Capítulo IX

—Poco podrá hacer con eso la amortajadora —dijo Banyard, señalando el tronco cercenado de sir Francis Harnett.

Los restos yacían sobre un burdo paño embreado en un edificio anexo de la parte de atrás de la taberna. La cabeza se había colocado a su lado como si fuera una pelota y tenía los ojos entornados y varias magulladuras en una mejilla, causadas por los golpes recibidos al caer rodando por el duro suelo de la cripta.

—A ver si tenéis un poco más de respeto, hombre —murmuró Cranston.

—Yo me limito a describir las cosas tal como son, mi señor forense, no tal como deberían ser.

Athelstan se arrodilló, se santiguó, cerró los ojos y rezó en voz baja el réquiem:

—Concédele, Señor, el eterno descanso y brille sobre él la luz perpetua. Descanse en paz.

—Amén —entonó Cranston.

—Pero, ¿qué demonios estaba haciendo en la cámara de la Píxide? —preguntó Athelstan, levantándose.

—Cualquiera sabe —contestó sir Miles Coverdale—. Ayer la sesión de los Comunes terminó muy tarde. Después la abadía se quedó desierta, pero, como es natural, los miembros de los Comunes permanecieron un rato en el recinto, conversando e intercambiándose chismes.

—¿Y vuestros guardias estaban todavía de servicio? —preguntó Cranston.

—Pues claro. Lo están incluso por la noche. Nadie puede entrar ni salir de los claustros sin mostrar el sello especial con que cuentan todos los representantes.

—¿Y quién entró anoche en los claustros? —insistió en preguntar el forense—. Vamos, hombre, ya sabéis lo que estamos buscando.

Coverdale, con el rostro más pálido que la cera, sacudió la cabeza.

—No puedo responder sinceramente a esta pregunta, sir John. Los representantes entran y salen constantemente. Tal como vos sabéis, aquí las noches son muy frías y muchos van encapuchados. Pero os puedo decir dos cosas. Primera, nadie entró ni salió de los claustros ni de los alrededores de la sala capitular sin mostrar el pase especial.

—¿Y del vestíbulo? —preguntó Athelstan—. ¿La puerta de doble hoja está siempre guardada?

—De noche no tanto como durante el día en que se celebran las sesiones de los Comunes, pero hay guardias en la galería de acceso.

—¿Y alguien recuerda haber visto a sir Francis dirigiéndose hacia allí?

—Uno de mis hombres lo recuerda vagamente; hubo otros, pero todo estaba muy oscuro. Tal como ya he dicho, los miembros de los Comunes suelen ir encapuchados y son muy arrogantes y autoritarios. Exhiben el sello, se echan las capas hacia atrás para mostrar que no van armados y los guardias les abren las puertas.

—Nos ibais a decir dos cosas —dijo el forense.

—Ah, sí. —Coverdale señaló el cuerpo decapitado de Harnett—. Sir John, vos habéis sido testigo de ejecuciones y decapitaciones después de una batalla. Para cercenar la cabeza de un hombre, se necesita una espada ancha de dos filos o un hacha doble, pero cualquiera que entre en el recinto de la abadía tiene que mostrar que no va armado. Sólo están autorizadas las dagas de adorno.

Athelstan cubrió el cercenado tronco con los extremos del paño embreado.

—¿Cabe la posibilidad de que alguien entrara subrepticiamente en el recinto de la abadía? —preguntó.

—Se lo he preguntado al padre abad —contestó Coverdale—. No hay pasadizos ni galerías secretas. Debéis recordar, fray Athelstan, que la cámara de la Píxide se encuentra justo antes de la sala capitular. Harnett y la persona que lo mató tuvieron que atravesar (y esta última dos veces, la segunda de ellas para salir) por lo menos tres líneas de guardias. —Coverdale esbozó una leve sonrisa y se encogió de hombros—. ¿Qué más os puedo decir? Los caballeros de los distintos condados entraron y salieron varias veces. Algunos de ellos visitaron la capilla de Santa Fe y otros la abadía propiamente dicha. Algunos regresaron para recoger sus pertenencias. No podéis echarles la culpa a mis soldados —añadió en tono defensivo—. Cumplen las órdenes que se les han dado. Solicitan el sello, se aseguran de que las personas no van armadas y las dejan pasar. —Sir Miles se frotó la boca con el dorso de la mano—. Hay muchos representantes y la abadía tiene varias entradas.

—¿Y todos tienen que exhibir forzosamente el sello? —preguntó Athelstan.

