6.
A pesar de que no había sucedido nada extraordinario, él se sentía como si ese día ya hubiera vivido lo suficiente y tuviera asegurado el mañana. Hoy no le era menester ningún accesorio: ni una mirada ni una conversación y menos aún una novedad. Sólo descansar, cerrar los ojos y no escuchar; no hacer otra cosa que respirar. Deseaba que hubiera llegado ya la hora de dormir y no seguir fuera donde había luz sino estar a oscuras, en casa, en su cuarto. Pero le sobraba soledad; y con el tiempo creía haber experimentado todas las artes posibles de la locura hasta sentir que le estallaba la cabeza. ¿No era cierto que años atrás, cuando solía pasear solo todas las tardes por atajos y veredas sin que nadie se apercibiera de él, llegó a creer, no sin cierta angustia, que se había convertido en aire y que había dejado de existir? Por ello —y para no tener que experimentar otras vivencias y estar seguro, por otra parte, de que no estaba loco sino al contrario, de que era una de las pocas personas medianamente cuerdas, como había comprobado una y otra vez estando en compañía de otros—, se dirigió a uno de esos restaurantes de la periferia que él en su fuero interno llamaba «la guarida». Estaba situado en la esquina de una calle y, durante los meses que estuvo trabajando, se fue convirtiendo en su meta. Allí tenía incluso un sitio destinado para él en un hueco de la pared, cerca del tocadiscos automático y con vistas al cruce y al paisaje de coches usados en segundo término. Pero esta vez, tras abrirse camino por entre los apretujones y el barullo, su hueco demostró estar tapiado. Por un momento creyó haberse equivocado de establecimiento y encontrarse en un lugar extraño, hasta que empezó a reconocer una tras otra todas esas caras que sólo podían estar en este espacio determinado lleno de luz artificial y humo. (De haberse tropezado con alguna de ellas en el centro durante el día, no habría sabido qué hacer.) Al sentarse a la mesa con otros y mirar a su alrededor, le llamaron la atención las peculiaridades de cada una de esas gentes. Ya se había oído las vidas de no pocos, pero al día siguiente lo había olvidado casi todo. En cambio, lo que retenía eran giros, exclamaciones, gestos y tonos. El primero de ellos había hecho la siguiente observación: «Cuando tengo razón, me excito, y cuando no la tengo, miento»; el segundo iba a misa domingo tras domingo porque cada vez sentía un escalofrío; la tercera se refería a sus amantes de turno con el apelativo «mi prometido»; el cuarto, dando un grito que salpicó de saliva a sus oyentes, exclamó: «¡Estoy perdido!»; del quinto, que solía repetir una y otra vez que lo había conseguido todo en la vida, se le había quedado grabada la forma de tocarse la muñeca, porque lo hacía con una delicadeza que sólo posee la persona que teme a la desesperación. Esas gentes eran tan neutras como el mismo restaurante: en una de las dos salas había unos cuernos de ciervo junto a la fotografía en color de un junco; en la otra el estucado de una mansión y abajo el suelo ligeramente elevado de una pista de baile rural. Incluso la mesa de los asiduos en uno de los rincones —tosca como en todas partes— estaba ocupada por los de siempre, a pesar de no tener entre sí nada en común: el representante con traje de seda estaba sentado al lado del anterior dueño con zapatillas de fieltro, que ahora ocupaba una de las habitaciones del primer piso; a su lado uno que había vuelto de la legión y que ahora llevaba uniforme de «guarda», y enfrente de él un camarero de barco en paro acompañado de su novia, una enfermera (con el casco de motorista debajo del asiento). Cualquiera de los presentes en ambas salas habría entonado en esta mesa. Seguramente todo lo que tenían en común era que habían pensado ya muchas veces en escribir un libro sobre su vida, «empezando por el nacimiento» y de mil páginas por lo menos. Sin embargo, en cuanto se intentaba indagar, no se obtenía por lo general más que un pequeño acontecimiento, o una simple mirada, a través de una ventana, a una cabaña ardiendo en la noche, o los ríos de barro en el camino tras una tormenta, pero eso sí, lo contaban con tal vehemencia que parecía como si algo tan secundario tuviera el peso de toda una gran vida. Esa noche en la guarida tuvo un buen comienzo. Todos hacían como si no se fijaran en él, y al mismo tiempo por allí donde pasaba o se paraba le ofrecían ostensiblemente un sitio. Con el tiempo habían descubierto que él no iba allí a observarlos, a «buscar material», sino porque la suya era probablemente una existencia al margen, igual que la de ellos. Al apretar los botones del tocadiscos automático, y tras un día en busca de palabras, experimentó el alivio que le deparaban unos simples números. Antes de que empezara la canción —en esos momentos ansiaba oír cantar a una mujer—, el aparato le contagió su susurro y a continuación su vibración. A pesar de que la música apenas se oía por el ruido que reinaba, él reconocía a veces aquel intervalo, con el que se daba ya por satisfecho. En