Capítulo I

En la vasta extensión de Smithfield era un Día de Ejecución. El lugar estaba ocupado habitualmente por distintos mercados de caballos, ganado y ovejas y en la zona que rodeaba el estanque de Smithfield solía haber casetas y tenderetes donde se vendía cuero, carnes y distintos productos derivados de la leche. La gente acudía allí para presenciar la actuación de actores estrafalarios y animales domesticados mientras los titiriteros, adivinos y cantores de baladas de todo Londres y los curanderos, las vendedoras de pan de jengibre y los vendedores de tambores de juguete y de muñecos hacían su agosto. Hombres y mujeres de toda condición acudían a Smithfield: nobles y cortesanos vestidos de seda y tafetán, mercaderes con sus castoreños, prostitutas del callejón del Gallo con sus pelucas pelirrojas. Los niños contemplaban con temor los empañados ojos de las cabezas de cerdo que se amontonaban en los puestos de los carniceros, y muy cerca de allí, en la taberna de la Mano y las Tijeras, el llamado Tribunal de la Empanada sometía a juicio sumarísimo a los rateros y los estafadores pillados en flagrante delito, motivo por el cual las ensangrentadas picotas estaban siempre ocupadas. Sin embargo, el miércoles era el Día de las Ejecuciones y el enorme patíbulo de seis brazos dominaba el recinto del mercado con los lazos corredizos colgando; los condenados eran conducidos allí desde la cárcel de Newgate, pasando por delante del Santo Sepulcro y haciendo una parada en la taberna del Barco de la calle de la Espuela de Oro para que los reos pudieran tomar un último trago antes de subir a la horca.

Sir John Cranston, forense de la ciudad de Londres, aborrecía el indigno espectáculo, pero aquel miércoles en particular, festividad de santa Hilda, le correspondía ser testigo del cumplimiento de la justicia en nombre del rey, por cuyo motivo allí estaba él, montado en su negro corcel, con el collar de su cargo alrededor del cuello y el mofletudo rostro torcido en una severa mueca de reproche, en el que destacaban unos azules ojos de mirada habitualmente risueña, pero más fría que el hielo en aquellos momentos. De vez en cuando, el caballo relinchaba, molesto por la multitud que se apretujaba a su espalda, pero, aparte el hecho de rascarse la blanca barba o de retorcerse las guías del bigote, sir John apenas se movía.

—Yo tendría que estar en casa sentado en el jardín con lady Matilde —dijo en un quejumbroso susurro— o viendo cómo mis gemelos corretean detrás de los perros Gog y Magog.

Sir John tenía cuatro grandes amores: primero, su mujer y sus hijos; segundo, la justicia; tercero, el gran tratado que estaba escribiendo sobre el gobierno de la ciudad de Londres y, finalmente, el profundo afecto que sentía por su secretario y ayudante en el descubrimiento de asesinatos y horribles homicidios, fray Athelstan, el cura párroco dominico de la iglesia de San Erconwaldo de Southwark.

—Y el clarete —susurró para sus adentros—. Sin olvidar la suave cerveza de Londres y la dulce malvasía.

Sir John nunca sabía en qué orden colocar aquellos amores. En realidad, los apreciaba a todos por igual. La idea que tenía Cranston del cielo era la de una espaciosa taberna de Londres, llena de aromáticas hierbas y perfumados capullos de rosa, donde él, fray Athelstan, lady Matilde y sus chiquitines del alma, pudieran sentarse a beber y a conversar por toda la eternidad.

—Yo tendría que estar en casa —volvió a rezongar.

—¿Decíais algo, mi señor forense?

Cranston se volvió y vio a Osbert, el escribano del juzgado, con el moreno rostro contraído en una mueca de preocupación y los negros ojillos entornados para protegerlos de los rayos del sol matinal.

—Nada —musitó el forense—. Ojalá los condenados se dieran prisa en venir desde Newgate.

Como en respuesta a sus palabras, la multitud congregada en el extremo más alejado de Smithfield emitió un gran rugido colectivo y empezó a abrir paso al carro de la muerte pintado con chillones colores y conducido por el verdugo y su ayudante, ambos vestidos de negro de la cabeza a los pies. Los caballos que tiraban del carro llevaban las crines recortadas y unos morados penachos entre las orejas. En el carro, tres hombres vestidos con unas túnicas blancas proferían improperios y gesticulaban en dirección a la muchedumbre. A ambos lados caminaban filas de soldados de la guarnición de la Torre con las alabardas echadas al hombro. Cerraban la marcha dos gaiteros, interpretando una estridente melodía.