—Sí —contestó Coverdale— o, en su defecto, un pase especial, firmado por uno de los representantes. No obstante, mis hombres tienen órdenes estrictas de impedir el paso de tales personas y avisarme. —El capitán de la guardia se encogió de hombros—. Pero, desde que se iniciaron las sesiones del Parlamento, nadie ha exhibido un pase y tanto menos anoche.

—¿Y qué ocurriría si el asesino fuera un monje? —preguntó Athelstan.

—Imposible —contestó Coverdale en tono de burla—. Los monjes tienen permiso para usar los claustros, pero el vestíbulo y la sala capitular les están estrictamente vedados. Además, mis soldados recordarían sin duda a cualquier monje que hubiera intentado entrar y salir.

—Lo cual significa que sólo nos queda una posibilidad —dijo Athelstan, rascándose la nariz mientras se acercaba al capitán de la guardia—. No quisiera ofenderos, señor, pero, ¿y si el asesino de sir Francis Harnett fuera un soldado?

Coverdale enrojeció intensamente.

—Lo digo —añadió Athelstan sin el menor remordimiento— simplemente porque un soldado va armado con una espada y un hacha y está autorizado a entrar en el vestíbulo que da acceso a la sala capitular.

—¿Queréis decir alguien como yo?

—Yo no he dicho tal cosa, sir Miles. Era una simple observación.

Cranston, sentado sobre un tonel invertido, comprendió, al igual que Banyard, adónde quería ir a parar el fraile. El tabernero retrocedió como si quisiera apartarse de la cólera de Coverdale. Pero sir Miles, a pesar del intenso rubor que le teñía las mejillas, conservó la calma.

—Deberíais seguir adelante con vuestro interrogatorio, hermano —dijo secamente—. Los compañeros de sir Francis Harnett nos esperan en la taberna. Ellos mismos os dirán que sir Francis se separó de ellos, desobedeciendo mis órdenes y desoyendo sus consejos, poco antes de vísperas.

—Y ahora también nos diréis dónde estabais vos, ¿no es cierto?

—Pues sí, hermano, estaba en el palacio de Savoy con otros comandantes del regente, preparando el cortejo real que se dirigirá a Westminster el sábado que viene por la mañana. Mi señor de Gante y, por supuesto, un numeroso grupo de sus caballeros, jurarán solemnemente que yo estaba con ellos.

—¿A la hora de vísperas? —preguntó Athelstan, observando cómo los ojos de Coverdale se desviaban imperceptiblemente hacia un lado.

—Bueno, un poco después.

Athelstan volvió la cabeza.

—Maese Banyard, ¿cuánto rato permanecerá el cadáver aquí?

—Hasta esta tarde.

—¿Se descubrió alguna señal de robo? —preguntó Cranston, levantándose con un gruñido.

—Ninguna —se apresuró a contestar Coverdale, adelantándose al tabernero.

Athelstan se acercó al cadáver para examinarlo con más detenimiento y vio un hilillo de sangre escapándose lentamente por debajo del sucio lienzo.

Coverdale también lo vio y se volvió rápidamente.

—Los demás nos están esperando —dijo.

El capitán de la guardia estaba a punto de salir, pero, antes de hacerlo, se detuvo junto a Athelstan y, acercando el rostro al suyo, le dijo en un susurro:

—Haced todas las averiguaciones que queráis, hermano. Yo no soy un asesino.

Cuando Athelstan se disponía a contestar, se oyeron unos gritos procedentes de la taberna, seguidos de un rumor de pisadas. Cristina, con el cabello volando al viento, irrumpió en el edificio anexo, vio el cadáver cubierto con el lienzo y retrocedió horrorizada.

—¿Qué ocurre, muchacha? ¿Qué ocurre?

Athelstan y los demás la siguieron al exterior.

—Son los caballeros —contestó la joven, visiblemente alterada—. Alguien ha entrado en la taberna —añadió, sacudiendo la cabeza—. No sé quién era. Uno de los mozos dice que iba vestido todo de negro. El hombre le entregó una bolsa sellada y una carta para sir Edmund Malmesbury. El chico se la llevó a los caballeros. Sir Edmund la abrió y ahora todos están gritando como locos:

«—¡Se ha encontrado! ¡Se ha encontrado!»

—Pero, ¿qué es lo que se ha encontrado? —preguntó el forense, comprimiendo el brazo de la chica.

—No lo sé —balbució la joven—. Pero todos están muy excitados y yo les he oído discutir sobre no sé qué copa que les habían robado.

Cranston regresó a la taberna y Athelstan se quedó un momento para asegurarse de que el cadáver estuviera decentemente cubierto. Después cerró la puerta a su espalda y cruzó el patio de la taberna. Un gallo de espléndido plumaje cantó con toda la fuerza de sus pulmones en lo alto de un montículo de fértil y negra tierra abonada.

