Decimosexto sueño de Íñigo
Era la quinta ocasión en la que Edeard observaba a las milicias que confluían sobre el valle escondido. Antes se habían cometido muchos errores; habían descubierto a las ge-águilas, los zorrorrápidos habían descuartizado a los primeros milicianos que habían sobrepasado el risco, los bandidos habían contraatacado con un alijo secreto de armas y los oficiales impulsivos habían desobedecido sus órdenes, dejando que el Gilmorn reuniera a sus seguidores. Siempre había habido demasiadas muertes. Y Edeard había reiniciado el universo en la noche de la víspera y había tratado de resolver el problema.
La última vez se había asegurado de hacerlo correctamente, hasta que la horda de bandidos empleó armas de fuego rápido de un alijo con el que no habían dado en las tres primeras ocasiones. Aunque los soldados habían reforzado los escudos con sus terceras manos, los habían hecho jirones antes de que Edeard lograra darles alcance. De modo que…
Esta vez había recorrido el valle durante dos horas después de la medianoche sin que nadie lo viera ni lo detectase. Había destruido el segundo alijo de armas de fuego rápido que los bandidos habían ocultado y se había apoderado de las de los centinelas después de dejarlos inconscientes. Era políticamente importante que las milicias pensaran que ellas solas habían derrotado a los bandidos; además, Edeard y Finitan querían que las armas de fuego rápido se convirtieran en una leyenda.
Ahora se encontraba en una pequeña elevación a ochocientos metros del valle mientras la luz que precedía al alba disipaba poco a poco las nebulosas. Bulku fue la primera que desapareció; la ondulante estela azulada se desvaneció sobre el horizonte del este como si la tierra se hubiera abierto para tragársela. Edeard se lo habría creído. El valle que los bandidos habían escogido como último reducto era una angosta grieta en las sinuosas praderas que componían la parte meridional de la provincia de Rulan, que se extendían hasta los lejanos montes de la provincia de Gratham. No le costaba imaginárselo como una fisura que hendía el planeta entero.
A medida que la gloria de picos escarlata del Mar de Odín menguaba en lo alto, divisó a los soldados del regimiento de Pholas y Zelda abandonando la cobertura de los bosquecillos del otro lado del valle, donde se habían congregado durante la noche. Los milicianos de las provincias de Plax y Tives iban tras ellos. Se movían en silencio, como un arroyuelo negro devanándose en torno a los suaves montículos y las colinas de las praderas, fuera del alcance de la vista de los centinelas apostados en el valle. Edeard estaba concentrado subvirtiendo a las ge-águilas que planeaban en el cielo, insinuando sus órdenes en sus agudos y suspicaces cerebritos. Sólo quedaban los zorrorrápidos. Pero estaba demasiado lejos para encargarse de ellos. Los robustos ge-lobos y los veloces ge-sabuesos avanzaban furtivamente, acompañando a las bandas errantes de agentes y soldados de Wellsop, que ejercían un incomparable dominio sobre sus genistares.
—Adelante. —Apremió a Dinlay mediante el lenguaje a distancia.
El regimiento de Cobara y Luz de Lilly, así como las milicias de Fandine, Nargol y Obershire, abandonaron las posiciones destacadas al oeste del valle. La impaciencia irrefrenable de los soldados de Nargol había sido el problema durante el segundo intento. Desde entonces Edeard había subrayado la importancia de que no se desviaran de la ruta señalada. El coronel Larose había hecho un buen trabajo manteniendo a raya a los provinciales en lo sucesivo, haciendo caso omiso de los amargos murmullos de que los habitantes de las ciudades se estaban apoderando del campo.
Al iniciarse el ataque, Edeard montó a un ge-caballo que el Gremio de Moldeado de Huevos había esculpido específicamente para que fuese rápido. La capa de ébano restalló, flotando sobre la silla y agitándose sobre los cuartos traseros de la criatura. A ambos lados, Felax y Marcol se encaramaron a monturas similares. Edeard no tenía nada que decirles. Su mente espoleó al ge-caballo y los jóvenes agentes lo siguieron al galope.
Aunque el estruendo de las tres bestias en la pradera en el frío silencio de la noche moribunda resultaba increíblemente sonoro, sabía que estaban demasiado lejos del valle para que los oyeran. Más adelante, los soldados formaban una horda imparable que confluía sobre el valle.
