SÉPTIMA JORNADA

Calle Mayor

Alba, domingo 7 de julio de 1662

El mesón de Rueda tenía fama de ser uno de los más concurridos de la calle Mayor, pero a aquellas horas estaba medio vacío. Acababa de abrir y todavía no se respiraba el denso aroma provocado por el tabaco, el vino y los guisos. Aun así, los pocos parroquianos se sorprendían de ver la figura de un dominico en aquel lugar, pero Gonzalo y fray Diego estaban tan agotados que no les prestaron ninguna atención.

La alborada les había sorprendido medio dormidos, y tal como se temían no sucedió nada en toda la noche. Al entrar los primeros rayos de sol por las pequeñas cristaleras de la capilla, fray Diego despertó a Carlos, al marqués y sus criados. El dominico les mandó informarse en los mentideros de los crímenes y sucesos ocurridos durante la noche. El rostro exhausto de don Gaspar mostraba bien a las claras que no estaba acostumbrado a guardar pocas horas de sueño. Fuera por esto, o por la enorme decepción causada por la vigilia inútil, decidió retirarse a los aposentos de su palacio. Marchó dando un fuerte portazo, pero antes Gonzalo advirtió que de la sonrisa de la noche anterior sólo quedaba una mueca ceñuda.

Al volver los criados del marqués trajeron noticias que no podían ser más desalentadoras. No había nada extraño: varios heridos a cuchilladas por una pelea en un burdel, un robo con muerte en el barrio de las comedias y una riña multitudinaria en una taberna. Poca cosa, una noche muy tranquila para los alborotos habituales en la corte. El fallecido en el robo no parecía tan insignificante. Rui López era uno de los criados de Adam de la Parra. ¿Había alguna relación entre este crimen y el caso? Una conjetura más que unir a su lista. Ninguna persona principal había sufrido daño alguno y el único asesinato no se produjo cerca de una cruz ni dentro de una iglesia; es más, ni siquiera en sus inmediaciones.

Gonzalo dejó la copa vacía de aguardiente sobre la mesa y contempló el rostro marchito del dominico. Parecía que hubiera envejecido diez años, mostraba una faz cansada repleta de arrugas en la frente y la comisura de los labios. Sus ojos claros, normalmente penetrantes, estaban apagados. No contribuían a mejorar su aspecto las grandes ojeras, el pelo crespo y una barba incipiente que le daba un aire de vagabundo. El alguacil pensó que él no debía tener mejor aspecto.

—Padre —dijo con voz ronca—, parece que estábamos equivocados.

El dominico levantó la cabeza con lentitud, hasta en sus movimientos reflejaba su hastío. Clavó en Gonzalo sus ojos enrojecidos por el cansancio y tardó en responderle, pues también él estaba defraudado y no sabía qué hacer o decir ya.

—¿Y la carta? ¿No significa eso nada? ¿Es también una imaginación mía?

—Tal vez no sea más que una broma de mal gusto.

—¡Una broma, decís! —explotó golpeando la mesa—. No creo que la persona que ha cometido estos crímenes horribles sea un bromista.

—Entonces, ¿cómo explicáis que no haya sucedido nada, o que no encontremos un ave fénix en las iglesias de la ciudad? Reconocedlo, padre, no pequéis de soberbia, no tenemos ni una sola pista para hallar a Peregrino o siquiera imaginar qué pretende hacer. ¡Servidme otra copa de ese aguardiente! —gritó Gonzalo al mesonero—. ¿Dónde están mis tajadas de letuario?

Un mozo se apresuró a llenar la copa y le sirvió la confitura de miel y naranja, el famoso letuario, con el que tanto gustaban desayunarse los madrileños, y que Gonzalo se apresuró a engullir. Mientras tanto, fray Diego pensaba ensimismado en algo.

—Los idus de marzo —dijo en un murmullo.

—¿Cómo? —preguntó el alguacil con la boca llena.

—Los idus de marzo. A César le pronosticaron que iba a ser asesinado durante esas fechas. Al subir la escalera del Senado reprochó al adivino el error en sus predicciones, pero éste le respondió que todavía no habían pasado. Al entrar en el edificio César fue asesinado.

Peregrino nos indicaba que asesinaría a alguien hoy, pero aún el día no ha concluido. Hasta ahora los crímenes sucedieron durante la noche, pero, pensadlo, ¿por qué no pueden ser durante el transcurso del día? Recordad que el inquisidor fue asesinado al amanecer.

Gonzalo no sabía qué pensar, aquellas referencias a hechos desconocidos y personajes remotos podían ser de provecho para otras personas, pero a él le desconcertaban. Levantó la vista y vio que unas figuras tan familiares como temibles se acercaban a ellos.

Fray Diego, al ver la cara de sorpresa del alguacil, se volvió para descubrir una presencia inesperada: Iturbe y Ramiro Pérez de Guzmán, duque de Medina de las Torres, se plantaron ante ellos con aspecto enojado. Les acompañaban Carlos y dos hombres de la guardia borgoñona.

—No me ha quedado otra que decirles dónde os podían encontrar —confesó el cabo de corchetes en un murmullo de disculpa.

El alguacil dejó la tajada de letuario sobre el plato, tragó un último bocado y su nuez se marcó en el cuello. No sabía si estaba más sorprendido o asustado. Fray Diego, por el contrario, parecía imperturbable, mantenía fija la mirada en las figuras altivas de los recién llegados.