«¿Por qué toda aquella ridícula comedia?», pensó Cranston. En su tratado sobre el gobierno de la ciudad, recomendaría al joven rey la abolición de semejantes ejecuciones públicas y su cumplimiento en el patio de la cárcel de Newgate. Irguiéndose sobre los estribos, Cranston miró por encima de las cabezas de la muchedumbre que empujaba contra las barricadas de madera defendidas por los guardias y corchetes de la ciudad.

—Hoy los rateros y los ladrones van a tener mucho trabajo, Osbert —comentó sir John, mirando a su alrededor como si quisiera, con la simple fiereza de su mirada, disuadir de su intento a las miríadas de ladronzuelos que estaban cortando bolsas y aligerando los bolsillos de los presentes en aquel lugar—. Les encantan las multitudes.

El carro de los condenados se acercó un poco más y llegó finalmente a la explanada que se extendía delante del patíbulo. Los tres prisioneros, con los mugrientos rostros sin rasurar, fueron empujados abajo con las manos atadas. El fraile franciscano que también se encontraba en el carro, saltó al suelo y siguió entonando las plegarias de los moribundos a pesar de la indiferente expresión de los rostros de los condenados.

—¡Terminemos de una vez! —gritó Cranston, levantando la mano.

Los heraldos que lo flanqueaban elevaron las trompetas, pero las boquillas estaban llenas de saliva y sólo les salieron unos chirridos.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Cranston mientras un coro de risas acogía los infructuosos esfuerzos de los hombres.

Los heraldos musitaron una disculpa y volvieron a intentarlo. Esta vez, un estridente sonido acalló el clamor de la multitud. El forense se adelantó con su caballo y se detuvo delante de los tres condenados.

—¡Vais a ser ahorcados! —les anunció, asintiendo con la cabeza en dirección a Osbert para indicarle que desenrollara el pergamino.

—¡Vosotros, Guillermo Laxton —proclamó el escribano, levantando la voz—, Andrés Judd y Guillermo el Desollador, habéis sido declarados culpables por Sus Señorías los jueces del Tribunal Real de los delitos de violación y secuestro, robo de huevos de halcón, robo de ganado, caza furtiva de venados, avenamiento de un estanque, sodomía, deserción de las levas reales, estafa, robo de bolsas de monedas, salteo en el camino real, profanación de cadáveres, práctica de conjuros, magia y brujería! Por éstos y otros delitos habéis sido sentenciados a ser conducidos a este lugar de ejecuciones legales. ¿Tenéis algo que declarar antes de que se cumpla la sentencia?

—Sí —gritó uno de los condenados—. ¡Lárgate de aquí!

Cranston hizo una señal con la cabeza al verdugo, pero éste se limitó a permanecer de pie, mirando con expresión enfurecida a través de las aberturas de su máscara.

—Pero, ¿qué pasa ahora, hombre? —preguntó el forense con voz de trueno.

—No tienen bienes ni posesiones —contestó el verdugo—. Y la ley de la ciudad establece que los bienes, posesiones y prendas de vestir de los condenados pertenecen al verdugo… ¡pero estos desgraciados no tienen donde caerse muertos!

—¡Estoy de acuerdo! —gritó uno de los condenados—. ¡Si a ti no te pagan lo que te corresponde, vámonos todos a casa!

Cranston cerró los ojos. Oyó a su espalda los murmullos de la muchedumbre, que ya había adivinado que algo estaba ocurriendo. Miró al oficial de la guardia, pero éste se encogió de hombros, carraspeó y soltó un escupitajo.

Cranston rebuscó en su bolsa y, sin prestar la menor atención a los burlones comentarios de los condenados, arrojó una moneda al verdugo, el cual la atrapó hábilmente al vuelo con su mano enguantada de negro.

—Mi ayudante también tiene que cobrar.

Otra moneda salió de la bolsa del forense.

—Y los gaiteros también.

Cranston arrojó otra moneda.

—Hay que pagar el lecho y el forraje del caballo.

Cranston acercó la mano a la empuñadura de su espada.

—¡Bueno, bueno, no os lo toméis de esta manera! —le gritó el verdugo.

Sir John se inclinó hacia abajo desde la altura de su caballo.

—¡Por los cuernos de Satanás, hombre de Dios! O ahorcas a estos hombres o lo hago yo. ¡Después te ahorcaré a ti junto con tu ayudante y aún quedará sitio para los malditos gaiteros!