Los bandidos dieron al fin la alarma. Los centinelas que estaban despiertos gritaron pidiendo socorro a sus camaradas, sólo para descubrir que éstos estaban sumidos en un sueño profundo y antinatural y que les habían robado las armas. Los gritos y el frenético lenguaje a distancia despertaron al resto del grupo dormido.
Hasta el momento, las cosas iban como siempre, aunque ahora según el plan.
Los zorrorrápidos recorrían el valle en silencio, veloces como nubes huracanadas. Los milicianos invasores espoleaban a los ge-lobos. En lo alto del valle los soldados se echaron cuerpo a tierra, empuñando sus escopetas sobre el borde. Se efectuaron disparos. Los ge-lobos y los zorrorrápidos se estrellaron frontalmente y los fuertes alaridos animales resonaron en las praderas mientras una luz grisácea se arrastraba sobre el terreno empapado de rocío.
El regimiento de Pholas y Zelda llegó al otro extremo del valle y siguió a los ge-lobos hasta la honda y estrecha hendidura. Dinlay y Argain estaban cerca de la primera línea, descubriendo mediante la visión lejana a los bandidos que tenían el don de camuflarse, que era el caso de la mayoría. Edeard contuvo la respiración mientras el recuerdo de una honda trinchera en otra noche se agitaba en su mente; aquella fatídica emboscada. Esta vez sería distinto, se prometió, esta vez garantizaba que no habría ninguna sorpresa.
Los soldados apostados en las cumbres estaban ofreciendo un impenetrable fuego de cobertura a sus camaradas que avanzaban en el lecho del valle. Como siempre, los seguidores del Gilmorn se hicieron fuertes en un alto farallón de roca. Seguían teniendo sus escopetas ordinarias y dispararon implacablemente contra los soldados que se acercaban. Como estaban ocultos era difícil que éstos devolvieran el fuego con acierto. Argain fue corriendo en auxilio de los soldados que confluían sobre el farallón.
Edeard desmontó a la cabeza del valle. Se negaba a precipitarse, aunque eso fuera lo que todos esperaban. Mediante la visión lejana observó a los soldados que estaban reuniendo a los bandidos que se habían rendido y aislando a los pocos que todavía se resistían. El grupo del Gilmorn era el único que seguía plantándoles cara. Dinlay y Larose adelantaron cautelosamente a sus milicianos, que reptaban sobre el vientre a través de pequeñas hendiduras en la tierra y se arrojaban entre oportunos peñascos. Al cabo de diez minutos, el Gilmorn estaba completamente rodeado.
Edeard recorrió el abrupto lecho del valle, desfilando ante grupos de soldados sonrientes que empujaban a los cautivos. Algunos pertenecían a las tribus que habitaban las tierras salvajes, más allá de las fronteras de Rulan. Eran tal como los había conocido hacía tantos años, en la caravana de Witham: tenían el cabello ensortijado y una oscura costra de barro descascarillado en el pecho desnudo. Miraron al Caminante de las Aguas con expresiones sombrías, cerrándole cuidadosamente sus mentes. En todos los conflictos que habían estallado en los últimos años, Edeard jamás había visto a ninguno de ellos empuñando una pistola de fuego rápido; los seguidores del Gilmorn eran los únicos que disponían de aquellas armas. Detuvo a uno de los miembros de las tribus, al que escoltaban cinco recelosos soldados, un sujeto que aparentaba cincuenta y tantos años, aunque no reflejaba la decadencia de los habitantes de las ciudades; sus ojos eran grises y pálidos y fulguraban en un rostro que traslucía toda la cólera y la obstinación que la mente se negaba a revelarle.
—¿Por qué? —le preguntó Edeard llanamente—. ¿Por qué te has unido a ellos?
—Ellos son fuertes. Nos conviene.
—¿Cómo? ¿Cómo os conviene?
El maduro miembro de la tribu le dirigió un resoplido desdeñoso y señaló la pradera.
—Os habéis ido. En este mismo momento, no regresaréis nunca. Esta tierra será nuestra.
—De acuerdo, lo comprendo. Hasta comprendo que el asesinato y la destrucción se han convertido en una adicción perversa para algunos de vosotros. Pero ¿por qué estas tierras? Al oeste hay tierras que nadie ha reclamado. Tierras con bosques y rebaños para cazar. Nadie sabe siquiera cuántas tierras. ¿Por qué la nuestra? Vosotros no cultiváis. No vivís en casas de piedra.
—Porque la tenéis vosotros —repuso simplemente el cautivo.