—Veo, señores, que a pesar de las órdenes estrictas del padre Iturbe no desistís en este propósito —dijo el duque mientras se sentaba a la mesa—. No sé qué es lo que pretendéis, puesto que para todo el mundo menos para vuestras señorías este negocio ha concluido. El asesino fue atrapado y muerto; sin embargo, vosotros os empeñáis en lo contrario.

—Señor duque, si me lo permitís —intervino Gonzalo—, os diré que tenemos algunos indicios que apuntan a que vuestra afirmación no es totalmente precisa.

—Escucharé gustoso cuáles son esas pruebas, y fijaos que digo pruebas, no indicios o sospechas, en las que sustentáis vuestras nuevas deducciones —concedió don Ramiro.

—Por el momento preferimos no desvelar nada —dijo seco fray Diego.

Gonzalo comprendió que el dominico no deseaba mencionar la muerte del inquisidor y su criado.

—Dado que aprecio mucho a los hombres de vuestra orden, os diré que hacéis bien —dijo el duque—. Mejor es guardar silencio que exponer una serie de opiniones que sólo os pueden poner en ridículo.

El sacerdote no se resignó a aguantar las insolencias de esos dos personajes.

—Mirad esto.

Fray Diego tendió a Iturbe la carta mandada por Peregrino. El jesuita cogió el papel, y no pudo dejar de mostrar cierta sorpresa, pero levantó la vista y miró al duque esbozando una mueca de desprecio.

—Esto no es nada, una broma de algún estúpido —dijo Iturbe, dejando caer la hoja al suelo—. Señores, hemos sabido de vuestras actividades, así como de las molestias causadas a multitud de párrocos, priores y abadesas. Os doy la orden terminante de cesar en vuestras inútiles pesquisas.

El duque de Medina de las Torres se levantó sonriendo. Daba por terminada la conversación, pero antes clavó amenazante sus ojos oscuros en ambos. La falsa sonrisa quedó petrificada en sus labios.

—Estoy acostumbrado a ser obedecido. La próxima vez que tenga noticia de indagaciones no autorizadas tendréis tiempo de arrepentiros en un calabozo. Por supuesto, esto sólo sería el principio de vuestras desdichas. No me hagáis cumplir mis amenazas.

Los dos hombres partieron con su séquito. El alguacil se sintió aliviado, cogió la tajada de letuario y le dio un nuevo envite. Devoró con ansia y bebió un gran trago de aguardiente. Estaba indignado.

—¿Por qué están tan interesados en que demos fin a la investigación? —dijo casi ahogándose—. ¿No deseaba con tanta ansiedad el duque la captura del asesino? Nos amenazó para descubrir un culpable de manera inmediata, y ahora vuelve a hacerlo si no dejamos de indagar.

—Sí, todo es muy extraño —convino fray Diego—. Para empezar, lo más sorprendente es la misma alianza. No estoy muy al tanto de los asuntos de la corte, pero había oído decir que el confesor real y el valido eran enemigos mortales. Sin embargo, aparecen ante nosotros como si fuesen los mejores amigos, compartiendo el mismo parecer, e incluso las mismas amenazas.

—Peor aún me parece lo de Iturbe. Nos metió en este asunto a la fuerza, contra nuestra voluntad, y ahora pretende sacarnos de idéntica manera. ¿Cómo es posible que la misma persona que nos encargó resolver los crímenes ahora prohíba que se continúe la investigación?

—Creo saberlo —dijo el dominico.

La sorpresa se reflejó en el rostro de Gonzalo, que al instante dejó de masticar y le miró expectante.

—Consulté con hermanos de mi orden, y éstos me revelaron hechos interesantes. En su mocedad Iturbe se enfrentó al cargo de ser iluminado. Parece ser que era un joven con arrebatos místicos, pasó un mes y medio en las celdas de la Inquisición.

—No puedo creerlo —dijo el alguacil—. ¿Un jesuita?

—No os extrañe, el mismo san Ignacio pasó un tiempo en las celdas de la Inquisición poco después de fundar la Compañía de Jesús. Sin duda, la remota locura de juventud de Iturbe no demuestra nada. En apariencia no hay ninguna relación con el asunto que nos ocupa, o yo no soy capaz de descubrirla.

»Medité mucho acerca de por qué Iturbe me encargó este asunto, y mis sospechas han sido confirmadas por varios dominicos. Recibí la labor de resolver este confuso asunto para desprestigiar a nuestra orden. Estaba claro: quien quisiera solucionarlo se enfrentaría a muchas dificultades o, directamente, al fracaso. Por eso Iturbe nos encargó la resolución de este enigma. Un alguacil poco hábil y un dominico excéntrico parecían una pareja incapaz de aclarar cualquier cosa, y mucho menos un asunto de esta envergadura.

—O sea, que me vi implicado en una guerra entre hermandades religiosas —dijo Gonzalo.

—Así es. Por si no lo sabéis, os diré que las dos grandes órdenes, jesuitas y dominicos, se disputan el favor del monarca. Durante años fueron los jesuitas los que tuvieron la protección real, pero desde hace mucho el entusiasmo del rey con esa comunidad se enfrió. En los últimos años el confesor de Su Majestad ha sido un dominico, pero de manera inesperada solicitó un confesor jesuita. No sabemos si fue una decisión propia o si obedece a turbios manejos, pero lo que sí intuimos es que Iturbe debe sentirse inseguro en el puesto.

»Piensa que los dominicos de la corte le acechan, por eso nos encargó esta difícil misión y hace todo lo posible por entorpecerla. Una derrota mía sería un revés para mi orden y abriría las puertas del favor real a los jesuitas. No es necesario decir que de la voluntad del rey dependen muchos escudos de oro, patrocinios de seminarios, conventos y hospitales.