El verdugo echó un vistazo al congestionado rostro y a los erizados bigotes y la blanca barba del forense.

—¡Dios se apiade de nosotros! —murmuró—. No le podéis echar en cara a un hombre que intente sacar todo lo que pueda. Tengo mujer e hijos que mantener. ¡Vamos, muchachos!

El verdugo y sus ayudantes colocaron los lazos corredizos alrededor de los cuellos de los reos con la ayuda de los soldados y después los empujaron hacia los peldaños de la escalera. Sir John levantó la mano. A su espalda, cuatro jóvenes tambores empezaron a tocar a rebato.

—¡Dios tenga misericordia de nosotros! —gritó Cranston.

Después cerró los ojos y bajó la mano mientras las escaleras se apartaban y dejaban a los tres condenados agitando las piernas y danzando en el aire. El gentío enmudeció de golpe mientras Cranston, con los ojos todavía cerrados, daba media vuelta con su caballo y le decía a Osbert en voz baja que regresara a casa.

Abriéndose paso entre la gente, sir John ya estaba casi a punto de llegar a Aldersgate cuando oyó que lo llamaban por su nombre. Se detuvo y sujetó las riendas de su caballo.

—¿Qué queréis? —preguntó.

Un joven caballero protegido con cota de malla y con los ojos cubiertos por la visera del yelmo y el cuerpo envuelto en un tabardo real de color rojo, azul y oro, se acercó con su caballo y se quitó el guantelete.

—¿Cranston, el forense?

—¡No, soy el arcángel san Gabriel! —contestó sir John.

El joven entornó los ojos y esbozó una radiante sonrisa que suavizó por un instante los duros rasgos de su rostro.

—Os pido disculpas —dijo Cranston, estrechando la mano que le tendía el muchacho—. Es que aborrezco los Días de Ejecución.

—A nadie le gusta morir, sir John.

—¿Cuál es vuestra gracia?

—Soy sir Miles Coverdale, capitán de la guardia de Su Alteza el regente Juan de Gante.

—Nuestro señor Juan de Gante, duque de Lancaster, caballero de la Jarretera y amado tío del rey —dijo Cranston, recitando con una sonrisa la larga lista de títulos—. ¿Qué deseáis de mí, Coverdale?

—Yo no deseo nada de vos, sir John. Bastantes quebraderos de cabeza tengo en Westminster.

Coverdale se levantó la visera y se secó el sudor que le empapaba el rostro.

Sir John observó que el bigote y la recortada barba del joven cubrían la cicatriz de una herida justo por debajo de su labio inferior.

—Me envía Su Alteza el regente —añadió Coverdale—. Está en vuestra casa de Cheapside.

Cranston cerró los ojos y lanzó un suspiro.

—No era necesario que os enviara —musitó—. Iba directamente hacia allí.

—Vuestra esposa lady Matilde lo ha creído conveniente —explicó el joven con la cara muy seria—. Comentó no sé qué asunto que teníais pendiente en la taberna del Sagrado Cordero de Dios.

Cranston tiró de las riendas de su caballo y reanudó su camino, asombrándose en su fuero interno de la innata capacidad de lady Matilde para leerle el pensamiento.

Bajaron por la calleja de San Martín entre el barro y los despojos de las reses del matadero y giraron a la izquierda hacia Cheapside: el mercado estaba en plena actividad, pero en las calles que rodeaban la casa de sir John apenas se veía un alma. En la puerta principal montaban guardia unos corpulentos oficiales de orden vestidos con el tabardo real y unos arqueros con la librea de Juan de Gante. Mientras los escasos viandantes contemplaban a los oficiales en silencio, Cranston observó la severa expresión de sus rostros y soltó una maldición por lo bajo.

—El regente —dijo, inclinándose hacia abajo desde su montura—. Vuestro señor no es muy popular que digamos.

—Los que gobiernan nunca lo son, sir John.

Cranston hizo una mueca y desmontó, echando un vistazo a los mirones.

—¡Leif! —rugió—. Leif, holgazán del demonio, ¿dónde estás?

Algunos de los presentes miraron asombrados a su alrededor, pero se apartaron enseguida para permitir el paso de un escuálido y tullido mendigo pelirrojo que se estaba acercando a saltitos con la misma agilidad que una rana en primavera.

—Dios os bendiga, sir John, ¿ya es la hora de comer?

El mendigo se apoyó en su muleta y miró con extrañeza a sir Miles.

—¿Tenéis compañía, sir John?

