5. Otro intento de recuperar el poder: la nueva Liga Naval

Con la paz del Rey se había instalado en Atenas una visión más serena de las posibilidades de acción en política exterior. Los sueños de restablecer la antigua hegemonía por el momento habían concluido; ahora los atenienses intentaban organizarse de nuevo, ateniéndose a las condiciones marco de la paz del Rey. Pero esto no significó en modo alguno una paralización de la política exterior. Con el estricto mantenimiento de los compromisos aceptados en la paz del Rey, Atenas adoptó en política exterior un rumbo posibilista, pero intentando sondear los límites de lo factible. El arquitecto de esta nueva política fue Calístrato, del «demos» ático de Aphidnai. El supo comprometer a los atenienses con una política que rechazaba en principio las exageradas veleidades de gran potencia, pero que aspiraba con buen tino a conseguir una posición dirigente en el concierto de las potencias. Mientras que los espartanos, remitiéndose a la cláusula de autonomía de la paz del Rey, lo apostaron todo a destruir cualquier concentración de poder antiespartano y a extender su propio ámbito de influencia a toda Grecia hasta Macedonia y la Calcídica con una deliberada atomización del mundo de la polis, los atenienses se esforzaron sobre todo por consolidar sus relaciones exteriores con los estados del Egeo oriental. Debido a su dependencia de las grandes rutas del comercio de cereales hacia el territorio del mar Negro y de Egipto, pasando por el Dodecaneso, Atenas estaba obligada a mantener su influencia en esta región hasta donde fuera posible, incluso después del 387-386 a. C.

Ciertamente la reanudación de las relaciones directas con las antiguas polis aliadas de la costa de Asia Menor era impensable, pero la autonomía que garantizaba a todos los demás estados la paz del Rey abría la posibilidad de seguir cultivando al menos los viejos vínculos entre Atenas y los estados insulares situados frente a la costa. Después de concertar una alianza con el reino tracio de los odrisios en el 386-385 a. C., renovando de esa manera los tratados concertados por Trasíbulo cuatro años antes, en el verano del 384 a. C. volvió a establecerse la alianza entre Atenas y Quíos, aunque ahora con expresa referencia a las regulaciones de la «paz del Rey» y la garantía de libertad y autonomía como base del tratado.

A comienzos de los años setenta, los atenienses lograron extender todavía más su red de relaciones exteriores. Partiendo de la paz del Rey, se concertaron acuerdos con Tenedos, Mitilene, Methymna, Rodas y Bizancio. Este recurso constante a la paz del Rey constituía no solo una garantía frente a la omnipresente política intervencionista espartana, sino que sirvió también para tranquilizar a Persia, que debía de seguir con recelo el nuevo auge de la influencia ateniense justo delante de la costa de Asia Menor.

Las indisimuladas aspiraciones hegemónicas de Esparta en los años ochenta y principios de los setenta propiciaron un mayor acercamiento con Atenas, incluso con la Tebas beocia. Las cláusulas de la paz del Rey le habían servido a Esparta para hacer pedazos al estado federal beocio, llevar al poder en las distintas ciudades a sus partidarios, e incluso estacionar una guarnición en Tebas el 382 a. C. Al igual que. Tebas había apoyado a los atenienses en el 404-403 a. C., Atenas alentó a los tebanos en el 379-378 a. C. a oponerse al régimen proespartano en su patria, que fue derrocado mediante un golpe de mano. A pesar de los esfuerzos y la intervención de los espartanos, en los años siguientes Tebas logró resucitar la liga beocia bajo su égida, concebida únicamente para mantener su hegemonía y sentar las bases de su rápido, pero muy breve, incremento de poder durante los atlaS sesenta. Atenas y Tebas, que concertaron una alianza en el 378 a. C., formaron al principio una coalición común contra Esparta, que por entonces ya había tomado un rumbo de abierta confrontación con Atenas. Así lo puso de manifiesto el ataque relámpago contra el Pireo efectuado el año 378 a. C. por un contingente espartano al mando de Sphodrias, a pesar de resultar un completo fracaso.