Gonzalo había dejado de comer. Sus ojos reflejaban una furia contenida que quiso disimular cargando su pipa de tabaco. Guardó silencio durante un rato hasta dar una larga chupada, después echó el humo sobre el rostro del dominico.

—Entonces, yo sólo soy un peón con el que habéis estado jugando —dijo Gonzalo.

—No, no es así. Mis superiores no me informaron de esto hasta la noche posterior a la muerte de Rodrigo. Viendo vuestra habilidad para conservar secretos con doña Isabel, decidí que era mejor no revelaros nada, al menos de momento. Ahora contamos con ayuda, lo que nos da cierta ventaja. Todavía la partida no está acabada, y no finalizará hasta que hayamos descubierto al culpable de los crímenes; mientras no sea así, estaremos a la merced de Iturbe. Imaginaos que se produjera un nuevo crimen. ¿Qué pasaría si se demostrara que este asunto ha sido resuelto en falso? ¿Adivinad contra quién dirigiría su furia el confesor?

Gonzalo pensó durante unos instantes. Se sentía agotado después de una noche de vigilia, la cabeza le ardía y era incapaz de comprender las turbias luchas de la corte. Nunca le gustó aquel asunto, pero ahora se había convertido en un trabajo especialmente peligroso y desagradable. Dio una nueva chupada a su pipa y miró al dominico.

—Eso explica el comportamiento de Iturbe —dijo el alguacil—. Lo que no entiendo es el comportamiento del duque, ¿no debería ser él la persona más interesada en resolver los asesinatos cometidos en el palacio del Retiro?

—Sí, comparto vuestro estupor. Tal vez haya sido convencido por Iturbe, o quizá le interese dar por concluido el asunto cuanto antes. Recordad que cuando lo vimos por primera vez en el estanque insistió en que debíamos encontrar un culpable. Ahora ya lo tiene.

—Bueno, en cualquier caso debemos dar el asunto por concluido.

—De ninguna manera —se negó el dominico con ímpetu—. Es absurdo darnos por vencidos ahora. Si no vuelve a cometerse un crimen estamos salvados, pero si no es así Iturbe nos utilizará como chivos expiatorios. Nuestra seguridad depende de la resolución de este caso.

El alguacil echó un nuevo trago de vino y se secó la comisura de los labios con la manga de su camisola.

—¿Qué pretendéis hacer?

—Seguiremos la pista que considero más segura. Tal vez ella nos conduzca… a donde quiero llegar.

—¿Y cuál es ese indicio revelador?

—Doña Teresa Valle señaló el siguiente paso: encontrar a don Jerónimo Villanueva.

—¿Sabéis vos dónde podemos encontrarle?

—Sí, pero no creo que nos sea de mucha ayuda. Está muerto.

Gonzalo esbozó un gesto de desesperación. En aquel asunto avanzaban envueltos en sombras y cuando aparecía algo con un perfil diáfano, de repente comprobaban que sólo era una ilusión.

—Bueno, esto nos vuelve a llevar a ninguna parte.

—No lo creáis tan seguro.

—Entonces ¿qué queréis hacer? ¿Tenéis ahora poder para hablar con los muertos?

—No, no nos hará falta. Cuando se leyó el testamento de don Jerónimo, apareció un heredero inesperado: don Jorge. Un hijo ilegítimo a quien legó parte de su herencia y, según se dice, una carpeta repleta de misteriosos documentos. Él tal vez nos pueda informar de algún dato sobre su padre que nos aclare el caso o bien nos confirme lo que los hombres de mi orden me han dicho.

—¿Qué hechos son ésos? —preguntó el alguacil.

—La primera noticia que me dieron es muy importante porque hace referencia a nuestros rivales, la Compañía de Jesús. Olivares acudía en busca de consejo, tanto en asuntos públicos como particulares, a su confesor, el jesuita fray Hernando de Salazar.

—El tener un consejero de esta orden no quiere decir nada —dijo Gonzalo echando de nuevo el humo sobre el dominico.

—Así es, pero este dato es trascendental. El religioso fue destinado a numerosas juntas, en especial a las que se ocupaban de cuestiones fiscales. A instancias de fray Hernando, don Jerónimo fue ocupando cargos importantes, a pesar de pertenecer a una familia aragonesa cuyo origen parece ser converso.

»Villanueva era un personaje muy peculiar. Desde joven era ya conocido por su interés por los temas de astrología y las ciencias ocultas. Pero su auténtica pasión era el mundo de la política. Se propuso su ingreso en la orden de Calatrava, invitación que temía aceptar, ya que exigía un examen de sus dudosos orígenes. Don Jerónimo no se amilanó, logró juntar todas las credenciales pertinentes y se embarcó en una próspera carrera ministerial, convirtiéndose con el tiempo en uno de los hombres más fieles de Olivares.

—Fray Diego, os recuerdo que Olivares murió hace diecisiete años. ¿Qué tiene que ver el conde-duque con estos crímenes?

—Mucho. Dejadme hablar y juzgad vos mismo. La ascensión de don Jerónimo fue espectacular. En 1627 ya había sido nombrado secretario del despacho. Es decir, él era el vínculo fundamental entre el rey y su valido. Con este nuevo cargo pasó a ser el hombre más poderoso de España después de Olivares.

El alguacil no podía disimular su fastidio, aquella avalancha de datos le desconcertaba cada vez más.

—Resumiendo, padre, ¿qué relación suponéis que hay entre esa historia y estos crímenes?