—Tienes muy buena voz, hermano gallo —le dijo Athelstan en un susurro, pensando que ojalá él pudiera tener un ejemplar como aquél junto con una buena colección de gallinas en San Erconwaldo. Después recordó a Buenaventura y a la perversa cerda de Úrsula la porquera y sacudió la cabeza—. Tú no podrías cantar allí, hermano gallo.

Mientras cruzaba el patio, vio en la distancia el brillo del río y una larga hilera de barcazas de trigo subiendo lentamente hacia Queenshite o Dowgate. Se puso la mano en el bolsillo del hábito y rozó con los dedos el bozal que había examinado la víspera. En medio de todo aquel revuelo, casi lo había olvidado; tendría que pedirle al ilustre forense que tendiera una trampa al siniestro ladrón de gatos. Lanzó un suspiro y entró en la taberna.

Cranston había mandado despejar el local. Los cuatro caballeros, con los rostros arrebolados por la emoción, estaban sentados alrededor de la mesa, contemplando absortos un reluciente cáliz de madera de cedro colocado en el centro de la mesa. De vez en cuando, uno de ellos se inclinaba hacia adelante y acariciaba el cáliz con las yemas de los dedos. Repantigado en el asiento de la repisa de una ventana, Coverdale observaba la escena con curiosidad. Cranston se encontraba de pie junto a los toneles de vino, catando, tal como él mismo explicó, «el mejor vino de Gascuña de mi anfitrión». Presa de un gran nerviosismo, Banyard sacudía la cabeza sin apartar los ojos de la copa.

—¿Qué es? —preguntó Athelstan.

—¿Qué es? —Sir Humphrey Aylebore se rascó la calva con los dedos y, como un niño incapaz de contenerse, se inclinó hacia adelante y tomó el cáliz de madera oscura—. ¡Es el Grial! —explicó.

Athelstan se acercó y tomó la copa de madera en sus manos. El cuenco era muy poco profundo y tanto el pie como la caña eran muy pesados. La madera brillaba no sólo por su textura sino también por su antigüedad. El fraile recordó las leyendas de Arturo y se preguntó si aquella copa sería realmente el Santo Grial, el verdadero cáliz que Jesucristo había utilizado en la Ultima Cena para convertir el vino en su sangre para la salvación del mundo.

El cáliz no presentaba ninguna marca ni grabado, pero Athelstan disimuló su recelo. Cada vez se mostraba más escéptico en relación con las reliquias. Había visto tantos presuntos fragmentos de madera de la Vera Cruz que con ellos se hubiera podido construir toda una flota de bajeles de guerra. Y, de hecho, si hubiera recogido todos los trozos de tela de la supuesta sábana con que habían envuelto el cuerpo del Salvador, estaba seguro de que su extensión hubiera cubierto la distancia que mediaba entre Londres y la ciudad de York. Levantó la vista y vio un extraño fulgor en los ojos de Malmesbury. «Yo puedo pensar lo que quiera —se dijo—, pero estos hombres creen realmente que éste es el Santo Grial.»

—Por favor, fray Athelstan —dijo Malmesbury, alargando las manos en gesto suplicante.

Athelstan le entregó la copa. El caballero la tomó con tanta ternura como una madre hubiera tomado a su hijo.

—¿Decís que esta copa os perteneció en otros tiempos? —preguntó Cranston, acercándose con una copa rebosante de vino en la mano. Después le guiñó pícaramente el ojo a Athelstan y tomó ruidosamente un sorbo.

—Es nuestra —se apresuró a contestar Goldingham, tomando el cáliz de las manos de Malmesbury, dándole la vuelta y señalando el borroso perfil de un cisne grabado en su base—. Desapareció una noche años atrás cuando estábamos en la abadía de Lilleshall —añadió con trémula voz mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Desde entonces, todo nos ha fallado.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Athelstan.

Goldingham sacudió la cabeza y empezó a acunar el cáliz hacia adelante y hacia atrás como si aquella reliquia lo pudiera salvar de todos los males.

—¿Y ahora os la han devuelto? —preguntó Cranston.

—Sí —contestó Malmesbury, sin poder contener la emoción que lo embargaba—. Un desconocido la ha traído a la puerta de la taberna. —Tomó una bolsa de cuero—. Estaba en el interior de esta bolsa sellada, junto con un trozo de pergamino en el que figuraba mi nombre.

Athelstan tomó la bolsa y el pergamino y los examinó con sumo cuidado.

—¿Cómo? —preguntó Coverdale—. ¿Cómo ha podido alguien saber en Londres que una copa robada hace muchos años en una abadía de Shropshire os pertenecía a vosotros?

