QUINTA JORNADA

Mesón de Paredes

Mediodía, viernes 5 de julio de 1662

Entraron en el mesón de Paredes, pues Carlos y Gonzalo decidieron que la resolución del caso merecía un galardón. Aquél no era uno de esos bodegones humildes en los que tantas veces comían. Les bastaba ver el suelo limpio y las paredes encaladas para advertir la diferencia. Desde luego, la bolsa lo notaba, pero merecía la pena. No en vano era tanta la fama del local en la corte que hasta el nombre de la calle cambió merced a su popularidad.

Se detuvieron para buscar una mesa. La sala era muy espaciosa, sin duda debía de ser el mesón más grande de la villa. Las mesas de pino se alineaban regularmente, pero aquel orden era el único en el local, pues la parroquia estaba compuesta por una turbamulta variada de hidalgos, copistas, oficiales, tenderos y mil oficios más, que se afanaban en hablar a voz en grito, beber y comer como paganos. A pesar de todo, no les desagradaba aquel ambiente alegre cargado con los olores de los guisos, el tabaco y la pringue de la cocina. Se adentraron entre la multitud hasta que por fin vieron una mesa apartada y se sentaron.

Era viernes, día de vigilia, y no se sacrificaban animales en el Rastro, el popular mercado de carne de la villa, así que cuando llegó el tabernero sólo les ofreció platos compuestos de huevos, legumbres o pescado seco.

El alguacil aceptó entusiasmado el manjar blanco, hecho con cecial, mientras que Carlos pidió abadejo. También encargaron una de las famosas empanadas de cubilete de la casa, con su picadillo de almendra. De beber rechazaron la aloja y el hipocrás, para pedir vino del santo, de San Martín de Valdeiglesias, caldo blanco y oloroso. Al retirarse el tabernero, encendieron las pipas y se observaron mutuamente. Carlos no tardó en percibir el desánimo del alguacil.

—¿A qué viene esa seriedad? Alegraos, el asunto está resuelto. ¿No habéis identificado el cadáver del desconocido como el de Rodrigo Cortizos? Contadme, ¿cómo os fue con Iturbe en palacio? —preguntó Carlos.

—¡Qué os puedo decir! Ya os he comentado antes lo poco que aprecio a ese jesuita.

—Al menos estaría complacido por atrapar al asesino que aterrorizaba Madrid y a uno de sus cómplices… Eso habrá satisfecho al rey —dijo Carlos.

—Sí, estaba ufano con su captura. Las gentes de la villa respiran hoy tranquilas y supongo que Su Majestad estará conforme. Para mi desgracia, de la recompensa prometida ya no debía de acordarse, ni siquiera la mencionó. Me conformo si me deja en paz, que no es poco. Pido a Dios —dijo Gonzalo santiguándose— que no tenga que volver a palacio, o a ver el rostro de Iturbe.

—Malparido —exclamó Carlos—, cómo juega con vos. ¡No puedo creer que alguien olvide sus promesas tan rápido!

El alguacil suspiró. Carlos arqueó las cejas, le observaba perplejo.

—Ya os digo, al principio nos recibió alborozado, soltó una perorata sobre lo excelente de nuestra actuación. Todo tipo de elogios y parabienes, pero ni una palabra de renta, pago, pensión o ascenso.

Al acercarse el tabernero a la mesa callaron. El hombre tomó el sucio paño que le colgaba de la cintura para limpiar la mesa. Puso una jarra de vino y dos vasos, y después se alejó.

—Carlos, desengáñate, habremos de esperar a otra vida para enriquecernos o recibir el premio a nuestros esfuerzos. Lo peor fue cuando empezó a hablar fray Diego exponiendo sus dudas.

—¿Por qué? —preguntó Carlos—. Todo parece bastante claro. Rodrigo Cortizos asesinó a su padre para quedarse con su viuda y la fortuna. Es tan evidente como que hay sol. Tal vez doña Aurora le correspondía y se confabuló con él. Rodrigo buscó un par de cómplices en los bajos fondos y encontró a ese desgraciado que se cortó el cuello y al otro que logró escapar. En el arca toparon con el barril que querían echar al depósito de agua. Según varios médicos, el agua estaba emponzoñada. Ése era su plan para cumplir la profecía.