—Tú cuida de los caballos —le replicó Cranston—. Y, cuando se vayan mis invitados, lleva el mío a la taberna del Cordero Sagrado de Dios.

Leif pegó un brinco de alegría. Si Cranston tenía invitados, no sólo podría chismorrear por ahí sino que, a lo mejor, tendría ocasión de saborear incluso una de las sabrosas empanadas de lady Matilde y beberse una copa del mejor clarete del forense. Sir John, dominado por los malos presagios y con la frente arrugada por la inquietud, atravesó con sir Miles el cordón de soldados y entró en la casa. Las criadas se habían congregado en la cocina, asustadas por la presencia de los hombres armados que ocupaban los pasillos y las salas. Sir John se abrió paso entre ellos, subió los peldaños de la escalera, avanzó por la galería y empujó ruidosamente la puerta de la solana. Lady Matilde estaba sentada junto a una chimenea protegida por un dosel y, a su lado, los pelones gemelos de Cranston, tan parecidos entre sí como dos guisantes de una misma vaina, permanecían aferrados a la falda de su vestido de zangalete verde, con sus azules ojos clavados en aquel desconocido ricamente ataviado que había tenido la osadía de sentarse en el sillón preferido de su padre. Al entrar Cranston, el desconocido se levantó y se alisó la túnica de color morado que le bajaba hasta las altas botas españolas de cuero. Alrededor de su cuello colgaba un collar adornado con piedras preciosas en cuyo cierre de oro figuraban labradas las dos Eses de la Casa de Lancaster.

Cranston se inclinó en reverencia ante él.

—Mi señor, sed bienvenido en nuestra casa.

El moreno rostro de su invitado se iluminó con una sonrisa mientras sus enjoyados dedos se extendían hacia él.

—Cuánto me alegro de veros, Cranston.

Sir John estudió los ojos verde claro de Juan de Gante, duque de Lancaster, y admiró en secreto la gallardía del más apuesto de los hijos de Eduardo III, el cual, con su cabello rubio como el oro, su bigote pulcramente recortado y aquellos ojos verdes que nunca se estaban quietos, semejaba un orgulloso gato de plata.

Juan de Gante retiró la mano.

—Siempre que os veo, sir John, recuerdo a mi querido hermano el Príncipe Negro —dijo el regente con una sonrisa en los labios—. Os tenía en gran estima.

—Vuestro hermano, que en paz descanse, era un poderoso príncipe y un noble guerrero —contestó el forense—. Cada día le recuerdo en mis oraciones, Alteza, y lamento con toda mi alma que no pudiera ver a su propio hijo coronado como rey.

—Mi amado sobrino os envía también sus saludos —replicó el regente en tono un tanto sarcástico—. Siempre habla de vos, sir John. Y también de vuestro secretario fray Athelstan.

A su espalda, lady Matilde se había levantado, torciendo el bello rostro en una mueca de preocupación. Con la mirada y con un ligero movimiento de la cabeza estaba advirtiendo a sir John de que no picara el anzuelo de aquel poderoso personaje.

—¿Os apetece un poco de vino, sir John? —le preguntó lady Matilde a su esposo.

—Sí, una copa de vino del Rin helado —contestó Cranston, guiñándole rápidamente el ojo. Después se agachó y extendió los brazos—. Y un poco de mazapán para mis muchachos.

Los gemelos se apartaron de las faldas de su madre y echaron a correr a trompicones, casi empujando a un lado al regente para arrojarse en los brazos de su padre. Cranston les besó rápidamente las cálidas y pegajosas mejillas.

—Tenéis unos hijos espléndidos —dijo Juan de Gante, mirando al forense con una sonrisa en los labios.

—Ya os podéis ir a jugar —murmuró Cranston.

—Perro no jugar —tartamudeó Esteban, señalando con un dedo hacia el fondo de la solana donde Gog y Magog, los dos lebreles del forense, permanecían agachados bajo la mesa.

Cranston miró sonriendo a los perros, los cuales no le tenían miedo a nadie más que a lady Matilde. Adivinó por la desconsolada expresión de sus ojos que su esposa les había echado un buen rapapolvo, ordenándoles que se portaran bien mientras hubiera invitados en la casa. Los gemelos se retiraron con su madre y Cranston se acomodó en su sillón y le indicó por señas a Juan de Gante que se sentara en el que previamente había ocupado lady Matilde. Boscombe, el mayordomo de sir John, les sirvió vino en una bandeja, mirando fijamente a su amo con sus grandes y melancólicos ojos. Desde el pasillo exterior se oyó el llanto de uno de los gemelos. Boscombe puso los ojos en blanco, depositó las copas de vino en una mesita entre Cranston y el regente y se retiró en silencio. Cranston tomó su copa, brindó por el regente e ingirió ruidosamente un sorbo.