—A eso voy, si me dejáis acabar. Don Jerónimo Villanueva era en 1630 un hombre poderoso y rico.

Fray Diego hizo un alto, y sonrió al alguacil. Gonzalo adivinó que iba a desvelar algo importante.

—Era lo bastante rico —continuó el dominico— como para fundar y subvencionar en Madrid el lujoso convento benedictino de San Plácido. Se decía que durante un tiempo había estado en relaciones, antes de que tomara los hábitos, con la abadesa del convento, una conocida nuestra: doña Teresa Valle de la Cerda, hermana de don Pedro Valle de la Cerda, su cuñado.

»Poco a poco se empezaron a difundir rumores sobre los extraños sucesos que tenían lugar en aquel edificio. Todo su poder no pudo evitar que el escándalo estallara y la Inquisición empezó a husmear. Al final la comunidad fue dispersada. Sin ir más lejos, doña Teresa fue relegada a un convento en Toledo. Sin embargo, nadie atacó a su fundador, pues don Jerónimo era todavía demasiado poderoso. Los extraños acontecimientos de San Plácido quedaron asociados de manera inquebrantable con el régimen de Olivares, y por si fuera poco era sabido que el propio conde-duque visitaba a menudo aquel lugar.

—Si no consumen no pueden estar aquí —le interrumpió el tabernero—. ¿Quieren tomar algo?

—Traiga media jarra de vino tinto —pidió Gonzalo, impaciente—. Continuad, Diego, es muy interesante lo que decís.

—Más curioso es aún lo que viene. Olivares se rodeó de un círculo íntimo, conocidos popularmente como «la sinagoga» debido a los orígenes judaicos de algunos de sus miembros. Este grupo estaba compuesto por José González, Antonio Contreras y nuestros amigos el jesuita Hernando de Salazar y Jerónimo Villanueva. La estrecha relación mantenida por esta administración con la comunidad de hombres de negocios portugueses criptojudíos, entre ellos la familia Cortizos, era conocida en todo el reino.

Gonzalo dio una última chupada a su pipa, torció el gesto y frunció las cejas.

—Recapitulando —dijo el alguacil—: tenemos que todos los muertos han tenido algo que ver con el antiguo círculo de poder del conde-duque y con un lugar: el convento de San Plácido.

—Exacto. Veo que sois un hombre despierto.

—Pero todo esto que me contáis es muy endeble. Son insinuaciones, sospechas; mucho me temo que no tenéis nada sólido —repuso Gonzalo.

—Una vez más, lleváis razón —continuó fray Diego—. Hacia 1640, todos ellos formaban un grupo de hombres acosados, sabedores de que su suerte se hallaba ligada a la del propio valido. La caída del conde-duque no se hizo esperar tras la rebelión de Cataluña y Portugal. Cuando se prescindió de los servicios de Olivares, éste, junto con el protonotario, acudió a palacio para clasificar sus papeles y quemar los más comprometedores.

»Sin embargo, desde la realización del inventario hasta la entrega de los documentos a Ruiz de Contreras, el nuevo secretario, alguien hurgó en estas carpetas y sustrajo documentos. Es de suponer que Villanueva estaba en posesión de un material en gran parte peligroso. No había otro burócrata que supiera tantos secretos del régimen de Olivares como él. El destino final de estos papeles sigue siendo un misterio. ¿Son éstos los documentos que legó en el testamento a su hijo don Jorge?

—No lo sabremos hasta que hablemos con él —dijo Gonzalo.

—Así es. Pero antes dejadme acabar mi historia. Unos años después, Jerónimo fue detenido por orden de la Inquisición y trasladado a una mazmorra de Toledo. Tras la detención se reabrieron las investigaciones sobre los sucesos del convento de San Plácido, aunque el motivo principal de la revisión era buscar su ruina. Estuvo en prisión tres años, y al final este habilidoso hombre detuvo los golpes de la Suprema. Cuando murió en 1653 era un hombre acabado cuyo único deseo era limpiar su nombre.

—Y bien, todo esto, ¿adónde nos lleva?

—A mi convento. En el transcurso de la mañana mis superiores se han comprometido a suministrarme las señas del hijo de Jerónimo de Villanueva. Esperaremos allí, y cuando sepamos dónde vive quizá todo este embrollo se aclare de una vez.

Gonzalo dio una nueva calada a su pipa, necesitaba coger fuerzas para la caminata que se avecinaba.

* * *

La plaza de las Descalzas tenía un aspecto tranquilo, sólo una pareja de mujeres embebidas en sus comadreos cruzaban su espacio, buscando el resguardo de la pequeña sombra del convento que prestaba el nombre al lugar. El calor era intenso. Los muros de piedras del palacio del tesorero de Carlos V, reconvertido en noviciado, debían de arder.

El alguacil divisó el convento de las Descalzas, de franciscanas clarisas, y, un poco más allá, el de San Martín, de benedictinos. Cada uno daba nombre a la plaza más cercana, pero el alguacil tenía un recuerdo mucho más vivido de la plaza de las Descalzas. Frente al convento se celebraban autos sacramentales en el día del Corpus, máscaras y galopadas a caballo, en los que él se había solazado tanto como muchos otros madrileños.

Gonzalo y fray Diego entraron en una explanada que nada tenía que ver con la de esos ajetreados días. Sus pasos se dirigían a la casa donde los dominicos les indicaron que vivía Jorge Villanueva, el hombre en el que depositaban sus esperanzas para aclarar los crímenes.

—Ese pájaro no ha querido separarse demasiado de las monjas que por tan malos caminos llevaron a su padre —dijo Gonzalo.