—Sí, para mí y para vos todo está claro —Gonzalo volvió a suspirar—. Sin embargo, fray Diego planteó varias dudas. Lo primero que hizo fue examinar el contenido del pequeño tonel. Según él, era muy posible que el agua contuviera heces de personas que padecían cólera, aunque él lo llamó «cholera morbus». Ya sabéis como es este hombre, no hay quien le entienda. En cristiano las dos palabrejas quieren decir inflamación de las bilis, y uno de los métodos más comunes de extender el mal es por el agua contaminada con heces de enfermos. Todo esto lo dice un tal Fracastoro, un italiano que asegura haber descubierto que las enfermedades se transmiten por semillas que están en el aire, el agua, no sé, por todas partes. A esto lo llama contagio. No sé si entendéis algo…

—Si os digo la verdad, no, nada en absoluto —respondió Carlos—. Dios me libre de médicos, cirujanos, boticarios, barberos, sangradores y demás ralea de sanguijuelas.

—Bueno —continuó Gonzalo—, fray Diego asegura que Rodrigo Cortizos estaba en la trama de estos asesinatos, pero no como nosotros creemos. Es difícil creer que este juerguista tuviera los conocimientos o medios necesarios para planear esta acción.

El tabernero apareció con la comida. Colocó sobre la mesa los platos de pescado, que humeaban y desprendían un olor fuerte y apetitoso.

—El dominico no cree que Rodrigo fuera Peregrino —prosiguió Gonzalo—. No cuadraba con su personalidad de niño mimado, según él no era sino el agente de alguien más. La misma persona que sedujo a su tío y le arrastró a la muerte.

—¿Sabe él quién es el jefe de esa banda de criminales?

Gonzalo se encogió de hombros, estaba masticando y no pudo responderle.

—No —respondió al fin—, todavía lo desconoce. Pero argumentó que el suicidio del esbirro apoyaba su juicio. Lo teníamos, su única baza para librarse de la tortura y vivir era colaborar con la justicia delatando a Rodrigo. Su jefe estaba siendo acorralado, ¿qué mal podía temer de él? Sin embargo, se suicidó. ¿Por qué? Porque sabía que Peregrino estaba libre y que incluso en la cárcel acabaría con él, al igual que hizo con Armand, el jardinero.

—No tiene mucho sentido —dijo Carlos—, aunque yo también preferiría pegarme un tajo en el cuello a pasar el resto de mi vida en galeras o prisión. Desde luego, hay cabos sueltos, como ese hombre de la cicatriz que ha logrado huir, pero tened paciencia, ya hay órdenes de buscarle en toda la villa y no creo que tarde mucho en caer.

El alguacil llenó las copas de vino, cogió la suya y echó un trago.

—No fue el único interrogante que nos planteó el dominico. Si todo el objetivo del plan de Rodrigo era matar a su tío, ¿por qué no hacerlo de una manera menos espectacular? ¿Por qué comprometer a su familia? ¿Por qué matar a Margarita y al benedictino? ¿Por qué un atentado indiscriminado contra la ciudad? Los mensajes cifrados y las citas bíblicas no concuerdan con una personalidad voluble entregada a los placeres. Además, él no está incluido en la lista del importador genovés de papel, ni tenía ninguna propiedad que ceder como vivienda a María. Tampoco su nombre está entre los que inadvertidamente nos dio don Luis Vargas.

—Desde luego —repuso Carlos—, no pienso que nadie puede dar respuesta a estas preguntas. Bueno, sí, quizá doña Aurora.

—Os equivocáis, al amanecer fue conducida a la cárcel de mujeres de la Galera. Ella asegura que no sabe nada de los asesinatos o las profecías, niega incluso sus amores con don Rodrigo. Fray Diego cree en su inocencia. Según él, todos los crímenes tienen que ver con algo sucedido hace mucho tiempo en el convento de San Plácido, y piensa que el autor de los crímenes seguirá matando. Para el dominico, no hemos resuelto nada, sólo acabamos con algunos colaboradores, no con la cabeza.

El rostro del corchete denotaba perplejidad, el desánimo de Gonzalo se le había contagiado y ahora se reflejaba en sus ojos.

—Y vos, ¿qué opináis? —preguntó Carlos.

—Yo ya no sé qué creer. Parece que hay muchos cabos sin atar. Eso sí, rezaré para que fray Diego se equivoque y todo el asunto haya acabado con lo sucedido anoche.

Los hombres de la justicia apuraron los platos; mientras, desde el fondo de la sala un hombre embozado los observaba. Parecía como si hubiera adivinado los pensamientos del alguacil, porque sonrió siniestramente, y la cicatriz de su rostro se retorció desfigurándole aún más.

* * *

Calle de las Damas

Atardecer, viernes 5 de julio de 1662

Después de la comida sentía el estómago pesado. Le apetecía una buena siesta. El efecto del indigesto guiso se mezclaba con los vapores del buen vino de San Martín de Valdeiglesias, del que no aseguraban en vano que era remedio eficaz contra la melancolía. Empezó a subir las escaleras de casa y, para su desgracia, justo en ese momento un vecino dicharachero salía al rellano. Éste intentó entablar conversación, sin éxito, pues no estaba el alguacil para pláticas y sí para echarse cuanto antes en su cama. Tras deshacerse de él con tanta rapidez como pudo, se encaminó a su cuarto con la llave en la mano.