la mesa de los jugadores había uno que no cesaba de mirar al cielo invisible, mientras los otros le miraban por el rabillo del ojo con el periódico en las manos. En la mesa junto a la puerta había otros esperando el último autobús que tras la jornada de trabajo los devolviera a sus casas. Encima de una mesa vacía había un cartelito que ponía «reservada», la mesa ya estaba incluso puesta y a la espera de un grupo que a todas luces quería celebrar algo, pues la hija del dueño, que había estado de aprendiza una temporada, sacó como por arte de magia unas grandes servilletas blancas y las colocó encima haciendo que se abrieran como abanicos. El gato que dormitaba entre los tiestos de la repisa de la ventana se parecía tanto al suyo que hasta creyó que éste se le había adelantado. Por el hueco de las cortinas se veía la sucesión constante de los autobuses nocturnos repletos de gente sentada y de pie, y al otro lado del cristal empañado de las ventanas cada uno de aquellos rostros daba muestras en ese instante de su heterogeneidad. Al verlos, el observador se acordó del árbol que había delante de la ventana de su cuarto porque un día de verano, después de haber mantenido mucho tiempo la cabeza agachada, levantó la vista del papel y al mirar el árbol vio cada una de las hojas y de sus formas, y al mismo tiempo las vio en conjunto. En aquel verano de trabajo apacible dio comienzo en su imaginación una lenta danza de imágenes: de la escalera de piedra, con las palmas de los helechos, todos ellos abiertos menos uno cerrado en espiral igual que el báculo de un obispo, pasó a la parte más alta, donde las nubes dejaban su sombra y en la que se hallaba el árbol cuajado de abejas cuyos zumbidos semejaban un coro humano entonando una sola nota; de allí pasó a mirar una carretera justo en el momento en que un ciclista frenaba bruscamente porque un insecto le hacía llorar el ojo, y de allí siguió por el cruce de tres caminos hasta el río negro y vacío ante la tormenta, y aquel viejo con un sombrero de paja que había en la orilla sentado al abrigo de un quiosco con el nieto descalzo a su lado, y una ráfaga de viento que les lanzó una banderita del puesto de helados a los pies, hasta que por último y ya de noche una luciérnaga volando desde el jardín se mete en la casa abierta y oscura, alumbrando los rincones y hallando en uno de ellos a un saltamontes. ¿Ese dejar correr la fantasía en secuencias de imágenes le apartaba del presente o, al contrario, servía para desenmarañarlo y aclararlo, uniendo lo singular y dándole nombre a todo, como a ese grifo de cerveza detrás de la barra que goteaba junto al grifo del agua permanentemente abierto, o a estos desconocidos de dentro y las siluetas de fuera? En efecto, al dejar correr la fantasía, las cosas y las personas presentes aparecían, sin necesidad de contarlas, como unidas en su pluralidad igual que las hojas de aquel árbol en verano. Y el hecho de encontrarse ante semejante presente evidenció lo que a éste le faltaba: que hiciera entrada la belleza en forma de mujer, y no para dirigirse particularmente a él (porque desde que había vivido al borde de perder el habla, casi se sentía como si también hubiera perdido el cuerpo), sino para acompañar a todos los que allí estaban. Una vez presenció súbitamente una aparición semejante, pero de carne y hueso, que estaba parada en el quicio de la puerta —¿vendría en busca de un teléfono?, ¿a comprar cigarrillos?, ¿a que le indicaran el camino de vuelta a la ciudad?—, y al verla toda la turbia ralea de la guarida sufrió una transfiguración, como si acabara de despertar. Sin necesidad de bajar la voz o de mirarla de inmediato, todos procuraron mostrar su faceta más distinguida durante el espacio en que hizo aparición aquella belleza, aunque sólo lo hicieran ante la persona que tenían delante; e incluso después de su desaparición —tampoco entonces dijo nadie una palabra sobre ella—, siguió reinando un recato que unía a los abandonados y hacía que sus ojos se encendieran una y otra vez con inusitada unanimidad. De esto hacía ya mucho, pero él —¿sólo él?— seguía alzando de vez en cuando la cabeza y mirando hacia la puerta con la esperanza de que la desconocida aparecería por allí una segunda vez. Sin embargo nunca volvió, tampoco hoy, y con su ausencia el dolor se intensificó hasta la indignación. La puerta permanecía cerrada, y en su lugar se le acercaba un borracho desde la barra, echando bocanadas de humo. Al llegar a la mesa, miró fijamente el cuaderno de notas como si fuera tuerto y a continuación a quien lo tenía delante, entonces se apretujó a su lado y empezó a hablar, acercando tanto la cara que ésta perdió todas sus formas; únicamente pudo percibir con claridad el intenso respingo de sus párpados y la mosca tatuada bajo el mentón; en la frente un rasguño que debía de haber sangrado justo hasta ese momento. Un olor penetrante, y no sólo a sudor, se desprendía de él como si llevara almacenada toda la peste del mundo, desde la carroña hasta el azufre. En cambio, no le llegaba