—Soy un hombre muy ocupado, sir John.

—En tal caso, mi señor, ya tenemos algo en común.

—¿Con qué grandes crímenes os estáis enfrentando ahora? —preguntó Juan de Gante en tono burlón.

Cranston le hubiera podido facilitar una lista de media legua de longitud. El contrabandista a quien estaba pisando los talones, los falsarios, los rufianes, los escuderos infieles o los clérigos secularizados que practicaban la brujería… Sin embargo, tal como él solía decir, los bribones jamás lo abandonarían.

—Con el de los gatos —contestó lacónicamente, reprimiendo una sonrisa al ver que el regente se atragantaba con el vino.

—¿Os estáis burlando, mi señor forense?

—De ninguna manera, mi señor regente. Alguien se dedica a robar gatos en Cheapside.

—¿Y eso es de la incumbencia del forense de la ciudad?

—Señor, ¿sabéis quién es Fleabane? —replicó Cranston—. Es un tramposo y un embustero muy listo. Si una cosa se puede mover, Fleabane la roba y, si no se puede mover, intenta venderla. De vez en cuando, lo pillo y le impongo el debido castigo, pero vuelve a las andadas, pensando que el hecho de que yo lo agarre de vez en cuando por el cuello forma parte del rico mosaico de la vida. En otras palabras, mi señor regente, en Londres habrá malhechores mientras exista la ciudad. No obstante, hay otros delitos en los que se causa daño a los inocentes y el robo de esos gatos es uno de ellos. Una anciana del callejón de Lawrence ya ha perdido seis y eran su única compañía. En la calle de la Leña un mercader ha perdido dos. Ahora la anciana del callejón de Lawrence ha perdido a toda su familia y puede que el mercader de la calle de la Leña haya perdido su medio de vida, pues suele comprar fruta y cereales en las granjas de los alrededores y lo guarda todo en sus almacenes. Si no hay gato, las ratas y los ratones campan por sus respetos, provocando infecciones y graves pérdidas.

El regente posó su copa sobre la mesa, mirando con profundo interés al forense.

—¿Y no sabéis quién los roba?

—No, ignoro cómo los roban, quién lo hace y adónde se los lleva. Sin embargo, el Pescador de Hombres ya ha sacado del río por lo menos cuatro o cinco gatos muertos… —Cranston tomó ruidosamente otro sorbo de su copa de vino—, lo cual no deja de ser un consuelo. Al principio, sospeché que los mataban para utilizar la piel o que algún carnicero del matadero andaba escaso de carne. —Sir John observó la intensa palidez del rostro del regente—. Sí, mi señor, es bien sabido que algunos cocineros, tanto si trabajan en un palacio real como si lo hacen en una taberna de Cheapside, sirven a veces empanadas de carne de gato, bien aderezada con hierbas y especias.

—Sí, muy cierto. —El regente levantó la copa, pero después cambió de idea—. Sir John —dijo—, tendréis que dejar todo eso de momento. ¿Sabéis que mi sobrino el rey ha convocado una reunión del Parlamento en Westminster?

—Sí, sé que necesitáis más tributos, pero los Comunes exigen reformas.

—Os agradezco vuestra franqueza, mi señor forense, pero es verdad. Los Comunes no me tienen demasiada simpatía y hacen odiosas comparaciones entre mi humilde persona y la de mi hermano, que en paz descanse. La guerra en Francia no va muy bien. Los piratas franceses están atacando nuestras ciudades costeras. La cosecha ha sido mala y el precio del pan se ha triplicado desde el año pasado. Yo hago todo lo que puedo. Las barcazas que transportan trigo surcan constantemente el Támesis y el alcalde, de acuerdo con todos los regidores de la ciudad, ha establecido unas estrictas normas sobre el precio del pan.

Cranston apartó la mirada. Conocía muy bien aquellas normas que casi nadie cumplía, pero decidió mantener la boca cerrada.

El regente se inclinó hacia adelante.

—Ahora parecía que todo se iba a arreglar —añadió—. Los Comunes se tenían que reunir en la sala capitular de la abadía de Westminster. Y el portavoz, sir Peter de la Mare, es un buen hombre.

Juan de Gante hizo una pausa.