Edeard lo fulminó con la mirada, a sabiendas de que jamás obtendría una respuesta más satisfactoria. Ni más honesta, pensó. Estaba buscando complejidades y propósitos donde no los había. Eran el Gilmorn y los suyos, los vestigios de los implacables seguidores de Una Nación de Owain, los que tenían propósitos. Las tribus no eran más que simples e inocentes útiles a los que habían engañado para que se uniesen a una alianza que nunca habían comprendido del todo.
Despidió a la escolta con un brusco ademán de la mano y el cautivo fue arrastrado a los calabozos que estaban instalando en la pradera.
—Deberíamos ir ahí abajo —dijo Marcol con impaciencia. El joven estaba escudriñando la fortaleza del farallón mediante la visión lejana, descubriendo fácilmente a los bandidos ocultos.
Edeard sofocó una sonrisa con esfuerzo. Las habilidades psíquicas de Marcol se habían desarrollado considerablemente desde el día del Destierro, casi tanto como su concepto del deber. Era un agente devoto y absolutamente leal al Gran Consejo, pero conservaba algunas actitudes del antiguo muchacho de las calles de Sampalok. Se moría de ganas de unirse al combate.
—Deja que las milicias tengan un momento de gloria —murmuró Edeard—. Ha sido una campaña dura. Se merecen ponerle fin. —Y era cierto. Los ejércitos de la ciudad y el campo se habían aliado durante ocho meses, hostigando al Gilmorn y a sus seguidores en todas las provincias hacia el oeste hasta que al final no habían tenido escapatoria.
—Política —comentó Felax con un gruñido disgustado.
—Estás aprendiendo —asintió Edeard—. Además, vosotros no tenéis nada que demostrar después de lo de Overton Falls. Me han dicho que las hijas de las familias de la caravana os manifestaron abiertamente su agradecimiento.
Los dos jóvenes agentes se miraron y compartieron una sonrisa cómplice.
En el farallón, Larose estaba dirigiendo un cortante ultimátum al Gilmorn mediante el lenguaje a distancia. Los superaban en número cincuenta a uno y estaban completamente rodeados. No tenían comida. Casi se les habían agotado las municiones. Nadie iba a socorrerlos.
Edeard no estaba seguro de que fuera oportuno señalarle todo aquello a un fanático despiadado Gilmorn. Aunque sinceramente, nunca habían llegado a este punto del ataque, de modo que no sabía lo que funcionaría.
Siguieron recorriendo el valle, frente a algunos zorrorrápidos y ge-lobos muertos. Edeard trató de no hacer muecas ante la carne brutalmente desgarrada de aquellas bestias. Argain estaba sentado en un peñasco cubierto de musgo donde se abría el valle, masticando en silencio una manzana roja. Algunos escuadrones de milicianos deambulaban por los alrededores, pues también querían tomar parte en el desenlace. A los cabos y sargentos les estaba costando mantenerlos a raya. Todos guardaron silencio cuando apareció Edeard.
—¿Se rendirá? —preguntó preocupado.
Argain se encogió de hombros y mordió con fuerza.
—No tiene nada que perder. Quién sabe lo que estarán pensando.
—Entiendo. Bueno, por suerte podemos esperar. Todo el tiempo que haga falta.
—Ah —exclamó Marcol—. Están discutiendo.
Argain escrutó al joven agente antes de volverse hacia el farallón. En efecto, desde las rocas escarpadas llegaba una discusión escandalosa y llena de ira. Dos hombres estaban haciendo frente a un Gilmorn, diciéndole que iban a rendirse ante la milicia. Edeard los observó mediante la visión lejana mientras le daban la espalda. El Gilmorn empuñó una escopeta y apuntó al cráneo de uno de ellos. La tercera mano de Edeard retorció la espoleta, doblándola imperceptiblemente. El Gilmorn apretó el gatillo. Hubo un chasquido metálico. La bala no salió disparada.
Marcol se aclaró audiblemente la garganta.
Estalló una nueva discusión, todavía más acalorada que la primera. Hubo puñetazos. Los contendientes forcejearon y trataron de estrujarse mutuamente el corazón con las terceras manos.
Larose ordenó que combinaran los escudos y avanzaran sobre ellos.
Dos minutos después todo había acabado.
Había milicianos apostados en lo alto de los pináculos rocosos, chillando apasionadamente y agitando botellas de cerveza sobre su cabeza. Regimientos enteros inundaban el escenario del último enfrentamiento cantando y abrazando a sus camaradas. Edeard no pudo sofocar una sonrisa mientras caminaba entre ellos, bebiendo algunos sorbos de las botellas que le ofrecían, estrechando manos y abrazando con entusiasmo a sus viejos amigos, que se alegraban de ver al Caminante de las Aguas que había liderado la campaña, pero que estaban todavía más orgullosos de haber ganado la última batalla ellos mismos.