nada de lo que decía, ni siquiera acercando la oreja a su boca. Y no hablaba ninguna lengua extranjera. Por la forma de mover los labios y la lengua, quedaba claro que se trataba del idioma local. Lo único que oyó fue cómo se interrumpía para coger aire y entonces de su boca salía un tono prolongado, como el de un instrumento afinándose a sí mismo. A sus ruegos de hablar más alto respondía cada vez con una tentativa que le hacía subir los hombros y estirar el cuello, pero a la postre seguía con la misma perorata aunque igual de inaudible que antes. A pesar de no mirarle ni hacer ningún gesto, mientras le escuchaba, todo lo que intentaba decir iba dirigido únicamente a él. El hombre quería decirle algo importante precisamente a él. Y, por momentos, el interlocutor tuvo realmente la sensación de entender lo que el otro le estaba contando, por eso movía la cabeza afirmativamente y al parecer en el momento oportuno (porque el otro se reía como sintiéndose afirmado). Pero de pronto —y en este caso ese vocablo empleado tan a la ligera sí respondía a los hechos— perdió el hilo secreto que les unía, al tiempo que, de forma igualmente súbita e inexplicable, perdía el eslabón que le permitiría reanudar su trabajo de escritor a la mañana siguiente y que él a lo largo de la tarde creía haberse asegurado, puesto que sin ello no había reanudación posible. Cada una de las frases hasta llegar a la frase final las tenía ya en mente, sólo se trataba de darles el orden adecuado, pero de pronto todas y cada una de las palabras habían perdido su validez, y al dar marcha atrás quedó anulado en un instante todo lo que había escrito desde el verano hasta esas postreras horas de hacía un momento y con ello la fuerza que le habían infundido. Primero lo atribuyó al humo de la guarida porque dificultaba el flujo de la respiración lo mismo que el de la imaginación, y se fue al lavabo para recogerse en el frescor de los azulejos y del agua corriente. Pero incluso allí siguió mudo su interior, como si esa obra llevada hasta ese momento como un amplio caparazón nunca hubiera existido; el del espejo era su enemigo. Volvió a la mesa contra su voluntad y como prisionero de lo inaudible, mientras el otro, que esperaba altivo y con el pecho henchido, prosiguió sin más dilación su oscuro discurso retomando la frase que había quedado interrumpida. Su aparente interlocutor acostumbraba a tener de noche una pesadilla recurrente. La tenía exclusivamente en las épocas en que escribía, y carecía de acción, se trataba de la sentencia de un juez, que se repetía la noche entera: lo escrito durante el día no sólo carecía de interés y validez, sino que además era ilícito; escribir merecía castigo; la arrogancia de una obra de arte, de un libro, constituía el más grave de los sacrilegios, y suponía, más que cualquier otro pecado, su condenación. Y ahora esa sensación de culpa imperdonable y de haber sido desterrado del mundo para siempre la experimentaba en estado de vigilia y en una mesa llena de gente. Con todo, ahora —y a diferencia de cuando soñaba— podía hacerse preguntas ordenadas sobre su problema —el problema de escribir, de describir, de narrar. ¿Qué es lo que era asunto suyo, es decir, asunto de un escritor? ¿Acaso había algo en este siglo que pudiera llamarse así? ¿Qué hombre podría ponerse por caso, cuyos actos o sufrimientos clamaran no por ser meros informes archivados o por convertirse en materia de libros de historia sino por ir más allá y ser legados a la posteridad en forma de epopeya o aunque sólo fuera de pequeña canción? ¿Y a qué Dios podía uno entonarle un canto de alabanza? (¿Y a quién le quedaban fuerzas para esgrimir lamentos por la ausencia de Dios?) ¿Y dónde estaba el gobernante que tras un largo gobierno no quisiera ser celebrado con algo más que un par de cañonazos? ¿Y dónde su sucesor, que tomara posesión de su cargo acompañado de algo más que unos flashes? ¿Y dónde estaban los vencedores olímpicos que merecieran algo más que un par de bravos, un gallardete y un toque de honor? ¿Y a qué genocidas de este siglo se ha podido mandar para siempre al infierno de un solo revés, en lugar de dejarles salir de sus tumbas con cualquier pretexto? Y en vista de un fin del mundo no ya imaginario sino posible el día menos pensado, ¿cómo dejar entonces que imperen las cosas buenas de este planeta en forma de estrofa o de párrafo que hable de un árbol, un paisaje, una estación del año? ¿Dónde seguía dándose aquel enfoque de la eternidad? Y estando así las cosas, ¿quién podía remitirse al hecho de ser artista y llevar dentro un universo interior? A ese tropel de preguntas hizo frente con la siguiente respuesta: Ya en el hecho de aislarme y hacer mi vida aparte para poder escribir —¿cuántos años hacía ya de ello?—, reconocí mi derrota como persona adscrita a una sociedad; yo mismo me excluí de los demás para el resto de mis días. Y aunque siga aquí sentado hasta el final entre la gente, y me saluden, me abracen y me hagan partícipe de sus secretos, yo nunca seré uno de ellos.