—Lo ignoramos —contestó sir Humphrey, volviendo la cabeza—. Sólo sabemos que esta copa fue robada y ahora ha sido devuelta a sus legítimos propietarios.

—¿Creéis que guarda alguna relación con la muerte de sir Francis Harnett? —preguntó Athelstan.

Parte de la emoción que sentían los caballeros se borró súbitamente de sus rostros.

—Quiero decir —añadió Athelstan— si cabe la posibilidad de que sir Francis hubiera conservado el cáliz en su poder durante todo este tiempo. Y, ahora que lo han matado, el cáliz hubiera vuelto a vuestras manos.

—¡Os ruego que os expliquéis mejor, hermano! —gritó Goldingham, interrumpiendo sus palabras.

Athelstan le miró sonriendo y se sentó en un escabel delante de él.

—No puedo daros ninguna explicación, pero parece demasiada casualidad que uno de vuestros compañeros muriera anoche y esta mañana hayáis recuperado el cáliz largo tiempo perdido. —Athelstan tenía ciertas dudas y sospechas, pero no las quería manifestar en aquel momento—. Sir Francis ha muerto —dijo—. ¿Sabe alguno de vosotros por qué razón bajó anoche a la cámara de la Píxide? ¿Y con quién se iba a reunir? Allí abajo no hay nada y, por consiguiente, sir Francis sólo pudo bajar con el propósito de reunirse con alguien. Y esa persona fue quien lo mató.

—No lo sabemos —contestó sir Thomas Elontius, alisándose con la mano el erizado cabello pelirrojo mientras sus saltones ojos miraban a su alrededor con expresión atemorizada—. Todos nos quedamos aquí en la Gárgola.

—¿Y podéis demostrar que ninguno salió? —inquirió Cranston, acercándose a Athelstan.

—Preguntádselo al posadero —contestó Elontius.

—Es cierto —dijo Banyard—. Los cinco caballeros se quedaron aquí y yo les serví la especialidad de la casa: un pato muy tierno con salsa picante. Mis huéspedes comieron y bebieron hasta saciarse y después subieron a sus habitaciones. Yo ni siquiera me enteré de que sir Francis había salido.

—¿Y todos permanecisteis aquí? —repitió el forense.

—Sí —contestaron a coro los caballeros.

—Sin embargo, es lógico suponer —terció Athelstan— que, si sir Francis Harnett se fue sin que nadie le viera, cualquiera de vosotros hubiera podido hacer lo mismo.

Banyard pareció sorprenderse del comentario de Athelstan, pues se rascó la cabeza, lanzando un suspiro.

—La taberna tiene por lo menos tres o cuatro entradas —dijo—. Y, por la noche, estamos muy ocupados. Ésta es una taberna famosa por su comida, sus excelentes cervezas y su fuerte vino, fray Athelstan. La gente entra y sale constantemente. La Gárgola es una posada, no una prisión.

—Os lo pregunto bajo juramento —dijo Athelstan, volviéndose hacia los caballeros—, ¿alguno de vosotros salió?

Los miró uno a uno, pero todos sacudieron la cabeza.

—Estábamos cansados —contestó sir Humphrey Aylebore—. Sí, hermano, agotados y asustados. Comimos y bebimos hasta saciarnos. Y supongo que mis compañeros hicieron lo mismo que yo —añadió con una sonrisa forzada—: Cerré la puerta y las ventanas de mi habitación y me oculté bajo las sábanas. Cada uno de nosotros ha jurado solemnemente no ir a ninguna parte en Westminster sin que por lo menos le acompañe otro de sus compañeros.

—¿Sabéis por qué razón abandonó la taberna sir Francis Harnett? —preguntó Cranston, tomando un buen sorbo de vino y chasqueando ruidosamente los labios.

—No —contestó Malmesbury, mirando con mal disimulado desprecio al forense.

—Vamos, sir Edmund —dijo Cranston sonriendo—. Ahora ya sabemos que sir Francis era un hombre que iba y venía constantemente de la ciudad y viajaba aquí y allá, cumpliendo encargos secretos.

—Sir Francis, que en paz descanse, era un hombrecillo rebosante de energía —contestó Goldingham—. Antes éramos todos hermanos, sir John —añadió, señalando el cáliz—. Pero, cuando nos lo robaron… —El caballero se encogió de hombros—. Cada cual se fue por su lado, principalmente sir Francis. Hablaba solo e iba constantemente de acá para allá, pero ninguno de nosotros sabe por qué abandonó a su esposa Matilde ni por qué motivo fue tan insensato como para bajar solo a la cámara de la Píxide.