El coronel Larose había instalado el campamento al otro lado de la fortaleza del farallón, donde habían formado un amplio círculo con los carros y habían tendido largas hileras de tiendas de campaña que estaban listas para ser montadas. Habían levantado una marquesina de tela de grandes dimensiones con los lados abiertos en la que los cocineros estaban preparando la comida. El humo de las hogueras impregnaba el aire calmo. En el centro del campamento se hallaba la tienda de mando, de color caqui apagado, que custodiaban veteranos alertas y una manada de ge-sabuesos. Ordenanzas y mensajeros entraban y salían apresuradamente. Once banderas de regimientos ondeaban débilmente en lo alto de las astas, representando lo más selecto de la ciudad y del campo.
Los guardias saludaron a Edeard cuando entró. Larose estaba sentado tras una mesa de madera de caballete que hacía las veces de escritorio, mientras una muchedumbre de ayudantes de campo deambulaba en los alrededores con peticiones y ruegos. Llevaba la descolorida chaqueta verde del uniforme de campaña abierta hasta la cintura, descubriendo una sucia camiseta gris. Los altos oficiales estaban arracimados ante un banco alargado, con toda la parafernalia administrativa que se necesitaba para desplazar y dirigir un contingente tan numeroso. Aunque sólo habían transcurrido unas horas desde la victoria, ya habían empezado a amontonarse las órdenes y los informes. Larose se puso en pie y abrazó afectuosamente a Edeard.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó—. Por la Señora, lo hemos conseguido.
Los oficiales rompieron en aplausos. Edeard asintió, agradecido.
—Deberías sentirte orgulloso de tus hombres —le aconsejó para que los demás comandantes lo oyeran, sobre todo los de los regimientos del campo—. Se han comportado de forma impecable.
—Desde luego que sí. —Larose les dedicó una generosa sonrisa—. Hasta el último de ellos.
—Y tú —añadió Edeard— deberías presentarte a las elecciones cuando volvamos. Seguro que los habitantes de Luz de Lilly prefieren que los represente un hombre que realmente ha tenido éxito fuera de la ciudad.
Larose se encogió de hombros, a punto de sonrojarse.
—Supongo que eso sorprendería y satisfaría a mis mayores.
Edeard le dedicó una cálida sonrisa.
—Nunca has sido una oveja negra.
—No. No como tú, en todo caso. Pero me gusta pensar que he tenido mis momentos.
—Claro que sí. Pero confío en que pensarás un poco en eso.
—Makkathran nunca está tan lejos como creemos, ¿verdad?
—No. —Edeard exhaló un suspiro—. ¿Se está portando bien?
—De momento.
Larose señaló un pliegue al fondo de la tienda y ambos lo atravesaron. En la parte trasera habían construido una muralla de tiendas y cercas alrededor de una pequeña franja de tierra. En el centro de ésta había una tienda estrecha y alta. Había una pareja de guardias en posición de firmes apostada delante de ella, milicianos maduros y curtidos en los que Larose confiaba de forma implícita; sus ge-lobos tironeaban de las correas. Los dos animales olisquearon a Edeard con recelo cuando éste se acercó.
—¿Sabes una cosa extraña? —dijo Larose—. Los bandidos han aterrorizado impunemente a las comunidades durante años. Los supervivientes contaban historias de armas terroríficas. Pero en toda la campaña no hemos encontrado a ninguno de esos cabrones armado con otra cosa que no fuera una pistola estándar.
—Eso es bueno —replicó Edeard, mirando fijamente hacia delante—. ¿Es que quieres que haya armas nuevas? ¿Lo bastante potentes para acabar con pelotones enteros en menos de un minuto?
—No. No, supongo que no.
—Yo tampoco.
—Además, no creo que nadie pueda fabricar algo semejante. Ni siquiera el Gremio de Armeros.
—No —asintió Edeard—. No se puede. Esas armas no son más que una fábula que la gente se contaba en tiempos pasados.
—Como los exiliados. Ya sabes, últimamente me cuesta imaginarme el aspecto que tenía Owain. Debe de haberse ido muy lejos de Makkathran junto con sus compañeros. Nadie los ha vuelto a ver.
—La derrota en unas elecciones puede desmoralizarte hasta ese punto. Nadie quiere regodearse en el pasado, ahora que todos tenemos futuro.
