3.

EN primer lugar, y para evitar las aglomeraciones, dio un rodeo pasando por los jardines circundantes, pues justo al dejar la montaña y llegar al terreno llano de la ciudad, uno de esos jardines formaba una gran curva por un lado e iba a desembocar en el siguiente, el de una escuela que a su vez iba a parar al de un museo, y éste al de un convento que conducía finalmente, a través de un pasaje, a un cementerio abierto que con el tiempo hacía prácticamente las veces de un parque. Como todos los edificios eran de una arquitectura similar y también los jardines que se seguían poseían una forma y unas medidas parecidas, uno tenía la sensación de moverse dentro de un complejo separado del resto del mundo, como una ciudad dentro de la ciudad, en la que uno se adentraba, pasando de un jardín al otro, sin la sensación de hacerlo por una puerta trasera. Por momentos, y al encontrarse ante un pozo junto a una choza con el tejado de madera y en forma de cebolla, el escritor creyó encontrarse de nuevo en Moscú, donde una vez anduvo una tarde entera por un barrio igual de escondido, pasando de una finca a la otra, todas ellas muy espaciosas, y abriéndose cada vez más al silencio, para luego permanecer sentado él solo en un banco muy largo, mirando cómo unos niños jugaban en una placita asfaltada y cubierta, y lavarse finalmente la cara y las manos en una boca de riego que había en el jardín más recóndito, más bien un pastizal cubierto de abedules. ¿No era chocante que sólo las épocas en que escribía le alejaran tanto de su domicilio? Lo minúsculo se hacía grande; los nombres quedaban derogados; la arena clara de las grietas de este adoquinado convertida en ramal de una duna; aquel tallo de hierba pálido y solitario en parte de una sabana. En una de las aulas de la escuela aún se daba clase, y dentro sólo se veía al profesor subido a la tarima y moviendo impetuosamente los brazos ante una pizarra que deslumbraba. El zócalo del museo lo formaban unos relieves de mármol con una pareja de delfines nadando al encuentro de otra o sumergiéndose para separarse. En el jardín del convento, un monje estaba podando un cerezo, en sandalias a pesar del frío, y en el cementerio, después de las inscripciones en latín, hasta aparecieron epígrafes en griego.

Los jardines cercados se ensanchaban convirtiéndose en la prolongación de unas plazas abiertas que desembocaban en otras, es decir, una plaza en la explanada de otra más grande, cosa que nunca se podía prever: siempre se entraba en ella al doblar por una esquina, ya fuera la de una iglesia, una residencia oficial o simplemente la de un quiosco. La última y la mayor de las plazas, a la que se llegaba por unas arcadas, no tenía nada de plaza mayor. La plaza sin asfaltar y de un amarillo arcilloso se declinaba ligeramente hacia su centro, cosa que evidenciaban los radios concéntricos de los surcos que la lluvia dejaba en la tierra. Él fue ganando en lentitud con cada plaza, y en ésa se quedó parado. No tenía la sensación de haber dejado atrás su trabajo, sino de que éste le acompañaba, como si estando tan lejos de su escritorio siguiera aún manos a la obra. Pero ¿qué quería decir «obra»? Una obra era algo en que el material casi no era nada y el ensamblaje casi todo; algo que, estando parado y sin una inercia especial, estaba en movimiento, cuyos elementos se mantenían mutuamente en el aire, algo abierto, abordable a cualquiera y no desgastable con el uso.

Al seguir andando, el escritor casi se había puesto a correr. Aunque la plaza cerca del río estaba situada en el punto más bajo de la ciudad, la cruzó en diagonal como si fuera una meseta. El hielo crujía bajo la suela de los zapatos con un ruido muy fino que hacía sonar la superficie entera. Buena parte del suelo estaba cubierta con las hojas de los árboles de Navidad vendidos allí en años anteriores, hojas hundidas en el barro y teñidas ya de un amarillo arcilloso. Tal vez a partir de mañana habría en ese sitio otro bosque virtual de pinos y abetos en el que perderse.

Cuando al llegar al pasaje de la calle que conduce al río pidió un periódico en el quiosco, se dio cuenta de lo tembloroso que estaba. Apenas pudo pronunciar la frase hasta el final y no acertó a coger la calderilla. Como tantas veces, se dijo que al comprar el periódico había cometido su primer error, y se propuso echarle únicamente una hojeada, a ser posible andando, y a continuación dejarlo en una papelera. Sólo de ver los titulares se sintió, por breves momentos, incapaz de hablar; logró responder al saludo del vendedor todo lo más con un movimiento de cabeza. Sorprendido por un súbito ataque de hurañía, se estremeció con el roce casual de un transeúnte y miró a un lado para evitar el encuentro con otra persona que hacía poco le había hecho confidencias de su vida; para esas ocasiones, el escritor tenía la excusa de ser distraído, cosa que casi siempre fingía.