No logró disimular su sorpresa al abrir la puerta. Había tres pliegos de papel en el suelo. Aquello se estaba convirtiendo en una mala costumbre. Parecía que toda la villa se complaciera en mandarle escritos. No supo qué hacer, hasta que al final los recogió del suelo y rompió el sello del primero. El papel desprendía un aroma cálido a agua de rosas, la letra era femenina, y se sintió extrañamente azorado al leer la rebuscada firma del final: Isabel de Mendoza. Pensó en lo extraño de las circunstancias de la vida, las noticias malas se habían acumulado en los últimos días, pero ahora, tras la resolución de ese insólito asunto de los crímenes, parecía que se agolpaban las buenas. Conservaba su puesto y le felicitaban, y ahora, por si fuera poco, recibía una carta de Isabel.

Leyó con interés. No le decía nada que no supiera ya. Habían conducido a doña Aurora a la cárcel de mujeres de la Galera; doña Isabel, fiel a su ama, defendía su inocencia y reclamaba su atención y ayuda. No era la carta personal que esperaba leer, ni una palabra sobre él. Eso sí, le solicitaba una entrevista a media mañana del día siguiente. Según ella, tenía un testimonio de gran importancia que debía escuchar. Se consoló pensando que el simple hecho de dirigirle una carta era una buena cosa: significaba que confiaba en él.

¿Pospondría sus obligaciones de alguacil, tan recientemente recuperadas, para escuchar la plática de alguna comadre jurando y perjurando sobre la inocencia de doña Aurora? La suerte de esa mujer no estaba en sus manos. Por otra parte, ¿no era una excelente ocasión para volver a ver a doña Isabel? Recordó la tarde en que la había visto por primera vez en casa de su ama, o mejor aún cuando la sorprendió esperándole en su habitación. De todas las mujeres que había conocido en los últimos años, ésta tenía un encanto especial: mundana, alegre, poseía la misma melena bermeja de la mujer de su relicario y, a pesar del paso de los años, conservaba su belleza. ¿Para qué pensarlo más? Por supuesto que iría a esta cita.

Abrió la segunda misiva. Ésta era un mensaje de fray Diego que también requería su presencia. Volvía a exponerle que el asunto no había concluido, y que en breve el asesino seguiría matando. Le instaba a ir a su convento lo más pronto posible, pues quería desvelarle un acontecimiento que confirmaba sus sospechas.

Gonzalo negó con la cabeza. Eso significaba quedarse sin la siesta que tanto ansiaba, debería marchar con su pesado estómago a cuestas por el camino de Atocha a la hora en que el sol castigaba con más fuerza, sin muro, árbol o resguardo que le cobijara. ¿Para qué iba a acudir? No era difícil imaginar lo que le esperaba al llegar al convento. No le apetecía escuchar los desvaríos de un hombre que le sorprendió por su inteligencia, pero que ahora parecía fantasear, incapaz tal vez de renunciar a la aventura que le sacó de su encierro. Ahora Peregrino yacía bajo tierra y la calma volvía a reinar en la villa. Únicamente él seguía contumaz en sus ensoñaciones. No acudiría, ni por todo el oro del Perú. Fray Diego había sido muy útil, sin él jamás habrían atrapado a don Rodrigo, pero estaba un poco harto ya de ese cura aguafiestas.

Se desabrochó la camisa, hacía un calor pesado en la habitación, abrió la ventana pero fue casi peor, el sol caía a plomo sobre la villa. No corría ni una ligera brisa que aliviara la situación. Tomó asiento en la cama para quitarse las botas y, ya desembarazado de ellas, se tumbó.

Por fin abrió la última misiva, que estaba sobre el velador. No pudo evitar quedarse petrificado. En la línea superior había una serie de números: 7 7 1 6 6 2, debajo una sucesión de letras griegas y números romanos: Aπ X V I V I I I I X. En el centro de la carta había dos dibujos: una cruz, dentro de un triángulo a la derecha, y una especie de pájaro o águila a la izquierda. Remataba la misiva otra serie de números: 9 7 1 6 6 2. Gonzalo se incorporó. Una vez más fray Diego llevaba razón. Aquello no había acabado.

* * *

Muy a su pesar, recorrió el camino de Atocha bajo el sol de mediodía, con la garganta seca y la frente tan sudorosa como el resto del cuerpo, ya que en apenas media hora de marcha se había agotado debido al inclemente calor de julio. Una vez en el convento de Nuestra Señora de Atocha, preguntó por fray Diego varias veces hasta que un dominico tuvo a bien indicarle que estaba en el huerto, recogiendo hierbas medicinales para la botica.