—¿Ah, sí?
—No sabemos cuál es, como siempre, pero claro que existe.
El coronel Larose frunció los labios y siguió caminando.
El Gilmorn estaba de pie en el centro de la tienda, bajo la atenta mirada de Marcol y Dinlay. Entre todos los aspectos derivados de la habilidad de Edeard para reiniciar el tiempo, éste era el que más lo desconcertaba. Ver vivo a alguien cuya muerte había presenciado antes. Y había matado a este Gilmorn con sus propias manos, de una manera injustificable desde una perspectiva serena.
Como era inevitable, no había cambiado. Pero Edeard nunca lo había visto con sus mejores galas. La última vez, el dolor y la tristeza habían teñido aquellas facciones redondas, con aquella nariz característica, y la roca le había aplastado las piernas. Ahora simplemente parecía cansado, exudando una sombría amargura. Pero no derrotado. Detrás del escudo mental todavía había obstinación; Edeard sospechaba que inflamada por la arrogancia de aquella antigua Gran Familia.
El herrero estaba retirándose. Había tardado una hora en ceñirle unos grilletes seguros, con grandes aros de hierro, alrededor de las muñecas y los tobillos, entrelazados mediante gruesas cadenas. De ese modo no había ingeniosas cerraduras susceptibles de que las forzara telequinéticamente. El metal sólo se rompería mediante la intervención de otro herrero o la aplicación de la fuerza bruta; Edeard podía hacerlo, y Marcol probablemente también, pero en Querencia había pocos que fueran capaces.
—La mascota de Finitan —comentó desdeñosamente el Gilmorn—. Debería haberlo imaginado.
—Siento haber faltado a nuestra cita en el valle al otro lado del monte Alvice —contestó Edeard con tono despreocupado.
El Gilmorn le dirigió una mirada sobresaltada.
—¿Quién eres? —prosiguió Edeard—. No es que importe mucho, pero en Ashwell no me dijiste cómo te llamabas.
—Tienes que rellenar formularios, ¿eh?
—Entiendes que todo ha terminado, ¿verdad? Eres el último. Aunque quedaran seguidores de Una Nación en Makkathran, lo negarían todo, sobre todo a ti. La familia Gilmorn ha perdido muchos puestos entre las Grandes Familias de la ciudad desde el exilio de Tannarl; están desesperados por recuperarlos. No volverán a aceptarte; ellos no. Por supuesto, podrías tratar de unirte a los tenientes supervivientes de Buate, a quienes yo he desterrado. Pero según parece ellos tampoco se han recuperado. En los dos últimos años han sentenciado a las minas de Trampello a más de una docena de ellos. Al menos tendrán compañía; mi viejo amigo Arminel todavía está encarcelado allí. El alcalde Finitan ha sustituido al compinche de Owain por un director un poco más estricto.
El Gilmorn levantó las manos y la cadena tintineó.
—¿A esto te has rebajado, Caminante de las Aguas? ¿A burlarte de tus víctimas?
—¿Y tú? ¿A provocar a alguien después de haber destruido su aldea?
—Touché.
—Tú me pusiste en el camino que me ha llevado hasta este día. Estoy disfrutándolo.
—Al igual que Ranalee y otros están disfrutando de Salrana. Me han dicho que es muy popular. Tengo entendido que en ciertos círculos ofrecen sumas sustanciosas por ella.
La mano de Dinlay se posó en el hombro de Edeard.
—Deja que yo me encargue de él.
—¿Tú? —se mofó el Gilmorn—. ¿Un eunuco haciendo el trabajo sucio del Caminante de las Aguas? Qué divertido.
El rostro de Dinlay enrojeció detrás de las gafas.
—Yo no soy un…
—Ya basta —intervino Larose—. Caminante de las Aguas, ¿tienes alguna pregunta seria que hacerle a este cabrón? Algunos de mis hombres pueden sacarle las respuestas. Puede que tarden, pero son tenaces.
—No —dijo Edeard—. No tiene nada valioso que ofrecerme. Sólo me preguntaba por qué seguía luchando, pero ahora lo sé.
—¿De veras? —replicó el Gilmorn—. ¿Y de qué se trata?
—Porque te he arrebatado todo lo demás. No puedes hacer otra cosa. Sin tus amos no eres nada. Eres tan patético que ni siquiera se te ocurre otra cosa a la que dedicarte. Cuando te llegue la hora no habrás conseguido nada, no dejarás ningún legado, tu alma no encontrará nunca el Corazón. Dentro de poco este universo habrá olvidado incluso que exististe.