—Eso parece —respondió el dominico con un resuello—. Desde luego, no es un buen lugar para el hijo de un corruptor de religiosas. Es allí, la puerta tachonada de conchas de bronce.

El edificio tenía cierto aire de abandono, era una casa principal pero se notaba que había conocido días mejores. Hicieron sonar la aldaba sin que nadie se presentara a su llamada, así que volvieron a golpearla, y por fin escucharon un gruñido iracundo, justo antes de que la puerta se abriera con un chirrido de bisagras mal engrasadas.

—¿No tenéis otro momento para importunar a la gente decente que no sea la hora de la siesta? —se quejó el sirviente a modo de saludo.

El que así hablaba era un hombre alto, flaco y con una verruga prominente en la nariz. Tenía un rostro vulgar, alelado por el sueño, y con los ojos entornados para que la claridad de la calle no le molestara, pero lo peor era su aliento, que apestaba a ajo y vino. Gonzalo pensó que viendo la casa y el servicio se podía estar seguro de que don Jerónimo no debió de mostrarse demasiado generoso con su hijo.

—Buscamos a don Jorge —anunció fray Diego.

—No está. Ha salido. ¿Para qué le buscan? —preguntó el criado.

—Es un asunto muy importante que atañe a la justicia y al Santo Oficio.

El sirviente arqueó las cejas, su rostro se transformó intentando hacer una mueca cordial.

—No volverá hasta tarde, dijo que iba al corral de comedias de la Cruz —su tono era ahora servicial—. Ya sabéis, el mismo que se encuentra en la calle de la Cruz. Como ahora en verano el horario se retrasa hasta las cuatro, partió hace poco. Mi amo tiene sitio principal y no tiene que ir a las doce como los muertos de hambre, para hacerse con un buen puesto. No me parece extraño que se llene a diario porque con tanto desocupado y la mucha afición, poco me parecen dos corrales en toda la villa para tanto vago.

«Representan una obra de Lope. Yo nunca he gustado de las letras ni en el tablado, pero ese Lope le encanta a mi señor. Murió hace no sé cuántos años, y aun así la gente todavía se acuerda del tal Lope.

El dominico miró a Gonzalo, ambos comprendían que ese gañán les acababa de desvelar el complejo mensaje de Peregrino. El alguacil recordó el dibujo: un gran triángulo que contenía una cruz que a su vez tenía inscrita otra cruz, y junto a ella esa extraña ave posada sobre una copa.

—Estaba claro —dijo el dominico—. La cruz dentro de una cruz, indicaba el lugar: el corral de comedias de la Cruz, en la calle de la Cruz. Ahora recuerdo dónde había visto ese dibujo anteriormente. Era la ilustración de la obra de Lope Jerusalén conquistada en su edición de Barcelona de 1609. El ave también representaba a su autor. Lope era llamado «Fénix de los Ingenios», puesto que al igual que la mítica ave su ingenio renacía en cada obra. Tuvimos todos los elementos, pero se nos escapó la interpretación correcta.

—Debemos apresurarnos antes de que sea demasiado tarde, porque mucho me temo que la víctima de este nuevo crimen no sea otra que don Jorge.

El criado les miró sorprendido. Llegaban con prisas y le interrumpían la siesta para soltarle una retahíla incomprensible.

—Decidme —preguntó Gonzalo—. ¿Cómo describiríais a vuestro amo? ¿Cómo podemos reconocerle?

El criado estaba perplejo, pensó unos instantes mientras se hurgaba la nariz.

—No sé, no creo que tenga nada especial. Es un hombre maduro, de unos cuarenta años, alto y flaco, con el pelo negro como un grajo. Andaos con cuidado y no le afrentéis, tiene mal genio.

—¿Cómo iba vestido?

—Llevaba un holgado jubón negro con gregüescos a juego y medias de algodón.

Gonzalo pensó descorazonado que con esa descripción y vestimenta encontrarían una docena de personas que encajasen.

—¿Podéis decirnos algo más que consideréis de interés? —añadió el alguacil.

—El amo dijo que volvería tarde y nos dio la tarde libre a la cocinera, al mozo y a mí, que somos el servicio de esta casa. Todos cristianos viejos sin tacha.

—Muchas gracias —dijo fray Diego—. Vuestro amo puede que deba su vida hoy a vuestra inteligencia. ¡Vamos, Gonzalo!

El alguacil y el dominico emprendieron el camino hacia el corral de comedias lo más rápido que les permitían sus viejos cuerpos, temiendo a cada paso que ya fuera demasiado tarde.

—La obra ya estará empezada —gritó el criado al verles alejarse—. ¡Vaya par de locos! Así vamos: ya no se puede confiar ni en los alguaciles ni en el Santo Oficio.

Se encogió de hombros y cerró la puerta, su siesta le esperaba.

* * *

Calle de la Cruz

Atardecer, domingo 7 de julio de 1662

La leve cuesta de la calle de la Cruz se hacía fatigosa por el calor y el cansancio, que se reflejaba en el rostro de Gonzalo y fray Diego, ya bastante sofocados por venir desde la plaza de las Descalzas con paso vivo. El alguacil notaba la espalda de su camisa empapada, se secó con la mano el sudor de la frente, emitió un resuello, y continuó andando con grandes trancos sin dejarse de sorprender del dominico, más fresco que él a pesar de su edad avanzada.