«En otras palabras, lo habéis sobornado», pensó Cranston, pero prefirió callarse. El regente se humedeció los labios con la lengua.

—Algunos miembros de los Comunes mantienen una actitud favorable, pero otros, especialmente los de Shrewsbury y Stafford, son auténticamente intratables. Constituyen un grupo muy unido, del que forman parte sir Henry Swynford, sir Oliver Bouchon, sir Edmund Malmesbury, sir Thomas Elontius, sir Humphrey Aylebore, sir Maurice Goldingham y sir Francis Harnett…

—¿Y quién más? —preguntó Cranston, interrumpiéndole.

—Esos caballeros se hospedaban en la posada de la taberna de la Gárgola. El lunes por la tarde sir Oliver se alejó repentinamente de sus compañeros. A la mañana siguiente, su cuerpo fue descubierto flotando boca abajo en el río sin ninguna señal de violencia, cerca de Tothill Fields. No sabemos si lo empujaron o si sufrió un accidente. Sea como fuere, el cadáver fue sacado del río y conducido a la Gárgola, donde sus compañeros tenían previsto alquilar un carro para trasladarlo a Shrewsbury. Después contrataron los servicios de un cura de la capellanía para que rezara durante el velatorio. El cura llegó a la taberna bien entrada la noche y, al parecer, ocupó su puesto en la habitación del difunto. Más tarde, una moza pasó por delante de la habitación, vio la puerta abierta de par en par y entró. No había ni rastro del cura. Sir Oliver yacía amortajado en su ataúd, pero a su lado, en el suelo, se encontraba sir Henry Swynford con una cuerda alrededor de la garganta. —Juan de Gante hizo una pausa, extendió las manos y jugueteó con la sortija de filigrana de plata que lucía en uno de sus dedos—. Es posible que ambos hayan muerto asesinados, pues antes de morir recibieron una advertencia: una vela, una punta de flecha y un trozo de pergamino en el que figuraba escrita la palabra «Recuerda». —Juan de Gante carraspeó—. Ambos cadáveres habían sido levemente tatuados con unas crucecitas rojas grabadas en las mejillas y la frente.

—¿Y nadie sabe qué significa todo eso? —preguntó Cranston.

—No. Bueno, se cuentan ciertas historias: los caballeros eran amados, admirados y respetados en su comunidad. —Juan de Gante soltó una risita despectiva—. Pero la verdad es que ambos eran hijos bastardos. En las guerras de Francia habían amasado inmensas fortunas gracias a los botines de los saqueos y, a su regreso, se construyeron unas lujosas mansiones e hicieron cuantiosos donativos destinados al embellecimiento de la parroquia. Decían que no tenían enemigos, pero eso es una gran mentira y, para demostrarlo, hubiera bastado con hablar con sus aparceros. —Juan de Gante posó la copa y se levantó—. Si he de seros sincero, Cranston, me da igual que estén vivos o muertos y me importa un bledo que estén en el cielo o en el infierno. Pero me preocupan las habladurías y los intencionados comentarios, según los cuales ambos hombres fueron asesinados porque estaban en contra del regente, como castigo para ellos y aviso para los demás. —Juan de Gante se inclinó hacia sir John, asiendo los brazos de su sillón y acercando el rostro a escasos centímetros del suyo—. Y ahora, mi señor forense, tened la bondad de bajar a Westminster. Id con vuestro secretario fray Athelstan, descubrid al asesino para que cesen de una vez estas muertes y, cuando hayáis terminado, regresad a Cheapside y tratad de averiguar quién roba los gatos del barrio.

—¿Alguna otra cosa, mi señor? —preguntó Cranston, sosteniendo la mirada del regente mientras tomaba un sorbo de vino con fingida indiferencia.

—Sí —contestó Juan de Gante, enderezando la espalda e introduciendo los pulgares en el cinto de la espada—. Sir Miles Coverdale, capitán de mi guardia, es responsable del mantenimiento de la paz del rey en el palacio de Westminster. Él os ayudará. —El regente dio un paso atrás y se inclinó en burlona reverencia—. Mi gratitud a vuestra señora esposa —añadió, encaminándose hacia la puerta.

—Mi señor regente —dijo Cranston sin molestarse tan siquiera en volver la cabeza.

—Sí, mi señor forense.

—Estaba pensando en los gatos, mi señor. ¿Vos tenéis alguno?

Juan de Gante se encogió de hombros.

—¿Y eso qué importa?