—Así que para eso has venido, para matarme. La venganza del Caminante de las Aguas. Tú no eres mejor que yo. Owain no se exilió. Sé que lo asesinaste igual que a los demás. No quieras convertirte en una especie de orgulloso juez moral. Si crees que no dejaré nada detrás, te equivocas. Te dejo a ti. Te he creado. Sin mí no serías más que un campesino con una esposa gorda y una docena de niños chillones que rebuscan su comida en el barro. Pero ahora no. He forjado a un verdadero gobernante, tan despiadado como Owain. ¿Dices que no puedo hacer otra cosa? Mírate en el espejo. ¿A que no toleras que nadie te desobedezca? ¿No es lo mismo que hago yo? ¿Ésos no son los mismos valores que afirmas que desprecias?
—Yo aplico la ley de forma ecuánime y equitativa para todos. Acato los resultados de las elecciones.
—Palabras, palabras, palabras. Un auténtico político de Makkathran. Que la Señora se apiade de tus enemigos cuando te conviertas en alcalde.
—Eso será dentro de mucho tiempo, si acaso me presento.
—Sí que lo harás. Porque eso es lo que haría yo.
La capa de Edeard se hizo a un lado, tan suave como el aceite de jamolar. Metió la mano en un bolsillo y extrajo la orden.
—Ésta es una proclama firmada por el alcalde de Makkathran y certificada por los gobernadores provinciales de la alianza de las milicias. Los delitos que has cometido desde hace años son tan terribles que no volverás a la civilización para someterte a juicio.
—Ja, una sentencia de muerte. No eres mejor que los salvajes de las tribus a los que nosotros reclutamos.
—Te conducirán al puerto de Solbeach, donde zarpará un barco rumbo a oriente. Cuando el capitán se haya alejado todo lo posible buscará una isla con agua potable y vegetación. Allí te abandonarán con semillas y herramientas suficientes para que sobrevivas. Pasarás el resto de tus días solo, contemplando tus espantosos crímenes. No intentarás volver a la civilización. Si te encuentran dentro de sus fronteras te ejecutarán en el acto. Que la Señora bendiga tu alma. —Edeard enrolló el pergamino—. Los agentes Felax y Marcol te acompañarán durante la travesía para asegurarse de que se cumpla la sentencia. Te aconsejo que no los provoques.
—Que te jodan. He ganado y lo sabes. Esta alianza es el principio de Una Nación.
Edeard se dio la vuelta, disponiéndose a abandonar la tienda.
—Owain ha ganado —exclamó el Gilmorn a sus espaldas—. No eres más que una marioneta en sus manos. Eso es todo. ¿Me has oído, Caminante de las Aguas? Una marioneta de los muertos; una marioneta del hombre al que asesinaste. La sangre de la familia gobernará este mundo. Dicen que ves las almas. ¿Ves la de la señora Florrel riéndose? ¿La ves?
Edeard reforzó el escudo que había creado con la tercera mano, eclipsando los feroces gritos mientras se marchaba.
Edeard quería viajar solo, pero Dinlay se negó a permitírselo. Ni siquiera discutió; se limitó a guardar silencio mientras Edeard gritaba acaloradamente, manteniéndose tan obstinado como siempre. De modo que Edeard acabó desistiendo, tal como ambos habían adivinado que haría, y ordenó que el sargento del regimiento de caballería ensillara dos caballos. Los dos partieron hacia Ashwell juntos.
El paisaje no había cambiado, tan sólo el uso al que antes lo habían destinado. Cuando se hallaban a media jornada de su destino, Edeard reconoció los hitos que habían dominado su infancia. Se apercibió de las formas en el horizonte, aunque ahora estaban enmascaradas bajo colores distintos debido al cambio que había experimentado la vegetación; los cultivos habían dado paso a una explosión de plantas silvestres. El camino estaba completamente cubierto y apenas se distinguía, aunque la visión lejana seguía captando la superficie pedregosa enterrada. Los campos de los alrededores de la aldea, que antaño habían sido ricos y fértiles, habían revertido mucho tiempo atrás a las praderas y los arbustos, y de los antiguos setos habían brotado arbolillos. Los canales del alcantarillado estaban llenos de hojas y fango, formando charcos extrañamente largos.