La calle por la que subían formaba parte del llamado barrio de las comedias y, como siempre, estaba muy animada. Era un lugar pintoresco donde los hubiera. Bastaba echar un vistazo alrededor para ver la calle repleta de mesones, tabernas, casas de juego y mancebías; a su paso se cruzaron con varios menestrales arquetípicos del barrio: literatos, cómicas bien parecidas y músicos ciegos. Ante sus ojos se mezclaban nobles y picaros, damas y busconas, hacendados y mendigos, una curiosa amalgama de lo mejor y lo peor de la villa. Se oía un alboroto de conversaciones alegres, de jarana de estudiantes y jóvenes de variado pelaje; era un rumor de vida y alegría que no dejaba indiferente a nadie, sino que, al contrario, invitaba a participar en aquella búsqueda común de jolgorio.

Una cantonera ofrecía sus encantos apostada en la esquina del corral, desde donde escudriñaba a los posibles clientes. Gonzalo reparó en el temor de sus ojos al verles acercarse, pero el alguacil no estaba ese día para velar por la moral. No pudo dejar de pensar en la curiosa mezcla de virtud y vicio que se daba en el barrio, donde la Iglesia criticaba los contenidos de las comedias y al mismo tiempo las hermandades religiosas explotaban estos espectáculos. Él, al igual que todo Madrid, sabía que el mismo corral de la Cruz pertenecía a la hermandad de la Soledad, que lo arrendaba a los empresarios de comedias para dedicar sus beneficios a hospitales, obras de beneficencia y gastos de procesiones.

Gonzalo vislumbró por fin la pobre fábrica del teatro. Viendo ese modesto edificio se comprendía que el pueblo de Madrid prefiriera el otro corral de la villa, el del Príncipe. Costaba creer que, a pesar de su sencillez, hubiese sido el teatro favorito del rey y su mujer, doña Isabel de Borbón. Allí Lope, que también tenía predilección por aquel lugar, había estrenado muchas de sus comedias, y frente a sus gradas Felipe IV se enamoró de la actriz María Calderón, la popular Calderona.

Al llegar frente a su fachada vieron que en derredor se arremolinaba un gentío que veía como dos de los guardias del teatro expulsaban a un mozo que pretendía colarse. Un suceso habitual, docenas de personas eran sorprendidas en cada representación, y eso a pesar de que para evitarlo el pago se hacía en varias veces, una a la entrada y otra al ocupar el sitio.

El joven se encaraba con el par de matones, mientras alrededor la muchedumbre hostil abroncaba a los vigilantes. El más fornido de los dos le dio un golpe con la porra que empuñaba y el tumulto en apoyo del muchacho arreció. Desde luego, no era el mejor momento para dirigirse a los custodios de la puerta y hacerles comprender que debían entrar en busca de alguien. El gentío empezó a disolverse, pues estaba claro que aquella vez iba a ser arduo colarse por alguno de los seis portones del local que exigían las diferencias entre rango y sexo.

—Señores, dejen pasar a la justicia y al Santo Oficio —anunció Gonzalo.

El bravucón que acababa de expulsar al muchacho se volvió para mirarles desafiante. Era un sujeto enorme, de anchos hombros y pelo negro, tan sucio y grasiento como las ropas que vestía. Un rufián de los de cuidado.

—¿A vosotros qué os pasa? ¿Queréis también probar un poco de palo? —gritó empuñando la porra.

El guardia tenía el rostro enrojecido y en su cuello de toro se le marcaban las venas al hablar.

—¿Qué buscáis? No quiero cuentos, aquí han venido hasta vestidos de cardenales para pasar. La regla es fácil: el que no paga no entra.

—No se puede detener a la Justicia del Rey y al Santo Oficio.

—¿Quién me dice que sois sus representantes y no un par de piojosos que pretende colarse? —dijo el matón.

—Es muy importante lo que nos trae aquí.

—Eso ya lo sé, a quién no le gusta ver una buena comedia de Lope.

El matón sonrió, mostrando sus dientes descolocados mientras balanceaba la porra entre sus manazas.

—Mirad, no tengo más tiempo que perder, abrid paso o no respondo de mí —insistió Gonzalo sacando el acero.

Fray Diego se interpuso entre los dos.

—Este hombre lleva razón, pagad la entrada y evitémonos molestias, debemos encontrar a don Jorge y no andarnos con niñerías. El tiempo corre en nuestra contra.

Gonzalo echó mano a su bolsa. En cualquier caso, no era mala idea. Cada minuto podía ser decisivo. Una sonrisa grotesca se dibujó en el rostro del matasiete cuando Gonzalo aflojó la bolsa. Mejor no hacerse mala sangre, pensó mientras entraban en el corral.

* * *

La distribución del corral era tortuosa, los seis portones multiplicaban los corredores ya vacíos, por lo que dedujeron que la obra había comenzado. Oyeron un enorme murmullo que se imponía a la música de guitarras, chirimías y vihuelas, de pobre ejecución y menor gracia. Entre las músicas y el griterío, todo el edificio parecía retumbar.

Al entrar en la sala notaron que el público llevaba allí reunido desde hacía mucho tiempo. El ambiente era sofocante, había un olor fuerte a sudor y suciedad. Un paño de lino ejercía de única cubierta para velar los rigores del sol canicular.

Al fondo estaba el escenario, justo enfrente de la famosa cazuela, el lugar destinado a las mujeres. La obra todavía no había empezado, los músicos estaban bajando del escenario y mientras tanto un actor recitaba la loa, el anuncio y presentación de la compañía y la obra. Para desgracia del cómico, la algarabía era tan incontenible que apenas se le podía oír, y poca gente le prestaba atención, a pesar de desgañitarse reclamando el silencio de los asistentes.