—¿Le oísteis mencionar alguna vez a un joven soldado llamado Perline Brasenose?

—No que yo recuerde —contestó sir Edmund—. Pero Goldingham tiene razón: Harnett iba a lo suyo y era muy aficionado a los estanques de carpas y a los libros sobre fieras salvajes y animales exóticos. Jamás nos dijo adónde iba ni por qué. De haberlo hecho, esta mañana todavía estaría vivo.

—Habéis dicho Perline Brasenose —dijo sir Thomas Elontius, inclinándose hacia adelante y volviéndose para susurrarle algo al oído a sir Humphrey Aylebore. Éste asintió con la cabeza—. ¿Perline es acaso un soldado de la guarnición de la Torre? —preguntó.

—Sí —contestó Athelstan.

—Lo recuerdo. —Elontius se acercó los dedos a los labios—. El domingo pasado estuvimos en la Torre. Cuando ya nos íbamos, vi a sir Francis conversando animadamente con un joven soldado cerca de la torre de entrada.

—¿Y qué?

—No sé —contestó Elontius—, pero Harnett regresó aquí bastante alterado.

Cranston rebuscó en su cartera y sacó una pequeña vela de cera, una punta de flecha y un trozo de pergamino.

—Estos tres objetos se encontraron junto al cuerpo sin vida de sir Francis Harnett y son exactamente iguales que los que había junto a los cadáveres de Swynford y Bouchon. ¿Seguís insistiendo en que no significan nada para vosotros? —preguntó el forense, mirando a los caballeros uno a uno.

—Para mí no significan nada, desde luego —contestó sir Thomas con el cabello pelirrojo más de punta que de costumbre y los ojos azules más saltones que nunca—. Y la verdad es que me importan una mierda si he de seros sincero, sir John —añadió, apuntando con el dedo a Cranston—. Yo lo único que sé es que un loco anda suelto por ahí asesinando a los miembros de nuestro grupo y vos no habéis hecho nada para impedirlo.

—¡No puedo estar en todas partes! —replicó Cranston, visiblemente molesto.

—Esto es una pesadilla —tronó Elontius, chasqueando los dedos en dirección a Banyard—. Sírvenos unas bebidas, hombre —le dijo con una sonrisa en los labios—. Lo único bueno que tiene Londres es esta taberna. Los precios son razonables, la comida es exquisita y las habitaciones están siempre impecablemente limpias. Hasta el pobre Harnett lo comentaba.

Athelstan esperó a que el tabernero regresara portando una bandeja con varias copas de vino y la depositara sobre la mesa delante de los caballeros.

—¿Os apetece un poco de vino, hermano? —preguntó Banyard, inclinándose hacia Athelstan con la jarra.

El fraile sacudió la cabeza. Por una extraña razón, se sentía ligeramente mareado y no podía quitarse de la cabeza la terrible imagen del cuerpo cercenado. Recordaba la descripción que le había hecho Banyard de la noche en que murió Bouchon y sentía la irresistible tentación de preguntar a qué se había referido sir Francis Harnett al decir que «los antiguos procedimientos eran los mejores».

—¡Posadero! —gritó Cranston, volviendo la cabeza—. ¿Envió Harnett algún mensaje a Londres, de palabra o por escrito?

El posadero regresó rascándose la cabeza mientras su moreno rostro se torcía en una mueca de perplejidad.

—No, no envió ninguno.

—He estado examinando sus efectos personales y no he descubierto nada, sir John —terció Malmesbury—. Un Libro de Horas, un tintero, unas copas y algunas prendas de vestir, pero ningún objeto fuera de lo común.

—¿Sabéis por qué deseaba Harnett reunirse con un soldado de la guarnición de la Torre?

—Si lo supiera, os lo diría, sir John —se apresuró a responder Malmesbury.

Athelstan se inclinó hacia adelante y volvió a tomar el cáliz en sus manos.

—¿Y no sabéis de dónde procede este cáliz ni quién lo devolvió?

—Eso es un verdadero misterio —contestó Goldingham, dejando en suspenso en el aire la copa de vino que se estaba acercando a los labios—. La última vez que lo vi, hermano, fue hace muchos años; y ahora nos lo devuelven como llovido del cielo.

—¿Y no sentís curiosidad? —preguntó Cranston.

—Si queréis que os diga lo que pienso, sir John —contestó Aylebore—, ¡me importa una mierda! Yo sólo quiero guardarlo en un estuche y regresar cuanto antes a Shrewsbury con los cadáveres de nuestros compañeros asesinados.

—¿Y por qué no lo hacéis? —preguntó Athelstan, dirigiéndose a Malmesbury—. Estoy seguro de que el regente disculparía vuestro proceder.