Esparta endureció su actitud cuando, ese mismo año, Atenas se dispuso a englobar los tratados bilaterales concertados hasta entonces para convertirlos en un amplio sistema de alianzas unitario con una poderosa estructura organizativa. El órgano decisorio principal era un consejo federal (synhédrion) en el que cada estado miembro tenía un voto, pero en el que la propia Atenas carecía de representación; era la Asamblea Popular ática la que deliberaba sobre los acuerdos del consejo federal. Es decir, que synhédrion y ekklesía votaban por separado, aunque sus acuerdos eran mutuamente dependientes. Este procedimiento garantizaba a los aliados cierta independencia, pero dejaba a Atenas una clara posición de preeminencia. Así, justo cien años después de la creación de la primera Liga naval ática, surgió la denominada «Segunda liga naval ática». El «documento» de esta Liga naval —un plebiscito de febrero-marzo del 377 a. C. con el que Atenas invitaba a todos los helenos y bárbaros, siempre que no fueran súbditos del Gran Rey, a ingresar en esa Liga— volvía a corroborar la voluntad de los atenienses de aceptar sin limitaciones las reglas esenciales de la convivencia política establecidas en la paz del Rey, garantizar la salvaguardia de la libertad y autonomía de todos los estados y no tocar las posesiones del Gran Rey en Asia Menor. A todos los estados deseosos de ingresar se les aseguró la libertad de tributos, de ocupación y supervisores extranjeros. A los atenienses se les prohibió cualquier adquisición de tierras en el territorio de los aliados. Este precepto llevaba la impronta inconfundible de Calístrato y suponía una clara adhesión al rechazo de los principios hegemónicos de la primera Liga naval. La idea era una hábil jugada en el juego de intrigas de las potencias rivales y apuntaba expresamente contra Esparta, que se había desvinculado con sus ansias de hegemonía y cuyo papel como defensora (prostátes) de la paz del Rey pensaba asumir ahora Atenas.

La nueva Liga naval cosechó un éxito extraordinario. A los pocos años, el número de sus miembros había ascendido hasta cerca de 70. Todos los intentos de Esparta de oponerse militarmente a esta evolución resultaron inútiles. Pero tampoco dieron fruto los esfuerzos de todos los implicados de crear un amplio orden de paz y seguridad (koiné eiréne) para todo el Mediterráneo oriental a lo largo de tres conferencias internacionales celebradas en el 375 y 371 a. C. mediante una renovación de la paz del Rey. El intento de conciliar los intereses entre los diferentes estados fracasó una y otra vez por las ambiciones de poder de cada uno de ellos.

A finales de los años setenta, fueron los esfuerzos hegemónicos de Tebas los que provocaron una nueva definición de la constelación de poder en Grecia, enterrando cualquier esperanza de estabilizar la situación. Con la destacada victoria en la Leuctra beocia sobre los espartanos el año 371 a. C., Tebas se convirtió en la nueva potencia hegemónica. En muy poco tiempo, y gracias a la habilidad militar y diplomática de sus ambiciosos políticos Pelópidas y Epaminondas, los tebanos lograron instalar en la Grecia central un sistema de alianzas muy estructurado. A comienzos de los años sesenta, Tebas extendió su zona de influencia hasta el Peloponeso y, tras la construcción de una flota propia, llegó incluso a poner los pies temporalmente en el Egeo oriental.

De este modo Tebas se convirtió en una amenaza para Atenas y Esparta por igual, lo que favoreció la voluntad de alcanzar un acuerdo pacífico entre estas dos potencias. Ya antes de la batalla de Leuctra, el político ateniense Calístrato se había esforzado por conseguir un acercamiento a Esparta. En el 369 a. C. se concertó una alianza formal entre atenienses, espartanos y sus respectivos aliados, que recordaba en cierto sentido la alianza entre atenienses y espartanos del 421 a. C. Fue un intento de resucitar la política de las viejas potencias ante la aparición de nuevos protagonistas. Pero no se veía por ningún sitio una verdadera voluntad constructiva, de modo que los años sesenta estuvieron marcados por las rivalidades y por coaliciones continuamente cambiantes de potencias en lucha por la hegemonía. El desenlace de la batalla de Mantinea, en la que participaron casi todas las polis destacadas y que constituyó un punto de cristalización de las luchas por el poder en Grecia, se convirtió en el 362 a. C. en un símbolo de la aporía de la situación política: todos reclamaron para sí la victoria, y ambas bandos enemigos erigieron un trofeo.

En los años sesenta, la situación de Atenas había empeorado considerablemente. Cada día perdía más influencia en Grecia, y en el 366 a. C. incluso tuvo que aceptar la pérdida de todo el territorio de Oropos, que Tebas se anexionó. La rivalidad con Tebas repercutía también en la liga naval ateniense y en el poder de Atenas en el Egeo. En el 367 a. C. los tebanos, durante unas negociaciones celebradas en la corte persa, consiguieron atraer a su bando a Artajerjes II e imponer su exigencia de desmovilización de la flota ateniense. Era obvio que los atenienses rechazarían ofendidos dicha exigencia. Decepcionados por el giro persa, los enviados atenienses anunciaron que se buscarían un amigo distinto al Gran Rey. Y lo encontraron rápidamente en la persona del persa Ariobarzanes, sublevado por entonces contra Artajerjes II y que inauguró la serie de sublevaciones de sátrapas que durante la década siguiente perturbaron el ámbito de poder del soberano persa en Asia Menor y trastornaron las fronteras trazadas por la paz del Rey.