Hacía al menos un año que Gonzalo no asistía al teatro, pero comprobó de un vistazo que el pueblo de Madrid seguía acudiendo con entusiasmo a los corrales. No iban sólo a ver la obra. Allí uno intentaba galantear a su dama; otros comentaban los lances más recientes de amores o sucesos truculentos, que de ambos se daban en demasía en la Corte. Muchos, para desgracia del cómico del escenario, charlaban mientras degustaban plácidos avellanas, obleas, piñones, tostones, nueces, castañas y otras confituras con las que los espectadores saciaban su gula y cuyas sobras dejaban caer libremente sobre el sucio piso de piedra del corral.

Entre la multitud se adivinaba la gran viga que separaba a las mujeres de la cazuela sentadas en sus bancos, del gran espacio donde se acomodaban los espectadores de pie. Gonzalo indagó en busca de alguien con las características de don Jorge, pero suponía que era difícil encontrarle allí, donde se reunían los hombres de más modesta condición: zapateros, sastres, escribanos, hidalgos, boticarios, cirujanos, gariteros, entretenidos, músicos, poetas, soldados, valentones, escuderos y estudiantes, entre otros. Ellos formaban los llamados, con sorna, «mosqueteros»: el temido público que decidía si una comedia era buena o mala. Para ello se valían de pateos, silbidos, golpes con las conteras de las vainas de las espadas, o, llegado el caso, con la temida munición de pepinos y tomates podridos que un estudiante aprestaba para la batalla ante la mirada inquisitiva de fray Diego, poco acostumbrado a tales lances.

—¿Dónde podemos encontrar a don Jorge? —dijo el dominico.

Gonzalo miraba al público con rostro perplejo; iba a ser difícil dar con a alguien entre la multitud. Sus ojos se afanaban en buscarle con poco éxito.

—¿Nunca habéis estado en un corral de comedias? —preguntó el alguacil.

—No, nunca —respondió fray Diego.

—Mucho me temo que no vamos a hallarle en tan pobre compañía. Habrá que buscarle arriba.

Gonzalo señaló las ventanas enrejadas de las casas que daban al patio. Ambos elevaron la vista hacia los costados del corral para tratar de distinguir algún hombre cuya descripción coincidiera con la que les había dado el criado. Al dominico no se le escapó que el corral no había dejado de ser el patio de una manzana de casas.

—Debemos buscar en los palcos de las dos primeras plantas. Allí —dijo el alguacil señalando el primer piso—, suelen disfrutar de la comedia caballeros, hidalgos acomodados y sus damas. En la planta superior se sitúan la alta nobleza y personajes importantes de la administración. ¿Veis en el centro al alcalde de la Casa y Corte? Él preside la representación, asistido por varios alguaciles encargados de mantener la paz y cumplir las ordenanzas. En la parte más alta no tendremos que buscar, es la llamada tertulia, donde sólo se albergan los clérigos.

—¿Qué hacen esos hombres allí? ¿Acaso no censura y condena la Iglesia este tipo de espectáculos?

—Ya sabéis: consejos vendo y para mí no tengo. En teoría vigilan desde allí el contenido de la comedia y el comportamiento de los espectadores. Sea esto verdad o no, es un lugar privilegiado para el seguimiento de la obra.

Una pelea interrumpió la perorata de Gonzalo. Dos mozos a sueldo del teatro acudieron prestos a detener la disputa. No era extraño que surgieran riñas entre el público, debido a la larga espera, las rivalidades frente a la obra o el afán de colocarse en buena posición para presenciar el baile que se daba entre la jornada segunda y la tercera. No era asunto baladí apreciar bien de cerca los movimientos de las bailarinas, tan hábiles en la ejecución de la zarabanda, la chacona, la jácara y otras danzas, como en embrujar a los mosqueteros, siempre bien dispuestos hacia la guapura, aunque careciese de talento.

Mientras buscaban a don Jorge, el actor que recitaba la loa se había retirado y en su lugar aparecieron los intérpretes representando el primer acto.

Fray Diego contemplaba perplejo la escena, más por la novedad que por la gracia de los actores. El decorado, muy simple, estaba compuesto de varias cortinas que atravesaban el fondo pendientes de una cuerda. Todo era muy pobre y rudimentario, sin nada que ver con los ingenios e industrias que habían visto en la isla del estanque del Retiro hacía unos días.

—Me parece que va a ser tarea imposible encontrar entre esta multitud a nuestro hombre —dijo el alguacil, medroso—. Sólo tenemos una descripción que puede coincidir con la de cientos de hombres. La única manera de sacar algo en claro va a ser acudir al alcalde de la villa y rogarle que sus alguaciles nos echen una mano en esta búsqueda.

—De ninguna manera puede ser así. Si solicitamos el auxilio de los alguaciles, ¿cuánto creéis que tardaría Iturbe o el duque de Medina de las Torres en enterarse de que continuamos las pesquisas? Será mejor que actuemos por nuestra cuenta —concluyó el dominico.

—Pero la vida de este hombre puede estar en peligro —insistió Gonzalo—; la carta aseguraba que le mataría aquí, durante la función.

—No creo que sea capaz de hacerlo mientras la obra se representa, sería demasiado peligroso. Es muy posible que aproveche el desbarajuste una vez finalizada.

—Mi propuesta es la siguiente: subamos a cada palco y vayamos identificando uno a uno los individuos que están allí. ¿Qué otra cosa se os ocurre que podamos hacer?

El alguacil permaneció pensativo unos instantes. No le gustaba el plan del dominico, llevaría su tiempo y dejaría actuar a Peregrino, pero no le quedaban muchas más alternativas.