Allí se encontraba, bajo el resguardo de un emparrado que le protegía del agobiante calor del mediodía. Estaba plácidamente clasificando la recolecta. Gonzalo se sorprendió de verle dedicado a esa labor en las horas en que el calor apretaba con mayor intensidad, pero había que reconocer que en ese lugar a la sombra no se estaba mal del todo.

Alrededor del convento de Atocha había un gran olivar, dominado por el sol y el canto de las chicharras; pero en los pequeños huertos pegados al edificio la sensación era de frescura, quizá debido al agua que corría a través de los canales de regadío, o a la sombra de los emparrados, o tal vez a la umbría del mismo edificio, que se proyectaba sobre los cultivos. El dominico levantó la vista cuando notó que alguien se acercaba. Al ver la figura del alguacil, dejó el cesto a un lado y se levantó para recibir al recién llegado, sin poder disimular su satisfacción.

—Buenas tardes, padre —saludó el alguacil.

—Buenas tardes. Me alegro de veros, Gonzalo —correspondió el dominico asiéndole del hombro—, tengo un hecho muy importante que comunicaros. A partir de la misma noche de la celada sospeché que algo no cuadraba.

—Eso ya lo comentasteis en palacio, para escándalo de Iturbe —dijo Gonzalo.

—Sí, pero hay algo más —replicó fray Diego inquieto—. Fijaos en una cosa: hasta ahora todos los crímenes tenían como objetivo matar a alguien en concreto, suponemos que Alonso Cortizos en el primero, y Francisco García, el benedictino, en el segundo. Ésa es la gran diferencia con el tercer intento de asesinato, que evitamos: un crimen masivo sin un individuo concreto al que suprimir. Sospeché que algo no encajaba, y esta mañana supe de un hecho sorprendente. Acompañadme a la botica, debo dejar esto.

Ambos se dirigieron hacia el edificio del convento, pero primero cruzaron por un pequeño patio donde se acumulaban herramientas, mercancías y útiles de trabajo. El rebuzno de un burro les saludó al pasar a su lado.

—Decidme cuál es el motivo de vuestras sospechas —le pidió el alguacil, contagiado de la excitación del dominico—, no me tengáis más en ascuas.

—He sido informado esta mañana de la muerte del inquisidor Adam de la Parra, que fue una de las personas mencionadas por doña Aurora cuando la interrogamos en su casa.

—No recuerdo ese nombre —dijo Gonzalo.

Dejaron atrás el patio y se introdujeron en una de las galerías del gran edificio del convento, donde reinaba una frescura muy agradable.

—Haced memoria, Gonzalo. Doña Aurora nos contó que Manuel Cortizos consiguió plaza de familiar del Santo Oficio y el poder de su familia llegó a su punto álgido, e incluso el inquisidor Adam de la Parra fue encarcelado porque se atrevió a escribir un hiriente epigrama que hacía mofa de su origen converso. Y recordad que a la muerte de Manuel se abrió un proceso para intentar demostrar que la familia Cortizos practicaba en secreto el judaísmo. ¿Adivináis quién participó en él?

El rostro de Gonzalo permanecía serio. Observó los ojos claros del dominico, sin responder que obviamente el inquisidor Adam de la Parra habría satisfecho su venganza participando en aquel proceso.

—Perdonad que no os siga, padre. ¿Qué tiene que ver esta historia de antiguas rencillas con los crímenes actuales?

El dominico sonrió, estaba muy seguro de sí mismo. Gonzalo supo que ocultaba alguna carta más que estaba a punto de mostrarle.

—Me temo que mucho. Esta misma mañana he comprobado en qué procesos participó el inquisidor Adam. El de la familia Cortizos fue uno de ellos, pero también hay otro más que es de nuestro interés; me estoy refiriendo al que se instruyó en el convento de San Plácido.

El rostro del alguacil tenía una expresión perdida. Fray Diego seguía insistiendo en que existía una relación entre los crímenes y lo sucedido en ese convento hacía mucho tiempo. Ahora empezaba Gonzalo a pensar que tal vez tuviera razón. Guardó silencio mientras meditaba lo que le había dicho el dominico. Sus pasos resonaban ahora sobre las piedras del gran claustro del convento, en cuyo centro se alzaba un pozo y un ciprés. La melodía de un órgano interrumpió su conversación, alguien ensayaba una pieza con poca maña.

—Todo eso no nos lleva a ninguna parte —dijo el alguacil—. El inquisidor participó en dos procesos en los que se personaron individuos que han sido asesinados, pero no tenéis ninguna prueba.