En el puente le recibió el viento, y entonces prosiguió su camino con él. En lo alto de ese gran arco abierto, se sentía mucho más el frío que en medio de los jardines y plazas. Por encima del agua casi negra se formaban velos de bruma, y en su imaginación apareció de nuevo el crujido de los témpanos revueltos al chocar en las heladas de aquel invierno en el Antártico; era tal el frío que hacía en lo alto del puente que casi había tenido que huir de él. También recordó ahora aquella escena de verano, cuando vio a un niño corriendo de un lado a otro en la parte baja del talud, al pie del muro que bordeaba el río crecido de aguas, y al principio creyó, por los saltos que daba al correr, que el niño estaba jugando, hasta que por fin advirtió en la forma de mover la boca —tal era el estrépito del río— que el niño gritaba pidiendo auxilio porque se había caído del muro. Y ahora volvió a sentir en los hombros aquel peso vivo que él, en aquella ocasión, había arrastrado hacia arriba; y al otro lado del río, en el paso hoy invernal y desprovisto de hojas, volvió a ver aquella figura en pantalón corto que se iba corriendo bajo la fronda estival con el cabello ondeante.

En el punto más alto del puente, el escritor se apoyó en la barandilla. Las anillas para encajar las banderas estaban vacías. Río abajo, el horizonte irradiaba una luz diamantina; la torre de aquella iglesia ya era la de un pueblo vecino. Los numerosos puentes a lo largo de la ciudad aparecían gradualmente uno tras otro, de forma que los coches del segundo puente y el tren del tercero parecían estar rodando por la pasarela de peatones del puente en primer término. En las curvas de los meandros una luz tenue subrayaba la frontera entre el agua y la tierra. Entonces, cuando en medio del ruido del tráfico retumbaron las campanas de la tarde anunciando el fin de semana, el eco permaneció durante mucho rato en el aire; era como si todos los vehículos hubieran paralizado la ciudad por momentos y ahora volvieran a ponerse en marcha, y hasta las gaviotas proseguían sus graznidos aparentemente interrumpidos.

Cuando él siguió andando río arriba por la otra orilla, deseó seguir así andando indefinidamente. ¿Querer pararse en un restaurante no respondía acaso a una simple costumbre? A orillas del agua, las olas venían a su encuentro y le transmitían su fuerza. Al escritor le acometió la nostalgia —palabra que aún seguía siendo válida después de todos esos decenios— de vivir de nuevo en una capital extranjera, donde sabía, aun cuando anduviera solo, que en este o en aquel distrito del centro o de las afueras vivía gente, cada uno a su manera, ocupada en las mismas cuestiones que él y en busca de lo mismo; no había querido conocer a sus dobles, únicamente compartir con ellos el suelo que pisaba, el aire, el tiempo, la aurora y la caída de la tarde. ¿Por qué resultaba tan difícil imaginar que hubiera gente así en las ciudades de su país de origen? ¿Por qué se inclinaba a creer aquella anécdota de los dos escritores que decía que uno de los dos se mudó de casa porque el otro pasaba diariamente por delante de su ventana?

Y en ese momento le salió al paso, en el mismo sitio del río que la vez anterior, aquel hombre mayor que dijo ser «colega» suyo. De él sabía únicamente que primero había sido maestro, luego soldado en la Guerra Mundial, luego otra vez maestro, y que ahora en su retiro escribía poesías. El viejo, inopinadamente, hasta le recitó una en señal de saludo, como si hubiera estado esperando la ocasión desde hacía mucho, y lo hizo levantando la voz, en tono casi amenazante, para seguir hablando a continuación de lo cotidiano igual que había hecho con su poema, estructurándolo y midiéndolo. Precisamente por ese mismo motivo le resultaba imposible a su interlocutor captar un poco lo que decía. Oía sólo las palabras, no su sentido. En contrapartida veía claramente los ojos desnudos del anciano, unos ojos muy abiertos, casi ciegos; el iris lívido, sólo en los bordes un aro de color y bajo uno de los ojos la pulsación en el lagrimal. Cuando por fin le escuchó con ayuda de la mirada, el otro prosiguió su discurso articulado en un tono persistente e infinitamente agudo, con un murmullo que igual podía denotar entusiasmo que lamento.