—Sea como decís —resolvió por fin.

—Empezaremos por los palcos de la primera planta —dijo señalándolos el dominico—, primero los situados a la derecha, luego los del otro lado.

Se abrieron paso con lentitud entre el gentío para abandonar la sala principal del corral. Un hombre embozado les contemplaba desde la planta de arriba, sin que ellos se apercibieran.

* * *

Los palcos no eran más que habitaciones de las casas que daban al corral y cuyos dueños cedían el derecho a presenciar la representación al arrendador del local por cierta suma. Alguno de los propietarios de las casas se mostró desconfiado, pero al oír los nombres de la Justicia del Rey, y del Santo Oficio, todo el mundo acababa franqueándoles el paso. El público de los palcos se volvía disgustado por impedirles seguir el hilo de la comedia. Los rostros no se esforzaban en disimular el fastidio que les provocaba el estorbo que les hacía aquel par de piojosos.

Eran demasiados adinerados o poderosos, o ambas cosas a la vez, para temer los nombres que invocaban. Gonzalo observó los ricos atavíos de los lindos, las orondas barrigas de los comerciantes, la belleza, afeites y sedas de las damas. Ahora los contemplaba de cerca por primera vez; un mundo desconocido que tomaba forma, no simples figuras perdidas en la distancia.

Continuaron su inspección, a pesar de que alguna voz les recriminaba. Incluso un caballero desenfundó su acero al verse sorprendido en actitud comprometida con una dama. A pesar de todo, sus esfuerzos resultaron vanos.

Dieron por finalizada la búsqueda en la primera planta cuando concluía el primer acto. La compañía intercalaba ahora el entremés, un cuadro de costumbres populares, para entusiasmo del público, que a veces lo prefería al resto del espectáculo. Al subir se cruzaron con un caballero que les miró sorprendido al ver a esa extraña pareja ascender un piso más, pese a su evidente cansancio. Fue al iniciar la inspección de la segunda planta cuando lo vieron.

El hombre coincidía con la descripción del criado. Estaba allí, solo en la primera fila, embebido en la representación. Justo en ese momento, detrás de él, un hombre embozado entraba en el palco y sacaba de un hatillo algo que arrojó sobre él. Un estallido de llamas iluminó el corral. Don Jorge ardía como si la espada flamígera de un ángel le hubiera alcanzado. El alguacil y el dominico se apresuraron para prender al asesino, que ya salía del palco.

Los actores, al ver el fuego, interrumpieron la representación. Todas las miradas se concentraron en aquel palco, donde un hombre rugía de dolor mientras trataba de apagar las llamas que le devoraban el cuerpo y las ropas. Las primeras voces de pánico no tardaron en aparecer. Las mujeres se pusieron en pie y algunos hombres empezaron a abandonar la sala. Los guardias del teatro aparecieron al poco, gritando que las puertas estaban abiertas y que abandonaran el local. Todos comprendían que la sala podía arder como yesca. El gentío, consciente del peligro, abandonaba veloz el recinto, aunque algunos curiosos se quedaban mirando aquel espectáculo nuevo y desconcertante. Las llamas empezaron a extenderse por las maderas y los cortinajes.

Fray Diego y Gonzalo trataban de llegar al palco donde ardía Jorge Villanueva, ya no con la esperanza de poder salvarle la vida, pues comprendían que era demasiado tarde. Ahora sus esfuerzos se centraban en intentar atrapar al hombre que le había hecho arder Dios sabe cómo. En la sala empezó a extenderse un humo que apestaba a madera y carne quemada. Los gritos de pánico arreciaron. Los corredores estaban llenos de una multitud de personas aterrorizadas, que se abrían paso a empujones olvidando la cortesía de la que hasta unos momentos antes habían hecho gala. Ahora era la lucha por salvar la vida, y los hombres empujaban a las mujeres, los jóvenes a los viejos y los fuertes a los débiles.

Algunos empleados del corral acudían al lugar del incendio con antepuertas de esparto mojadas y baldes, que en medio del alboroto perdían la mayor parte de su contenido. Consideraban, no en vano, que el fuego todavía estaba poco extendido y que ése era el momento clave, de su celeridad dependía que el fuego no se propagara y diera al traste con el corral y sus empleos.

Gonzalo vio al fugitivo bajar veloz la escalera, ya era tarde para tratar de apresarle. Reconoció al hombre de la cicatriz que le había advertido frente al Alcázar Real. Le apuntó con su pistola holandesa y abrió fuego. La bala no le alcanzó y vio como la figura desaparecía entre la multitud. Suspiró frustrado y al respirar percibió que en el aire había un olor malsano a azufre y carne quemada.

—Daos preso a la Justicia del Rey —tronó una voz a sus espaldas.

Al volverse vio a dos alguaciles y sus corchetes que le rodeaban con sus espadas desenfundadas. Gonzalo tiró su pistola al suelo. Observó el rostro desolado de fray Diego. No era para menos, habían fallado en salvar la vida a Jorge Villanueva, el único hombre capaz de resolver el misterio de los crímenes. Además, Iturbe y el duque de Medina de las Torres podían acusarles de la muerte de don Jorge y de intentar prender fuego al corral si lo deseaban. Ambos sabían que no les habían amenazado en vano con la prisión. El duque era famoso por su crueldad y su doblez, pero también tenía reputación de cumplir sus promesas. Gonzalo volvió a suspirar; sabía que habían perdido y que les esperaba la humedad y lobreguez de un calabozo.