El día era caluroso, apenas había nubes en el deslumbrante cielo azul celeste. Sentado en la silla, Edeard abarcaba kilómetros con la mirada en todas las direcciones. Lo primero que identificó fue el barranco. No había cambiado nada. Le aceleró el pulso de una forma curiosa. Lo cierto era que no había esperado volver allí. El día después del ataque se había marchado con la partida de Thorpe del Agua y sólo había vuelto la vista atrás en una ocasión, divisando ruinas ennegrecidas que despedían un humo tenue en el cielo abierto, y hasta aquella imagen estaba emborronada a causa de las lágrimas y la tristeza. Había sido demasiado doloroso atreverse a mirar de nuevo, de modo que se había marchado con Salrana, cogiéndose la mano y mirando valientemente hacia delante.
Ahora la naturaleza había completado lo que Owain y el Gilmorn habían empezado. Los años de lluvias, viento, insectos y merodeadores tenaces habían acelerado la decadencia que los incendios habían desatado. Las desganadas reparaciones de la muralla que había emprendido el consejo de la aldea se estaban viniendo abajo al fin, de manera que las amplias defensas eran desiguales y estaban hundidas. Las puertas exteriores habían desaparecido y sus restos carbonizados se habían podrido, convirtiéndose en un fino mantillo en el que se infiltraban las raíces de las malas hierbas. La ausencia de éstas descubría el breve túnel que discurría bajo las murallas, un oscuro y ominoso pasadizo de sombríos ladrillos recubiertos de hongos. Las atalayas de piedra se inclinaban sobre ellos; sus gruesas paredes se mantenían en pie, aunque los techos de teja y madera bajo los cuales se habían refugiado tantos centinelas durante décadas habían desaparecido.
Edeard desmontó y ató la asustadiza montura a los anillos de hierro frente al arco de la puerta. Al menos el grueso metal seguía intacto.
—¿Estás bien? —aventuró Dinlay con cautela.
—Sí —le aseguró Edeard, y atravesó el túnel goteante, apartando la cortina de enredaderas.
En cuanto entró en la aldea, los pájaros alzaron el vuelo, formando grandes y estridentes remolinos mientras batían las alas en el cielo. Pequeñas criaturas se escabulleron sobre los ásperos montículos de desechos.
Edeard estaba preparado para las ruinas, pero el tamaño de la aldea lo había pillado desprevenido. Ashwell era muy pequeña. Hasta entonces no la había considerado en aquellos términos. Pero lo cierto era que la extensión de terreno que mediaba entre el precipicio y las murallas habría cabido sin dificultades en Myco o Neph, los distritos urbanos más pequeños.
El trazado básico de la aldea se había conservado. La mayoría de las paredes de piedra habían sobrevivido de una forma u otra, aunque el derrumbamiento de los techos había demolido muchas de ellas. Las calles se distinguían fácilmente y la memoria de Edeard completó las líneas cuando los corrimientos de tierras oscurecían los caminos visibles. Los grandes salones del gremio habían resistido los incendios lo suficiente para que se mantuviera la forma, aunque no eran más que estructuras vacías, sin techos ni paredes interiores. Edeard los examinó mediante la visión lejana y se detuvo bruscamente. Debajo de la fina capa de polvo, ceniza y hierbas que había devorado la aldea estaban los huesos de sus habitantes. Estaban en todas partes.
—¡Señora!
—¿Qué? —preguntó Dinlay.
—No hubo ningún entierro —dijo Edeard—. Nos fuimos por las buenas. Era demasiado… espantoso para soportarlo.
—La Señora lo entenderá. Y seguro que las almas de tus amigos también.
—Quizá. —Contempló aquella desolación y se estremeció de nuevo.
—¿Edeard, queda alguno?
Éste exhaló de mala gana un largo suspiro.
—No lo sé. —Volvió a abrirse, desplegando la visión lejana hasta el límite de su resolución, tratando de vislumbrar indicios de figuras espectrales—. No —anunció al fin—. Aquí no hay nadie.
—Eso está bien.
—Sí. —Edeard lo guió hasta la estructura del Salón del Gremio de Moldeado de Huevos.
—¿Aquí fue donde te criaste? —preguntó Dinlay con interés mientras escudriñaba los nueve lados del ruinoso patio.
—Sí. —De algún modo Edeard había confiado en hallar algún rastro de Akeem. Pero ahora que se encontraba junto a los establos hundidos y los precarios salones sabía que no lo haría. Había muchos huesos y hasta esqueletos completos, pero habría que examinarlos meticulosamente durante días para identificarlos. Y en definitiva, ¿para qué? ¿A quién intento aplacar y satisfacer? ¿Acaso les importaba a las almas de los campesinos muertos que hubiera vuelto? ¿Akeem querría que rebuscara sus restos en la tierra después de tanto tiempo? O los entierro a todos o a ninguno.