—No, no tengo ninguna prueba —reconoció fray Diego—, sólo tengo sospechas. Creo que de alguna manera Peregrino conocía nuestro plan, supo que le íbamos a tender una celada y mandó a varios de sus subordinados para despistarnos, mientras él se encargaba de eliminar a su auténtico enemigo. Si fue así, vuestra amiga doña Isabel e Iturbe son los únicos que conocían nuestros planes, y por tanto son sospechosos que debemos vigilar.

—No creo que doña Isabel tenga parte en estos crímenes —dijo el alguacil negando con la cabeza—. ¿Qué motivos pueden tener tanto Iturbe como ella para cometerlos?

—Ésa es una pregunta a la que debemos dar respuesta. Es posible que la razón esté de vuestra parte. Tal vez el asesino ignorase nuestros planes y decidió dividir el trabajo, él se encargaría de eliminar al inquisidor, y sus sicarios de envenenar al pueblo de Madrid.

—¿Creéis que Adam de la Parra fue asesinado? —preguntó el alguacil.

—Estoy seguro de ello.

—¿Cómo habéis llegado a esa conclusión? —insistió Gonzalo.

—Tras conocer la noticia de la muerte visité su domicilio. Como cada día, se levantó temprano y desayunó, pero al poco rato el servicio lo encontró muerto. Examiné la comida, pero no descubrí nada extraño. Afortunadamente, me fijé en un pequeño detalle: una copa vacía. Todas las mañanas le servían una copa de leche con nieve alrededor, pero él, para acelerar el proceso, se echaba un poco de nieve en el interior. A pesar de que los médicos ya le habían advertido que esto era dañino para la salud, todo Madrid sabe que al parecer esta insana costumbre le costó la vida a la misma reina María Luisa de Orleans.

—¡Qué tiempos nos toca vivir! —exclamó Gonzalo mesándose la perilla entrecana—. Hasta un inquisidor se ha dejado vencer por el vicio de la nieve y la moda de las bebidas heladas. Más extraño aún me parece que éste sea asesinado con la nieve envenenada que él mismo vertió en su copa de leche.

Abandonaron el claustro para subir unas escaleras con paso tan vivo que fray Diego tuvo que detenerse para tomar aliento.

—Sí —dijo con un resuello entrecortado—, ésa es la deducción a la que he llegado. El método tiene ventajas: supongamos que el criado vertió un extracto de sardonia, la llamada hierba de fuego, que no tiene sabor ni olor y se mezcla con facilidad en las bebidas. Por si fuera poco, produce la muerte por parálisis respiratoria, y precisamente Adam padecía problemas pulmonares, lo que hace plausible que su fallecimiento se confunda con una muerte natural. La única posibilidad de encontrar el veneno era descubrir la nieve que rodeaba la copa, pero ésta se derritió y algún criado, implicado o no, lavó su contenido. El servicio, al ver la súbita muerte de su amo, sospechó de los alimentos y los dejó intactos, pero no de esa nieve que sólo refrescaba la leche.

Por otra parte, era una manera de cumplir la profecía, Peregrino nos dio una sola pista, la palabra «arca», que vos hábilmente identificasteis como las arcas del agua. Así fue, tres de sus hombres se dirigieron allí, pero en Madrid hay otra gran arca de agua que se nos pasó por alto.

»¿Qué son sino grandes arcas de agua los enormes hoyos que conservan la nieve traída de la sierra? Los pozos de la nieve situados al final de la calle Fuencarral abastecen de frescor las bebidas de la villa, pero mucho me temo que en este caso han servido para matar a un hombre.

El rostro de Gonzalo reflejaba sus dudas; desde luego, todo encajaba. Era un método excelente, tan bueno que ni dejaba pruebas para asegurar con certeza que el inquisidor hubiera sido asesinado. Sólo podían existir grandes sospechas, aunque por otra parte Adam debía ya de ser un hombre de edad avanzada. No podía evitar preguntarse si aquello podía ser muerte natural o un asesinato, como aseguraba el dominico.

—¿Qué sabéis sobre la supuesta víctima de asesinato? —preguntó el alguacil.

—Pasé toda la mañana informándome y he encontrado cosas interesantes. Juan Adam de la Parra tuvo su primer cargo importante como fiscal de la Inquisición en Murcia. Pidió permiso al Consejo de Castilla para publicar un panfleto antifrancés, cuyo título era Conspiratio Haeretico-Christianissima. No lo he leído, pero no debía de ser gran cosa. Olivares sí lo hizo y le gustó tanto que le ordenó acudir a la corte.