—Eso es imposible —rezongó el caballero—. Somos los representantes del condado y las ciudades de Shropshire. ¿Qué explicación podríamos dar para justificar nuestra repentina fuga? ¿Y cómo sabemos que el asesino no nos perseguiría? —El caballero deslizó los dedos por el borde de su copa—. Además, tal como sir John ha dicho, la huída podría parecer un reconocimiento de una culpa a los ojos de mucha gente. —Malmesbury tomó un sorbo de vino—. Y, finalmente, tenemos una misión que cumplir: debemos oponernos con todas nuestras fuerzas a las exigencias de nuevos tributos por parte del regente.

—¿Y lo estáis haciendo? —preguntó Cranston.

—Sí —contestó Malmesbury.

—Pero, ¿y si el joven rey baja a los Comunes y os pide vuestro apoyo? —añadió el forense.

Malmesbury se encogió de hombros.

—Ya conocéis el viejo dicho, sir John: ¡Cruzaremos este puente cuando lleguemos a él!

—Yo voy todavía más lejos. —Sir Humphrey Aylebore señaló el cáliz que Athelstan sostenía en sus manos—. Hablando exclusivamente en mi nombre, hermano, gustosamente os lo regalaría si pudierais desenmascarar al asesino que anda suelto entre nosotros.

—¿Entre vosotros? —preguntó Athelstan, ladeando la cabeza—. ¿Por qué razón pensáis que el asesino podría ser uno de los vuestros, sir Humphrey?

—Es lógico creerlo así, ¿no os parece? —replicó el caballero—. Es posible que anoche sir Francis se reuniera con Perline, aunque cabe también la posibilidad de que éste no acudiera a la cita, pero, en cambio, sí lo hiciera el asesino.

—¿Y qué?

—¡Vamos, hermano, eso no es para tomarlo a broma! La abadía está muy bien vigilada. Hay que atravesar dos o tres líneas de soldados y arqueros. Nadie hubiera podido entrar en el vestíbulo de acceso a la cámara de la Píxide sin exhibir un sello especial… y no me digáis que un sello se puede falsificar. ¡La cera verde y la marca del Gran Sello del reino son muy difíciles de obtener e imposibles de falsificar!

Las palabras del caballero provocaron un profundo silencio en la taberna.

—¿Digo la verdad o no? —preguntó Aylebore—. El asesino… —añadió, rasgando el aire con un rechoncho dedo— el asesino debía de tener un sello. Y debía de saber cuándo salió de aquí sir Francis; y, además, tenía que ser alguien que podía entrar y salir de la abadía con entera libertad.

—Pero, ¿qué decir del hacha? —preguntó Malmesbury con visible inquietud—. ¿Y de la espada que cercenó la cabeza de Harnett? Ningún representante está autorizado a llevar armas dentro del recinto de la abadía.

El caballero se volvió a mirar a Coverdale, todavía repantigado en el asiento de la repisa de una ventana.

—¿Qué estáis diciendo, sir Edmund? —le preguntó Athelstan.

—¿Qué ocurriría si el asesino hubiera sido enviado a la abadía, con autorización para entrar y salir a su antojo?

—Medid bien vuestras palabras —le advirtió Coverdale a Malmesbury.

Athelstan se levantó sonriendo y volvió a dejar el cáliz sobre la mesa.

—Cualquier cosa que… —dijo en voz baja. Al percatarse de que la atmósfera había cambiado, no quiso dejarse arrastrar a una violenta disputa—. Creo, sir John, que deberíamos examinar los efectos personales de sir Francis. —Señalando el cáliz y la bolsa de cuero en la cual éste había sido entregado, preguntó—: ¿Nos los podéis prestar un rato, caballeros?

Malmesbury miró con expresión dubitativa a sus compañeros. Goldingham se encogió de hombros y sir Humphrey Aylebore se levantó y depositó el cáliz y la bolsa en las manos de Athelstan.

—Si os sirven de algo, hermano, podéis tenerlos todo el tiempo que haga falta. Pero cuidad de que el Santo Grial no vuelva a desaparecer —añadió con una sonrisa.

Cranston apuró su copa y miró enfurecido a los representantes del condado.

—Caballeros, quiero vuestra palabra. Permaneced juntos en esta taberna. No salgáis de noche, ni en grupo, ni por separado. Procurad comunicaros los unos a los otros dónde estáis y todo lo que hacéis. ¿Puedo contar con vuestra promesa?

Cada uno de los caballeros dio su palabra.

Cranston se volvió hacia Banyard.

—Señor posadero —le dijo—, ¿tenéis habitaciones para mi secretario y para mí?