El restaurante estaba a orillas del río y aún estaba casi vacío, así que el escritor pudo encontrar un asiento desde el cual se podía ver el agua. Un agua que daba la impresión de velocidad, como si acabara de arrancar de la cordillera. Y él se sentía como si estuviera aún andando por el puente entre las siluetas de los demás transeúntes. Antes de ponerse a leer el periódico, respiró hondo y se grabó en la mente la línea más lejana del horizonte como para tener una medida. Pero, como tantas veces, fue en vano; al leer la primera línea, desapareció todo tipo de pensamiento. Él solía decirse que estaba obligado a leer el periódico para estar informado. (¿Acaso no era cierto que en una época se le pasó la noticia de la muerte de alguno de sus héroes y salvadores y se había enterado cuando ya era demasiado tarde para conmemorarlos?) Pero la verdad era que ese deseo de hojear los periódicos era un vicio. Apenas leía una columna entera, la leía cuando más por encima, y así un artículo tras otro con una mezcla extraña de frenesí y pasmo. Él se daba orden una y otra vez de empezar por el principio y de leer cuando menos un reportaje palabra por palabra, pero entonces se daba cuenta de que con sólo apartar la vista de él ya había captado todo el sentido; ahora bien, éste, a diferencia de otros poemas, no «concluía» con «en el silencio del alma» sino que al contrario sumía al lector del periódico en la impasibilidad más completa. Aquí el vicioso, víctima de un vicio que por otra parte ni siquiera le proporcionaba placer, deseó volver a aquellos meses neoyorquinos en los que durante mucho tiempo dejaron de aparecer los periódicos a causa de las huelgas. Sólo había uno delgado y de formato pequeño llamado City News en donde todo acontecimiento, quizá de interés, acaecido en la tierra se limitaba a un par de líneas. Durante aquel tiempo estudió todos los días esas noticias con placer, y después, cuando volvieron a amontonarse los pilares del «diario mundial» en todas las entradas del metro —seguramente con un «por fin» para la mayoría de la gente—, a él le pareció que tan honroso título más bien correspondía a esas pocas hojas con fotografía que se agitaban. Porque a continuación resultaban tanto más innecesarias todas las opiniones, los informes especiales, las columnas y las glosas que no dejaban en la mente del lector más que zumbidos de avispa. Y las mayores estridencias se las lanzaba la página de «cultura», donde no podía tratarse de casi nada sin dar una opinión. Algunas veces había descubierto que la crítica también era un arte en sí misma —el hallazgo de un punto cardinal que hiciera justicia al tema, al que también podría llamarse «visión», y luego el desarrollo minucioso de esa visión al igual que en cualquier otra obra; sin embargo, la regla que predominaba en tales páginas era presentar un esquema completo en el mejor de los casos, y en el peor un juego falso en el que el interés por el tema cedía de inmediato ante unas segundas intenciones clarísimas, y donde en lugar de hacer una crítica, se hacía politiquilla.

En sus sueños de juventud, la literatura era para el escritor lo más libre de un país, y esa idea fue su única salida para escapar a la vileza y sumisión diarias y poder sentir el orgullo de ser un igual, como les sucedió probablemente a muchos más. Y ahora todos ellos estaban metidos —o ésa era su impresión— en el más despótico de los países pequeños, y vivían o bien vagamente aunados por una suerte de camaradería, o bien desperdigados y odiándose a muerte, y todos ellos —corrompidos hasta los más rebeldes y convertidos en diplomáticos en poquísimo tiempo— se dejaban dominar por una policía que, ciega para la empresa y con más voluntad de poder que capacidad de discernir, sabía manejar su presa con un despotismo tanto mayor cuanto que, de puertas afuera, ofrecía la imagen de unos hombres honrados y caritativos. En una ocasión fue testigo de la agonía de otro escritor y vio cómo hasta en sus últimos momentos éste estuvo más ocupado en leer el apartado de cultura de los periódicos que en cualquier otra cosa. ¿Sería que los combates de opinión le distraían en el buen sentido, exasperándole y divirtiéndole, o le ofrecían quizá aquella repetición diaria cien veces preferible a cuanto le amenazaba? No era sólo eso. Él era —por la distancia que proporcionaba el saberse desahuciado— un prisionero de los articulistas; más que a su familia era a ellos a quienes él cortejaba en sus sueños, y en las treguas que le daba el dolor, preguntaba —por no poder ya leer— qué decían las reseñas de tal o cual periódico sobre determinadas novedades literarias. Con esas intrigas que el enfermo detectaba con una rabia no exenta de satisfacción, fue creándose una especie de mundo o de infinitud en la habitación del moribundo, y el confidente, sentado al borde de la cama, sintió por el amigo que renegaba y asentía idéntica comprensión que si estuviera viéndose a sí mismo postrado en aquella cama. Mas cuando al otro, que en su lucha contra la muerte yacía con la mente ida, hubo que seguir recitándole la opinión de los periódicos recién salidos, el testigo se juró no llevar nunca las cosas tan lejos como lo estaba haciendo esa viva imagen de sí mismo que tenía delante. Nunca más apoyaría ese círculo vicioso de clasificaciones y enjuiciamientos que, en definitiva, no respondían más que al juego de servirse de unos para atacar a otros. Su postura de quedarse fuera y proseguir su trabajo con sus propias fuerzas y no a costa del vecino fue convirtiéndose con los años en una especie de desquite. La sola idea de volver a entrar en aquel círculo o en círculos pequeños cada vez más separados unos de otros le llenó de una náusea elemental. Por supuesto, nunca conseguiría evadirse del todo porque incluso hoy mismo, después de tantos años de aquel juramento, había vuelto a llamarle la atención una palabra que él, al primer momento y al igual que entonces, había tomado por su nombre. Pero a diferencia de entonces, se sintió aliviado de haberse equivocado. Creyéndose seguro, pasó las páginas siguientes hasta llegar a las de información local y consiguió leer cada una de las noticias.