»Poco duró la amistad entre los dos hombres. En octubre de 1642 Olivares ordenó la detención de su antiguo protegido, acusado de difamar a los ministros del rey. Todo el mundo pensó que el arresto estaba relacionado con el hiriente epigrama que hacía mofa del origen converso del banquero Manuel Cortizos. Pero ¿y si no fue así? ¿Y si Adam de la Parra hubiera sabido algo comprometedor? Algo relacionado, por ejemplo, con las inquietantes actividades del convento de San Plácido. ¿No me creéis? —dijo el dominico como si leyera su pensamiento.

—No sé si llevaréis razón en lo que afirmáis o no, pero muy a mi pesar creo que es posible. Avisasteis a Iturbe esta mañana de que esto no había acabado; pues bien, esto lo encontré en mi habitación tras volver del almuerzo —dijo Gonzalo mostrándole la carta.

Fray Diego no pudo cogerlo, pues en aquel momento estaba abriendo la puerta de la botica, pero al instante guardó la llave, cerró la puerta y abrió los ventanales para poder examinar con detenimiento el pliego. La estancia era grande, en ella flotaba un aroma pesado, debido a la multitud de hierbas almacenadas. Algunas estaban guardadas en vasijas, pero las más se secaban en estantes. Había un par de morteros, un alambique, y una pequeña balanza con la que, según dedujo el alguacil, debían de medirse las dosis de los remedios.

El dominico dejó el cesto con la recolecta en una esquina y, tras cerrar un libro grueso y polvoriento, desplegó la misiva sobre la mesa que ocupaba el centro de la sala. Lo examinó atento, arqueando las cejas. Su semblante era un muestrario de sentimientos contradictorios, allí estaba reflejada la sorpresa, el desánimo y, al mismo tiempo, la satisfacción por comprobar que los hechos le daban la razón.

Fijó sus ojos claros en el papel para comprobar la marca que autentificaba su origen genovés, al igual que los anteriores. La primera línea era la consabida fila de números: 7 7 1 6 6 2, la fecha del día. Más abajo estaban las letras y los números XVI, VIII y IX. En el siguiente renglón había dos dibujos: una cruz dentro de una cruz; a su vez las dos estaban contenidas dentro de un triángulo; el otro era un extraño pájaro, similar a un águila que desplegaba sus alas mientras sus garras asían una copa envuelta en humo y llamas. Cerraba el manuscrito una nueva fecha: 9 7 1 6 6 2.

—¿Lo veis? —dijo el dominico levantando la mirada— Estaba en lo cierto.

—Así es. ¿Qué interpretación dais al mensaje?

—Sabemos lo que significan las filas de números y las fechas, de nuevo el asesino nos da dos días para intentar detenerle. Ya he leído los dos versículos del Apocalipsis que señala. Por supuesto, ambos hablan de las copas de la ira de Dios. El VIII dice lo siguiente: «El cuarto derramó su copa sobre el sol, al cual fue dado abrasar a los hombres por su fuego», y el IX continúa: «Y abrasáronse los hombres con grandes ardores, y blasfemaron el nombre de Dios, que tiene poder sobre estas plagas pero no se arrepintieron para darle gloria a él». Está bastante claro, el siguiente crimen se cometerá empleando el fuego. Además, emplea este símbolo —indicó señalando el triángulo.

—¿Qué significa? —preguntó el alguacil.

—Los elementos de la tierra se representan por símbolos. A cada elemento se le asigna uno; por ejemplo, a la tierra le corresponde un triángulo invertido cuyo vértice está cortado por una línea horizontal; al aire su opuesto, un triángulo cuyo vértice apunta hacia arriba y está cortado por una línea horizontal; al éter las letras AE; al agua un triángulo con el vértice invertido; para el fuego es un triángulo en posición normal. Este triángulo —dijo señalándolo—. El método de este cuarto asesinato será el fuego, intentará prender fuego a algo o a alguien.

El alguacil parpadeó con aire cansado y se sentó. Hacía calor en la habitación, empezó a secarse el sudor de la frente y se desabrochó la camisa. El dominico, al verle, tomó asiento también.

—Las dos cruces están inscritas dentro del triángulo, símbolo del fuego —continuó fray Diego—. Por lo tanto, podemos interpretar que Peregrino quiere decirnos que prenderá fuego a una cruz.

—¿Qué quiere decir eso?

—Es lo que tendremos que averiguar.

—Como indicio es bastante pobre —dijo Gonzalo—. Vigilar las cruces de Madrid es tarea imposible, proliferan por toda la villa. Se alzan en las salidas de la población, y en las bifurcaciones de los caminos que con el paso del tiempo quedaron dentro de la ciudad al crecer ésta. Puedo contar la de la Red de San Luis, la Cruz de Morán, la de la calle del Águila, la del cerrillo del Rastro, la Cruz Verde, en la plaza de la Cebada hay otra… ¿Cuál más? Sí, la de San Martín, la de la calle Amaniel, la de San Marcos, y la Cruz de Caravaca. Ésas se me ocurren ahora, pero en toda la villa debe de haber cerca de un centenar, y eso sin contar las del vía crucis que comienza en el convento de San Bernardino, o las que están extramuros.