—Podéis ocupar las de Swynford y Bouchon —contestó el posadero, levantándose para llamar a un mozo—. Mientras vosotros visitáis la habitación de sir Francis, yo me encargaré de que cambien las sábanas y los juncos del suelo.

Cranston le dio las gracias y subió con Athelstan al piso de arriba.

En la escalera se cruzaron con Cristina, la cual sostenía en sus brazos unos haces de juncos cuyos extremos le cosquilleaban la nariz. Athelstan esperó hasta que se le pasó el ataque de estornudos.

—¡Jesús, muchacha!

—Gracias, padre.

—¿Dónde está la habitación de sir Francis?

—Tenéis que subir otro tramo de escalera. Encontraréis la puerta abierta.

Athelstan, seguido por el forense que no paraba de resoplar y jadear, subió los peldaños y entró en la habitación de Harnett. La estancia estaba cómodamente amueblada con una cama de cuatro pilares y dosel, dos grandes arcones con refuerzos de hierro, una mesita y unos cuantos escabeles. En un rincón había unos braseros apagados y, a través de la ventana abierta, los cálidos rayos del sol bañaban la estancia con su delicada luz.

—Siguen sin decir la verdad, ¿no es cierto, hermano? —preguntó Cranston, cerrando la puerta a su espalda.

—En efecto, sir John.

—¿Creéis que el asesino es uno de ellos?

—Tiene que serlo, sir John. En esta taberna hay más puertas, pasadizos y galerías que en una madriguera de conejos. Cualquiera de ellos pudo salir sin que le vieran, seguir a sir Francis hasta la cámara de la Píxide y matarlo.

—¿Y el arma? —preguntó Cranston.

Athelstan lanzó un suspiro.

—Sí, lo sé, es un misterio. Pero no debemos olvidar el papel que en todo este asunto desempeña sir Miles Coverdale o Su Alteza el regente Juan de Gante.

—¿Y el famoso cáliz?

—¡Ah! —Athelstan levantó la pesada tapa de uno de los arcones—. Hacedme un favor, sir John, os lo ruego. Bajad a la taberna y pagadle a un mozo para que vaya a la abadía y pregunte si el padre Benito sería tan amable de reunirse aquí con nosotros. Aunque, pensándolo mejor, sir John, decidle al chico que nos reuniremos con el padre Benito en la capilla de Santa Fe dentro de una hora. Me gustaría ver la cámara de la Píxide en la que se cometió el asesinato. Y otra cosa, sir John, ¿sabéis por casualidad a qué hora cierra el mercado de Cheapside?

—Poco antes del ocaso. Depende del tiempo.

—Bueno pues, pase lo que pase, sir John, tenemos que regresar a Cheapside antes de que cierre el mercado.

—¿Por qué?

Pero Athelstan, murmurando para sus adentros, ya estaba examinando el contenido del arcón. Cranston le sacó la lengua al fraile sin que éste se diera cuenta y, acercándose a lo alto de la escalera, le pidió a gritos a Banyard que le mandara a un mozo. Cuando el forense regresó a la habitación Athelstan ya había depositado sobre la cama todos los objetos que contenían las alforjas de Harnett y los estaba clasificando.

—Aquí no hay nada interesante —musitó el fraile—. Una copa con la figura de un cisne. Una colección de leyendas del rey Arturo, prendas de vestir, cinturones y dagas, un tintero y varias plumas de escribir. —Athelstan enderezó la espalda, sosteniendo en su mano un Libro de Horas—. Sir John —dijo, señalando el cáliz que le habían prestado los caballeros en la taberna de la planta baja—, vamos a dejarlo. Pedidle a Banyard que selle la habitación. —Contempló los cinturones bordados, las suaves botas de cuero, los calzones, los sayos y las camisas—. Aquí falta algo —musitó—, pero no sé qué es. —Se rascó la mejilla con aire ausente—. En fin. —Tomó una colcha y cubrió con ella la cama sobre la cual se encontraban los efectos personales del difunto; cuando abandonó la estancia en compañía del desconcertado forense y bajó con él a la taberna, seguía pensando más en lo que no había logrado ver que en lo que había visto. Banyard, ocupado en la tarea de atender a los parroquianos, les dijo que los caballeros ya habían subido a sus habitaciones.

—¿Y sir Miles Coverdale?

—Le ha pegado unos gritos a sir Edmund Malmesbury, le ha dicho que no le gustaban sus insinuaciones y se ha marchado hecho una furia.

—Maese Banyard —dijo Athelstan—, ¿tendréis la bondad de cerrar la habitación de sir Francis? Decidles, por favor, a sus compañeros que me he llevado un Libro de Horas, pero que he dejado el cáliz allí.