Cuando el escritor logró, por fin, apartar la vista del periódico, tuvo la punzante sensación de haberse perdido algo. El niño de la camarera había estado sentado todo el rato en la mesa del fondo junto a la puerta de la cocina haciendo sus deberes, y él, en lugar de mirarle por más tiempo, se había limitado a registrarlo brevemente. Entretanto, el asiento había quedado vacío; en la silla donde había estado sentado el niño, pintando las letras en el cuaderno y enseñándoselas a su madre cada vez que ésta pasaba por delante, se veía ahora la flamante cartera de colores. Era como si al leer el periódico hubiera perdido de vista cuanto le rodeaba; incluso el borde de la mesa vecina no sugería ya ninguna línea. Y al darse cuenta de que estaba mirando el periódico de reojo en contra de su voluntad, lo apartó de un tirón, lo tapó con la carta del restaurante que estaba leyendo sin leer, y lo puso encima de la silla de al lado que quedaba debajo de la mesa, lejos de su vista.

Hizo ademán de enderezarse, pero permaneció sentado con una copa de vino que a ratos se llevaba a la boca. Así, con los sentidos enturbiados e incapaz de ver o de pensar en algo, no quería abandonar el lugar. De la gente que iba acudiendo sólo veía las piernas y el cuerpo; ni una sola cara. Por fortuna nadie se percataba de él. La camarera también debió de saber un día cómo se llamaba, pero había vuelto a olvidarlo hacía ya mucho tiempo. Por un instante apareció como un fulgor en el río, en realidad no era más que un punto brillante en el agua, y en ese instante una bandada de gorriones fue a posarse en un árbol sin hojas de la orilla, y todos unidos en su aleteo semejaban una nube desapareciendo del cielo. Los diminutos pajaritos permanecían inmóviles en las astas, igual que lo hacían las cornejas subidas a la copa del árbol vecino o incluso las gaviotas, otras veces tan alborotadas, en las barandillas del puente. Era como si sobre todos ellos estuviera cayendo la nieve, a pesar de no verse los copos. Y justamente ante una imagen tan viva con ese aleteo casi imperceptible, esos picos apenas abiertos y esos dos puntitos por ojillos, hizo aparición en el interior del observador aquel paisaje estival en el que se desarrollaba la historia que estaba escribiendo. Del saúco caía una lluvia blanca de flores como botoncitos y en los nogales las cáscaras de las nueces iban adquiriendo su propia redondez. El surtidor de la fuente fue a encontrarse con el nubarrón que tenía encima. En un campo de trigo junto al que había unos corderos pastando, se veían las espigas quebradas por el calor, y por todos los canalillos de la ciudad revoloteaba la pelusilla de los álamos a la altura del tobillo, y venía tan suelta que para poder verla bajaba la vista hasta el suelo asfaltado al tiempo que el verdor de los jardines era atravesado por un zumbido que declinó en susurro, en cuanto el consabido abejorro se metió en una flor y desapareció. En el río el bañista metió, por primera vez en ese año, la cabeza debajo del agua, y luego tomando de nuevo el aire y el sol, experimentó en los orificios de la nariz la sensación de encontrarse sano y gozando de un paréntesis provisional. Y a la inversa, siendo verano, el escritor fantaseó una historia de invierno y sin querer se agachó jugando para tirarle una bola de nieve al gato, y tocó la hierba.