—En realidad, nada —contestó el forense, volviendo levemente la cabeza—. Nuestro rey es joven y su padre ha muerto. Estaba pensando en un viejo proverbio de nuestra tierra, «Cuando el gato no está, los ratones bailan».

Sir John tomó un sorbo de vino y sonrió mientras la puerta se cerraba suavemente a su espalda.

En la parroquia de San Erconwaldo de Southwark, acomodado en la silla de alto respaldo del presbiterio, traída especialmente desde allí para aquella ocasión, fray Athelstan estaba celebrando, en contra de su voluntad, una reunión del consejo de su parroquia cerca de la pila del bautismo, justo al lado de la puerta principal del templo. Delante de él, sentados en semicírculo en unos escabeles, los miembros del consejo esperaban su veredicto. Sobre la tapa de madera de la fuente bautismal descansaba el enorme gato Buenaventura, al que Athelstan consideraba en su fuero interno su único feligrés auténtico. De vez en cuando, Buenaventura abría fugazmente su ojo sano y clavaba la ambarina mirada en Ranulfo el cazador de ratas, como si adivinara su secreto deseo de comprarlo. Pero Athelstan había tenido que elegir precisamente aquel día para convocar una reunión especial de su consejo, en lugar de dedicarse a examinar las cuentas parroquiales y dejarle a él en libertad para que saliera de cazador por las calles del barrio. Watkin, Pike y el guardia Bladdersniff habían recibido la comunión durante la misa y después habían jurado solemnemente haber visto con sus propios ojos un demonio agazapado en el depósito de cadáveres del cementerio.

—Era negro —dijo Watkin, levantando tanto la voz que hasta los pelos de las ventanas de su nariz parecieron erizarse de cólera—. Era inmenso, le brillaban los ojos, tenía una cara horrible, se movía como un relámpago y tenía la boca rodeada de rojo y azul.

—Estabais borrachos, hombre —rezongó Mugwort el campanero—. Pernell la flamenca os vio a los tres y dice que, de las seis piernas que tenéis, no había ninguna que se sostuviera sobre el suelo.

—Más bien eran nueve —terció Crispín el carpintero sin que nadie pareciera captar el significado de su salaz comentario.

—Bueno pues, tanto si estábamos borrachos como si no —chirrió Pike, ladeando la cabeza mientras se señalaba con el dedo unas grandes ronchas rojas que tenía en las mejillas—, ¿me quieres decir quién me hizo eso?

Athelstan se introdujo las manos en las holgadas mangas del hábito y empezó a balancearse suavemente hacia adelante y hacia atrás, mirando de soslayo a Benedicta. Esperaba ver un destello de regocijo en sus ojos mientras sus bien dibujados labios trataban de reprimir una sonrisa. Pero, en su lugar, observó que la viuda parecía muy preocupada.

—¿Vos qué pensáis, Benedicta? —le preguntó antes de que la belicosa mujer de Watkin pudiera intervenir en defensa de su marido.

—Creo que vieron algo, padre —contestó Benedicta, jugueteando con la borla del ceñidor que le rodeaba el cimbreño talle—. Curé la herida de Pike y vi las terribles huellas de unas garras. Un poco más arriba y hubiera podido perder un ojo.

—Vos siempre nos estáis diciendo… —intervino Tab el calderero—. Siempre nos estáis diciendo, padre —repitió—, que Satanás anda al acecho, buscando a alguien a quien poder devorar.

—Sí, Tab, pero yo me refiero en sentido espiritual al mundo invisible del que nosotros sólo somos una parte.

—Pero eso no es cierto —gritó la mujer de Watkin—. En la parroquia de San Olave, Merrylegs dijo que había visto a un demonio danzando alrededor del chapitel tal como nosotros danzamos alrededor de un mayo.

—Y yo he oído hablar de unos diablillos que andan murmurando por los rincones —dijo Pernell la flamenca—. Son muy pequeños, padre, su tamaño no es mayor que el de vuestros dedos. Yo misma los he oído arañar los paneles del revestimiento de madera de la pared.

Athelstan cerró los ojos y rezó, pidiendo paciencia.

—¿Cómo era? —preguntó Huddle el pintor, señalando el muro del fondo del templo, donde estaba realizando un boceto en carbón de una preciosa visión del descenso de Jesucristo a los infiernos.

—No importa —dijo Athelstan, desviando rápidamente la mirada hacia Simplicatas, una joven del callejón de la Peste que, al terminar la misa, le había expresado en voz baja su deseo de hablar con él acerca de la desaparición de su esposo—. Tenemos otros asuntos que discutir.