El tabernero contestó que así lo haría y el fraile se reunió con Cranston en el exterior.

—¿Por qué os habéis molestado en llevaros el Libro de Horas? —le preguntó el forense mientras ambos subían a toda prisa por una callejuela para dirigirse a la abadía de Westminster.

—Sir John, ¿tenéis un Libro de Horas en casa? —preguntó Athelstan, deteniéndose para abrir la bolsa de los útiles de escritura y guardar en ella el libro.

—Sí, claro.

—¿Y lo utilizáis para rezar?

—Por supuesto que sí.

—¿Y para qué más?

Cranston sonrió y le dio al fraile una palmada en el hombro.

—En las páginas en blanco que hay al principio y al final, hago anotaciones y escribo oraciones y devociones personales. —El forense asió el hombro de Athelstan—. ¿No habéis examinado el de Harnett antes de salir?

—Muy por encima —contestó el fraile—. No he visto nada de particular. Pero no perdamos el tiempo, sir John, tenemos que echar un vistazo a la cámara de la Píxide y hacerle de paso unas cuantas preguntas al padre Benito.

Athelstan se alegraba de haber salido temprano, pues los soldados que montaban guardia en las distintas entradas de la abadía eran tremendamente duros e inflexibles.

—¡Aunque fuerais el mismísimo arcángel san Gabriel! —le contestó uno de los arqueros a Cranston, mirándole con determinación—. Nadie puede entrar sin un sello. ¡Vos no lo tenéis y, por consiguiente, no podéis entrar!

Después de muchas discusiones, el arquero accedió finalmente a ir en busca de sir Miles Coverdale. Llegó el capitán de la guardia con rostro enfurruñado y les permitió a regañadientes la entrada, pero insistió en acompañarles personalmente, cruzando la sala Jericó, los claustros y el espacioso vestíbulo que daba acceso a la sala capitular.

—¿Los Comunes no celebran sesión esta mañana? —preguntó el forense mientras los tres apuraban el paso.

—No, sir John, esa manada de gansos tiene que conceder un poco de descanso a sus voces: los graznidos empezarán a última hora de esta tarde. Ya están empezando a protestar por la muerte de sir Francis Harnett —añadió Coverdale en tono malhumorado—. Y van a elevar una instancia al regente, pidiéndole que envíe aquí más soldados y arqueros.

—¿Os echáis vos la culpa de lo ocurrido? —le preguntó Athelstan.

Coverdale se detuvo al llegar a la escalera que bajaba hacia la cámara de la Píxide.

—Hermano, en la sala capitular se reúnen más de doscientos representantes y aproximadamente una docena de escribanos, por no hablar de los soldados y arqueros que montan guardia. Algunos de ellos me son desconocidos, pues proceden de guarniciones tan lejanas como Dover y el castillo de Hedingham. Si un hombre lleva el sello, se comporta de una manera normal y no va armado, poco puedo hacer yo para impedirle que entre aquí. Pero venid, vosotros queréis ver la cámara de la Píxide.

El capitán de la guardia sacó una antorcha de un candelabro de la pared y los acompañó al sótano. Un arquero que montaba guardia al pie de la escalera, abrió la puerta y los tres entraron en la sombría y misteriosa cripta. Coverdale encendió otras antorchas y señaló una mancha oscura en el suelo embaldosado.

—Descubrimos el cuerpo aquí, sangrando como un cerdo degollado. —El capitán desplazó la mano—. A su lado se encontraban la punta de flecha, la vela y el trozo de pergamino. La cabeza estaba atada aquí por el cabello —añadió, señalando uno de los candelabros de hierro de la pared.

Athelstan siguió la dirección del dedo de Coverdale y recordó con cuánto esmero cuidaba Harnett su cabello. El recuerdo sólo sirvió para intensificar su horror ante la muerte del desventurado representante.

—¿Y no encontrasteis nada más? —preguntó.

—Nada, padre.

Athelstan empezó a pasear por la cámara. No veía nada extraño, aparte las oscuras manchas de sangre, pero experimentaba una sensación de maldad, como si el asesino, oculto en las sombras, se estuviera burlando de sus errores. Recordó las palabras del exorcista y tiró de la manga de Cranston.

—Puede que no haya ningún demonio en Southwark —le dijo al forense en un susurro—. ¡Pero tened por cierto, sir John, que uno de ellos ha visitado este lugar!

Cranston sacó su bota de vino milagrosa y tomó un buen trago. Volvió a colocar el tapón, miró a su alrededor y se estremeció.

—¡Vamos, hermano! —dijo de pronto—. ¡Salgamos inmediatamente de aquí!