Por supuesto, podía hacer otra cosa. El recuerdo que conservaba de aquella noche era perfecto: se había reunido en la caverna con los demás aprendices para una noche de diversión y kestric. Mientras pensaba en ello se volvió hacia el barranco y divisó la pequeña y oscura grieta que atravesaban hacia la cueva en la que se ocultaban de sus maestros.
Aquella simple reminiscencia desencadenó una auténtica oleada de recuerdos. Vio la aldea tal como había sido durante ese último y hermoso verano. La gente recorriendo las calles, hablando y riéndose. Los puestos del mercado y los granjeros que transportaban sus productos en grandes carromatos. Los aprendices que se encargaban apresuradamente de sus tareas. Los mayores de la aldea ataviados con sus mejores galas. Los niños deambulando de un lado a otro, corriendo entre carcajadas estridentes.
Puedo hacerlo. Puedo volver a ese momento. Puedo derrotar a los bandidos esa noche, puedo devolverles la vida a todos.
Meneó la cabeza como si quisiera despejarse. Le rodaron lágrimas por las mejillas. Aquello era mucho peor que cualquiera de las tentaciones que Ranalee le había ofrecido.
Tendría que ir a Makkathran, esta vez con la carta de recomendación de Akeem. Me convertiría en un aprendiz en la Torre Azul. Pero Owain seguiría allí, al igual que Buate, Tannarl, la señora Florrel y Bise. Tendría que volver a encargarme de ellos.
—No puedo —susurró—. No puedo volver a hacerlo.
—¿Edeard? —preguntó suavemente Dinlay. Le apretó el hombro con la mano.
Edeard se enjugó las lágrimas, desterrando para siempre la visión de la aldea en el pasado. Akeem lo observó con ojos tristes desde el resquebrajado arco de la puerta del Salón del Gremio de Moldeado de Huevos.
Edeard conocía perfectamente aquella mirada. Era un reproche que le había dirigido mil veces cuando era un aprendiz. No me decepciones.
—No lo haré —le prometió.
Dinlay frunció el ceño.
—¿Qué es lo que no harás?
Edeard aspiró una honda bocanada de aire, apaciguando sus emociones desbocadas. Contempló la puerta derruida. Akeem no estaba allí. Una sonrisa le acarició los labios.
—No les fallaré —dijo a Dinlay—. No fallaré a las personas que murieron para que yo acabara donde estoy ahora, donde estamos todos. Pero eso no siempre funciona, ya sabes.
—¿El qué?
—A veces para hacer lo correcto hay que hacer algo incorrecto.
—Eso siempre me ha parecido una tontería. Apuesto a que Rah nunca lo dijo.
Edeard se rió en voz alta y echó un último vistazo al viejo patio de nueve lados. A continuación rodeó con el brazo los hombros de su amigo.
—Es probable que tengas razón. Venga, volvamos a casa. A Makkathran.
—Ya era hora. Sé que tenías que venir aquí, pero no estoy seguro de que sea sano. Todos apreciamos demasiado el pasado. Deberíamos liberarnos de él. Sólo se puede mirar hacia el futuro.
Edeard lo atrajo hacia él.
—Eres un verdadero filósofo, ¿eh?
—¿Por qué te sorprendes tanto?
—No era sorpresa, era respeto.
—Hmm.
—De todas formas —se burló Edeard—, Saria te estará esperando. Con impaciencia.
—Ah, querida Señora. No quiero hablar mal de los muertos, pero ¿qué demonios era lo que veía Boyd en ella?
—¿Qué? ¡No! Es una chica encantadora.
—Es una pesadilla.
—Kristabel habla muy bien de ella.
—Sí. Pero también habla muy bien de ti.
—¡Ay! Eso me ha dolido. De acuerdo, a lo mejor Kanseen encuentra a alguien que te guste más.
—¡No! Y desde luego nada de Kanseen. ¿Sabes qué es lo que entiende ella por «chicas simpáticas», por no decir «apropiadas»? Eso es lo que habéis hecho desde que los cuatro os casasteis. Es embarazoso. Además, me gusta estar soltero.
—La vida de casado es maravillosa.
—¡Señora! Déjalo, ¿quieres?
Edeard abandonó el antiguo patio del gremio con una sonrisa satisfecha.