—Si es así, puede ser cualquier lugar de Madrid. Hasta ahora el asesino nos ha retado a descubrirle marcando siempre un lugar único.

—¿No se os ocurre nada? —inquirió Gonzalo clavando sus ojos en el dominico.

Fray Diego miró ensimismado el papel. Se humedeció los labios con la lengua y levantó la vista hacia las vigas de madera del techo. Después de permanecer un rato absorto, volvió la cabeza hacia el alguacil.

—Tal vez…, no sé, pudiera ser que nos indique un lugar con forma de cruz; es decir, una iglesia. No sé, no estoy seguro.

—Si es así tampoco avanzamos mucho. ¿Sabéis cuántas iglesias, conventos y ermitas hay en todo Madrid? Sólo en el recinto del palacio del Buen Retiro hay seis ermitas, sin contar la iglesia del convento de los Jerónimos.

—Soy consciente de ello —dijo fray Diego—, en Madrid hay catorce parroquias, ciento siete conventos y dieciocho hospitales con sus iglesias. Descartad las ermitas, ya que no tienen forma de cruz. El edificio que buscamos debe tener esta forma.

—¿Qué significa el último dibujo, ese extraño pájaro? —preguntó el alguacil.

—Estoy seguro de haber visto ese dibujo en algún lado antes, pero no logro recordar dónde. Se posa sobre una copa, la copa de la ira de Dios. Cuando lo observé por primera vez pensé que podía ser una imagen del Espíritu Santo, pero luego cambié de parecer, fijaos en el fuego que le rodea. Creo que es una representación del ave fénix.

El dominico contempló el rostro desconcertado del alguacil y plegó el papel. No creía que fueran a sacar ninguna conclusión más, por lo menos esa tarde.

—El ave fénix es un ave mitológica semejante a un águila que poseía plumas purpúreas y doradas —explicó el dominico—. Cuando veía próximo su fin, construía un nido del que nacería el fénix que había de sucederle y se arrojaba a las llamas, de las que salía su descendiente. Debemos buscar la representación de un fénix en las iglesias que hay en Madrid. No creo que haya más de una iglesia, si la hay, que tenga la imagen de esa ave pagana.

—Debemos acudir a Iturbe al momento —dijo Gonzalo.

—No, esta vez no. No quiero que suceda lo mismo que en nuestra anterior intervención. Iremos sobre seguro. Creo que Peregrino conocía nuestros planes para tenderle una celada en las arcas de agua y eso sólo lo podían saber dos personas: Doña Isabel e Iturbe.

Gonzalo endureció la mirada, levantó el índice para hablar, pero fray Diego le interrumpió con un ademán de su mano:

—Dejadme acabar. Desde luego, puede ser que yo esté equivocado y ambos sean inocentes. Pero no olvidéis que doña Isabel es ama de compañía de una de las detenidas como cómplices de los asesinatos; por tanto, os aconsejo que de momento no la frecuentéis.

—Al volver a mi habitación he encontrado tres mensajes, el de Peregrino, el vuestro y el de doña Isabel, que me solicitaba una entrevista para mañana —dijo Gonzalo—. Según decía en su carta, tiene un testimonio que nos puede ser de gran ayuda para la resolución del caso.

—Si es así, creo muy conveniente que yo también acuda a esta cita —el dominico sonrió al ver el desaliento del alguacil—. No veo mejor manera de asegurarme de que no habléis más de la cuenta, al tiempo que podré intentar sonsacarle lo poco o mucho que sepa.

—Así se hará si lo consideráis necesario —convino el alguacil.

—También debemos evitar a Iturbe —prosiguió el dominico—, ha entorpecido nuestras pesquisas desde el principio. Debemos buscar el socorro de otro hombre.

—¿A quién os referís? Dadas las circunstancias, todo el mundo me parece sospechoso.

—Propongo recurrir a un hombre que al menos tiene la bondad de parecer inofensivo, me refiero el marqués de Heliche. No creo que tenga nada que ver con estos crímenes; es más, ofreció una recompensa por capturar al asesino de Margarita.

—Recompensa que no nos ha hecho efectiva hasta el momento —replicó Gonzalo molesto.

—La avaricia os ciega, Gonzalo. Acudamos a él y pidámosle que nos deje alguno de sus criados para hacer las pesquisas en las iglesias. Si se niega no nos quedará otra que acudir a Iturbe, pero de momento intentémoslo con él. Vayamos ahora mismo a su palacio si os parece bien. El tiempo corre, sólo tenemos hasta mañana por la noche.