En el 366 a. C. los atenienses enviaron en apoyo de Ariobarzanes a su estratega Timoteo, un hijo de Conón, que en los años setenta había tenido una participación decisiva en la creación de la nueva Liga naval. Naturalmente, la gran expedición de la flota ateniense al Egeo no perseguía metas altruistas, sino que alimentaba la esperanza de fortalecer su propia posición de poder. No obstante, Timoteo recibió la orden estricta de atenerse a lo establecido en la paz del Rey. Los persas, por el contrario, habían vulnerado poco antes por primera vez la paz del Rey, cuando el vicesátrapa Tigranes acantonó una guarnición en Samos, traspasando con ello las fronteras territoriales fijadas en dicho tratado de paz. Este proceder ofreció a Timoteo el pretexto para sitiar y tomar Samos. Tras la conquista de la isla, los atenienses decidieron no anexionar a su Liga naval esta importante avanzadilla en el Egeo, sino transformarla en una colonia ática. Expulsaron a los habitantes y asentaron en la isla a dos mil colonos atenienses, a los que en las décadas posteriores siguieron varios miles más. Poco después se aplicó el mismo modelo a Potidea, a Sesto y al Quersoneso tracio. De este modo los atenienses se construían un ámbito de poder paralelo al de la Liga naval, que les permitía tener intervención directa sobre esta.

Desde el punto de vista formal, este proceder no constituía una ruptura de los acuerdos de la Liga naval, ya que la declaración de renuncia de Atenas a la creación de colonias solo se refería a los territorios aliados. No obstante, esta política debía por fuerza influir en la conducta de los aliados, tanto más que Atenas inició una política exterior más ruda, llegando a cobrar contribuciones y a estacionar tropas de ocupación en el territorio aliado. Aunque estas medidas se pudieran atribuir en cada caso a razones condicionadas por la situación, para los aliados el nuevo rumbo político exterior de Atenas resultaba ofensivo y debió de despertar malos recuerdos de los tiempos de la hegemonía ática en la primera Liga naval. Atenas caía cada vez más en el modelo de la política tradicional de la alianza naval del siglo V; en aquellos años, Calístrato no perdió su influencia por casualidad —al igual que otros de sus compañeros de lucha— y finalmente acabó exiliándose para librarse de la inminente condena a muerte. Dentro de este contexto, no es de extrañar que entre los aliados del Egeo se extendiera una animosidad contra Atenas y un deseo de independencia, que recibieron un impulso adicional con la confrontación cada vez más aguda entre persas y atenienses en la zona del Egeo.

El peligro que esto suponía para los atenienses se tornó evidente cuando la recién construida flota tebana al mando de Epaminondas apareció en el Egeo en el 364 a. C. y no solo puso en aprietos a las posiciones atenienses en la Propóntide (mar de Mármara), sino que avanzó hasta aguas de Rodas y operó incluso en la costa continental de Caria, Además de Bizancio, ahora también Quíos y Rodas abandonaron a Atenas. Pero como tras la batalla de Mantinea, en la que Epaminondas encontró la muerte, la hegemonía tebana se desmoronó rápidamente, los tebanos tampoco pudieron aprovechar después del 362 a. C. sus «éxitos de ultramar». Bizancio, Quíos y Rodas ya no volvieron, sin embargo, al sistema de alianzas ateniense, sino que, en medio de los desórdenes de las sublevaciones sátrapas, prefirieron unirse al príncipe de Caria, Mausolo de Halicarnaso, que cosechó, como frutos maduros, los éxitos de Epaminondas. Por su parte, Mausolo, aprovechando el momento favorable, amplió su zona de influencia más allá de Caria, creando con Bizancio, Quíos, Rodas y Cos un nuevo sistema de alianzas que sería el pilar fundamental durante los posteriores enfrentamientos con Atenas.

Con Mausolo les surgió a los atenienses un peligroso rival, que, en competencia con Atenas, llegó a convertirse en portavoz del mundo griego en el Egeo oriental. Atenas no estaba dispuesta a contemplar cruzada de brazos los esfuerzos de este por extender su propio ámbito de poder más allá de Caria, hasta las islas de la costa egea. Así que los atenienses, con el ataque a Quíos emprendido el 356 a, C., iniciaron la «guerra de los aliados», que tuvo un final desastroso un año después: el entramado de relaciones político-exteriores en el Egeo, laboriosamente trazado en el pasado, se rompió. Finalmente, Atenas tuvo que conceder a Quíos, Rodas y Bizancio la independencia de la Liga naval, perdiendo con ello a unos aliados importantes. Solo la colonia de Samos pudo ser defendida con éxito y, desde entonces, constituyó una avanzadilla aislada en el sudeste del Egeo. En este momento, la influencia de los atenienses ya solo se extendía hasta las Cícladas y a zonas del norte del Egeo, que sin embargo muy pronto le serían disputadas por Filipo II, el nuevo rey de Macedonia, que mientras tanto —temido, odiado y también deseado por muchos— se había propuesto conseguir la hegemonía sobre el mundo estatal griego.