un animal herido me mira desde algún rincón de su cuerpo. Semejante a sus dientes, una cáscara fina que cubre los malos tratos que se han convertido en sadismo.

—Tendrá lugar una investigación en Nuuk —le digo—. La policía y algunos hombres de la Marina. Sólo el intento de homicidio te costará dos años. Ahora también indagarán la muerte de Licht.

Se ríe de mí con una sonrisa amplia y blanca.

—No atracaremos en Godthaab. Nos dirigimos al dique flotante de los petroleros. Está a veinte millas de tierra. Ni tan siquiera puedes ver la costa desde allí.

Me observa con curiosidad.

—Te defiendes bien —me dice—. Es casi una pena que estés tan sola.