Ambos se levantaron y salieron de la botica camino al palacio de don Gaspar de Haro, marqués de Heliche.

* * *

Estaba tumbado en su cama. Miraba las vigas de madera y la cal del techo. Por la ventana entraba un aire ligeramente fresco, que pretendía aliviar el calor concentrado en la estancia durante todo el día. Era una noche agradable, buena para dormir después del día de intenso calor. Sin embargo, no tenía sueño. En su cabeza bullían los sucesos del día.

El marqués les había recibido con amabilidad, escuchó con atención todo lo que le expusieron sobre el asunto de los asesinatos y, aunque en algún aspecto se mostró escéptico, les creyó. Prometió su ayuda para el día siguiente: diez de sus criados se ocuparían de buscar esa extraña ave en las iglesias de Madrid. Al exponerle que tal vez no fueran muchos se ofreció a contratar a algunos ganapanes más para la labor, pagándoles bien y prometiendo una recompensa si encontraban el ave fénix. Sólo les puso una condición: si se localizaba ese lugar, él formaría parte del grupo dispuesto a apresar al asesino.

Ni a Gonzalo ni a fray Diego les agradó, pero aceptaron, pues era un precio exiguo para tan gran ayuda. No era difícil suponer el prestigio que le reportaría en la corte atrapar al criminal que aterrorizaba Madrid: borraría la derrota sufrida por no ser nombrado alcaide del Retiro. El alguacil no ignoraba que, si tenían éxito al día siguiente, tanto él como el dominico quedarían eclipsados por la figura del marqués, quien sin duda utilizaría su triunfo para conseguir el favor del rey. A Gonzalo todas estas intrigas cortesanas le tenían sin cuidado, le preocupaban más los preparativos del día siguiente.

Fray Diego y el marqués emplearon sus influencias, y habían conseguido el permiso para que los priores y abadesas de los conventos dejaran visitar sus iglesias. Parecía un día muy bien aprovechado, de la jornada siguiente se podía esperar lo mejor, y aun así estaba alicaído.

La muerte de Nuño le pesaba en el ánimo. Como él, había sido soldado, sirviendo en Flandes en el mismo tercio durante algún tiempo. Volvió a encontrarle en la corte, desvanecido ya cualquier vestigio de gloria ganada en la milicia. Una extraña tristeza le invadió. ¿Había sido una buena vida la suya? Pensó en sí mismo y se hizo la misma pregunta.

Sus destinos eran muy similares. En su juventud ambos conocieron tiempos de gloria, todavía el reino enfrentaba al turco, a los herejes, y al francés con valor y éxito. Antes que el mundo les acabara venciendo.

Se recordó a sí mismo cuando se aproximaba la derrota final, allí en la llanura de Rocroi, resistiendo las cargas del ejército francés, sabiendo que ya todo estaba perdido pero aguantando las balas, las picas, las espadas, aquel diluvio de fuego, acero y muerte que se abatía sobre los cuadros de los tercios. Él y Ñuño no murieron allí; tal vez a él también le esperaba reventar anónimamente en un descampado, después de arrastrar su miseria por el mundo. Pero nadie les podía quitar que fueron ellos, ellos y no otros, los que cumplieron su parte; a pesar de ver el suelo repleto de muertos, empapado en sangre y de escuchar el ronco lamento de los amigos próximos a la muerte. Era imposible olvidar aquellos rostros, cubiertos de hollín, sangre y barro en los que brillaban los ojos arrebatados de los que han dejado atrás la razón y la esperanza. Permanecían allí con sus cuerpos heridos, muertos o ensangrentados, sosteniendo sus estandartes y esperando el fin. ¿Habían sido héroes? No, héroes no. Sólo unos pobres desgraciados que encararon una suerte adversa. Sí, fueron hombres como él, como Ñuño, y otros tantos de quien nadie se acordaba, quienes habían hecho ese esfuerzo tan mal pagado y que de tan poco sirvió.

Ambos conocieron el cautiverio y la derrota, y después sólo les quedó sobrevivir. Quizá su vida era eso, una derrota, una larga caída, un declive tan irrefrenable como el de la misma España. ¿Qué había ganado en todos esos años? ¿Qué le quedaba de esos esfuerzos? ¿Qué encontró al regresar a su país? Miseria, pestes, hambrunas y sequías que acabaron de desbaratar el reino. Poco le quedaba más que la voluntad de vivir, que, dadas las circunstancias, no era poco.

Ahora, cuando disfrutaba de esa plaza de alguacil, aparecía este asunto que amenazaba con mandar todo al traste. Vuelta a empezar, pero esta vez ya no le quedaban fuerzas. Siguió pensando en todo esto. Aquella noche apenas pudo descansar, pero en esa ocasión no fue por el calor.