Sintiéndose curiosamente acorde con el resultado de su soliloquio, recobró el aplomo y sus ojos se cruzaron con los de su vecino, que no cesaba de mover los labios. Ya no pestañeaba; pero esa forma de mantener quietos los ojos era todo lo contrario de «tenerlos clavados». Esos ojos habían descubierto la ausencia de su supuesto correligionario, es decir, habían descubierto su traición. Tras una mirada muy breve de desprecio, desvió la vista muy lentamente. Y al hacerlo, pudieron oírse finalmente las palabras del inaudible: «Eres débil», dijo, «y mientes», añadió. A continuación se dirigió a los presentes y dijo en tono de queja: «Ninguno de vosotros sabe quién soy». Y por último tomó el cuaderno de notas que no era suyo y en un santiamén emborronó las hojas blancas que quedaban con una maraña de puntos y espirales, tras lo cual se levantó y se puso a bailar allí mismo, haciendo unas piruetas que parecían obedecer a sus garabatos como si se tratara de una partitura.
El bailarín, que hasta sabía hacer eses y doblar la rodilla con gracia, desapareció entre el gentío en un instante. En su lugar, el abandonado miró a aquel huésped del grupo de la mesa de al lado a quien llamaba «el legislador», a pesar de no haber conversado jamás con él. Éste era más joven que él, vestía siempre la misma chaqueta de piel, era ancho de hombros, tenía las orejas gachas, las cejas altas y arqueadas y los ojos tan metidos que se veían pequeños. Su actitud atenta y nunca relajada hacía de él casi un guerrero. Y, sin embargo, en su mesa era él quien se abstenía de cualquier tipo de violencia. Incluso mitigaba la que se suscitaba, pero no lo hacía metiendo baza, sino manteniendo un silencio categórico. Sus contertulios se daban constantes y fuertes empellones con las piernas, y únicamente él permanecía quieto. La tristeza ecuánime de su mirada, al ver cómo dos de ellos se abofeteaban, impidió que éstos se liaran a puñetazos o sacaran las navajas. En silencio iba observando cada detalle y sin hablar le dio a cada uno su respuesta. Cuando abría la boca para pronunciar una frase breve, era como si el tono de su voz estuviera impregnado con un continuo toque de atención: nunca vacilaba y era lacónico al enseñarle a la persona en cuestión cuál era su sitio. Ese ser casi mudo era la instancia que se imponía en la sala; y la fuerza que emanaba de él era la fuerza de la sentencia. Sin embargo, ese tipo de ecuanimidad suya no respondía a una situación o a una disposición dada, sino que era un acto, un ser ecuánime en cada caso, a un ritmo mudo y sensible que hacía justicia y la remataba despachando a ambas partes en silencio. Ese ser callado y a la escucha, con unas pupilas como flashes que sacaban una foto de cada uno, y unos hombros anchos que se movían inmutables, cual si estuvieran midiendo lo ocurrido en la sala como si de versos se tratara, ¿no sería él acaso el narrador ideal?
¿Había estado mirando al legislador horas enteras o apenas un momento? En cualquier caso, se sentía como si hubiera permanecido en la guarida mucho más de su tiempo; y no fue la primera vez que creyó no encontrar ya jamás el camino de vuelta. Retenido hasta tal punto en ese sitio y sin poder moverse, el mero propósito de levantarse, llegar hasta la puerta y salir afuera le resultaba inconcebible. Primero tenía que imaginarse cada uno de los recorridos que componían su camino de regreso como si fuera la ruta de una expedición donde estuvieran previstos todos los caminos de las caravanas, los senderos por la jungla, los vados y los desfiladeros a la par que los puntos de apoyo. Al abandonar súbitamente el local, le rozó un taco de billar, un perro le enseñó los dientes y finalmente se le quedó enganchado el cinturón del abrigo en el paño de la puerta.