—Pero eso es muy importante —dijo Bladdersniff, arrugando la colorada nariz y entornando sus ojos de borrachín mientras se encaramaba a su escabel—. Si no nos creéis, padre, vamos todos al depósito del cementerio y lo veremos.

Los demás miembros del consejo no parecían demasiado partidarios de la idea, pero Athelstan vio en ella un medio para tranquilizar los ánimos de los presentes.

—Vamos —dijo levantándose.

—Tengo miedo, padre —gimoteó Pernell.

—No os preocupéis.

Athelstan acarició el crucifijo de madera que llevaba alrededor del cuello, dio una palmada a Buenaventura para que bajara de la tapa de madera de la pila bautismal, la levantó y, tomando un pequeño cuenco de esmalte que le entregó Mugwort, recogió un poco de agua bendita.

—Si hay un demonio en el depósito de cadáveres —dijo—, el crucifijo y el agua bendita lo obligarán a huir inmediatamente.

Encabezado por su sacerdote, a quien acompañaba solemnemente Buenaventura, el consejo parroquial abandonó la iglesia, siguiendo el camino que discurría entre las lápidas y las cruces hasta llegar al gran cobertizo pintado de negro. La puerta aún estaba abierta de par en par, prueba evidente de la precipitada huida de los tres hombres. Athelstan se volvió y le guiñó el ojo a la viuda Benedicta.

—Ahora quiero que os quedéis todos aquí.

Sosteniendo el crucifijo en una mano y el cuenco del agua bendita en la otra, Athelstan avanzó y se detuvo delante del depósito de cadáveres. Bajó la vista al suelo y vio en la tierra las huellas que los pies de Pike y sus compañeros habían dejado al salir precipitadamente de aquel lugar.

«No les he preguntado qué hacían aquí —pensó—. Seguramente estaban bebidos y no se daban cuenta de nada. Confío en que Cecilia la cortesana no estuviera con ellos. Las únicas personas que tendrían que yacer en este cementerio son los muertos.» Entró en el depósito de cadáveres y aspiró inmediatamente un fétido y penetrante olor.

—¡Dios mío! —murmuró.

Dejó el cuenco del agua bendita en la alargada y manchada mesa y miró a su alrededor. El olor le llegó a la garganta y le provocó un acceso de tos. Se sacó una yesca del bolsillo y, procurando dominar el temblor de sus manos, encendió la vela de sebo y la sostuvo en alto, llenando el siniestro y oscuro lugar de sombras danzantes.

—¡Levántate, Señor —murmuró, repitiendo las palabras del salmo—, y defiéndeme de mis enemigos!

Acto seguido, avanzó cautelosamente. Siempre mantenía aquel lugar impecablemente limpio. Quitaba el polvo de la mesa y barría el suelo cada semana. Mantenía abierto el ventanuco de la parte superior de la pared y, cuando había un cadáver, siempre quemaba incienso, tal como había hecho dos días atrás, en que el cuerpo de Matilde la costurera había permanecido allí en espera de su entierro. Por consiguiente, ¿cuál podía ser el origen de aquel nauseabundo olor? El fraile posó la vela en la mesa y tomó el cuenco del agua bendita para bendecir el lugar.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —murmuró mientras en su mente se agitaban toda suerte de posibilidades. Recordó una reciente carta del maestro general de su orden acerca de los signos de actividad demoníaca: violencia y extraños fenómenos inexplicables.

—Sí —dijo para sus adentros— y un olor repugnante que hiela la sangre en las venas y atemoriza el alma. ¡Tonterías! —añadió.

—¿Padre?

Athelstan giró en redondo y vio a Benedicta en la puerta. La viuda entró en el cobertizo y, cubriéndose la nariz y la boca con la mano, retrocedió bruscamente. Athelstan la siguió.

—¿Qué ocurre, Benedicta?

La viuda estaba intensamente pálida.

—Anoche, padre, no os lo quería decir, pero, cuando estaba en mi jardín poco después del ocaso, vi una horrible forma oscura debajo de un manzano.

Athelstan clavó la mirada en los aterrorizados ojos de Benedicta.

—¡Vamos, mujer, no es posible que creáis en esas cosas!

—¡Athelstan!

El fraile se volvió y vio la impresionante figura de sir John Cranston plantada con las piernas separadas al fondo del cementerio.

—¡Sálvanos, Señor! —suplicó en un susurro—. ¡Bastantes quebraderos de cabeza nos está dando el señor Satanás en Southwark para que encima ahora tengamos que aguantar a Cranston…!